V
(Jueves, 8)
Mi mano sobresaltada busca, sobre el mármol de la mesa de noche, aquel despertador que está sonando, si acaso, muy arriba en el mapa, a miles de kilómetros de distancia. Y necesito de alguna reflexión, echando una larga ojeada a la plaza, entre persianas, para comprender que mi hábito —el de cada mañana, allá— ha sido burlado por el triángulo de un vendedor ambulante. Oyese luego el caramillo de un amolador de tijeras, extrañamente concertado sobre el melismático pregón de un gigante negro que lleva una cesta de calamares en la cabeza. Los árboles, mecidos por la brisa tempranera, nievan de blancas pelusas una estatua de procer que tiene algo de Lord Byron por el tormentoso encrespamiento de la corbata de bronce, y algo también de Lamartine, por el modo de presentar una bandera a invisibles amotinados. A lo lejos repican las campanas de una iglesia con uno de esos ritmos parroquiales, conseguido por el guindarse de las cuerdas, que ignoran los carillones eléctricos de las falsas torres góticas de mi país. Mouche, dormida, se ha atravesado en la cama de modo que no queda lugar para mí. A veves, molesta por un calor inhabitual, trata de quitarse la sábana de encima, enredando más las piernas en ella. La miro largamente, algo resquemado por el chasco de la víspera: aquella crisis de alegría, debida al perfume de un naranjo cercano, que nos alcanzó en este cuarto piso, acabando con los grandes júbilos físicos que yo me hubiera prometido para aquella primera noche de convivencia con ella en un clima nuevo. Yo la había calmado con un somnífero, recurriendo luego a la venda negra para hundir más pronto mi despecho en el sueño. Vuelvo a mirar entre persianas. Más allá del Palacio de los Gobernadores, con sus columnas clásicas sosteniendo un cornisamento barroco, reconozco la fachada Segundo Imperio del teatro donde anoche, a falta de espectáculos de un color más local, nos acogieran, bajo grandes arañas de cristal, los marmóreos drapeados de las Musas custodiadas por bustos de Meyerbeer, Donizetti, Rossini y Hérold. Una escalera con curvas y floreo de rococó en el pasamano nos había conducido a la sala de terciopelos encarnados, con dentículos de oro al borde de los balcones, donde se afinaban los instrumentos de la orquesta, cubiertos por las alborotosas conversaciones de la platea. Todo el mundo parecía conocerse. Las risas se encendían y corrían por los palcos, de cuya penumbra cálida emergían brazos desnudos, manos que ponían en movimiento cosas tan rescatadas del otro siglo como gemelos de nácar, impertinentes y abanicos de plumas. La carne de los escotes, la atadura de los senos, los hombros, tenían una cierta abundancia muelle y empolvada que invitaba a la evocación del camafeo y del cubrecorsé de encajes. Pensaba divertirme con los ridículos de la ópera que iba a representarse dentro de las grandes tradiciones de la bravura, la coloratura, la fioritura. Pero ya se había alzado el telón sobre el jardín del castillo de Lamermoore, sin que lo desusado de una escenografía de falsas perspectivas, mentideros y birlibirloques, estuviese aguzando mi ironía. Me sentía dominado más bien por su indefinible encanto, hecho de recuerdos imprecisos y de muy remotas y fragmentadas añoranzas. Esta gran rotonda de terciopelo, con sus escotes generosos, el pañuelo de encajes entibiado entre los senos, las cabelleras profundas, el perfume a veces excesivo; ese escenario donde los cantantes perfilaban sus arias con las manos llevadas al corazón, en medio de una portentosa vegetación de telas colgadas; ese complejo de tradiciones, comportamientos, maneras de hacer, imposible ya de remozar en una gran capital moderna, era el mundo mágico del teatro, tal como pudo haberlo conocido mi ardiente y pálida bisabuela, la de ojos a la vez sensuales y velados, toda vestida de raso blanco, del retrato de Madrazo que tanto me hiciera soñar en la niñez, antes de que mi padre tuviera que vender el óleo en días de penuria. Una tarde en que estaba solo en la casa, yo había descubierto, en el fondo de un baúl, el libro de cubiertas de marfil y cerradura de plata donde la dama del retrato hubiera llevado su diario de novia. En una página, bajo pétalos de rosa que el tiempo había vuelto de color tabaco, encontré la maravillada descripción de una Gemma di Vergy cantada en un teatro de La Habana, que en todo debía corresponder a lo que contemplaba esta noche. Ya no esparaban afuera los cocheros negros de altas botas y chisteras con escarapela; no se mecerían en el puerto los fanales de las corbetas, ni habría tonadilla en fin de fiesta. Pero eran, en el público, los mismos rostros enrojecidos de gozo ante la función romántica; era la misma desatención ante lo que no cantaban las primeras figuras, y que, apenas salido de páginas muy sabidas, sólo servía de fondo melodioso a un vasto mecanismo de miradas intencionadas, de ojeadas vigilantes, cuchicheos detrás del abanico, risas ahogadas, noticias que iban y venían, discreteos, desdenes y fintas, juego cuyas reglas me eran desconocidas, pero que yo observaba con envidia de niño dejado fuera de un gran baile de disfraces.
Llegado el intermedio, Mouche se había declarado incapaz de soportar más, pues aquello —decía— era algo así como «la Lucía vista por Madame Bovary en Rouen». Aunque la observación no carecía de alguna justeza, me sentí irritado, súbitamente, por una suficiencia muy habitual en mi amiga, que la ponía en posición de hostilidad apenas se veía en • contacto con algo que ignorara los santos y señas de ciertos ambientes artísticos frecuentados por ella en Europa. No despreciaba la ópera, en este momento, porque algo chocara realmente su muy escasa sensibilidad musical, sino porque era consigna de su generación despreciar la ópera. Viendo que de nada servía la argucia de evocar la Opera de Parma en días de Stendhal para conseguir que volviera a su butaca, salí del teatro muy contrariado. Sentía necesidad de discutí: con ella agriamente, para anticiparme a un tipo de reacciones que podía aguarme los mejores placeres de este viaje. Quería neutralizar de antemano ciertas críticas previsibles para quien conocía las conversaciones —siempre prejuiciadas en lo intelectual— que en su casa se llevaban. Pero pronto nos vino al encuentro una noche más honda que la noche del teatro: una noche que se nos impuso por sus valores de silencio, por la solemnidad de su presencia cargada de astros. Podía desgarrarla momentáneamente cualquier estridencia del tránsito. Volvía luego a hacerse entera, llenando los zaguanes y portones, espesándose en casas de ventanas abiertas que parecían deshabitadas, pesando sobre las calles desiertas, de grandes arcadas de piedra. Un sonido nos hizo detenernos, asombrados, teniendo que caminar varias veces para comprobar la maravilla: nuestros pasos resonaban en la acera del frente. En una plaza, frente a una iglesia sin estilo, toda en sombras y estucos, había una fuente de tritones en la que un perro velludo, parado en las patas traseras, metía la lengua con deleitoso somormujo. Las saetas de los relojes no mostraban prisa, marcando las horas con criterio propio, de campanarios vetustos y frontis municipales. Cuesta abajo, hacia el mar, se adivinaba la agitación de los barrios modernos; pero por más que allá parpadearan, en caracteres luminosos, las invariables enseñas de los establecimientos nocturnos, era bien evidente que la verdad de la urbe, su genio y figura, se expresaba aquí en signos de hábitos y de piedras. Al fin de la calle nos encontramos frente a una casona de anchos soportales y musgoso tejado, cuyas ventanas se abrían sobre un salón adornado por viejos cuadros con marcos dorados. Metimos las caras entre las rejas, descubriendo que junto a un magnífico general de ros y entorchados, al lado de una pintura exquisita que mostraba tres damas paseando en una volanta, había un retrato de Taglioni, con pequeñas alas de libélula en el tallo. Las luces estaban encendidas en medio de cristales tallados y no se advertía, sin embargo, una presencia humana en los corredores que conducían a otras estancias iluminadas. Era como si un siglo antes se hubiese dispuesto todo para un baile al que nadie hubiera asistido nunca. De pronto, en un piano al que el trópico había dado sonoridad de espineta, sonó la pomposa introducción de un vals tocado a cuatro manos. Luego, la brisa agitó las cortinas y el salón entero pareció esfumarse en un revuelo de tules y encajes. Roto el sortilegio, Mouche declaró que estaba fatigada. Cuando más me iba dejando llevar por el encanto de esa noche que me revelaba el significado exacto de ciertos recuerdos borrosos, mi amiga rompía la fruición de una paz olvidada de la hora que hubiera podido conducirme al alba sin cansancio. Allá, más arriba del tejado, las estrellas presentes pintaban tal vez los vértices de la Hidra, el Navio Argos, el Sagitario y la Cabellera de Berenice, con cuyas figuraciones se adornaría el estudio de Mouche. Pero hubiera sido inútil preguntarle, pues ella ignoraba como yo —fuera de las Osas— la exacta situación de las constelaciones. Al advertir ahora lo burlesco de ese desconocimiento en quien vivía de los astros, me eché a reír, volviéndome hacia mi amiga. Ella abrió los ojos sin despertarse, me miró sin verme, suspiró profundamente y se volvió hacia la pared. Me dieron ganas de acostarme de nuevo; pero pensé que fuera bueno aprovecharse de su sueño para iniciar la búsqueda de los instrumentos indígenas —la idea me obsesionaba— tal como lo había pensado la víspera. Sabía que al verme tan empeñado en el propósito me trataría, por lo menos, de ingenuo. Por lo mismo, me vestí apresuradamente y salí sin despertarla.
El Sol, metido de lleno en las calles, rebotando en los cristales, tejiéndose en hebras inquietas sobre el agua de los estanques, me resultó tan extraño, tan nuevo, que para comparecer ante él tuve que comprar espejuelos de cristales oscuros. Luego traté de orientarme hacia el barrio de la casona colonial, en cuyos alrededores debía haber baratillos y tiendas raras. Remontando una calle de aceras estrechas me detenía, a veces, para contemplar las muestras de pequeños comercios, cuya apostura evocaba artesanías de otros tiempos: eran las letras floreadas de Tutilimundi, la Bota de Oro, el Rey Midas y el Arpa Melodiosa, junto al Planisferio colgante de una librería de viejo, que giraba al azar de la brisa. En una esquina, un hombre abanicaba el fuego de una hornilla sobre la que se asaba un pernil de ternero, hincado de ajos, cuyas grasas reventaban en humo acre, bajo una rociada de orégano, limón y pimienta. Más allá ofrecíanse sangrías y garapiñas, sobre los aceites rezumos del pescado frito. De súbito, un calor de hogazas tibias, de masa recién horneada, brotó de los respiraderos de un sótano, en cuya penumbra se afanaban, cantando, varios hombres, blancos de pelo a zuecos. Me detuve con deleitosa sorpresa. Hacía mucho tiempo que tenía olvidada esa presencia de la harina en las mañanas, allá donde el pan, amasado no se sabía dónde, traído de noche en camiones cerrados, como materia vergonzosa, había dejado de ser el pan que se rompe con las manos, el pan que reparte el padre luego de bendecirlo, el pan que debe ser tomado con gesto deferente antes de quebrar su corteza sobre el ancho cuenco de sopa de puerros o de asperjarlo con aceite y sal, para volver a hallar un sabor que, más que sabor a pan con aceite y sal, es el gran sabor mediterráneo que ya llevaban pegado a la lengua los compañeros de Ulises. Este reencuentro con la harina, el descubrimiento de un escaparate que exhibía estampas de zambos bailando la marinera, me distraían del objeto de mi vagar por calles desconocidas. Aquí me detenía ante un fusilamiento de Maximiliano; allá hojeaba una vieja edición de Los Incas de Marmontel, cuyas ilustraciones tenían algo de la estética masónica de La Flauta Mágica. Escuchaba un Mambrú cantado por los niños que jugaban en un patio oloroso a natillas. Y así, atraído ahora por la mañanera frescura de un viejo cementerio, andaba a la sombra de sus cipreses, entre tumbas que estaban como olvidadas en medio de yerbas y campánulas. A veces, tras de un cristal empañado por los hongos, se ostentaba el daguerrotipo de quien yacía bajo el mármol: un estudiante de ojos afiebrados, un veterano de la Guetra de Fronteras, una poetisa coronada de laurel. Yo contemplaba el monumento a las víctimas de un naufragio fluvial, cuando el aire fue desgarrado, en alguna parte, como papel encerado, por una descarga de ametralladoras. Eran los alumnos de una escuela militar, sin duda, que se adiestraban en el manejo de las armas. Hubo un silencio y volvieron a enredarse los arrullos de palomas que hinchaban el buche en torno a los vasos romanos.
Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves agora,
campos de soledad, mustio collado,
fueron un tiempo Itálica famosa.
Repetía y volvía a repetir estos versos que me regresaban a jirones desde la llegada y por fin se habían reconstruido en mi memoria, cuando se oyó nuevamente, con más fuerza, el tableteo de las ametralladoras. Un niño pasó a todo correr, seguido de una mujer despavorida, descalza, que llevaba una batea de ropas mojadas en brazos, y parecía huir de un gran peligro. Una voz gritó en alguna parte, detrás de las tapias: «¡Ya empezó! ¡Ya empezó!». Algo inquieto salí del cementerio y regresé hacia la parte moderna de la ciudad. Pronto pude darme cuenta de que las calles estaban vacías de transeúntes y los comercios habían cerrado sus puertas y cortinas metálicas con una prisa que nada bueno anunciaba. Saqué mi pasaporte, como si los cuños estampados entre sus tapas tuvieran alguna eficacia protectora, cuando una grita me hizo detener, realmente asustado, al amparo de una columna. Una multitud vociferante, hostigada por el miedo, desembocó de una avenida, derribándolo todo por huir de una recia fusilería. Llovían cristales rotos. Las balas topaban con el metal de los postes del alumbrado, dejándolos vibrantes como tubos de órgano que hubieran recibido una pedrada. El latigazo de un cable de alta tensión acabó de despejar la calle, cuyo asfalto se encendió a trechos. Cerca de mí, un vendedor de naranjas se desplomó de bruces, echando a rodar las frutas que se desviaban y saltaban al ser alcanzadas por un plomo a ras del suelo. Corrí a la esquina más próxima, para guarecerme en un soportal de cuyas pilastras colgaban billetes de lotería dejados en la fuga. Sólo un mercado de pájaros me separaba ya del fondo del hotel. Decidido por el zumbar de una bala que, luego de pasar sobre mi hombro, había agujereado la vitrina de una farmacia, emprendí la carrera. Saltando por encima de las jaulas, atropellando canarios, pateando colibríes, derribando posaderos de cotorras empavorecidas, acabé por llegar a una de las puertas de servicio que había permanecido abierta. Un tucán, que arrastraba un ala rota, venía saltando detrás de mí, como queriendo acogerse a mi protección. Detrás, erguido sobre el manubrio de un velocípedo abandonado, un soberbio guacamayo permanecía en medio de la plaza desierta, solo, calentándose al sol. Subí a nuestra habitación. Mouche seguía durmiendo, abrazada a una almohada, con la camisa por las caderas y los pies enredados entre sábanas. Tranquilizado en cuanto a ella respectaba, bajé al hall en busca de explicaciones. Se hablaba de una revolución. Pero esto poco significaba para quien, como yo, ignoraba la historia de aquel país en todo lo que fuera ajeno al Descubrimiento, la Conquista y los viajes de algunos frailes que hubieran hablado de los instrumentos musicales de sus primitivos pobladores. Me puse, pues, a interrogar a cuantos, por mucho comentar y acalorarse, parecían tener una buena información. Pero pronto observé que cada cual daba una versión particular de los acontecimientos, citando los nombres de personalidades que, desde luego, eran letra muerta para mí. Traté entonces de conocer las tendencias, los anhelos de los bandos en pugna, sin hallar más claridad. Cuando creía comprender que se trataba de un movimiento de socialistas contra conservadores o radicales, de comunistas contra católicos, se barajaba el juego, quedaban invertidas las posiciones, y volvían a citarse los apellidos, como si todo lo que ocurría fuese más una cuestión de personas que una cuestión de partidos. Cada vez me veía devuelto a mi ignorancia por la relación de hechos que parecían historias de güelfos y gibelinos, por su sorprendente aspecto de ruedo familiar, de querella de hermanos enemigos, de lucha entablada entre gente ayer unida. Cuando me acercaba a lo que podía ser, según mi habitual manera de razonar, un conflicto político propio de la época, caía en algo que más se asemejaba a una guerra de religión. Las pugnas entre los que parecían representar la tendencia avanzada y la posición conservadora se me representaban, por el increíble desajuste cronológico de los criterios, como una especie de batalla librada, por encima del tiempo, entre gentes que vivieran en siglos distintos. «Muy justo —me respondía un abogado de levita, chapado a la antigua, que parecía aceptar los acontecimientos con su sorprendente calma—; piense que nosotros, por tradición, estamos acostumbrados a ver convivir Rousseau con el Santo Oficio, y los pendones al emblema de la Virgen con El Capital…» En eso apareció Mouche, muy angustiada, pues había sido sacada del sueño por las sirenas de ambulancias que pasaban, ahora, cada vez más numerosas, cayendo en pleno mercado de pájaros, donde, al encontrar de súbito el falso obstáculo de las jaulas amontonadas, los conductores frenaban brutalmente, aplastando de un bandazo a los últimos sinsontles y turpiales que quedaban. Ante la ingrata perspectiva del encierro forzoso, mi amiga se irritó grandemente contra los acontecimientos que trastornaban todos sus planes. En el bar, los forasteros habían armado sus malhumoradas partidas de naipes y de dados, entre copas, rezongando contra los estados mestizos que siempre tenían un zafarrancho en reserva. En eso supimos que varios mozos del hotel habían desaparecido. Los vimos pasar, poco después, bajo las arcadas del frente, armados de mausers, con varias cartucheras terciadas. Al ver que habían conservado las chaquetas blancas del servicio, hicimos chistes del marcial empaque. Pero, al llegar a la esquina más próxima, los dos que marchaban delante se doblaron, de repente, alcanzados en el vientre por un pase de metralla. Mouche dio un grito de horror, llevando las manos a su propio vientre. Todos retrocedimos en silencio hacia el fondo del hall, sin poder quitar los ojos de aquella carne yacente sobre el asfalto enrojecido, insensible ya a las balas que en ella se encajaban todavía, poniendo nuevos marchamos de sangre en la claridad del dril. Ahora, los chistes hechos un poco antes me parecieron abyectos. Si en estos países se moría por pasiones que me fueran incomprensibles, no por ello era la muerte menos muerte. Al pie de ruinas contempladas sin orgullo de vencedor, yo había puesto el pie, más de una vez, sobre los cuerpos de hombres muertos por defender razones que no podían ser peores que las que aquí se invocaban. En ese momento pasaron varios carros blindados —desechos de nuestra guerra—, y al cabo del trueno de sus cremalleras pareció que el combate de calle hubiera cobrado una mayor intensidad. En las inmediaciones de la fortaleza de Felipe II, las descargas se fundían por momentos en un fragor compacto que no dejaba oír ya el estampido aislado, estremeciendo el aire con una ininterrumpida deflagración que acudía o se alejaba, según soplara el viento, con embates de mar de fondo. A veces, sin embargo, se producía una pausa repentina. Parecía que todo hubiera terminado. Se escuchaba el llanto de un niño enfermo en el vecindario, cantaba un gallo, golpeaba una puerta. Pero, de pronto, irrumpía una ametralladora y volvíase al estruendo, siempre apoyado por el desgarrado ulular de las ambulancias. Un mortero acababa de abrir fuego cerca de la Catedral antigua, en cuyas campanas topaba a veces una bala con sonoro martillazo. «Eh, bien, c'est gai», exclamó a nuestro lado una mujer de voz cantarína y grave, con algo engolado, que se nos presentó como canadiense y pintora, divorciada de un diplomático centroamericano. Aproveché la oportunidad para dejar a Mouche en conversación con alguien, para apurar un alcohol fuerte que me hiciese olvidar la presencia, tan cercana, de los cadáveres que acababan de atiesarse ahí, junto a la acera. Luego de un almuerzo de fiambres que no anunciaba banquetes futuros, transcurrieron las horas de la tarde con increíble rapidez, entre lecturas deshilvanadas, partidas de cartas, conversaciones llevadas con la mente puesta en otra cosa, que mal disimulaban la general angustia. Cuando cayó la noche, Mouche y yo nos dimos a beber desaforadamente, encerrados en nuestra habitación, por no pensar demasiado en lo que nos envolvía; al fin, hallada la despreocupación suficiente para hacerlo, nos dimos al juego de los cuerpos, hallando una voluptuosidad aguda y rara en abrazarnos, mientras otros, en torno nuestro, se entregaban a juegos de muerte. Había algo del frenesí que anima a los amantes de danzas macabras en el afán de estrecharnos más —de llevar mi absorción a un grado de hondura imposible— cuando las balas zumbaban ahí mismo, detrás de las persianas o se incrustaban, con roturas del estuco, en el domo que coronaba el edificio. Al fin quedamos dormidos sobre la alfombra clara del piso. Y fue ésa la primera noche, en mucho tiempo, que dio descanso sin antifaz ni drogas.