XVIII

(Lunes, 18 de junio)

Hemos despachado a Mouche con la concertada ferocidad de amantes que acaban de descubrirse, inseguros aún de la maravilla, insaciados de sí mismos, y proceden a romper todo lo que pueda oponerse a su próximo acoplamiento. La hemos metido en la canoa de Montsalvatje, envuelta en una manta, llorosa, casi inconsciente, haciéndola creer que la sigo en otra embarcación. He dado al Herborizador mucho más dinero del necesario para que la atienda, pague sus traslados, la instale, costee los tratamientos necesarios, quedándome apenas con unos billetes sucios y unas monedas —que de nada sirven, además, en la Selva, donde todo comercio se reduce a trueques de objetos simples y útiles, como agujas, cuchillos, leznas. En la liberalidad de mi donación hay, además, un secreto ritual de adormecimiento del último crepúsculo de conciencia: de todos modos, Mouche no puede seguirnos, y así, en lo material, cumplo con mi último deber. Es muy probable, por otra parte, que en la solicitud de Montsalvatje por llevarse a la enferma haya una maligna esperanza de aliviarse de varios meses de continencia con una mujer nada fea. No sólo me tiene indiferente esta idea, sino que para mis adentros deploro que la poca prestancia física del botánico lo vaya a agobiar con un fracaso. La barca ha desaparecido ahora en la lejanía de un estero, cerrando con su partida una etapa de mi existencia. Jamás me he sentido tan ligero, tan bien instalado en mi cuerpo, como esta mañana. La palmada irónica que doy a Yannes, a quien veo melancólico, le hace interrogarme con una expresión interrogante y remordida, que es nueva excusa a mi rigor. Por lo demás, todo el mundo se da cuenta de que Rosario —como aquí se dice— se ha comprometido conmigo. Me rodea de cuidados, trayéndome de comer, ordeñando las cabras para mí, secándome el sudor con paños frescos, atenta a mi palabra, mi sed, mi silencio o mi reposo, con una solicitud que me hace enorgullecerme de mi condición de hombre: aquí, pues, la hembra «sirve» al varón en el más noble sentido del término, creando la casa con cada gesto. Porque, aunque Rosario y yo no tengamos un techo propio, sus manos son ya mi mesa y la jicara de agua que acerca a mi boca, luego de limpiarla con una hoja caída en ella, es vajilla marcada con mis iniciales de amo. «A ver cuándo se formaliza con una sola mujer», musita fray Pedro tras de mí, dándome a entender que con él no valen pueriles disimulos. Desvío la conversación para no confesar que estoy casado ya y por rito hereje, y me acerco al griego, que recoge sus cosas para seguir con nosotros río arriba. Seguro de que el yacimiento de acá está agotado, viéndose burlado por la fortuna una vez más, quiere emprender un viaje de prospección, más allá del Caño Pintado, en una zona de montañas de la que muy poco se sabe. Reserva el mejor lugar de su hato para el único libro que lleva consigo a todas partes: una modesta edición bilingüe de La Odisea, forrada de hule negro, cuyas páginas han sido moteadas de verde por la humedad. Antes de separarse nuevamente del tomo, sus hermanos, que saben largos tránsitos del texto de memoria, buscan su versión castellana en la página de enfrente, leyendo fragmentos con un acento anguloso y duro, en que mucho se sustituye la u por la v. En una escuelita de Kalamata les enseñaron los nombres de los trágicos y el sentido de los mitos, pero una oscura afinidad de caracteres los acercó al aventurero Ulises, visitador de países portentosos, nada enemigo del oro, capaz de ignorar a las sirenas por no perder su hacienda de Itaca. Al haber sido entortado por un váquiro, el perro de los mineros fue llamado Polifemo, en recuerdo del cíclope cuya lamentable historia leyeron cien veces, en voz alta, junto a la hoguera de sus campamentos. Pregunto a Yannes por qué abandonó la tierra a que le ata una sangre cuyos remotos manantiales conoce. El minero suspira, y hace del mundo mediterráneo un paisaje de ruinas. Habla de lo que dejó atrás, como podría hablar de las murallas de Micenas, de las tumbas vacías, de los peristilos habitados por las cabras. El mar sin peces, los múrices inútiles, la confusión de los mitos, y una gran esperanza rota. Luego, el mar, secular remedio de los suyos: un mar más vasto, que llevaba más lejos. Me cuenta que cuando divisó la primera montaña, de este lado del Océano, se echó a llorar, pues era una montaña roja y dura, parecida a sus duras montañas de cardos y abrojos. Pero aquí lo agarró la afición a los metales preciosos, la llamada de los negocios y de los rumbos, que hiciera cargar tantos remos a sus antepasados. El día que encuentre la gema que sueña se construirá, a la orilla del mar y donde haya montañas de flancos abruptos, una casa cuyo soportal tenga columnas —afirma— como un templo de Poseidón. Vuelve a lamentarse sobre el destino de su pueblo, abre el tomo en su comienzo y clama: «¡Ah, miseria! Escuchad cómo los mortales enjuician a los dioses. Dicen que de nosotros vienen sus males, cuando son ellos quienes, por su tontería, agravan las desdichas que les asigna el destino.» Zevs habla, concluye el minero por su cuenta, y presto deja el libro, pues los caucheros traen, colgado de una rama, un extraño animal de pezuña, que acaban de matar. Creo, por un instante, que se trata de un cerdo salvaje de gran tamaño. «¡Una danta! ¡Una danta!», grita fray Pedro, uniendo las manos en asombrado ademán, antes de echar a correr hacia los cazadores, con un júbilo que revela su hartura del manioco diluido en agua con que se alimenta habitualmente en la selva. Es, luego, la fiesta de encender la hoguera; la escaldadura de la bestia y su descuartizamiento; la vista de los pemiles, menudos y lomos, que atiza en nosotros el desaforado apetito que suele atribuirse a los salvajes. Con el torso desnudo, puesta toda su seriedad en la tarea, el minero se me hace, de pronto, tremendamente arcaico. Su gesto de arrojar al fuego algunas cerdas de la cabeza del animal tienen un sentido propiciatorio que tal vez pudiera explicarme una estrofa de La Odisea. El modo de ensartar las carnes, luego de untarlas de grasa; el modo de servirlas en una tabla, luego de rociarlas de aguardiente, responde a tan viejas tradiciones mediterráneas que, cuando me es ofrecido el mejor filete, veo a Yannes, por un segundo, transfigurado en el porquerizo Eumeo… No bien hemos terminado el festín, cuando se levanta el Adelantado y baja hacia el río a grandes trancos, seguido de Gavilán, que ladra alborotosamente. Dos canoas muy primitivas —dos troncos vaciados— descienden la corriente, conducidas por remeros indios. Se aproxima el momento de la partida, y cada cual procede a juntar sus hatos al fardaje. Me llevo a Rosario a la cabaña, donde nos abrazamos una vez más sobre el piso de tierra, que Montsalvatje, al ordenar sus colecciones, ha dejado cubierto de plantas secas, exhaladoras del acre y enervante perfume que conocimos ayer. Esta vez enmendamos las torpezas y premuras de los primeros encuentros, haciéndonos más dueños de la sintaxis de nuestros cuerpos. Los miembros van hallando un mejor ajuste; los brazos precisan un más cabal acomodo. Estamos eligiendo y fijando, con maravillosos tanteos, las actitudes que habrán de determinar, para el futuro, el ritmo y la manera de nuestros acoplamientos. Con el mutuo aprendizaje que implica la fragua de una pareja, nace su lenguaje secreto. Ya van surgiendo del deleite aquellas palabras íntimas, prohibidas a los demás, que serán el idioma de nuestras noches. Es invención a dos voces, que incluye términos de posesión, de acción de gracia, desinencias de los sexos, vocablos imaginados por la piel, ignorados apodos —ayer imprevisibles— que nos daremos ahora, cuando nadie pueda oírnos. Hoy, por vez primera, Rosario me ha llamado por mi nombre, repitiéndolo mucho, como si sus sílabas tuvieran que tornar a ser modeladas —y mi nombre, en su boca, ha cobrado una sonoridad tan singular, tan inesperada, que me siento como ensalmado por la palabra que más conozco, al oírla tan nueva como si acabara de ser creada. Vivimos el júbilo impar de la sed compartida y saciada, y cuando nos asomamos a lo que nos rodea, creemos recordar un país de sabores nuevos. Me arrojo al agua para soltar las yerbas secas que el sudor me ha pegado a las espaldas, y río al pensar que cierta tradición es contrariada por lo que ahora ocurre, puesto que, para nosotros, el tiempo del celo ha caído a medio verano. Pero mi amante desciende ya hacia las embarcaciones. Nos despedimos de los caucheros, y es la partida. En la primera canoa, acurrucados entre las bordas, salimos el Adelantado, Rosario y yo. En la otra fray Pedro, con Yannes y el fardaje. «¡Vamos con Dios!», dice el Adelantado al sentarse al lado de Gavilán, que olfatea el aire con hocico de mascarón de proa. De ahora en adelante ignoraremos ya la navegación a vela. El sol, la luna, la hoguera —y a veces el rayo— serán las únicas luces que iluminarán nuestras caras.