VIII
(11 de junio)
La discusión duró hasta más allá de la medianoche. Mouche, de pronto, se sintió resfriada; me hizo tocar su frente, que estaba más bien fresca, quejándose de escalofríos; tosió hasta irritarse la garganta y toser de verdad. Cerré las maletas sin hacerle caso, y no eran las del alba todavía cuando nos instalamos en el autobús, lleno ya de gente envuelta en mantas, con toallas de felpa apretadas al cuello a modo de bufandas. Hasta el último instante estuvo mi amiga hablando con la canadiense, disponiendo encuentros en la capital para cuando regresáramos del viaje, que duraría, a lo sumo, unas dos semanas. Al fin empezamos a rodar sobre una carretera que se adentraba en la sierra por una quebrada tan llena de niebla que sus chopos apenas eran sombras en el amanecer. Sabiendo que Mouche se fingiría enferma durante varias horas, pues era de las que pasaban de fingir a creer lo fingido, me encerré en mí mismo, resuelto a gozar solitariamente de cuanto pudiera verse, olvidado de ella, aunque se estuviera adormeciendo sobre mi hombro con lastimosos suspiros. Hasta ahora, el tránsito de la capital a Los Altos había sido, para mí, una suerte de retroceso del tiempo a los años de mi infancia —un remontarme a la adolescencia y a sus albores— por el reencuentro con modos de vivir, sabores, palabras, cosas, que me tenían más hondamente marcado de lo que yo mismo creyera. El granado y el tinajero, los oros y bastos, el patio de las albahacas y la puerta de batientes azules habían vuelto a hablarme. Pero ahora empezaba un más allá de las imágenes que se propusieran a mis ojos, cuando hubiera dejado de conocer el mundo tan sólo por el tacto. Cuando saliéramos de la bruma opalescente que se iba verdeciendo de alba, se iniciaría, para mí, una suerte de Descubrimiento. El autobús trepaba; trepaba con tal esfuerzo, gimiendo por los ejes, espolvoreando el cierzo, inclinado sobre los precipicios que cada cuesta vencida parecía haber costado sufrimientos indecibles a toda su armazón desajustada. Era una pobre cosa, con techo pintado de rojo, que subía, agarrándose con las ruedas, afincándose en las piedras, entre las vertientes casi verticales de una barranca; una cosa cada vez más pequeña en medio de las montañas que crecían. Porque las montañas crecían. Ahora que el sol aclaraba sus cumbres, esas cumbres se sumaban, de un lado y de otro, cada vez más estiradas, más hoscas, como inmensas hachas negras, de filos parados contra el viento que se colaba por los desfiladeros con un bramido inacabable. Todo lo circundante dilataba sus escalas en una aplastante afirmación de proporciones nuevas. Al cabo de aquella subida de las cien vueltas y revueltas, cuando creíamos haber llegado a una cima se descubría otra cuesta, más abrupta, más enrevesada, entre picachos helados que ponían sus alturas magnas sobre las alturas anteriores. El vehículo, en ascensión tenaz, se minimizaba en el fondo de los desfiladeros, más hermano de los insectos que de las rocas, empujándose con las redondas patas traseras. Era de día ya, y entre las cimas adustas, con asperezas de sílex tallado, se atorbellinaban las nubes en un cielo trastornado por el soplo de las quebradas. Cuando, por sobre las hachas negras, los divisores de ventiscas y los peldaños de más arriba, aparecieron los volcanes, cesó nuestro prestigio humano, como había cesado, hacía tiempo, el prestigio de lo vegetal. Eramos seres ínfimos, mudos, de caras yertas, en un páramo donde sólo subsistía la presencia foliácea de un cacto de fieltro gris, agarrado como un liquen, como una flor de hulla, al suelo ya sin tierra. A nuestras espaldas, muy abajo, habían quedado las nubes que daban sombra a los valles; y menos abajo, otras nubes que jamás verían, por estar más arriba de las nubes conocidas, los hombres que andaban entre cosas a su escala. Estábamos sobre el espinazo de las Indias fabulosas, sobre una de sus vértebras, allí donde los filos andinos, medialunados entre sus picos flanqueantes, con algo de boca de pez sorbiendo las nieves, rompían y diezmaban los vientos que trataban de pasar de un Océano al otro. Ahora llegábamos al borde de los cráteres llenos de escombros geológicos, de pavorosas negruras o erizados de peñas tristes como animales petrificados Un temor silencioso se había apoderado de mí ante la pluralidad de las cimas y simas. Cada misterio de niebla, descubierto a un lado y otro del increíble camino, me sugería la posibilidad de que, bajo su evanescente consistencia, hubiera un vacío tan hondo como la distancia que nos separaba de nuestra tierra. Porque la tierra, pensada desde aquí, desde el hielo inconmovible y entero que blanquecía los picos, parecía algo distinto, ajeno a esto, con sus bestias, sus árboles y sus brisas; un mundo hecho para el hombre, donde no bramarían, cada noche, en gargantas y abismos los órganos de las tormentas. Un tránsito de nubes separaba este páramo de guijarros negros del verdadero suelo nuestro. Agobiado por la sorda amenaza telúrica que toda forma entrañaba, en estas faldas de lava, de limalla de cumbres, observé con inmenso alivio que la pobre cosa en que rodábamos penaba un poco menos, doblando hacia la primera bajada que yo hubiera visto en varias horas. Ya estábamos en la otra vertiente de la cordillera cuando un frenazo brutal nos detuvo en medio de un pequeño puente de piedra tendido sobre un torrente de tan hondo lecho que no se veían sus aguas, si bien resultaban atronadores los borbollones de su caída. Una mujer estaba sentada en un conten de piedra, con un hato y un paraguas dejados en el suelo, envuelta en una ruana azul. Le hablaban y no respondía, como estupefacta, con la mirada empañada y los labios temblorosos, meciendo levemente la cabeza mal cubierta por un pañuelo rojo cuyo nudo, bajo la barba, estaba suelto. Uno de los que con nosotros viajaban se acercó a ella y le puso en la boca una tableta de maleza, apretando firmemente, para obligarla a tragar. Como entendiendo, la mujer empezó a mascar con lentitud, y volvieron sus ojos, poco a poco, a tener alguna expresión. Parecía regresar de muy lejos, descubriendo el mundo con sorpresa. Me miró como si mi rostro le fuese conocido, y se puso en pie, con gran esfuerzo, sin dejar de apoyarse en el contén. En aquel instante, un alud lejano retumbó sobre nuestras cabezas, arremolinando las brumas que empezaron a salir, como despedidas a empellones, del fondo de un cráter. La mujer pareció despertar repentinamente; dio un grito y se agarró a mí, implorando, con voz quebrada por el aire delgado, que no la dejaran morir de nuevo. Había sido traída hasta aquí, imprudentemente, por gentes de otro rumbo, que la creían conocedora de los peligros de cualquier somnolencia a tal altitud, y sólo ahora comprendía que había estado casi muerta. Con pasos torpes se dejó llevar hacia el autobús, donde acabó de tragar la maleza. Cuando bajamos un poco más y el aire cobró más cuerpo, le dieron un sorbo de aguardiente que pronto deshizo su angustia en chanzas. El autobús se llenó de anécdotas de emparamados, de gente muerta en ese mismo paso, sucedidos que eran narrados placenteramente, como quien hablara de percances de la vida diaria. Alguien llegaba a afirmar que cerca de la boca de aquel volcán que iba ocultando cimas menores se encontraban, desde hacía medio siglo, metidos en su propio hielo como dentro de vitrinas, los ocho miembros de una misión científica, sorprendidos por el mal. Allí estaban, sentados en círculo, con el gesto de la vida en suspenso, tal como los inmovilizara la muerte, fijas las miradas bajo el cristal que les cubría las caras como transparentes máscaras funerarias. Ahora descendíamos rápidamente. Las nubes que hubiéramos dejado abajo en la ascensión estaban nuevamente encima de nosotros, y la niebla se desgarraba en flecos, despejando la visión de los valles todavía distantes. Se regresaba al suelo de los hombres y la respiración cobraba su ritmo normal después de haber conocido la hincada de agujas frías. De pronto, apareció un pueblo, puesto sobre una pequeña meseta redonda, rodeada de torrentes, que me pareció de un sorprendente empaque castellano, a pesar de la iglesia muy barroca, por sus tejados enracimados alrededor de la plaza, en la que desembocaban, rematando vericuetos, tortuosas calles de recuas. El rebuzno de un asno me recordó una vista de El Toboso —con asno en primer plano— que ilustraba una lección de mi tercer libro de lectura, y tenía un raro parecido con el caserón que ahora contemplaba. En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor… Estaba orgulloso de recordar lo que con tanto trabajo nos enseñara a recitar, a los veinte rapaces que éramos, el maestro de la clase. Sin embargo, había sabido de memoria el párrafo completo, y ahora no lograba pasar más allá del galgo corredor. Me enojaba ante este olvido, volviendo y volviendo al lugar de la Mancha para ver si resurgía la segunda frase en mi mente, cuando la mujer que habíamos rescatado de las nieblas señaló una ancha curva, al flanco de la montaña que íbamos a recorrer, afirmando que su ámbito se llamaba La Hoya. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes y algún palomino de añadidura los domingos consumían las tres partes de su hacienda… No podía pasar de allí. Pero mi atención se fijaba ahora en la que había pronunciado tan oportunamente la palabra Hoya, llevándome a mirarla con simpatía. Desde donde me hallaba sólo acertaba a ver algo menos de la mitad de su semblante, de pómulo muy marcado bajo un ojo alargado hacia la sien, que se ahondaba en profunda sombra bajo la voluntariosa arcada de la ceja. El perfil era un dibujo muy puro, desde la frente a la nariz; pero, inesperadamente, bajo los rasgos impasibles y orgullosos, la boca se hacía espesa y sensual, alcanzando una mejilla delgada, en fuga hacia la oreja, que acusaba en fuertes valores el modelado de aquel rostro enmarcado en una pesada cabellera negra, recogida, aquí y allá, por peinetas de celuloide. Era evidente que varias razas se encontraban mezcladas en esa mujer, india por el pelo y los pómulos, mediterránea por la frente y la nariz, negra por la sólida redondez de los hombros y una peculiar anchura de la cadera, que acababa de advertir al verla levantarse para poner el hato de ropa y el paraguas en la rejilla de los equipajes. Lo cierto era que esa viviente suma de razas tenía raza. Al ver sus sorprendentes ojos sin matices de negrura evocaba las figuras de ciertos frescos arcaicos, que tanto y tan bien miran, de frente y de costado, con un círculo de tinta pintado en la sien. Esa asociación de imágenes me hizo pensar en la Parisiense de Creta, llevándome a notar que esa viajera surgida del páramo y de la niebla no era de sangre más mezclada que las razas que durante siglos se habían mestizado en la cuenca mediterránea. Más aún: llegaba a preguntarme si ciertas amalgamas de razas menores, sin transplante de las cepas, eran muy preferibles a los formidables encuentros habidos en los grandes lugares de reunión de América, entre celtas, negros, latinos, indios y hasta «cristianos nuevos», en la primera hora. Porque aquí no se habían volcado, en realidad, pueblos consanguíneos, como los que la historia malaxara en ciertas encrucijadas del mar de Ulises, sino las grandes razas del mundo, las más apartadas, las más distintas, las que durante milenios permanecieron ignorantes de su convivencia en el planeta.
La lluvia empezó a caer de repente, con monótona intensidad, empañando los cristales. El regreso a una atmósfera casi normal había sumido a los viajeros en una suerte de modorra. Después de comer alguna fruta, me dispuse a dormir también, notando de paso que al cabo de una semana de emprendido este viaje recuperaba la facultad de dormir a cualquier hora, que recordaba haber tenido en la adolescencia. Cuando desperté, al caer de la tarde, nos encontrábamos en una aldea de casas calizas, adosadas a la cordillera, bajo una vegetación oscura, de bosques fríos, en la que los claros conseguidos para la labranza parecían como parados en la espesura. De las copas de los árboles colgaban gruesas lianas que se mecían sobre los caminos, asperjándolos de un agua de niebla. Traída por las sombras largas de las montañas, la noche subía ya a las cumbres. Mouche se prendió de mi brazo, toda desmadejada, afirmando que la jornada la había resultado extenuante a causa de los cambios de altitud. Tenía dolor de cabeza, se sentía febril y quería acostarse en el acto, luego de tomar algún remedio. La dejé en una habitación enjalbegada con cal, cuyo lujo se reducía a un aguamanil y una jofaina, y me fui al comedor de la posada, que no era sino una prolongación y dependencia de la cocina, donde ardía, en gran chimenea, un fuego de leña. Luego de comer una sopa de maíz y un recio queso montañés con olor a chivo, me sentía perezoso y feliz al claror de la hoguera. Contemplaba el juego de las llamas, cuando una silueta hizo sombra frente a mí, sentándose del otro lado de la mesa. Era la rescatada de aquella mañana, y como ahora nos llegaba muy arreglada, me divertí en detallar su gracioso atavío de buen ver. No estaba bien vestida ni mal vestida. Estaba vestida fuera de la época, fuera del tiempo, con aquella intrincada combinación de calados, fruncidos y cintas, en crudo y azul, todo muy limpio y almidonado, tieso como baraja, con algo de costurero romántico y de arca de prestidigitador. Llevaba un lazo de terciopelo, de un azul más oscuro, prendido en el corpiño. Pidió platos cuyos nombres me eran desconocidos, y empezó a comer lentamente, sin hablar, sin alzar los ojos del hule, como dominada por una preocupación penosa. Al cabo de un rato me atreví a interrogarla, y supe entonces que le tocaría hacer un buen trecho de camino con nosotros, llevada por un piadoso deber. Venía del otro extremo del país, cruzando desiertos y páramos, atravesando lagos de muchas islas, pasando por selvas y por llanos, para llevar a su padre, muy enfermo, una estampa de los Catorce Santos Auxiliares, a cuya devoción debía la familia verdaderos milagros, y que había estado confiada hasta ahora a la custodia de una tía con medios para lucirla en altares mejor iluminados. Como habíamos quedado solos en el comedor, fue hacia una especie de armario con casillas, del que se desprendía un grato perfume a yerbas silvestres, cuya presencia, en un rincón, me tenía en curiosidad. Junto a frascos de maceraciones y vinagrillos, las gavetas ostentaban los nombres de plantas. La joven se me acercó y, sacando hojas secas, musgos y retamas, para estrujarlas en la palma de su mano, empezó a alabar sus propiedades, identificándolas por el perfume. Era la Sábila Serenada, para aliviar opresiones al pecho, y un Bejuco Rosa para ensortijar el pelo; era la Bretónica para la tos, la Albahaca para conjurar la mala suerte, y la Yerba de Oso, el Angelón, la Pitahaya, y el Pimpollo de Rusia, para males que no recuerdo. Esa mujer se refería a las yerbas como si se tratara de seres siempre despiertos en un reino cercano aunque misterioso, guardado por inquietantes dignatarios. Por su boca las plantas se ponían a hablar y pregonaban sus propios poderes. El bosque tenía un dueño, que era un genio que brincaba sobre un solo pie, y nada de lo que creciera a la sombra de los árboles debía tomarse sin pago. Al entrar en la espesura para buscar el retoño, el hongo o la liana que curaban, había que saludar y depositar monedas entre las raíces de un tronco anciano, pidiendo permiso. Y había que volverse deferentemente al salir, y saludar de nuevo, pues millones de ojos, vigilaban nuestros gestos desde las cortezas y las frondas. No sabría decir por qué esa mujer me pareció muy bella, de pronto, cuando arrojó a la chimenea un puñado de gramas acremente olorosas, y sus rasgos fueron acusados en poderoso relieve por las sombras. Iba yo a decir alguna elogiosa trivialidad cuando me dio bruscamente las buenas noches, alejándose de las llamas. Me quedé solo contemplando el fuego. Hacía mucho tiempo que no contemplaba el fuego.