YA NO VOLVERÉ a imponer al lector la relación de mis achaques corporales (en algo aliviados por el pertinaz buen tiempo del mes que recibe su nombre de Cayo Julio, César de no poca monta). Pero no puedo negar, ni tampoco lo intentan mis médicos, que son pocos los días que me restan. Hay un cangrejo que se me arrastra por el estómago, y sus pinzas me hieren cada vez con más daño. Del estado en que se hallan mis intestinos a duras penas me atrevo a hablar. Y, no obstante, ahora me percato de que la imposición de mis dolores al lector venía más a cuento de lo que yo pensaba. Este decaimiento de un cuerpo sin importancia puede valer como metáfora de la corrupción orgánica del Imperio romano.

Recuerdo muy bien la muerte del padre de un amigo mío. Aquel anciano se había ganado el sobrenombre de Kederah por su redondez, pero tal remoquete, ya, más parecía burla que otra cosa. Sus órganos dolientes ponían todo empeño en acelerarle la agonía, pero la mente, indómita, lograba resistir. O, por mejor decir, la fuerza de seducción de un libro en concreto confería a su mente un carácter al menos temporalmente indómito. Tras una vida entera dedicada al comercio, sólo con el retiro pudo regresar a su amor juvenil, es decir la lectura. No había leído la Odisea en sus años mozos, y no consiguió hacerse con un ejemplar del libro hasta su postrema enfermedad. En ese momento, atado al lecho, tomó la firme resolución de concluir la lectura antes de entregarse en brazos de lo oscuro. Y, en efecto, alcanzados los últimos versos, los leyó, puso el libro aparte y se preparó para su pagano fin. En paz murió. Habiendo hecho lo que deseaba hacer, permitió que las sombras lo cercasen.

Creo hallarme, ahora, en situación semejante. Yo también tengo un libro por concluir… o por escribir (porque me temo que no me quedará tiempo de leerlo, para corregir el estilo, eliminar incongruencias, afinar mi retrato de los grandes hombres, buenos y malos). A continuación, dejaré con placer este hermoso y reprobable mundo (anoche tuve luciérnagas en el dormitorio y vi a Sirio posada en la cima de uno de mis Alpes), del que tanto he esperado, sin recibir gran cosa. El padre de mi amigo pudo al menos gozarse, por mano interpuesta, en el triunfo final de Odiseo —la desinfestación de su reino insular, el dormir y el amor con la paciente Penélope—; pero mi crónica apenas si recoge algo que no sea el fracaso. Nació una fe, para morir. La degollaron, al tiempo, romanos y judíos. Las esperanzadas palabras de Lino a su grey, diezmada por el martirio y la deserción, resuenan con timbres patéticos:

—Hijos de Cristo: acabamos de celebrar la cena del Señor, tomando, en amor y amistad, el pan y el vino consagrados que, por milagro de todos los días, se truecan en su carne y en su sangre. Desgarraron y despedazaron el cuerpo del Señor, crucificándolo para que nosotros viviésemos. Pero la ardua tarea de proclamar la palabra, y de padecer para que se proclame, seguimos compartiéndola con él, llenos de orgullo. Los cristianos de la ciudad de Roma han sufrido persecución. Se han visto constituidos en espectáculo para deleite de un populacho depravado, y de su no menos depravado emperador. Pero sus muertes no han sido en vano. Han servido para demostrar al mundo pagano que los hombres, cuando se hallan en posesión de una fe lo suficientemente fuerte, están dispuestos a morir por ella. La iglesia de Roma está en constante peligro, pero no corre el riesgo de extinguirse. Los grandes hombres, los fundadores de la fe en lejanos parajes, se están, ¡ay!, borrando de nuestra vista, y quizá se borren pronto, también, de la memoria. Pedro fue crucificado en Roma. Pablo, decapitado en Neápolis. Yo, Lino, obispo vuestro, sigo con humildad sus estelas. Deseo presentaros ahora a nuestro hermano Cleto, que ha de sucederme cuando la muerte me llegue de manos del verdugo o por las fauces de las fieras. Debo afirmar ahora, con toda energía, que la Iglesia prevalecerá. La Iglesia, en efecto, es más poderosa que el Imperio que la acomete. Este Imperio anda ahora en busca de un César. Se halla en estado de confusión y quizá desemboque pronto en la guerra civil. Nosotros, los que profesamos la paz, nada podemos temer de la guerra, sino la muerte corporal. Nosotros, los que profesamos el amor, aún podemos ver cómo se convierte este imperio agónico en el vehículo de expresión universal de la caridad divina y humana. Sed fuertes en vuestra flaqueza, y altivos en vuestra humildad. En nombre del Padre…

Patético, sí. Reprobablemente patético. Hemos de ver en Lino y su congregación un tropel de gente atemorizada, reunidos —como por burla— a cuatro millas de Roma, en unos sotos donde la tumba de Nerón desaparece bajo la hierba silvestre y las enredaderas. La oración se trocó muchas veces en algarabía, y no faltaron las ocasiones en que hubo que tragarse a toda prisa los accidentes del sacramento. La intolerancia no murió con Nerón. Era semilla que como llama florecía, y sigue floreciendo.

Observemos a Servio Sulpicio Galba en su campamento, no lejos de Córdoba, la ciudad donde nacieron Séneca y Galión. Gobernador de Hispania, cojeaba sobre sus añosos y retorcidos pies, que apenas si podían soportar las sandalias militares para perseguir de vez en cuando a los íberos díscolos. Como ahora. Miró satisfecho a tres hombres que daban boqueadas y saltaban como peces fuera del agua en tres cruces, sobre una loma. Setenta años: pelón y con las articulaciones desfiguradas, pero vigoroso de espíritu; había permitido que los años le endurecieran la brutalidad, sin aportarle una brizna de piedad. Su ayudante, Porcelo, algo poseía de esta última cualidad y, por ende, echando a un cabo todo temor, vino a decir algo sobre el posible disgusto que tales crucifixiones de ciudadanos romanos podía suscitar en la Curia senatorial.

—Fíjate bien, hombre, y verás que nuestro reo romano cuelga un poco más alto que los reos íberos. No ha lugar a que los romanos reclamen especial indulgencia. La ley es la ley. En cuanto a la Curia, los senadores no se han privado de acusar a los cristianos. Lo único que hago es dar gusto al Senado, a cuyo servicio estoy, sin estar. Ojalá hubiese agarrado a ese judío, el tal Pablo, antes de que embarcase. También él era ciudadano romano.

—Nuestros cristianos —dijo Porcelo, sin cejar— no han sido peores soldados que los demás.

—Ándate con ojo, Porcelo, ándate con muchísimo ojo. Que yo no oiga ni vea tu compasión. Los cristianos son, por definición, seguidores de un culto de esclavos, escarnecedores de nuestras virtudes y de nuestros dioses; gentes que odian la sangre, cuando no se trata de la sangre infantil que beben asquerosamente en sus orgías incestuosas. No habrá cristiano vivo en mi Roma.

Habían llegado a la tienda de Galba: un artilugio muy rebuscado en cuyo mástil central desplegaba sus alas el águila, sobre una especie de cúpula de lona, y que tenía adosadas en torno otras tiendas menores, con doce centinelas permanentemente de servicio. Azulados cerros hispanos, poblados de verdaderas águilas, yacían en la distancia, tras la calima del caluroso día. Galba hizo paradilla antes de entrar.

—¿Has leído la carta, Porcelo?

—Incluso la he estudiado, procónsul.

—Muy concienzudo por tu parte. ¿Estás de acuerdo en que no hay otro camino? Nerón ordena que me ejecuten porque el ejército hispano me proclama… Aunque saben los dioses cómo pensará él que va a arreglárselas para ejecutarme. Yo anulo la orden. Y no hay más que una manera de hacerlo.

—Tengo que acostumbrarme a llamarte César, César.

—Servio Sulpicio Galba César —mostró sus escasos dientes al sonreír—. Suena bastante bien. Lástima que sea ya tan viejo, Porcelo. ¿De cuántos años dispongo para poner orden en el zafarrancho que va a dejar Nerón? Bueno, haz que me envíen una mujer, por favor. Que no sea demasiado joven. Ya no estoy para proezas.

—Las íberas son unas sucias, César. ¿Hago que se bañen unas cuantas, para que el César pueda escoger?

—Que se bañe una. Elige tú. ¿Serás igual que yo cuando tengas setenta años, Porcelo? ¿También pedirás que te envíen una mujer?

—No creo que llegue a los setenta, César.

—Muy cierto. Ni siquiera a los cuarenta, si sigues contándome eso de que los cristianos son buenos soldados. Muy bien, puedes retirarte.

La verdad es que a Galba le interesaban bastante poco los escarceos con las mujeres. Pero la actitud heterosexual era bien acogida en aquella provincia, donde la homosexualidad se asociaba con una Roma recién quemada y sucia, a cuya limpieza debía acudir, para dar cumplimiento a su destino, el gobernador provincial. A Galba le complacían los muchachitos, como a todos los magnates paganos, con excepción de Claudio; y uno se pregunta en qué podía consistir esa enfermedad de inversión, que era algo más que un culto griego importado, porque se hallaba profundamente enraizada en las glándulas y en el alma masculina de la clase gobernante romana. Engendraban hijos sin poner mucha atención en la tarea, pero quizá, en lo más interior de sus seres, los horrorizaran esas cavernas mágicas del cuerpo de las mujeres que tienen su contrapartida en la mente femenina. Temían a las mujeres más de lo que osaban reconocer, y les agradaba que el juego amoroso infantil de los gimnasios o de los baños escolares se prolongase hasta la propia vejez. Cuando Galba desembarcó con su legión en Ostia, ramoso y desdentado como estaba, venía ansioso de sumergirse en esa perversión de la vida imperial que (por grave culpa de Nerón, aunque sea menester reconocer que al principio se resistió a ella, merced, sobre todo, a la colaboración de su madre) había de asociarse con otras perversidades, como la crueldad gratuita y el poder arbitrario. Galba no limpió Roma; nadie la limpiaría nunca.

Un pulcro romano salió al encuentro de Galba en Ostia. Mientras se procedía al difícil desembarco de tropas y máquinas de guerra, se situó junto al nuevo César con una sonrisa complaciente en la que, sin embargo, no había traza de obediencia servil. Dijo:

—Marco Salvio Otón. No sé si me recuerdas.

—Me acuerdo de tu mujer.

—Sí —dijo Otón, tristemente—. La que había de ser mujer del César. Perdona que te contradiga, pero nunca la conociste. No estuvo en Lusitania conmigo. Mi traslado a la gobernación de Lusitania constituyó una forma oficial de divorcio.

—No recuerdo haberte visitado nunca en Lusitania. Pero sí que recuerdo haber conocido a Popea Sabina en Roma. Hacia donde me pienso dirigir mañana. Supongo que no tiene sentido preguntar si está bien, o si sigue con vida.

—No, no tiene sentido. Tampoco tendría sentido preguntarme en quién deposito mi lealtad.

—Sí, ya me hago cargo. ¿De manera que te unes a mí para rebanarle el pescuezo a Nerón?

—Bueno, veo que no estás al corriente. De tan necesaria tarea ya se ha ocupado el propio Nerón. La semana pasada. El Senado aprueba tu nombramiento. Tu marcha será triunfal, César.

—Gracias. Has tenido el privilegio de ser el primero en llamarme así en suelo italiano. ¿Dónde me alojo esta noche?

—En un sitio no muy adecuado para el Emperador, me temo. La mansión confiscada a un importador que cometió la imprudencia de dejarse convertir a la nueva fe.

—Gran imprudencia, en verdad.

—Pero los militares estamos acostumbrados a dormir en cualquier parte, ¿verdad?

—¿Tú te consideras militar?

—Bueno, me ha tocado dirigir las tropas en no pocas ocasiones. Contra los enemigos de Roma, César —añadió.

Se miraron de hito en hito. Llegaron a toda prisa unos esclavos, porteando una litera. Otón le sonrió a Galba y luego, bajando la vista, ya sin sonreír, le miró los retorcidos pies.

—¿Te molestan? —preguntó.

—Pura vejez, Otón, pura vejez.

Confirmó lo dicho mostrando sus devastadas encías en una sonrisa difícil de interpretar, pero, eso sí, feísima.

—He de tomar urgentes medidas, verdad, en lo concerniente a la proclamación de mi sucesor en la púrpura. Soy un hombre sin mujer ni herederos de su propia carne. ¿Qué edad tienes , Otón?

—Treinta y siete años, César.

—Ah, juventud, juventud. Además, eres persona bien relacionada. Muy próxima a dos emperadores.

—Mi proximidad a Nerón era, como bien puedes figurarte, cuestión de táctica, léase de supervivencia. El divino Claudio fue muy bondadoso conmigo, César, y con mi familia.

—Bien relacionado, como digo. ¿Queda lejos mi alojamiento?

—Menos de mil pasos.

—Entonces, si te parece, Otón, vayamos caminando juntos. Sí, caminemos juntos.

El camino hacia Roma que siguió al día siguiente habría debido tener algo de cortejo sagrado, porque los sacerdotes entonaban himnos a su salvador y los niños arrojaban flores de la estación a los pies de Galba. Pero las tubas y las bucinae roznaban ásperamente, en tonalidades opuestas, y manos golpeaban los tambores de baqueta y baquetas hacían resonar los tambores de mano, mientras, a lomos de un magnífico bayo, un viejo calvo, con los pies retorcidos, sonreía horríficamente a las multitudes que lo aclamaban a él y a sus bronceadas tropas. Entre la muchedumbre hubo quienes, misteriosamente, manifestaron su desacuerdo con el nombramiento de Galba, aunque sin mencionar otro nombre más digno; y el nuevo Emperador no fue tardo en dispensar lo que él llamaba justicia. Los disconformes fueron clavados a los árboles, de manera brutal, cuando no decapitados. Entrando en Roma, por la Vía Ostiense, quedó algo defraudado al comprobar que los daños del famoso incendio se habían reparado con gran presteza: Nerón dejaba Roma más lucida de lo que Galba la recordaba. El Palatino aún se hallaba en fase de embellecerse más que nunca, y el palacio en que Galba penetró por sus horrorosos pies, dejando húmedas huellas planas en el mármol, era de un esplendor que, naturalmente, carecía de parangón en Hispania. Galba había venido con la esperanza de crear una especie de Galbápolis, pero era Nerópolis la que florecía a su alrededor… Se dio prisa en convocar a la corte: restos de la antigua administración palaciega, incluido Tigelino, el gran sobreviviente. Dejaría el Senado para más tarde. Dijo:

—Servio Sulpicio Galba. César. Púrpura nueva para un cuerpo viejo, pero no os dejéis engañar por las señales de la natural decrepitud. Estoy aquí para mandar, no para dedicarme al canto, ni al baile, ni a hacer cabriolas en un escenario.

Tigelino pareció sonreír ante la evocación de Galba bailando con aquellos tremendos pies. Y Galba le preguntó:

—¿Tú quién eres?

—Ofonio Tigelino, César, a tus órdenes. Prefecto de la Guardia Pretoriana bajo el difunto Emperador.

—Mis prefectos pretorianos los nombro yo —dijo Galba—. Sin delegar en nadie. Pero tampoco soy de la opinión de que los servidores del difunto y nada lamentado carnicero resulten necesariamente inutilizables. Escuchad, todos vosotros, a quienes no tengo más remedio que considerar integrantes de la corte imperial. Habéis vivido malos tiempos, y algunos habéis contribuido a que fueran tales. Hemos de olvidar esos malos tiempos y poner los ojos en un futuro que, por ley natural, no puede ser demasiado largo para mí. Yo, viudo cuya mujer murió hace muchos años y cuyos hijos, ay, también han muerto, vengo de las provincias a coronar mi carrera con la más alta dignidad romana. Mi primer acto imperial consiste en nombrar heredero al noble Pisón Liciniano.

Galba observó cuidadosamente a Otón mientras comunicaba tal noticia. Otón reaccionó sólo con satisfacción aparente. Pisón Liciniano, un joven guapo e inexpresivo, vestido de uniforme, dio un paso al frente para que la corte pudiese inspeccionarlo. Nadie lo conocía, pocos lo habían oído nombrar, todos se preguntaban cómo podía conocerlo Galba. Y no: no lo conocía; lo había escogido, más bien arbitrariamente, de entre la escuadra de jóvenes nobles que le fueron presentados en Ostia. Cualquiera valdría como sucesor. Galba se dirigió a los prefectos militares allí presentes, diciéndoles:

—A mis fuerzas imperiales digo lo siguiente. Podéis esperar justicia, pero no favores especiales. Soy perfectamente consciente de que el Ejército se considera hacedor de Emperadores y sostenedor de los que se hallan en el cargo. Yo, por propio decreto, instituyo al próximo Emperador. Estoy acostumbrado a reclutar tropas, no a comprarlas. Exijo lealtad de todos vosotros; no trato de ganármela. Titelonio, quédate un momento conmigo. Los demás podéis retiraros.

La corte se retiró: unos a toda prisa, otros remoloneando. Los dos villanos, el viejo y el que se iba dejando agrisar por la edad, quedaron frente a frente.

—Bien, Titilino…

—Tigelino, César.

—Como te llames. ¿Ha quedado todo perfectamente claro?

—¿En concepto de qué me lo preguntas, César?

—Tengo entendido que eres bastante ruin; que se te puede achacar el incendio de Roma. ¿Me equivoco?

—El incendio fue responsabilidad exclusiva del difunto y nada lamentado, César. Como artista que era, le gustaban los colores brillantes.

—Bien, pues yo no tengo nada de artista. Soy un hombre corriente. Me dicen que fuiste pescadero.

—Una honrada ocupación, César. Fue el difunto Emperador, con sus astucias, quien me sedujo para que ocupase el cargo imperial que todavía desempeño oficialmente. Fueron para mí tiempos desdichados, pero cumplí con mi deber.

—¿No deseas seguir al servicio del Emperador, por consiguiente? ¿Preferirías volver a la venta de pescado?

—Deseo servir a un auténtico Emperador; con toda mi sangre y con todas mis fibras.

—Magnífico. Por el momento, no te preocupes, porque voy a nombrar nuevo prefecto pretoriano. Es una promesa que tengo hecha. Considéralo cuestión de honor. Pero me hace falta que la Guardia Pretoriana esté bien vigilada. Tal vez entiendas por qué.

—Lo tuyo es reclutar tropas, César, no comprarlas. A la orden del César. Voy a hacer de espía en la Guardia que antes tuve el honor de mandar.

—Lo expresas de una forma un tanto tosca. Eres un hombre tosco.

—Soy todo lo que al Emperador le apetezca decir que soy —contestó Tigelino, como ahogando una risa.

Cuando no cupo duda de que iba a confirmarse oficialmente el nombramiento de Pisón Liciniano como sucesor, Otón dio una fiesta a los oficiales más antiguos de la Guardia Pretoriana en una finca suya ribereña del Tíber. Al principio no sacó ni los manjares exquisitos ni el vino de lo mejor que los invitados esperaban. Todos parecían desconcertados ante la ausencia de material para la buena jarana. Desconcertados, también, ante la presencia de Tigelino y la ausencia del nuevo prefecto, Cornelio Laco; este último quedó excusado por un dolor de muelas que padecía, mientras que el segundo se justificaba por el gusto de pasar el rato con los antiguos compañeros. Otón tenía severas cosas que decir antes de que sus invitados se disiparan en la embriaguez.

—Caballeros —les dijo, en una florida glorieta donde los indisciplina dos zorzales cantaban su gozo—: conozco la vida militar lo suficiente como para saber que los trabajos son grandes, y las recompensas nimias. Tras toda una vida de amistad con los más distinguidos soldados del Imperio, he de decir que me ruborizo ante la ingratitud del César o, por mejor decir, su ineptitud. Creo, seamos caritativos, que puede hablarse de senilidad.

Muchos oficiales se miraron: aquello era hablar con osadía.

—Séneca, ese gran hombre a quien dieron muerte, dijo en cierta ocasión, si la memoria no me falla, algo muy inteligente. Señaló el peligro que representa la autoridad no respaldada por el poder. Peligro para quien ejerce el poder, quiero decir. El hombre que se halla en tales circunstancias es como si se cortase él mismo el cuello.

Les lanzó una sonrisa resplandeciente. Como demasiado bien recordaban todos, lo que acababa de decir no constituía una mera metáfora.

—Son muchas las promesas que se hacen, y pocas las que se cumplen. Yo, caballeros, cumplo mis promesas.

—¿Qué es exactamente lo que quieres decir, señor? —preguntó un grave y veterano oficial.

—Considero que, con ayuda de mi buen amigo Tigelino, aquí presente, estoy en la afortunada posición de poder compensaros por las deficiencias del Emperador.

Palmeó al modo oriental y entraron las mesas rodantes cargadas de jabalíes asados. Mariposeando por entre los verdes boscajes de la finca se entreveían cuerpos desnudos; y llegaban risas como campanillas.

—No es de ninguna clase de soborno de lo que estoy hablando, por supuesto.

Por supuesto: peligrosísima palabra, soborno. Sus invitados, agudísimos, cayeron sobre ella.

Algo más tarde, Galba acudió a la Curia, para dirigirse a los senado res. Seguido por sus más necios seguidores, Tito Vinio —que había servido a sus órdenes en Hispania—, Cornelio Laco —idiota arrogante— y el liberto Icelio Marciano —que andaba tras el puesto de Laco—, fue hacia la silla curul. La halló vuelta contra la pared. Montó en cólera mientras sus ayudantes la situaban en la posición correcta.

—¿Quién ha sido? —gritó—. ¿Quién ha tenido la desfachatez de cometer este acto de mal agüero?

Nadie abrió la boca. Galba dijo:

—Soy plenamente consciente, reverendos senadores, de cuál es vuestra actitud con respecto al Emperador. Avezados en el soborno, os falta el hábito de la justicia. Me llegan rumores de promesas incumplidas, de cantidades de dinero que no se han pagado. Lo que vais a escuchar de mí es esto, esto y nada más que esto: que a la autoridad se asciende por los debidos peldaños, y que cada uno de ellos requiere grandes esfuerzos; si la subida viene facilitada por manos y brazos expeditos, la ayuda se paga, como corresponde, con blandas palabras. Pero en lo alto de la escalera se alza la plataforma del poder, y el poder radica en el propio nombre del cargo, en su resonancia histórica y mística. No pienso comprar la sustentación de mi cargo. El César es el César.

Los reverendos senadores recordaban haber oído antes palabras parecidas, compuestas por Séneca, entonadas por Nerón, seguramente transmitidas ahora al nuevo César por ese reprobable Tigelino, que había salido ileso de la venganza —o la justicia— senatorial por fiat del Emperador. Miraron con escasa confianza aquella cabeza calva y desdentada, donde sólo los penetrantes ojos azules ardían en promesas de vitalidad imperial; se apiadaron, despreciándolas, de aquellas manos gotosas, incapaces de desenrollar un pergamino sin ayuda ajena; se preguntaron cuántas semanas aguantaría.

Más tarde, en los jardines de Palacio, Tigelino puso en conocimiento de Galba:

—Justo lo que imaginabas, César: los guardias estaban dispuestos a amotinarse. Son mala gente. Venales.

—Como la ciudad entera. ¿Qué los ha hecho cambiar de opinión?

—Unas palabritas de este humilde servidor. Y algo de soborno.

—¿Con el dinero de quién?

—Con el mío.

—Llevas muy lejos tu lealtad. ¿Qué es lo que quieres?

—Ya sabe el César lo que quiero.

—Yo no vendo cargos, Tigelino. No acostumbro a ello. Ya veremos. ¿Dices que… esto… que la deslealtad ha quedado absorbida?

—El César puede pasear por ahí con absoluta seguridad.

El César paseó por ahí, camino del Templo de Saturno. Icelio Marciano le comunicó que Otón había ocupado el campamento de la Guardia.

—La legión —jadeó Galba—. ¿Dónde está la legión? Que la legión se agrupe inmediatamente alrededor de mi estandarte.

Vio con pánico que los componentes de su séquito, uno por uno y con variada celeridad, se precipitaban hacia el Foro.

—La caballería, César. Mira.

Aviso innecesario. Jinetes armados llegaban al galope, procedentes del lado este de la ciudad.

—César, con toda humildad me retiro de tu presencia.

Bajo un cálido sol, Galba se encontró frente a un escuadrón que tiraba de las riendas, levantando gran cantidad de polvo. Para alivio suyo, oyó primero, y vio en seguida, que un pelotón de tropas germanas acudía a la carrera. Luego se le esfumó el alivio, porque la carrera resultaba demasiado lenta y las espadas refulgían al aire.

—¿Qué es esto? ¿Qué queréis de mí? No me gusta vuestro aspecto. Vamos a ver, ¿acaso no somos camaradas de armas? Vosotros sois de los míos, yo soy de los vuestros.

Aquello sonaba a una de esas canciones populares cuya trivialidad habría suscitado el desprecio del predecesor de Galba.

El oficial al mando emitió un áspero sonido, y todo se trocó en cascos y en sangre. Lo derribaron. Lo dejaron en el sitio, cerca de un estanque decorativo que recibía su nombre del de Curcio. Los soldados germanos dieron media vuelta y marcharon en dirección contraria. La caballería tomó al galope, en dirección este, el camino de regreso a los alojamientos de la Guardia, donde se estaba procediendo a la proclamación de Otón. El cadáver ensangrentado quedó a merced de los fagocitos. Un soldado raso, que sabía de quién se trataba, tuvo la vaga idea de que podía sacar algún dinero por la cabeza. La cercenó sin dificultad —tan delgado era el cuello, todo tendones— y luego soltó una imprecación, porque no había por dónde cogerla, dada la falta de cabellos. Hundió el dedo en la boca sin dientes y lo engarfió al duro paladar. Luego la llevó, en alto y agitándola, hasta los alojamientos principales de la Guardia Pretoriana. Oyó vítores. Sobre recios hombros alzaban a Otón. Un nuevo César. ¿Cuánto duraría?

Aulo Vitelio, alto de cuerpo, cincuentón, con una panza tan desproporcionada que parecía postiza, se hallaba en su campamento del bajo Rin cuando recibió la noticia del nombramiento de Otón. Mientras sus dientes, recios y morenos, masticaban una sucesión de pedazos de jabalí, recocidos y fibrosos, sus ojos recorrían una y otra vez la carta en que Otón le solicitaba la mano de su hija, invitándolo a compartir el gobierno del Imperio. El tardo cerebro de Vitelio, inveteradamente nublado por la grasa de su grosera alimentación, quedó enganchado en aquella propuesta, y también en su actual nombramiento jerárquico, hecho por Galba. Era evidente que aquellos Césares advenedizos le tenían miedo. Uno lo quiso quitar de en medio; el otro se manifestaba ansioso de llegar a un acuerdo. Era como si lo invitasen a ocupar el poder. Su ayudante, Severo, abundó en lo mismo. Mientras descarnaba con toda delicadeza el hueso que Vitelio acababa de ofrecerle, dijo:

—El hecho es que los tiempos han cambiado. La Guardia Pretoriana cree que hace y deshace a los Emperadores. Pero han terminado los días en que el poder se hallaba en manos de los militares de la capital. La provincia de Germania representa el futuro. Las provincias son el Imperio.

—¿Cuánto tiempo lleva Otón en el poder?

—Unas semanas.

—¿Quién lo ayudó a ocuparlo?

—¿Conoces a Tigelino?

—Conozco a ese hijo de puta. ¿Unas semanas, eh? Se me antoja a mí que no sería bueno dejarlo asentarse.

De modo que Vitelio desplegó ante sus tropas una afabilidad que nunca antes había mostrado, repartiendo abrazos (tan ceñidos como el barrigón le toleraba) entre simples soldados rasos, rociando oro, invitando a desayunar con él incluso a los centuriones, y prolongando el yantar hasta horas propias de la cena; así obtuvo una fácil y alborozada proclamación. Qué sórdido resulta todo esto. Cuando Otón supo que las legiones de Vitelio ya habían sido vistas en el norte de Italia, marchó, sin entusiasmo alguno, a la cabeza de la Decimotercera, dispuesto a parlamentar. Lo asaltó una depresión suicida cuando comprendió que no le quedaba sino combatir. No era ningún luchador. En su tienda, cerca de Brixelo, se dirigió con aspereza a Tigelino, quien, inesperadamente, había trocado su uniforme militar por las ropas corrientes en un viajero civil.

—¿Que no te lo esperabas? ¿Qué quiere decir eso de que no te lo esperabas?

—No esperaba —dijo Tigelino, con suavidad— semejante falta de previsión. Al darte mi apoyo partía de un supuesto muy diferente. Incluso con Nerón, mi primer señor, había una especie de estabilidad. Que, he de reconocerlo, Nerón acabó por echar a perder. Al fin y al cabo, a quien debo mi fidelidad es a Roma.

—En otras palabras: a quien sea capaz de dominar Roma.

—Puedes expresarlo así, efectivamente. Abandonarte ahora no constituye ninguna falta de patriotismo, Otón.

—Me sigo llamando César —dijo Otón, con mucha fuerza en la voz, pero bien poco convencido.

—Por poco tiempo. Terriblemente poco. Aun así, tienes derecho al tratamiento honorífico. Vale, César.

Hizo el antiguo saludo europeo antes de abandonar la tienda. Entró uno de los oficiales más antiguos de Otón y se quedó mirando a su señor con una pregunta en los ojos. Otón dijo:

—No, ya sé lo que vas a sugerir. Dejémoselo a Vitelio.

—¿Vamos a luchar, César?

—Bueno, no vamos a rendirnos, claro está. Pero lo cierto es que no tengo en mucho aprecio las guerras civiles. Será mejor que ponga mis papeles en orden.

En ello se ocupó largo rato. Impartió a su secretario, Britano, ciertas instrucciones firmadas, muy simples. Que no se castigara a los desertores. Que se arrojaran al fuego todas las manifestaciones de apoyo a Otón, junto con cualquier carta privada que pudiese incriminar a sus amigos. En pocas palabras, que no quedase nada por escrito. Aunque con Tigelino podía hacerse una excepción.

—Ahora voy a retirarme. Que no se me moleste hasta el amanecer. Te recomiendo que tú también te retires. A algún lugar remoto y seguro. Ya sabes que te dejo bien provisto.

—Te lo agradezco, César.

Otón, al igual que otros muchos personajes de mi relato, era completamente calvo, pero siempre había llevado un bien esculpido postizo que disimulaba su condición incluso a los amigos y las concubinas. Ahora se lo quitó. En estado de completa serenidad, dio cuenta de su ligera cena y se fue a la cama. Junto a ésta lo estaba aguardando una daga de buena calidad y mejor filo. Al quebrar el alba, el ejército de Vitelio entró rugiendo en el campamento, arrasándolo bajo un cielo alto y rojizo, de los que son aviso para los pastores. En la tienda de Otón hallaron su cuerpo, impecablemente apuñalado; el rostro, por encima de la herida, iba pasando de la contorsión de la muerte al profundo relajamiento de la paz. Sobre la frente se repartía el pelo, muy bien colocado. Fue lo que se llamaba una muerte romana.

A dentelladas se abrió Vitelio el paso hacia Roma, devorando los racimos votivos que los hombres del campo con humildad le tendían, hundiendo los romos dedos en las sandías, reclamando a grandes voces que le sirviesen carne asada en los tenderetes camineros. El primer banquete ceremonial se prolongó tres días con sus noches.

Tigelino estaba repantingado en un baño de lodo burbujeante, en el establecimiento que poseía un tal Leto en las afueras de Roma, cuando le llegó la noticia de que no ya sus días, sino sus horas, estaban contados. Una doncella desnuda le untaba lodo, rojo y caliente, por las ingles, mientras otra lo afeitaba. Tigelino abrazó con hambriento fervor a la untadora, para luego pedir a la segunda:

—Dame esa navaja. Y ahora dejadme las dos. Hay ciertas cosas que los caballeros tenemos que hacer sin ayuda de nadie.

Las muchachas se abrocharon las batas y salieron a fuerza de risitas. Tigelino asió la navaja por la blanca empuñadura de hueso, murmurando entre sí:

—Bueno, Neroncito, lo tuyo no estuvo mal. Acorde con tu naturaleza. Yo siempre le fui fiel a la mía. Bueno, hasta hace poco. Los caballeros nunca deben enredar para hacerse con el poder. El poder acude a quienes pueden emplearlo, para el fin que sea. He sido malo, Nerón. Enteramente malo. Esto, por sí mismo, debería bastar para que algún dios me mirase con ojos complacidos. Algún dios, llámese como se llame. Del barro procedo. Y en el barro estoy. Por fin.

Se tajó profundamente ambas muñecas y se quedó mirando, con una especie de admiración, el rico flujo de sangre roja.

—Soñoliento, un poco soñoliento. Al barro vuelves, Tigelino.

En el barro se hundió.

Un individuo como Tigelino bien podía considerarse elemento supererogatorio en el reino de un Emperador como Vitelio, cuyos rasgos más característicos eran la glotonería y la crueldad, con propensión a combinarlas. Así, por ejemplo, en aquella ocasión en que, solo a la mesa, tragando sesos, hígados y páncreas revueltos en crema con miel, una vez deglutido el piscolabis mañanero, consistente en carnes santas ofrecidas a los dioses, con refuerzo de bocaditos de esturión, ostras, y pasteles de pajaritos silvestres, más dulcería estomagante, se deleitaba ante la perspectiva del postre, que iba a consistir en la ejecución de un recto ciudadano llamado Octavio. Lo tenían a la vera del tajo, a bastante distancia de la mesa como para que no resultasen manchados de sangre los manteles. Entretanto, el verdugo montaba guardia a manizquierda y la esposa, Livia, lloraba suplicante a manderecha. Muy cortésmente, Vitelio dijo:

—Disculpa que esté comiendo en esta solemne ocasión de tu vida, Octavio. He tenido un día ocupadísimo, y como cuando me es posible. ¿Tienes algo que decir antes de que el tajador… proceda a tajar?

—Muero merecidamente, César —dijo Octavio—. No hay peor crimen que el de ser tonto. Deberías escribir un tratado que llevase por título Cómo desembarazarse rápidamente de los acreedores.

—No ha hecho —sollozó Livia— más que portarse bien contigo, César. Vendió la casa de su madre para poder entregarte el dinero que necesitabas. Ten piedad. No volverá a hacerlo.

El César se atragantó en ese punto, espurreando el aire con fragmentos de bazo estofado. Octavio dijo a su mujer:

—Vete, Livia. Recuérdame como fui.

Vitelio dijo, también a Livia:

—No, no te vayas, Oliva, o Lavia, o como te llames. Puedes seguir recordándolo como fue un segundito más. Un marido con cabeza, por así decirlo. No te pasará inadvertido, supongo, el hecho de que tu crimen es todavía más grave que el suyo. Has suplicado por su vida. En realidad, has llegado a afirmar que el veredicto del Emperador es injusto. Verdugo, prueba tu hacha en un cuello fácil, delicado, como el de un cisne, que diría el poeta, si no me equivoco.

—Te felicito, Vitelio —dijo Octavio—. Había pensado que Cayo y Nerón fueron la culminación de la monstruosidad. Pero tú les ganas. Y hallarás el mismo fin. Si no revientas como un perro atosigado.

Entre aullidos arrastraron a Livia hasta el tajo, mientras Vitelio comía con fruición. El día, para él, no tenía nada de excepcional. Los días excepcionales venían señalados por el consumo de un gran pastel de Minerva, hecho, bajo espesa corteza de harina y clara de huevo, con órganos de lucios, carpas, faisanes, codornices, pavos reales, flamencos y lampreas, y reforzado con la ejecución no ya de un acreedor, sino de algún amigo íntimo que hubiese llegado al banquete con la sonrisa en los labios. A Vitelio nunca le faltaba de qué alimentarse.

¿Qué decir de esa Roma, sino que se hallaba en gran menester de redención moral y que su ocasión había pasado? ¿Y qué decir de la corrupción de este escritor, que reconoce dejarse fascinar, groseramente, por la crónica de los abusos cruentos, retrasando cuanto puede el retorno a las vidas de la gente común, de la que barre el suelo, come pan, hace decente amor conyugal, desempeña sus humildes cometidos dentro de la comunidad, y despierta más bostezos que admiración en cuanto se trueca en objeto de un libro? Dios, si existe y no está de acuerdo con Petronio, puede que no comparta esta opinión. Pero el lector no es Dios.

MARCO JULIO TRANQUILO, su mujer y su hija salieron de Roma a tiempo. El tío de Julio, solo y añoso, les brindó una buena acogida en su villa pompeyana, no lejos de las fértiles laderas del Mons Summanus, monte que había entrado en erupción recientemente y que no volvería a hacerlo —por decreto de los astrólogos— antes de, por lo menos, un siglo. Julio, militar retirado, se consagró a lo que muchos veteranos, por razones de salud y de placer, hacían en aquellos tiempos: ocuparse de un huerto. Pero atendía las tierras de su tío, hasta entonces descuidadas, también por provecho propio. Añadió al huerto un par de yugadas de baldío: las pasadas efusiones del volcán habían enriquecido tanto el suelo, que éste clamaba por que lo sembrasen y recogiesen. De modo que Julio cultivó verduras, pepinos, melones y calabacines, cosechó ciruelas y cerezas, y cuidó unas cepas de las que salía un vino tan milagroso, que lo llamaban lágrima de los dioses. Los escasos y callados cristianos que había por los alrededores (y entre los cuales ya no se contaba Julio) fueron un poco más lejos, denominándolo lágrima de Cristo. Cuando murió el tío de Julio, cargado de años, pero sin haber dejado de soñar con el retorno de la república, la finca fue para su sobrino. Julio prosperó, dando empleo en la sementera, el cuidado de la tierra y la comercialización a dos mozos y a su propio yerno. Rut se había casado con el hijo de un ingeniero de puentes griego, llamado —como su padre— Demetrio, y que llevaba desde niño en Pompeya, adonde había llegado, con sus padres, procedente de Chipre. El Imperio romano, mientras daba a la Historia sus peores ejemplos de moralidad y gobernación, proclamaba también, como distraídamente, las virtudes del matrimonio interracial. Acerca del cual siempre he sostenido que constituye una de las esperanzas de esta humanidad tan empeñada en los compartimentos estancos.

Julio se iba haciendo viejo: canoso, pero con todo su pelo; robusto y bronceado, pero con propensión a las punzadas en la espalda y las piernas. Sara tenía menos años, pero también le blanqueaba el cabello, y el cuerpo, antaño esbelto como una espada, se le había ido redondeando en curvas tolerablemente matronales. Conservaba su antiguo cinismo en lo tocante a Dios y a los imperios. Se contentaba con vivir lo que cada día trajese consigo: las faenas de la cocina, la capa de polvo rojo, dar de comer a las gallinas y a las palomas, el cotilleo vespertino regado con lágrimas de los dioses, un paseo con su hija casada por una ciudad que se iba ablandando en el cultivo del placer, pero que estaba bien trazada, con sus ridículas estatuas y sus fontanas refrescantes en cada esquina. Era una población de baños y de burdeles, de modas fantásticas en el vestido y en el tocado, de espléndidos festines para los ricos, de tolerancia generalizada de las creencias orientales (excluido el cristianismo), de juegos y comedias y concursos de canto, de clima balsámico; y, al fondo, el Mons Summanus, recuperado ya de su trastorno, humeando sin ganas, apaciblemente.

Un día, sin previo aviso, apareció Caleb, el hermano de Sara, con Hanna, su mujer, tirando de un borrico gris a cuyos lomos iban, enfardadas, todas las pertenencias de la familia. Llegaron cansados y sucios del camino, pero se recuperaron pronto, tras un lavoteo con agua caliente y un vaso de divina lacrimación. Aliviaron al animal de su carga y lo soltaron por el huerto, a que paciera las ciruelas caídas.

—¿Cuánto tiempo pensáis quedaros? —les preguntó Sara.

—Yo ninguno. Hanna, hasta que yo vuelva. Si es que vuelvo.

Hanna parecía consumida por una pena de la que no podía ni deseaba desprenderse. Caleb era muy poco mayor que Julio, pero estaba más envejecido. Era como si la nariz se le hubiese plantado en el rostro con mayor fuerza, como si se le hubieran retraído las mejillas. No habían tenido más hijos, instalados en una especie de resentimiento filosófico por la muerte del primero y único.

—Tenemos sitio para ella.

—Se le da muy bien la aguja. Y no cocina del todo mal.

—Y ¿dónde vas tú?

—Es un largo relato —dijo Caleb a Julio y a Sara, cuando todos estuvieron sentados en torno a la jarra fresca—. Me vuelvo a Jerusalén. Voy a embarcar en Putéolos. ¿Cuántos años llevo esperando esto? Y me llega cuando ya soy demasiado viejo, cuando ya soy casi un anciano con una esposa y sin hijos a quien prometer un futuro.

—¿Qué futuro? —preguntó Julio—. ¿Qué es lo que está pasando?

—¿Aquí no llegan las noticias?

—¿Qué noticias?

Caleb suspiró pesadamente desde lo alto de su sillita ornamentada, meciendo el vaso, con los hombros abatidos.

—Los romanos siempre llevaron mal Palestina. Nuestro pueblo se ha visto obligado a soportar muchas cosas, pero todo tiene un límite. Y el procurador Floro lo ha rebasado, forzando la reacción popular. Ha saqueado el Templo, Dios nos ayude. ¿Qué van a hacer los judíos? ¿Acomodarse en sus asientos y dejarlo pasar? Están contraatacando, al menos los zelotas. Han muerto unos cuantos romanos. Floro ordenó una degollina, y una mujer trató de impedirla. La hija de aquel títere de Calígula, no recuerdo cómo se llama…

—Bernice o Berenice —dijo Julio—. La vi una vez en Cesarea. Una mujer pequeñita, pero muy hermosa. Sin un pelo de tonta.

—Ahora se ha pasado a los romanos —dijo Caleb—. Aunque quizá no se le pueda echar en cara: los judíos le quemaron su palacio de Jerusalén. Hay veces en que los judíos pueden ser muy ingratos. Pero por el momento están locos de ira, y no se les puede acusar por ello.

—¿Dónde te has enterado de todo eso?

—Se ha sabido en Roma. Hay rezos en las sinagogas. Es la guerra, por fin. Los romanos se la han ganado a pulso. Y yo tengo que acudir.

—A que te maten —Hanna rompió en sollozos—. No pueden ganar, es imposible que ganen. Va a ser una carnicería.

—Sí, claro —admitió Caleb—. Han llamado a las legiones de Siria. Y nosotros, o ellos, los zelotas, no tienen más que piedras, y unos pocos cuchillos, y una completa falta de organización. Carecen de unidad y de control. Los saduceos quieren mantenerse al margen, y los fariseos vacilan. En cuanto a los nazarenos… —Miró directamente a los ojos de Julio—, esto es su fin.

—Alguna vez tenía que suceder —dijo Julio—. Dios no ha ayudado a los nazarenos. Ni a los judíos. He perdido la fe. Ahora me doy cuenta de que era en Pablo en quien creía.

—¿Ya no estás con ellos?

—No, ya no. He depositado mi fe en otra cosa. En algo más acorde con las necesidades de un centurión retirado.

—Lo que quiere decir —aclaró Sara, no sin desprecio en la voz— es que se ha purificado en la sangre del toro blanco. Una majadería igual que la anterior. Pero, eso sí, más imaginativa. Mitraísmo, lo llaman.

—¿Por qué —preguntó Julio— es esto el fin de los nazarenos? Ellos no creen en la guerra. Ponen la otra mejilla. No darán la vida por el Templo.

—Y con toda la razón —dijo Sara—. ¿A qué viene dar la vida por un montón de piedras?

—Pues él está dispuesto a darla —gimoteó Hanna—. Los hombres son unos necios.

—Unos idiotas suicidas —abundó Sara. Caleb parecía abrumado. Julio dijo:

—¿Qué ha pasado con los nazarenos?

—No gran cosa. Les hicieron una advertencia. Les pidieron que declarasen sus lealtades. Y cuando lapidaron a su episcopos, como lo llaman…

Tragó saliva, recordando a Esteban.

—¿Quién era el episcopos?

—Yago. El jerarca de los nazarenos hierosolimitanos. El último de los que habían visto a Jesús Naggar. Los zelotas afirmaron que no era recomendable que anduviese suelto por ahí.

—No llegué a conocerlo —dijo Julio—, pero oí hablar de él. Lo hacía bien, guardando el equilibrio. Yo estaba en la idea de que los judíos lo apreciaban.

—Bueno, el caso es que lo toleraron hasta que el tal Floro atacó el Templo. Entonces, Yago se puso a hablar de perdón, diciendo que el verdadero Templo no era obra del hombre. De modo que Anano, príncipe de los sacerdotes, autorizó la lapidación. Era consciente de lo que podía suceder si no la autorizaba, porque ya habían matado antes al sumo sacerdote Ananías. Cosa de limpiar el campo judío antes de la gran guerra. La pura e inmaculada hoja de la espada israelita.

Rompió también él en sollozos, como su esposa, pero se recuperó en seguida y levantó la cabeza, mostrando a sus acompañantes unos altivos ojos húmedos.

—Sé que no hay esperanza, pero ¿qué puedo hacer, sin incurrir en mi propio desprecio? Voy a tomar el barco en Putéolos.

—La guerra habrá terminado antes de que tú llegues —dijo Julio.

—Nunca terminará —dijo Caleb—. Los romanos tendrán que seguir matando judíos para siempre, por todo el mundo. El Templo puede ser destruido, pero los judíos ya atravesamos en una ocasión el desierto llevando a cuestas el Arca de la Alianza, y volveremos a hacerlo.

—Pues vete al desierto —dijo su hermana— y espéralos allí. Andas en pos de un sueño malo.

—Es un buen sueño. Mi sueño de juventud, ¿te acuerdas? Tengo que ser fiel a mi juventud. Es tan sencillo como eso.

Caleb salió hacia el puerto en un día lluvioso, con el cono de la gran montaña enmascarado en niebla movediza. Besó a su mujer, a su hermana y a su sobrina, y se echó a llorar. Julio le estrechó la mano, impotente, antes de acudir a los servicios semanales de un templo menos esplendoroso que el de Salomón. El altar era una sencilla mesa de tabla. Detrás había un mural, en pompeyanos azules y bermejos, donde se representaba al dios Mitra adolescente, hundiendo la espada en la cerviz de un toro blanco que, al mismo tiempo y para mayor seguridad, era devorado por un escorpión, un cangrejo y un perro. Julio se sorprendió rezando a la decapitada cabeza de Pablo para que su cuñado no sufriese daño alguno; en seguida apartó de sí tal blasfemia. El enmascarado sacerdote se hallaba, cuchillo en mano, junto a un buey blanco. También Julio llevaba máscara y, al igual que otros muchos de los concelebrantes, un uniforme militar ajado por el tiempo y demasiado estrecho, un tanto enmohecido. Había cinco postulantes jóvenes, a rostro descubierto. El sacerdote dijo:

—Vosotros, adoradores de Mitra, amantes del sol, señor de la vida, escuchad con atención este relato. El dios de la luz fue concebido para salvarnos del dios de las tinieblas, Ahrimán, príncipe del mal. La lucha perdura hasta el final de los tiempos, y nosotros somos parte en ella. Que no se os pase inadvertida la solemnidad de su misterio. La pronta espada de la luz impide que la fuerza de la generación sea devorada por la fuerza del mal. La espada que mata es, al mismo tiempo, espada que devuelve la vida. Pues de la sangre del sacrificio brota la nueva vida. Para los postulantes aquí reunidos, en compañía de los iniciados, un solemnísimo momento se avecina. Porque serán bañados en la sangre del sacrificio y nueva vida les será otorgada.

Alzó el cuchillo sacrificatorio y Julio bajó los párpados. La lluvia retumbaba en el techo del templo. Julio recordó otro baño, en la costa de Melita. Decir sacramento era tanto como decir juramento de soldado. Ruto y roto. Cobardía. No: realismo. ¿Cuál era la diferencia? Isis y Osiris, ante cuyas ceremonias de nacimiento y resurrección lloraba y se alborozaba su hija Rut, llevando ante Isis su nueva preñez, para recibir la bendición de la diosa. Las mismas cosas, con nombres distintos. Cuando levantó los ojos, el pesado bulto del buey sangrante doblaba las rodillas, para enseguida caer de costado, mugiendo de pavor, y morir con los ojos fuera de las órbitas. Los postulantes se acercaron al altar para que los impregnasen con la sangre del sacrificio.

—En la última cena el Señor habló, diciendo: tomad y comed, esto es mi cuerpo; tomad y bebed, esto es mi sangre.

Julio no estaba oyendo las palabras correctas. El sacerdote, en realidad, decía:

—Humilla a los ejércitos de Ahrimán. Acepta nuestro amor, oh salvador.

Insistía en la lluvia en sus reproches. Julio se golpeaba el pecho.

TITO FLAVIO SABINO VESPASIANO —a quien llamaremos Vespasiano, a secas—, cincuentón vigoroso, otrora legatus legionis en Britania, odiado por Nerón, pero indispensable para él, como general inmune a la fatiga, incorruptible y eficaz, se hallaba con su hijo (que se llamaba igual que su padre, pero a quien denominaremos Tito, a secas) en el real de su campamento, cerca de la frontera siria.

—La Décima Fretensis —dijo Tito—. La Duodécima Fulminata. La Decimoquinta Apollinaris. La Quinta Macedonia.

Las órdenes regimentales, una vez selladas, se colocaban aparte, en espera de que las despachasen. Vespasiano dijo:

—Pongo el asunto en tus manos.

—Pero si no hay prisa. Los judíos son lo primero.

—Lo primero es Roma.

Vespasiano volvió a leer los informes. Las legiones de Mesia y de Panonia habían repudiado a Vitelio. También las legiones de Siria y de Judea. Nadie les había pedido —ni, menos, comprado— la sumisión a Vespasiano. Vespasiano César. Tito dijo:

—Si lo dejas en mis manos, también dejas en mis manos el cumplimiento del sueño de Antonio.

—Escucha —dijo su padre, acucioso—, las cosas nunca se repiten. El Imperio de Oriente era imposible, y el propio Antonio se habría dado cuenta de ello, si no hubiese estado estupidizado.

—Bernice no es Cleopatra. Bernice se acoge a la pax romana.

—Administrada desde Roma. Donde, cuando yo muera, tú serás Emperador. Jerusalén no es Alejandría. Sé lo que te ronda la cabeza, con todo lo joven que eres. —Tito iniciaba entonces el segundo lustro de la veintena—. La idea puede calificarse de neroniana, en el sentido de que constituye un sueño de artista. Fundir la disciplina romana con el encanto oriental. Pero los judíos carecen de todo encanto. No hay en ellos la decadente blandura de los egipcios. Comprendo que te hayas dejado embrujar por esa princesa galilea de tus entretelas, pero se trata sólo de un típico caso de joven seducido por la languidez asiática. Ya lo superarás.

—Tengo intención de casarme con ella.

—Eso sí que no. Cuando tu momento llegue, los romanos nunca aceptarán una emperatriz foránea. Ahora ni siquiera vas a tener tiempo de utilizarla como querida. A partir de este momento recae en ti la responsabilidad plena de la campaña palestina. No durará mucho. Actúa sin piedad. No la merecen. No dejes piedra sobre piedra y siembra sal en las ruinas. Que nada ni nadie se libre. Incluido su maldito templo.

—Hay ciertas cosas que ni siquiera los conquistadores pueden permitirse.

—Sí, ya sé: el valor arquitectónico de una obra consagrada a un pueblo antiguo. A pesar de todo, derríbala, profánala, no te dejes embaucar por las lágrimas de tu amante galilea. No hay sitio para los dioses extraños en el Imperio. Cubre con cal viva el cadáver de la fe judía.

—¿Y la cristiana?

—Eso es agua pasada.

No tengo gran cosa que decir de la guerra judía: de su crónica se ha ocupado exhaustivamente, aunque no sin inexactitudes, un hombre llamado José ben Matías, que se pasó al bando contrario y que, en prenda de devoción a la nueva dinastía implantada por Vespasiano, se puso el nombre de Flavio Josefo. Tras la degollina de Jotopata, en Galilea, José ben Matías, buen capitán de infantería, y uno de los escasos sobrevivientes, se plantó ante la tienda de Tito.

—Viene con bandera de tregua —dijo el centurión Liberalis a su general—. Afirma que quiere pasarse a nuestro lado, y que posee información valiosa.

—No me gustan los desertores. ¿Por qué no murió con el resto de los…? ¿Cómo se llama el sitio ése?

—Jotalapata, o algo así. ¿Le digo que pase?

Tito, cansado, asintió con la cabeza. Entró un joven con armadura, luenga la barba, los ojos como pulidos por la fiebre. Dio su nombre actual y el que se proponía hacer suyo en lo porvenir.

—La judía ha sido siempre una causa desesperada —dijo—. ¿Por qué has crucificado a unos y no a otros?

—Se nos acabaron los maderos.

Josefo emitió un suspiro.

—Luché con todo ahínco, pero no sin darme cuenta de que era una especie de suicidio. Quiero abrazar la causa romana.

—Y ¿qué esperas obtener de la causa romana?

—Para mí, nada. La vida, en todo caso. Conozco Roma. Estuve una vez allí, abogando por la causa de los judíos. La Emperatriz Popea Sabina llevó su bondad hasta el extremo de declararse impresionada. Tenía intención de incorporarse a los temerosos de Dios. No, no, eso no tiene nada que ver. Me dedico a escribir crónicas. Por mi ocupación, sé que contra la Historia no se puede luchar. Es una fortísima corriente, y hay que flotar en ella. Durante los próximos cien años, aproximadamente, la Historia se inclinará, sin duda alguna, de modo ineluctable, del lado del Imperio romano.

—Y ¿cuántos de tus paisanos comparten esa opinión?

—No muchos. Los judíos somos un pueblo testarudo. Cuando escriba la crónica de esta guerra, no pienso negar ni la testarudez, ni la valentía, ni la fe. Tal como van las cosas, acaso lo que yo recoja en mi libro sea lo único que quede del pueblo hebreo. Pero lo mismo ha de suceder a todos los pueblos, incluidos los que levantan sus imperios para la eternidad.

—Soy un hombre paciente —dijo Tito—. Te he escuchado. Pero no me despiertas gran interés. ¿Por qué me cuentas todo eso?

—Te lo cuento porque, aunque todavía no lo sepas, estás desesperadamente interesado. También los generales victoriosos necesitan las palmas del poeta o del historiador. Si no, acaban en un revoltijo de cuentos para uso infantil. Pero lo que principalmente me trae aquí no es comunicarte esto. Vengo a informarte sobre las brechas que hay en las murallas de la ciudad santa.

Tito dio una breve muestra de repulsión.

—¿Vienes aquí para traicionar a tu propio pueblo?

—Ni mucho menos. No deseo que Jerusalén padezca un sitio prolongado. Que la ocupación resulte lo más incruenta posible. Te mostraré el camino más franco hasta la ciudadela. Y, en mi opinión, ésta no será la única forma en que te he de resultar útil. Tu arameo puede considerarse inexistente. Pero es mi lengua materna.

—¿Qué me impide tratarte como cautivo y esclavo?

—Tu sentido común. Tu triunfante generosidad. El hecho de ser yo lo que soy: un hombre con visión adecuada de la Historia. En cuanto al cautiverio y la esclavitud… Por descontado que no los aceptaré. Siempre puedo echarte los dientes al cuello, para que me maten a golpes. Toda muerte es cautiverio. La vida nos permite elegir.

—Altamente filosófico. Más vale que me hables de esas brechas en las murallas de Jerusalén.

La información no sirvió de gran cosa. Los arietes hallaron sus propios puntos débiles en los reparos de la ciudad. Las catapultas arrojaron piedras contra las almenas. Al hacer su entrada, las tropas de Tito toparon con una población gemebunda, cubierta de polvo blanco, los brazos levantados al cielo, las mujeres con los cadáveres de sus hijos todavía firmemente sostenidos, judíos en lucha contra judíos. Unos cuantos zelotas dispersos, armados de la honda que tan eficaz resultó a David en su enfrentamiento con Goliat, sacaron también a relucir sus espadas y puñales, mostrando los feroces dientes a los invasores romanos y arrebatándose contra ellos sin mayor efecto. Los que cayeron presos fueron clavados a las murallas de la ciudad en postura cruciforme. Los viejos y los débiles habían hallado refugio en el Templo, provisto de una guarnición de jóvenes guerreros. La fortaleza Antonia se hallaba en manos de los judíos. Llovieron flechas y piedras sobre la vanguardia que se dirigía hacia el Templo, encabezada por el propio Tito. Quien, en su marcha por los atrios interiores, observó un letrero escrito en los tres idiomas de la provincia, donde se amenazaba con la pena de muerte a todo gentil que siguiera adelante. Lo cual era ya un desafío. Dio orden de que plantasen los arietes frente a las macizas puertas, maravillado por aquellos marfiles y aquellos oros, luchando contra un disgusto que no pasaba de efímera desazón, propia de su impresionable mocedad.

—Ahí, ahí. Ojo con la rueda del otro lado. Venga, adelante.

Lamentaciones llegaban por entre las nubes de polvo blanco. Los romanos acabaron de forzar las puertas, sin que les resultara fácil. En el interior del Templo hallaron mujeres aullantes que alzaban a sus hijos como armas o escudos. Los ancianos estaban de hinojos, pero no por los romanos. Qué follonera es esta gente, pensó el centurión Liberalis. No hubo batalla en el interior del Templo. Aquellos jóvenes barbados combatían por el sancta sanctórum. Los sacerdotes rezaban a su Altísimo. Los soldados romanos, sudorosos, se asombraron —sin fijarse mucho— ante aquella magnificencia de oro y de ónice, de carbunclo y amatista; pero clavaron sus lanzas, creyendo oír el borbotar de la sangre en los gritos de horror ante la suprema profanación.

Entre los aleluyas matinales de los pájaros, Tito miró la confusión de cuerpos crucificados que se perdía en el horizonte. Ya no quedaban árboles en los alrededores para seguir crucificando gente. En compañía de Josefo, pasó por entre el humo, el polvo y las piedras quebradas, tropezando con los cadáveres. Uno de éstos, cobrando vida, dijo:

—Yusef ben Matías. Traidor.

—Josefo Flavio. Ciudadano romano.

El cadáver, prestamente alanceado, se reintegró a las filas de sus camaradas.

—Una cosa de la que no me gustaría dejar constancia en mi historia —dijo Josefo, tranquilamente— es la profanación del Templo por el saqueo y la demolición. La posteridad no lo olvidará nunca.

—¿Ni siquiera teniendo en cuenta que lo estaban utilizando como fortaleza militar?

—Necesidad, necesidad… Era la ciudadela de la fe, y la fe es la ciudad. Te voy a decir cuál es la verdadera razón de que yo acepte el dominio romano sobre las tierras mediterráneas. El futuro nunca estará en la teocracia.

—Palabra de mucho fuste. Explícasela a este humilde soldado.

—Los cristianos tienen razón cuando dan al César y dan a Dios, pero manteniendo aparte ambos tributos. Todo gobierno debe ser secular. Dios, cuando se mete en política, se convierte en su opuesto. Siempre ha sido así, y siempre lo será.

Tito no comprendió muy bien.

En los atrios exteriores, los soldados tropezaban en cadáveres de hombres, mujeres y niños.

—Estercolero de los descreídos —dijo Liberalis, al comenzar el saqueo. Arrancaron el velo del Templo. Se llevaron la gran almenara de siete brazos. Un joven soldado meneó la cabeza, como afligido por algo.

—No estás del todo convencido, ¿verdad? No hay órdenes concretas, ¿no es eso lo que estás pensando? ¿Nunca has oído eso de a discreción? A ningún general le gusta dar esta clase de órdenes. Pero le consta que tiene que hacerse.

Para destruir el saqueado Templo hubo que hacer apelación a toda la capacidad técnica de las legiones. En las grúas se balanceaban, al cabo de sus cadenas, enormes bolas metálicas: las murallas exteriores se opusieron con tenacidad, pero acabaron por ceder, entre tormentas de polvo y de humo. Se agrietaron las columnas y todos corrieron en busca de lugar seguro cuando la gran techumbre ornamentada empezó a empandarse. Quedaban pocos judíos para lamentarlo. Pasados dos o tres días de pertinaces esfuerzos destructivos, todo lo que restaba era un montón de cascotes del que partía polvo con destino al invisible sol.

Caleb, al desembarcar en Cesarea, parecía un romano que se hubiera hecho viejo en las cocinas de los barcos. A todo el que inquiría le daba el pseudónimo de Metelo. Se sintió extranjero en aquella ciudad donde apenas si se veía u oía algún judío. Patrullas romanas rechinaban metálicas por las calles. Junto al muelle formaba una legión de veteranos que volvían a casa. Caleb vio a un anciano ciego sentado en un bitón, haciendo resonar su taza y pidiendo limosna. Puso una moneda en la taza.

—Todah, ach, achot.

—¿Qué noticias hay de Jerusalén, av?

—Más vales que no preguntes por Jerusalén, ben. Jerusalén ya no existe, ben. Dirígete a Masada.

—¿Por qué Masada?

—Lo único que queda de Israel son los jóvenes de Masada. Hasta que lleguen los romanos. Porque llegarán, y os matarán de hambre. Pero la fe prevalecerá, ben.

—Dime algo de Jerusalén, av, de todas maneras.

—Gracias al Creador, nunca vi Jerusalén. Y ahora, aunque tuviera ojos, no la vería. Porque Jerusalén ya no existe. Han cortado bosques enteros para hacer cruces. Han quemado los pastos de las afueras y la riqueza básica de nuestra tierra ha sido sembrada con sal, para que de ella no vuelva a brotar vida. Dirígete a Masada, tsair.

Caleb, trémulo, buscó el camino. Tropezó con una andrajosa columna de zelotas que trataba de incorporarse a las fuerzas de Eleazar.

VITELIO se asustó mucho cuando le llegó la noticia, y el miedo le provocó un macizo apetito. Royó la carne, trémulo. Se encajó un pastel en la boca, trémulo, con las dos manos. Luchar. Poner en marcha una campaña de reclutamiento licencia inmediata botín pensión vitalicia tras la victoria. Se juntaban tropas en el Palatino. Nunca había querido ser Emperador, nunca solicitó tal cosa, se vio forzado en contra de su voluntad. Danos el dinero ahora y nos quedaremos a tu lado. Entra en contacto con Flavio Sabino, hermano del invasor Vespasiano: no te hará ejecutar por deslealtad, ofrécele quinientas mil, no, un millón de monedas de oro si logra frenar a su hermano. Paz, quiero paz. Pide al Senado que envíe emisarios para negociar un armisticio, llevando por delante a las Vírgenes Vestales, cantaleando paaaaaaaaz.

—¿Quién eres tú? —preguntó, sin dejar de comer.

—Un explorator, César. Las avanzadillas de las legiones de Vespasiano están muy cerca. Recomiendo la inmediata evacuación del palacio.

Pidió una litera cerrada para sí mismo y otra para su cocinero mayor y para el árabe perito en hojaldres. Con la boca llena y un pollo empuñado, llenó con su cuerpo la litera. Deprisa, la casa de mi padre está en el Aventino. Soldados en los alrededores de palacio, tranquilos, cantaleando paaaaaaaaaz, no hay de qué preocuparse, Vespasiano sigue ocupado en Galilea. Pero el palacio estaba vacío. Vitelio recogió de un armario un cinturón con bolsillos previamente rellenos de monedas de oro. Se lo puso. No iba a morirse de hambre, saldría cojeando, inadvertido, con capa y capucha. Entonces oyó el ruido. Se precipitó, tintineando, sin dejar de masticar, hacia el cuarto del portero. El perro, encadenado a la puerta, gruñó con amargura. Vitelio le dio un trozo de carne, entró, atrancó la puerta con la cama y el colchón. Se oían las pisadas de la avanzadilla, ruido de cosas destrozadas, pillaje. Se franquearon el paso.

—¿Quién eres tú?

—El único que queda. Para cuidar del palacio. ¿Qué habéis hecho con mi pobre perro?

El centurión y sus soldados observaron la panza de Vitelio e hicieron un gesto de asentimiento con la cabeza.

—Mensaje importante de Vespasiano. Quedas bajo custodia hasta que él llegue.

Le ataron las manos a la espalda, le pasaron un lazo por el cuello y lo sacaron a rastras del palacio, lloriqueando, desesperadamente necesitado de algo que llevarse a la boca. Le arrancaron la ropa, acuchillaron el cinturón de cuero y arrojaron el oro a la muchedumbre. Luego lo llevaron a patadas por la Vía Sacra, camino del Foro. Iba tratando de ocultar su vinoso rostro en el pecho, pero le colocaron una espada bajo la barbilla, obligándolo a encarar el sol con los ojos amusgados. La muchedumbre gritaba hijo de puta barrigón. Los soldados jugaron con él a amagarle golpes, puñalada por aquí, estocada por allá; luego, en las Escalinatas Gemonías, le abrieron la barriga y se quedaron mirando cómo se le salían las tripas. Luego arrojaron el cuerpo al Tíber. Quedó flotando un rato antes de hundirse haciendo gluglú.

Al entrar en palacio, Vespasiano se lo encontró completamente provisto de personal y con un banquete dispuesto para él y su séquito. Miró la cargada mesa con desprecio.

—Retirad toda esa porquería.

—¿Porquería, César? Ha sido especialmente preparado para…

—Que no se os olvide mi nombre. Me llamo Vespasiano César, y no Vitelio Pseudocésar. A Vespasiano César le complacería un almuerzo imperial hecho de pan, queso de cabra y cebollas crudas. Y, para beber, un poco de cervisia.

—¿Cccccervisia, César?

—Sí. No es vino. Es una bebida fermentada, hecha con granos germinados de cebada. Hace espuma. Amarguea y confiere vigor. Roma necesita su saludable acerbidad y una infusión de su salubre vigor. Va a haber unos cuantos cambios por aquí.

ASÍ, UNA VEZ sometido todo Israel, con excepción de la fortaleza de Masada, lo único que quedaba por hacer a los romanos era romper la resistencia de Eleazar —caudillo de los más celosos zelotas, los llamados sicarii—, que había juntado sus fuerzas, adelantándose en la escalada de la pared rocosa en cuya cima se alzaba Masada. Se podía subir por dos caminos, ambos bordeados de precipicios; uno, al este, corría sobre el lago Asfaltitis; el otro, hacia el oeste, constituía un puerto muy serpentino. Herodes había edificado en lo alto una especie de palacio, protegido por una muralla de piedra blanca, con dieciocho atalayas en puntos equidistantes de la circunferencia. El nuevo procurador, Flavio Silva, llegó de la quebrantada Jerusalén con máquinas de sitio, instalándolas en el llamado promontorio blanco, a trescientos codos por encima de la parte más elevada de la fortaleza. El lector sabrá disculpar que no logre transmitirle con todo detalle las tácticas de asedio: me falta conocimiento y me sobran achaques, por no mencionar que hoy me he pasado un poco en la bebida. Baste decir que Eleazar veía desde lo alto la humareda del enorme campamento romano, sabiendo que se habían quedado sin víveres (con excepción del agua que suministraban los pozos naturales) y que el enemigo estaba en la confianza de que ningún judío conseguiría escapar; al día siguiente, una avalancha de armaduras romanas se aglomeraría en los dos pasos, para abrir luego brecha en la muralla y emprender, Dios nos ayude, una sistemática degollina.

—Sé lo que algunos estáis pensando —dijo a los hombres de la guarnición (había, también, mujeres y niños, a incluir en la sistemática degollina)—: es preferible que nos hagan prisioneros y nos den de comer. Pero no harán prisioneros.

El hombre a quien llamaban el viejo Caleb farfulló algo acerca de los puerros y cebollas que los israelitas comieron en Egipto, y que la cautividad no era una carga.

—Me da la impresión de que no comprendes, Caleb. Los romanos no se van a comportar igual que los egipcios. Ni que los babilonios. Estamos en la edad moderna. La Historia se halla en manos de los romanos, y su nuevo patrón no se basa en la benevolencia de la esclavitud, sino en la ferocidad de la liquidación.

Eleazar, aun considerándose, por encima de todo, un luchador, también gustaba de escucharse hablar. Peroró durante largo rato sobre la belleza de la muerte, sólo un sueño, y ¿qué mejor bendición que este sueño, tras una larga jornada de penalidades, de sed y de hambre, de miembros adoloridos? No, no serían los romanos quienes les dieran muerte; los romanos culminarían su denodada ascensión sin resultado alguno; no hallarían en la fortaleza sino los cuerpos sin vida de unos hombres valientes (y de mujeres y niños no tan valientes que, según las reglas morales de aplicación a las guerras santas, no eran ni lo uno ni lo otro). Se quedarían sin presa… Un hombre masticaba algo. Caleb lo miró, frunciendo los ojos: parecía una rata muerta. Cosa prohibida, claro. Se suponía que también el suicidio colectivo contaba entre las cosas prohibidas. Para poner de manifiesto el esplendor de la ley resultaba imprescindible quebrantarla.

—Hombres que tenéis esposas y niños lamentándose en los alojamientos de las mujeres: no les deis tiempo de protestar; haced lo que hay que hacer sin una sola palabra, aunque sí, como corresponde, con un beso de despedida.

—¿Quieres decir —preguntó un tal Yigael, algo tardo de entendederas— que tenemos que apuñalar a nuestros seres más queridos y próximos?

—Te expresas con rudeza, pero eso es exactamente lo que quiero decir. Mira a los romanos, allá abajo, comiéndose la carne de nuestra tierra en torno a sus fogatas, puliendo sus espadas y babeando de gusto ante la perspectiva de nuestro total exterminio. No ignoro lo que dice la ley de Moisés en lo tocante al homicidio, pero lo que os propongo, lo que de hecho os ordeno, no entra en la categoría de homicidio por ira, ni por lujuria, ni por codicia. Dándonos mutua muerte seguimos luchando por una causa justa. Tú, viejo Caleb: te estoy viendo menear la cabeza. Te has dejado ablandar por el sibaritismo de la vida romana y, me consta, por el aguado credo de conducta de los nazarenos. Sé judío, sé valeroso, da ejemplo a los jóvenes.

Matar a sangre fría nunca resulta fácil, por buena que sea la causa. Les pareció preferible empezar por los niños, lo cual se hizo, mayormente, arrojándolos por el despeñadero abajo, para que se fracturasen el cráneo en los pedernalinos salientes o en las superficies sólidas. Los romanos levantaron la mirada, dejando de comer o de pulir, y vieron unas cosas blancas que caían por el enrarecido aire de las alturas. ¿Qué era aquello? ¿Prendas de rendición? La matanza de las madres resultó más difícil, aunque algunas se arrojaran, entre maldiciones o llantos, tras sus hijos. Lo normal fue que dos amigos sujetaran a la aulladora esposa mientras el marido, trémulo, le clavaba el puñal en el pecho. Los recién enviudados fueron los primeros en juntar valor para situarse contra la muralla, con el cuello desnudo ofrecido al puñal, musitando Israel mientras brotaba la sangre.

Caleb se encontró frente a Yigael, de pie junto a los cadáveres. Eleazar, que seguía disertando sobre la belleza de la muerte, había dicho que primero arroparía a sus amigos para la larga noche y que luego volvería el puñal contra sí mismo. Yigael preguntó a Caleb:

—¿Quién de los dos va primero? Yacob se ocupará del que quede.

Caleb pensó en su propio Yacob, muerto y enterrado en Roma, y notó el ácido regusto de la desesperación en la garganta. Sin responder a la pregunta, se situó a espaldas de Yigael, que tenía puestos los ojos en las colinas de Israel, y le clavó el puñal prestado en el hueso de la espalda. Luego pinchó en blando y vio que la sangre se arremolinaba. Yigael dijo:

—No es tan terrible como cabía esperar, a fin de cuentas.

—La pérdida de sangre —dijo Eleazar— induce el sueño. Y el sueño es una deseable bendición.

—Deja de hablar —dijo Yigael, tambaleándose.

Yacob, un hombre cetrino, en los primeros años de su edad madura y de rostro poco expresivo, agarró súbitamente a Caleb por el mugriento cuello de la túnica y, trazando un amplio arco, hizo volar hacia su cuello la punta del puñal. Aquí, pues, terminaba todo. ¿En qué consistía la vida? ¿Cuál era el propósito con que nos enviaban a este mundo? Caleb vio y oyó una riada roja que le inundaba por delante la túnica: Hanna se iba a enfadar, tendría que lavarla, la sangre hay que lavarla siempre en agua fría; luego, y no resultaba nada agradable, se atragantó. Mejor asestar el golpe en pleno corazón, en el centro de la ciudad escarlata, nunca en las calles adyacentes. Israel, oyó decir a alguien, y recordó, atragantado, que la palabra tomó su origen en un combate contra Dios.

COMBATE CONTRA DIOS, en efecto. Estoy lo suficientemente borracho como para proclamar al mundo entero (es decir a estos árboles y al barrunto de Alpes de más allá del lago; a los zorzales en sus nidos y a la hierba que se afana en crecer, tan callada) que, a pesar de todas las declaraciones en contra de los escépticos, Dios existe. De alguna manera hay que explicar la continua desgracia del hombre, por nadie solicitada. Dios se halla, no obstante, por encima de la moral humana y no sabe lo que hace cuando se mete en vericuetos morales. No es más que un tahúr. ¿No era todo esto un juego? Dios jugó a poner en el mundo un hijo de carne y hueso, encomendándole la tarea de publicar la salvación de Israel. Tomó las medidas necesarias para que Israel —cerrando los oídos a tal anuncio, o quedando perplejo ante él, como si lo hubiese recibido en lengua extranjera— acabase por rechazarlo. Para que no se centrase en Jerusalén la doctrina de su propia redención como ciudad, aplastó la iglesia hierosolimitana y envió a su padre a Roma, para que allí, antes de hallar ridícula muerte, fijara el linaje espiritual de su paternidad sin sustancia. ¿Qué peor centro cabía concebir para una doctrina del amor? Una gran jugada, de procedencia incuestionablemente divina, y la partida sigue adelante. El hecho de que por ella inflige padecimientos al hombre no entra en la esfera de la supuesta omnisciencia divina: la carne es una curiosa sustancia que Dios no comprende bien, porque no la posee y, no poseyéndola él, ¿qué ha de ser, sino cosa de calidad negativa? Estoy borracho de vino amargo y pido perdón al lector. Dios no ve mi dolor ni es capaz de sentirlo. No ve la profunda herida del cuerpo de Israel, las ruinas del Templo, las calles en ruinas por las que vagan perros ladrando y aullando, los cuervos que por los campos graznan, picoteando los ojos de los innúmeros crucificados. Grajean en Roma las trompetas, mientras traen la almenara de siete brazos en el cortejo triunfal de Tito. Bajo los sauces llora una hembra llamada Israel. Basta ya: permitid que me aparte de todo esto.

En Pompeya, Hanna, viuda israelita, derramó sus lágrimas, sin recibir mucho consuelo de parte de Sara. Que recitó, sardónicamente:

—Si te olvidare, ¡ay Jerusalén!, pierda mi mano diestra su destreza; pégueseme la lengua al paladar si no recuerdo a Jerusalén sobre mi gozo principal.

—No tienes corazón. Era tu hermano.

—Soy incapaz de concebir el martirio. La vida es dura, y hay que vivirla como sea. No hay que hacérsela todavía más difícil con la invención de dioses y ciudades santas. Las ciudades no son más que piedra, ladrillo y paja. Cosas que arden con facilidad. Roma ardió, Jerusalén ardió. ¿Qué más da? Lo que cuenta es la vida, como venga, seguir viviendo en contra de todos ellos: los hombres de rostro severo, henchidos de su propia autoridad, las grandes causas. Dios, Deus, Zeus, Jehová…

—Es un consuelo —zollipó Ana— saber que ha muerto por algo en que creía.

—Qué estupidez. Era en ti en quien tenía que haber creído. Pero ya encontrarás a algún otro que crea. Un hombre que se gane el pan con el trabajo diario y a quien no se le agranden los ojos con las grandes causas.

—No tienes corazón, ni rastro de corazón. No quiero ningún otro marido. Lo que quiero es morirme.

—Sí, eso dices ahora. En cuanto pasen unas semanas, llegará una noche en que te despertarás sola y fría, echando de menos el consuelo de alguien o de algo. Perdona la perogrullada, pero la vida sigue.

—Te pasas el tiempo diciéndolo. No tiene ningún sentido.

—Ni tiene por qué tenerlo. Te voy a hacer un caldo. Hay que comer, muchacha. Hay que seguir adelante. Viviendo, si es que esto se puede llamar vida.

Comió, y siguió adelante, y vivió, si es que esto se puede llamar vida, y permitió que le echara los tejos el viudo Isidoro, quien, a pesar de su nombre, nada tenía de cínico. Y Rut, la hija de Sara, que parió una niña llamada Miriam el año en que murió Nerón, fue satisfactoriamente feliz en la casita situada al final de la calle de los Herreros, y Julio envejeció en su trabajo al aire libre, rubicundo y lleno de salud, aunque la espalda le chirriara un poco. Cosas son éstas que no hacen historia. La Historia pretende ser camino derechero con un fin invisible, pero registrado en los mapas; la vida corriente, en cambio, se desplaza en círculos. Miriam fue creciendo, tiesa como una vara, orgullosa de su cabello negro con un rizo plantado, y a los trece años se amistó con un muchacho de dieciséis llamado Férrex. Férrex, como del nombre puede deducirse, era britano. Su padre vino en calidad de prisionero de Caractaco y, gracias a su pericia pugilística, una vez liberto llegó a ejercer de gladiador en Neápolis, para acabar muriendo en el circo de Pompeya, un día en que Galba andaba por allí de visita y se le ocurrió colocar los pulgares hacia abajo. El joven Férrex se adiestraba en la misma maestría cuando Miriam y él se conocieron.

Acelero mi relato para llegar a esta pareja, porque tengo que hallar esperanza en alguna parte, y sólo en estos jóvenes puedo encontrarla. Vivían bajo el poder de un Emperador razonable, cuyo hijo mayor llevaría adelante los razonables asuntos de su padre (del hijo menor, del que me envía a sus recaudadores de impuestos, no diré nada por ahora). Tienen toda la vida y el mundo entero por delante. El Imperio seguía ocupado, distraídamente, en la mezcla de sangres. Férrex amaba a Miriam. Se sentaban a charlar a los pies del Vesubio, que seguía humeando benévolamente. La roja pelambrera de Férrex se tornaba rubia con el sol. El hermano de la abuela de Miriam no había sido olvidado del todo. Férrex consideraba estúpido lo que había hecho, eso de irse al extranjero a que lo mataran.

—Pero creía.

—Bueno, yo también creo. Y tú, ¿no es verdad? En el dios Osiris. Pero no daría la vida por mi fe.

—Quizá sea eso lo que falla en Osiris. Nadie daría la vida por él. No es más que una especie de poema sobre la primavera y el agua.

—Más vale que los sacerdotes no te oigan decir esas cosas.

—No fue él quien hizo el cielo y la tierra y los mares, y todo lo que por encima de ellos existe.

—Estás hablando igual que los judíos.

Soy judía.

—Ésa es otra cosa que no deberías vocear demasiado. Los judíos no tienen más destino en la vida que la esclavitud o que servir de alimento a las fieras del circo.

—Eso no se refiere más que a los judíos que se enfrentaron a los romanos en Judea. ¿Por qué has dicho lo de antes?

—¿Por qué he dicho qué?

—«Estás hablando igual que los judíos». Como si ser judío fuera algo malo.

—No, no es malo, lo que pasa es que… La verdad, te lo tomas tan en serio, eso del Dios que creó todas las cosas. Un Dios que siempre te está mirando desde lo alto y que se pone a refunfuñar en cuanto nos damos un beso o… Bueno.

—¿Qué?

Deberíamos casarnos.

—Ya estamos otra vez. Dale que te pego, todo el tiempo. Igual que el dios Osiris. Y yo digo que somos demasiado jóvenes.

—No es así. No somos demasiado jóvenes para… Si conocieses a fondo mis sentimientos hacia ti…

—Conozco muy bien tus sentimientos. Tal vez deberíamos dejar de vernos. A lo mejor deberías salir con esa chica griega que se te come con los ojos entre rezo y rezo al dios Osiris. ¿Cómo se llama? Dafne, o algo así. Con ésa no tendrías que casarte.

—Estás diciéndome cosas muy desagradables. Yo no soy… No soy como ciertos hombres o muchachos. Yo creo en el amor.

Amor, eros, agape, ahavah. Mira la montaña. Hay fuego. Ya no.

—Es tu Dios, que se está poniendo furioso.

—Eso es una estupidez, ¿te das cuenta?, y…

—Y una blasfemia. ¿Serviría de algo que yo me hiciese judío? ¿Te casarías conmigo entonces?

—Eso también es una estupidez. No se puede hacer uno judío. Judío se es, y ya está.

—Cristiano, entonces. También resulta serio. Con un Dios que lo ha hecho todo y que incluso tuvo un hijo de carne y hueso a quien se comen todos los domingos.

—Ya no. No está permitido. Ser cristiano significa la muerte.

—¿Por eso lo dejó el padre de tu madre? ¿Porque le daba miedo que lo arrojasen a las fieras? Teniendo pánico, supongo que lo mejor era dejarlo. Pero no fue precisamente una muestra de valor.

—Pues era muy valiente.

—Sí, claro, con el ejército romano por detrás y por delante. Pero no tanto ahora. Todo se le vuelve adorar al dios que mató al toro blanco. En compañía de los demás veteranos, para poder sentirse de nuevo en la batalla.

—Mira, Férrex: si dices una sola palabra más en contra de mi abuelo, me levanto y me voy. ¿Me oyes?

—Te oigo. Y el Vesubio también te oye. Y está sacándote su lengua roja. Ahora ya no. Te quiero, Miriam.

—Yo también te quiero, Férrex.

Y se besaron con la boca cerrada, tomados de los brazos. La gran montaña, sin que ellos la viesen, vomitó un leve reguero de lava.

QUÉ ENCANTO, ¿verdad? Amor juvenil. Sí, ya sé que el burbujeo de los jugos glandulares tiene algo que ver con el asunto, pero creo que si hubiera un Dios que comprendiese el amor, ahora desatendería un momento los trebejos de su juego, para echar una bendición. Su hijo era un experto en amor, pero Pablo, en cambio, andaba vacilante. ¿Y el resto de los discípulos? No habría resultado hacedero, transcurridos setenta y nueve años de la muerte de su maestro, ir a preguntarle a ninguno de ellos. Porque todos estaban bajo tierra. Bárbaras muertes, las suyas, casi siempre en países bárbaros. Pero no nos precipitemos.

Una tarde, mientras Julio lamentaba los estragos que le hacían los pájaros en el huerto, apareció tímidamente ante su puerta un anciano de más edad que él. Dijo:

—¿Eres Julio? ¿Es ése tu nombre?

—Para servirte. ¿Qué deseas comprar? Tengo buenos melones, cerezas, calabazas, pepinos…

—¿Me permites entrar, para que hablemos?

—Sí.

Un anciano muy añoso, tullido, harapiento, con un bastón lleno de nudos sobre el que se apoyaba para cojear.

—Sentémonos bajo esa haya de ahí. ¿Te apetece un poco de vino con agua? ¿Cómo sabías mi nombre? ¿Te envía alguien?

Se sentaron en el tosco banco de madera cuyas piezas había ensamblado el propio Julio. El vino y el agua ya habían consumado su matrimonio en una bota de cuero. El anciano bebió, no por tembloroso menos agradecido. Dijo, limpiándose la boca con la harapienta manga gris:

—Sí y no. Lo mejor será que te diga mi nombre. No es justo que te lleve esa ventaja. Matías. De Jerusalén. Me llamaban el nuevo duodécimo apóstol de Cristo. ¿Tiene todo esto algún sentido para ti?

—Pero… —dijo Julio—, eres el tío de Sara.

—Sara… —dijo Matías—. ¿Sigue con vida?

—Y con no poca. Está en casa. Vamos a verla. Se va a quedar de una pieza.

—Pero quizá no se lleve ninguna alegría. Me echaba en cara ciertas cosas. Bueno, una cosa. Fue en los viejos tiempos de Poncio Pilatos. A su hermano, y sobrino mío, lo condenaron. Había una posibilidad de soborno. Pero los nuevos nazarenos sostenían que no puede uno hacer lo que le viene en gana con su dinero. Además, no te ofendas, las mujeres charlan demasiado. Mi visita es secreta.

—Tú eres judío —dijo Julio—, y además cristiano. Ambas cosas te pueden costar la vida, dada la situación. Me figuro que habrás escapado de Roma.

—Sí, he escapado de Roma. Estoy en Pompeya porque me dijeron que aquí eran más tolerantes… Más tolerantes, de hecho, en demasiadas cosas: extrañas creencias procedentes del Éufrates, el gran negocio de los burdeles, la embriaguez, el adulterio. ¿Vive mi sobrino Caleb?

—Se fue a la guerra de Judea y no regresó nunca.

—Sí, claro, era de esperar. A luchar por el Templo. Y Esteban y Yago murieron porque no se les daba un ardite el Templo. Creo que casi todos han muerto, mis compañeros y camaradas. Y a mí se me acerca el momento. Ya he rebasado en mucho el límite natural de la vida humana. Pero, como puedes ver, estoy bastante bien, a pesar de los achaques. La voz todavía me llega adonde debe llegar. Tengo trabajo que hacer en esta ciudad.

—No. —Julio sacudió la cabeza con antañón vigor—. No hay nada que tengas que hacer aquí.

—Sí. Hay una arboleda no lejos del pie de la montaña. Adecuada para celebrar reuniones. Adecuada para romper el pan. Pero tienes que decirme dónde están los cristianos.

—Eso es algo que ni sé ni quiero saber. Me parece que te han informado mal. He sido cristiano, bautizado por el propio apóstol Pablo, pero repudio la fe. Soy seguidor de Mitra.

—Un sustituto bastante poco adecuado, si puedo expresarme así. Adoras un mito, en lugar de una realidad de carne y hueso. Dios entra en la historia de los hombres y tú le vuelves la espalda.

—No tengo más remedio que advertirte —dijo Julio, desabridamente—: más vale que te mantengas alejado de nosotros. Sara no debe saber que has estado aquí. Uno tiene ciertas responsabilidades para con la familia.

—Lo comprendo. Con toda claridad. Por eso me reúno contigo aquí, debajo de un árbol, y no en tu casa. ¿Es ésa tu casa, la de la chimenea humeante?

Estaban en los prados reconvertidos, a su buena milla de distancia. Julio asintió con la cabeza.

—A un hombre solo le resulta más fácil seguir la senda del martirio. Pero me puedes ayudar de otra manera. Dame trabajo. Puedo recoger fruta, barrer, arrancar la hierba. Ya te digo que estoy viejo, pero bastante sano. Y tengo que ganarme el pan.

—Mi yerno trabaja aquí. Hoy ha ido al circo. Los pompeyanos están orgullosos de su anfiteatro… Tan grande como el que Vespasiano levanta en Roma. ¿Trabajo? Muy bien, no hay inconveniente en que te ganes el pan. En cuanto a darte albergue…

—Sí, ya veo cuál es tu problema. Si algún día me apresan, te detendrán a ti por dar cobijo a un delincuente. Pero supongo que tendrás algún cobertizo, algún establo en que pueda meterme durante la noche, sin que tú tengas por qué reconocer que lo sabes. ¿O crees que voy a complicarte demasiado la vida?

—Te daré, so pretexto de que tú recibas. Dejaré comida y tú la tomarás. Pero pronto conocerás cristianos con sótanos bien ocultos.

—Me duele que tú no seas un amigo cristiano. Pero miro tu… tu apostasía como un lapso provisional. Has de volver.

—No lo creo.

—Julio —dijo Matías, enseñando sus escasos dientes al sonreír—, eres más famoso de lo que tú piensas. ¿Llegaste a conocer a un tal Lucas, un médico griego con dotes de escritor? Hizo una corta reaparición en Roma, buscando a Pablo, mientras yo estaba allí. Luego se esfumó, y Dios sabe dónde habrá ido a parar. Quizá a Atenas, donde tienen un obispo llamado Dionisio y los romanos no se meten con el cristianismo. Parecer ser que allí consideran nuestra fe como una especie de inofensiva forma de platonismo, si es ésa la palabra que conviene.

—Sí, sí conocí a Lucas. Él y Pablo eran íntimos. Padecimos un naufragio juntos. ¿Qué quieres decir con eso de que soy más famoso de lo que pienso?

—Lucas levantó acta de aquellos días de esplendor, para el tenebroso futuro. De lo que escribió quedaron copias, y las copias se leen. En ellas aparece el nombre de Julio. Un centurión romano, humanitario y servicial.

—¿Y cómo has podido localizarme?

—Un matrimonio romano, muy viejo, me habló de Sara y de ti. Él fabrica tiendas. Ha logrado sobrevivir, en compañía de su mujer. También tú sobrevivirás. Tienes aspecto de sobreviviente.

—No de sobreviviente, sino de haber sobrevivido. ¿Qué más da ahora? Lo que me preocupa es que sobrevivan otros.

—Lo mismo digo, supongo. Pero yo no cuento, ni tampoco, de hecho, los demás. Quedan las grandes batallas, pero ¿quién se acuerda de los soldados que en ellas perdieron la vida?

EN ROMA, todo iba bien para los romanos que rendían el debido culto a los dioses romanos, aunque fuera cínicamente. Pero estaba en preparación un retorno a los malos tiempos. Tito Flavio Domiciano, segundo hijo del Emperador (y a quien llamaremos Domiciano, a secas), no sentía, a sus veintitantos años largos, una fuerte inclinación hacia los caminos de la virtud y la prudencia. Era bebedor, tahúr y putañero; merodeaba por las calles con una banda de compinches de mala boca y un sanguinario alano de Neápolis que —con escasa originalidad onomástica— se llamaba Lupo. No se le conocía talento militar, ni tampoco en los ejercicios deportivos, aunque, eso sí, daba muestras de cierta aptitud en el manejo del arco. Un esclavo, procedente de los alojamientos imperiales, llegó un día al huerto vallado del Palatino donde Domiciano y sus amigotes se apedreaban con fruta caída, solazados por los huecos ladridos de Lupo. Al hombre no le fue permitido entregar su mensaje sin someterse previamente a una tortura de lance. Tuvo que situarse, con el brazo derecho extendido lateralmente y los dedos separados, contra un tablero blanco que habían apoyado en la pared. Domiciano tomó entonces su arco y sus flechas y, desde una distancia de varios codos, apuntó a los huecos entre dedo y dedo. No tocó carne. Sus camaradas aplaudieron como era debido, aunque sin gran entusiasmo. El esclavo dijo:

—Mi señor Domiciano…

—Ya sé, ya sé. Me espera mi imperial progenitor. Vamos, Lupo, que las dos fieras marchen juntas a presencia de la sagrada persona. ¿Para qué nos quiere?

—A ti, señor, no a tu perro. Dio instrucciones muy estrictas, que me pasaron a mí para que yo te las comunicara. No desea ver a tu perro. A ti solo, señor. Por qué, no lo sé.

—Quieto ahí. No te muevas.

Domiciano lanzó una nueva flecha, que peinó en dos mitades el cabello del esclavo.

—Algún día —dijo— apuntaré más bajo. Mucho más bajo. Ya sabes a dónde. Hablas demasiado.

Cuando se hubo ido, uno de sus amigos le dijo a otro:

—Márchanse las fieras.

—No te metas con el pobre perro.

Vespasiano daba cuenta de su frugal almuerzo, a solas en el reducido comedor de los alojamientos imperiales —muy limitados, pero, en su decir, enteramente suficientes—. Pan, queso, ajo, cerveza importada de Alejandría. Al oír los quejidos del perro, que se había quedado fuera, atado a un poste, levantó la cabeza en espera de ver llegar a su segundo hijo. Domiciano, muy peripuesto, rechoncho, insolente, entró con un saludo burlón, diciendo:

—¡Ave, César!

Luego agarró una rebanada de queso y se puso a masticarla con ruido.

—Me disgustan tus modales, hijo. Si se compartas así conmigo, saben los dioses cómo te comportarás con tus esclavos. Puedes sentarte.

Domiciano se sentó a masticar, sonriendo y, al sonreír, enseñando lo que masticaba.

—No eres muy experto en historia imperial, ¿verdad? De hecho, no eres muy experto en nada, salvo los dados y el puterío.

—También se me da muy bien el arco.

—No tienes ni idea de cómo yo, con ayuda de tu hermano, he logrado que el Imperio volviese al camino de la cordura, tras unos cuantos decenios de total desastre. Tras mí vendrá Tito. Y tú lo sucederás a él.

—Si vivo para verlo. Y si Tito vive para verlo.

—Partimos del principio de que ambos viviréis. Aunque la verdad es que no me extrañaría que algún esclavo te estrangulase en la cama. O que alguna puta te sacase a relucir una navaja… Déjalo, no diré nada más al respecto. Ya lo sé: te aburre que te hagan pensar en tus futuras responsabilidades. Tengo intención de nombrarte cuestor provincial. No te quiero en Roma. No le haces ningún bien a la reputación de los Flavios.

—No me apetece ser cuestor provincial. Quiero quedarme aquí para ayudarte, padre. Como he venido haciendo. Te he ayudado a recaudar los tributos.

—Nunca he dudado de la utilidad que representan los tributos pagados por los judíos. Todo tributo resulta útil. Pero escúchame…

—Todo tributo resulta útil cuando no va en menoscabo de la dignidad imperial, me atrevo a afirmar, padre. La gente que utiliza los urinarios públicos empieza a llamarlos «vespasianos». Eso va contra tu dignidad.

—No me importa. Es buena entrada de dinero. Y el dinero no huele. Pero, al menos, la gente que usa los urinarios se destapa las partes pudendas en privado. Tú, según me cuentan, fuerzas a los hombres a probar que no son judíos mostrándolas en público. No es correcto.

—Los judíos son el enemigo. Que no se quejen, porque peor podría irles.

—Los judíos son un enemigo conquistado, lo cual resulta ligeramente distinto. La única sal que les frotamos en las heridas es la de los tributos desorbitados. Los cristianos son otro cantar. Los cristianos desafían a nuestros dioses y escupen en los nuevos templos que yo he levantado. Y no se descubren por más que les descubras los genitales. Tienes mi permiso para perseguir a todos los cristianos que seas capaz de localizar. Pero no en Roma. Aquí podemos ocuparnos de ellos sin tu ayuda. Te voy a mandar a Pompeya.

—Quiero seguir en Roma. Todos mis amigos están en Roma.

—Ya harás nuevos amigos en Pompeya. Honestos centuriones retirados y comerciantes griegos. Y te toparás con un concejo municipal honrado, que sabrá mantenerte en tu sitio. Siguiendo mis órdenes. Pienso pedirles que me pasen informes mensuales. Si te comportas peor de lo que cabe esperar, te enviaré a algún lugar agreste y remoto. A Britania, por ejemplo. Ahora, dispon tus cosas para la partida.

Domiciano se puso en pie, cogió un migajón de queso, repitió su saludo burlón y salió con un vale. Vespasiano oyó que el perro reemplazaba por ladridos el lloriqueo anterior. Luego, el ruido se alejó hacia dondequiera que Domiciano tuviese orientadas sus malas intenciones de aquella tarde.

Pasó aquella tarde, como tantas otras —incluida la última en Roma, antes de incorporarse a su nuevo puesto—, en un garito de techo bajo, jugando a los dados con un tuerto llamado Escrúpulo, con Lupo sentado a sus pies, acezante («Dale suerte a tu amo, muchacho»). En torno a los jugadores, putas trincaban vino reforzado con mosto, ingiriendo de paso el plomo de la escudilla, hecho que, es de suponer, contribuiría en no poco a la demencia romana. Escrúpulo dijo:

—Te tengo bien cogido, señor. Subo a trescientos sestercios.

—Que sea el doble. No, espera: doble y doble y doble.

—Seiscientos sesenta y seis. El número sagrado. Muy bien, señor.

Domiciano, tras haber perdido, dijo:

—Están cargados.

—No dirías lo mismo si hubieses ganado, señoría. Seis seis seis sestercios.

—No me escupas. A él, Lupo. Muérdele.

El perro, obedientemente, se puso a gruñir, acercándose a Escrúpulo. Éste retrocedió hasta un rincón oscuro, donde lo retuvieron los espumantes colmillos. Domiciano, con tiza, apuntó la suma en el techo: DCLXVI, diciendo:

—Muy bien. Esto es lo que debo. Te pagaré cuando vuelva de Pompeya. Pero sigo diciendo que esos dados están cargados. Aquí, Lupo.

Y se marchó. Desde entonces, este número siempre ha sido el de la bestia, difundido en los escritos secretos de los cristianos en forma de abreviatura de Domitianus Casar Legatos Xsti Violenter Interficit (lo que quiere decir: el Emperador Domiciano da muerte violenta a los legados o representantes de Cristo). El acceso al cargo estaba aún por llegar —se prolonga ahora, mientras escribo estas líneas—, pero Domiciano, como más adelante veremos, ya se ensañó en la persecución cuando sólo era príncipe.

Acudió a tomar posesión del cargo en Pompeya con el perro Lupo a la grupa de su caballo, en una cesta, y con un cortejo de esclavos personales en que iba incluido el durísimo griego Amilon, hombre de gran rigidez, a quien Domiciano consideraba su secretario. Los ediles municipales le suministraron buena ración de vino y de comida, alojándolo en la residencia imperial de la calle de las Flores, que rara vez se usaba. Dedicó los primeros días, con sus noches, a correr en pos de los placeres ciudadanos. Putañeó, jugó, bebió, asistió a los juegos desde el palco imperial, adquirió una reputación de barragán dotado de peligrosísima autoridad. Cierto día, secundado por una partida de lictores, dio en perseguir a un joven a quien llamaban Keravnos por su poderosa voz. Pretendía que el joven se levantase las haldas y le mostrara la punta del pene; pero Keravnos, que tomó la cosa por broma pesada y de mal gusto, echó a correr a toda velocidad, con Lupo sobre sus huellas, y se metió en casa de Marco Julio Tranquilo, que siempre tenía la puerta abierta. Keravnos cerró de golpe y echó la falleba, oyendo los arañazos y gemidos del perro, y luego los golpes que daban los lictores con los fasces en la hoja, solicitando paso franco. Se hallaba en casa la viuda Hanna, con un nuevo pretendiente llamado Aquiles. Su conversación había discurrido del siguiente modo:

—Lo que quiero decir es que la conozco.

—¿Qué es lo que conoces?

—La soledad. Cuando murió mi segunda esposa… Pues me di a la bebida, sabes. A la bebida. Nunca es cosa buena.

—No. La bebida, nunca.

—La soledad. O la falta de mujer. Superé lo de la bebida, aunque con detrimento de mi negocio. Pero nunca logré superar lo otro. Por eso te pido que lo pienses.

—Yo siempre estoy pensando.

—Que te lo pienses. Todos tenemos derecho a nuestras pequeñas compensaciones.

—Palabras de griego.

—Es que soy griego.

—Bueno, claro, por eso hablas como un griego. Estoy siendo, ¿cómo se dice?, estoy siendo impertinente. Te ruego que me perdones. Y te agradezco que me lo hayas pedido.

—Para ser exactos, la verdad es que aún no te lo he pedido. Pero, con tu permiso, lo hago. No tienes por qué contestarme en este momento. Pongamos mañana.

—O pasado.

Fue en ese momento cuando Keravnos entró a la carrera, cerrando la puerta tras de sí.

—Los lictores —dijo, sin aliento—. Me exigen una cosa increíblemente ridícula. Y el nuevo, ese tal Dominosequé.

—Domiciano —dijo Aquiles, poniéndose pálido—. Es el hijo del Emperador.

Hubo un intento de desgoznar la puerta, mientras una especie de aullido de lobo —representación de la autoridad emanada de Rómulo y Remo— se combinaba con grandes voces viriles pidiendo que abrieran.

—Más vale…

Entonces llegó Sara de la cocina. Fue directamente a la puerta, con cara de muy pocos amigos, y descorrió la falleba. Domiciano y su perro entraron de un envión. Sara miró a Keravnos, todavía con la expresión de repulsa en el rostro, y le preguntó:

—¿Este hombre es amigo tuyo?

—No lo he visto en mi vida.

Los lictores, que no tenían ninguna mala referencia de aquella familia, se quedaron fuera, algo incómodos, a disgusto por las órdenes recibidas. Domiciano y su perro daban vueltas por la habitación.

—Soy Domiciano, hijo del Emperador —dijo Domiciano—, y vengo en cumplimiento de mis deberes imperiales. ¿Es ésta una casa judía? ¿Eres tú judío? —se dirigía a Aquiles.

—Soy griego. Sólo estoy aquí de visita.

—Luego veremos cuál es la tributación que corresponde a los griegos. Por el momento no nos interesan los hermanos incircuncisos. ¿Es tu madre alguna de estas dos mujeres? —preguntó a Keravnos. Éste negó con la cabeza. Sara dijo:

—El padre de familia está ausente por negocios. Es ciudadano romano y centurión retirado del ejército imperial. Creo que con eso debería bastarte, quienquiera que seas.

—Ya te he dicho quién soy, mujer.

—No tenemos más que tu palabra para creerte. Quienquiera que seas, no olvides que los ciudadanos romanos poseen determinados derechos. Uno de ellos es el derecho a la vida privada. Haz el favor de impedir que tu perro, o tu lobo, o lo que sea, levante la pata contra mis muebles. Y márchate, quienquiera que seas.

—Quienquiera que sea. Ya lo verás. Buenos días a todos.

Salió, no sin que Lupo dejara su venganza en el suelo. Aquiles dijo:

—Qué imprudencia. Qué gran imprudencia.

Sara soltó una grosería en arameo y fue a buscar una bayeta.

Matías, cuyo arameo nativo había dejado lugar a un griego con las vocales muy largas y las jíes raspadas, estaba en ese momento dirigiéndose a un grupo de cristianos pompeyanos. Se hallaban en la arboleda situada al pie del Vesubio, que hoy estaba en calma, limitando su acción a unos intermitentes suspiros de vapor.

—El matrimonio —decía—, esto es, el santo matrimonio, constituye un sacramento, o juramento sagrado de alianza, que cada cual rompe a su propio riesgo. Para nosotros, los cristianos, es un acto de gracia que nos une a Dios y a su bendito hijo. Cuando un hombre y una mujer entran en el sagrado estado matrimonial, se colocan frente al trono de Dios, uniéndose en un vínculo de fidelidad eterna. Engendran hijos, contribuyendo con nuevas almas a la grey del cielo…

Férrex y Miriam, cogidos de la mano, paseaban por las cercanías de la arboleda. Miriam se sorprendió al ver a su abuelo sentado en un mogote de lava vieja. Julio conocía a Férrex. Sonrió a ambos jóvenes y les dijo:

—Estoy vigilando. Es una reunión secreta.

—¿Qué clase de reunión? —indagó Miriam.

—Si queréis ver a alguien que realmente conoció a Jesucristo, está en esa arboleda, hablando a un grupo de cristianos. Supongo que se puede confiar en vosotros, ¿verdad? Estoy aquí para avisarles con un aullido de lobo en cuanto aparezca alguien sospechoso. ¿Sabéis el riesgo que corren los cristianos?

Asintieron con la cabeza. Lo sabían. Fueron dando un paseo, sin desenlazar las manos, hasta el bosquecillo; allí vieron a un hombre muy viejo que dirigía la palabra a una quincena de pompeyanos. El anciano decía:

—Es una ceremonia extremadamente santa. No se trata de obligarse por contrato civil. Es un contrato celestial, regido por los diáconos u obispos del Señor. Yo me tengo que considerar obispo de Pompeya con poder recibido del propio Dios para presidir la ceremonia y apretar el lazo sagrado. Jesucristo dijo ciertas palabras que me gustaría que recordaseis: «Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre». Es un contrato de duración eterna, entre un hombre, una mujer y el propio Dios. Que no pueden romper ni la lev del Estado ni la voluntad del hombre…

—¿Tú viste a Jesús? —preguntó una mujer.

—Soy, entre quienes lo vieron, el único que queda con vida. Acababan de nombrarme discípulo. Había dos candidatos al puesto, yo y el pobre Bernabé, que en paz descanse, y nos jugamos la decisión a los dados. El Señor se nos apareció, con llagas en las manos y en los pies, pero verdaderamente resucitado de entre los muertos, y nos pidió que predicáramos la palabra. Pero me estoy apartando del tema.

De un punto situado más abajo de la ladera llegó un aullido de lobo. El grupo se dispersó. Matías dedicó una leve sonrisa a los dos chiquillos —judía la una, celta el otro— mientras partía renqueante. Férrex le dijo a Miriam:

—Bien, ahí lo tienes: matrimonio.

—Matrimonio cristiano.

—De lo que no cabe duda es de que se lo toman en serio.

Y entonces Férrex añadió:

—Dicen que estoy preparado. Dicen que puedo actuar en algún combate de categoría inferior, en los próximos juegos. Dicen que ya me puedo considerar gladiador. Ha terminado mi período de aprendizaje. Ya puedo instalarme en los alojamientos principales. Pregunté por los alojamientos para casados.

—Oh, no.

—Eso mismo me dijeron. Bueno: se rieron, diciéndome que los gladiadores no se casan, que cada noche disponen de una mujer diferente, y que las mujeres se pelean por tal privilegio, incluidas algunas señoronas de muy alta cuna.

—Pero eso es espantoso.

—Pues lo dicen. Yo les dije que estaba enamorado, y no todos se rieron. Uno de ellos afirmó que no había mal alguno en amar a alguien, mientras ello no interfiriera en los entrenamientos, pero que casarse es ya harina de otro costal.

—¿Qué quiso decir?

—Y uno de los gladiadores me dedicó un ruido como de chupar algo. Eso tampoco lo comprendí.

Domiciano no comprendía el signo que uno de los lictores acababa de pintarle con carbón en la pared blanca de la oficina municipal.

—Una cruz —dijo Domiciano—. Yo creí que usaban una cruz.

—¿Quieres decir una ji griega? No, eso es contraseña de mendigos. Marcan las casas en que les han echado una mano, sea en dinero o en comida. Es la primera letra de jeire, que significa mano. Y ellos echan también una mano a los otros, ¿comprendes? No, lo que has visto otras veces, más en Neápolis que aquí, es el dibujo de un pastor, que no es fácil de hacer, o de un ancla, o de un pez.

—¿Por qué un pez?

—Porque pez en griego se dice ichtus, y las letras de esa palabra se corresponden con las iniciales de Iesous Christos Uios Soter. ¿Te das cuenta, señor? La primera vez que lo vi fue en las paredes del mercado íctico, que los ignorantes llaman mercado de pescado íctico. En Neápolis, digo. En Pompeya no quedan demasiados. No encontrarás muchos signos de ésos por aquí.

—Pues el pez ése lo he visto hoy.

—¿Dónde, señor?

—Vamos a sacarlos de sus madrigueras.

Sara andaba en busca de Julio. Había, cerca de la desvencijada cancela del huerto, un abrigaño donde se recogía el borrico de Hanna y Caleb, que era joven cuando ellos llegaron, pero que ya iba para viejo. De vez en cuando, Julio se sentaba allí a cortar rodrigones para las plantas. Halló al burro, comiendo paja, y, sentado en un montón de lo mismo, a un anciano que intentaba anudar dos palos para fabricar una cruz. Se miraron, él sonriendo sin saber qué hacer.

—¿Quién eres? ¿Qué estás haciendo aquí?

—¿No me reconoces, Sara? —Ella frunció el entrecejo, desconcertada—. Yo sí que te reconozco. Te reconocí en cuanto te eché la vista encima, en el mercado. Pero no dije nada.

—¿El tío Matías? No es posible. El tío Matías se hizo nazareno. Está muerto, todos están muertos.

—Debería estarlo. Habrá que decir que he tenido suerte. Pero sigo en la fe. Por eso será mejor que no me reconozcas, Sara. Un viejo que hace chapucillas y que duerme en el establo. No quiero crearos problemas. Pero me preguntaba cuánto tardarías…

—Dios Santo —dijo Sara; con fuerza y decisión—, ¿vamos a pasarnos toda la vida aterrorizados y con toda clase de precauciones, cuando no nos persiguen? ¿No hay sitio en este mundo donde los hombres puedan pensar y hacer lo que quieran, sin que nadie les vaya detrás con leyes y espadas y hachas? Vente a casa, tío Matías. Una persona de mi propia sangre no puede dormir en este pesebre.

—No, déjame aquí. No os pongáis Julio v tú en más peligro del que va estáis corriendo.

—¿Cómo Julio? ¿De qué conoces tú a Julio? ¿Ha sido él quien te dijo que te albergaras aquí? ¿Por qué razón está Julio en peligro?

—Él se dedica a vigilar mientras los cristianos nos reunimos. Es mucha bondad y mucha valentía por su parte.

—Julio —sonrió ella amargamente—, el que se lavó en la sangre del toro blanco. ¿Lo has vuelto a arrastrar con los nazarenos?

—No, no está con nosotros. Lo que ocurre es que se pone al lado de los perseguidos. Eso es todo. No utilicé la persuasión.

—Vente a casa inmediatamente.

—Deja que me lo piense. Tengo una cita concertada aquí. Una pareja joven. Quieren que los case. Tengo que explicarles que no pueden acceder al matrimonio cristiano sin pasar por la fe cristiana. Y con ellos sí que me inclino a usar de la persuasión. Pero en sentido contrario. No quiero que se bauticen. Son demasiado jóvenes para el martirio.

Hasta el día siguiente no reunió Matías el valor y fue un valor por mano interpuesta para acudir a casa de su sobrina. Admiró los signos de muy modesta propiedad, la barrida y fregada y muy judía limpieza. Encontró en casa no sólo a Sara y a Julio, sino también a la viuda de su sobrino Caleb v a su sobrina nieta Rut, con su marido Demetrio, un rubicundo joven con porquería en las uñas. La mesa estaba dispuesta: platos, vasos para vino, pan cortado en rebanadas, una jarra pompeyana cuya asa era el cuerpo contorsionado de un joven atleta, sopa de vegetales humeando en su sopera.

—Tú, tío Matías, que es como debo llamarte —dijo Julio—, ocupa la cabecera.

Tomaron asiento. Matías dijo:

—Aquí me tenéis, a mí, cristiano que soy, presidiendo una mesa de variadas religiones. Hanna y Sara, quienes, si no me equivoco, tienen poca fe…

—Ninguna —dijo Sara—. Sólo creemos en algo muy sencillo e imposible de conseguir. Seguir nuestro propio camino.

—¿Ofendería a los aquí reunidos —preguntó Matías— si procediese a partir el pan en la forma en que me enseñaron a hacerlo?

Hubo un silencio un tanto embarazoso. Sara dijo:

—Si ello te complace, tío Matías, no veo en qué puede dañarnos a los demás.

—Bien, pues entonces… La noche anterior a su muerte, el Señor tomó el pan en sus manos y lo rompió, diciendo: Éste es mi cuerpo, comedio en memoria mía.

Pasó el pan. Sara no comió. Hanna mordisqueó un poco. Rut dijo:

—El cuerpo desmembrado de Osiris. Lo tomaré.

Julio no pudo comer. Cuando llegó el vino, Sara dijo:

—Esto lo tomo como vino. El vino es siempre vino.

—La sangre derramada de Osiris.

Julio musitó:

—Señor mío y Dios mío.

Se oyó fuera un truculento ladrido. Echaron la puerta abajo. Esta vez sí que entraron los lictores, precedidos por Domiciano en principesco atavío. Domiciano dijo:

—Tenéis ante vosotros a la Roma imperial, hijitos. En busca de judíos evasores de tributos. Tú, viejo. Ya te había echado el ojo. ¿Sabes algo de peces?

Julio, puesto en pie, dijo:

—Ésta es una casa romana, señor. En ella damos temporal cobijo a un anciano sin trabajo, sin pan y sin techo. No estamos infringiendo ninguna ley.

—Tú, el viejo: ¿cómo te llamas?

—Matías.

—No es un nombre muy romano. Cogedlo. Y tú, como te llames…

—Marco Julio Tranquilo, centurión retirado, ciudadano de Roma.

—Tienes unas cuantas cosas que explicar. De los demás ya me ocuparé más adelante. Venga, vámonos.

Matías, aconchado contra la puerta a golpe de fasces, se abstuvo de bendecir a los presentes. Sara escupió. Domiciano prefirió ignorarla.

Como ignoró a Matías y a Julio hasta el día siguiente, que coincidió con el de la presentación de Férrex en los juegos. Férrex vomitó por la mañana, pero a mediodía estaba recuperado. Matías y Julio pasaron hambre en su celda hasta que los convocaron al cuarto de interrogatorios de las oficinas cuestoriales. Allí se encontraron con Domiciano, sentado lánguidamente, con su corto arco y sus cortas flechas al alcance de la mano. Rusticano, el prefecto, se disponía ya a poner en marcha el procedimiento normal de interrogatorio. Estaba esperando que Domiciano le dijera…

—Puedes proceder.

—¿Nombre?

—Matías bar Yacob.

—¿Lugar de nacimiento?

—Jerusalén, provincia de Judea.

—¿Reconoces ser judío?

—Nací judío. Pero no practico el judaísmo.

—¿Qué clase de vida llevas?

—Date prisa —dijo Domiciano—. Tengo que asistir a los juegos.

—¿Qué clase de vida? —dijo Matías—. Impecable, creo. Nadie que yo conozca me mira con ojos de reproche.

—Dices que naciste judío pero que no practicas el judaísmo. ¿Qué religión practicas?

—El cristianismo.

—Cuestor —dijo Rusticano—, la situación ha cambiado. El interrogatorio ya no se refiere a si este hombre es o no es judío.

—Bueno, digamos que la condena será por partida doble, ¿o no? —dijo Domiciano—. El interrogatorio se centra ahora en su adscripción a una creencia condenada por el Estado romano. Pero date prisa.

—¿Qué doctrinas practicas?

—He tratado de familiarizarme con todas las creencias admitidas por los hombres. Pero sólo me he identificado con las verdaderas creencias de los cristianos, por mucho que éstas puedan disgustar a los defensores de doctrinas falsas.

—¿Hay, aparte de ti, otros cristianos en la ciudad de Pompeya?

—Los hay.

—¿Te reúnes con ellos?

—Me reúno.

—¿Dónde celebráis vuestras reuniones?

—En sitios diversos.

El fino oído de Domiciano percibió el ajetreo de los ciudadanos camino del anfiteatro.

—Date prisa, hombre. Los juegos están empezando va.

—¿Qué es eso que llevas en la mano?

—Una cruz de madera. El símbolo de mi fe. Mi maestro murió en una cruz.

—¿Qué dice la inscripción?

Pater noster. Padre nuestro. Es decir. Dios mío.

—¿Crees que tras la muerte viene la resurrección?

—Creo.

—Si te flagelan primero y te decapitan después, ¿crees que subirás a un lugar denominado cielo?

—Me consta. Quienes aquí abajo llevan una vida justa serán recompensados con la vida eterna.

—Es decir, ¿crees que subirás al cielo?

—No lo creo: lo sé.

—¿Estás dispuesto a ofrecer sacrificios a los dioses romanos, de conformidad con las leyes de Roma?

—No puedo. Tales dioses son de fábrica humana. No puedo adorar dioses de piedra, ni de madera, ni de metal. No hay más que un Dios verdadero.

—Quienes se niegan a hacer sacrificios a los dioses han de ser flagelados primero y ejecutados después, de conformidad con las leyes. Estás condenado.

—Así sea.

Domiciano se levantó. Dijo:

—Matías, ¿cuál es tu mano de la suerte?

—¿De la suerte? No te entiendo.

—Veo que tienes eso, la cruz, en la mano izquierda. ¿Es la mano que usas para coger las cosas?

—Sí.

—Muy bien. ¿Te gusta jugar?

—Sigo sin entenderte.

—¿Tienes suerte con los dados?

A Matías se le escapó una breve sonrisa antes de contestar:

—La tuve, hace muchísimos años.

—Muy bien. Pues te voy a dar una oportunidad, Matías. Toma estos dados y arrójalos.

Se sacó de la faltriquera unos huesos blancos, tallados y con puntos negros. Los echó sobre la mesa.

—Si sacas más de cinco, correrás el albur de mi puntería con estas flechas. Si sacas menos, morirás al instante, con tu viejo cor cordium atravesado por una saeta.

—No se debe jugar con…, bueno, digamos con el destino.

—Cógelos y tira.

Matías vio a Pedro y a todos los demás, observándolo; con mayor atención que ningún otro, Bernabé. Tomó los dados. Hubo un perceptible temblor subterráneo y entró por la ventana abierta el olor del azufre.

—No es nada, señor —dijo Rusticano—. A veces tenemos movimientos de tierra. Pero pasan en seguida.

—Tira.

Matías tiró. Seis.

—Pon la mano contra la pared aquélla y separa los dedos. Que sea tu mano de la suerte.

—Esto —dijo Matías— es una locura.

Pero obedeció. Domiciano reculó sus buenos tres pasos antes de echar a volar las flechas. Dos de ellas rebotaron en la pared, pero ninguna tocó carne.

—Qué suerte la tuya, Matías. Increíble. Pero a veces no basta con la suerte.

Lanzó una saeta directamente al corazón del anciano. Se clavó en lo hondo: fue cargándose de rojo el viejo manto gris de Matías. Julio acudió a su lado mientras se desplomaba.

—Tú, el centurión romano: ¿eres también cristiano?

—Sí, lo soy.

—Bien. Dejaremos tu interrogatorio para después de los juegos. Tiradlo a una celda cualquiera.

El suelo volvió a temblar. Arribaron vaharadas de azufre. Domiciano salió al patio. El Vesubio eructaba un áureo fuego, babeando roja lava. El perro Lupo, apersogado a un poste, aullaba amargamente, con el rabo entre las piernas.

—Corre tu suerte —dijo Domiciano, dándole unas palmaditas mientras lo liberaba. El perro huyó con las extremidades mal coordinadas, lloriqueando. Domiciano se precipitó hacia las cuadras, donde los mozos estaban como paralizados por el pavor, con los ojos fuera de las órbitas. Se nos viene encima. Los caballos coceaban, con las crines revueltas y los ojos llameantes, relinchando, cubiertos de sudor.

—El picazo, rápido.

Domiciano galopó solo hacia levante. Viviría para ser Emperador: quedaban muchos corazones por atravesar antes de que él muriera.

Humo, fuego y lava. Pulmones desbordados, toses. Un negro palio comenzó a levantarse sobre la serenidad del día. En el anfiteatro, diez mil pompeyanos vieron henchirse el terreno, oyeron los estampidos, vieron cernirse el palio negro. Gritaron, aullaron, se aplastaron entre sí. Férrex dejó caer la espada y echó a correr. La montaña vomitaba interminablemente. Aire espeso, viciado, pálido sol de vez en cuando transluciéndose. Desde lo alto de la montaña, la calzada de lava abrasadora llegó a las calles y se desparramó por ellas.

Me complazco —si en algo todavía puedo complacerme— con una figuración de Férrex v de Miriam por entre el humo, trepando sobre derrumbes de ladrillo con altos penachos de polvo. Un borrico, huido de la cuadra, ha estado a punto de ser descabezado por la caída de una pared. Férrex y Miriam descubren al borrico; Miriam monta; acaso se hayan anticipado al vínculo y ella esté embarazada. Para mayor refinamiento, hagamos también que encuentren la cruz de Matías, con el Pater Noster en el travesaño. Luego se alejan corriendo del desastre, con la esperanza a cuestas. No creo que tal cosa haya sucedido. Uno a veces espera, en cierto sentido, sin esperanza. Ojalá esa montaña fuera mi cuerpo, descargándose de la vida. Pero me toca aguardar.

Todos se han ido. Accio y Acerronio Próculo y Aquiles, asfixiados bajo el peso de un techo desplomado. Cayo Acilio y Aviola Acilio y Glabrión Acilio, pisoteados. Paulo Emilio, con una visión de Eneas arrastrando a Laertes por las tambaleantes ruinas. Afranio y Agripa y Tito Ampio, corriendo, con los brazos en alto, silueteados por el fuego. Los Equículos, cayendo en la lava ardiente. Anona y Antistio, en la cama juntos, descerebrados por las vigas. Aponio y Ántilo y Aniceto, sorprendidos con las copas en alto, bebiendo fuego por la fuerza. Epicado Asinio a horcajadas sobre el cuerpo de Asilio, con la espalda rota por una cornisa. Un sacerdote invocando a Osiris, otro a Mitra, un diácono de Nuestro Señor Jesucristo. Julio agonizando con un Señor mío y Dios… en los labios. Hanna y Sara atosigadas por los venenos que el aire lleva. Bálbilo y Bíbulo y Bloso, sin haber logrado pronunciar el nombre de la Bona Dea, rápidamente trocados en sedimento. Cesonio Prisco, atropellado por Casio Longino. Cornelio Fusco y Corvino y Cremucio y Clodio y Sálvito y Licinio y Marco Curcio, atrapados desnudos en los baños, viendo con sorpresa un sólido río humeante bandeando en el agua y elevando su temperatura hasta límites que nunca habían experimentado. Drusila, pariendo con la ayuda de Domicia, el niño a punto de emerger en el infierno. Ennia Neva, sofocada en el aire dorado y negro. Flavia Domitila… No: Flavia se halla en Roma, ilesa hija de Vespasiano. Furio Máximo, con una pierna rota, arrastrando su dolor hacia un lugar seguro que insegurísimo resulta. Fonteyo y Gabinio, leyendo poemas mientras el Vesubio los brama, marcando los ritmos con el pie. Galión, Quinto o Marco, a tropezones, con una antorcha por un pasadizo subterráneo que se derrumba por ambos cabos, mientras va infiltrándose el veneno. Haloto y Asdrúbal y Hécuba y los visitantes helvéticos, nadando en olas encendidas, dando una última brazada hacia el incendio definitivo. Hortensio y Hermógenes, a salvo en una profunda celda, si no fuera porque un bloque de piedra les cierra la salida que antes, para su delicia, había quedado expedita al desgoznarse la puerta. Isidoro, perpetrando el colmo del cinismo. Jano Quirino, sin saber a qué lado acudir. Julio Marato y Julio Saturnino y Julio Vestino Ático y Julio Víndex y Julia Calvina, escalpados por dedos como brasas, desdentados por garras de incendio. Laberio y Labieno y Lacto y Livio y Lolia y Lolio y Luceyo, comiendo sobre las hojas bajo los amenos chopos, junto al rumor de los guijarros, viendo venir guijarros como rocas y rocas como fuego que los aplasta. Macrón y Marcia Furnila, corriendo hacia el niño y el aya que habían dejado en casa, encontrando la casa reducida a polvo, polvo pronto ellos mismos. Mummia y Mucia, pasando derechamente de la siesta del borrego a la siesta del óbito. Nonio y Norbano y Novio Níger y el viejo Ninfonio, comiendo lava caliente, viendo el topetazo rojo del triunfo volcánico en una oscuridad súbitamente barrida por el viento cálido, sin ver ya nunca la oscuridad exterior. Las hermanas Oculata, resignadas a su suerte, rígidas, con los brazos echados entre sí, viendo venir la devastadora riada. Odiseo y Edipo y Enone, vueltos hacia el fuego celestial, enorme, ardidos en nubes como sudarios yertas, llamando a la esposa, a la madre esposa, a Paris. Orestes perseguido. Paconio y Pacuvio y Peto y Palfurio y Palante, oyendo altísonas flautas de Pan en las más recónditas estancias de sus cerebros, mientras boquean en el último aire de azufre y alquitrán. Pedio, solazando a Febe y a Filis al mismo tiempo, sodomizado por la tremenda astilla de una columna de madera, en un burdel del centro. Pitolao, oyendo cómo la voz de Platón le dice que sólo las ideas son reales. Prueba con este dolor. Platón… y no más dolor. Plautio y Pólux y Pompeyo y los Psilos, con sus serpientes encantadas retorciéndose en vientos extraídos de las vísceras terrenas. Priapo desfalado. Proserpina fría en el infierno. Ptolomeo acordándose de su profecía del final por el fuego, sólo atañente a Alejandría. Pirro la víctima. Rómulo aullando, amamantado por ubres de candela. Rubria con el cuerpo rubro, momentos antes de la combustión definitiva. Ruscio y Rutilio, embalsamados mientras vociferan, resuelta para siempre su disputa. Salo, en su última pesadilla, rezando a Saturno, dios de la salud senil, que se consigue por el empleo liberal de la sal marinera, mientras raptaba a las sabinas con el aplauso de los salios, sacerdotes cantores. Salvidieno, llagándose el propio rostro. Escipión devorado por un África ígnea, rebosante de escorpiones. Selene en su intento fallido de izar a Semíramis hasta la luna. Espiculo lapidado por Estéfano, y lapidados ambos por los últimos pedernales. Estatilio embestido por un toro tan grande como una isla. Sulpicio en un patíbulo de mármol derretido. Teógenes sin ver cielo alguno —porque todos ardían y las estrellas eran pavesas— para sus lamentaciones. Por no mencionar a los Tesalios, a Trioptólemo, a los Vinios, a los visitantes vonones. Luces apagadas, ruina de los tiempos, madre nuestra que también nos matas, deidad que se desentiende, y todo concluye: figuración del fin: nada ha ocurrido.

Entre cabras que triscan, con sus múltiples ubres. Sadoc, hijo de Azor, sufre espantablemente. Brotó una idea y, una vez florecida, dio en morir: el sol se eleva sobre circuncidados Alpes: los zorzales helvéticos despliegan sus gargantas. Y él aguarda un final diferente.