INICIÉ ESTA crónica en el transcurso de una primavera tardía, insólitamente lluviosa; y llevo trabajando en ella, con los flacos resultados que el lector ha podido apreciar, todo un verano insólitamente caluroso. He padecido amargamente las picaduras, de un insecto que en griego llamamos kounoupi, y en arameo yitusch: mientras mi mano derecha, hinchada como una pelota roja, garrapatea signos griegos y arameos, la izquierda se dedica a rascar —hasta la sangre— los desnudos tobillos. He tenido problemas respiratorios: me despertaba acezante, en la oscuridad, rogándole a algún dios o algún demonio que me liquidase de un buen porrazo, no tanto para acabar con mi vida como con esta angustia de empeñarse en nutrirla con bocanadas de lo invisible. También el estómago me ha dado la lata, haciendo que el vino, su alegría, se me tornara acedo, y obligándome a acudir, rugiendo, a cierta fuente burbujeante que hay en Savosa y que —como debería haber supuesto— seca había quedado con el seco verano. Apenas si he comido otra cosa que pescado asado, procedente del lago, y miel con pan negro, adquiridos en el mercado de Lucano; y de poco provecho me ha resultado tan elemental dieta. Hoy empieza el noveno mes, que llamamos séptimo, con un calor rabioso en el que no se detecta promesa alguna de templanza otoñal, aunque me consta que no tardaré mucho en tener que lamentar el frío de las mañanas y de las atardecidas. Ni el frío ni el calor nos complacen: si el uno nos aflige, añoramos el otro. Sueño con que la puerta de la muerte me dé acceso a una tranquila pradera verde, bañada por el ligero sol de abril; y en ella permanecer para siempre, sin incordios ni otra compañía que la de un asno paciendo a mi vera.
No es de recibo, sin duda, que los lectores vengan obligados por el autor a mantenerse al corriente de la condición física de éste: la mano del escritor ha de considerarse mero instrumento abstracto, y lo mismo los entresijos de sus nervios, sus músculos, la sangre y la digestión, que algo tienen que ver con él manejo de la mano. Sólo cuentan las palabras del autor, aunque también a ellas se les pueda levantar achaque de barrera (admitida a regañadientes, como necesaria) entre el lector y lo que lee. Por así decirlo, el autor, en su calidad de sujeto de vida y de padecimientos, se sitúa en paralelo con lo que escribe. No nos interesa averiguar en qué estado se hallaban las tripas de Virgilio mientras redactaba este o aquel verso de la Eneida, como tampoco tratamos de relacionar los poemas amorosos de Catulo con sus achares personales. Y, no obstante, cabe que la maquinaria se descomponga, como, para cólera de Domiciano, sucedió en Roma con la hydraulis, el año pasado, durante el desarrollo de los juegos. Ningún autor puede acometer una tarea de largo alcance sin preguntarse si llegará a verla terminada. Si no le falta el sentido común, se apartará, por mor del trabajo, de toda ocasión de peligro, negándose a nadar —no sea que le dé un calambre y que se ahogue— y alejándose de las riñas tabernarias y del marisco. Pero la muerte, que en eso se parece algo a Dios, es muy aficionada a las bromas: puede acechar en cualquier partícula de polvo que yazga al borde de la mesa. El incauto autor, recluido y a salvo en su celda de trabajo, se atraganta con el hueso de la ciruela que iba a servirle de refrigerio, o se encuentra con que la vida, harta, sin previo aviso, del ritmo que le marca el tambor del corazón, lo abandona cuando se pone de pie para desperezarse. Y cae derrumbado para siempre, leyendo, con amargura, mientras se le va hundiendo la cabeza por debajo del nivel de la mesa, una frase inacabada que inacabada ha de quedar.
Perdóneseme esta tétrica digresión. En vez de desperdiciar una hora de trabajo lucubrando sobre si dejaré o no dejaré inconclusa esta crónica, más me valdría proseguir con ella, valorando preciosamente el tiempo. Acabo de darme cuenta, no obstante, de que me resisto a escribir sobre el Emperador Cayo Calígula (cuyo cumpleaños, que fue ayer, espero y deseo que haya sido objeto de olvido universal, o, por lo menos, que nadie lo haya recordado sin un estremecimiento). He sacado a relucir mi dispepsia, mi lobreguez filosófica y mi disgusto ante los agobios estivales, para posponer la indispensable relación de un reino desventurado. Aplacemos, pues, hasta mañana nuestra primera visita común a la ensangrentada ciudad del Tíber, metida en más sangre aún por culpa de su nuevo amo; y vamos a achicharrarnos juntos en un pueblo, no lejos de Jericó, donde, por suerte o por desgracia, vinieron a entrar en contacto dos buenos chicos que ardían en ideales enfrentados.
Felipe, el nazareno grecojudío del pelo flamígero, se disponía a emprender su misión evangélica en Samaría. Poco antes del mediodía de una jornada abrasadora, llegó sin fuerzas al poblado de Mamir, a un par de leguas de Jericó, con el contento de hallar cobijo bajo la ancha copa de un árbol de la lluvia, en el aledaño de una tabernita. Tomó asiento, depositó en el suelo la bolsa de viaje y pidió una hogaza pequeña y una jarra de vino a la sirvienta de generosa pechera que acudió a atenderlo desde la cocina al aire libre. La mujer se extrañó de su dorada galanura y de su acento, en los que se combinaba Judea con las ancestrales islas de la Hélade… Estaba Felipe partiendo el pan y saboreando el vino, en práctica personal del culto de unión con su divino maestro, cuando salió Caleb el zelota del interior de la taberna, lo vio, le pareció conocerlo, por lo menos de vista, se aproximó sin timidez alguna a la mesa y el banco alabeados por el sol, y, con un shalom, tomó asiento. Ambos jóvenes se miraron con recelo. Felipe recordó por fin el nombre del otro. Los actos subversivos de Caleb en Samaría habían perdido actualidad frente a otros sucesos más recientes y más clandestinos. Caleb había visto a Felipe por Jerusalén, pero no sabía quién era ni a qué se dedicaba. Jerusalén era una gran ciudad, repleta de gente.
—¿Qué hay de nuevo por Jerusalén?
—Están persiguiendo a los nazarenos de habla helénica —dijo Felipe—. Yo me libré por pura suerte. Traigo a Samaría la palabra de Dios. Algo que, a juzgar por cómo tuerces el gesto, no te parece digno de aprobación.
—¿Quiénes se dedican a perseguiros? ¿Los romanos? No, claro: los nazarenos hacéis reverencias a los romanos. Poner la otra mejilla y amar al enemigo.
—Es cosa de un romano en concreto. Judío, para más señas.
—Saulo de Tarso. Mi antiguo compañero de estudios. Se enardecía mucho con los nazarenos. Y ahora los persigue. Bueno. ¿Conoces a un hombre que se llama Esteban?
—Lo conocí.
—Buena persona. La verdad es que le debo la vida… ¿Conocí? ¿Por qué hablas en pasado?
—Esteban ha muerto. Lo lapidaron hasta darle muerte. Por ser judío de habla helénica.
—¿Fue Saulo?
—Sí. Se puede decir que sí.
—Y ¿qué ha pasado con la familia de Esteban?
—La madre y el padre son buenos hijos del Templo —Felipe escupió esas palabras con alguna amargura; y añadió—: Ah, ya veo: estás preguntando de manera indirecta, con discreción y, tal vez, con algo de miedo. Lo que quieres es saber de tus hermanas. Los soldados las pusieron en manos del procurador Pilatos. Pilatos se las mandó de regalo al Emperador, junto con unos cuantos camellos y caballos y un cargamento de dátiles e higos secos.
—¿Y mi madre? —preguntó Caleb, sin demudarse aún.
—Oí decir a Esteban que la madre de Caleb había muerto, y que había sido enterrada con toda discreción. La expresión de tus ojos y la palidez de tu rostro me dicen que te estás echando la culpa de lo sucedido.
—Tendría que haberlo pensado antes.
—Pocas cosas haríamos en el mundo, si siempre tuviéramos que poner el pensamiento por delante de la acción. Aunque la verdad es que casi todos nuestros actos resultan inútiles. Según ha llegado a nuestros oídos, incitaste a los samaritanos a la rebelión. También sabemos que ésta fue aplastada. El resultado de todo ello supongo que lo conoces: Pilatos ha dejado de ser procurador de Judea. Vitelio lo mandó llamar…
—¿Quién es ese Vitelio?
—El legado de Siria. A Pilatos lo han pasado al retiro antes de tiempo. Parece que metió la pata al tratar de saquear el templo del Monte Gerizim.
—Te has puesto bastante al corriente de los asuntos de Samaría.
—No está de más saber algo de la gente a quien pretende uno convertir.
—Desde cierto punto de vista, tus amigos o tus superiores han hecho una buena elección contigo —dijo Caleb—. No pareces hebreo.
—A saber en qué consiste eso de parecer hebreo.
—Aquí detestan a los hebreos. A mí me aceptaron porque tenía la espalda cubierta de marcas de latigazos. La simple mención del Templo de Jerusalén los hace echar espumarajos. Ándate con ojo.
—Es extraño —dijo Felipe—. Y me pregunto si nuestro maestro lo tenía previsto. La fe nazarena ya se está escindiendo. Esteban recibió condena por menospreciar el valor del Templo y todo su hierático orden. Pero Pedro y los demás todavía son vistos como buenos hijos de Abraham y de Moisés.
—Ya os habéis escindido —asintió Caleb—, y más que os vais a escindir. No hay en vosotros nada robusto, ninguna unidad. Os falta una fuerza central que os aglutine. Vuestra postura ante Roma no es correcta. Sois tan malos como los saduceos.
Felipe esbozó una sonrisa:
—Y ¿cuál es vuestra postura, ahora que os habéis librado de Poncio Pilatos?
—Que no nos agarre el próximo procurador, quienquiera que sea. Eso, para empezar.
—Corren rumores de que vuestro sueño podría cumplirse sin cuchilladas ni alborotos. Van a nombrar rey a Herodes Agripa, bajo la clientela de Roma. Se acabaron los procuradores.
—Un rey cliente no pasa de procurador disfrazado —dijo Caleb.
Caleb miró, sin verla, la animada calle: un camello, con gran altivez, se desprendía de sus cagajones del color de la arena; mujeres acarreando canastos, tapadas hasta los ojos, pero con gran viveza en éstos; una muchacha que, con los dientes y los ojos trocados en diminutos puñales, peleaba por alguna cuestión relativa al orden de precedencia para extraer agua del pozo; un anciano que, llevado al sueño por la cogorza, dormía bajo una agrupación de palmeras polvorientas.
—Tengo que golpear en el centro mismo —dijo Caleb.
Felipe, con nazarena ternura, rescató a una avispa que trataba de nadar en círculos, a contracorriente de un enjambre de gotas embriagadoras, en su copa de vino medio vacía.
—¿Te refieres a Roma? —preguntó.
—Lo primero es lo primero, tienes razón. He de ir a Roma. Me figuro que a mis hermanas las habrán enviado a Roma, capital de la esclavitud imperial. Ese primer golpe en el centro será también el que las libere a ellas. Si siguen vivas.
—Si no me equivoco, los esclavos del Emperador están a salvo de malos tratos —dijo Felipe, a su desapasionada manera helénica—. Quiero decir, durante el viaje bajo las escotillas y mientras van arrastrando las cadenas de la cuerda de presos desde Putéolos, o dondequiera que los desembarquen. O sea, que no las azotarán ni las violarán. El propietario espera que le lleguen con la piel intacta y con aspecto saludable. Lo que suceda luego dependerá del temperamento del propietario. Y estamos hablando del Emperador, que ya no es el desdichado loco de Tiberio, sino el cuerdo y muy querido Cayo, el de las caliguitas.
—Parece que en estos días están llegando a Jerusalén noticias buenas y frescas.
La avispa, sin fuerza en las alas húmedas, andaba dando tumbos por la mesa. Caleb se imaginó en Roma, ciudad de la que sólo conocía sus propias visiones fantásticas: palacios de mármol con escalinatas de mármol primorosamente talladas; jardines de plátanos y pinos y adelfas, cerrados a la chusma; señoras con depredadores rostros sin velo; viviendas hechas de madera, fácilmente combustibles; gigantescas efigies de dioses falsos. Se vio vagabundeando por las calles de Roma: extranjero que hablaba aceptablemente bien el griego, pero mal el latín, sustentándose de la fruta estropeada y los repollos con gusanos que desecharan los tenderos de unos mercados monstruosamente enormes, bebiendo de magníficas fuentes. Los judíos se congregaban, todos los sábados, en las numerosas sinagogas; tales ocasiones aprovecharía Caleb para soltarles su arenga sobre la libertad de Israel; asestar el golpe —sin tocar al Emperador, por el momento—, pero dando muerte a los funcionarios griegos, enemigos metafóricos de los judíos. No parecía factible. Habría por todas partes hombres armados y con loriga, hablando todas las lenguas del pérfido Imperio, alertas a la disidencia. Imposible, sí. Pero le alegraba la idea de disponer, al menos, de un pequeño foco de acción: liberar los tobillos y los lóbulos de sus hermanas de las ajorcas de cobre de la esclavitud constituía un acto de piedad que ni siquiera los romanos dejarían de aprobar, aunque se vieran brutalmente forzados a castigarlo. Lo primero es lo primero. Felipe dijo:
—Golpear en el corazón. Era mejor la actitud de Esteban.
—Morir está al alcance de cualquier mentecato —replicó Caleb, mientras veía su propia muerte, la arremetida de cinco o seis lanzas romanas—. Los nazarenos no vais a conseguir nada.
—¿Nunca se te ha pasado por la cabeza —dijo Felipe— que la decadencia del Imperio puede haber empezado ya? Porque la fuerza no engendra sino fuerza. Hay un terrible vacío que alguien o algo tiene que llenar.
—Sólo nosotros podemos llenarlo —dijo Caleb—. Costó mucho tiempo alcanzar la visión plena del Dios único. El mundo entero tendrá que adorar a Jehová. Jerusalén es la capital del auténtico imperio por venir. Y en el corazón de la capital late el corazón del imperio, que es el Templo. Así tiene que suceder.
—Arietes —dijo Felipe—. Pellizcos de oro y de plata. Las manos del hombre bien pueden derribar lo edificado por el hombre. Creo que somos nosotros los que tenemos razón. Estoy seguro.
Pero se alargaba con el vino, antes de abrirse por el polvo hacia la capital de Samaría.
CONOCÍ, EN SU EDAD provecta, a un tal Livio Silano; el cual, habiéndose situado, con toda clase de precauciones, en el centro mismo de los asuntos de Roma —en su calidad de abogado eficaz, aunque no brillan— te—, fue testigo de todo el breve reinado de Cayo y levantó acta del momento en que la locura se impuso a la moderación.
—Recuerdo —me contó— el día en que Cayo dio escolta al cuerpo de Tiberio desde Miseno a Roma. Iba de riguroso luto y mantenía una compostura de enorme tristeza. Pero la plebe lo vitoreaba de tal manera, que el cortejo fúnebre más parecía un triunfo militar, como si el joven y lloroso Cayo acabara de someter algún reino tenebroso. Le lanzaban, a gritos, unos piropos increíbles. Lo llamaban cariñito, retoño imperial, hijo nuestro que nuestro padre eres, lucero de oriente y de occidente, polluelo que pronto serás águila, y demás alabanzas por el estilo. Da verdaderas bascas recordarlo. Yo estuve entre los ciudadanos que, a pesar de no haber recibido autorización para ello, nos abrimos paso hasta la curia senatorial para ser testigos de cómo anulaban el testamento de Tiberio, confirmando a Cayo en el poder absoluto y desoyendo por completo las reclamaciones del coheredero, Tiberio Gemelo. Las celebraciones fueron de una peligrosa exageración; nada menos que el sacrificio público en su honor de cerca de doscientas mil reses, sin excluir, según se dijo, cierto número de seres humanos, esclavos, naturalmente. Ello en el transcurso de no más de tres meses. Una exageración trae consigo la otra. Lo asombroso es que Cayo no sucumbiera con mayor facilidad a la embriaguez del poder absoluto. La veneración de que el pueblo lo hacía objeto era demencial. Cuando Cayo sufrió una ligera indisposición, por empacho de huevos de tórtola, hubo gente dispuesta a dejarse matar a cambio de que los dioses permitiesen su curación, y andaban por las calles con unos carteles en que proclamaban tal disposición. Ni que decir tiene que se olvidaron de sus votos en cuanto Cayo recuperó la salud.
Ha disminuido un tanto el calor de septiembre. Anoche llovió mucho; mientras escribo, mis dos esclavos, Felicia y Cresto, se afanan en la tarea de hacer desaparecer el agua que se ha colado en la casa. Livio Silano prosiguió de este modo:
—Cayo daba pábulo a la simpatía de los romanos con sus muestras, a mi entender excesivas, de piedad filial. Navegó, con tiempo borrascoso, hasta Pandataria y las islas Poncias, para devolver a Roma los restos mortales de su madre y de su hermano Nerón (nombre que, en aquel entonces, aún no exhalaba su tufo de maldad; los nombres son neutros, y están ahí para ser restregados con excrementos o con miel, según sean el talante y los actos de sus poseedores). Honró sus cenizas con plegarias y llanto, y con sus propias manos las depositó en las respectivas urnas. Ordenó que se conmemorara la gloria de su madre con varios días seguidos de sacrificios fúnebres y juegos circenses. En memoria de su padre rebautizó el mes de septiembre con el nombre de Germánico, cambio que muchos tomamos con alguna reticencia, porque nos parece bien la persona honrada, pero detestamos a quien propició el homenaje. ¿He de seguir adelante con este recital de actos enteramente positivos? Su tío Claudio —el tartamudo cojitranco, el Balbo que, en vez de edificar una muralla, erigió una pila de dudosos anales romanos, mal escritos— no pasaba de simple caballero en la época en que Cayo subió al trono; pero rápidamente lo ascendieron a cónsul, colega del propio Emperador. Al pobre Tiberio Gemelo, que poseía tanto derecho como él a reclamar para sí el Imperio, Calígula se limitó a adoptarlo, otorgándole el título de Príncipe de la Juventud. A sus hermanas, con las que no había tardado en cometer incesto, las aupó al carro de su propia gloria, solicitando de los cónsules y senadores que concluyeran los documentos oficiales con la frase «Que todo ello redunde en prosperidad y ventura para Cayo César y sus hermanas».
»Limpió la ciudad de pervertidos —los llamados spintries—, conteniendo a duras penas su deseo de ahogarlos en el Tíber, acaso porque semejante acción habría sido de una virtud excesiva. Abolió la censura, puso de nuevo en práctica la publicación anual de las cuentas imperiales, implantada por Augusto, remozó el sistema electoral, dio gusto a la plebe con novedades en los juegos: caza de panteras al acoso, boxeo y lucha entre los mejores profesionales de África y de la Campania, espectáculos nocturnos con la ciudad iluminada, con un derroche de vales con regalos para el pueblo que entregaba con su propia mano. El mayor espectáculo no se ofreció en ningún circo, sino en la franja marítima que va de Bayas a Putéolos. Ordenó que todos los barcos cargueros del oeste anclaran en doble hilera, y a continuación hizo que les nivelaran las cubiertas con montones de tierra. Llevando una corona de hojas de roble en la cabeza, el escudo en una mano y la espada en la otra, y vistiendo una clámide recamada de oro, con la Guardia Pretoriana en pos y varios de sus amigos siguiéndole en carros traídos de la Galia, se dedicó a pasar una y otra vez por aquel fantástico puente, en un corcel magníficamente enjaezado. Tengo entendido que todo esto fue para dar mentís a una profecía de Trasilo el arúspice: “Cayo tiene tantas probabilidades de ser Emperador como de cruzar a caballo la bahía de Bayas”. Acaso fuera ésta la primera manifestación pública de su locura.
»Parece ser que la primera vez que proclamó su divinidad fue en una conversación con ciertos magnates de fuera, entre ellos Artabanes, rey de los partos, que había odiado a Tiberio, pero que puso todos los medios para ganarse la voluntad de Cayo. Por aquel entonces ya se había hecho designar por títulos del jaez de “Padre de los ejércitos” y “César óptimo y máximo”, pero, durante la discusión que, en términos muy majestuosos, surgió entre los reyes acerca de la nobleza de sus linajes respectivos, exclamó que él los sobrepujaba a todos. Siendo superior a los reyes, insistió, y no existiendo por encima del rey sino la divinidad, de ello se desprendía que él tenía por fuerza que ser un dios. A partir de ese momento se dio a la tarea de forjar pruebas que demostrasen su carácter divino. Hizo ampliar hasta el Foro un ala de su palacio, de modo que el templo de Cástor y Pólux quedara reducido a mero vestíbulo o anejo. Plantado entre las estatuas de ambos hermanos, se ofrecía a las adoraciones de la multitud. Algunos fueron demasiado lejos, hasta el punto de llamarle “Júpiter Lacial”, pero lo cierto es que Cayo no tardó en considerarse por encima de todo el panteón entero y verdadero. Hizo que le consagraran un templo, en el que se levantaba su estatua, copia en oro de sus rasgos naturales, que era arropada cada día con una vestidura igual a la que su majestad divina, en carne y hueso, llevaba puesta. Las víctimas que le inmolaban eran muy raras y valiosas: pavos reales, flamencos, faisanes, gallinas de Numidia. Solía conversar con la estatua de Júpiter Capitolino, amenazando con precipitarlo a los infiernos si no lo subía a él, al divino Emperador, hasta los cielos. Ni que decir tiene que sus cópulas rituales con la diosa lunar no se interrumpieron, aunque, eso sí, dejaron de ser secretas. Hizo decapitar las estatuas de todos los dioses, colocando en lo alto de la musculosa piedra o el musculoso bronce su propia efigie sonrisueña. De esta primera fase de su manía se recuerda la conversación que sostuvo con un artesano griego:
»—¡Qué cantidad de dioses! ¿Sabes lo que creen los judíos?
»—No, César.
»—Que no hay más que un Dios. Son listos, los judíos. ¿Has comprendido bien mis instrucciones? Tienes que colocar la cabeza del Dios único en los cuerpos de toda esta multiplicidad de divinidades.
»—Sí, César. Pero ¿qué hacemos con las diosas?
»—Muy fácil, bobo. Ponles mi cabeza, pero con pelo, con muchísimo pelo, con enormes cantidades de pelo.
»E hizo ademán de invocar la aparición en su mondo cráneo de un lujoso derroche de bucles, riéndose, al mismo tiempo, como un poseso. Cayo Calígula… La mención de su nombre todavía me hace estremecer. Me provoca, incluso, una verdadera náusea. No me hagas más preguntas sobre él.
Sin azotes, y con cadenas ligeras, las dos hermanas de Caleb fueron conducidas hasta la ciudad de Roma, en la época en que aún la gobernaba un Cayo razonable y, en verdad, benévolo. Ambas habían padecido de fuertes mareos durante el viaje desde Cesarea, encerradas bajo cubierta con un sobrado número de esclavos (entre los que no faltaban cautivos de Samaría). Pero el Citerea, velero que navegaba exclusivamente sobre el viento, sin infelices galeotes amarrados al banco (de hecho, los remeros sólo se empleaban, entonces, en las birremes, trirremes y cuatrirremes de navegación costera), se quedó varias veces al pairo y tuvieron que remolcarlo a diversos puertos del Levante romano. Hubo, gracias a ello, períodos en que los revueltos estómagos pudieron solazarse. Pero Rut y Sara se habían quedado en los huesos, porque no lograron forzarse a comer cerdo en salazón ni a beber agua podrida. Más adelante devoraron pescado fresco a la parrilla, con un hambre animal, luchando por cada pedazo. Rut derramó abundantes lágrimas; Sara, en cambio, puso en su belleza un toque de crueldad que nunca llegó a perder del todo, ni siquiera cuando —como veremos más adelante— fue manumitida. Estaba resuelta a seguir viviendo, y acariciaba sueños de desquite. Pesaba también su idea —acaso un poco perversa— de que más valía conocer el ancho mundo, aunque fuese por la vía de la esclavitud, que quedarse en casa, entre algodones, en la metafísica esclavitud impuesta por la ley judía. Los látigos romanos nada tenían de metafísicos; de hecho, no carecían de cierta brutal honradez las doctrinas romanas sobre la compraventa: no eran nada hipócritas, los romanos; con ellos siempre sabía uno a qué atenerse, para bien, para mal o para peor. La marcha por la vía Aurelia les tomó tres días. Al caer la noche se derrumbaban, exhaustos, en un campo cualquiera, esperando a que les trajesen las barricas de agua y les arrojasen la ración de pan.
Y he aquí Roma, por fin: el Janículo, el Teatro Náutico de Augusto, el puente sobre el Tíber que conducía al Palatino. Por las calles, la gente de baja estofa se burlaba de los esclavos y les escupía; Sara, ya para siempre sin velo, devolvía los escupitajos, pero el viento soplaba del este. Hacia el norte estaba el Foro, y el Templo de Júpiter, y el circo Flaminio, y el Teatro de Pompeyo; pero los esclavos no habían de ver ninguna de tales cosas. Los distribuyeron en grupos y los empujaron, según las funciones asignadas a cada uno, hacia uno u otro sector de los galpones, situados tras las arboledas de la cara norte del palacio imperial. Sara y Rut fueron destinadas a las cocinas. Allí las recibió, ladrándoles, una celadora procedente del Rin. Sara le devolvió los ladridos y se ganó un sopapo. Las llevaron en tropel —a ellas y a otras muchas mujeres, algunas de las cuales iban sollozando— a un galpón sin ventanas, lleno de paja, a la manera de un monstruoso establo. Rut se tendió a llorar por Jerusalén. Sara comprendió que no había escapatoria.
—NUESTRO MAESTRO afirmó que habíamos de ser testigos suyos en Jerusalén, y en toda Judea, y también en Samaría —decía Felipe a los samaritanos en una de las sinagogas de Sebasté—. Heme aquí, por consiguiente.
El sol que caía desde el ventanal le inflamó el cabello, trocándolo en señal de algo.
—Hay una palabra que empleáis con mucha frecuencia. Es ta’eb, que quiere decir «el que ha de restaurar». ¿Qué es lo que ha de restaurar? Restaurará la salud y la integridad física, tras la enfermedad y las heridas. Restaurará la imagen perdida de la fe, como fe de amor. El ta’eb apareció en Judea, y yo os traigo su mensaje. Un mensaje hecho de tolerancia, de indulgencia, de caridad; propio de un charlatán y carente de valor, diréis algunos, escocidos como estáis por la furia de los romanos y el latrocinio de un procurador injusto. Hay entre vosotros quienes sueñan con la venganza y con un nuevo levantamiento popular. Nosotros, los nazarenos, no soñamos. En lugar de ello, lo que hacemos es brindar una respuesta práctica a la tribulación y al dolor. Hemos de amar a nuestros enemigos, y tal amor, que no va a brotar espontáneamente del corazón, como podría creer algún ingenuo, tiene que aprenderse, igual que se aprenden todas las cosas. Si os quemáis un dedo en el fuego, os palpitará dolorosamente. ¿Detestaréis por eso a vuestro propio dedo? No, porque es parte de vosotros mismos. De idéntico modo, cuando los hombres os hagan daño, echad la culpa al fuego que hay en ellos, pero tened siempre presente que esos hombres son hermanos vuestros, parte del cuerpo del Señor, lo mismo que vosotros. El amor es algo muy difícil de aprender, pero no habrá salvación para nosotros si no lo aprendemos.
Si los miembros de la sinagoga le prestaban oídos no era porque entendiesen gran cosa de lo que decía, sino porque Felipe había dado muestras de cierto poder terapéutico que a los más simples se les antojaba taumatúrgico. Había curado a un par de tullidos, y además en público. La imputación de lo milagroso me produce inquietud, como debe producírsela a toda persona racional; y —con mi viejo y fallecido y muy lamentado médico y amigo Sameach (Efjaristimenos en griego)— insisto en que ciertas condiciones del cuerpo tienen su base en el alma, con lo que un tipo de curación podría consistir en desembarazar el alma y arrancarle la causa del mal. Así, por ejemplo, se produjo el caso siguiente: un individuo, presa de la rabia, golpeó a su madre y de inmediato dio en creer que Dios le había devuelto el golpe, dejándole paralizada la mano ofensora. Estaba arrepentido de su acción, desde luego, pero el órgano prensor y táctil, que es sordomudo, no le hacía caso. Felipe, al parecer, lo persuadió de que aceptase su destino de hombre —ese demonio que se nos metió dentro con Adán y que nadie logrará exorcizar—, presentándole su violencia y su rabia de mal hijo como parte de una condición ineluctable. Así lo liberó de una tensión interna que, por algún incomprensible tráfico de los nervios, le había dejado la mano afligida de una pétrea rigidez. Aleluya, exclamó el hombre, meneando los dedos, Jesucristo es grande.
Tras su prédica de la sinagoga, Felipe se vio en el compromiso de efectuar algo parecido a una curación en una esquina de Sebasté. A una vieja le había dado un desmayo y permanecía tendida como muerta, cerca, pero no encima, de una plasta de camello. Los samaritanos, haciendo honor a su reputación de sucios, carecían de servicio municipal de limpieza. Felipe se arrodilló junto a la mujer, le acercó el oído al pecho y pudo percibir que el corazón le latía con debilidad, pero acompasadamente. Percatándose de que la mujer iba a recuperarse, resolvió, con astucia helénica, poner la suerte al servicio de la fe.
—Ponderad en esto la bondad de Dios y de su hijo Jesucristo —dijo a la muchedumbre que lo rodeaba, incluida, en la parte de afuera, una pareja de policías armados—. Todo es posible para Dios. Oremos.
Dos varones que por allí pasaban, con báculo y cargados, oyeron la oración que Felipe enseñaba a la multitud («Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre», etcétera) y dieron gracias a Dios por lo bien que iban las cosas. Cuando la anciana, temblorosa, se hallaba de nuevo en pie —y chillando ante la visión de la plasta de camello—, ambos se abrieron paso entre la multitud para saludar a Felipe. Éste exclamó:
—¡Pedro!, ¡Juan! Llegáis en buen momento. Hay un montón de cosas que hacer en Samaria.
—En Jerusalén, en cambio, el momento es malo —dijo Pedro. El polvo del camino lo había dejado blanco como un panadero. Por el contrario, Juan, el de la exquisita y quebradiza figura, que tan mal casaba con su vozarrón, se había lavado y cepillado en una taberna de las afueras.
—¿Saulo?
—En cuanto acabó con los grecojudíos la emprendió con los hebreos —dijo Juan—. Como repite Pedro una y otra vez, no nos esperábamos esto de que nos echasen de casa a patadas, para que predicáramos la palabra en otra parte. ¿Tienes sitio para nosotros?
—Paro en casa de un tal Simón —dijo Felipe—. Se hace o se hacía llamar el Gran Mago. Sus trucos dejan a la chusma con la boca abierta. Los llama milagros egipcios. Ahora se ha reformado. Lo bauticé la semana pasada. Creo que os recibirá con gusto.
Simón, que había hecho dinero con sus actuaciones callejeras y teatrales, poseía una casa amplia, amueblada con alejandrino mal gusto. Estaba en la habitación principal —pulcramente vestido, la barba recortada y ungida de aceite, al modo asirio— con la fúnebre mirada puesta en un gorrión muerto que yacía, patas para arriba, en un cojín color salmón. La muchacha que, al mismo tiempo, le hacía las veces de amante y de auxiliar en los juegos de magia, estaba sentada en el suelo, junto al pajarillo, llorando. Muy guapa, con su vestido de seda azul y su cascada de lustroso pelo negro. Se llamaba Dafne. Dijo, sollozante:
—No ha servido de mucho tu integración en la nueva fe.
—El sujeto tiene que creer. Y no vas a esperar que un gorrión crea. Aunque, según nuestro común amigo Felipe, Dios se ocupe incluso de los gorriones. Nada que hacer. Te compraré otro en el mercado.
—Pero no será el mismo. La muerte es terrible. Hasta la muerte de un gorrión es terrible.
—Tienes demasiado tierno el corazón, mi querida Dafne. Sólo los animales conocen la muerte. Los hombres y las mujeres viven para siempre. Tal es la nueva doctrina.
—¿Y tú lo crees?
—Es un pensamiento consolador. Morimos, pero sólo para iniciar una nueva vida, en alguna otra parte. Nunca me ha interesado mucho eso de una nox dormienda.
—Sabes que no hablo latín. Si eso era latín.
—Una larga noche que dormir entera. Sin despertar. Fue Catulo quien lo escribió. También compuso un poema sobre la muerte de un gorrión.
—Pobrecito.
Felipe se personó con Pedro y con Juan.
—Pedro —dijo—. Juan.
Dafne, secándose las lágrimas con el cabello, levantó el rostro para mirarlos.
—Simón. Dafne.
Juan vio una hermosa muchacha con una cascada de lustroso pelo negro y se notó en los adentros una reacción demasiado viril. ¿Era bueno reaccionar así? La muchacha bien podía ser esposa de Simón, aunque no se lo pareció. No había dispuesto de mucho tiempo para observarse respuestas meramente glandulares a la belleza femenina. Acababan de pasar una racha difícil, de eso no cabía duda.
—Todos te quedaríamos agradecidos —dijo Felipe— si permitieras que estos amigos compartieran conmigo la habitación. Se trata de amigos muy excepcionales. Fueron los primeros seguidores de nuestro señor Jesucristo.
—Sed bienvenidos —dijo Simón, que se había puesto en pie—. Los amigos de Felipe son mis amigos, y también de mi… de mi ayudante, que aquí veis.
Juan había acertado al pensar que no.
—Bien, bien —prosiguió Simón—… ¿Venís a añadir nuevos milagros a los ya realizados por Felipe?
—Eso no es lo importante —dijo Pedro—. Lo importante es predicar la palabra salvadora. Ese pobre pajarillo parece muerto.
Dafne rompió de nuevo en sollozos.
—Bueno, bueno —dijo Pedro—. Lo mejor es que lo entierres y que te busques otro. Yo tenía un zorzal, de pequeño, en Galilea. Cuando murió, mi madre lo echó a la olla. No tenía mucha carne.
Dafne lloró.
Entró un varón a quien Simón no conocía.
—Hasta la cocina —dijo Simón, sarcásticamente—. Bienvenido todo el mundo.
El recién llegado movía las mandíbulas como si todavía no hubiese concluido su almuerzo de mediodía. Habiendo terminado de tragar lo que tenía en la boca, dijo:
—Vengo por mi hermano. Se mueve como un pez y hace ruidos raros. Ese tal Felipe tiene que venir conmigo.
—¿Ah sí? ¿Tiene que ir? —saltó Simón—. Irá cuando le venga bien. La comida ya tendría que estar lista —dijo, dirigiéndose a Dafne.
Había gallina para comer. Dafne arreció en su llanto.
—No es correcto que llores delante de los huéspedes —dijo Simón—. Atiende a tus quehaceres, muchacha.
Dafne se fue a la cocina.
—Habrá que echarle un vistazo a tu hermano —dijo Pedro.
La casa a la que había que ir estaba a la vuelta de la esquina. Sobre la mesa habían puesto a enfriar un trozo de pescado recién salido del horno. En el suelo se veía un charco de vino. Contra las paredes estaba dispuesta toda una familia de grandes dimensiones, desde el bisabuelo hasta un desconcertado mamoncete: en el claro que dejaban los demás, un joven desnudo, de cuerpo velloso, se revolcaba por el suelo, emitiendo a voces palabras del tenor de nagfalth y worptush. Era evidente la violencia con que se había desprendido de sus ropas. Pedro, Juan, Felipe y Simón se quedaron mirando. Pedro rezongó:
—Salid de él inmediatamente. —Se refería a los demonios. Luego prosiguió, con más formalismo—: Yo os conjuro, en nombre de Jesucristo nuestro señor, a que os apartéis de él. Marchaos. Dejad de atormentarlo.
Habrá, supongo yo, alguna doctrina sobre la posesión por malos espíritus que explique —al menos para los indoctos— esos fenómenos que a veces observamos en nuestras ciudades: hombres y mujeres, jóvenes, por lo general, presas de convulsiones, echando espumarajos por la boca, profiriendo sonidos que semejan palabras en lengua extranjera, pero que bien podrían no proceder sino de rozamientos mecánicos de los órganos del habla, descontrolados. Tiendo a pensar que semejante éxtasis o trifulca de las partes corporales tiene una causa física, como, por ejemplo, la mala alimentación. No suele durar mucho. Quienes lo padecen quedan exhaustos, tendidos en el suelo, o exorcizados, como diría un exorcista. Cuando Pedro dio por finalizados sus gruñidos y gritos imprecatorios, de la boca del joven brotó un auténtico chorro de palabras sucias, al que las mujeres de la casa trataron de dar chitón mientras se tapaban los oídos. Luego, se echó a roncar, extenuado.
—Otro milagro —dijo Simón, de camino hacia el almuerzo que los aguardaba en casa.
—Ojo con esa palabra, Simón —dijo Pedro—. Por cierto que yo también me llamo Simón, pero ésa es otra historia. No hemos hecho nada. Fue la gracia del Señor.
—Sí —contestó Simón—, pero eres tú quien posee la potestad. Y Felipe. Es una especie de magia.
Los hizo entrar y los escoltó hasta la mesa, en la que ya aguardaban, patas para arriba, unas gallinas socarradas. Pedro, una vez que hubo tomado asiento, miró a Simón con aire severo.
—¿Qué entiendes tú por magia? —le preguntó.
—La facultad de hacer que cambien las cosas que no cambiarían por su propia naturaleza. Yo tuve una vez la apariencia de tal facultad. Lo llamaba magia, pero era truco, pura y simplemente truco. Lo aprendí en Alejandría. Los mismos trucos que Moisés aprendió en Egipto. Le das a una serpiente un preparado que la deja tiesa como un bastón. Luego, tirándola contra el suelo, la haces salir del trance y se pone a undular y a emitir siseos.
—Pero esto otro no lo hemos aprendido en ninguna parte —dijo Pedro—. La potestad no radica en nosotros, sino en Dios.
Y, hambriento como estaba, la emprendió con un muslo de gallina, mostrando sus robustos dientes de color pardo.
—Ya quisiera yo tener esa potestad —dijo Simón.
—¿Por qué? —preguntó Juan—. ¿Por qué te gustaría tener esa potestad?
—Pues… —replicó Simón—, para hacer el bien. Para que el mundo viera que soy uno de los favorecidos por Dios. Igual que vosotros.
—O sea: para tu propia gloria, si no he entendido mal —dijo Pedro, lamiéndose los dedos.
—Yo no he dicho eso. Ni lo he querido decir. Fui mago en otros tiempos. Luego aprendí, con la ayuda de Felipe, a ir en pos de Cristo, abjurando de todas mis mañas. Ya no soy Simón el Mago. Soy un hombre que carece de toda habilidad. Pero vosotros sí que tenéis una, una inestimable habilidad. Y a mí me gustaría poseerla también.
Juan, a quien había correspondido la espoleta del ave, sonrió a Dafne, quien, con los ojos enrojecidos, permanecía de pie junto a la mesa, a la manera de los siervos. Juan le tendió el hueso, para que ella tirara de la otra parte. Pero no quiso. Pedro dijo:
—Curar a los enfermos, a los lisiados, a los ciegos… Eso no es nada, Simón. Sólo el chisporroteo que se desprende del fuego de la fe en el Señor. Son cosas en que se evidencia el poderío de Dios, ciertamente, pero es más importante que penetremos en su gracia.
—Borío deddós —masculló Felipe, con la boca llena. Entonces dijo Simón:
—Quiero esa potestad. Estoy dispuesto a pagar por ella.
Los demás se le quedaron mirando, en silencio, por encima de las devastadas gallinas.
—Puedo pagar bien. He juntado mucho oro y mucha plata engañando a la gente con mis trucos. Ese dinero podría pasar ahora a vuestras manos, para hacer con él lo que queráis, o lo que quiera Dios. Pero, a cambio, solicito que me otorguéis vuestra potestad.
Pedro se volvió hacia Felipe, que estaba sentado a su izquierda.
—No le has enseñado gran cosa, Felipe. No ha comprendido nada en absoluto. No tiene ni idea de cuál es la misión de la fe. —A Simón le dijo—: ¿Quieres comprar con dinero la gracia de Dios, su poder, su misericordia?
—Lo único que quiero es hacer el bien: curar a los enfermos, devolver la vida a los muertos.
—Para tu propia gloria y alabanza —dijo Pedro.
—La potestad se halla en tus manos. También la he visto en las de Felipe. Deseo, para alabanza de Dios, tener esa potestad en mis propias manos. Puedo pagar bien: diez mil, veinte mil sestercios…
—Al diablo contigo y con tu dinero —dijo Pedro—. Arrepiéntete de tu maldad, ahora que aún estás a tiempo.
—¿Maldad? —El desconcierto de Simón era tan auténtico como su humillación—. ¿Qué maldad?
Juan dijo, con una suavidad insólita en él:
—¿No percibes ninguna maldad en el hecho de tratar de comprar a Dios?
—Lo que hay que preguntarse es lo siguiente —intervino Felipe—: ¿Hay tanta maldad en la ignorancia voluntaria como en el pecado voluntario? ¿Es el pecado una forma de ignorancia, igual que la ignorancia es una forma de pecado?
—Déjate de tiquismiquis helénicos —dijo Pedro—. Éste es un caso difícil. No sé si sentir alegría o no por haberme comido sus víveres. No me es posible eliminar la hospitalidad que ya nos ha dado, pero lo que sí sé es que en este mismo momento la doy por concluida.
—Pero —dijo Simón, en su asombro— Felipe ha predicado, aquí mismo, en Sebasté, que Jesucristo llegó a un acuerdo con Dios, comprándole nuestra redención. ¿No fue eso lo que dijiste, Felipe? La vida consiste en comprar y vender. Y por lo tanto insisto: vendedme vuestra potestad.
—Hasta aquí hemos llegado —dijo Pedro—. Te agradezco que nos hayas ofrecido alojamiento gratuito. Pero tenemos que marcharnos a otro sitio.
Se puso en pie y trazó una torpe reverencia dirigida a la muchacha que poseía aquella cascada de lustroso pelo negro y que tenía los ojos enrojecidos por la muerte de su gorrión. Los otros dos también se levantaron. Simón no salía de su asombro.
MARCELO, nuevo procurador de Judea, había desembarcado ya en Cesarea. El barco que lo trajo —Los gemelos divinos—, cuyo mascarón de proa era una efigie de Cástor y Pólux fundidos en un abrazo, tenía echada el ancla y ya lo habían vaciado de su cargamento humano y mercantil. En el puerto aguardaba —mientras concluían unas reparaciones en el casco de la nave y repasaban una vela desgarrada— una nueva carga de soldados vexiliarios o veteranos con el servicio cumplido, de vino dulce de Palestina y de frutos secos del país, por no mencionar el dinero de los tributos, en sus cajas fuertes. Y en Cesarea se hallaba también Caleb el zelota, con el pelo cortado a la romana y la barba bien rapada. Se expresaba en griego, en esa ciudad de griegos, y estaba ofreciéndose a uno de los encargados del puerto en calidad de experto cocinero de a bordo a quien unos puercos judíos habían robado la documentación. Deseaba, afirmó, pagar con su trabajo el pasaje de regreso a la península italiana, donde residía su familia. Le comunicaron que no había litera disponible. Charlando, en una taberna del puerto, con el contramaestre de Los gemelos divinos, se enteró de quién era el ayudante de cocina: un sirio sudoroso y más barrigón que la faja que le ceñía el vientre. Sin compunción alguna, Caleb lo apuñaló en una de las calles de putas, no matándolo, pero sí lo suficiente como para asegurarse de que no iba a emprender ningún viaje por el momento. Cuando se volvió a presentar en demanda de empleo a bordo de algún barco que partiera hacia Italia, le contestaron que estaba de suerte. Dijo que se llamaba Metelo.
—Si tú te llamas Metelo —dijo el cocinero mayor—, yo me llamo Pompeyo el Grande.
Era un calabrés bajito y cimbreño, que tenía el griego por idioma nativo. Los camareros de a bordo resultaban insolentes, pero en ello veían los oficiales una divertida especialidad de Cesarea.
—¿Cuándo viene ese pescado?
—Lo están cogiendo. Dijiste que lo querías fresco.
—Ojo con esos modales.
Y el camarero se alejaba con una tremenda carraspera.
—Ni por diez mil sestercios querría yo tener el carácter de ese individuo.
Vamos ahora a mirar de cerca a este renovado Caleb, con su pelado romano y su mentón azul, con las piernas desnudas y bien pobladas de pelos, con los pies descalzos aferrados a cubierta. Vedlo ataviado de sollastre, cuidando de los fuegos de leña en sus cárceles del fogón, friendo huevos embarcados en Tiro, destripando pescado capturado en aguas de Chipre, partiendo en rebanadas el duro pan de Aspendo. Es ancho de espaldas y muy musculoso. Hace de cocinero, por el momento, pero, una vez en suelo italiano, piensa ganarse el pan como luchador. Conoce presas griegas, fintas judeas, puntos del cuerpo humano cuya adecuada presión puede provocar una parálisis temporal. Siempre se ha tenido por un guerrero frustrado, adiestrándose para el día de la liberación. Se ha avezado en el uso del puñal, de la espada y de la cuerda de garrote. Tiene una clara misión —conseguir la libertad de sus hermanas— y otra misión más entreclara: sacar a los judíos de debajo de los talones romanos. Lo que todavía no sabe muy bien es qué puede hacer en Roma para pro de esta causa. Sueña vagamente con formar bandas de jóvenes hebreos que aterroricen a la población romana hasta el punto de forzarla a solicitar del Senado que deje en paz al pueblo de Dios. Pero el cumplimiento de tales sueños descansa, casi todo él, en el futuro, porque ahora está calmosamente excitado ante la perspectiva de ver Roma y de vivir en ella. Se ve luchando, con el aplauso de los romanos, aclamado bajo el nombre de El Gran Metelo. Esto último, naturalmente, es indigno, porque, como buen combatiente judío, lo único que quiere de los romanos es que retiren de la tierra santa sus recaudadores de tributos portadores de armas (que no otra cosa son los procuradores). Pero, lo mismo que su hermana Sara, a quien se parece mucho en el carácter, considera preferible que el infortunio lo fuerce a conocer el mundo, en vez de permanecer inmerso en el angosto universo de las leyes y los usos judíos. Las glándulas siempre se nos ponen por delante de las ideas. Y nunca ha dejado de ser así.
—Date prisa con la sopa de pescado —grita el cocinero mayor—. Al capitán le está aullando el estómago. ¿Cómo dijiste que te llamabas?
—Metelo.
—Si tú te llamas Metelo yo me llamo Marco Antonio. Para mí que tienes pinta de judío.
—¿Qué tal —y Caleb enseña todos los dientes, que el sol de la mar, ya cerca de Creta, ha pulido— si te echo encima esta sopa de pescado, so hijo de puta?
Y agarra la olla por las asas, con ambas manos, dispuesto a todo. El calabrés observa cómo le culebrean los músculos y dice algo de que hay gente que no sabe aguantar una broma.
En el mar Egeo estalla una tormenta que empuja el navío hacia la costa aquea. Caleb permanece tendido en su litera, mareado, y los demás le toman el pelo. Se recupera durante la singladura a Siracusa, más tranquila, y lucha con el más voluminoso de los que se burlaron de él, un individuo de raza surtida, procedente de Pérgamo. Por orden de los romanos, aquella enmarañada violencia se trueca en combate reglamentado, en la cubierta de proa. Caleb arroja por la borda al pergamense, que no sabe nadar. Caleb sí. Se zambulle con presteza, entre los vítores de los espectadores, y ambos son izados en una red. Un patricio llamado Áureo Gallo, o algo por el estilo, funcionario del tesoro de regreso de Alejandría y Petra, donde ha estado investigando unas denuncias de malversación, dedica palabras de alabanza y admiración al chorreante Caleb. ¿Quiere trabajar en el circo? ¿Es capaz de acordarse de un nombre que le va a dar? El suyo es un oficio de hombres. Roma, la sibarita, se está afeminando, y le hace falta ver músculos en funcionamiento, que le recuerden glorias antañonas. Te lo agradezco, excelencia, dice Caleb.
Pasan tres días en Siracusa, donde Caleb y el patán de Pérgamo se emborrachan juntos. Luego navegan con rumbo norte, a través de los estrechos, y perlongan la costa italiana. En aguas de Putéolos se encuentran con gran cantidad de barcos mercantes a la espera de instrucciones para poder entrar a puerto y descargar. Hay mucho grano de Egipto: Roma está olvidando las artes agrícolas que Virgilio recopiló en las Geórgicas. Los gemelos divinos transporta tropa y funcionarios imperiales, lo cual le otorga prioridad. Caleb no tarda en poner pie en el muelle: sus plantas, ahora con sandalias, se adhieren al suelo italiano. Hay una sonriente estatua del Emperador Cayo, con la mirada puesta en la mar. De los almacenes vienen y van ingentes cantidades de fardos. El cabeceo de los barcos atracados hace que se tensen los cables amarrados a los bitones. Desde lo alto de un montón de fardos, un barbudo trata de llamar la atención de los marineros procedentes de Israel. Grita, en arameo:
—Vosotros, los que surcáis los mares: a vuestro puerto habéis arribado. ¿Pero qué me decís de ese puerto del alma que todos los hombres buscan? Lo hallaréis en el seno de Jesucristo, hijo del único Dios, Salvador de los hombres, que murió y levantose otra vez.
De modo, piensa Caleb, que la nueva fe ya se está extendiendo. Es raro que un culto tan pasivo dé semejantes muestras de energía. Luego se le viene a las mientes lo que le habían contado sobre las actividades de Saulo. Es Saulo quien ahuyenta a los nazarenos más allá de los mares; Saulo, que está, como diría un pagano, pujando en el enfrentamiento entre dos deidades opuestas. Dios tercero, el sonriente Cayo parece señalar el camino de Roma con el pulgar: Caleb se llena el pecho de aire y echa a andar hacia el corazón mismo del reino de los réprobos.
EL NUEVO procurador de Judea, en compañía del centurión triario que le hacía las veces de lugarteniente provisional, recorrió a caballo el trayecto de Cesarea a Jerusalén. Llamémosle visita de cortesía. Marcelo, que se había compuesto la expresión del rostro tomando como modelo las mascarillas y los bustos de Julio César, frunció el entrecejo ante algo que vio en la calle de los Herreros: unos ciudadanos aparentemente respetables eran sacados a rastras de sus hogares por judíos armados en los que creyó reconocer guardias del Templo. Mujeres y niños gritando, hombres magullados. Su caballo relinchó —quizá ante un vago recuerdo de batalla debajo de otro caballero— cuando las espadas planas empezaron a golpear espaldas y resonaron gritos de dolor. Marcelo oyó la palabra meluchlach y le preguntó por su significado al centurión.
—Quiere decir sucio —dijo Cornelio—, y se refiere a esos nazarenos de ahí.
—¿Quiénes son los nazarenos?
Cornelio no se permitió decir que lo menos que habría cabido esperar del procurador de Judea era que hubiese adquirido, antes de incorporarse, un leve barniz de conocimientos recientes referidos a la historia local.
—Son seguidores de un nuevo profeta, y los están castigando por ello.
—Ah, ya: ese esclavo, Cresto, que pretendía ser Dios.
—No Cresto. Le llamaban Cristo, que quiere decir ungido. Una confusión de vocales. Y como Cresto es nombre de esclavo, se ha extendido la idea de que se trata de un culto propio de los esclavos. Como puedes ver, esos de ahí no son esclavos.
—Desórdenes callejeros, Cornelio. La disciplina romana se ha relajado durante… durante el interregno. —Se refería al período transcurrido entre el cese de Pilatos y su toma de posesión del cargo.
—Es asunto religioso, procurador, y tenemos órdenes de no interferir en asuntos religiosos. Se permite a los judíos que apliquen su propia disciplina.
—No me gusta nada, Cornelio.
—Dijo que no le gusta nada —comunicó Caifás, más tarde, bebiendo vino con Gamaliel y el sacerdote Zerah—. Señaló que era su deber mantener la paz. Dijo que no se metería por el momento, que dejaría el restablecimiento del orden en nuestras manos. Pero preveo que acabará por interferir.
—Lo cual, en cierto modo, no sería incorrecto —dijo Zerah, sin dejar de arrancarse pelos de la negra barba; ello le producía un breve dolor del que tomaba placer; era soltero—. Los nazarenos están creando problemas. Que los romanos los sometan. Si, como sospecho, hay unos cuantos apresamientos equivocados… Al final resultó que el viejo Ezra no era nazareno. Una pena…
—Su muerte se debió a causas naturales —dijo Caifás.
—Si se puede llamar muerte natural —dijo Gamaliel— la muerte por sed y pérdida completa del calor.
—Lo que digo —soltó Zerah, de un tirón— es que siempre resultará mejor que la acción disciplinaria pase a manos de los romanos, con tal que la situación se preste a ello. Así no nos manchamos nosotros.
—Lo malo —dijo Caifás— es que el procurador Marcelo no lo ve de ese modo. A él le parece que quienes crean los problemas son Saulo y su pequeño ejército. A fin de cuentas, están derramando sangre. El campo que ha montado es, debo decirlo, una verdadera afrenta para cualquiera que tenga principios humanitarios —Caifás no sonrió, pero sí Gamaliel, con acidia—. Ayer vi morir a un anciano, mientras su familia en pleno repetía monótonamente la fórmula nazarena de que hay que perdonar a los enemigos. Luego rezaron una oración bastante aceptable, sin contenido herético alguno; la que empieza Padre nuestro… Creo que va a haber que parar a Saulo.
—Gracias a Dios —dijo Gamaliel.
—Y, sin embargo —dijo Zerah—, su tarea bien puede acogerse a la disculpa de ser buena y santa. Nunca lo convenceréis de que la vea de otra forma. ¿Por qué no lo mandamos a que haga sus buenas obras en otro sitio?
—Eso es una idea muy luminosa —dijo Caifás—. ¿Qué tal Samaría?
—Los samaritanos lo harían pedazos.
—Bien —dijo Caifás—: pues que lo hagan pedazos por una causa buena y santa. Pero tienes razón: desnazarenizar a los samaritanos no traería consigo, necesariamente, su acercamiento al seno de la fe. Lo que vendría bien a nuestro propósito es un fuerte asentamiento judío que sea grande y en el que haya tenido éxito el proselitismo nazareno. ¿Qué os parece Damasco?
—Pero que vaya a pie, por supuesto —dijo Zerah.
Oh, si, claro, no hay prisa alguna en que llegue. Que vaya a pie, sin duda alguna. Pero que salga pronto.
Costará trabajo convencerlo —dijo Zerah—. Pero los judíos de Damasco son hijos de nuestro Templo. Hay que salvarlos de sí mismos.
—¿Derramando su sangre? —dijo Gamaliel.
—No veo mucho daño en la vejación física —dijo Zerah—. Lo que cuenta es el impacto salutífero. Si los nazarenos de Damasco se niegan a escuchar las advertencias de los sacerdotes, el método de Saulo resultará tan bueno como cualquier otro.
—Eficaz —dijo Gamaliel—. Porque de bueno no tiene nada.
Quedaban en Jerusalén pocos de los discípulos originarios. Nadie sabe por dónde se dispersaron, aunque estoy convencido de que el judío predicador que Caleb tuvo ocasión de ver en el muelle era Mateo. Yago, hijo de Zebedeo, se negó vigorosamente a abandonar su puesto; seguía asistiendo al Templo con un rigor casi profesoral, se negaba escrupulosamente a distinguir entre verdadero judío y nazareno en asuntos relativos al otorgamiento de caridad, no predicaba nunca, desafiando a las fuerzas persecutorias a que lo detuvieran; pero Saulo fue lo suficientemente prudente como para dejarlo en paz. El día anterior al previsto para el arresto de Tomás se conoció la noticia de la nueva misión de Saulo. Tomás, de todas formas, partió hacia Samaría, pues había prometido a Pedro y a Juan que allí se uniría a ellos. A pesar de que se le entendía con dificultad, por culpa de su irreductible acento del norte de Galilea, fue él quien, sin proponérselo, implantó en la mente de los samaritanos conversos la convicción de que Cristo los había elegido con preferencia a los hebreos. «Sabedlo, pues, todos los que me escucháis. Los viajeros que iban de Jerusalén a Jericó pasaron junto al pobre hombre que se desangraba en el camino, sin prestarle ayuda. El levita se pasó al otro lado, todo se pasaron al otro lado del sendero, menos el mercader de Samaría. Ése a quien el Señor llamó el buen samaritano… No lo dudéis: si las hipócritas fuerzas de la ley y el orden no hubieran puesto fin a su vida, el Señor habría acudido aquí, a Samaria, a traeros la palabra, en lugar de dejarnos la tarea a éstos sus humildes seguidores».
En una mañana de lluvia, Pedro resolvió que Samaria ya podía cuidarse por sí sola. Había nombrado un episcopos u observador llamado Justino, y también cierto numero de diáconos. Si los informes de Tomás eran correctos, pronto se podría convocar en Jerusalén una asamblea general de la iglesia, para acordar el reparto de las misiones y también para… Había un problema que a Pedro le costaba mucho poner en palabras. En un claro del aguacero, Simón el Mago apareció en la calle. Pedro, Juan, Felipe y Tomás lo miraron por la puerta abierta de la taberna en que habían desayunado. Montó una pequeña tienda cuadrada, y la muchacha, Dafne, que ya no tenía los ojos enrojecidos, pero que seguía con su cascada de lustroso pelo negro, se introdujo en ella por una portañuela que Simón, ceremoniosamente, sostenía para que no se cerrara.
—Mirad ahora —dijo Simón a los ociosos que se le habían juntado en torno. Fue clavando dagas por los cuatro costados de la tienda. De las incisiones brotó buena cantidad de sangre. Cuando volvió a abrir la portañuela, la muchacha estaba sana y salva.
—Milagros, milagros —gritó Simón—. Aquí no pasará un día sin que asistáis a algún milagro. ¿Acaso pueden los nazarenos resucitar a los muertos? Por supuesto que no.
—Pero no nos piden dinero —voceó un tuerto. Descargó una nube, en aquel instante, y la multitud se disolvió. Simón se cobijó en la tienda, que no era, desde luego, a prueba de agua. Dafne, desde un portal, se reía de él. Juan volvió a sentir que las glándulas se le alteraban. Pedro dijo:
—Una cosa que me preocupa, muchachos, es ésta: ¿Qué estamos haciendo? ¿Predicando la palabra, o sanando enfermos? La curación de los enfermos es lo que la gente acepta como prueba de que predicamos la verdad; pero ¿no debería bastar con la predicación, sin más? Dicho de otro modo: lo que es verdad es verdad, y la doctrina vale o no vale. Se creerían cualquier cosa que les contásemos, con tal que luego les hiciéramos lo que ellos llaman un milagro.
—Es la verdad de Dios —dijo Juan, alzando el tono para imponerse a un trueno—, y hasta él tuvo que hacerles ver que era Hijo de Dios. No basta con afirmarlo. Para hacerles ver, no tuvo más remedio que ir contra la naturaleza.
—¿Curar a los enfermos es ir contra la naturaleza? —preguntó Tomás.
—Sí, por supuesto —dijo Juan—, si la propia naturaleza no hace nada por curar la enfermedad.
—Pero el caso es que nosotros —dijo Pedro— estados muy lejos de ser los hijos de Dios. Y muchas de las cosas que hemos hecho, como ese brazo descarnado que se puso a adquirir grosura cuando la muchacha afirmó que tenía fe, muchas de esas cosas tienen explicación. Eso dijo Bartolomé, y él lo sabrá, que es médico. A lo que voy con todo esto es a que me sentiría mucho más a gusto si la gente dejara de acudir a nuestras predicaciones en compañía de sus abuelas hidrópicas y de sus sobrinos paralíticos. No es la predicación lo que les importa. Los verdaderos cambios de corazón se producen cuando nadie pide nada. Ya veis el Simón ese de ahí, que llevo la maldición de llamarme lo mismo que él, ya veis cómo se lo toma. Y es uno de los que me preocupan. Voy a acercarme a cambiar unas palabras con él antes de marcharnos.
Así que Pedro, hombre acostumbrado al agua, se abrió paso en dos zancadas por el lago vertical que estaba cayendo y metió la cabeza en el pobre cobijo de Simón.
—Tu corazón —dijo— no es justo con el Señor, Simón. No soy capaz de dejarte así. Arrepiéntete de tu maldad, para que el Señor pueda perdonarte.
Simón, infeliz en la lluvia, se puso a gimotear.
—Te hallas —dijo Pedro, citando algo que había leído, sin recordar muy bien qué— en la bilis de la amargura y bajo el yugo de la iniquidad.
A Simón le entraron temblores de histeria o de calentura.
Reza por mí, entonces —dijo—. No quiero ir al infierno.
—No tienes por qué ir, si te arrepientes. ¿Te arrepientes?
—Lo único que deseaba era hacer el bien en este mundo. Lo único que deseaba era la potestad.
—¡Bah, vete al diablo! —dijo Pedro.
Regresó junto a sus compañeros, empapado y suspirando.
—Sigue sin comprender —les dijo—. Ni siquiera sé si comprendió lo que le estaba diciendo. ¿Por qué será que todo el mundo me entendió el día de Pentecostés, y ahora tengo problemas? Ahora no hablo más que mi lengua materna, y hay mucha gente a la que no le gusta demasiado el gangueo de Galilea. Voy a tener que ir por ahí con… como se llame.
—Con intérprete —dijo Felipe—. Te daré clases de griego en el camino de vuelta a Jerusalén.
—Lo que pasa es que ya tengo demasiados años encima. Bueno, está aclarando, así que será mejor que tiremos para adelante. Nos queda una buena cantidad de pueblos samaritanos que visitar de paso hacia casa. Luego, tú, Felipe, que eres joven y fuerte, deberías seguir hacia el oeste, hasta Gaza, que es donde le sacaron los ojos a Sansón.
—Ahí no hay más que arena del desierto —dijo Felipe.
—Pues entonces ve hacia el norte, a Cesarea, que está llena de griegos. Tienes mucho quehacer por delante.
A MI, AHORA (en —gracias al cielo— un día de septiembre o de germánico cuya frescura resulta muy de agradecer, con las primeras punzadas de una delicada melancolía otoñal) me toca la ingratísima tarea de poner ante los ojos del lector a Cayo el loco en la presidencia de un demencial banquete imperial que pocos de los más o menos cien convidados apetecen. Imagine el lector el gran salón de la residencia imperial del Palatino —origen de la palabra palacio—, con sus columnatas festoneadas de flores y ramas, con la hiriente luz del mediodía tamizada por espesas cortinas de brocado, para conferirle una apariencia de nocturnidad (el Emperador es poderoso: ha sometido al sol) y con miles de lámparas que queman aceite perfumado con ámbar gris. Una sonriente estatua de Cayo —o, más bien, un musculoso Marte con la cabeza de Cayo— está, en el centro de su campo de mármol, enguirnaldada como en triunfo; pero también hay otros frutos menores de la inspiración del artista: un burro con el miembro hincado en el antrum amoris de un muchacho gemebundo; dos gordas desnudas, en posiciones invertidas, como los peces del zodíaco, se lamen las mutuas vulvas; una muchacha virginal se atraganta con el falo de un Príapo risueño; la diosa Venus, con la cabeza de Cayo medio tapada por un aluvión de pétreo cabello, padece la pedicación de un Júpiter cayificado. En la gigantesca mesa de mármol (en forma de C, por Calígula) hay —parecidas a dulces dispuestos al azar— tallas en que se representan especialidades de los burdeles alejandrinos: copulación con perros y con chivos, con cadáveres recién decapitados, con cadáveres hechos un amasijo, y otras enormidades cuya ideación me coloca tan cerca de la náusea, que prefiero no enumerarlas. La mera visión de los manjares servidos, por no decir su degustación, basta para que cualquier persona sensata haga votos de no volver a alimentarse más que de pan y agua. Nada es lo que parece. Hay caninas de perro y cagajones de caballo moldeados en forma de delicados pastelillos, escarchados de plata. Desvaída carne de ternera estofada ha recibido la forma de manos humanas. Es de suponer que haya nidos de manos humanas, junto con otras viandas más ortodoxas, en los enormes pasteles humeantes. Langostas hervidas trepan por la efigie de un hombre crucificado. Los rollos de carne de vaca tienen un crudo aspecto faloide. Los lechones, naturalmente, están uno detrás de otro, en cadena de sodomía. Enojoso, todo muy enojoso. Hay límites hasta para el más escabroso de los ingenios. De cuando en vez, cabe que alguno de los invitados tropiece con un plato trivialmente normal, sin hacerse idea del horror de menor cuantía que sus interioridades pueden ocultar. El pan se presenta bajo pan de oro, pero sabe a pan. En el sector de la mesa donde está Cayo el vino se sirve en orinalitos áureos. El sonriente Emperador, ya un poco calamocano al iniciarse el banquete, comparte el triclinio con su hermana Drusila (a quien arrebató la virginidad cuando todavía era mozo, y a quien, después de su matrimonio con el cónsul Lucio Casio Longino, forzó sin miramientos), mientras la Emperatriz Ennia Nevia (robada a Macrón, jefe de la Guardia Pretoriana) queda ignominiosamente sola, lejos del entorno imperial. No falta Lolia Paulina, esposa de Cayo Memmio —gobernador de rango consular, ausente—, pero no recibe atención alguna, a pesar del centelleo de sus joyas: tiene prohibido yogar con ningún otro hombre, por decreto del Emperador. Frente a Cayo ocupa su lugar Herodes Agripa, hinchado y mugriento. Cayo le dice:
—Tú nunca estás contento, ¿verdad?
Herodes Agripa lleva su osadía hasta el extremo de replicar:
—Un Emperador tiene la obligación de cumplir sus promesas.
Cayo dice, aunque no malévolamente:
—A este Emperador no le vas tú a decir lo que tiene que hacer o dejar de hacer. Lo bueno de ser Emperador consiste precisamente en la libertad total que implica. Total. Y eso incluye la libertad para romper promesas. Alégrate de tener lo que ya tienes, rey Herodes el Pequeño.
Lo que ya tiene Herodes es el título de rey y las tetrarquías que, otrora pertenecieron a Filipo y Lisanias en el sur de Siria, y también, recién otorgado, el territorio de Galilea y Perea, antiguos dominios de su tío Antipas, a quien Cayo acaba de deponer mediante un arbitrario trazo de su punzón. Pero Herodes Agripa dice:
—Mi trono debería estar en Jerusalén.
—No me canses, por favor —dice Cayo—. Judea sigue siendo provincia romana, gobernada por Roma. Eso dice el Senado, y yo, a veces, lo escucho. ¿Verdad que lo escucho, tío Claudio?
Claudio se sienta a cierta distancia; se sienta, digo, porque tamaña es la tensión a que se halla sometido, que no logra recostarse. Está en los comienzos de su madurez, y tiene las greñas prematuramente blancas. Responde con gesto afirmativo a la cantilena interrogatoria de su sobrino:
—¿Verdad que lo escucho, tío Claudio?
—De vez en ccccuando.
—Diviértenos, tío Claudio. Levántate y recítanos algún poema. Un poco de Quinto Horacio Flaco.
De manera qué Claudio, tembloroso, se levanta como puede —por— que su uiclinio está muy pegado al borde de la mesa— y emite lo siguiente:
—Ppppppone sub cccccurru nimium pppppropppppinqui…
—¡Siéntate, viejo tonto! —le grita el Emperador—. Mi amigo el rey Herodes Agripa el Pequeño va a deleitarnos con un poco de poesía hebrea. ¿Verdad, majestad?
—La poesía hebrea es toda ella sagrada, César. Los salmos de David no pueden recitarse ante langostas y lechones.
—¿Por qué será todo el mundo tan fastidioso? ¿Por qué tan tétrico? ¿Qué hacen los músicos, que no tocan? Aufidio —dice Cayo a un liberto semidesnudo que siempre se sitúa a sus espaldas—, a ver si esos flautistas y tamborileros reviven con el rebenque.
Aufidio lleva siempre un látigo —el látigo imperial— de muchas colas rematadas con bodoques de plomo. La empuñadura es de castísimo marfil elefantino. La amenaza llega a oídos de los músicos, que se lanzan a una galopa de origen parto (aunque no hace ni tres segundos que terminaron la pieza anterior). Hay cuatro flautas, un arpa de veinte cuerdas, un lúgubre cálamo y unos cuantos tambores de cuero de buey, unos de baqueta y otros de mano.
Nosotros, en nuestra segura invisibilidad, podemos contemplar con lástima, y no sin desprecio, el amplio semicírculo de los convidados, que picotean los manjares, que a duras penas beben y que temen por sus vidas. ¿Tan valioso don constituye la vida que, por conservarla, hombres y mujeres se humillan en festejo de un Emperador demente? Ninguno de ellos goza de mejor condición que cualquiera de esos esclavos que cuelan en la mesa nuevos platos, o que los guardias pretorianos que, con uniforme de gala bajo el que se ocultan puñales de defensa (¿ha de faltar algún loco que contra un loco emperador se arroje?), permanecen firmes en la escalera de mármol que conduce al gran vestíbulo, o se alinean en el corredor que comunica el salón de festejos con las cocinas imperiales. Algunos de estos soldados recuerdan aquella ocasión en que —también en público— les ordenaron que se desnudaran, que se pusieran en fila y que le fueran dando por el culo a la imperial persona. Con una penetración fue suficiente. El Emperador aulló al tercero o cuarto empujón, gritando que lo asesinaban. Pero el bujarroneo se hacía obedeciendo órdenes, insistió el centurión triario, de modo que no se podía castigar al guardia excesivamente pujante. Bueno, muy bien, pero que no vuelva a suceder. Ese esclavo de ahí tiene una sonrisita poco respetuosa en la jeta. Azótalo y azótalo, Aufidio. El centurión triario era —y sigue siendo— Marco Julio Tranquilo, que a continuación volvió a solicitar el traslado a una legión del frente, pero cuya solicitud fue rechazada. Demos ahora un empujoncito (ja-ja) para que todo lo que va a pasar a renglón seguido se sitúe en el tiempo verbal de pretérito. Ya pasó, hace mucho. Pertenece al pretérito imperfecto.
Sin apenas parar mientes en ello, Marco Julio Tranquilo se había sentido atraído por el aspecto de una muchacha palestina que acarreaba los platos desde los fuegos abiertos y los hornos a la mesa de tropa. Era guapa, pero, sobre todo, insumisa. No llevaba, por así decirlo, ninguna tobillera de servidumbre en su brava alma. Repartía su desprecio por igual entre los cocineros gritones y los timoratos petimetres a quienes daban de comer. No escatimaba, sin embargo, su terneza ni su solicitud para con otra muchacha, palestina también, más joven, trémula, totalmente sumisa. Aquella ferrada compañera de esclavitud parecía ser su hermana. Marco Julio no comprendía el idioma en que se expresaban, pero captó el pasar de unos nombres exóticos, Rut, Sara, breves como el reclamo de un pájaro. La mayor era Sara. Lucía el gris de la esclavitud con un delantal desfachatadamente plantado encima. Rut, la más joven, iba, en su calidad de camarera, más atractivamente ataviada, con sandalias de purpurina, una camisa blanca hasta los pies y al aire los finos brazos morenos; el pelo lo llevaba sujeto con una redecilla. A Marco Julio se le subió el estómago a la boca —como a mí el mío, al contarlo— cuando vio el objeto, presumiblemente suculento, que Rut tenía que llevar a la mesa. Parecía una cabeza de hombre, golosina rellena de Júpiter sabe qué: en el lugar de los ojos habían colocado un par de huevos duros con una uva incrustada en el centro; el cabello era de azúcar hilada; y el conjunto iba dispuesto en una fuente que contenía, a guisa de salsa, algún zumo de fruta similar a la sangre. Había, en total, doce de aquellas monstruosidades, todas de distinto rostro. Un par de ellos le resultaron familiares a Marco Julio: ¿no era aquél Cremucio Cordo, y aquélla la señora Lolia Paulina?
—Si vosotros no me divertís —estaba diciendo Cayo—, el Emperador no tendrá más remedio que divertiros a vosotros. El látigo imperial, Aufidio.
Tiró del látigo justo en el momento en que, un tanto amedrentada, Rut se acercaba a la mesa con su bamboleante cabeza de dulcería. Alborozado, y haciendo gala de cierta habilidad, Cayo lanzó el látigo y trepanó la cabeza. Brotó una especie de crema, densa y marrón, cuyas salpicaduras alcanzaron a tres graves senadores. Cayo rió con fuerza, y también alguno de los invitados, pero por lo bajo. Rut, asustada, dejó caer la fuente. Dejó caer la fuente. Cabeza aplastada, salsa carmínea y pesada bandeja de plata en el suelo. Cayo habló con mucha afabilidad:
—Qué torpona. ¿De dónde eres, pichoncito?
Como la muchacha no había entendido, Herodes Agripa le tradujo las palabras del Emperador.
—Ayeh? —repitió ella; y luego, en latín—: De Judea.
—Judía —dijo Calígula—; pero no es súbdita tuya, Herodes de mi corazón. Dime, majestad, ¿cuál era la gracia de tu abuela?
—Salomé.
—Eso. Era bailarina, ¿verdad?
—Te estás refiriendo a otra Salomé: a la hijastra de mi tío.
—Bailaba desnuda, ¿verdad?
—En cierto modo, sí.
—Y le dieron un premio por bailar, ¿verdad?
—La cabeza de…
—La cabeza de alguien, sí. Bueno. Una diversión digna de un príncipe. Baila, muchacha. ¿Quién pondrá la cabeza? Al final lo decidiremos. Baila, muchacha. ¡Música!
Los tambores empezaron a retumbar en un surtido de ritmos. Los flautistas no sabían qué tocar. El del cálamo la emprendió a soplidos. Rut se estaba quieta, desconcertada.
—Rikud —dijo Herodes Agripa.
Cayo, saltando de su triclinio por el respaldo, se plantó frente a la muchacha, entre las fauces de la mesa en forma de C.
—Rikud, como manda su majestad. Baila.
Y la azotó para que lo hiciera. Ella, llorosa y torpe, amagó unos movimientos con las piernas rígidas.
—Más deprisa, muchacha, más deprisa.
El Emperador dio un paso atrás, para dejar sitio tanto a la muchacha como al juego del látigo, que hizo restallar.
Sara lo estaba viendo todo desde la mesa de servicio. Fue a donde estaban dispuestos los cubiertos y agarró un cuchillo. Marco Julio, ojo avizor, se lo arrebató.
—No —dijo—; no servirá de nada.
La ferocidad de que ella daba muestras era verdaderamente pasmosa. Echaba llamaradas por los ojos, y en la garganta le rugían hondos sonidos guturales.
—No —dijo él, reteniéndola—. Estamos viviendo en la demencia, y no hay nada que podamos hacer.
Peligrosa frase, en labios de un servidor del César.
—Baila, Salomé. Ah, ya veo: te estorba la ropa.
Cayo, con mucha limpieza, le quitó de un latigazo la parte de arriba del vestido. Rut chilló, más de vergüenza que de dolor, tapándose el pecho con los brazos, más por miedo a los ojos que al látigo.
—Baila, Salomé. Así —y Cayo, sin gracia alguna, daba vueltas y más vueltas, mientras gritaba—: ¡Aplaudid! ¡Aplaudid! Plaudite!
Se oyeron unos flojos aplausos.
—Baila, muchacha.
—¡Lo, lo! —aulló Rut.
—Muy bien. Te obligaré a bailar.
La azotó, en el suelo, haciéndole jirones la ropa y cardenales la carne. Marco Julio era fuerte, pero temía que su fuerza pronto le resultaría insuficiente. La muchacha que tenía en los brazos rugía como una leona atrapada y como tal mordía los lazos que la retenían, que en este caso eran los brazos de Marco Julio.
Iba a gritarle: «¡No hay nada que puedas hacer!», pero, en lugar de ello, un súbito dolor, con derramamiento de sangre, le hizo soltar un juramento romano. La llevó a rastras al cobijo de la hervorosa cocina. El eunuco griego que comandaba los bastimentos imperiales, viendo su territorio invadido por un centurión contra el que se debatía una muchacha, berreó una protesta.
—¡Apártate! —le baladró Marco Julio. Pero en seguida se impuso en él la sorna romana, y explicó, con estricta sensatez—: A la hermana de esta muchacha la están matando a latigazos. Es parte del imperial jolgorio.
Rut yacía en el suelo, sin moverse: viva, pero despellejada y sangrante y con el ropón desgarrado. Cayo tendió el látigo imperial a su alguacil, diciendo:
—Ahora, mi querida Salomé, recibirás una cabeza cortada en premio a lo bien que has bailado. ¿La cabeza de quién? ¿De quién? ¿De quién? ¿De quién? Qué aburrido es tener que elegir. ¿De quién? Ah, sí: la tuya.
Se dirigía a un viejo senador que estaba de vuelta de todo y que se había recluido en el estudio de la filosofía estoica. Lo había sorprendido encontrarse en la lista de invitados: un error, quizá, se habían equivocado con su hermano menor, a la sazón desterrado en Mitilene, pero también era cierto que la lista de invitados constituía un elenco bastante arbitrario. Mientras azotaban a aquella pobre esclava, había estado tratando de inducirse una fría actitud estoica: la vida es mala, no puede cambiarse, dar muestras de compasión podría resultar en un mal más grave. Antes había estado meditando acerca de la naturaleza del poder absoluto: ningún poder será absoluto si sólo se manifiesta en el cumplimiento del mal, ya que tal elección implica, por sí misma, una limitación autoimpuesta; al convertirse en un mero agente del mal, el Emperador Cayo había falseado su propia libertad, y en nada superaba a un esclavo cualquiera.
—¿Cuándo lo vamos a hacer, tú, quienquiera que seas? —ladra Cayo—. ¿Cuando acabe el banquete? ¿O quizá ahora, que nuestra diversión está en su apogeo?
El viejo senador no dio muestras de miedo. Se llevó la copa a los labios y, sin mover un músculo de la cara, brindó por el Emperador. Ante lo cual dijo éste:
—¡Oh, cuánto me aburro!
El aburrimiento que trae consigo una elección falseada, se dijo el senador.
—Tú —dijo de pronto Cayo, señalando a un joven funcionario de la junta municipal, que sostenía, bajo su brazo protector, a una hermosa joven; ésta llevaba un sencillo traje de lino, pero lucía un peinado de alta escuela: una especie de nido de zorzal densamente poblado, herencia de su difunta madre—. Quítale las manos de encima a mi esposa.
—Con el debido respeto, César —dijo el joven, valerosamente—, es mi esposa.
—Bueno, mañana volverá a ser tuya, si los dioses, quiero decir, si el dios tiene la bondad de permitir que siga con vida. Pero esta noche es mía.
Y se adelantó sonriente hacia la joven, más novia que esposa. Ella no pudo contener un grito, ni tampoco su marido —o novio— se privó de ceñirla con más fuerza. Cayo, con la rápida inconstancia de un can, dio la impresión de haber perdido todo interés en ella.
—Se me ha olvidado a quién íbamos a decapitar. Qué más da —sonrió plácidamente al joven—: contigo valdrá.
Chasqueó los dedos a la guardia, gritando:
—El banquete ha terminado. Gracias a todos por haber venido.
VAMOS A RESPIRAR un poco de aire fresco, aunque el de Jerusalén está como el de un horno: la carne de la ciudad hierve bajo una costra de calor, brutalmente especiado el pastel por los olores de los desaseados y de la bosta de camello. Sólo estamos en la ciudad para avistar a ciertos personajes que van a abandonarla. Saulo, con un cortejo de cuatro hombres armados —uno de los cuales es un antiguo compañero de estudios, llamado Set—, está en el zoco, comprando un poco de fruta para el camino de Damasco. El griego Felipe ha eludido el último y espectacular aprisionamiento practicado por Saulo en las personas de los grecojudíos nazarenos, y se halla marchando hacia Gaza. Dentro de un par de días va a conocer al mismo hombre que Saulo y sus compañeros están mirando ahora con curiosidad. Es alto, musculoso, muy oscuro, espejeantemente vestido a la manera etíope, y va en un carruaje cubierto tirado por dos caballos bayos. El cochero, tan negro como su amo, luce vistosa librea y no vacila en aplicar el látigo para abrirse camino entre la gente necia y de gordillo. El etíope, si lo es, ignora por completo lo que lo rodea. Tiene un pergamino del que, como en aquellos tiempos se solía, lee en voz alta. La verdad es que sigue habiendo, incluso ahora, muy pocas personas que tengan la lectura por ocupación silente. Saulo coge unas cuantas palabras. Coge una frase entera: Como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió la boca… Saulo, sonriente, le dice a Set:
—Ahí tienes a un miembro de las tribus oscuras leyendo a Isaías. Ya ves de qué manera se extiende la palabra sagrada. Venga. Tenemos que hacer diez millas antes de que anochezca.
Felipe iba por el camino opuesto al de Saulo y su escolta. Se dirigía a Gaza, y acababa de pasar una noche de insectos picadores en Eleuterópolis. La Gaza hacia donde se encaminaba no era, como había dicho Pedro, aquélla en que el ciego Sansón, soñando con una ronda de jueces antiguos y pendiente de que le creciera de nuevo el pelo, tuvo, bajo el látigo, que moler trigo para los filisteos. Aquélla fue destruida, un siglo antes del nacimiento de Jesús, por Alejandro Janneo, rey de los asmoneos. Aún se veían sus ruinas —nido de serpientes y lagartos—, que recibían el nombre de Gaza Desierta. Había una nueva Gaza a la vera del mar, levantada unos treinta años después de que Gabino rebajara la antigua. Hacia ella avanzaba Felipe, penosamente, con el pelo casi blanco por el polvo y el sol. No había nadie en el camino, ni tampoco en el cielo, si no contamos los buitres que volaban en círculo. A ambos lados la arena servía de paisaje.
Felipe oyó retumbos de ruedas y una octopodia de pezuñas en su pos; al volverse, vio un nimbo de polvo. Al principio pensó que quizá Saulo, costosamente equipado en las cuadras del mismísimo sumo sacerdote, hubiera llevado su exageración hasta el extremo de perseguirlo. Se encogió de hombros (el juego ha terminado) y aguardó a un lado de la calzada. El carruaje no tardó en aproximarse, a fuerza de zapatazos y relinchos de sus sudorosos caballos bayos. Un negro vestido de púrpura y carmesí saludó jocundamente a Felipe, en un griego que, teniendo en cuenta la envergadura muscular de quien lo emitía, sonaba chillón en exceso. La cara le rebrillaba de sudor y simpatía. Llevaba en la cabeza un gorro escarlata con intrincados trazos de hilo de oro, y en la mano un abanico de plumas de pavo real. Un dosel de lino blanco lo protegía del sol. Tenía en el regazo un pergamino desenrollado.
—A Gaza —dijo Felipe. Fue invitado a subir al carruaje y a tomar asiento sobre unos almohadones amarillos. Negro, pero amable. Felipe se sentó, sonriente.
—Gaza me pilla de camino a casa. Voy a Napata, en Etiopía. Vengo de visitar la ciudad santa. —Hizo una indicación al cochero y el bamboleo empezó.
—¿Santa? —dijo Felipe, con precaución—. Supongo que no para tu gente.
El texto que había en el regazo de aquel hombre era griego. Felipe leyó: Hosprobaton epi sphagin ichthi…
—¿Sabes algo de mi gente?
—Sé que a tu rey se le rinde veneración en calidad de hijo del sol. Que es tan santo, que no le permiten dedicarse a las tareas de gobierno. Eso queda para la reina madre, que siempre lleva el mismo nombre. No me acuerdo cuál.
—Candacia. Siempre se llama Candacia. Mi tío fue servidor de la vieja Candacia, y yo de la nueva. Él fue tesorero real, y yo lo mismo. Mi sobrino, sin duda alguna, seguirá mis pasos.
—Me haces un gran honor —y luego—: ¿De modo que el cargo se transmite de tío a sobrino, no de padre a hijo?
El etíope soltó un relincho de risa.
—El tesorero real tiene que ser eunuco. ¿No lo sabías? A los funcionarios reales no nos está permitido criar descendientes, para que no formemos dinastías. Pero nos hacemos a la idea de que los sobrinos son hijos nuestros. Mi sobrino ya ha sido castrado, puesto que es de esperar que me suceda en el cargo. Se hace estéril, como yo, para ponerse al servicio de una mercadería estéril. Como dijo Aristóteles, el dinero no cría.
—A juzgar por ese pergamino, eres estudioso de la lengua griega. ¿No es el profeta Isaías?
—Me estaba preguntando si no serías gentil, lo mismo que yo. Tienes aspecto de griego. Sin embargo, te bastan unas pocas palabras para saber que se trata del profeta Isaías.
—Soy grecojudío y sigo la nueva ley de Jesús el ungido. Voy a Gaza, de paso hacia Cesarea, para predicar la palabra.
—He podido observar la persecución de que es objeto esa nueva secta en Jerusalén. La tomé por una manifestación aberrante de la fe verdadera.
—¿Tú, que adoras a un retoño del sol, me vas a hablar a mí de fe verdadera? La tradición dice que eres uno de los hijos de Cam, apartado de la familia de los elegidos.
—Bueno —dijo el etíope, afanándose con su abanico de pavo real—. Esa doctrina de la heliolatría casi todos nos la tomamos como algo convencional. Somos un pueblo antiguo, y nada necio. No seré judío, pero bien podría considerárseme un gentil temeroso de Dios. Según el capítulo veintitrés del Deuteronomio, los eunucos no entrarán en la congregación de los fieles. Pero Isaías da la impresión de prometer un cambio.
Felipe cerró los ojos y citó:
—A los eunucos que guardaren mis sábados, y escogieren lo que yo quiero, y abrazaren mi pacto, yo les daré lugar en mi casa y dentro de mis muros, y nombre mejor que el de hijos e hijas.
—Muy bien —dijo el etíope—, eres mejor erudito que yo. Yo no me sé casi nada de memoria. Sé, sin embargo, lo que los sacerdotes de tu templo me han metido a martillazos en la cabeza: «Nadie que haya sido emasculado por aplastamiento o por corte puede entrar en la asamblea del Señor». Dicen que lo de Isaías es un puro fantasear, y que ese áspero precepto de Moisés no puede derogarse.
Felipe tomó el pergamino del regazo del etíope y dijo, sonriente:
—Ara ge ginoskeis ha anaginoskeis?
El etíope, riéndose, dijo:
—El griego es un idioma lleno de gracia. En él, la palabra leer es casi idéntica a la palabra comprender. La lengua de los romanos también captura esa misma gracia: Intellegis quæ le gis? Pero en mi lengua, más ruda, resulta obtuso: «¿Comprendes lo que lees?». Pues bien, mi respuesta es elemental: no, no lo comprendo. Léeme ese pasaje, y ya veremos si tiene más sentido en tu boca de griego.
Felipe leyó lo del siervo sufriente: «Angustiado él, y afligido, no abrió su boca: como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió la boca».
—¿Qué quiere decir? ¿Está hablando de sí mismo, o se refiere a otro?
—El profeta —dijo Felipe, midiendo bien las palabras— habla en su calidad de verdadero profeta. Se refiere a alguien que, en sus tiempos, en los de Isaías, todavía no había llegado. Pero ahora sí que ha llegado. Le dieron muerte, como predijo Isaías, permaneció silencioso, en la tumba, durante tres días, y luego resucitó, llevando en el cuerpo las señales que le habían infligido los verdugos, como prueba de que era un hombre, con capacidad para el sufrimiento, pero también el verdadero hijo de Dios y sempiterno testigo de… La historia es muy larga.
—Tenemos tiempo. No nos vamos a dedicar a mirar la arena. Cuéntamelo todo.
Había un uadi al nordeste de Gaza. En la puesta de sol, los niños que jugaban por los alrededores y las mujeres que llenaban de agua sus jarras, mirando de soslayo la brasa agonizante, vieron, no sin sorpresa, a un joven con el cabello en llamas y a un negro alto y fornido, con vestiduras como calcadas del crepúsculo; los vieron bajar de un carruaje tirado por dos caballos bayos y caminar juntos hacia la corriente de agua. Pero no habían oído las palabras que fueron dichas antes de tirar de las riendas y de que las ruedas rechinaran:
—Aquí hay agua. ¿Hay algo que me impida ser bautizado en este mismo momento?
—Si crees con todo tu corazón, nada lo impide.
—Creo en Jesucristo, hijo de Dios.
Felipe practicó el bautismo por aspersión, no por inmersión, murmurando las palabras de la ceremonia. Luego, el etíope, trocado en nazareno, siguió viaje hacia la primera catarata del Nilo, mientras Felipe caminaba hacia Gaza. Ambos comprendieron que en ese momento les tocaba separarse. No deseaban que decayese el climax de la charla, la oración y la exégesis de Isaías. Ambos llevaban los corazones henchidos. Pero aquella noche, en una mezquina posada de Gaza, Felipe despertó de su profundo sueño con una punzada en el costado. ¿Era bueno lo que había hecho? Aquel despojado hombre estaba incircunciso; luego, no se le podía aceptar en la congregación de los fieles por dos razones (ambas localizadas en los genitales), decía el Deuteronomio. Cristo había venido a redimir a Israel, no a Etiopía. No obstante, el hecho de imponerle la circuncisión antes de proceder a bautizarlo habría quizá supuesto una especie de broma de mal gusto para un hombre que ya conocía el cuchillo de una alianza menos espiritual, pero más exigente. Venga, llévatelo todo por delante, ya que estás en ello. Y ¿por qué había decretado Dios que el recorte del prepucio, y no el de un lóbulo de la oreja, constituía condición para ingresar en el ejército de los elegidos? Porque el prepucio cubría el árbol de la generación, siendo la procreación humana la luna en que se reflejaba la luz solar de la creación divina. Este eunuco que había nacido en Meroe y que se dirigía a Napata (y Felipe había olvidado ya el nombre que musitó en la ceremonia bautismal) no poseía árbol de la procreación, sino un conducto fláccido que sólo valía para evacuar las secreciones corporales, indigno de la cuchilla de la alianza. Incircunciso, incircuncidable; ¿imbautizable, por consiguiente? Mientras, llevando adelante su misión, iba subiendo hacia el norte, de ciudad en ciudad, sin prisas, Felipe casi esperaba que Dios manifestase, por alguna señal, su disgusto (un rayo que partiera al blasfemo, porque, a fin de cuentas, la celebración de una ceremonia sin contenido tenía que constituir una blasfemia). Pero Dios se limitó a hacer lo que acostumbra: izar el sol hasta el cénit, para luego dejarlo deslizarse hacia abajo, lentamente; hacer crecer la hierba a la misma velocidad que las uñas (que también hace crecer), matar a algunos y dejar vivir a otros.
A Felipe, al llegar a Cesarea, poco le faltaba para hacer solemne juramento de no volver a poner los pies en Jerusalén: sólo por Pascua, y disfrazado, para que nadie lo reconociera. No osaba plantearle la cuestión al jefe de los nazarenos. Ignoraba que el bautizo de un etíope, castrado e incircunciso, había de tenerse, más adelante, por el momento en que Dios empezó a juntar aire en el pecho para reírse por lo bajo. Porque los hijos de Cam y de Jafet iban a compartir el patrimonio de los hijos de Sem, y muchos de éstos quedarían excluidos. No fue mera coincidencia el hecho de que Saulo, un par de días después del aparentemente fortuito encuentro de Felipe con el eunuco negro, sufriera una revelación epiléptica, ni de que Pedro, un mes más adelante, tuviera un impresionante sueño de carácter alimenticio.
Felipe contrajo matrimonio con una de sus conversas de Cesarea: una muchacha agraciada, Déborah de nombre, hija de un abastecedor de barcos. Felipe entró en el negocio y, desde entonces, no predicó la palabra sino en los ratos libres. Dios no quiso darle hijos, pero sí cuatro hijas, todas ellas cejijuntas, que, con el tiempo, llegaron a ser muy habladoras proponentes de la nueva senda.
COMO A TRES MILLAS de Damasco, un miembro de la escolta de Saulo, hombre hosco y enjuto, llamado Esra, tuvo un vivido sueño en el que un ángel del Señor le decía que su esposa y su hija iban a ser forzadas por tropas sirias del procurador romano, y que más valía que regresase inmediatamente a Jerusalén para prevenir la ofensa. Inquieto, le refirió su sueño a Saulo, que no dejó de mover afirmativamente la cabeza mientras rompían el pan mañanero en una posada de ambiente irrespirable.
—No pareces tenerle mucho apego a esta misión —dijo Saulo.
—Nos tendrían que haber dado caballos. O camellos —dijo otro de los hombres, un tal Enoc, que se había pasado el día anterior cojeando aparatosamente—. No es cuestión de apego o no apego, sino de pies.
—La voz me llegó tan clara como el chirrido de una cigarra. Regresa, porque los paganos van a verter un chorro de semillas en los cántaros de la elección.
Saulo dijo:
—Ninguno de los tres habéis dejado de protestar un momento desde que salimos de Jerusalén. Estoy seguro de que a Set y a mí no nos va a faltar en Damasco la ayuda de judíos honrados. Hombres que se encandilen con la santa tarea de la persecución. Vosotros os podéis volver. Aunque la verdad es que no logro entender por qué razón queréis volver ahora que hemos llegado tan lejos.
—Nos dijeron que teníamos que conducirte sano y salvo hasta Damasco, porque enemigos tuyos podían tenderte una emboscada, escondidos en los matorrales, aunque tampoco es que abunden los matorrales por estos pagos… Bien, pues ahí está Damasco, temblando en la calina. Ya hemos cumplido con nuestra misión. —Quien así hablaba era Jetro, el de la cara de caballo, favorito de las moscas.
—No es ésa la forma en que me explicaron a mí vuestro cometido —dijo Saulo—. No obstante, podéis volveros. Enoc anda un poco renqueante, pero que se apoye en Jetro. Tú, Jetro, te has pasado el viaje entero con una cara como para agriar la leche. Tú, Esra, más vale que corras.
Saulo y Set les volvieron la espalda y prosiguieron, de muy buen talante, su camino hacia Damasco.
Ninguno de los dos había estado antes en la ciudad, pero Zerah, el sacerdote, le había dado a Saulo unas cuantas indicaciones sobre su historia y su situación presente. Era una ciudad muy antigua, capital del altivo reino arameo, hasta que la tomaron los asirios hacía unos ochocientos años. Llevaba integrada en la provincia romana de Siria desde tiempos de Julio César, pero los romanos venían dejando el gobierno de la ciudad —más o menos— al rey de los árabes nabateos, cuyo dominio se extendía desde el golfo de Akaba hasta el alfoz de Damasco (no sin reivindicar su derecho al pleno dominio de la propia ciudad, apoyándose en el gran número de nabateos que moraban en ella). Los romanos no se tomaban en serio tal pretensión, ni siquiera para refutarla, pero de vez en cuando asomaban sus águilas recién pulidas y reclamaban el tributo amistoso. Zerah había subrayado a Saulo que, a veces, los romanos se comportaban de tal guisa. Si él, Saulo, por derecho divino, iba a acosar y torturar a los nazarenos heréticos de Damasco —en su calidad de enviado del sumo sacerdote—, era, en realidad, por virtud de un acuerdo concertado entre romanos y judíos en los antañones tiempos de los asmoneos, según el cual el sumo sacerdote de Jerusalén podía reclamar la extradición de todo palestino que habiendo quebrantado la ley, se refugiara en otro territorio romano. Hacía bastante más de un siglo y un tercio que los romanos dieron instrucciones a Ptolomeo Evergete II de Egipto y a otros aliados asiáticos de que pusieran bajo la jurisdicción del sumo sacerdote (Simón, por aquel entonces) a todos los transgresores de la ley, y tal privilegio había sido objeto de confirmación por parte de Julio Céééééééééé…
Set estuvo a punto de saltar de su propio pellejo ante el aullido, la súbita erupción de espumajo y la caída de Saulo en el polvoriento camino, a las doce del mediodía. La enfermedad fulminante. Viendo que las mandíbulas no tardarían en cerrarse y que los dientes iban a tronchar la lengua, se puso de rodillas para atravesarle a Saulo en la boca el fino bastón que llevaba. Con ello, Saulo adquirió el aspecto de un perro hidrófobo que acabara de traerle un palo a su amo. Se retorcía en un desesperado sueño inquieto, pero las puntas de la vara ponían límite a su revolcarse. Pronto se quedó inmóvil, con los ojos cerrados y con la vara apresada entre los robustos dientes; roncando o, cuando no, gruñendo. Dios nos ayude, murmuraba Set, sin parar, presa del mayor nerviosismo, pero no sin cierto alivio, porque podría ser que Saulo, al despertarse, interpretara aquello como señal divina de que cesara en sus actividades persecutorias, que Set siempre había aceptado con reticencia. Eran demasiadas las veces en que se excedía; y, bien pensado, no dejaba de haber algo un poco incorrecto en el hecho de ponerse a sacar de sus camas a los judíos disidentes en una ciudad donde no podía uno invocar ningún derecho de residencia, donde ni siquiera poseía uno el más mínimo conocimiento de la topografía, ni de las costumbres, ni del derecho secular. Para Set, se trataba de una misión engorrosa, por más que la admiración que le suscitaba la fuerza de Saulo (por no decir nada de su devoción), lo hubiera inclinado a aceptar a regañadientes una invitación —que, de no haber sido aceptada, pronto se habría convertido en orden— a secundar a Saulo en su acoso de los judíos nazarenos desde Damasco a Jerusalén, para que allí meditaran sobre su crimen en un campo ya abarrotado de gemebundos infractores.
Nada dijo Saulo al volver en sí: tenía la atención concentrada en una secuela del ataque que, evidentemente, apenas si lograba meterse en la cabeza. Tenía los ojos mortecinos como guijarros. Giraban como si los hubiesen desprovisto de la luz para esconderla, por broma, en alguna esquina del soberbio cielo de mediodía, del cual se apartaban con alivio. Set dijo:
—Saulo, Saulo, ¿cómo estás?
La vara cayó de su boca.
—¿Lo has oído? Ha hecho derrumbarse la noche sobre mí. Ayúdame a levantarme.
Una vez en pie, se puso a dar vueltas torpemente, como jugando un juego en el que el poseedor de la visión tuviera la habilidad de mantenerse siempre a sus espaldas.
—¿No has visto nada? ¿No has oído nada?
—Te he oído gritar y te he visto caer. Ha sido un ataque de la enfermedad fulminante.
—Hubo un trueno, y un relámpago, y una voz que decía: Sha’ul Sha’ul ma’att radephinni?
—¿En arameo?
—Y en arameo dijo algo acerca de un caballo y un jinete. Dios llevaba las riendas y metía las espuelas. Tienes que conducirme, Set.
—¿De regreso a Jerusalén?
—A Damasco.
—¿Estás seguro?
—Eso dijo la voz: Damasco.
—Bueno, no sé, a lo mejor atando este faldón de mis ropas a las tuyas… —Set lo hizo, con las manos trémulas—. Puede que la ceguera no dure mucho. Puede que sea por la enfermedad fulminante.
En total oscuridad, Saulo, guiado por la tensión de una atadura, perro con su correa, vio, en una luz sobrenatural, las estancias y pasillos de su propio cerebro. Era el mismo de antes, pero por él corrían aún los ecos de aquella voz. El conocimiento era el mismo, como también la ferocidad acumulada; pero el primero se ofrecía desde un punto de vista cambiado, con claroscuros nunca antes percibidos. La ferocidad seguía al servicio de la destrucción de los grandes yerros, pero los yerros no eran los mismos. Era lo que siempre había sido, con una diferencia: ahora tenía que promover lo que antes había perseguido (la voz había vociferado la acusación con una especie de alborozo); y, sin embargo, ahora se daba cuenta de que la furia persecutoria siempre había sido la furia de la fe. Siempre supo que no había posible componenda, y él fue el principal promotor del cruento testimonio de Esteban contra la componenda. Era el mismo hombre que siempre había sido. Comprendía que la ceguera equivalía a un pañuelo en los ojos; parte de un juego en que lo hacían dar vueltas y más vueltas, para acabar en una recuperación de la vista que le hiciera contemplar el mundo desde otro ángulo. El mismo mundo, y él, que lo veía, la misma persona; pero distinta luz. El Dios de la nueva fe llamaba a sí al zelota de la antigua, y, al chasquido de sus celestiales dedos, la causa se había trocado en otra. Sin, no obstante, dejar de ser la misma, porque entre la nueva y la vieja no había verdadera solución de continuidad: la una desembocaba en la anterior.
Así, llevado como mansa res, entró por la puerta meridional de la ciudad. Oyó el ruido de ésta: ruedas, los pregones de los mercaderes, el relincho de un caballo, el rebramido de un camello, muchachas que se reían del ciego, un pájaro que trinaba en su jaula, muy cerca, a la derecha.
—¿Qué tal aspecto tiene la ciudad?
—Igual que otra cualquiera.
—Hay que ir a casa de Judas. En la calle Recta. Tendrás que preguntar cuál es.
—Ésta me parece bastante recta. ¿Nos esperan?
—Es alguien de Jerusalén, que acoge a gente de Jerusalén.
Saulo dio un tropezón. Entre su conductor y él se había cruzado un gato, o algún otro animal de pequeña estatura. Una risa de niño acompañó su tropiezo. Le dio la impresión de que Set acortaba la atadura: sentía mucho más cerca el bulto de su acompañante, incluso su calor.
—Vamos a caminar juntos —dijo Saulo; y él mismo, con voz segura, preguntó a la oscuridad—: ¿La casa de Judas, en la calle Recta?
—¿Judas el remendón? —indagó alguien. Nada impedía que fuese un zapatero remendón. Y, así, Saulo pronto sintió que el calor y el ruido se cambiaban en frescura y silencio, excepción hecha del distante martilleo de, quizá, un aprendiz fabricando una sandalia, y de la queda presentación que Set estaba haciendo a Judas —tenía que ser él— de su propia persona y de la de su ciego acompañante. El silencio parecía como de habitación de enfermo. Pero Saulo no estaba enfermo: sólo ciego y cansadísimo. Lo condujeron con suavidad hasta una habitación pequeña, como una celda (lo cual dedujo de la forma en que la voz resonaba en las paredes), y lo tumbaron en algo duro. Allí, adivinando que dormir formaba parte del acto de transformación, entró en una modorra de unos cuantos segundos, antes de caer en el hondo pozo del sueño.
No puedo sino imaginar los sueños de Saulo, múltiples quizá, y complejos. Digamos que —con el ojo interno cegado por el resplandor de la puerta al amanecer— vio el Templo; éste se disolvió grácilmente: las esquinas se le fueron ablandando en arcos humanos, y adquirieron los arcos formas de mujer, desnuda y ofrecida. No percibía con claridad su rostro, pero los voluptuosos perfiles de sus brazos y piernas y pechos le soliviantaron la lujuria; deseo que, aún no santificado por contrato de entrega, se le antojaba correcto; o no: incluso santo. Supo en el sueño que su propio cuerpo, hasta ahora retesado por el odio fanático, estaba acoplándose a la aceptación de sus funciones, libre de ese miedo a lo físico que había caracterizado su comportamiento anterior. La enfermedad fulminante, le dijo el sueño, no se repetiría, porque no fue más que la protesta del cuerpo contra la rigidez combinada del músculo y de la fe. Lo que Dios había hecho, bueno era. La forma humana constituía un milagro de artesanía, y el conjunto de la sensibilidad del hombre era un logro demasiado precioso como para arrojarlo al polvo. Dios había aceptado residir en él, para regresar al mundo del espíritu puro transformado por la acción de los nervios y de la sangre. Dios había subido al cielo como hombre; con su sensibilidad humana purificada, ciertamente, pero también exaltada a un nuevo orden que no se podía describir con las palabras de la antigua jerarquía. Como hombre, Dios había regresado a su hogar, y como hombre lo seguiría el hombre, no como ángel —porque los ángeles eran espíritu puro—; carne transfigurada en… Era menester una nueva palabra. ¿Santidad?
La palabra amor —amor, agape, houb, ahavah, ai, upendo— llenó el altivo azul que cubría el Templo desvanecido. Este ahora, fluía como oro líquido y marfil por las atarjeas de una Jerusalén transformada. Alguno de los idiomas a que en el sueño se había traducido la palabra le eran desconocidos, pero el significado iba más allá de los accidentes de lengua y paladar. En el amor se proclamaba la unidad de la creación divina, en la cual el hombre hallaría su hogar con sólo desearlo. Pero, vuelto a ver, ahora, como figura del cosmos divino, el hogar, en el sentido más humilde, era santo y reclamaba un amor que se situaba por encima de la mera comodidad del hábito. Las hormigas que desfilaban por el suelo de piedra con una brizna de pan impregnada de miel, el rayo de luz de la ventana y las motas de polvo de la columna solar, el viejo cantante callejero, con su voz resquebrajada, que pasaba a diario frente a la casa de su hermana, la rata gris asomándose por una hendija… Todo ello formaba parte de la unidad. Al oír la palabra uno —ena, wahid, echad—, vio cómo el marfil y el oro que cantaban en las atarjeas volvían a su belleza y a su fuerza original. Y el Templo llenó el espacio de que había desertado, recuperando por entero su hermosura y su fuerza primitivas. Nada debía destruirse ni perder santidad, porque todo formaba parte de la unidad de la mente divina. Oyó diversas voces que lo llamaban, aunque no por su nombre, que parecían ignorar. «Saulo», replicó; pero ya no era Saulo.
Al despertar, aún le estorbaba los párpados el peso del sueño; para su sorpresa —y demasiado humana desilusión—, seguía sin ver. Notó que alguien suspiraba, sentado en su cama; un hombre muy alterado.
—¿Set?
—¿Me lo puedes contar ya?
—¿Oíste la voz?
—Lo único que oí fue el grito que lanzaste al caer.
—Era su voz. Me preguntó por qué lo perseguía. No perseguiré más. Puedes volver a Jerusalén, Set.
—¿Quieres decir… quieres decir que nuestra labor ha concluido?
—Mi labor. Tú eres libre de hacer lo que te plazca.
—Me quedo contigo. ¿Se acabó… se acabó lo de los nazarenos?
—Yo voy a hacerme nazareno. Tú actúa como quieras.
Percibió un hondo suspiro de dolor y desconcierto.
—Te vas a hacer nazareno. ¿Así de sencillo?
—Estaba luchando contra mi propio ser. Estaba tratando de demostrarme que la vieja senda era fija e inmutable. Tengo que volver pronto a Jerusalén, para poner las cosas en su sitio. Mientras tanto… ¿Recuerdas cómo se llama el jerarca local de los nazarenos?
—Ananías, hijo de Ananías.
—Ve a su encuentro y tráemelo. Dile que ha habido un cambio en mis sentimientos.
—Puede que no me crea.
—Tiene que creerte. He de ponerme en sus manos.
—Muy bien. ¿Vas a comer algo antes de verlo? Llevas largo tiempo en ayunas.
—¿Cuánto he dormido?
—Casi tres días.
Saulo (así hemos de llamarlo aún) meditó sobre aquello. No le había parecido más de una hora.
—No puedo comer —dijo—. Antes necesito agua.
—Te la traeré. —Había ansiedad en la voz de Set.
—No, no. Me refiero a otra clase de agua.
Dos horas más tarde, lo condujeron a un arroyo llamado Máyim, nombre que, como el de tantos arroyos y ríos, no significa otra cosa que agua. No vio a Ananías, hijo de aquel Ananías a quien mató la vergüenza de haber mentido, pero sí oyó la suave voz de un joven correcto. La inmersión le produjo un escalofrío.
—Yo te bautizo, Saulo, para el perdón de tus pecados y en la plenitud de la gracia del Altísimo…
—Ya no Saulo. Ese nombre pertenece a otra persona. A un muerto.
La remisión de su ceguera le fue acaeciendo al mismo tiempo que la de sus pecados. Percibió un panorama de árboles que todavía no alcanzaba a nombrar, un plano de algo que debía de ser agua. Se volvió para encarar el rostro de quien lo estaba bautizando, pero no vio más que un vago bulto con el brazo en alto, una generalidad denominada hombre. Generalidad que pronto se detallaría en lo particular; porque pronto estaría tratando con hombres.
—Me llamo Pablo —dijo.
De modo que Pablo (así hemos de llamarlo ahora) tomó más tarde asiento a la mesa de Ananías, comiendo con hambre. Pan del día, cordero un tantico pasado de brasa, el dejo del vino damasceno. Una joven, hermana de uno de los todavía anónimos nazarenos que ocupaban la mesa, le sirvió más. Se notó en las ingles una punzada de vida al ver la curva de su antebrazo y el tenue vello que lo cubría. Dijo:
—Veo ahora lo que debería haberme sido evidente, pero no lo era. ¿Qué dijo Jesús? «Porque no sois ni calientes ni fríos, sino tibios, os he de vomitar de mi boca». He sido elegido por el ardor, no por la virtud.
—Y —dijo Ananías— ¿vas a hacerte cargo de nuestra tarea en Damasco?
—El conocimiento fue antes que el odio. Este mismo conocimiento fue antes que el amor. Pero con él no basta. ¿Aprenderé más enseñando?
Set estaba sentado a la mesa, pero tan lejos de Pablo como le había sido posible. Todavía se le notaba el desconcierto; no sabía qué hacer, que fuera lo mejor para él.
—Suele suceder muy a menudo —dijo Ananías el Joven— que las palabras me salen de la boca sin ninguna traba. Sólo cuando las he dicho las comprendo. Sí, enseña en nuestra sinagoga. Los nazarenos tenemos que comportarnos con astucia. Y nuestra astucia, ahora, consiste en servirnos de ti. El Saulo convertido en Pablo. Cuéntales tu caso.
—¿Lo creerán?
Hubo quien lo creyó con muchas ganas. Otros no lo habrían creído aunque aquella pequeña sinagoga se hubiese transformado en el mismísimo camino de Damasco, con un trueno de divino arameo retumbando en su cúpula. Pablo dijo a la atestada congregación (y el caso era que también había que amar aquella peste a sudor y a ajo):
—Yo metí en prisión, flagelé, lapidé, di muerte a los seguidores de Cristo. Pero, mientras tales cosas hacía, la gracia operaba en mi interior, igual que la levadura fermenta en la oscuridad. Ni deseada ni invitada. En un relámpago llegó la revelación. La verdad no vino con un alba pálida, sorprendiéndome en el aturdimiento del sueño, sino con la refulgencia del mediodía…
Los ortodoxos se miraron, los paganos temerosos de Dios prestaron oídos.
—… Yo era un corcel que desdeñaba a su jinete, que coceaba contra las espuelas y contra la fusta. Ahora me someto al caballero…
Se puso en pie un individuo corpulento, un pellejero llamado Rechab.
—Tú, Saulo de Tarso —dijo—, a quien todos conocemos y a quien reverenciábamos como azote de la blasfemia y de la falsedad, venías a Damasco, para alegría de los fieles, a apresar y poner en cadenas a los herejes e infieles, a llevarlos ante los sacerdotes de Jerusalén. Ahora te revelas digno de ser apresado tú, y juzgado, y sometido a castigo…
—¿Acaso no se puede cambiar? —exclamó Pablo—. ¿Quién va a impedir que la luz penetre? Lo que he sido lo he sido. Lo que soy, ya lo veis: un hombre que ha vuelto a nacer, que ha recibido otra forma, incluso un nombre distinto. En mi carne, objeto de transfiguración, y en mi alma iluminada sé que reside mi redentor, cuyo nombre conozco: Jesús el ungido, verdadero hijo del Eterno, muerto y resucitado. Creed lo que yo creo…
—Lárgate de Damasco —gritó, a su vez, Rechab—. Eres la vergüenza de la fe. Estás profanando la Casa del Señor.
—Sí, ya me marcharé de Damasco, y pronto —dijo Pablo—. La fe es aquí tan fuerte que ya no necesita del soporte de mis palabras. No temáis, infieles. Mi camino conduce hacia parajes donde aún no se ha escuchado la palabra. He de caminar por extraños senderos, y navegar por mares desconocidos.
Transfigurado en su interior, aun sin dejar de ser el mismo, Saulo, o Pablo, no daba muestra alguna de transfiguración en su aspecto externo. Sus espectadores veían un joven aquejado de calvicie prematura, corto de talla, de color atezado y barba rala, con los ojos juntos, pardos, húmedos y luminosos (aunque su luz tanto podía originarse en la locura o en la enfermedad como en la inspiración). Soñaba con la unidad, pero hay veces en que el cuerpo se mofa del espíritu. Su constitución era propia de alguien con propensión a sufrir cadenas y azotes: algo encorvado, el cuerpo se le encogía al hablar, como receloso de recibir un golpe. No debería resultar tan fácil la transformación de perseguidor en evangelista; no debería ser posible que un simple gesto de prestidigitador, efectuado con los recios dedos de un fabricante de tiendas, hiciera desvanecerse tantos martirios. Había infligido mucho daño, y, en parte, su castigo tenía que adoptar la forma de una persecución contra su persona mientras predicaba el bien. A Dios no se le engaña. El mal no es la negación del bien, sino algo que existe con su propia cantidad, nada escasa. Pablo llevaba a cuestas a Saulo.
LOS CASTRA PRÆTORIA se hallaban al nordeste de la ciudad, entre la vía Nomentana y la vía Tiburtina: una estructura de torvos ángulos rectos, en cuyo centro exacto había un campo de instrucción. Aquí, cierto día, la tropa y los oficiales de la Guardia, incluido Marco Julio Tranquilo, se vieron obligados a contemplar una exhibición de pericia gladiatoria. El más alto y fuerte de los dos púgiles se abstenía, con toda evidencia, de emplear a fondo la espada de madera pintada que blandía. El otro —más bajo, más grueso, más torpe— berreó, con el poco aliento que le quedaba, al clavar su juguete romo en las entrañas del oponente. Ni siquiera se fijó en la gracia con que éste se dejó caer al suelo, aferrándose con ambas manos a la fingida estocada mortal. El vencedor castañeteó los dedos en dirección al intranquilo árbitro, quien inmediatamente le alargó un puñal auténtico, que se alumbró con el sol de mediodía. El que había berreado hundió la punta, echando unas risillas cuando el desvanecido, en su sorpresa, trató de levantarse, con las manos llenas del borbotón de rojo procedente de sus intestinos. «Plaudite, plaudite», gritó Cayo Calígula. Los de primera fila lo hicieron sin entusiasmo; entre los de más atrás hubo alguno que vomitó.
Cayo Calígula fue contoneándose, con sus caliguitas, hacia la puerta que daba a la vía Tiburtina (Vetus), seguido por todo su séquito, los porteadores de cojines, los de golosinas. Estaban levantando un altar no lejos del cuerpo de guardia que había junto a la puerta. Ya habían colocado en su sitio el busto del Emperador, y todavía estaba fresco el cemento empleado para fijarlo. La efigie, coronada de laurel, mantenía apartados sus modestos ojos de la leyenda GAIVS CALIGVLA DIVVS, pero en su boca campeaba una sonrisita falsa. Cayo Calígula dijo:
—Un dios, un dios. Bueno, si los judíos tienen su dios único, ahora también lo tenemos nosotros. No una deidad cualquiera, tribal y desaseada, sino un señor de los continentes y de los mares. Nuestra santa tarea consiste en llevar la nueva fe en el dios único a los parajes bárbaros de la tierra. Britania, Alemania. Tracia. Y otros.
El tribuno Cornelio Sabino dijo:
—¿Y Palestina?
Había escuchado una discusión a puras voces entre el Emperador y Herodes Agripa a este respecto. El Emperador se había inclinado, amablemente, ante la mayor seriedad del monoteísmo. Pero los locos cambian a toda prisa. Cayo Calígula dijo:
—Ya tienen el suyo… Lo acabo de decir. Aunque, claro… Sí, hay cierta lógica en ello. Cierta lógica. Bueno, romped filas.
Y saludó a su propio busto, antes de dirigirse, sobre la alfombra púrpura, a su coche, un armatoste dorado, costroso y de muy mal gusto. Varios oficiales fueron a tomar un baño antes del almuerzo de mediodía. Ya estaban preparando el cadáver de Opsio para las exequias. A nadie se le estropeó mucho el apetito: al fin y al cabo, la muerte no pasaba de ser un compañero de juego. Marco Julio Tranquilo se quitó la loriga como si estuviese profanada, y dejó sus piezas esparcidas por el suelo, para que el asistente las estregase y las puliese. Luego se precipitó hacia las cuadras que había en el lado norte del cuartel. Allí ensilló y montó una yegua pía llamada Eufemia, que estaba en ese momento en el último bocado de su yantar y no tuvo a bien dedicarle un relincho de bienvenida.
Cabalgó en dirección oeste, hasta el Viminal, donde torció hacia el Vicus Patricius; fue trotando, no sin dificultad, por las calles del centro de la ciudad, que, por ser mediodía, estaban abarrotadas de gente. La vía Sacra. El Foro. El Palatino. Tenía autorización para entrar en él. Los galpones de los esclavos ocupaban una zona alejada, en la linde septentrional de la finca, ocultos por una arboleda de variada composición: pinos, álamos, cipreses, castaños. Marco Julio encontró a Sara esperándolo a unos cuantos pasos del patio de los esclavos, en territorio de los amos, donde crecían las flores. Tenía, por los nervios, una rosa torcida entre las manos. Marco Julio se las tomó. La flor cayó al suelo, deshojada. La situación era absurda, y ambos lo sabían. Se comunicaban en griego, en cuyo conocimiento estaban a un nivel parecido. ¿Rut? Había muerto, con su hermana al lado, dos días antes. Nadie le había prestado ningún cuidado: una molestia, carne de esclavo que ya no sirve para nada, que la lleven viva al incinerador. Sara se había expresado con ardor, que le respetaron un tiempo. No hay nada como el ardor. Reclamó que sepultaran a su hermana en la tierra y que viniera un rabino de la ciudad; que se entonara el qaddish. Pero los esclavos no tienen derechos, y mucho menos un esclavo muerto. De manera que Rut fue enterrada como un perro. Sara mantenía la calma al respecto; la calma de quien sabe que no puede llevar, con provecho, la furia de un país conocido a otro por conocer; aquí, la furia habría constituido un inútil lenguaje. Pero la furia es líquido, y la calma piedra, y con piedra se pueden quebrar cabezas. Sara guardaba su piedra contra algún día; para algún día.
—Yo no debería estar aquí —dijo, refiriéndose a esa zona situada a unos cuantos pasos del territorio esclavo.
—Ni yo. Y lo digo en más de un sentido. Su locura se agrava.
—Podrías marcharte.
—¿Marcharme? La tradición familiar. El servicio al Emperador. Mi padre y, antes de mi padre, mi abuelo. Sus jerarcas fueron diferentes. En aquellos tiempos había hombres libres.
—¿Cómo va a terminar esto?
—Alguien le dará una puñalada al divino Cayo. Como él se la dio a Opsio esta mañana. No, no me preguntes sobre eso. Está sucediendo a cada rato.
—¿Por qué tienen que ser así las cosas?
—¿Y preguntas por qué, habiendo visto lo que le pasó a tu hermana? El poder está divorciado de la razón. Yo a eso lo llamo locura. Cuando aseste el golpe, habrá razones en la punta de mi puñal.
—¿Tú vas…?
—O alguien como yo. Será el ejército, sin duda alguna. Él piensa que el ejército lo ama. Patético. El ejército puede muy bien constituirse en brazo armado del pueblo.
—No entiendo nada de eso. Roma no es de verdad.
—La muerte y la tortura son muy de verdad. También la bancarrota. Se gastan millones en templos y altares al divino Calígula. Los tributos están al máximo. Quien te ha comprado es la locura romana. Y pensar que siempre nos enseñaron que los locos erais vosotros, los judíos, que teníais que adquirir las virtudes de la estabilidad romana.
—Tampoco en Judea se echa en falta la locura. ¡Mira quién viene por ahí!
Era una mujer de mediana edad, otrora parte de una familia traída en grilletes desde las tierras del Rin. Tosca, con unas trenzas pajizas que ya blanqueaban, vestida con el blusón azul de las celadoras de esclavas. Farfulló, en mal latín:
—Tú, fulanita, ¿no has oído que te estaba llamando?
—Si no sabes mi nombre, señora, ¿cómo voy a oírte cuando me llamas?
—Hay cien gallinas por desplumar. Venga, a trabajar. Mira que sois vagos los judíos.
—Estás, quienquiera que seas —dijo Marco Julio Tranquilo—, interrumpiendo una conversación privada.
—Los esclavos no tienen conversaciones privadas, tú, quienquiera que seas.
—Soy Marco Julio Tranquilo, centurión triario de la Guardia Pretoriana. Respeta las distancias, mujer.
—Calla —dijo Sara—. Ya me voy.
—Y —añadió Marco Julio— a ver cómo te portas con esta señora. Sí: señora. La esclavitud no quiere decir nada. Ha habido reinas que fueron esclavas.
—No va a servir de nada bueno —dijo Sara al marcharse.
—Las cosas van a cambiar. Las cosas van a tener que cambiar —dijo él—. Trataré de verte mañana.
Mañana significaba algo distinto para Caleb, el hermano de Sara, que se estaba adiestrando en la lucha al pie del monte Palatino, en uno de los gimnasios que suministraban púgiles a los juegos imperiales. «Metelo», había dicho, no sin mencionar también el nombre del patricio que lo avalaba, aquél a quien había impresionado en el viaje de venida. Desnúdate, le había ordenado el director de los juegos. Desnudo, había tenido que soportar las sonrisas —no mal intencionadas— de todos los presentes. Nullum praputium. Si tú te llamas Metelo, yo soy el fantasma de Julio César. A ver qué es lo que sabes hacer, muchacho. Ay, desnudo, los huevos se bambolean. Testibus ponderosis, por citar a Cicerón. Y Caleb se puso delante de un tipo tuerto, mitad griego mitad árabe, flexible, correoso, cuyo cuerpo ya estaba pulido con aceite de oliva. Caleb se conocía el truco, que era árabe. Agarró una toalla y pidió al individuo que con ella se dejara seco y agarrable. ¿Ah sí? ¿Y quién era él, un judío, para dar órdenes? De manera que Metelo lo asió, escurridizo y todo, por el largo cabello —que, cosa rara, no era nada grasiento— y lo arrojó a la arena de la fosa de pugilato, rebozándolo con los pies como a un pescado en harina. Luego, cuando el enarenado árabe heleno se levantó protestando, Caleb exhibió unas cuantas de sus llaves palestinas. Vas a valer, muchacho. Con el tiempo, claro. Hace falta estilo y hace falta gracia. Al público romano no se le puede venir con cualquier cosa. Anda, a ver si este gigante germano te mete en cintura. O te la parte. Todos tenemos que aprender. El tal gigante germano era un Goliat con una verruga en la frente, como una piedra que le hubieran incrustado de un hondazo. Era fuerte, pero lento. Tenía el cuerpo sembrado de vello color arena, como un trigal, con excepción del ancho pecho, en el cual los pelos eran como barbas de escoba. Volteó a Caleb igual que si de un saco de afrecho se hubiera tratado, y luego lo dejó caer a sus gruesos pies de germano. Caleb le hincó los dientes en el dedo pequeño del pie izquierdo, y se lo habría arrancado de cuajo si el gigante, con un aullido, no le hubiese propinado un tantarantán en la nuca. El golpe dejó malparado a Caleb y le suscitó una furia que más le valía controlar: la furia era piedra, la calma líquido. Con las piedras gemelas de sus puños, Caleb dio un brinco para aplastar la nariz del germano, de cuyos caños brotaban pelos como de dos cornucopias, también gemelas. El germano perdió el ánimo y se tambaleó, sacudiéndose la sangre del labio superior. Caleb volvió a brincar, esta vez para arrancarle los pálidos ojos germanos. Recibió un golpe en la mandíbula y se sorprendió al notar que los huesos le cambiaban de sitio. Se tomó dos segundos de respiro, bailando lejos del vendaval de golpes, para colocarse la mandíbula. Se zambulló en busca de la pierna derecha del otro —una especie de enorme tronco cubierto de musgo— y la ciñó en un abrazo que ningún puñetazo ni ningún golpe lograron destrabar. Lo iba a derribar, por el Santísimo Señor de los Ejércitos que lo iba a derribar. Y lo hizo. Bailó sobre la enorme barriga desnuda. Ya basta, muchacho, ya nos has demostrado de lo que eres capaz. Hazle una reverencia a tu oponente. Vete ahora a los dormitorios.
Mañana, en otro sentido, quería decir el día de ajustar cuentas; pero no estaba claro con qué o con quién. Incendiar el palacio. Armar a los judíos. Hacerle una dolorosísima llave al Emperador y gritar: «Deja que mis hermanas se marchen». Cada cosa a su tiempo. Mañana llegará, pero no mañana.
—¿MAÑANA? —dijo Pablo—. Mañana puede estar muerto. Digo esta noche, ahora mismo.
—No hablo como nazareno —dijo Set—, porque no lo soy, o, por lo menos, todavía no. Pero doy por sentado que me sigues teniendo por amigo tuyo.
—Amigo y hermano. Y estás preocupado por mi vida. Bueno, pues yo también lo estoy: me queda mucho por hacer, y he empezado tarde. Pero mi cobardía no será de ninguna ayuda a la causa.
—De noche —dijo Ananías—, las calles son siempre peligrosas. Es una locura salir.
—¿De quién procede el peligro? —preguntó Pablo—. ¿De los judíos o de los árabes?
—En lo que a ti respecta —dijo un anciano desde su asiento junto al fuego—, de ambos a la vez.
Pablo dijo que sí con la cabeza: el hombre parecía tener razón. Había salido de la ciudad, entrando en territorio nabateo. Incluso había acudido, en peregrinaje, al monte Horeb, para aclararse las ideas, pero el Dios de Moisés y de Elias no había proferido ninguna seña especial, a no ser que por tal se hubiera tomado el aparato del mal tiempo: en la cima refulgieron malhumoradas centellas. Los árabes nabateos a quienes predicó fuera de los límites de la ciudad no dejaron de entender su arameo, pero reaccionaron de mala manera al mensaje sobre el Hijo de Dios. Lo que querían era que los dejasen en paz con los balidos de sus cabritos y con sus perolas. No les gustaba que un extranjero calvo se les plantase delante y les estropeara con ideas nuevas un día saludablemente monótono. El etnarca de la ciudad, vasallo del rey Aretas —hombre extremadamente conservador—, estaba sin duda alguna dispuesto a colocarse del lado de los judíos damascenos en cuanto dieran el primer grito en contra del blasfemador chaquetero. Esa doctrina del amor era altamente subversiva. Pablo se quedó mirando el fuego que había prendido la madre de Ananías: refrescaba al atardecer. En el fuego, que escupía igual que los árabes nabateos y que sus camellos, no descubrió ningún buen augurio.
—Hay un compañero nazareno —dijo— agonizando por la paliza que le han dado los esbirros del tal Rechab. Ese hombre necesita que yo lo conforte. Y ¿me voy a quedar aquí, remoloneando, por culpa de unos cuantos matachines con cuchillos de cortar el pan? Tengo mi propia guardia, además. ¿O no?
Lanzó una sonrisa, pero no obtuvo respuesta de Set, ni de Ananías, ni de los —fornidos, sí, pero no especialmente corajudos— gemelos Abdil y Mibsam (si tales eran sus verdaderos nombres). Estos últimos siempre se estaban mordiendo los labios. Pablo se levantó de junto al fuego y dijo:
—Voy allá.
La casa del nazareno agonizante no quedaba muy lejos de las murallas de la ciudad. El adarve que circundaba éstas trazaba una cerrada curva, en la que venía a desembocar un laberinto radial de retorcidas callejas. La luna estaba casi en su plenitud, aunque luchando con indolentes nubes de lluvia. Pablo caminaba a paso muy largo, y sus amigos tenían que ir al trote para no perder contacto con él. No estaban en modo alguno preparados para defenderlo contra los puñales, porque, habiendo hecho voto de amor, iban desarmados. Pero Set, que, gracias a Dios, aún no se había convertido, sí que llevaba su cuchillo. Cuando surgieron de las sombras tres matarifes, gritando indecencias que había que entender como manifestaciones de santidad, fue Set quien lanzó el primer golpe. Pablo vio cómo se derrumbaba Ananías —era él, estaba seguro— gorgoteando; herido en el cuello, como cuadraba hacer a los matarifes. Pablo tropezó en unos escalones que había a su derecha. En lo alto, alguien agitaba un farol. A su luz vio que Set se debatía contra dos enemigos, mientras un tercero recogía el brazo hacia atrás para hundirle el puñal en el estómago. Luego, el farol se alejó. Quien lo llevaba decía, a voces:
—¡Pablo! ¡Pablo! ¡Aquí, de prisa!
Pablo subió, a tropezones, para descubrir que la escalera conducía a una puerta abierta. Casa abierta en las murallas de la ciudad.
—¡Entra, de prisa!
Oyó tras él un estertor que no podía significar sino la muerte de Set, y unos pasos que se alejaban a la carrera: sin duda alguna los gemelos, mordiéndose los labios mientras huían.
Pablo, acezante, trató de ver algo en las sombras que lo rodeaban, ya dentro de la casa. El dueño, cuyo aspecto, por el oscilante farol, adquiría espectaculares tonos rojos y dorados, con adumbraciones negras como la tinta, parecía ser un individuo robusto, de edad mediana. Con la mano libre echó tres cerrojos rechinantes. La casa debía de haber sido una especie de puesto de guardia antes de que los romanos pacificaran la región. Pablo oyó cómo golpeaban con el mango de los cuchillos y con los puños la recia madera de la puerta candada. Queremos a Pablo el renegado, queremos rebanarle el pescuezo, entregadlo a la justicia de Dios, por sumaria que sea. El dueño de la casa gritó:
—¡Rebeca! ¡Leah!
Las dos ancianas salieron de una habitación, un agujero negro, llevando una lamparilla situada entre ambas. El hombre se acercó a Pablo y le echó un aliento hogareño y seguro: había cenado queso de cabra con cebollas.
—Voy a tener que abrirles. Sígueme, de prisa.
Leah y Rebeca se pusieron junto a la puerta y, tras haber intercambiado un gesto afirmativo, empezaron a graznar altísonas maldiciones contra aquellos malvados que sacaban a dos buenas mujeres de sus desguarnecidos lechos. Pablo fue conducido hasta una abertura con los cierres retirados; más allá se extendía la noche lóbrega; hacia abajo, iluminado por el farol, un muro de piedra, el de la ciudad, sin ninguna clase de estribaderos para el pie. Pablo negó con la cabeza.
—Espera —dijo el hombre. Trajo, gritando «¡Un momento, un momento!» a los martilleros, un cesto de malla del tipo que los griegos llaman sagrane, y que se empleaban para izar balas de heno. Ya le había amarrado una soga. Las dos ancianas seguían maldiciendo de todo corazón, pero, a juzgar por la manera en que, mirándose, meneaban la cabeza, las imprecaciones no parecían servir de mucho freno a los santos perseguidores. Pablo se metió en el cesto.
—Ahora —dijo el hombre—, cuanto más despacio, mejor.
Y, halando con fuerza la cuerda, mientras, al mismo tiempo, la iba soltando a trechos, con un rítmico movimiento de las manos, no quitaba ojo del descenso de Pablo. Pablo lo veía allá arriba, con su tira y afloja, e hizo seña con la mano cuando se sintió rebotar suavemente en el suelo. El hombre no alcanzaba a verlo, pero sí que percibió el vacío del cesto. Pablo se ocultó a la sombra de un contrafuerte, aguzando el oído. ¿Dónde está? Aquí no, reverendos. ¿Dónde lo habéis ocultado? Muy evasivos, estos nazarenos; clientela escurridiza, por así decirlo. Unos cuantos gruñidos, un portazo, gritos, más gruñidos; luego, el silencio se hizo en el adarve. Llegó, desde arriba, un silbido en forma de pregunta. Pablo silbó en forma de réplica. Después se quedó solo, con la noche y con las lágrimas de rabia a cuestas.
A la manera hebrea, tales lágrimas hubieron de posponerse —junto con los gritos lanzados al cielo— hasta que se alejó un tanto de la ciudad. Se echó a descansar, temblando, también, por causa del aire nocherniego, al socaire de unas gavillas de heno que había en un campo. Unas vacas mugieron desde el establo, y un borrico le brindó su lección de rebuznos. Él rebuznó una furia que de ningún nazareno podía haber aprendido. ¿Qué diferencia había entre el apedreo de Esteban y las heridas en la carne de Set y de Ananías? De ambas cosas era él responsable. Era el mismo de siempre, alguien que traía consigo la muerte, y ni siquiera había empezado a traerla de veras. Mejor no haber nacido, cloquearon, a lo lejos, unas aves de corral. Palabras de sus propios labios, pronunciadas con amargura mientras estudiaba los santos escritos con Gamaliel. Nadie había sido nunca capaz de hacerlo bien a ojos de ese Dios dispéptico y caprichoso. Le gustaba el olor a carne quemada; tanto, por lo menos, como un buen tajo en el prepucio de un niño. Enteramente irrelevante había sido su réplica a los lamentos del pobre Job. ¿Hasta qué punto podía haber cambiado ese Dios bajo la influencia humanizadora de su bendito hijo? Te he escogido, Saulopablo, por el rigor con que atraes la muerte. Ulularon los mochuelos, al acecho de los ratones. En el mundo nocturno alentaba el terror de la persecución. No había unidad alguna, sino sólo una división amarga, obra de un creador que, en la certeza de su propia unidad, se divertía con el espectáculo del dolor, de la duda, de la ley de devorar antes de que te devoren. Las nubes se habían deslizado velozmente por encima de la calzada occidental que llevaba a Tiro, dejando al descubierto una luna llena y venosa, como un ojo inyectado en sangre. La luna otorgaba a los campos y las colinas una burlona bendición de plata.
Amor. No poco habría dado por hallarse en el lecho de una mujer; sin rostro, como Eva, y con el cuerpo de Eva para servirle de confortación: primera madre nuestra, amante primordial, con la mente, tan impenetrable como la de Dios, absorta en sueños de traición, con un laberinto de caprichos en el cerebro. Pero el amor por el cuerpo de la mujer no era sino astucia de Dios para que más criaturas crecieran en el sufrimiento. Le entraron ganas, por supuesto, de volver a encontrarse en la cama, con su madre al lado, protegido su sueño de la pesadilla que la había atraído hasta su cuna, porque el dormir de una madre se solivianta en seguida, incluso con el lloriqueo casi inaudible de un niño que se debate en brazos de una mala soñación, regalo de Dios a su inocencia. Pero sabía de cierto que ahora estaba totalmente solo, cargando con un amor muy distinto y acaso inútil. Ningún cuerpo de mujer le serviría jamás de consuelo. Ese ensueño de aceptación había sido obra de sus nervios y de sus músculos, anunciando que el íncubo de la enfermedad fulminante había tocado a fin. De ahora en adelante, el dolor le llegaría de afuera. Era fuerte y poseía buenos talentos, y estaba dispuesto a predicar que todos los hombres padecen del mal fulminante, regalo de Eva. Tuvo el extraño presentimiento de que era a Eva a quien tenía que presentar batalla. Eva, de plata, se alzaba por encima de aquellos oteros, brotándole del cuerpo unos pechos iguales a monstruosas verrugas. Se secó las lágrimas con la manga de la túnica. Luego, tratando de llenarse el cerebro de amor por un mundo desamable, emprendió, sin báculo ni fardo, el camino de Jerusalén.
EN CESAREA, al clarear el día anterior, lo primero que desembarcaron del barco mercante procedente de Putéolos fue una enorme banasta. El procurador Marcelo y el centurión triario Cornelio sabían lo que contenía. Observaron desde el embarcadero cómo la sacaban, tirando del asa y empujando del cuenco —entre las rotundas imprecaciones de los stipatores o estivadores—, de debajo del gancho de la grúa que la había levantado, balanceándose en su sujeción de cobre, hasta la orilla. Marcelo dijo:
—¿Qué hago, Cornelio?
—Contemporiza —dijo Cornelio—. Dale tiempo al tiempo. En ello estriba el verdadero arte de gobernar. Por otro lado, si lo que quieres es una matanza general, de unos y de otros, obedece a ese hombre, o a ese dios por quien se toma. No hará falta que te señale lo tremendamente blasfemo de todo este asunto.
—Blasfemia —dijo Marcelo—. Blasphemos. Me paso el día oyéndoles esa palabra a los judíos. No la entiendo. No es un concepto romano. Quizá no haya recibido la educación adecuada. Si creen en un solo dios… Bueno, pues ¿por qué no pueden admitir la imagen de este dios único en su maldito Templo?
—Sí —dijo Cornelio—: la educación romana no resulta de mucha utilidad por estos pagos. A menos que los romanos no pretendan de esta gente más que sacarle el dinero. Seguro que has tenido que meditar no pocas veces acerca del verdadero significado del nombre con que se designa tu cargo. Un procurador está aquí para procurar. Así que lo único que importa son los óbolos y las monedas. Deberían alegrarse de esta oportunidad que se les presenta de hacer pasar la imagen del deificado Cayo Calígula por la verdadera efigie de Jehová. Inclinarse ante ella, rezarle. Pero Dios carece de efigie. Y Dios no es un hombre.
—¿Cuánto tiempo llevas destinado aquí, Cornelio?
—Lo bastante como para haberme enterado de cuáles son sus creencias. Pero no para aprender su lengua hasta el punto de ganarme su confianza. Ni para leer sus libros. Me faltan tres años para el retiro, y entonces me quedará tiempo libre por delante para ponerme a ello.
—Todo eso, sabes, es un error —dijo Marcelo—. No estás aquí para ganarte su confianza, ni para leer sus libros. Son un pueblo colonizado, y nosotros estamos aquí para dar órdenes.
—Preferirán la muerte antes que obedecer ciertas órdenes romanas. Además, está pactado el carácter inviolable de su religión.
—El carácter ¿qué?
—Inviolable. No se puede interferir en ella. Si les dices que el Emperador es Dios, ya estás interfiriendo.
—Pero, maldita sea, tienen que obedecer al Emperador.
—A quienes tienen que obedecer es a sus recaudadores de tributos. Y no hay más.
Marcelo refunfuñó. La gigantesca armazón ya estaba en el muelle. Se había aflojado una tablilla de roble. Hubo en el interior un cálido destello de metal. Dijo:
—Según afirman los de la nueva secta judía, Dios se hizo hombre. Ese esclavo llamado Cresto.
—En eso hay una ligera confusión, procurador, como ya antes me he tomado la libertad de señalarte. Cresto es, te lo aseguro, bastante corriente como nombre de esclavo. ¿Qué significa? Dichoso, servicial, útil. Pero el nombre a que tú aludes es Cristo. Que no fue esclavo, sino vástago de la casa real de David. Si lo que tienes en mente es hacer pasar esta estatua del Emperador por representación de Cristo, te vas a ver envuelto en tremendos problemas por ambas partes. No la introducirás en el Templo. Ni esta imagen, ni ninguna otra. Estás en un atolladero. Dicho sea con el debido respeto, naturalmente.
Suspiró el viento del alba, y en ello lo acompañó Marcelo.
—Tengo que dejar de acudir a ti en busca de información, Cornelio. Siempre me la das en demasía. Pero acepto tu consejo. Habrá que almacenar temporalmente al divino Calígula. Ya encontraremos alguna excusa si nos hacen una visita senatorial. O si los poderes establecidos en Siria se ponen a hacer preguntas. Que la efigie ha sido derribada, o desfigurada, por la cólera del populacho; algo por el estilo. Que nuestros más cualificados artesanos la están reparando. Ya tenemos bastantes problemas con estos malditos judíos, sin necesidad de buscárnoslos nosotros mismos.
Pero es bien sabido que las buenas intenciones —y esta contemporizadora estrategia del procurador por tal puede tenerse— suelen echarse a perder por culpa de aquéllos a quienes toca llevarlas a efecto. Fue en Roma donde se originó el peligro de revuelta en Judea. Filón Judeo, cabeza de la comunidad judía, recabó audiencia con el Emperador en persona. Quería hacer constar una protesta. Se presentó en los jardines del Palatino con una delegación de seis varones de su misma raza, buenos romanos, aunque luengos de barba, y con bonete y manto, a la manera de su pueblo. Cayo Calígula permaneció repantigado en una tumbona de jardín, acariciándole las piernas a un muchacho griego, bebiendo vino sin ofrecer, escuchando a medias, bajo los cipreses, mientras Filón decía:
—La noción del Dios único, no de un panteón, Júpiter, Saturno, y todos los demás…
Filón echó un vistazo al panteón de pétreas figuras que se alineaban a lo largo de un paseo del jardín, con cuerpos que variaban en musculatura tanto como en atributos de oficio pseudodivino (rayo, tridente, alas en los talones), pero luciendo todos ellos el mismo rostro e idéntica sonrisa.
—Bien, César, el Estado romano ha aceptado hace mucho tiempo el hecho de que la noción judía de Dios tiene que ser respetada por la potencia ocupante…
—Sólo el Emperador impone respeto —dijo el Emperador—. Vuestras creencias, de las que algo sé, porque son las de mi viejo amigo Herodes Agripa, sin duda se toleran, y con eso debe bastar. Son algo raro, exótico, divertido. Ponen su propia nota de color en el abigarrado tapiz de nuestro Imperio. Incluso han enseñado algo a nuestro Imperio: esa idea del dios único a que te estás refiriendo. Tal dios es el Emperador, y ningún otro. ¿Puede haber algo que produzca mayor satisfacción?
—Para los judíos no resulta muy satisfactorio —dijo Filón—. Para nosotros, Dios es espíritu innato e inmortal. Todos, incluido el Emperador, tenemos que morir.
Cayo Calígula pellizcó el muslo del muchacho griego hasta que éste emitió un chillido.
—No te atrevas a hablarme a mí de muerte, ¿me oyes? Un dios es, por definición, inmortal.
—Ruego al César que me perdone —dijo Filón—. Voy a limitar mi solicitud a lo siguiente: te rogamos, en aras de la paz en tus posesiones de Palestina, que no insistas en instalar tu estatua en el santo Templo de Salomón que está en Jerusalén.
—Ya ha sido instalada. Para gran satisfacción del pueblo judío. O, por lo menos, no me ha llegado ninguna queja. Ahora pueden ver a su Dios con los ojos. Tienen algo sólido ante lo cual inclinarse.
—Traicionaría la fe de nuestros padres si te dijera: sí, César, así es. Pero no es así. Parece que tu procurador, Marcelo, es un hombre con sentido común, que hace honor a la capacidad del César para escoger buenos administradores…
—No fui yo quien lo nombró. Fue el Emperador Tiberio. No sé nada de él. ¿Acaso —y se inclinó hacia adelante, boqueando aire—, acaso ha desobedecido mis órdenes?
—De Jerusalén han llegado cartas a nuestra comunidad local en el sentido de que Marcelo, muy sensatamente, ha pospuesto el cumplimiento de tu mandato. Pero ahora le han llegado órdenes terminantes del gobernador de Siria para que lo lleve a la práctica de inmediato. Espero que no será necesario insistir en…
Pero Cayo Calígula se había puesto en pie y pataleaba con sus caliguitas. Puso una mirada aviesa en Torcuato y Estrabón, que eran los dos funcionarios estatales de guardia. Aulló:
—¿Por que no se me ha informado de eso? ¿Por qué se me ocultan cosas?
No alcanzaron a responder. Filón dijo:
—Para terminar: tu procurador, Marcelo, se ha visto obligado a ordenar que tu estatua… Te rogamos que anules la orden… Por la paz y la tranquilidad…
Cayo Calígula, echando espumarajos y bailando, gritó:
—¡Fuera de aquí, puercos judíos! Me voy a desembarazar de ese procurador tan… tan amistoso. Lo voy a hacer venir aquí y le voy a aplicar su castigo. Vais a tener su cabeza en la sinagoga de Roma, para que le podáis echar canturreos a vuestro único amigo romano. Difunto, desgraciadamente. Siempre habéis querido un rey judío para vuestra judiez, ¿no es así? Bueno, pues vais a tener al rey Herodes Agripa, que es un verdadero amigo de Roma. Él se ocupará de instalar mi imagen. Él se ocupará de que se le rinda culto según los sagrados ritos imperiales. Quitad vuestros sucios cuerpos de mi presencia.
—Con todo respeto, César —dijo Filón, sin alterarse—, sois vosotros el pueblo impuro. Y estáis incircuncisos. Los judíos tienen por misión la de purificar el mundo. Lo que tú te propones es ensuciarlo todavía más. Va a correr mucha sangre, créeme…
Pero el Emperador les aplicó el látigo. Tomaron, para retirarse, por un sendero de madroños simétricos, con tanta dignidad como la prisa les permitía. Luego, el Emperador, luciendo un manto azul celeste bordado de azafrán, que le dejaba al aire lo más de los depilados muslos, arremetió contra Torcuato y Estrabón. Garrote, crucifixión, bienes confiscados. Asintieron sabiamente; ya habían oído antes esa misma canción.
—Confiscación de bienes —dijo Estrabón, al fin—. Me alegro de que el César saque este asunto a colación. Haz lo que dispongas hacer con los judíos, pero tu otra propuesta es inaceptable.
—¿Qué otra propuesta? ¿Qué es lo que es inaceptable? ¿Inaceptable para quién? Si algo es aceptable para el César, no hay más que decir.
—Con el debido respeto —dijo Estrabón—: nuestras tradiciones se oponen a la ejecución arbitraria de patricios romanos para proceder luego a la confiscación de sus bienes raíces.
—No voy a actuar arbitrariamente —replicó el Emperador, más tranquilo—. Lo único que tenéis que hacer es echarles delitos encima. Necesito dinero. Me he propuesto conseguir dinero.
—Hay valores —dijo Torcuato— que pueden venderse en pública subasta. Siendo de origen imperial, alcanzarán precios muy altos.
—¿Yo —gritó el Emperador—, vendiendo mis propios bienes y enseres?
—Cosas que el César posee pero que no usa nunca, y que no echará de menos —dijo Estrabón—. Ahí está, por ejemplo, el más viejo de los carros de oro. Y las setecientas yugadas de cerca de Neápolis. Y la Casa Imperial posee más esclavos de los que necesita.
—Marchaos —dijo Calígula—. Marchaos. Vuestras caras me ponen enfermo. Un dios, vendiendo lo que posee por derecho divino. Tenéis ideas propias de lunáticos desenfrenados.
Y en seguida aulló:
—¡Malditos judíos! Tú, Estrabón, coge un barco para Palestina. Ocúpate de que la orden se cumpla.
—Con el debido respeto, César…
—Respeto, respeto, respeto. Eso es todo lo que oigo. Pero nunca lo veo. ¿Soy o no soy el Emperador?
Por el momento, dijo Torcuato, para sí.
PABLO LLEGÓ a Judea con capucha. Y a boca de noche. Pero José Bernabé lo reconoció por la manera de andar. Había corrido, desde Damasco, un rumor al que resultaba muy difícil dar crédito. Pero Pablo estaba solo, y no iría encapuchado para protegerse de los simples nazarenos pacíficos. José Bernabé se le quedó mirando mientras tomaba por la calle donde estaba la antigua casa de Matías. Decidió arriesgarse, y lo interpeló:
—¡Saulo!
Saulo se dio la vuelta.
—¿José Bernabé? Sí. ¿La noticia ha llegado ya de Damasco?
—Una noticia difícil de creer.
—Pero tienes que creerla. ¿Quieres conducirme hasta los hermanos? Ya ves que estoy solo. Y también desarmado.
—No se pasa así como así —dijo José Bernabé— de enemigo a predicador de la fe. No de la noche a la mañana.
—Ni siquiera fue de la noche a la mañana, José Bernabé. Al fin y al cabo, tu fe te dice que debes aceptar los milagros. Tienes delante a un hombre cambiado. Incluso en el nombre.
—También hemos oído decir eso.
No estaban en casa más que Pedro, Tomás y entrambos Yagos. El lugar se hallaba tan sucio como siempre, desde su apropiación por los nazarenos. Los apóstoles estaban sentados en torno a la mesa del comedor, sobre cuyo tablero yacía, haciendo las veces de mala cena, una lámpara chisporroteante. Miraron a Pablo con recelo. Pedro dijo:
—Lo que no entendemos es esto: si tanto miedo tienes a que te detengan y te castiguen y todo lo demás, ¿por qué has regresado a Jerusalén? Pero, hombre, es como si te echaras en brazos de tus ejecutores…
—Vengo a recibir instrucciones.
—Bueno —dijo Tomás—, por lo menos es honrado. Va al sumo sacerdote y le dice que se está haciendo pasar por nazareno, y qué hago ahora, santidad. Muy listo.
—No seas tonto, Tomás —dijo Pedro—. Se refiere a instrucciones nuestras.
—Ya sé que el cambio es muy súbito —dijo Pablo—. Sigo siendo un instrumento. Pero ahora estoy en otras manos. ¿Qué queréis que haga?
Tomás farfulló algo así como que quien cambia de chaqueta una vez puede cambiar otra.
—Cálmate, Tomás —pidió Pedro—. Lo que te estoy diciendo, Saulo…
—Pablo.
—… es que te marches de aquí. Que te lo pienses.
—Ya me lo he pensado. O, más bien, ya ha habido quien se lo ha pensado por mí.
—Muerto no vales para nada, y muerto serás si permaneces aquí. Vuélvete a tu tierra. Allí estarás seguro.
—¿A mi tierra? ¿A Tarso?
—Vuélvete con tu padre y tu madre, o quien te quede, y con tus libros y tus tiendas. Haz unas pocas conversiones. Adiéstrate.
—Deseo adiestrarme en Judea. No necesariamente aquí, en la ciudad. Pero es una especie de acto de justicia, predicar a los grecojudíos… Eso es lo que tenía pensado —le vaciló la voz—. En cuanto a los grecojudíos…
—Tan pronto como te fuiste —dijo Yago, hijo de Zebedeo— sacaron a tus víctimas del lugar en que tú las habías metido. Esto ha estado muy tranquilo desde que te marchaste. Pero, si empiezas a predicar, primero te machacarán a ti, y luego se acordarán otra vez de nosotros. Ya hemos tenido suficientes problemas —añadió, el muy ingenuo.
—El Señor —siguió Pablo— me dijo lo que tenía que hacer. Y no mencionó para nada lo de volver a casa y evitar la persecución. Tengo un montón de cosas que compensar. He de correr el riesgo.
—Mira —dijo Pedro—, te presentas aquí, muy humilde, diciendo que quieres instrucciones. Y luego sales con que el Señor te ha dicho lo que tienes que hacer. El Señor no te ha dicho nada. No lo has visto nunca. Nosotros sí. Y dijo con mucha claridad que todo quedaba en nuestras manos. De modo que ¿vas o no vas a hacer caso de lo que te digo?
—A lo que sí que podría dedicarse —dijo Yago el Menor— es a esa aglomeración de griegos que hay en Betania. El hecho de que el gran azote se haya convertido en creyente constituye un arma poderosa, comprendéis. Mandarlo a su casa, a que se lo piense, equivale a desaprovecharlo.
—Ya me lo he pensado —dijo Pablo, otra vez.
—Adelante, pues —dijo Pedro, con resignación—. Mantente en las afueras de la ciudad. Pero en cuanto te abran la cabeza de una pedrada ven aquí a que te demos dinero para el viaje. Es mejor que vayan contigo Bernabé y Tomás, a observarte. No vamos a dejar que predique la palabra el primero que llega, te das cuenta. No es posible que lo sepas todo de repente, así, con un simple gesto.
—No me metas en este asunto —dijo Tomás—. Ya no tengo edad para pedreas.
MARCO JULIO TRANQUILO se llenó el pecho con el aire del mar septentrional, lanzando la mirada, en un frío amanecer, y por encima de aguas biliosamente verdes, hacia una apariencia de acantilados blancos. Iba envuelto en una capa de lana. Admiró el vapor que brotaba tanto de su boca como de la de su compañero de guardia, Rufo Calvo, que no era ni lo uno ni lo otro.
—Britania Britania Britania —cantó Marco Julio, golpeando con los pies el entablamiento que habían montado junto a la larga fila de navíos de desembarco—. ¿Cómo la llaman los indígenas?
—No hay nombre único. Cada tribu tiene su propia regioncita, y ahí se termina el mundo.
—Pues ahora se les va a venir encima el verdadero mundo. El águila romana despliega sus alas… —No hacía falta terminar el chiste, conocido, con variantes lingüísticas, en todo el Imperio. Rufo Calvo se rió culpablemente.
—Eso es lo que se entiende por construir un imperio —dijo—. La última Thule. Finisterre. Y ¿qué es lo que traemos con nosotros?
—La ley. El orden. Las calzadas. Los templos, para que adoren al divino Calígula. Hay una pregunta más pertinente: ¿qué es lo que sacamos nosotros?
—Esclavos. Tributos. Oro. Plata. Para llenar —Rufo Calvo emprendió una burlona imitación de la retórica parla senatorial— las vacías… esto… arcas imperiales. Britania considerada como cura de la pobreza imperial.
Roznó una bucina. De inmediato se produjo un consorte retiñir de bucinae por todo el campamento que tenían a sus espaldas.
—Más vale que nos incorporemos a nuestros puestos.
Abrumadora cantidad de fuerzas preparadas para la invasión. El campamento ocupaba una gran extensión de terreno. Los soldados, temblando de frío, se ponían las lorigas sin apartarse de las fogatas, que habían permanecido encendidas toda la noche. Entrechocar de los apilados escudos, chirridos de las picas. Resonar de tambores. Mugido, en antifonía, de bucinae y tubas. La tropa formada en compañía, al grito de los suboficiales. Entre relinchos, arrastraron los caballos a sus posiciones para el transporte marítimo: olían el frío, y no les gustaba. Hubo un desenvainar y envainar de espadas, para revista. Un bosque de lanzas brotó de las dunas. Los oficiales se desgañitaban, con las mejillas rojas por el afeitado matinal. Desmontaron las tiendas y las cargaron en carromatos, que empujaron a bordo. El batir de las olas, el lamento de las gaviotas. El tribuno Cornelio Sabino pasó su revista, en preparación de la revista imperial. Trompetas. De su tienda, bostezando, salió Cayo Calígula, con mal sabor de boca, por el vino de k víspera. Marchó pomposamente, con su séquito en pos, a pasar revista a las legiones (a las cuales se había incorporado una parte de las Cohortes Pretorianas). La revista fue larga, trémula, rigurosa. El Emperador se quejaba amargamente del frío, afrenta a su divinidad. El sol estaba ya muy alto cuando Calígula se declaró dispuesto a que lo ayudaran a encaramarse al carro para arengar a toda la asamblea. Arengó a la asamblea con la debida solemnidad, aunque los del fondo no pudieron oírlo.
—Soldados del Imperio. Vuestros animosos corazones y vuestros gallardos cuerpos os han traído hasta la orilla septentrional de nuestra provincia de la Galia. En este punto vais a embarcar para emprender la navegación hasta las costas de Britania. Britania caerá ante nosotros y se pondrá en nuestras manos. Ésta es una ocasión excepcionalmente solemne. La última provincia del Imperio romano está ahí esperando que la conquistemos. Pero antes… Antes queda algo importante por hacer. ¿Veis esas conchas que se extienden por la playa, hasta donde alcanza la vista? Son propiedad romana. Y, por consiguiente, a Roma tienen que ir. Recogedlas.
Todos se negaron a creer lo que estaban oyendo. El Emperador repitió, broncamente:
—Recogedlas. Recogedlas. De prisa. Dejad las armas y recogedlas.
A Cornelio Sabino le salió una voz casi inaudible:
—¿Todas, César?
—Recogedlas. Recogedlas.
Incrédulas, temblorosas, las grandes y disciplinas fuerzas se trocaron en una horda de críos recogiendo conchas en la orilla.
—¿Dónde… dónde tienen que ponerlas, César?
—Que las recojan en los cascos, que bien podrían haber sido pensados a ese efecto. Y luego que vacíen los cascos en aquellos carros de transporte.
—Esto va a acabar con él —jadeó Marco Julio quedamente, mientras recogía conchas.
—¿Qué? —preguntó Rufo Calvo, con el rostro rufo.
—De ésta no va a salir con vida. Me refiero a la humillación del ejército. La vergüenza. No puede, no puede…
Recogiendo conchas. A todo lo largo de la orilla. Orden de recoger conchas cumpliéndose. El seco murmullo del mercado de marisco de Neápolis abominablemente multiplicado. Cayo Calígula examinó una concha con minuciosa atención y dijo:
—Qué bella fábrica, ¿verdad? Exquisita artesanía. El antiguo dios, quienquiera que fuese, poseía un notable talento creativo. Pero es el nuevo dios quien se beneficia de ello. Así es como tiene que suceder.
Blanqueaban los nudillos de Cornelio Sabino, según iba apretando la empuñadura de su espada.
PERO CAYO CALÍGULA seguía siendo un dios. A fuerza de brazos, estaban sacando la efigie de un almacén del puerto, para su traslado a Jerusalén. Pablo, entretanto, subía a bordo de la embarcación que había de llevarlo a Tarso de Cilicia. Se había cumplido la profecía de Pedro: le habían abierto la cabeza, le habían llenado la mandíbula de magulladuras, andaba a la recancanilla. Fueron Pedro y Tomás quienes lo acompañaron a Cesarea —plaza segura, gracias al trabajo de nazarenización realizado por Felipe—. No les quedaba muy a trasmano de Joppe, adonde Simón Pedro había sido llamado por otro Simón, curtidor de oficio, que había descubierto, en la labor evangélica que tenía por delante, una faceta aún no desvelada. El viento henchía ya las velas, y la marea contribuía con su empuje. Pedro y Tomás se quedaron observando con qué pagana gracia enfilaba su rumbo el navío. Pedro dijo:
—Tal vez no debería decirlo, pero lo digo.
—¿Te refieres a que menos mal que nos lo hemos quitado de encima?
—No deberíamos pensarlo, y muchos menos decirlo.
Pedro se llenó repetidas veces los pulmones de aire marino, como si nunca fuera a presentársele otra ocasión de hacerlo, y eso que Joppe se hallaba en la costa.
—Es un hombre difícil. Tiene sus propias ideas. Más vale dejarlo en Tarso, a ver qué es lo que hace ahí. A Jerusalén no me gustaría que regresase, la verdad.
—¿Sabes lo que creo yo que le pasa? Que piensa demasiado.
—Bueno, sí; es por su lugar de origen. Tarso… Grandes escuelas, a las que la gente acude para estudiar. Así llevan desde hace más de mil años, según tengo entendido. Ha leído un montón de libros, y ahora dispondrá de tiempo para leerse unos cuantos más. Nosotros, hasta el momento, no nos hemos entregado gran cosa a la lectura.
—Estaba ése —a Tomás le disgustaba mencionar aquel nombre: le sabía mal en la boca—… Ya sabes a quién me refiero.
—Sí, sí: ya ves a dónde lo condujo su erudición —Pedro se quedó pensando un momento—. Pobre hombre, de todas maneras. Era demasiado inocente para seguir vivo.
—Por eso murió —dijo Tomás, brutalmente—. ¿Vamos a hacerle una visita a Felipe el griego?
Pablo deambulaba por cubierta, asentando los pies contra la madera, para adaptarse al balanceo. Paladeaba sus dolores físicos. Había sido castigado, pero no lo suficiente. Estaba previendo el castigo siguiente. Dejarás a tu padre y a tu madre por seguirme. Así sea. La impecable casa de un hombre que se había hecho rico comerciando con material para velámenes, quedaría manchada por la mera presencia del hijo único. Siempre habían tenido un busto del Emperador, en lo alto de un pedestal con volutas. Ahora sería el busto de un dios, quizá con una lámpara votiva delante. No me hables a mí de herejía, padre. Tú te has pasado al paganismo de los romanos. Tienes tu dios en el cuarto de estar. Y su padre, iracundo: Es por puro y simple respeto. Soy un buen judío, pero también un buen romano. Y yo también, señor mío. Salvo que yo acepto al Mesías judío, y siento demasiado respeto por el orden romano para complacerme en ver cómo se desmorona en manos de un loco. ¿Hablas así del Emperador? Ahora, sólo reconozco un amo, padre. Reniego de la locura del mundo, venga ella de Cayo Calígula o del hombre que fue Saulo de Tarso.
Doloroso, muy doloroso. Su madre, ataviada a la manera de las matronas romanas, gritando: ¡Renunciar a tu propio nombre! El nombre a que respondías cuando la cena estaba lista, o cuando llegaba la hora de acostarse. Saulo, Saulo… Sha’ulSha’ul ma’att radephinni? (Siempre tienes que estar persiguiendo a alguien). No me lo creo, no consigo creérmelo, gime el padre. No te queda más remedio, padre. Y más vale que te reconcilies con la idea. Las cosas cambian. Así lo dispone la Historia. Un Imperio que se resquebraja desde dentro, la fe desgarrada por sus contradicciones. Doble herejía, doble. No me hables a mí de herejía, padre.
Hazte a la idea de que aquí no hay sitio para ti, Pablo, como ahora te llamas. Me esperaba esto. Repudiado y desheredado. Tu abuelo sirvió a Roma cuando Julio César pasó por Egipto. Yo he estado al servicio de la fe de nuestra raza desde el primer día en que fui capaz de recitar los versículos de la Tora. Todo buen judío, todo buen romano recibe su recompensa. Y tú también recibirás la que te corresponde, algún día, acaso muy pronto: el hacha del verdugo, o las piedras de los fieles ultrajados, o la infamia de la cruz. Nada de infamia, padre. No hables de infamia. Y su madre: Sha’ul, Sha’ul, lama sabachthani?
Lo veía todo de antemano. Su llegada a casa y su salida para siempre no constituirían más que un simple ritual. Bueno, Tarso era tan suya como de su padre. Acudiría al viejo Israel (que tenía derecho a llevar tal nombre, solía decir, porque le habían dado el de Jacob), con quien había aprendido el negocio de la fabricación de tiendas. Se sentaría al sol, en la parte de fuera del establecimiento, y no combatiría con Dios, sino con la recia lona y el punzón. Quien posee un oficio es hombre libre. No trastornaría las reuniones de la sinagoga paterna. La piedad filial era un vicio de afiladas garras. Sería, pensó, cuestión de esperar. Y esperaría, sentado al sol, puntada tras puntada. Por monda que tuviera la cabeza, seguía siendo joven.
No cae tan fuera de propósito como podría parecer (porque Pablo y él pronto entrarán en estrecho contacto) que expongamos ahora el diálogo entre padre e hijo que Marco Julio Tranquilo imagina en el baño, o en su duro lecho militar, o en el patio del cuartel, mientras espera una revista del tribuno. El cuarto de estar de una impecable casa del Janículo; un busto del Emperador en lo alto de una columna con volutas; su padre diciendo:
—Esto será el fin de tu carrera. Y he de recordarte que tal carrera es la misma que ha venido siguiendo nuestra familia desde tiempos de la república. Siempre pensamos que entrases por matrimonio en la familia de Cálido Marcelo; una familia con una irreprochable tradición de fidelidad al Estado romano. Siempre esperé que tus hijos llevarían adelante la tradición de ambas familias.
—Una tradición, padre, si puedo expresarme así, que se ha venido acomodando a los vientos que soplaban en cada momento. Más por estrategia que por convicción.
—Eso es una impertinencia.
—El mundo está cambiando, padre. El mundo se está haciendo pedazos, para que podamos reconstruirlo. Y yo quiero tomar parte en la reconstrucción.
—¿Casándote con una judía —dice su madre, con una bien compuesta máscara de dolor en el rostro—, con una esclava?
—La esclavitud, querida madre, es condición impuesta por la tiranía, no por la sangre, ni por la falta de talento. Nuestra administración pública está en manos de esclavos o de libertos que no logran esconder sus orejas perforadas por más que se dejen crecer el pelo como mujeres. Si, por causa de la crueldad romana, una muchacha palestina de buena familia se ve convertida en esclava, ello no la hace despreciable. Lo despreciable es el sistema romano.
—Extrañas palabras —dice su padre—, en boca de un hijo de Roma.
—Roma no es lo que era. Dios sabe si volverá a serlo alguna vez.
—¿Dios? ¿Qué palabra es ésa? ¿Has dejado que los judíos te metan cosas en la cabeza?
—El hombre que a sí mismo se llama Dios ha puesto a la venta una parte de sus propiedades. El divino Calígula está endeudado hasta las cejas, y los tributos ya no bastan para sacarlo del apuro. Mi deseo estriba en comprarle una dama judía de buena casa y redimirla de la esclavitud. ¿Tenemos dinero para hacerlo?
—¿Cómo que tenemos? Eso es asunto tuyo, hijo; ni mío, ni de tu madre.
—Existe lo que se llama mi patrimonio propio.
—Cuando yo me muera, no antes. Y no es gran cosa. Un militar de carrera, como ya empiezas a saber por ti mismo, no se enriquece con facilidad.
Tener que reunir fondos para la compra de una novia: hablando de que el mundo está loco… Con quien habría que hablar, tranquilamente, era con el tribunus militum, a quien no veía mal dispuesto. ¿No había vaciado Cayo Calígula cajas fuertes enteras en las arcas del regimiento, en el momento de su ascensión al poder, lo cual había constituido uno de sus actos de cordura? ¿Acaso la liberación de una cabeza del ganado imperial, cuya hermana había muerto por los latigazos recibidos de su demente dueño, no constituía empleo legítimo de unos fondos que ya no eran prenda de lealtad? Que a manos del Emperador volviera aquel sucio dinero. Marco Julio Tranquilo, en posición de firmes para revista, o relajado en su bañera, percibió una esperanza en el sentimentalismo que a veces se oculta bajo el duro caparazón de la milicia. El centurión triario está enamorado de una esclava. Leamos a Lucrecio: Venus golpea donde le place. Vaciemos los cofres para comprarle la novia. Hablando de que el mundo está loco…
PEDRO Y TOMÁS descansaban a la puerta de una posada sita a la orilla del mar, en Joppe, o Jeppe, o Jeffa, o Jaffa, que no había manera de entenderlo bien cuando lo pronunciaban los nativos. Tomás se quitó las sandalias y dejó que la brisa del mar le refrescara los viejos y tiesos dedos de los pies.
—Me estoy haciendo demasiado viejo para tanto viaje a pie —dijo—. Me crujen los huesos.
—No tenías que haber venido —replicó Pedro—. Hay suficientes cosas que hacer en casa.
—En casa. Ay, Jerusalén. No se me quita de la cabeza la idea de volver a casa alguna vez, pero de veras. Al otro lado del lago grande. ¿Te acuerdas de que fue allí donde nos conocimos?
—Tampoco hace tanto tiempo, Tomás.
La sirvienta trajo vasos, una jarra de vino y una pequeña cántara de agua. Pedro se le quedó mirando a las frescas nalgas, mientras se iba. Con tristeza.
—Yo trabajaba en el jardín de la familia aquélla. De pronto, la hija de la casa empieza a mustiarse, y todo el mundo cree que está muerta, y entonces apareces tú con él.
—Talitha cumi —recordó Pedro—. Levántate, muchacha. Y por Dios que lo hizo. Y la comilona que nos dieron luego, contigo sirviendo la mesa. En aquellos tiempos siempre andábamos con hambre.
—Y ahora. Aunque los viejos nos conformamos con poco. Lo que me hace falta es aire fresco, y éste lo es. Marítimo, además. No es mala gente, por otra parte.
—Simón es un buen hombre, pero espera demasiado —Pedro miró la jarra de vino con una especie de concentración sacerdotal, como si hubiera estado inspeccionándole las entrañas en busca de algún augurio. Metió el dedo y sacó una mosca. La puso a secar al sol y luego observó cómo se alejaba volando, vacilante, por el azul del cielo marino. Las olas acezaban como corredores fatigados—. Se considera con derecho a hacer milagros.
—Como no me canso de decir —dijo Tomás—, depende de lo que cada uno entienda por milagro. Me preocupa más el otro asunto, sobre todo después de haber oído lo que nos contó Felipe de aquel negrazo con los huevos cortados.
—No puede ser —dijo Pedro—. Y se acabó la discusión. Si el negrazo se marchó pensando que estaba salvado, allá él: que siga así, tan satisfecho, hasta el día en que se lleve el chasco. Porque se lo va a llevar en cuanto vuelva a Jerusalén y se entere. Si sigo vivo, estaré esperándolo. Un negrazo con la voz aflautada tiene que ser fácil de localizar. Ése ha sido el único error de Felipe. Pero el amigo Simón ha estado derramando azumbres de agua bendita sobre la cabeza de los gentiles, y eso sí que no. Nunca se ha hablado para nada de los gentiles. Nazarenos comiendo cerdo y con el prepucio sin cortar. Eso sí que no. Y lo otro tampoco, pero hay que brindarles el consuelo que esperan.
—¿Cuánto tiempo llevan con el cuerpo ahí?
—Demasiado, diría yo. Pero las mujeres ésas juran que está todavía… Bueno, ya sabes, en lo que llaman estado de purificación.
—Queriendo decir lo contrario de putrefacción.
—Puede que haya oído mal —Pedro bebió un buen trago de vino rebajado con agua; luego, habiendo eructado, dijo—: Mucho mejor.
—Heder no hiede, para ser franco. Es más de lo que se puede decir de Simón. Apesta a su oficio. Y lo mismo su casa.
—El de curtidor es un trabajo maloliente —dijo Pedro—. Utilizan boñigos de camello. ¿Lo sabías?
—No, ni falta que me hace. De todas formas, no son boñigos de camello lo que escasea por estos pagos. Mira esa bestia, cómo brama. Nunca me han tirado mucho los camellos. Bueno, lo mejor será que nos acerquemos a comprobar si ya ha empezado a heder. Tendrá que ser una peste de señora bien.
Se alzaron, sin ganas, y echaron a andar, apoyándose en los cayados, por entre un tropel de tenderetes de fruta y una batahola de regateos. Es demasiado, no me piden eso en el otro sitio, allí en la esquina. Señora, pierdo dinero con el precio que te he puesto. En la parte exterior de una casa con los postigos echados, los esperaban dos mujeres vestidas de negro. Entraron en la oscuridad, libre de olores putrefactos. Había macetas de azucenas por todas partes. En sus respectivos asientos, otras dos damas vestidas de negro bebían una especie de poción caliente hecha de hierbas. No os levantéis, señoras.
—Recordadme el nombre.
—Dorcas, Dorcas.
—O Tabita.
—Ay —dijo Tomás—. Los dos nombres significan lo mismo, ese animal que corre tanto.
—Gacela.
—Gacela, sí. Y corriendo se ha ido al otro mundo, ¿no es verdad?
Aquella falta de tacto las echó a llorar a todas. Una de las mujeres sollozaba sin dejar de sorber su cocción.
—Sé discreto, Tomás —dijo Pedro—. ¿Dónde está el…?
Los llevaron, por una corta escalera, a un dormitorio. Tenían echados los postigos, pero el olor a nardos era aplastante. También (olfateó Tomás, con cautela) a alcanfor. Una vela a los pies y otra a la cabeza. Una muchacha muy joven, una gacela que había perdido su ligereza, guapa, no sin cierto parecido con la hija de aquel otro, cómo se llamaba, de Jairo.
—Ay, parece muerta, pero nunca se sabe.
—¿Qué fue lo que él dijo? Sí: Talitha cumi.
—Pues ahora te toca decir Tabitha cumi. Tienes que obrar a la manera suya, Pedro. Él dijo que eso era lo que teníamos que hacer.
—Esto no nos corresponde a nosotros.
—La naturaleza, a veces, hace trucos como los de Simón el Mago. Parece no es lo mismo que es.
—No me gusta —dijo Pedro—, pero no hay mal alguno en intentarlo. Tabitha cumi. Levántate, muchacha.
No hubo respuesta alguna en el cuerpo de la muchacha.
—Es esperar demasiado —dijo Tomás.
—Demasiado. Él era él, y nosotros no somos más que nosotros.
Pero Tomás, con los ojos muy abiertos, puso una mano en la manga de Pedro. Murmuró algo semejante a una plegaria para que no ocurriese lo que parecía estar ocurriendo. Ambos se quedaron mirando —con la boca estúpidamente abierta— a una boca que con suavidad se abría para exhalar una pequeña reserva de aire apresada en el interior. Vaciló la llama de una vela. Una vez exhalado el viejo aliento, uno nuevo entró en posesión del cuerpo, con ritmo débil, como de agonizante. Pedro y Tomás esperaron con miedo que los ojos se abrieran, portadores del mensaje de luz de un mundo que nadie, si está a su alcance impedirlo, desea visitar. Tropezando el uno con el otro, salieron de aquella estancia. Una vez en el piso de abajo, al que llegaron a velocidad de caída, Pedro dijo a las mujeres:
—Podéis subir.
Se derramaron las infusiones de hierbas sobre la gastada alfombra griega, con su ornamentación en meandro. Pedro se fijó ahora por primera vez en un llamativo pájaro que, desde su jaula, lo miraba con la cabeza ladeada, como desde otro mundo. Una bandada de pájaros negros voló escaleras arriba, con negro alear. Dentro de un minuto, al modo mujeril, se pondrían a gemir su gozo, haciéndolo sonar a pena. Los dos hombres salieron de la casa, furtivos como ladrones.
En ese mismo momento, el centurión Cornelio presidía una reunión de los suboficiales más antiguos de su centuria. Se celebraba en su propia casa, sobre el golfo de Cesarea. Su mujer cantaba en la cocina, y a su hijo pequeño se le caía la baba con un centurión de juguete que el ebanista de la guarnición había tenido la amabilidad de tallarle.
—Bien, muchachos —decía Cornelio—, la situación no está nada clara. No hay ninguna situación clara, en estos momentos, cuando se trata de Roma. Nosotros nos quedamos, pero él se va.
—¿No va a haber procurador? —preguntó el decurión Fidel—. ¿Nunca más? ¿De quién vamos a recibir las órdenes?
—Por el momento, de mí. Y se diría que yo las recibo directamente de Siria, de Lipio, que es quien está allí.
—Cayo Lipio —dijo Junio Rústico, joven proclive a los detalles innecesarios.
—Pero también tenemos que aceptar órdenes del tal Herodes Agripa, que viene de camino, procedente de Galilea. El rey de Palestina, como él mismo se llama. Pilladme esa mosca por el rabo.
—O sea que ¿nos trasladan a Jerusalén? —preguntó Fidel.
—Vamos a hacer más falta en Jerusalén que en Cesarea —dijo Cornelio—. Sobre todo si el rey mete la estatua ésa.
—No me entra en la cabeza —dijo el decurión Androgeo, un medio griego con la piel muy aceitunada, que cumplía su tercer decurionato, tras dos degradaciones por alboroto callejero—, no me entra en la cabeza que un judío haga semejante cosa. Aunque se le llene la boca de tanto llamarse rey. Los demás judíos le cortarán el gañote —añadió, profético.
—Parece ser —dijo Cornelio— que el ejército romano, o sea, nosotros, estamos aquí para impedir que tal cosa suceda. Y luego, los individuos esos que hay en Siria, mala gente. De modo que Calígula el dios… De los romanos y de los judíos, al mismo tiempo. Creo que no voy a poder soportar mucho más la locura del mundo —y, al decir esto último, hablaba en inconsciente acorde con otro centurión del que lo separaban muchas millas de distancia.
Se situó frente al pequeño balcón para mirar el mar, abarrotado de embarcaciones. El panorama sí que producía una impresión de saludable cordura. Luego se volvió para fijar la mirada en la habitación, sin ver a sus hombres. Fuese lo que fuese, era su casa. Llena de adornos recogidos en variados bazares extranjeros, casi todos ellos baratos, menos aquella cabeza de búfalo, que era de bronce, y, seguramente, todos ellos de mal gusto. Dijo:
—Todos sabéis dónde está la cordura, ¿verdad?
—Algo has dicho tú a ese respecto, centurión —dijo Junio Rústico.
—Necesitamos que alguien nos aleccione —dijo Cornelio, con la vista baja—. La persona que tengo en mente estuvo aquí hace un par de días. El griego de la cerería me dijo que se había marchado a Joppe, o Jeffa, o como la llamen. Es pescador, el Pedro ese a quien me refiero. Es él quien está al mando. Dicen que ha hecho cosas extrañas. Un hombre humilde, para otros hombres tan humildes como él.
—¿Cosas extrañas? —preguntó Fidel.
—Bueno, ya sabéis lo que quiero decir. No sé qué palabra emplear. Hasta las palabras están perdiendo su sentido en estos días de locura del mundo. Id a Jappe o Juffa y preguntad por Pedro. Todo el mundo tiene que saber dónde para. Vosotros, Rústico y Androgeo, os podéis presentar voluntarios.
Donde paraba Pedro, en ese instante, era en la azotea de casa de su anfitrión, Simón el curtidor. Se había encaramado hasta allí por dos razones. Una, porque, abajo, los vapores de la cocina —donde preparaban la comida— no conseguían sobrepujar la pestilencia de las instalaciones situadas en los cobertizos de detrás de la casa. Tenían un buen trozo de carnero en el asador. Quien hacía girar la manivela, refunfuñando, era la anciana madre de Simón el curtidor. Tendrás que esperar, le había dicho, de mala manera. Hay dos cosas que no esperan por nadie: el tiempo y la marea, añadió, sin que viniera a cuento. El segundo motivo que lo había llevado a la azotea era el de alejarse de la multitud de gente a cuyos oídos había llegado la noticia de la súbita recuperación de la muchacha agacelada, la que se quedó huérfana de muy pequeña y había invertido la mayor parte de su muy pingüe herencia en ropa para los pobres. No pocos de los pobres así vestidos aguardaban allá abajo, luciendo llagas supurantes y miembros atrofiados y reclamando la curación por la fe, aunque tampoco hubiera tantos que la poseyeran en grado alguno. A la azotea se llegaba por una escalera a cuya puerta de acceso había echado Pedro el cerrojo. Estaba tumbado, tenso y exhausto, bajo un lienzo blancuzco que tamizaba la luz del sol. Su única compañía eran unos calderos de agua de mar, que Simón utilizaba —además de los boñigos de camello— en su impuro mester. Alguien llamó a la puerta con los nudillos.
—¿Quién es?
—Soy Tomás. Se requiere tu presencia para la realización de renovados milagros.
—Diles que no blasfemen. Que recen. Que yo no soy nada ni nadie. Ni tú tampoco.
—Ay, eso lo sé muy bien. Lo que voy a decirles es que tienes que echar una cabezada antes de comer, y que más vale que se vayan.
—Al revés: tengo que comer antes de la cabezada. Puedes subirme aquí la comida.
—Ay, tienes razón. Ahí abajo hay una peste que no abre en absoluto el apetito. Pero el carnero aún no está listo.
Pedro, el que no necesitaba dar una cabezada, se quedó, sin embargo, traspuesto. Casi de inmediato tuvo un sueño, que le indicó hasta qué punto tenía hambre. La luz del ensueño era la de aquella misma azotea, y resplandecía en el número justo de calderos de agua —o quizá hubiera uno menos— y en las mismas dos o tres macetas con plantas mortecinas que allí había. A la azotea llegó un gato, que se quedó con la vista fija en Pedro, para, en seguida, alejándose del ensueño, salir disparado tras un gorrión que acababa de aterrizar. El lienzo blancuzco no se quedó donde estaba; salió volando por encima de la cabeza de Pedro y se desplegó en los aires, muy terso, a unos nueve pies de él. Empezó a llenarse con manjares de esos banquetes romanos de que había oído hablar alguna vez. Ancas de venado, un camellejo asado entero, retorcidos bogavantes, cangrejos en lucha —a pesar de venir humeantes de la olla—, lechones, salchichas de carne de cerdo (eso lo supo, aunque sus ojos no consiguieran penetrar la piel), un cabrito hervido en leche borboteante, sin duda la de su propia madre. Leche, de cabra o de vaca, en escudillas arrimadas al cerdo asado. En el sueño, nada de aquello constituía abominación. Una voz hinchió los cuatro rincones de la tierra gritando que todo aquello era bueno.
—Come, come, que nada está prohibido. Todo procede de Dios.
Pedro se oyó decir:
—No puedo. Es inmundo.
Y la voz retumbó:
—Lo que Dios limpió, no lo llames tú inmundo. Come.
Pedro despertó. El toldo volvía a estar en su sitio. Oyó que Tomás aporreaba la puerta, diciendo:
—Dijiste que querías comer. Come.
Pedro, tambaleándose, se acercó a descorrer el cerrojo. Tomás traía una bandeja de madera con un humeante trozo de carne, un poco de pan y una jarra. Pedro, conturbado, dijo:
—Carne de cerdo. Y leche de cabra para bajarla.
—¡Puah! Has tenido una pesadilla.
—Podemos comer de todo, Tomás. Él acaba de decirlo. Podemos ser iguales que los gentiles.
—Termina de despertarte, hombre, y cómete esto. Un buen forraje kasher. Leche y cerdo asado… El diablo te ha estado trabajando. ¡Puah!
Entonces, cuando Pedro empezaba a tironear del carnero asado, llegaron cabalgando los dos hombres de la speira italiana a casa de Simón el curtidor.
—¿A quién decís que buscáis? —preguntó la anciana madre de Simón—. ¿Ha hecho algo malo?
—No, no: lo necesitan en Cesarea.
—¿Se está muriendo alguien?
Bien podía decirse que alguien se estaba muriendo por algo.
Pedro montó a la grupa de Rústico y Tomás a la de Androgeo. Nunca antes habían estado en lo alto de un caballo. Fue una experiencia muy agitada, que no hizo mucho bien a la digestión de su comida. Tuvieron que agarrarse al correaje de los jinetes, ciñendo los cálidos flancos de las caballerías con los muslos. Se estaban produciendo demasiadas novedades. Tomás aulló a sotavento:
—Esto no se hace. No se entra en casa de los incircuncisos. Él nunca lo hizo. Va contra la ley.
—¿Qué ley? ¿La que nos persigue?
—Nosotros somos judíos. Y los seguidores siguen siendo judíos. Cumplidores de la ley.
—Con el sueño que tuve ha quedado quebrantada la ley. La voz que venía del cielo quebrantó la ley que determina lo que se puede y lo que no se puede comer.
—¿Comerías tú carne de cerdo? ¿Y bogavantes sacados del mar?
—Sé lo que significa el sueño. Si no hubiera sido tan necio, me habría dado cuenta de cuando empezó a regir la nueva ley. Cuando Felipe bautizó al negro…
—No tenía derecho a ello. No sólo no estaba circuncidado, sino que además era eunuco. Hasta podía haber sido un puñetero caníbal.
—No se sabe qué es lo que te cruje más, si las articulaciones o la sesera —aulló Pedro—. La fe tiene que llegar también a los gentiles.
—¿Quién lo dice? —vociferó Tomás su réplica, sobreponiéndose a los bufidos del caballo de Androgeo—. Yo desde luego no entro. Que caiga sobre tu cabeza.
Cornelio tenía un montón de invitados para recibir a Pedro. Al oír el óctuple batir de cascos por la calle arriba, dijo:
—Bien. Salgamos a recibirlo.
Pedro estuvo a punto de caerse al desmontar. Tomás se quedó arriba hasta que lo ayudaron. Se hallaban en un pequeño jardín de amplia cancela. Tomás se desentendió del asunto y fue a sentarse en un banco de piedra que había bajo una higuera. Pedro se quedó parado, sonriendo sin saber qué hacer, y se llevó una impresión al ver que el centurión se ponía de rodillas. Otros, en su afán de comportarse como era debido, lo imitaron. Pedro se precipitó a levantar a Cornelio, diciendo:
—Arriba, arriba. Yo no tengo nada de singular. Soy un hombre lo mismo que tú. Bueno… —en este punto le sobrevino su honradez de pescador—, hay ciertas diferencias. Legales, si entiendes lo que quiero decir.
—Conozco la ley de tus antepasados, señor —dijo Cornelio.
—Nada de señor, por favor, por favor, nada de señor…
—Sé que el hecho de mezclarte con incircuncisos va contra tu ley. Que el contacto conmigo te profana. Y tú, por mí, por nosotros todos, vas a quebrantar la ley. Vas a entrar en mi morada. Por eso me arrodillo.
—En tu morada —dijo Pedro, con firmeza. Oyó que Tomás refunfuñaba debajo de la higuera—. Parece que Dios no se anda con muchos miramientos. Todas las naciones que son temerosas de Él y cuyas acciones son buenas… Parece que las acepta a todas. ¿Deseas el bautismo?
Cornelio, solemnemente, dijo que sí con la cabeza. Llevaba el uniforme de gala, como para un desfile.
—Si tienes la amabilidad de entrar.
De la higuera cayó un higo en el regazo de Tomás. Éste lo recogió y se puso a despellejarlo. Rojo y maduro. Se lo llevó a la boca, meneando la cabeza.
—Un higo de una higuera romana, de un jardín romano. ¿Cuento con tu permiso, Señor? ¡Ay! Mal asunto.
La ceremonia, realizada por aspersión, se cumplió en un pequeño lago salado, no lejos de la orilla del mar. La aspersión parecía más apropiada que la inmersión, en este caso. No hay que pedir a quien va de uniforme que se moje del todo.
CORNELIO, como nombre, se hizo muy corriente en Roma poco después de que Publio Cornelio Sila manumitiese a diez mil esclavos y les diera acogida en su propia gens Cornelia. Ello aconteció unos ochenta años antes de que naciera Jesús. Las cosas, ahora, habían cambiado. Los esclavos eran bienes, y sólo los necios se desprenden de sus bienes. Durante la semana en que se procedió a la venta de los bienes imperiales —un indiferente revoltijo de esclavos, orinales de oro, estatuas griegas, jacos que ya no eran lo que habían sido, títulos de propiedad de remotos cizañales y campos buenos para cultivar cicuta—, el César, en un insólito arrebato de pundonor, prefirió ausentarse de la ciudad. Asistió a unos juegos de segunda categoría, cerca de Neápolis, y le gustaron bastante las pruebas de pugilato. El judío Caleb, que se hacía llamar Metelo —sin engañar a nadie—, a punto de concluir una jira provincial, había sido informado de que ya estaba maduro para Roma. Caleb Metelo hizo morder el polvo a un gigantesco panonio y le quebró un brazo a un griego burlón. Cayo Calígula alabó sus maneras. Si Caleb hubiera estado en Roma, junto a su Emperador, habría podido asistir a la venta de su propia hermana en el mercado de la vía Sacra, cerca del Foro.
—¿Quién es el primero en pujar? —gritó el pregonero—. Una buena musculatura de sirio, sin gota de grasa.
Se refería a un leñador, muy sobrado de cejas.
—Adelante, adelante, ciudadanos, directamente de la casa Imperial. Nada de cuentos. Eso lo puedes mejorar… ¿He oído dos mil quinientos?
El entrecejo del sirio no se podía comparar con el de Sara, que, además, se las apañaba para aparentar que tenía una pierna más corta que la otra y que los hombros se le habían quedado gachos de algún torozón.
—Una muchacha de Jerusalén, mágica ciudad del Oriente. Ponte derecha, muchacha, y quítate esa torva mirada de la cara. Muy bromista, como veis; pero habla latín y griego, una verdadera adquisición para el servicio doméstico de cualquier hogar. Bien rodada, y ya saben, caballeros, lo que quiero decir. ¿Empezamos la puja con quinientos sestercios? Setecientos cincuenta, dice aquel noble senador. Buenos días, mi señor Lépido. ¿Sube alguien a mil? ¿Mil quinientos? ¿Nadie? Adjudicada en mil sestercios al ciudadano de la toga verde. Oro y plata, por favor. No se aceptan promesas de pago. Orden del Emperador.
El desconocido comprador, habiendo juntado el dinero con dificultad, se llevó a Sara. No dijo una palabra. La condujo a un parquecillo de cerca del Vicus Patricius. Luego se sacó unas pequeñas cizallas de una bolsa que llevaba bajo la túnica y empezó a cortar las cadenas de Sara. Ella lo miraba hacer, atónita. Marco Julio Tranquilo salió de detrás de un abeto.
—Gracias, Graco —dijo—. Te debo una.
SUS COFRADES de Jerusalén consideraron que Pedro había pasado en Joppe más tiempo del necesario. Tenían una grave acusación que hacerle; afirmaban que había vuelto a su antigua condición de pescador de pescado, desamparando la de pescador de hombres.
—No fueron pocos los hombres, y mujeres, que pesqué por aquellos parajes. La tarea era mucha, creedme, y si volví a mi antiguo oficio fue para cubrir los gastos. No podía seguir en casa de Simón el curtidor: aquella pestilencia me estaba matando. Tuve que albergarme por mi cuenta. Y eso cuesta dinero. Me incorporé a una cosa de pescadores…
—¿Una cofradía?
—Sí, así lo llamaban ellos. Luego se me ocurrió que lo mejor era que regresase, aunque me gustaban el mar y el aire fresco, no como el de aquí. Más valía volver, a ver qué estaba pasando. A fin de cuentas —añadió, a la defensiva—, soy yo el encargado de todo esto.
Yago, hijo de Zebedeo, no se permitió decir que ya se estaba encargando él de la iglesia de Jerusalén.
—Tomás —dijo— nos ha contado algo bastante inquietante.
—¿Dónde está Tomás?
—Ha salido hacia el sur.
—¿Hacia el sur? ¿Qué quiere decir eso?
—Dijo que le apetecía viajar antes de que se le echaran los años encima. Dejó saludos para ti. No estaba muy seguro de si iba o no iba a predicar la palabra. Habló de meditar al sol, dijo, y cualquiera sabe lo que significa eso. Dijo que ya tendríamos noticias suyas.
Entrambos Yagos miraban a Pedro con una expresión de gravedad en el rostro. Ahora ya no quedaban más que tres discípulos en Jerusalén. Los demás asistentes a la reunión en casa de Matías eran nuevos conversos. Fariseos, sobre todo, y, entre ellos, dos o tres sacerdotes togados. Éstos miraban todavía con más seriedad que los Yagos. Yago el Menor preguntó a su tocayo:
—¿Hablo?
—Habla.
—Muy bien. Lo que se cuenta es que te has orinado en la cara de la ley de Moisés —Pedro frunció el ceño con ferocidad—. Todo lo que practicamos está en las escrituras, Pedro. La ley de Moisés no se ha modificado por la nueva ley.
—¿Qué se supone que he hecho en menosprecio de la ley?
—Para empezar, has comido alimentos inmundos. Diciendo que semejante cosa no existía. Afirmaste haber oído una voz del Señor que te decía que todo era igual de bueno: el cerdo, el bogavante, yo qué sé, supongo que también los sapos y las arañas…
—Tuve un sueño —dijo Pedro—, y era un sueño de Dios. Me tenéis que creer bajo palabra, pero puede que ya no aceptéis la palabra de la piedra sobre la cual se edifica la Iglesia. En cuanto a lo de comer cosas sin desangrar, sí, lo he hecho. Fue en casa del romano a quien bauticé en la fe. ¿Qué iba a hacer? ¿Despreciar su hospitalidad?
—Sí —dijo Yago, hijo de Zebedeo—. Lo primero que tendrías que haber hecho es no entrar en aquella casa. Era un centurión romano, ¿no?
—Sí, un centurión —dijo Pedro—. Y él, junto con su familia y muchos de entre sus hombres, quería hacerse nazareno. La gracia del Señor los iluminó, luego supongo que la gracia del Señor ha cometido un error.
—Teníamos entendido —dijo un sacerdote, de nombre Kish— que el destino de Israel iba a cumplirse con la llegada del Mesías. No parece que un centurión romano tenga mucho que ver con Israel, si no es para dejarlo sin gota de sangre y para enviarnos estatuas blasfemas que profanan la ciudad santa…
—¿Qué es ese asunto de las estatuas blasfemas? —preguntó Pedro.
—Ya hablaremos —dijo Yago el Menor—. Cada cosa a su tiempo.
—Muy bien —dijo Pedro—. De manera que tiene uno que rebanarse el prepucio antes de acceder a las aguas bautismales…
—Eso es decirlo de una forma muy tosca —dijo Kish—. La circuncisión es señal de que alguien cuenta en el número de los elegidos de Dios. De que un pueblo entero queda redimido por la venida del hijo de Dios.
—Así, pues —dijo Pedro—, para hacer nazareno a un romano, antes tengo que convertirlo en judío.
—No se puede convertir a nadie en judío —dijo otro sacerdote, Natán de nombre—. Judío se nace. Y quien nació judío se puede hacer nazareno. Es así de sencillo.
—Y, por consiguiente —dijo Pedro, en tono subido—, ¿hay que ignorar a los gentiles? Si no recuerdo mal, se nos dijo que saliéramos al mundo, al mundo entero y puñetero, y que lleváramos el mensaje a quien quisiera escucharnos; nadie habló para nada de ir por ahí levantando faldones a ver si había o no había circuncisión. Y tampoco se nos dijo nada de que fuéramos a quedar impuros por entrar en las casas de los gentiles. Maldita sea, el mismísimo Señor acudió tan contento a la morada de otro centurión, para curar a su sirvienta, o lo que fuera.
—Él no fue —dijo Yago, hijo de Zebedeo—. El centurión dijo que no era digno, y no lo era…
—Y el Señor —gritó Pedro— dijo que nunca había visto semejante fe entre los malditos israelitas.
—No era necesario decir nada —intervino Yago el Menor— sobre lo de entrar en casa de los impuros. Eso ya lo sabíamos. Está muy claro en la vieja ley.
—Exacto —dijo Pedro, respirando pesadamente—. De modo que bautizo a una docena de romanos que creen que Jesús es el hijo de Dios, y me equivoco. ¿He entendido bien? Y si me como un trozo de ternera romana, con ayuda de un vaso de leche de cabra romana, pues también me equivoco. ¿Es eso?
—¡Puah! —profirió uno de los congregados.
—Me está pareciendo —dijo Pedro— que os habéis olvidado de quién heredó el bastón de mando. Él envía una visión. Yo la acepto. Y vosotros decís que me equivoco. Recibo una llamada para que convierta a un gallinero de romanos. Y también me equivoco. Sois tardos en comprender. El desdichado de Esteban no era nada tardo, a pesar de su juventud. Por eso lo mataron. Esteban vio que la vieja ley estaba acabada. Los sacerdotes, las sinagogas, la circuncisión, toda la lista que viene en el Levítico… Ya no somos lo que fuimos.
—No me entra —dijo Yago, hijo de Zebedeo—. No logro que me entre.
—Di más bien que no quieres. Hay que sacaros de la cabeza, aunque sea a golpes, una parte de vuestra testarudez. Y si el mismísimo Calígula, con todas sus manchas de sangre, ve la luz, y dice que se quiere convertir en nazareno… ¿Qué hacemos? ¿Decimos no, sanguinaria majestad, como no puedes ser judío, tampoco te puedes unir a nosotros; es mejor que sigas rebanando pescuezos y teniendo diez mujeres y dándoles por el culo a los jovencitos? Se me antoja que todos vosotros tenéis que volver a plantearos las cosas, de cabo a rabo.
—Y ¿qué pasa con el Templo?
—Eso: ¿qué pasa con el Templo?
—¿Sigue perteneciéndonos? ¿Unimos fuerzas con los judíos que no son nazarenos y damos la vida por el Templo?
—Nadie —dijo Pedro— muere por un pedazo de piedra, aunque lo haya puesto en pie Salomón en persona…
Pedro se daba cuenta de que tenía hoy el diablo dentro, pero era un diablo limpio y saludable. Añadió:
—… En los ratos libres que le dejaban la reina de Saba y las diez mil concubinas.
—Todo esto es muy impropio —dijo el sacerdote llamado Natán—. No nos esperábamos tamaña frivolidad. Estamos debatiendo asuntos considerablemente graves.
—Se diría que no comprendes lo que decimos, Pedro —intervino Yago el Menor—. Seguimos formando parte de la historia de los judíos. Lo cual significa que tenemos que defender el Templo. Él se habría plantado en el Templo con un látigo… Sabes que sí.
—¿De qué hay que defender el Templo? —preguntó Pedro, lisa y llanamente desconcertado. Había estado fuera. Todos suspiraron.
—La estatua del Emperador Calígula —dijo Juan, hijo de Zebedeo— aguarda en las afueras de la ciudad. Te habrás enterado de eso, ¿no?
—He visto un carromato con soldados y un cargamento de esclavos sirios. En el carromato había algo cubierto con una tela de color púrpura. Apenas si paré mientes en ello. Pensé que se trataría de alguna nueva necedad romana… De modo que era una estatua del Emperador. Ah. No me estaréis diciendo que…
—El Emperador se ha proclamado Dios —dijo un sacerdote, Nebat de nombre; los altibajos de su acento galileo ponían en inofensiva música la espantable blasfemia—. Y exige que su estatua se coloque en el sancta sanctórum. El rey Herodes Agripa proveerá a su instalación en cuanto llegue. O, y estamos rezando para que así sea, tomará alguna decisión que evite el derramamiento de sangre en Judea. Lo más probable es que se limite a contemporizar, de modo que aquí estamos, rezando. Herodes se ha hecho pagano, se ha romanizado, y una vieja amistad lo une al Emperador. Pero también conserva la fe de nuestros padres. Es de suponer que en estos momentos sea presa de una lucha interna. Los zelotas se están armando. Herodes no querrá que haya derramamiento de sangre.
—Profanación, profanación, profanación —cantaleó el sacerdote Kish.
—Bueno —habló Pedro—, él dijo… Él dijo… Él dijo que no era lo de dentro, sino las obras, lo que manchaba a un hombre. Tenemos trabajo. No podemos permitirnos que nos acuchillen, ni que nos claven a una cruz. Todavía no. Tenemos trabajo por delante. No me va a rebanar el pescuezo una espada romana, porque… —no concluyó; se dio cuenta de que estaba yendo demasiado lejos—. La estatua de Cayo Calígula en el Templo… No, desde luego, no podemos tolerarlo. Qué puerca blasfemia.
Luego añadió:
—¿Qué decís de que Agripa es rey? ¿Rey de Judea?
—Ya es rey de otros sitios —dijo Yago, hijo de Zebedeo—. Ahora dice que está esperando la confirmación imperial de este nombramiento de mayor rango. El Emperador ha hecho que el procurador se retire a Siria. Da toda la impresión de que Judea va a tener de nuevo un rey. No por mucho tiempo, sin embargo. Puede elegir entre que lo descuarticen los romanos o que lo haga su propio pueblo.
—Tenemos que expresarnos públicamente —cantó Nebat—. Incluso tenemos que ser los primeros en expresarnos públicamente. Somos responsables de un Israel cuyo destino se cumple con la redención del ungido. Somos la verdadera voz de Israel.
—Y —dijo Pedro— tenemos que negar al primero de nuestros mártires. Tenemos que morir por el Templo. Hay algo que no encaja.
—Puede que no haya que llegar tan lejos —dijo Yago el Menor.
Pero a la mañana siguiente, en el resistero del mediodía, una enorme efigie sonrisueña se desveló ante los ojos de un pueblo adusto. Seguía en su carromato, con toda insolencia, junto al recinto del Templo. En espera de nuevas órdenes para dar el último paso. Soldados procedentes de Cesarea habían levantado un bosque de lanzas en su derredor. No hubo todavía ningún zelota que osara atacar. Se limitaron al murmullo y la imprecación.
Herodes Agripa, elegantemente ataviado, se hacía transportar en litera hacia la ciudad santa. Ante las puertas de la ciudad lo esperaban los miembros más antiguos del Sanedrín, con Caifás a la cabeza. Un coro entonaba una de las Lamentaciones de Jeremías. El lúgubre melisma acompañó la lenta procesión hasta el palacio construido por Heredes el Grande, ahora deshabitado. Heredes Agripa se dignó subir por su propio pie por la marmórea escalinata exterior, cada uno de cuyos peldaños tenía la anchura de una pequeña calle. El salón del trono no estaba limpio, pero al trono sí que le habían quitado el polvo. No tomó asiento en él. Se dirigió a un emplazamiento más humilde, a unos cuantos codos. Este asiento estaba cubierto de polvo. Un chambelán lo limpió con el borde de su túnica. Heredes Agripa se sentó. Los miembros del Sanedrín permanecieron en pie. Heredes dijo a Caifás:
—Conozco el protocolo, eminencia. Por cierto, perdóname que me exprese en griego. Tengo que… Tengo que sacudirle el polvo a mi arameo. Comprendo —e hizo vibrar las aconsonantadas terminaciones, con sardónico deleite— que mi elevación requiere la confirmación imperial y la ratificación de mi coronación. Sabréis que soy rey cuando me veáis sentarme en ese trono. Tengo entendido que un barco está tocando el puerto de Cesarea en este momento. Transporta, alabado sea Dios, un documento concreto que significará la confirmación imperial de la restauración de Judea en el concierto de los reinos.
—Un reino cliente —dijo Cleofás.
—El mundo entero reconoce tal clientela. La libertad siempre ha sido un término relativo. El César es el César.
—Y tú todavía no eres rey de Judea —dijo Cleofás—, luego puedo dirigirme a ti sin excesiva humildad. Si la estatua del César entra en el Templo de Jerusalén…
—El pueblo judío se cortará el gañote. Ya lo sé.
—Antes, les cortará el gañote a los romanos. Y luego aceptará su aniquilación.
—Sé razonable, eminencia. El Emperador Cayo se toma por un dios; por el único dios que hay, para ser exactos. Tú y yo sabemos que el Emperador está loco, pero a los locos hay que seguirles la corriente. Coloca la estatua, en un gesto de aceptación de la autoridad romana, y nadie saldrá perjudicado en exceso. Al fin y al cabo, puede verse como un ornamento más.
—La respuesta a eso ya debes de figurártela.
—La sé perfectamente. De ahí que esté dispuesto a contemporizar. Que la estatua siga donde está, por el momento. Hagamos correr noticia de que con ello se significa la deferencia del César ante el Dios de los judíos. Cayo, el dios, reconoce la existencia de alguien superior a él. Su estatua permanece junto a los límites del Templo en señal de vasallaje al Señor de los Ejércitos. Hazlo correr. Tu pueblo, mi pueblo, lo creerá con gusto.
—Quieres decir que haga correr una mentira.
—¿Qué es la verdad? Dejemos que el pueblo se acostumbre a la imagen imperial. El paso siguiente puede aplazarse.
—¿Cuánto tiempo?
—Quién sabe. El paso siguiente consistirá en trasladar la estatua al interior del Templo. Hay que ir paso a paso. Cuando se acostumbren a su presencia, hasta los zelotas acabarán por olvidarse del objeto en cuestión. Además… —¿Qué?
—Nada. Nada, por el momento.
LO QUE HERODES AGRIPA quizá pensaba —sin atreverse, por razones supersticiosas, a expresarlo a las claras— era que los días de Cayo Calígula podían estar, como suele decirse, contados. Sus propios sueños se lo estaban diciendo al Emperador, sin que él les prestara atención. Parte de estos probados fantasmas de su cerebro durmiente se han confundido luego con la realidad probada. Así, hay quien piensa que la estatua de Júpiter Olímpico, al ser retirada de su antiquísimo pedestal con intención de trasladarla a Roma (para que Cayo pudiera emplazar su sonrisueña testa en lugar del grave y barbado rostro del padre de los dioses), soltó de repente una carcajada tan gigantesca, que se derrumbaron los andamiajes y los operarios salieron en desbandada. Pura fantasía de una mente dormida y temulenta, igual que aquella que despertó al Emperador en el transcurso de la noche previa a la de su asesinato: soñó que se hallaba en el cielo junto al trono de Júpiter y que éste, con un empujón del dedo gordo del pie izquierdo (no del derecho, como algunos sostienen), lo había precipitado, aullando, a la tierra. El asesinato, concretamente, lo tramaron Casio Querea y Cornelio Sabino, tribunos militares ambos; la mano ejecutora que eligieron fue nada menos que la de Marco Julio Tranquilo, recién casado y delirantemente dichoso con su novia, quien descubría así que nunca se recibe nada sin dar algo a cambio. Los tres hombres se juntaron para conspirar en casa de Cornelio Sabino, en un estudio con las paredes cubiertas por un enrejado de estanterías llenas de pergaminos, porque era hombre muy leído. Casio Querea dijo amargamente:
—Sería capaz de perdonarle los delitos. Los delitos no son nada…
—¿Nada? —dijo Sabino—. Violación, incesto, mutilación, confiscación de bienes, ejecuciones arbitrarias, bujarronería. ¿Le has echado un vistazo a la lista?
—No cabe —dijo Querea— la valoración cuantitativa. Si aceptas el mal que lleva dentro, tendrás que aceptar que un individuo acabe con el mundo entero. Lo que no logro aceptar es la humillación…
—¿Tu propia humillación?
—Bueno, es verdad, estoy harto de que se pase el tiempo vilipendiándome en público, tildándome de afeminado, llamándome Venus. A mi edad. Ofreciéndome el dedo corazón para que se lo bese, pero siempre a la altura de la ingle. A veces son las cosas más insignificantes, repetidas hasta la saciedad, las que llevan a la locura. Pero no, en lo que pienso es en la humillación infligida al ejército, en general…
—¿A la Guardia, o a las legiones?
—¿Cómo distinguir entre una y otras? Me refiero a esa pretendida invasión de Britania que quiere hacernos tragar. Un par de expediciones. Unos cuantos prisioneros. Y él, bien arropadito en su tienda, imponiendo al ejército la mentira de que lo ha conducido a la batalla, a la victoria en las zonas tribales del sur. Y el retorno triunfal a Roma. La recogida de conchas ya tuvo lo suyo, pero esto…
—¿Y su sucesor?
—¿Puedes albergar alguna duda al respecto? Un hombre como es debido, que comparte el rancho y el vino de la cohorte pretoria, pero que nunca pierde la noción de la humildad que le cuadra ante quienes son mejores que él en la milicia. Un hombre seguro, dado al estudio. El único posible, de hecho.
Sabino estuvo rumiándose esto último durante unos momentos, para dirigirse luego a Marco Julio Tranquilo:
—Ya sabes para qué te hemos convocado, centurión.
—Proponéis algo terrible.
—Sí, desde luego, matar a alguien que se proclama a sí mismo dios es algo terrible. Pregunta a esa encantadora esposa tuya qué es lo que piensa de la lex talionis.
—No sé…
—Venga ya, hombre, la ley del castigo justo. No has dejado de contarnos lo de que a su hermana la mató él a latigazos. Si te espanta la enormidad que significa levantar la mano contra el César, piensa en las cuentas pendientes que tiene con tu familia. No vas a estar solo, además. ¿Quién mató a tu tocayo, el divino Julio? En efecto, una nación entera, perturbada y temerosa. Tu mano no va a ser tu propia mano. También nosotros llevaremos nuestros puñales.
—Pero yo —dijo Marco Julio Tranquilo— seré el único asesino a sueldo. Esa cantidad, cuando pueda ahorrarla, será reintegrada, con intereses, a la caja pretoriana…
—Olvídalo, hombre. La liberación de una esclava del César constituyó, por sí misma, un golpe contra el César.
Escanció vino.
—Bebamos por ello, y que el brindis nos ate.
—¿Dónde y cuándo? —preguntó Querea.
Antes del postrer banquete de Cayo Calígula, un judío llamado Caleb, que se hacía llamar Metelo, se encaminó —con su túnica romana y muñequeras de cuero— hacia las cocinas imperiales. Por fin había llegado a lo previamente inalcanzable, al Palatino, porque iba a actuar de nuevo ante el Emperador, aunque esta vez en fiesta privada, luchando con un dorado griego de inmensa fuerza, que se llamaba Filemón. Toda una tropa de histriones imperiales se había reunido con bastante antelación en una de las antecámaras del salón de banquetes: tragasables partos, bailarines de la isla de Lesbos, músicos sirios con gongos, cálamos y cítaras, una pequeña manada de leones amaestrados, un par de panteras jóvenes (una de las cuales era hembra y estaba en celo) que se acoplarían en público en cuanto abrieran las bien distanciadas jaulas en el redondel de mosaico. A los ejecutantes humanos se les había servido vino rebajado y unas cuantas fruslerías. Caleb siguió a uno de los sirvientes hasta las cocinas, habiéndole hecho antes una pregunta a la que no pudo responder, porque le habían quitado la laringe. Se metió, por tanto, en el ígneo y descomunal infierno, donde estaban dando los últimos toques ornamentales a un incontable número de platos fantásticos. Hubo, de inmediato, un pinche que se acercó a Caleb y, amenazándolo con una sartén de hierro, le dijo ¡fuera!
—Tenéis aquí dos esclavas —dijo Caleb—, dos muchachas palestinas…
No le constaba, pero, como conjetura, resultaba aceptable.
—Sal de aquí. Haz que se largue, Bubo.
Bubo era un individuo forunculoso y altanero que estaba restregando peroles antes de lavarlos. Se adelantó hacia Caleb con un tremendo molde de cobre. Caleb sacó músculo y Bubo rezongó. Una vejarrona que fregaba una fuente mostró a Caleb su boca desdentada.
—¿Palestinas? —preguntó.
—¿Las conoces? —dijo Caleb, trémulo ya.
—Bueno, es muy largo de contar…
Casio Querea y Cornelio Sabino estaban invitados al banquete. Al entrar con su liberto Aufidio (portador, sin duda alguna, de una bolsa de cuero con el látigo imperial dentro), Cayo César, que acaso, en sueños, hubiera visto a aquellos dos chapoteando en sangre, les dijo:
—Nos os preocupéis, caballeros: ya os pillaré yo antes que vosotros a mí.
Luego soltó una riseja. Se reclinó sin gracia e hizo seña de que sirvieran el primer plato. Era alguna fantástica monstruosidad: acaso pasteles en forma de recién nacidos, de cuyo ano asomaba un picadillo de sesos de alondra. Solicitó a Claudio para que recitara algo. Claudio se levantó con dignidad, apartando su triclinio para hacerse sitio, y, sin tartamudear en exceso, anunció que iba a declamar un pasaje de un filósofo desconocido. El pasaje rezaba así:
—Quien posee la omnipotencia goza de libertad para ejercer el bien y el mal. Y como es más difícil obrar el bbbbien que obrar el mal, haciendo el primero mostrará más cumplidamente su ppppoder. Quien sólo realiza el mal se convierte sin duda en esclavo de éste, renunciando a su facultad de elección. El gobernante malvado no es en modo alguno gobernante.
Se hizo un incómodo silencio y Claudio volvió a sentarse. Cayo Calígula dijo:
—¿Quién ha escrito eso? ¿El tonto de Séneca? ¿Uno de esos borregos que siguen al esclavo Cresto? Espero no ver en ello un toquecito de traición.
Claudio, puesto de nuevo sobre los pies, dijo con calma:
—Como ya he dicho, es un filósofo desconocido. Su edad ronda los cincuenta años, y no posee riqueza alguna, salvo la de su pelo blanco.
Y, habiendo de tal modo procedido a la identificación, volvió a situarse, no sin gracia, en su triclinio. Cayo Calígula dijo:
—Te has vuelto muy ágil de lengua, tío Claudio. ¿Te pasa lo mismo con el cuerpo? Me están viniendo ganas de que te desnudes y luches. De vez en cuando no viene mal un poco de… ¿cómo se dice?… gerontomaquia.
—Por desgracia, César, soy bastante tardo de movimientos —dijo Claudio—. Soy cojo, sobrino; claudico, como mi propio nombre indica. No te proporcionaría mucha diversión.
—De todas formas —dijo Calígula—, eres viejo, pero no lo suficiente. Atengámonos a los verdaderos ancianos. Tú, señor, y tú —se dirigía a dos vetustos senadores, calvos, desdentados y en los puros huesos.
—Preferiríamos abstenernos, César —dijo el menos vetusto, sin muchas esperanzas de que valiera para algo.
—Frefriríamofafchenernochézar —se mofó el Emperador—. Adelante, reverendos señores, divertid a vuestro amo. No hay premio para el vencedor. Sí para el perdedor: una corona eterna. La oscuridad eterna, quiero decir. Una nox dormienda. Desnúdalos, Aufidio.
Así, pues, los dos ancianos fueron brutalmente despojados de todas sus vestiduras, para mucha risa del Emperador, y sólo suya. Presas del desconcierto, quedaron el uno frente al otro.
—Venga, a luchar los gerontómacas. Quiero diversión.
Se pusieron al combate, como de veras. El hijo de uno de ellos, un importador de fieras llamado Licinio Calvino, se levantó a protestar, pero su robusta esposa lo obligó en seguida a sentarse.
—¿Voy a tener que aplicaros el látigo? —les gritó Cayo Calígula—. Acusáis las consecuencias de vuestra disipada juventud. Demasiada filosofía lúgubre. No habéis cultivado bastante el orgullo corporal. Luchad.
Se engarbaron, con toda su artritis. El más joven tenía los labios cianóticos. Se llevó ambas manos al pecho y se desplomó.
—Eso, para mí, es trampa, reverendos señores. Eso tiene toda la pinta de una muerte natural. Venga, que se los lleven —dijo, con petulancia—. Que traigan a los profesionales. Quiero ver sangre.
Un simulacro de ella sí que estaba viendo, porque el segundo plato era un innombrable budín de color escarlata relleno de Dios sabe qué. Livinio Calvino se llevó a su padre a rastras: no estaba muerto, sino sólo fingiéndolo. Fue entonces cuando el maestro imperial de ceremonias dio orden de proceder al judío Caleb —algo ofuscado por las cosas que acaba de escuchar— y al dorado griego Filemón. Rindieron pleitesía al Emperador y se trabaron. Del budín color sangre brotó, por algún pintoresco mecanismo, un chorro de mantequilla caliente. Cayo Calí— gula se carcajeó al ver la exquisita faz de la exquisita Lolia Paulina con la mantequilla puesta. Luego observó el pugilato con atención crítica. No estaba satisfecho: no veía sangre por ninguna parte.
—Que se lleven a ese gigantón rubio —exclamó—. Guardádmelo para la cama. Hace ya mucho tiempo que no me castigan el trasero como es debido. Y ahora, a ti, señor mío, el Emperador va a enseñarte cómo se lucha. Aufidio… miz miz miz miauuuu.
Aufidio sacó de su bolsa de cuero una hermosa máscara de gato —de artesanía siciliana—, junto con un par de guantes de piel de gato cuyos dedos remataban puntiagudas uñas. Cayo se convirtió en un gatazo torpe y sobrealimentado; habiendo abandonado su triclinio, avanzó hacia Caleb. Éste quedó desconcertado. Sin moverse, dejó que el Emperador le desgarrara los brazos. Se miró las marcas de uñas, donde empezaba a acumularse la sangre, y pensó qué era lo que podía hacer. Le llegaba un murmullo de conversación desde los triclinios de los espectadores, pero no alcanzaba a discernir su pleno significado.
—Venga, muchacho. Miauuuuu. Grrrrr.
El Emperador lanzó un zarpazo al ojo izquierdo de Caleb, falló, lo alcanzó en la sien. Caleb, atónito, notó que le caía por encima de los ojos una especie de telón de sangre. Entonces permitió que su hermana Rut le ocupara el cuerpo. Trazó un círculo, mientras se enjugaba la sangre, y Cayo Calígula, quejándose de juego sucio, casi sin aliento, se encontró dando arañazos al aire. En un golpe de suerte, cazó la mejilla de Caleb, y aulló en triunfo; en seguida se halló agarrotado por detrás, debatiéndose en su impotencia.
—¡Juego sucio! —trató de chillar—. ¡Suéltame! ¡Que me suelte! ¡Matadlo!
Mientras Calígula lanzaba inútiles zarpazos al aire, Caleb lo levantó sin dificultad y las caliguitas empezaron a patear la nada. Luego lo dejó caer al suelo. El Emperador no siguió adelante con su papel de gato. Lo que hizo fue llamar a Aufidio para que matara y matara y matara. Cornelio Sabino se puso en pie, gritando:
—¡No!
Lo autoritario del tono sorprendió al mismísimo Cayo Calígula. Caleb salió por pies. El Emperador vio más rostros enemigos de los que nunca antes habían osado quitarse la máscara. Se quitó la suya propia y gruñó:
—Aguafiestas. Carecen de sentido del humor. El banquete ha terminado.
Salió con poco imperial presteza, seguido por sus sicofantas, que gesticulaban como pidiendo perdón a las estatuas, a los pedestales enguirnaldados, a los platos sin tocar. Claudio miró a Cornelio Sabino con la boca abierta en un rictus nervioso, deseoso de decir algo, pero sin que sus órganos del habla lograran ponerse en funcionamiento.
Cayo Calígula debería haberse trasladado a Ancio aquella misma noche. Pero disfrazarse de gato no le había conferido el instinto gatuno. A la mañana siguiente acudió al teatro, a ver una comedia mímica cuyo título era Laureolo. Al final, el protagonista, cabecilla de una banda de salteadores de caminos, moría con un copioso vómito de sangre. Según la costumbre de la época, los histriones secundarios, terminada la representación, imitaron, exagerándola, la interpretación del actor principal; con lo que el escenario quedó rebosante de jarabe rojo aparentemente regurgitado. Cayo Calígula, con las prisas por concluir el banquete, la noche anterior, se había quedado con hambre, y tuvo luego que atiborrarse de pastel de perdiz frío con pepinillos en vinagre. La visión de la sangre teatral le produjo náuseas, pero no consiguió devolver. Lo que pasaba, quizá, era que tenía que asentarse el estómago con un piscolabis. No tomaba resolución al respecto. Con él estaba su tío Claudio, a sus órdenes: un instinto, no del todo felino, le estaba aconsejando que no permitiera a Claudio apartarse de su vista durante demasiado tiempo. Anoche, Claudio no se había comportado como un tonto: el sobrino había podido percibir, como una especie de aureola en torno a la voz de su tío, el cavernoso eco de la cámara senatorial. Ahora, Claudio le dijo:
—Dale un descanso al estómago. Vamos a pasear un rato.
—Hace demasiado frío para pasear.
Faltaba una semana para que finalizase el mes de enero.
—Por el cccccamino ccccubierto. —Se refería al pasadizo cerrado que llevaba del auditorio a la sala de espera de actores. Caminaron: Cayo, Claudio, Mnéster el histrión, unos cuantos mariquitas anónimos. En el pasadizo, Calígula quedó encantado con el ensayo de una danza guerrera troyana que estaba efectuando un grupo de jóvenes nobles recién llegado de una de las provincias asiáticas.
—Espléndido —dijo—. Exquisita ejecución. Haremos una función especial esta misma tarde.
—No me encuentro muy bien, César —dijo uno de los jóvenes, con franqueza—. Acaba de sobrevenirme un ataque de reúma. Hace frío en Roma.
—Sí, a veces, en esta época del año —dijo Cayo Calígula, afablemente—. Si seguís con nosotros, a lo cual estáis cordialmente invitados, tendréis ocasión de gozar el esplendor de la primavera, y de padecer un verano cuyo calor resulta, en ocasiones, insoportable.
Querea y Sabino aparecieron de pronto por un pasadizo que hacía ángulo de noventa grados con el camino cubierto. Los seguía una parte de la primera cohorte de la Guardia Pretoriana, encabezada por un centurión triario cuyo rostro conocía bien el Emperador. Le temblaban las manos, quizá de fiebre, cuando cruzó el brazo sobre el pecho para saludar. La temperatura no era tan baja como para tener escalofríos. Sabino dijo, deferentemente:
—César, ¿cuál es la contraseña del día?
—Ah, es eso… Bueno, pues Júpiter, pongamos por caso.
—¡Por Júpiter! ¡Ahora! —gritó Querea. Marco Julio Tranquilo hundió el puñal en las costillas de su Emperador. Tuvo la impresión de pinchar en hueso, pero Calígula, tambaleándose, giró sobre sí mismo. Querea hendió la imperial mandíbula de un golpe. Sabino aplicó dos ayuntados puños en la cabeza del Emperador. Éste se derrumbó, gritando bajo la sangre:
—¡No podéis! ¡Soy inmortal!
En seguida, todos los componentes de la cohorte desenvainaron sus espadas y, disputándose la prelación, lo remataron con treinta heridas, la decimotercera en las partes pudendas. Acorrieron en su auxilio los porteadores de la litera, aunque bien poco pudieron hacer con sus bastones. A continuación llegaron los germanos de su guardia personal, acuchillando a todo el que se les ponía por delante. Cornelio Sabino recibió un corte que le llegó al hueso de la muñeca. Los germanos, aullando desde el hondón del pozo de sus gargantas, fueron rechazados. El César yacía sobre su propia sangre. Querea, de un tirón, le sacó de debajo el manto de púrpura imperial, haciendo rodar el cadáver. Buscó a Claudio. Todos buscaban a Claudio. Claudio se había refugiado tras una colgadura en que se representaba el rapto de Lucrecia. Los pretorianos observaron tras ella un bulto tembloroso y, violentamente —porque su ansión todavía no había amainado—, la desprendieron de la barra. Se amontonó sobre Claudio, como una ola, y él emitió un kkkk. Querea se plantó ante Claudio con la púrpura.
LA NOTICIA tardó menos de un mes en llegar a Cesarea. Desde Siria habían enviado un oficial para que hiciera las veces de procurador provisional, mientras se confirmaba la elevación de Herodes Agripa al trono de Judea. Este oficial, Junio Saturnino, junto con Cornelio y los hombres de un manípulo, esperaba en el muelle. Tenía que llegar un mensaje, quizá dos: la confirmación de Herodes, la ratificación de la orden de meter a rastras la estatua en el sancta sanctórum, bajo pena de ejecución inmediata para… No hacía falta dar nombres. Lo que nadie esperaba era la noticia de que Calígula había sido asesinado. Al fin y al cabo, no llevaba en el mando más allá de tres años y diez meses, y el Emperador estaba en el vigésimo nono de su edad, y tenía por delante un montón de villanías que cometer. Un frumentarius, oficial del servicio de información, que venía en el barco, dejó ver, mientras atracaban, el nerviosismo que le producía la tardanza en tender las planchas. Desembarcó corriendo, tan pronto como le fue posible, y entregó un rollo sellado a Junio Saturnino.
—Toma, ábrelo tú —dijo el procurador provisional a Cornelio. Éste leyó, trémulo, y dijo:
—Loado sea Dios. Que salgan de inmediato hacia Jerusalén cuatro hombres a caballo. Tú, tú, tú, tú.
—¿Qué ocurre?
—Se acabó el problema de la estatua.
Treinta millas de Cesarea a Jerusalén. Con el crepúsculo, los lanceros de la guardia rompieron filas, dejando a los zelotas la tarea de despedazar la efigie. Empezaron por estrellarla contra el suelo; en seguida, en cuanto se pusieron a hacerla añicos con martillos y cachiporras, se vio que no era de oro macizo, sino de piedra bastante baja, con un baño de oro. De tal oro hicieron un lingote, que terminó en las arcas del Templo. No fue éste el final feliz de un lamentable suceso, porque nada termina nunca, salvo en el día del juicio. Los zelotas, los fanáticos, incrementaron su celo, se organizaron mejor, invirtieron en armas el dinero del César. A los nazarenos de Jerusalén no les reportó ningún beneficio el hecho de no haber mostrado más allá de una tibia angustia ante el intento de profanación del Templo. La aparición de Cornelio en la ciudad, para despedirse de Pedro, antes de pasar a la reserva, marcó la creciente separación entre la nueva y la vieja fe. Un romano, impuro e incircunciso, postrándose de hinojos para recibir la bendición de alguien que, por su cuna, había sido un buen judío de Galilea. Herodes Agripa quedó a la espera de su confirmación en el trono por el nuevo Emperador; y, habiéndose librado, por muy poco, de una blasfemia, no tardó en averiguar que su tarea iba a consistir en incurrir en otra.