VUELTOS LOS IDUS del mes consagrado a la diosa de los ojos de novilla, la mejoría del tiempo me permite sacar el sillón al aire libre, para poner los maravillados ojos en la grosura de los zorzales, o deleitarme en los pestañeos del sol por entre las hojas de los plátanos. He estado leyendo un libro bastante raro, aparecido durante el mandato de Galba: breve —y tal vez apócrifo—, su título es Diálogo acaecido entre el Emperador Nerón y su amigo Cayo Petronio. A este último lo conoce el lector por su procaz, aunque ingenioso, Satiricón, del que a menudo he pensado que bien podría constituir caricatura burlona de la «Paulíada» de Lucas. No obstante, el diálogo a que acabo de referirme (que es más bien un monólogo, porque la parte que en él toma Nerón se limita a unas cuantas frases de asombro o de aquiescencia) fue calificado de peligroso, y, seguramente, muchos de sus ejemplares han acabado, sin noticia pública, en las fogatas de la censura. El libro expone los principios filosóficos que hice bosquejar al joven Nerón en coloquio con Séneca. Cuéntase que tales principios tuvieron origen en el adoctrinamiento de que fue objeto Petronio, en sus años mozos, por parte de un poeta cuyo nombre real no se conoce, pero al que apodaban Selvático (y a quien se aplicó la pena de destierro por haber hecho exhibición de sodomía en un reinado tan inequívocamente heterosexual como el de Claudio). Puesta en pocas palabras, la filosofía en cuestión sostiene que todo ha de inclinarse ante la belleza y que el artista se halla por encima de las consideraciones morales cotidianas de la gente común. Dado lo poco probable de que el Derecho vigente recoja tal trascendencia, resulta que sólo el individuo de rango más elevado que la Ley goza de la libertad necesaria para buscar la belleza hasta sus límites. La belleza natural es admirable, pero también demasiado sensual para satisfacer por entero la naturaleza estética del hombre. La belleza artística alcanza niveles muy superiores: el arte puede reorganizar las formas naturales en conjuntos nuevos y, a veces, intrincados; lo cual trae consigo —y aquí interviene la libertad moral— el menoscabo o perversión de lo considerado Derecho natural. El derecho natural básico de todos los seres vivos estriba en seguir viviendo hasta haber puesto fin y cumplimiento a lo que suele denominarse su ciclo vital. La estética de Petronio, que Nerón hizo suya, no reconocía tal derecho: el imperial artista veía en la vida humana lo mismo que el carpintero ve en la madera viva: materia fragmentable y apropiada para ajustarse a nuevas formas. Mediante el cultivo de tan estéticos principios filosóficos quedarían anuladas las piadosas respuestas naturales que llevan al hombre corriente y anestético a no desear el mal ajeno, y menos el del prójimo. Así, el artista no ve, en lo vulgarmente llamado crueldad, sino un medio neutro de procurarse nuevos deliquios estéticos. Comprendida esta filosofía de la belleza, se comprenden también, en parte, las enormidades del Imperio de Nerón; que no eran tamañas, según las normas de Petronio, sino mecanismos perfectamente legítimos para alentar la imaginación con vislumbres de la realidad superior. Como artista de la palabra, Petronio creaba personajes imaginarios que podía manipular libremente, aniquilándolos cuando le venía en gana. De idéntico modo, los peculiares logros artísticos de Nerón consistían en actos manipulatorios operantes en el ámbito de la realidad, sin constreñirse a la pura imaginación. Visto así, Nerón fue uno de los mayores artistas de su tiempo. Visto de otro modo —y a ello contribuyó bastante la forzada ausencia de crítica sana—, no fue tampoco el peor, sino sólo uno más en las nutridas filas de los mediocres. Sus versos eran malos. Su música carecía de entonación. Cantaba de modo deplorable. Hacía el ridículo bailando. Era penoso verlo interpretar un papel… Petronio, cuya crítica habría podido resultarle útil, estaba tan entusiasmado con la absoluta libertad moral del Emperador (requisito indispensable del arte supremo), que tendía a ignorar cuán desdichados frutos daba tal liberación en el ámbito creativo.
Acabo de mencionar determinada realidad superior que toma cuerpo cuando el arte la invoca. Petronio, siguiendo en ello a Platón y, desde luego, también a Aristóteles, aceptaba la noción del ser supremo, aunque en concepción muy alejada de la hebraica y de la cristiana. Este ser, como amoral que era, no denotaba su esencia, a ojos de los hombres, mediante actos de justicia, ni por la inspiración otorgada a los filósofos naturales. Un atisbo de su cualidad podía captarse en las obras bellas realizadas por los hombres. Los romanos más cultos de aquel tiempo aceptaban de buen grado a los dioses oficiales (llegando en ocasiones incluso a perseguir a quienes los rechazaban), porque los tenían por personificaciones útiles —y, a veces, diversivas— de las virtudes sociales y de los procesos naturales. Pero, lo mismo que aquellos atenienses a quienes Pablo no logró convencer, gozaban místicamente en la meditación sobre un dios ignoto, grande por su capacidad de definición mediante procedimientos negativos. La belleza, afirmaba Petronio, era uno de sus atributos ciertos; y la búsqueda de la belleza constituía la más cimera actividad humana. Nerón pensaba del mismo modo, porque Petronio lo había adoctrinado cuando aún tenía la cabeza en blanco y permeable al influjo de la elocuencia. Séneca, que no predicaba sino obligaciones morales, chocó contra su sordera, cuando no contra su desprecio.
Joven y concupiscente, Nerón, durante los cinco primeros años de su mandato, otorgó tanta importancia a las salidas ortodoxas de la sexualidad como al mismísimo arte. Como buen lector de Ovidio, creía firmemente en la existencia de un arte de amar, que con asiduidad cultivaba. Como príncipe juvenil y afanoso, sin lastre de frustraciones, se levantaba de sus múltiples orgasmos para sancionar la justa gobernación del Estado y la eficaz administración de las provincias. Su madre, atenta, por encima de cualquier otra cosa, a desembarazarse de los enemigos —reales, potenciales, o puramente imaginarios—, no interfirió, al principio, ni en los ocios ni en los negocios de Nerón. No tardó, sin embargo, en encontrarse lo suficientemente a sus anchas como para empezar a maquinar de qué manera se haría ella cargo del control del Imperio, oculta tras la máscara de su hijo. Y entonces descubrió que éste, a quien tan controlable había considerado, poseía voluntad propia.
Cierta soleada tarde, estaba Nerón esparciéndose en el lecho imperial con su amor más reciente, una liberta llamada Acte. Muchacha vulgar, pero de cuerpo dócil y flexible, de cuya piel emanaba una fragancia enloquecedora. Nerón, desnudo, todavía con sus lamentables pústulas, convaleciente del orgasmo recién conquistado, jadeaba como un corredor que se aproxima a la meta. Acte paseó una mirada admirativa por los muebles —todos griegos—, las colgaduras, las pinturas pompeyanas en que se representaban retozos humanos y animales. Al cabo, dijo:
—Bueno. Figúrate. Yo aquí.
—Y, ¿por qué no? ¿Acaso no es el lecho del Emperador el único paradero digno de la mujer más bella de Roma?
—No tan bella —dijo Acte, de convencional manera—. Pero sé cosas, ¿verdad? ¿A que sé cosas?
—Eres una mina de sapiencia. Tienes más sabiduría en la nalga izquierda que Séneca en toda su lúgubre biblioteca.
—¿Séneca? ¿Quién es ése?
—Un anciano que cree saberlo todo. Fue maestro mío: la virtud, el control de uno mismo, lo que se llama cualidades estoicas. Pero nunca me enseñó que la verdadera sabiduría radica en los nervios y en el despertar de la imaginación.
—¿Te he enseñado yo eso?
—Me lo has demostrado en la práctica. Y ahora tengo que ir al Senado.
—¿Tienes? ¿Tú tienes?
—Por cortesía y discreción; por hacerles creer que se salen con la suya; por reducir los impuestos y ganar popularidad. Todo trucos, en resumidas cuentas.
Había alguien llamando a la puerta, ancha y de doble hoja. Acte ocultó sus dulcijones pechos tras el cobertor.
—¿No será tu mujer? —preguntó—. La Emperatriz, quiero decir.
—Mi mujer está leyendo a Séneca en compañía de Séneca. No sé quién será. O sí, sí lo sé. Vístete. Quítate de en medio.
Le señaló la nueva salida que había hecho abrir en la pared, una simple abertura disimulada bajo un tapiz en que se representaba a Odiseo lanzándose al asalto de las aulladoras sirenas.
—Es la otra Emperatriz, ¿verdad? Tu madre.
Se vistió más aprisa de lo que se había desnudado.
—Vete. Vuelve mañana. A la misma hora. ¿Llevas el anillo para enseñárselo al guardia de la puerta?
Ella le mostró, alzado, un dedo destellante, como avivado por dos o tres oscilaciones del cuerpo; luego se marchó, soplándole un beso. Nerón se colocó una bata de rayas, fue a la puerta y la desatrancó. Hizo su entrada Agripina, con el cuello sacado como un ave de corral, olisqueando.
—¿Ha estado aquí la esclava ésa?
—No es esclava. Ya no. ¿Y qué, si ha estado?
—Eres muy tardo en aprender. La casa entera está al cabo de la calle. Si no puedes abstenerte de estos contactos de mal gusto, más vale que los tengas fuera de la ciudad.
—¿Como Palante y tú, pongamos por caso? Para contactos de tan malísimo gusto tendrías que irte muy lejos de la ciudad.
—Haz el favor —dijo Agripina— de no hablarle así a tu madre.
Nerón tomó una flauta y le hizo emitir tres notas de burla.
—El Emperador le habla a quien quiera como le peta. El Emperador hace lo que le da la gana, sin rebasar los límites de lo razonable y con el tétrico asesoramiento de Sexto Afranio Burro y de Lucio Anneo Séneca. No tomes lo de alejar a Palante por tan tétrico consejo. La madre del Emperador debe ajustar su comportamiento al de una matrona respetable.
Hizo sonar otras tres notas, más bajas, pero no menos burlonas.
—Deja en paz esa flauta —dijo Agripina—. Y escúchame.
Nerón, con arrogante petulancia, se sentó en la cama. Ella se sentó a su lado.
—La Acte ésa no es tan estúpida como parece. Ni está tan enamorada de ti como tú te crees. Juega su juego con mucha calma. Vas a verte arrastrado por ella a sitios y situaciones en que ni tu dignidad ni tu título te valdrán de nada. Está a sueldo —resolvió inventar, de pronto— de Británico.
—Eso no me lo creo. No. Ni hablar. Te lo estás sacando de la manga. Británico no es de esa clase de hermanastros. Británico acepta la situación.
—Británico tiene amigos que no aceptan la situación. Británico fue públicamente nombrado sucesor de su padre. Roma no tiene más que mi palabra y la de Palante para creer que Claudio te designó a ti. Veo en tu mirada algo que no presagia nada bueno para Palante, pero ten cuidado. No voy a ser yo quien calle la boca, llegado el momento. Si no montas el corcel imperial como un verdadero jinete, vas a salir por las orejas.
—Eso suena como sacado de una obra de Séneca —dijo Nerón, examinándose las uñas de la mano derecha, cuyas cutículas retiraba con el pulgar de la izquierda—. Por cierto, ¿conoces ese sitio del Rin que Claudio bautizó con tu nombre? Pues he decidido volverlo a bautizar. En vez de Colonia Agrippinensis, Colonia Actensis. Queda más corto, ¿no te parece?
Cuando empezaba a comerse un pellejo del meñique derecho, Agripina lo abofeteó. Nerón, sorprendido, dijo:
—Más vale que no vuelvas a hacerlo. En ningún caso y de ninguna forma.
Ella lo abofeteó de nuevo. Él le devolvió el golpe, pero con la fuerza frenada por un instintivo respeto filial.
—No hay hombre —dijo Nerón— que guste de ponerle la mano encima a su madre. Excepto, claro, durante el transcurso de esos jueguecillos amorosos que cierta madre ha enseñado a su hijo. Creo que estás celosa de Acte. Posee un cuerpo más joven que el tuyo, y sabe más. Pero acaso tengas razón y, en efecto, sea peligrosa. A veces confío en tus juicios, como procedentes de una mujer mayor. Observo que de la queridísima Octavia no tienes celos.
—No tengo celos de nadie. No pienso más que en tu reputación. Desembarázate de esa esclava.
—Soy joven —dijo Nerón, mohinoso—. Tengo derecho a vivir mi vida.
—O sea, citando a Séneca, a incurrir en la más flagrante promiscuidad.
—¿Ha dicho eso? ¿De mí? —El mohín derivó a lo torvo.
—No dudo de que lo diga, aunque no a mí. No olvides que tu derecho al trono se apoya, al menos parcialmente, en tu matrimonio. Humilla a Octavia con esa esclava tuya, y su hermano se pondrá en acción. Británico adora a su hermana.
—¿Quieres decir —preguntó, con unos ojos como ahuecados por la inocencia— que se meten en la cama juntos? No creo que me importase. Sería señal de que hay algo de vida en ellos. Y resultaría muy útil tener suspendida sobre sus cabezas la acusación de incesto. Como pende sobre la tuya, madre mía amadísima.
—Hay que ver lo asqueroso que puedes resultar a veces, hijo —dijo ella—. Careces de toda capacidad para el amor, para la expresión natural del amor. Hasta dónde llega mi amor es evidente, por el peligro en que me he puesto al asegurarte el título imperial. Y ¿ése es el agradecimiento que recibo a cambio? ¿Ése es?
—Sí —dijo él, suavemente—, envenenaste a Claudio. Envenenaste a muchas personas, buenas personas. Hiciste que el fiel Narciso se suicidara. Con impunidad, con total impunidad. Protegida por el Emperador, madre mía amadísima. Ésa es otra de las cosas que me has enseñado. La primera y principal enseñanza imperial: a desembarazarme de quienes estropean el trazado artístico de mi vida; a borrarlos como malos dibujos, con miga de pan. Rápida, minuciosamente. Creo que debo desembarazarme de Palante. No basta con el destierro. El hijo tiene derecho a proteger la reputación virtuosa de su madre. ¿No es así? ¿No es así?
Y, en el papel de fiera en celo, hundió una mano en la muy descotada túnica de su madre, para acariciarle el seno derecho.
—La más excelente de todas las virtudes, ¿verdad? El amor de un hijo por su madre.
Agripina le apartó la mano de un golpe. Luego, se puso en pie para mirarlo desde lo alto, y le dijo:
—A veces pienso que me he equivocado. Y cada día lo pienso con más frecuencia.
—¿Quieres decir que el cojito tartaja del tío Claudio debería haberse incorporado al número de los dioses en su debido momento, vencido por la edad? ¿Y que, entonces, el honrado Británico debería haber accedido a la púrpura? ¿O se te está pasando por la cabeza la idea de que acceda ahora? Setas envenenadas para tu hijo. Te metes en la cama con tu hijo adoptivo y le enseñas los goces lambantes y convulsos. Lo ibas a dejar abrumado, madre. Se te iba a derretir como cera. Es evidente que me tengo que andar con muchísimo cuidado.
—Eres un niñito repugnante —dijo Agripina, tragando saliva, como para acompañar el asco.
—Tú, madre, eres una mujer muy bella, pero no tanto como Acte. Ella tiene a su favor la juventud. Con ella, es como si me zambullese en un lago de miel, como si me debatiese bajo una nevada de pétalos.
La mano le ardía en deseos de volver a abofetearlo, pero Agripina se limitó a decir:
—El carácter propio de un esclavo y los modales de un pirujo con los mocos al aire. El Senado te aguarda, César. Trata de comportarte como un Emperador.
—Lo haré, lo haré. No hay papel que se me resista, madre mía amadísima. Sabes que soy un artista de consideración. Déjame solo, que me voy a vestir para la ocasión. No creo que me sigas queriendo ver desnudo.
Pero luego, en una especie de poema espontáneo, se vio a sí mismo, desnudo, frente a ella, herido en sus partes más exquisitas, y el poema decía algo así como que una madre que seduce a su hijo bien puede también darle muerte. Ahora, mirándolo, Agripina hizo como si se despegara de los dientes el hueso de una fruta y escupió en su dirección. Luego salió, y él quedó ejecutando, en deshonor suyo, una breve danza salvaje.
Una semana más tarde, poco más o menos, la vio sentada junto a Británico entre el público que por fuerza asistía a su interpretación del soldado Pyrgopolnices en el Miles gloriosus de Plauto. El comedor imperial se había trocado en teatro para la ocasión, con una plataforma de tablones haciendo las veces de escenario, y con unos bastidores laterales para ocultar las entradas y salidas. Cayo Petronio interpretaba el papel del parásito Artotrogus. Dijo, en el adecuado tono adulatorio:
Novisse mores me tuos meditate decet
Curamque adhibere, ut prceolat mihi quod tu velis.
Nerón-Pyrgopolnices preguntó: Ecquid meministi? Llevaba una coraza de pulpa de papiro y un yelmo diminuto. Estaba tratando de conseguir que su voz sonase tan sabrosamente pomposa como la de Británico, que era miles, de acuerdo, pero nada gloriosus. Vio, al fondo, que Séneca y Burro atendían sin grandes muestras de placer. Cayo Petronio-Artotrogus enumeró las matanzas de Pyrgopolnices:
Memini: centum in Cilicia
Et quinquaginta, centum in Scytholatronia,
Triginta Sardis, sexaginta Macedones
Sunt homines quos tu occidisti uno die.
Pero ¿cuántos en total? Quanta istasc hominum summast? Y Artotrogus dio el total: Septem milia. Hubo entre el público quien, por mor de lealtad, rompió en carcajadas. Agripina, Británico, Séneca y Burro permanecieron con cara de palo. Un hombre de muy avanzada edad le susurró a otro:
—Voy a hacer como que me muero y tú me sacas, por favor.
Al final de la función, Nerón le dijo a Petronio:
—Se me fueron de la cabeza unos cuantos versos, y tuve que improvisar. ¿Lo notaste?
—Eso era, entonces. Yo pensé que el viejo Plauto, de pronto, se había dejado ganar por el espíritu de la poesía. Tendrías que haber olvidado más versos, César.
—El cariño te ciega, querido amigo. La comedia no es terriblemente buena, ¿verdad? Las risas sonaban un poco a…, bueno, a sentido del deber. Tengo capricho por hacer algo trágico. Un Edipo de veras, sin tapujos. Con el incesto en escena, y el suicidio de verdad, y los ojos colgando. Británico en el papel principal y la Emperatriz Viuda en Yocasta. Yo podría hacer de Creonte.
—No estaría mal la broma —dijo Petronio, aunque no las tenía todas consigo, porque no despuntaba jocosidad alguna en el granujiento y agraciado rostro de Nerón—. En cuanto al planteamiento realista que sugieres, uno de los dos tendrá que escribir algo donde haya muertes de verdad. Así podrás utilizar reos convictos, haciendo que los decapiten en escena. Tus perspectivas artísticas carecen de límites, amadísimo César.
—Tendrán que ser papeles sin frase. No vas a pretender que se aprendan lo que tienen que decir justo antes de que los hagan picadillo.
—Bueno, creo que subestimas tu propio ingenio. Coges a alguien, lo perdonas graciosamente y lo encumbras hasta el extremo de permitirle participar en una obra del mismísimo César. Luego, el picadillo, como con tanta gracia lo llamas, será una completa sorpresa.
—Tengo que darle vueltas al asunto, querido Cayo.
Mientras Nerón —desmilitarizado hasta el punto de lucir un vestido verde con resalte de gladiolos— comía golosinas y se limpiaba las pringosas manos en la muy poblada testa de un esclavo griego, su prefecto pretoriano y su antiguo tutor se dirigieron a él en términos muy meditabundos. Burro dijo:
—Perdóname, pero tengo que apelar a la autoridad que represento para suplicarte que no te exhibas de tal modo en público.
—¿Te parece que soy mal actor? ¿Canto mal? ¿Bailo mal?
—Los apreciaciones de orden estético apenas si hacen al caso, muchacho —dijo Séneca—. Se trata de la dignidad de tu cargo…
Nerón, en el papel de tirano muy peligroso, dijo:
—¿Muchacho? ¿Me estás llamando muchacho?
—Te suplico que me perdones, César —dijo Séneca—. Es la fuerza de la costumbre. No hace tanto que abandonaste el aula. Perdóname. Y perdóname también por subrayar el hecho de que los histriones cantantes y bailarines son gentes de baja extracción, con quienes no debe alternar el César, por no decir nada de practicar su oficio.
—Sigues sin saber nada, viejo tonto —dijo el César, con la boca llena—. No tienes ni idea de lo que sucede en el mundo real.
—Con el debido respeto, César, no me han faltado ocasiones de enterarme. Por eso abracé el estoicismo. Y, de nuevo con el debido respeto, he de recordarte que gozo de buena reputación como dramaturgo, y que no tendría nada en contra de que dieses una lectura privada de alguna de mis obras, a un auditorio restringido. Son estas actuaciones públicas las que nos preocupan, a mí y a tu prefecto pretoriano. Y, luego, tu intención de conducir un carro en las competiciones… Eso, desde luego… Bueno, además de poner en peligro tu inestimable vida…
—El César —dijo el César, con bien interpretado peso en las palabras— considerará la posibilidad de privar al pueblo de una diversión sana y educativa cuando le parezca llegado el momento de hacerlo. Ahora, lo que deseo es que me aconsejéis en un asunto de Estado.
—¿Desea el César sinceramente —preguntó Burro, con precaución— oír nuestro consejo?
—Sí. Pero, antes, dos preguntas. Primera: ¿Ha empezado este reino mío con muertes y terror, con un retorno a los horrores acontecidos bajo el mandato del no deificado Calígula?
Séneca repuso, midiendo bien sus palabras:
—Se ha apartado a demasiada gente de manera sumaria, si puedo expresarme en tales términos, César.
—Puedes —en el adecuado tono de condescendencia—. Me gusta tu eufemismo. Lo que quieres decir es ejecutado. Segunda pregunta: ¿Quién es el responsable? Venga, no os asuste responder. Lo sabéis perfectamente. Muy bien, de acuerdo, yo contestaré por vosotros. Mi madre. La Emperatriz Viuda Agripina. Venga, Burro, ¿qué dices a eso?
—¿Esperas que opine al respecto, César?
—No exactamente. Lo que espero es que me deis la razón, en vuestra calidad de mentores de un muchacho que acaba de empezar a afeitarse; que aprobéis un determinado acto. Mi reverenda madre ha de partir al destierro. A Túsculo o a Ancio, que en ambos sitios tiene propiedades. ¿Apoyáis mi decisión?
—La decisión —dijo Séneca— tiene que expresarse con mucha delicadeza. Alejamiento de Roma por motivos de salud… Algo así.
—Motivos de salud… Eso me gusta —dijo el César, como mal hijo—. Está más sana que una gorrina. Pero se podría proveer a que no fuera así. Ella lo sabe. Sabe cómo pienso. Ayer le retiré la guardia de honor.
—Una especie de insulto, César, si puedo expresarme en tales términos.
—Puedes, Burro. Ella está al corriente de la situación. Nadie va a desenvainar la espada para defenderla. Recuerdo algo que me hiciste leer en cierta ocasión, Séneca. Vamos a ver. Sí. «Ninguna cosa humana es tan…».
—«Inestable y efímera…».
—La pausa no era porque me fallase la memoria, viejo tonto. Era dramática. Déjame terminar: «… como la fama del poder que no se funda en la propia fuerza». Ahí tienes. ¿A que soy un buen discípulo? De modo que despidámonos tiernamente de la Emperatriz Viuda Agripina, esa vieja perra sedienta de sangre…
—Es tu madre, César —le reprochó Séneca.
—No necesito que nadie me lo recuerde. El antiguo mamoncete queda destetado. Él venerando útero ha desempeñado su cometido. Ahora, que se quite de en medio. Borremos sus frases de la comedia. Que se pudra en Ancio o en Túsculo… Oye, no está nada mal, la parrafada. Me ha salido un ritmo dramático muy aceptable. Bien, podéis retiraros.
No abundan, entre los cronistas de Nerón, quienes refieran con exactitud la situación planteada entre el Emperador y su madre mientras ésta, arrancada de sus guardias germanos o panonios, iba arrastrando de finca en finca su más o menos solitaria cólera. Nadie estaba informado de lo que había sucedido a su barragán, Palante, pero la Emperatriz temía lo peor. Como nada tenía de ninfómana, no hizo convocatoria de íncubos ni súcubos a su cama. Se limitó a rumiar la infamia de su hijo, y difundió el rumor de que éste había tratado de matarla, haciendo que se le desplomara encima el techo del dormitorio de la mansión de Ancio. Y no faltaba a la verdad en cuanto a que el techo se hubiera desplomado: mantuvo la habitación tal como había quedado, con toda la tierra y el yeso y los ladrillos encima de la cama, en cuyo polvoriento almadraque aún podía verse la huella de su cuerpo (que se salvó porque su propietaria, unos momentos antes, había decidido trasladarse al excusado). En efecto: un olmo viejo había venido a derrumbarse sobre el tejado; pero no se hallaron señales de que nadie lo hubiese destroncado intencionadamente: ni su hijo, ni ninguno de los enemigos a quienes ella había tenido la bondad de dejar con vida. Cayo Petronio, al enterarse del incidente, no dudó ni por un momento de que su colega y amo imperial hubiese tratado de intercalar en la acción un bien traído exit. Lamentando el fracaso del intento, dijo:
—Ocurre, con mucha frecuencia, que los efectos dramáticos mejor meditados se nos queden en nada. No es culpa del esquema previsto, sino de la intervención de la traviesa Fortuna. No obstante, hay que volver a intentarlo.
—¿Honradamente crees —preguntó Nerón, con los ojos de par en par— que deseo la muerte de mi madre, por perra que sea?
—Bueno, querido César, hay quien mata a su madre al nacer. Ya sabes que yo maté a la mía: murió al parirme. No deja de ser una situación cómica, una especie de riesgo que las mujeres asumen, llevadas de su pasión por la maternidad.
—¿Cómica, dices?
—Bueno, trágica no puede ser, si nos atenemos a las reglas aristotélicas, ¿verdad? En cierto modo, querido César, me desilusionas un poco con esa postura tan convencional de escandalizarte ante el matricidio. El César no es tan libre como debería. Siempre te estás quejando en voz alta, y a veces en términos muy bellos, de la persecución materna. O sea: soliloquios dramáticos sin efecto en la acción. Pero más sabe el César que cualquier otro. Tu madre puede ser el irritante que provoque la perla poética.
—¿Me estás diciendo que debería matar a mi madre?
—¿Deberías? ¿Deberías? ¿Qué es lo que invocas ahora, queridísimo? ¿El deber moral? ¿La paz espiritual? ¿Alguna ley de economía artística?
—No te comprendo.
—Si contemplamos la vida como acción dramática, lo que no podemos es sobrecargar el escenario, ¿verdad? Vamos a dejar el asunto por el momento. Aunque hay un aforismo de mi difunto Selvático que bien podría quedar grabado en la mente imperial: La verdadera libertad sólo se pone en marcha cuando hemos dado muerte a los dioses de la biología. Tengo un muchacho para ti.
—¿Un muchacho? ¿Para qué quiero yo un muchacho?
—Quieres un muchacho para lo mismo que quieres deshacerte de la madre: para liberarte de los tiranos biológicos. Por decirlo a las claras: para liberarte del útero.
—Pero si a mí me gustan las mujeres. Y adoro a Acte.
—Liberación, queridísimo César. Ven conmigo.
El diálogo que acabo de transcribir se desarrolló en uno de los jardines imperiales, con Nerón y Petronio sentados entre una vegetación destellante, hablando en tono elevado, como teatral, contra el fondo sonoro de un trinar pajaril muy poco reverente. A continuación los transportaron, en la anchurosa litera que fue de Mesalina, hasta una casita situada justo al norte del Teatro de Pompeyo. A su puerta llamó Petronio por tres veces, y salió a recibirlo, en cordial abrazo, un viejo sátiro griego. Quien, habiendo sido presentado al Emperador, se postró en el mármol y se puso a besar los imperiales pies, hasta que Nerón se hartó de mirar una coronilla monda trocada en péndulo lateral. En seguida sacaron el mejor Falerno que había en la casa, más un piscolabis de queso tostado con pan frito. E hicieron venir a los muchachos. Exquisito, este mozalbete germano, traído directamente de la Colonia Agrippinensis. Quítame ese espanto de delante. O éste, griego, por supuesto, o esta hermosura siria. Al final, el Emperador se retiró a un aireado cubículo, exquisitamente limpio y delicadamente perfumado, con un muchacho rubio llamado Sporo. Fue, en verdad, una revelación.
Agripina no estaba autorizada para desplazarse a Roma, pero nada le impedía utilizar el servicio interno de mensajería para acusar a su hijo de prácticas contra natura (entre las cuales es de suponer que no estuviera incluido el incesto):
… Tentaciones me vienen de abrazar una de esas descabelladas religiones asiáticas que plantean el eterno enfrentamiento entre las fuerzas de la luz y las fuerzas de la oscuridad, demostrando, con pruebas aceptablemente fehacientes, que seres perversos se introducen en el cerebro humano para forzarlo a la comisión de actos inmundos. No creas que Roma no está enterada de las abominables perversiones a que os entregáis tú y ese sucio poeta amigo tuyo, Cayo Petronio. Si Roma está enterada, también lo estoy yo; y también, con mayor razón, y sin faltarles detalle, están enterados quienes apoyan a Germánico en su proyecto de limpiar el Imperio de unas monstruosidades que todos creíamos erradicadas tras la muerte de Cayo Calígula. Tu padre adoptivo, el divino Claudio, uno de los más claros varones que han habitado en este mundo, sin una pizca de maldad en el pecho, debe de estar revolviéndose en su tumba, o llorando en el hombro de sus camaradas los dioses, al ver que el Imperio ha quedado en manos de semejante monstruo. Sí, he engendrado un monstruo, y no sé cuál ha sido mi culpa para que se me castigue con tanta vergüenza y tanto oprobio en mi solitario destierro. Si todavía concedes alguna importancia a la maldición de una madre, sábelo bien: desde aquí, desde Túsculo, parten contra ti los rayos de una maldición materna. Has deshonrado el Imperio y a ti mismo, etc.
Esto leía Nerón cuando Cayo Petronio, el sucio poeta, llegó en una litera abierta, traído por porteadores sucios de auténtico lodo de las cunetas romanas, con cortaduras y cardenales sin atender en la cara y en el cuerpo. Llevaba en la mano una considerable zanahoria que, según afirmó, no era que se la hubiesen metido por el ano, era que se la habían clavado a martillazos. Estaba hecho jirones su exquisito atuendo, y su cabello, que llevaba largo —y en cuyo aderezo invertía una hora, como mínimo, todas las mañanas— lucía trasquilones efectuados, al parecer, con un cuchillo de carnicero. Nerón asintió con la cabeza mientras escuchaba los vociferados lamentos. Algo más que rayos de maldición materna empezaba a llegar de Túsculo (probablemente, de Ancio; su madre era una vil embustera): también debía de andar por Roma un esclavo secretario con oro suficiente para pagar matones nocturnos.
—Sí, sí, queridísimo Cayo —consoló el Emperador a Petronio—. Ha llegado el momento de montar una función como las que sueles recomendarme. Vamos a coronar las fiestas de Minerva en Bayas con algo verdaderamente exquisito. Mi pobre y querido amigo.
A continuación escribió una carta, de la que hizo sacar dos copias, una para Ancio y otra para Túsculo. Rezaba así:
Queridísima madre: tus palabras me alancean el corazón. Veo ahora con toda claridad que las malas compañías me han apartado del buen camino. Gentes desprovistas de todo escrúpulo, que, presentándose como leales amigos, estaban a sueldo de Británico y de otros enemigos del Imperio. He sido un bobo, y me doy golpes de pecho por mi necedad. El Imperio necesita de tu sabiduría y de tu talento político; tu descarriado y arrepentido hijo necesita desesperadamente a su madre. Reconciliémonos bajo la égida de la diosa de la sabiduría y celebremos nuestra reconciliación con vino, con besos y con la pública humillación de tu hijo que nunca ha dejado de quererte, etc.
Era Petronio el encargado de organizar la diversión en Bayas, pero se consideró prudente que no estuviera a la vista cuando llegase Agripina (que acudió, naturalmente, porque no tenía más remedio que acudir). La Emperatriz vino desde Bauli en una galera de alquiler, tan bella como siempre, vestida de Minerva, con una lechuza viva en el hombro. Hubo un desafortunado accidente cuando atracó su embarcación: una de las barcazas puestas como decorado (a bordo de las cuales se balanceaban, muy compuestos, grupos de ninfas y de sátiros, entonando una canción, obra del propio Emperador, a la belleza y sabiduría de la invitada de honor) embistió contra la galera. Un barquero, al tratar de apartarla con su bichero, abrió un boquete en el endeble casco del navío. En seguida, ciertos buceadores —procedentes, en parte, del coro de sátiros— se precipitaron a ensanchar las vías, y la galera, haciendo agua aparatosamente, fue remolcada con toda presteza, para que la reparasen.
—Da lo mismo, madre mía amadísima —dijo Nerón, mientras la abrazaba—. Tengo ahí esperando un barco mucho más acorde con tu categoría. Él te llevará de regreso.
Agripina no sospechó nada, porque su largo y monótono destierro la inclinaba a rechazar las sospechas; deseaba de veras una reconciliación que le permitiese entregarse de nuevo a sus enredos, en pleno meollo de la civilización imperial.
Fue una buena fiesta, sin efebos ni catamitos: sólo honestas matronas adúlteras y graves senadores que no tardaron en emborracharse. Sirvieron jabalíes enteros al asta, trozos de cisne y de faisán en salsa agria, tartas con gachas y vino en abundancia. Los asistentes rogaron a Nerón que cantara, pero él dijo:
—Ah no, amigos míos, eso es algo totalmente inadecuado para un Emperador. Sí, en efecto, he aprendido la lección, y me dispongo a engrosar el número de las personas serias y juiciosas, sometiéndome una vez más al influjo de mi bendita madre.
Y besó a Agripina con todo su cariño. Al caer la noche prendieron faroles en los árboles y soltaron una bandada de lechuzas. La de Agripina, con el susto de la colisión, se había ido volando hacia la tranquilidad, y no había vuelto a aparecer. O, por lo menos, nadie vio un pájaro con anillas de oro y diminutas campanas. Cuando llegó el momento de que Agripina partiera, Nerón la escoltó con trompetas hasta el embarcadero, donde se aprestó a tenderle la mano para ayudarla a subir a la barcaza que tenía dispuesta, con la caja cubierta de cortinas doradas.
—Madre mía amadísima, ha sido un placer tenerte conmigo. Llevábamos tanto tiempo separados…
—No porque yo lo haya deseado, hijo. Dejaste muy claro que no sería bien recibida en Roma.
—Ya pasó todo, ya pasó todo. Haz tus preparativos para el regreso. Te necesito.
No quedó nada claro a qué necesidad se refería, porque el hijo no se limitó a besar a su madre en los labios, sino que, apartando con suavidad la túnica, para despedirse más sincera o íntimamente, le puso los labios en el pecho. Agripina subió luego a bordo, y los remeros alejaron de tierra la embarcación antes de iniciar su batir. Agripina se echó en la tumbona que, con mucho celo, habían colocado bajo un dosel; la atendían dos sirvientas y su liberto Lucio Agerino. Fue Agerino el primero en notar algo raro en el dosel: dos de sus soportes de madera crujían bajo el peso de algo oculto en la dorada tela; por otra parte, el barco navegaba con la línea de flotación por debajo de lo normal.
—Alguien ha estado manipulando este barco —dijo Agerino—. Voy a… Oh, no… Salta, señora, rápido.
Y la empujó al agua antes de que se viniera abajo, descerebrando a una de las sirvientas, un bulto de algo parecido al plomo. Acabaron de romperse los puntales del dosel y sobrevino otro alud de plomo. Los remeros se arrojaron por la borda, pero casi ninguno sabía nadar. La Emperatriz Viuda, sin embargo, hizo un alarde de facultades atléticas que Agerino nunca le había sospechado: sin dejar él de nadar, admiró el bien ritmado ahínco con que juntaba las manos frente al pecho, para en seguida separarlas en un amplio círculo, impulsándose vigorosamente con las piernas hacia la orilla. Agerino, escupiendo agua, miró hacia atrás: mientras el barco se iba a pique, unos desesperados brazos se agitaron en el aire, antes de sumirse. Cuando por fin alcanzó tierra, halló a Agripina sentada en su humedad, tratando de recuperar el aliento.
Siguiendo la costa, Lucio Agerino fue chapoteando hasta Bayas. Ya habían arriado los faroles del festejo, pero aún destellaban luces en el pabellón de lona donde el cortejo imperial se había emborrachado en honor de Minerva. Allí encontró a Nerón acariciando, como ausente, el cuerpo de un catamito sirio. También estaba, con peluca amarilla, Cayo Petronio, a quien Lucio Agerino había creído proscrito.
—César —dijo el liberto—, vengo a informar de un accidente. El navío que transportaba a la Emperatriz Agripina…
—¿Sí? Se ha ido a pique, ¿verdad? Pobre madre. Pobre amadísima y desdichada madre.
—Alabados sean los dioses, César: tu madre y yo somos los únicos sobrevivientes. Pudimos alcanzar la orilla a nado.
—¿Dónde está? —preguntó el César, con excesiva alharaca de alivio.
—En la cabaña de un operario, a unas tres millas de aquí, siguiendo la orilla.
—¡Qué madre tan valerosa! Y qué suerte ha tenido. Y tú… ¿Cómo te llamas?
—Lucio…
—Da igual. Te ha enviado a matarme, ¿verdad? Cree que ha sido culpa mía. Vengativa hasta el final. ¡Aufidio! ¡Crespo!
Dos guardias entraron a la carrera en el pabellón.
—Hay un asesino entre nosotros. Ya sabéis lo que tenéis que hacer.
En la cabaña del operario, Agripina, envuelta en una áspera manta, bebía vino caliente. El anciano propietario había prendido un pequeño brasero. Aprovechando que, por una vez, no estaba solo, parloteaba sin descanso:
—Es cuestión de profesionalidad, señora. Ya no se hacen las cosas ni la mitad de bien que en los gloriosos tiempos del Emperador Augusto. Todo va cuesta abajo, no sé si me entiendes. Y ahora han puesto de Emperador a un niño pequeño, con todos sus tejemanejes. Y las cosas, más cuesta abajo todavía. Todo: el comportamiento, la honradez, la profesionalidad. Siento no poder ofrecerte mejor hospitalidad, señora. Ya ves cómo anda todo. Los pobres obreros no estamos acostumbrados a recibir visitas de alto rango.
—Serás recompensado.
—Bueno, como yo digo siempre, la mejor recompensa es la propia virtud. Aunque, por supuesto, me vendría bien una recomendación en la oficina de trabajo, y quedaría muy agradecido. La verdad es que soy un buen trabajador. Mira qué manos: ásperas como el cuero y duras como la piedra. Soy capaz de sacar adelante el trabajo que sea, sin andarme con tonterías…
Fue en este punto cuando entraron Aufidio y Crespo, con los puñales desenvainados. Agripina, mirándolos, hizo con la cabeza un gesto de asentimiento.
—Estás acusada de confabulación con el pretendiente Británico —dijo Aufidio—. Ha fracasado tu intento de asesinato. Síguenos tal como estás. No te resistas al arresto. En cumplimiento de las órdenes recibidas, tomaremos las medidas correspondientes en caso de…
Agripina, envuelta en la manta, estaba saltando hacia la puerta. Crespo, de una puñalada, la dejó tendida en el suelo, gimiendo. La remataron dos nuevas puñaladas de Aufidio. El operario, aterrorizado, dijo:
—Yo no he hecho nada, ya os dais cuenta. No sé nada de nada, no sé ni siquiera quién es. Se presentó aquí medio asfixiada, eso es todo. Yo no me meto nunca en los asuntos de las altas esferas. No diré ni una sola palabra, os lo aseguro.
—Seguro que no —dijo Aufidio, mientras lo sujetaba para que Crespo le rebanase el cuello.
Más tarde, el hijo, borracho, se hizo traer el cuerpo de la madre. Lo estuvo contemplando en su desnudez, con las heridas limpias y secas.
—Me acuerdo de cuando a Mesalina le aplicaron el hacha —dijo—. Qué cuerpo tan hermoso. ¿Cuál es, Cayo, la actitud estética a adoptar ante el cadáver de la propia madre? Es cosa de forma y de color, ¿verdad? Ha quedado reducida a… ¿cómo se dice?
—Morfología.
—Espléndidamente proporcionada. Qué pulida epidermis. ¿Qué hago ahora para probar mi victoria sobre los dioses de la biología, como tú los llamas? ¿Profanar el cadáver? No. Preparar el elogio fúnebre, me imagino. ¿O estaría mejor dicho elegía?
El histriónico duelo —había de pensar Cayo Petronio, más adelante— a nadie engañó. Nerón se puso de luto riguroso, pero altamente decorativo. Acte, tras él, sonreía con afectación. La Emperatriz Octavia daba muestras de no encontrarse a gusto. El Emperador dijo, a grandes voces:
—Voy a escribir un poema elegiaco, al que daré lectura en público, según me aconsejen mis sabios mentores. ¿Acaso no tengo derecho, como hijo, a lamentar la pérdida de mi madre, ofreciendo al insensible mundo un saludable ejemplo de dolor filial? Agripina fue todo para mí: el vientre que me llevó dentro, los senos que me alimentaron, los cuidados y consejos que supervisaron mi crecimiento. Nunca habrá otra como ella. Madre mía amadísima, relegada a las sombras, no apartes la mirada de tu hijo, guíalo en sueños, sigue, con fantasmal orgullo, los progresos de su reino y el esplendor creciente de tu querida Roma. Bien querría yo que los muertos pudieran alzarse de nuevo. Pero, ay, las ciudades son destruidas para erigirse en renovado esplendor; perecen los imperios, y de nuevo se alzan. En cambio, nosotros, las criaturas humanas, tan pronto como morimos nos convertimos en polvo, ceniza, nada. Pervive en nuestra memoria, amada madre. Eterno es el amor maternal. También el del hijo. Lloro, y refuerzo mi llanto, y nada podrá consolarme. Vale, mater.
Resonaron en las últimas filas unos aplausos irónicos. Se sospechó de Burro, pero nadie pudo confirmar la sospecha.
ÉSTE, PUES, ERA el Emperador a quien Marco Julio Tranquilo se hallaba sirviendo en Palestina, y a cuya justicia había de apelar Pablo. Julio no tardó mucho en lamentar el nombramiento de que había sido objeto. No confiaba en Porcio Festo, en quien se combinaba la falta de experiencia con el exceso de prejuicios, especialmente dirigidos contra los judíos.
—Cesarea —dijo Festo, mientras el barco atracaba—, Félix me ha dicho que no me mueva de aquí, que aparezca lo menos posible por Jerusalén. En Cesarea se respira el salutífero aire del océano, no el sofocante hedor de la superstición judaica. Bastante desagradables resultan ya en Roma. Escalofríos me vienen al pensar lo que pueden ser aquí, en su tierra.
—De lo cual se desprende que te estás planteando tu tarea a partir de un prejuicio.
—Bueno, desde luego, no voy a andarme con tonterías mientras sea procurador. Hay que mantenerlos a raya. Que no se les olvide quién manda aquí… No, no me gustan los judíos.
—¿Sabes que mi mujer es judía?
—Sí, claro que lo sé. Lo había olvidado… Bueno: puede que las mujeres estén bien. Lo más probable es que no se tomen en serio todas esas zarandajas religiosas. No tengo nada contra las judías. Las hay muy seductoras. Y muy buenas en la cama, dicen. Pero eso lo sabrás tú mejor que yo, claro.
—Procurador, con el debido respeto, no me gusta tu tono.
—¿Ah, no? Bueno, pues, también con el debido respeto, no vas a tener más remedio que aguantarte. Mientras sigamos trabajando juntos. Me da la impresión de que no has puesto mucho empeño en traerte a tu mujer.
—Es ella quien prefirió quedarse en Roma. Un año pasa pronto.
—Mejor así. Te habría hecho acercarte demasiado a esta gente, absorberte en ellos. Hay que situarse en un plano superior. Eso es fundamental. Hablas su lengua, ¿no?
—Me defiendo.
—Evita hablarla demasiado bien. Mantén las distancias. Oblígalos a expresarse en griego o en latín. Supongo que Félix se habrá dejado atrás un montón de cosas pendientes. La ley judía, sus tabúes, juicios que se eternizan. ¿Por qué no aprenderán a pensar como romanos? Aunque, claro, para eso estamos nosotros aquí. Para aportarles la claridad de ideas de los romanos. La razón, los modos de Roma. La nuestra es una misión civilizadora.
—Sin descuidar por ello la recaudación de tributos, claro.
—Incluidos los tributos. La civilización hay que pagarla.
Pablo seguía en Cesarea, esperando a que Porcio Festo dictara sentencia. Tenía una celda cómoda, y autorización para recibir visitas. Entre éstas, la más frecuente era la de Lucas. Fue a él a quien Pablo dictó una epístola sobre la caridad:
—… que es otro nombre del amor. Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tuviese caridad, vendría a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe. Y si tuviese profecía y entendiese todos los misterios, y toda la ciencia; y si tuviese toda la fe de tal manera que traspasase los montes, y no tuviera caridad, nada sería. Y si repartiese toda mi hacienda para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo al verdugo, al fuego, al martirio, y no tuviera caridad, de nada me serviría. Permitidme que os diga en qué consiste la caridad. La caridad es sufrida, es benigna; la caridad no tiene envidia, no hace sinrazón, no se ensancha; no es injuriosa, no busca lo suyo, no se irrita, no piensa el mal. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. La caridad nunca deja de ser; antes se acabarán las profecías, y cesarán las lenguas, y se agotará la ciencia. Porque sólo conocemos en parte, porque sólo en parte profetizamos. Mas cuando venga lo que es perfecto, que es la caridad, ni tan siquiera de esa parte habremos menester. Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, juzgaba como niño, mas cuando ya fui hombre hecho dejé lo que era de niño. En esto consiste el conocimiento. Ahora vemos por espejo, en oscuridad; pero algún día veremos la realidad cara a cara. Ahora conozco en parte, pero algún día conoceré del todo, como soy conocido. Y todo ello nos vendrá por el poder del amor. Permanecen, como sabéis, tres cosas; grandes las tres. Son la fe, la esperanza, la caridad. Empero la mayor de ellas es la caridad. ¿Lo has cogido todo?
—La mayor de ellas es… —Lucas dejó la tablilla—. ¿Crees en todo lo que dices?
—Lo importante es que crean quienes van a escucharlo. Sí, sí lo creo. ¿No te quedas a comer?
—Tengo que ver otra vez al nuevo. Está con problemas intestinales. Calambres, diarrea. Los recién llegados nunca se avienen a prescindir de la fruta.
—¿Eres su médico oficial?
—No, pero me llamaron. Ejerzo mi profesión. Hay que vivir. No todos podemos gozar de la hospitalidad carcelaria de Roma.
—Ya viene siendo demasiada hospitalidad. Dos años.
—¿Tanto? Supongo que nadie recordará la causa del litigio.
—No creo que sea así, Lucas.
Tenía razón. Festo y Julio se reunieron con los jerarcas del Sanedrín en los confines del Templo, que los dos romanos admiraron como cuadraba. Ananías dijo:
—Agradecemos tu visita de cortesía, procurador. Y nos alegramos de que vuelva a entrar en funcionamiento el Derecho romano. Llevaba demasiado tiempo dormido.
—Échale la culpa a la burocracia romana —dijo Festo—. Ha habido cambio de Emperador, con la consiguiente reorganización del funcionariado. Si hay casos que yo tenga que ver, tráemelos a Cesarea.
—Hay un caso concreto que lleva durmiendo desde la partida del procurador Félix. El de Pablo. Como sabes, está encarcelado en Cesarea. Reclamamos con toda humildad que sea enviado a Jerusalén para llevar adelante las pesquisas relativas a sus delitos.
—¿Delitos? Me los han mencionado, pero sigo sin saber en qué consisten. De cualquier modo, son los jueces quienes tienen que resol ver si existe o no existe delito.
—A nosotros no nos cabe ninguna duda.
Festo, al mirarlos, notó que uno de ellos se relamía los labios. Lucas el médico había administrado al procurador algo más que una medicina blanca.
—¿Es en una especie de justicia sumaria en lo que estáis pensando? —preguntó Festo—. ¿Un accidente en el trayecto a Jerusalén? Ya nos sabemos esos trucos.
—Nosotros no hacemos trucos, procurador. Los trucos se los dejamos a los nazarenos, a los auténticos enemigos del Estado romano. Nosotros estamos totalmente identificados con vuestro amor a la justicia.
—Justicia será hecha. En Cesarea.
En el patio abierto que había junto al pretorio, en Cesarea, Marco Julio Tranquilo miró con gran curiosidad a Pablo. Tenía las muñecas encadenadas a la espalda; era calvo, era feo, se le estaban echando los años encima; pero se hallaba en paz consigo mismo: muy en paz, al parecer. Julio poseía buena información acerca de Pablo o, por mejor decir, de Saulo, antiguo condiscípulo de su cuñado, verdugo convertido en nazareno fanático, viajero, orador sagrado, ciudadano romano. Se había leído el legajo de Pablo en la oficina pretorial. No entendió una sola palabra de aquel alegato, ornado por el pomposo grecojudío Tértulo con flores a un mandatario romano que aún no había hecho nada por merecer halagos ni críticas.
—En conclusión, ilustre Félix…
—Festo. Me llamo Festo.
—Perdón. Me he dejado llevar por el informe original. Ilustrísimo Festo: este hombre no se ha limitado a profanar el sagrado Templo de nuestros padres, sino que porfía en predicar una falsa doctrina, con escándalo de todos los verdaderos creyentes.
—Lo cual —dijo Festo— es asunto interno y local, que para nada concierne a Roma.
—Pero, ilustrísima, sus hechos y sus palabras han ido muy en detrimento del orden público y de la tranquilidad, que sí que conciernen a Roma, y no poco.
—¿Qué tiene que decir el acusado? —preguntó Festo.
A oídos de Julio, lo que el acusado dijo a continuación vino expresado en un griego admirable, aunque provinciano; con elevación de voz al final de cada frase, artificio seguramente pensado para, sin menoscabo de la claridad, poder dejar en el aire el resonar de una pregunta.
—De nada soy culpable. Ni he pecado contra la religión, ni he cometido delito contra el Derecho romano.
—Es esto último lo que aquí nos atañe. ¿Afirmas que no has cometido ningún delito contra el César?
—Me reafirmo: ni contra la ley judaica, ni contra el Templo, ni contra el César.
—¿Estarías dispuesto a acudir a Jerusalén para que te juzgaran, en mi presencia, por las cosas que se te imputan?
Julio creyó captar un destello de complicidad en la mirada que se cruzó entre el procurador y el hombre de la toga negra a quien llamaban sumo sacerdote. Lo que sí vio, sin duda alguna, fue que un soldado hacía a otro un bien sabido gesto de frotación crematística con el índice y el pulgar. El aludido, como al corriente de todo, asintió con la cabeza. Pablo también lo vio.
—Me hallo —dijo— ante el Tribunal del César, donde conviene que sea juzgado. A los judíos no he hecho injuria alguna, como tú sabes muy bien. Porque si alguna injuria o cosa alguna digna de muerte he hecho, no rehúso morir; mas si nada hay de las cosas de que éstos me acusan, nadie puede darme a ellos. A César apelo.
—Según dices, eres ciudadano romano. Centurión, ¿se ha confirmado este extremo en el registro?
—Está confirmado.
—Muy bien. Al César has apelado. Al César irás. ¡Un momento! —Los judíos empezaban a clamar al cielo—. Menos ruido. Estamos en audiencia. Y, además, no he terminado. Irás al César cuando yo me haya hecho una idea clara de todo este asunto.
Los judíos se calmaron: todavía quedaba una oportunidad de asestar el golpe.
—Puede retirarse el acusado. Despejad la sala.
NO CONSTA qué imagen del César había en la aún provinciana mente de Pablo: puede que una figura de perfiles indecisos, cruel, desde luego, pero fijo como la estrella polar, con el dedo de juez levantado hacia el Olimpo, con toga ondulante y corona de áureo laurel, ignorando el acecho acucioso de los conspiradores. El verdadero César, guapo, aunque granujiento, andaba —en este tiempo neroniano que no se corresponde exactamente con el paulino—, enmascarado y con una peluca verde, deambulando con unos cuantos compañeros de colegio por el distrito romano de los Suburra, por las tiendas y burdeles situados entre el Vicus Longus y el Vicus Patricius. En cierto sentido, estaba refugiándose en una despreocupada adolescencia, huyendo de esa culpabilidad matricida que se negaba a abandonarlo. Roma se congratulaba de que hubiera desaparecido aquella figura cuyo carácter siniestro venía reforzado por una indudable belleza; y Roma no dejaba de adivinar quién era responsable de tal desaparición. Al final, cuando le conviniera, Roma acabaría refiriéndose a ese crimen como el segundo entre los más abominables del calendario; por el momento, se regocijaba con la liquidación de un monstruo cuyas monstruosas acciones no habían suavizado ni la compasión, ni la letargia, ni la racionalidad propias del varón. Los ciudadanos de Roma dormían a sus anchas, mientras su gobernante velaba entre sudores fríos. Oía la voz de Agripina, llamándolo en la noche; durante las horas de luz la vislumbraba, momentáneamente resurrecta, entre el público de algún teatro: quedaba con la mente en blanco, si de recitar se trataba, o le salía un gallo en mitad de la canción. También estaba empezando a comprender que un homicidio conduce a otro: los asesinos de Agripina tuvieron, a su vez, que ser asesinados, y apuñalados sus apuñaladores, etcétera. Se dio acato de que los homicidios, propiamente, no pueden delegarse, a no ser que esté uno dispuesto a acabar con el mundo entero. Se vio abocado, a pesar de lo aburrido que resultaba, al estudio de los venenos y al trato con esa Locusta (aquí, en el mismo distrito de los Suburra) de quien su madre se había servido para propio y desleal engrandecimiento.
Ni que decir tiene que Cayo Petronio calificó de sumamente artístico el truco de la galera emplomada, deplorando su fracaso y acudiendo al subterfugio de pensar en una traición que, aunque resultase trivial como efecto dramático, era por lo menos aceptable en calidad de improvisación. Descartó las pesadillas y las apariciones, tildándolas, en su refinado griego, de epiphenomena, y comparándolas con los tediosos fantasmas que atestaban las tragedias de Séneca. Se iba mucho de la lengua, y Nerón lo envió de vacaciones pagadas a Atenas, para que preparara la participación de su señor en unos concursos de canto que allí habían de celebrarse. Mientras tanto, Nerón entretenía el ocio en algaras nocturnas por tiendas y burdeles, en compañía de sus bulliciosos camaradas de juventud. Sin aliento, por la paliza que acababan de aplicarle a un vendedor de productos alimenticios —atrapado mientras bajaba el cierre nocturno de su emporio—, hallaron, al volver la esquina, una pescadería cerrada al público, pero sin atrancar. Se lo pasaron muy bien persiguiendo a los dependientes con sus propios cuchillos de limpiar y desescamar, usando lubinas por cachiporra y pulpos por látigo, cayéndose y levantándose del resbaladizo suelo, dando alaridos y bramando. Al hacer aparición quien parecía ser el dueño del puesto, tranquilo, indulgente, sonrisueño incluso, llevando en los brazos, como a un niño dormido, un gigantesco rodaballo, hicieron un alto en su juego: se enfrentaban con una reacción que la pasada experiencia no les había permitido prever. El hombre, cetrino, robusto, en los primeros años de su madurez, se acercó al enmascarado Emperador y trató de poner en sus manos el rodaballo, diciéndole:
—Ave, César. Un presente de Neptuno para la divinidad que rige los destinos de Roma.
—¿Cómo sabes quién soy?
—De tu reverendo porte emana una luz imperial que ninguna máscara lograría oscurecer. Hueles a dios, igual que este rodaballo huele… a lo que sea que huela. La verdad es que ya no está en sus años mozos. Tengo pescado más fresco en el interior. Ya puesto en la sartén, con ajo, mantequilla, clavo y alcaparras.
—¿Tienes la osadía de invitar a cenar al Emperador?
—Digamos que estoy en esa humilde obligación, señor. Un orgullo de súbdito. Puedo traer bailarinas. O bailarines, si los prefieres. Desnudos o desnudas.
El empelucado Nerón dirigió una recompuesta sonrisa a aquel individuo.
—O sea que la pescadería da su dinerillo, ¿no?
—Hay un montón de cosas que dan dinerillo, rey de los cielos. He vuelto a mis principios llevado por una especie de nostalgia. Mi intención es hacerme con el monopolio del pescado en Roma. Pescado fresco, traído rápidamente de la costa, en recipientes refrigerados, para venderlo a bajo precio y que me lo quiten de las manos. Ya tengo el monopolio de los caballos en Sicilia. Dinero, sí. Pero para gastarlo, majestad. Odio el atesoramiento. Amo la vida. Los sabores fuertes, cosa que tu olímpica sagacidad no puede dejar de entender. Los peces tienen la sangre alechigada, pero hay sangres más espesas que la miel de casia. Los jugos de la vida, majestad: la sangre y el semen. Que corran.
—El Emperador —dijo Nerón, con burlona alteza— se complace en considerarte hombre de su misma cuerda. ¿Cómo te llamas?
—Ofonio Tigelino, para servir al Emperador. Un nombre eufónico, majestad, ¿no te parece? Eufonio Ofonio. Tigelino tigrecito. Siempre a disposición de la suprema divinidad imperial para brindarle los más terrenales placeres. Lo que yo soy es un epicúreo, si se me permite llevar el asunto al ámbito de la filosofía.
—¿Sin afecto alguno por los estoicos?
—¿Los estoicos? ¿Séneca y toda la panda? Deja que escupa en este aserrín con toques de pescado. Hipócritas, los llamaría yo. Mucha virtud por delante, y toda clase de vicios secretos por detrás. Detesto los escondites rinconeros. Hay que reír a pleno sol.
—Ofonio Tigelino: hasta aquí me llega el olor del pescado que tienes en la sartén.
—Huele que alimenta, ¿verdad, señor? Es por el ajo. No hay nada como el ajo.
Era precisamente en el Vicus Longus donde Áquila había montado su establecimiento y, en la trastienda, el albergue en que él y su esposa Priscila, que hacía las veces de anfitriona, solían brindar hospitalidad a otros judíos. Habían hecho dinero en Corinto, pero estaban contentos de haber regresado a Roma. Dejando aparte el detalle de que en días como éste —noches, más bien— era mejor no asomar demasiado por la calle. Ante las vociferantes bravuconadas de aquellos jóvenes devastadores, se preguntaban cuándo les tocaría a ellos. Aunque la verdad era que no tenían nada que devastar —sólo el local pelado—, y, además, los cierres que Áquila había puesto eran de pino muy duro, con refuerzo de barras metálicas. Áquila, sobre el estrépito de los destrozos y el vocerío que lo acompañaba, dijo:
—Hay que ver los tiempos que nos ha tocado vivir. Alguien tendría que levantar su voz contra todo esto. Como tu viejo amigo, Caleb.
Porque Áquila y Priscila tenían visita: Caleb, su esposa Hanna, el hijo de ambos, Yacob, y también Sara —que aquel mismo día había recibido carta de su marido en que le hablaba del viejo amigo de Caleb—, acompañada de Rut, que estaba ya en edad de contraer matrimonio. Integraban un grupo muy conjuntado. Hanna —quien, en compañía de gentiles, a veces decía llamarse Fannia— era huérfana de un prestamista hecho condenar por sus clientes senatoriales, bajo la acusación de haber profanado una estatua de Vesta. En lo que a cinismo se refiere, le habían sido de mucho provecho las lecciones de Sara, que no creía ni en Dios ni en los hombres y que sentía un ancestral y leve desprecio por las vanidades romanas. A pesar de ello, ambas señoras podían pasar por patricias romanas tocadas por soles más meridionales que el del Lacio. Caleb, a quien el sol de Roma, con los años, había oscurecido la tez, acusó recibo de la alusión de Áquila, diciendo:
—Aquí no llegaría muy lejos con sus predicaciones. Cuando huele mal, lo mejor es apartarse de la peste, y no tratar de taparla con algalia.
—Se puede uno acostumbrar al mal olor, y decir que es de rosas —ambos se apartaban un tanto de la cuestión—. Como te pasa a ti con la sangre.
—Sangre honradamente derramada. Los gladiadores no reciben orden de cortarse las venas. La sangre es su medio de vida.
—¿Y qué me dices de los britanos?
—Sí, ese asunto me está provocando pesadillas. Hombres y muchachos sin adiestramiento alguno, y los despedazan. Pero a la muchedumbre le gusta.
—Porque le gusta al Emperador —dijo Priscila, mientras les ponía unas cuantas pasas corintias de su, al parecer, inagotable reserva—. La corrupción siempre viene de lo alto. ¿Por qué no te sales de eso?
—Y ¿qué hago? Tengo que ganarme la vida.
—Ya ves lo que pasa, Caleb —dijo Áquila—. Empiezas sediento de sangre romana… sí, sí, con toda la razón del mundo, Dios bendiga a los zelotas… Empiezas sediento de sangre romana y acabas por aceptar cualquier derramamiento de sangre: romana, britana, siria… Lo que venga.
—Lo que comemos está lleno de sangre —dijo Priscila.
—Los seguidores de Saulo —dijo Caleb—, Pablo, quiero decir, los seguidores de Pablo se la beben. Y comen carne humana.
—Qué espanto —dijo Hanna—. Vamos a cambiar de conversación.
—Te escandalizas con la misma facilidad que los romanos —dijo Áquila—. Mira, ni Priscila ni yo somos aún cristianos. Pero tengo un trato con Pablo. Si alguna vez se acerca por el Tíber, puede zambullirnos en él a ambos. A Priscila y a mí. Lo que estoy tratando de decir es que ingieren el cuerpo y la sangre de Cristo, pero en forma cambiada. En forma de pan y de vino. Es una idea muy sutil y muy inteligente. Comiéndote al soter te identificas con él.
—Y luego lo evacúas —dijo Caleb, con toda su grosería.
—Haz el favor de no confundirnos con tus compinches del circo —dijo Hanna—. ¿Por qué no hablamos del nuevo peinado de Octavia, o algo así?
—La religión no sólo es inútil —dijo Sara—, sino también peligrosa. —Áquila emitió un jocundo gruñido, porque no era la primera vez que oía aquello—. Lo importante es pasar el día sin que te duela la cabeza, y soltar un suspiro de alivio cuando la logras colocar en la almohada, tras un penoso recorrido cotidiano.
La algarabía juvenil llevaba cierto tiempo apagada. Ahora se recrudeció.
—Parece como si… —empezó Priscila—. ¡Oh, no!
Alguien aporreaba el cierre, gritando que abrieran. A juzgar por los rasponazos, estaban tratando de hacer saltar con una palanca los hierros que reforzaban el robusto pino. A Caleb se le puso el cuello como dos dedos más ancho.
—Vamos tú y yo al tejado, Áquila —dijo—. Hay veces en que los romanos me hartan.
—Y ¿se puede saber qué es lo que pretendes hacer en el tejado?
—Las últimas lluvias tienen que haber llenado el depósito.
—No. No vas a detenerlos con lo que me parece que estás pensando. Lo único que conseguirás es que vuelvan con más bríos.
—Supongo que podré levantar yo solo el depósito. —Caleb se dirigió hacia la escalera de la azotea, que era más bien una escalera de mano fijada al techo—. Tú no te muevas, Yacob.
Una vez levantada la trampilla, se encontró bajo las estrellas romanas. Abajo, a la derecha, proseguían las grandes voces y los porrazos. El depósito de madera estaba por la mitad, pero tuvo que forzar los músculos para alzarlo. Lo llevó hasta al repecho, jadeante, e hizo una pausa para mirar hacia abajo. Estúpidos mozalbetes de clase patricia, uno de ellos con peluca verde. Cuidadosamente, fue inclinando el depósito para que cayera el agua. Una vez vacío, lo arrojó en dirección a la peluca verde, con buena puntería. La peluca cayó al suelo y su dueño trazó un círculo de borracho, soltando un alarido antes de derrumbarse. Sus compañeros, muy preocupados, se inclinaron sobre él. Uno de ellos gritó hacia el tejado:
—¿Sabes lo que has hecho, idiota, te das cuenta de lo que has hecho?
Caleb se sacó del fondo de la garganta un tosco sonido con el que los gladiadores expresaban asco y desprecio. Luego se secó las manos en el trasero y regresó con los demás.
No oyó cómo su víctima, que sólo había sufrido un ligero desmayo, salía de las tinieblas con un grito:
—Hic et ubique, mater?
Tampoco reconoció Caleb a su recuperada víctima, unas semanas más tarde, en el Emperador que hacía una visita de cumplido a los participantes en los juegos. Caleb, bajo su nombre de Metelo, se mantuvo en posición de firmes junto a sus pupilos, mientras un joven —que ya no mozo—, guapito y granujiento, con toda su púrpura, bajaba del palco imperial al foso de los participantes, que desembocaba en la arena. De los graderíos llegaba un ruido de Roma sentada, comiendo salchichas, esperando sangre. Con el suelo por lecho o por asiento, varios cautivos exóticos, más pálidos y más rubios que el Emperador —ignorantes aún de que iban a derramar su sangre para darle gusto a Roma—, prestaban oídos sordos a los ladridos con que el director de los juegos les ordenaba que se plantaran sobre sus puercos pies en presencia del César. Quien se quedó prendado de un mozalbete pecoso, como de catorce años, atónito por el ruido, por el jaleo y por su propio no saber. Lo abrazó con todo cariño.
—¿Qué te parece, Tigelino? —preguntó—. ¿No dirías tú que es demasiado guapo para que lo hagan picadillo?
¿Por dónde anda Burro el prefecto?, se preguntaba Caleb. ¿Otro más enviado al destierro por bostezar durante un recital del Emperador? El hombre a quien el César llamaba Tigelino no llevaba uniforme, pero parecía haber accedido a una especie de autoridad pretoria.
—Él César es demasiado blando de corazón. A los vasallos del César les encantan los jirones de carne jovencita. Tú —dijo, dirigiéndose a Caleb—, ¿cómo te llamas?
—Metelo.
—Si tú te llamas Metelo yo me llamo Cleopatra. ¿Maneja éste el puñal como para que parezca una verdadera lucha?
—Es una criatura. No tiene ninguna posibilidad.
—Llevará loriga, ¿no?
—No saben ni para qué sirve una loriga. Y ¿qué posibilidad tiene, estando Tibulo?
Nerón orientó los destellos de su sonrisa hacia Tibulo, un pedazo de buen peñasco ligur, más macizo que ágil, muy proclive a matar y demasiado estúpido para sentir el dolor. El regidor de los juegos dijo:
—Aguantará, César. Por lo menos cinco fintas, antes de dejarse matar.
—Así, sin más —dijo Caleb, acaloradamente—. Dejarse matar. Sin que el crío entienda nada de lo que le está pasando. No habla latín, y nosotros no hablamos britano.
Se sacó del fondo de la garganta un tosco sonido con el que los gladiadores expresaban muy a menudo su asco y su desprecio. Al Emperador le encantó el sonido, que no creía haber oído antes.
—No son más que animales —dijo el regidor de los juegos—. Cuando te plazca, gran César.
Así que el Emperador y su séquito regresaron al palco imperial y al aire no contaminado por la rabia, el sudor, el miedo y otras emanaciones de índole semejante. Allí los aguardaba la muy estúpida y muy perra de la Emperatriz. Se levantó al hacer su entrada Nerón y, aprovechando que estaba de pie, respondió con una inclinación a los rugidos de la muchedumbre. Enorme muchedumbre; seña indudable de prosperidad imperial, tan generalizado ocio después del almuerzo. El hydraulis u órgano de agua, adecuadamente accionado, regurgitó sus telúricos truenos. Era la voz de una ciudadanía grosera y consentida, con su colectivo bonete de cielo inmaculado y plácido. La débil voz del espíritu de Virgilio los llamaba a la virtud colectiva, pero ellos se quedaban perplejos, preguntándose con qué equipo se alinearía ese Curgilio o Purvilio. Nerón, sin dejar de sonreír ni de contonearse, dijo en voz alta, pero sin que lo oyese la muchedumbre:
—Gentuza sin sentido alguno del arte. ¿Qué saben ellos del esfuerzo agónico que cuesta forjar un endecasílabo inmaculado?
Sobre estas palabras tomó asiento. Británico llegó tarde, y un poco borracho, a juzgar por su aspecto. Nerón frunció el ceño, Británico sonrió de oreja a oreja. Cuando salieron los atónitos britanos, empuñando armas para ellos desconocidas contra profesionales que (al principio) se limitaban a mantenerlos a raya, la sonrisa se le vino un poco abajo. Sentía un interés casi de propietario por esos lívidos y desnudos hijos del septentrión.
—Es una burla —se le oyó gritar—. Lucharon bien, a su manera. Y siguen luchando bien, y con razón, después de que los hemos violado y abatido y quemado.
Nerón escuchó con placer tan desleal discurso. Contempló cómo los britanos asestaban sus torpes golpes, para recibirlos luego, muy eficaces, cuando se alzó un clamor general pidiendo sangre. Ensangrentados y desnudos britanos, sobre su propia sangre y sobre la arena. Luego sacaron al de las pecas, al muchachito de catorce años, que miraba su puñal con el mismo desconcierto de quien acaba de agarrar un lagarto por primera vez en su vida. Tibulo acogió estólidamente los gritos con que lo recibió la muchedumbre; es decir: se quedó mirando al graderío con la misma expresión que el muchacho al puñal. El crío, figurándose que debía emplear el arma contra quien tenía enfrente, se la clavó en el brazo. El reguero de sangre romana desencadenó un bramido de patriótica afrenta, asquerosos hijos de puta extranjeros, hasta los niños de pecho que se crían en ese montón septentrional de cagadas de perro están adiestrados para hacer traición a nuestros valientes muchachotes. Tibulo observó la hilera de gotas rojas con el mismo y declarado interés que Plinio el Viejo habría puesto en una fila de hormigas león en marcha. A continuación blandió su espada de modo horrífico, para deleite del populacho. El crío, entonces, emprendió algo que el populacho tomó por bárbara y puerca danza guerrera, dando vueltas y más vueltas alrededor del bravo romano; y, en franco incumplimiento de todas las reglas del juego limpio, le pinchó las nalgas no una, sino dos veces. Nerón, sorprendido de que Británico no gritase contra corriente, lo buscó con la mirada y no lo encontró en su sitio. Tibulo, que se había quedado parpadeando delante del bailarín, acabó asestándole un golpe que le arrancó el puñal de la mano. El crío pareció llevarse una alegría cuando lo desembarazaron del arma, pero también parecía preguntarse si, según las reglas de ese deporte que empezaba vagamente a comprender —con ayuda de la muchedumbre—, no debería quizá recogerla de donde estaba, es decir: de entre los pies de Tibulo. Prefirió, en cambio, huir de la espada de Tibulo, de la que, por causa del sol, le llegaban molestos destellos; pero eso, a juzgar por la cólera de la muchedumbre, también se apartaba de las reglas. Así y todo siguió corriendo, hasta tropezar con un cadáver britano y caer al suelo. Allí, con señales de llorosa e impotente cólera, dio la impresión de disponerse a que lo hicieran cuartos: tal parecía ser el evidente y misterioso deseo de la muchedumbre, de modo que lo mejor era acabar cuanto antes. Fue entonces cuando apareció Británico en la arena y detuvo la lucha. Al principio, la muchedumbre, sin saber quién era, ahogó con sus gritos lo que trataba de decir. Luego, para hórrido asombro del Emperador, Británico se puso a cantar.
A cantar. A cantar. Se soltó la garganta y tarareó —con una voz de tenor muy audible y aparentemente bien educada— dos o tres compases que obraron en la multitud el efecto de una trompeta amenazadora. La muchedumbre pidió silencio y se dispuso a escuchar lo siguiente:
—Soy Británico, hijo del divo Claudio. Y me pregunto: ¿dónde ha ido a parar el espíritu romano de piedad para con el enemigo valeroso? Yo he luchado contra los britanos. Yo contribuí a su conquista. Con eso basta. No tenemos por qué humillarlos, por añadidura.
Y, al igual que Nerón había hecho anteriormente, pero llevado por veleidad distinta, tomó al muchacho en sus brazos. La tornadiza muchedumbre prorrumpió en gritos de júbilo. No hay que confiar en el populacho. Calígula, pensó Nerón, había atinado en su deseo de que el pueblo romano no tuviera más que una sola garganta, para darse el gusto de rebanarla. Claro está: una vez cumplido el deber de cercenar otras gargantas más particulares.
TODA MUCHEDUMBRE se complace en el aullido, aunque no siempre sepa por qué está aullando, como tampoco lo sabe el perro que ladra a la luna. La muchedumbre judía, allá en Jerusalén, o, trasladada fragmentariamente a este puerto de predominio gentil, tan cerca como podía situarse de su celda de Cesarea, seguía aullándole a Pablo, olvidada del motivo, si es que alguna vez lo supo. Era llegado el momento de que el nuevo procurador se enterase a fondo de por qué ese calvo encadenado había incurrido en el disgusto de las altas y de las bajas esferas, y cuál era la relevancia del asunto desde el punto de vista de la gobernación romana.
Por aquel entonces tuvo la suerte de recibir, en visita de cortesía, al rey Herodes Agripa II y a su hermana Bernice. Porque este nuevo Herodes, hijo del difunto y nada lamentado monarca de Judea, tenía reputación de dominar la ley judaica. Su primer título fue el de rey de Calcides —un territorio que se extiende por el valle entre el Líbano y el Antilíbano—, dignidad a la que accedió, todavía en tiempos de Claudio, cuando el pequeño trono quedó vacante por fallecimiento de su tío Herodes de Calcides. Además de la corona, recibió la superintendencia del Templo de Jerusalén, con derecho a nombrar sumo sacerdote. Más adelante logró que se le autorizara a permutar Calcides por otras tetrarquías mucho más vastas, como Filipo y Lisanias. Nerón, en los primeros y más lúcidos años de su mandato, añadió a estos territorios otros pedazos de Galilea y Perea, en torno al lago. En agradecimiento al último donador, Herodes Agripa II cambió el nombre de su capital —Cesarea de Filipo—, para llamarla Neroníades. Bernice, o Berenice (pues ésta era la forma original, macedónica, del nombre), era la agraciada y joven viuda de su propio tío, Herodes de Calcides. Hubo un considerable número de matrimonios avunculares en la familia de los Herodes, y es curioso que nadie tronara contra ellos, porque los judíos montaban en cólera ante cualquier violación de los límites maritales permisibles, mientras que, el Senado romano (curia no precisamente famosa por su apego a los principios morales) había puesto el grito en el cielo cuando Claudio manifestó su intención de casarse con su sobrina; ello, por descontado, mientras la cuestión no quedó zanjada con un par de asesinatos.
El pequeño monarca, con su bien recortada barba, con su hermoso cordón de fibra negra y espira de oro, tomó asiento junto a su hermana (que acababa de hacerse vestir y peinar en Alejandría) en unos pequeños tronos instalados sobre la tribuna procuratoria. Era un día de azul y de oro, y Bernice tenía sus finas orejitas más puestas en el análisis del canto de los pájaros y sus componentes que en el áspero griego en que expresaba el procurador su exordio:
—Nos hemos reunido, una vez más, para tratar de poner en claro la acusación presentada por los judíos contra el hombre llamado Pablo. El Derecho romano se mueve en la esfera secular. Viene bien, pues, que un monarca extraordinariamente versado en la ley judaica tenga la bondad de asesorar al brazo romano en la elucidación de este asunto. Rey Herodes Agripa, ahí tienes al individuo de que estamos hablando.
En efecto: ahí estaba Pablo, encadenado, haciendo una ligera reverencia a la hebraica majestad.
—Los judíos de Judea vinieron ante mí, proclamando con vehemencia que a este hombre no debía permitírsele vivir. Yo no he hallado en él nada digno de muerte. Y él ha apelado al Emperador de Roma, lo cual le ha sido concedido. Pero el problema es: ¿qué debo escribir a Roma? Quizá, ahora, lo decidamos de una vez para siempre. Que hable el prisionero por sí mismo.
El acusador judío solicitó entonces que se procediera a informar en arameo, sobre la base de que, con toda probabilidad, la situación no había quedado suficientemente clara en griego, por ser éste un idioma pagano. Pero Festo dijo que se contentaría con que el acusado dejara la acusación tan clara como la defensa. De modo que Pablo se engolfó en encrespados mares de propia justificación, con una elocuencia asentada en la repetición insistente. Marco Julio Tranquilo lo escuchó con mucha atención, pero, a pesar de estar casado con una judía, no tardó en extraviarse por aquella maraña de sutilezas orientales. La cuestión de que Pablo hubiera profanado el Templo ya no parecía estarse discutiendo. Lo que los judíos le achacaban era la predicación de una doctrina herética, problema en el que pretendían hacer entrar a los romanos mediante la invocación al orden público, que eran ellos precisamente quienes habían alterado, rechazando el principio lógico de que, no habiendo existido la supuesta provocación, mal podía ésta ser herética. Pablo parecía estar dando una elegante y concisa historia de la nación judía, su esperanza en el redentor, el cumplimiento de esta esperanza en una forma que los judíos se empeñan en rechazar, por su demasiada costumbre de vivir en la esperanza, sin especial deseo de verla cumplida. Pablo apeló a una multitud de autoridades. Nombres como Ezra, Nehemías, Éclesiastés, Jeremías, Ezequiel, Daniel, Oseas, Joel, Amos, Obadías, Miqueas, Nahum, Habacuc, Zefanías, Ageo, Zacarías, entraron evidentemente como mero ruido sin refinar en los oídos de Festo, quien, con la vista fija, se mantenía impávidamente en una muy romana y muy intelectual modorra. Pablo cerró con las siguientes palabras:
—Mi misión me ha llevado a Grecia y a Asia, a los judíos y a los gentiles. Por tal causa me hicieron preso en el Templo y unos hombres trataron de darme muerte. Pero ayudado del único auxilio, que es el de Dios, persevero hasta el día de hoy, dando testimonio a pequeños y a grandes de las cosas que los profetas y Moisés dijeron que habían de venir; que Cristo había de padecer y ser el primero en la resurrección de los muertos, para anunciar luz a los judíos y a los gentiles.
Herodes y Festo empezaron a hablar al mismo tiempo.
—Te ruego que me perdones…
—No, no, por favor, habla tú.
—Sólo iba a decir una cosa: que está loco. Ha leído demasiado. La mucha reflexión le sorbe a uno el seso.
Julio, a su pesar, se identificó con esto último. Bastante difícil era ya la vida, como para complicársela con Habacuc y compañía. Lo único que los romanos pretendían era hacer la vida más fácil a todo el mundo: que hubiera de qué comer y de qué beber; que pudiera uno pasar, de vez en cuando, una tarde en el circo; pagar los impuestos; aprenderse de memoria unas cuantas citas de los autores clásicos; y una nox dormienda.
—He visto en mi vida un montón de casos parecidos —añadió Festo, mentirosamente. Pablo, sin perder la compostura, dijo:
—No estoy loco. Lo que digo es verdad, y lo digo con templanza. El rey, aquí presente, sabe de estas cosas. Nada se le oculta, pues no ha sido hecho en algún rincón. ¿Crees, rey Agripa, a los profetas? Yo sé que crees. No digo más.
Herodes Agripa contestó:
—Si lo que dices es cierto, si predicas el cumplimiento de la esperanza de Israel, ¿a qué viene meter en ello a los gentiles?
Muy astuto, pensó Julio.
—¿Se puede acaso encerrar la palabra en una jaula? —replicó Pablo—. ¿Se le pueden poner límites? Dios no hizo solamente a los judíos. Cabe afirmar, incluso, que también hizo a los romanos.
A Festo no le gustó mucho lo de verse metido en la misma fábrica de creación que sus pueblos vasallos, pero se limitó a murmurar que Pablo estaba loco. Agripa, sonriente, dijo a Pablo:
—Eres lo suficientemente persuasivo como para hacerme vislumbrar el camino, aunque no tanto como para moverme a seguirlo. Te has convencido a ti mismo, y, la verdad, comprendo muy bien que hayas convencido a otros.
—Sí. Pluguiese a Dios que por poco o por mucho, todos estuvieseis en mi misma situación, dejando aparte estas cadenas, naturalmente —al decir esto, las agitó. Julio soltó una carcajada y Festo se le quedó mirando, sin comprender de qué se reía.
—En mi opinión —dijo Agripa—, deberían quitársele las cadenas. Tenga el acusado la bondad de retirarse para que lo liberen: hemos de hablar el procurador y yo.
De modo que Pablo se vio arrastrado a regañadientes.
—Todo esto me parece una sarta de majaderías —dijo Festo a Agripa.
—Di mejor de cosas que no incumben a Roma. No, no son majaderías, sino razones bastante sólidas. La cuestión es que no ha hecho nada malo. Se le puede poner en libertad.
—Sí, para que lo hagan pedazos. Empezaría mi mandato con buen pie, dejando que descuarticen a un ciudadano romano. Luego hago matanza entre los descuartizadores, llamo al ejército de Siria… Oh, no. Por otra parte, no olvidemos que ha apelado al César. Eso es algo que ha seguido su curso, que está en los archivos, y que no puede rescindirse.
—Si no hubiera apelado, podrías meterlo en un barco a Corinto, o a cualquier otra parte. Ahora no queda más remedio que mandarlo a Roma. Tengo la impresión de que eso es lo que quiere, ir a Roma, más que ver al César. Sería su oportunidad de predicar la doctrina en la capital del Imperio. Y a costa de los romanos. No es ningún tonto.
—¿Ni ningún loco, tampoco?
—Ni muchísimo menos. —Era Bernice quien, inesperadamente, acababa de hablar. Poseía una adorable voz de tonos graves: sus cultivadas resonancias, y la información que transmitían, hicieron recordar a su hermano la bondad de la escuela alejandrina—. En Roma, como bien sabéis, lo que predique será religio licita.
—¿Será qué? —preguntó Festo, como si se hubiera olvidado del latín.
—La fe nazarena está autorizada en territorio romano. Es jurisprudencia sentada por Galión.
—¿Quién es o era ese Galión?
—Vamos, procurador —dijo Herodes Agripa—: el hermano de alguien que es tutor del Emperador, y que le escribe los discursos. Ya sabes: Séneca.
—¿No son hispanos? —Sabiendo que Séneca lo era, también el otro tenía que…
—Mi hermana tiene razón —dijo Herodes Agripa—. Los sacerdotes, claro está, se negarán a aceptar la jurisprudencia, y Pablo lo sabe. Lo que está buscando es la confirmación del Emperador, ante la cual, por mucho que refunfuñe el Sanedrín, no se atreverán a arrojar ni una sola piedra. Y creo que bien podría conseguirla. Roma tiende a aceptar las novedades con espíritu amplio. En definitiva: mi consejo es que lo metas en un barco cuanto antes. Con escolta militar, naturalmente. Desde el punto de vista oficial, sigue siendo un preso. En adelante, el asunto saldrá de tu responsabilidad. Pablo pertenecerá a Roma.
Con esto último parecía dar a entender que él, Porcio Festo, no era Roma. Pero comprendió lo que quería decir: la verdadera Roma.
NERÓN ya había descubierto que Tigelino era un hombre obtuso y un tanto brutal, pero no carente de filosofía. Escuchando a su señor imperial explicarle la doctrina del arte aprendida de Cayo Petronio (que seguía confinado en Grecia), Tigelino murmuraba cosas y hacía gestos con la cabeza; pero no gestos de afirmación. Muy al contrario; cuando Nerón hubo concluido, dijo:
—Ya veo: una imagen de la realidad, etcétera… Pero ¿para qué quieres una imagen, siendo tú, por así decirlo, la propia realidad?
—No entiendo bien lo que…
—Vamos, César: el arte es cosa de impotentes. Sueños de manipulación y sueños de poder. ¿Por qué soñar, con lo satisfactorio que resulta estar despierto? La realidad es la potestas.
—Por supuesto; pero la potestas para crear la pulchritudo.
—La pulchritudo, como tú la llamas, radica en la potestas. Más allá de eso no hay nada.
—Qué extraño. Viene a ser lo que me dijo mi madre.
—¿En uno de tus sueños, César?
—No desprecies los sueños, Tigelino. Los sueños son un modo fantástico de enfocar las cosas, de agudizarlas; te ponen de manifiesto los pensamientos que has ido teniendo antes, sin ser consciente de ello. He padecido un montón de pesadillas centradas en mi madre. Me figuro que no he sido muy buen hijo. Pero lo que ocurrió la otra mañana, justo antes de despertarme, fue que mi madre estaba allí, tan bellísima como de costumbre, incluso cuando me regañaba, y me dijo, muy sonriente: «Todo lo que se hace en nombre de la potestas es justo. Yo te impuse esa lección, hijo, y de ella he sido mártir».
—¿Ha sido qué?
—Testigo, creo; es una palabra griega. Luego, cuando me desperté, estaba estupendamente, y había dejado de sentirme culpable por mi mal comportamiento como hijo.
Sonrió, muy complacido, mientras se recostaba en los cojines. Tigelino y él se hallaban en un balancín, a la luz del día, probando una bebida importada por Tigelino: vino fortalecido con hierbas amargas, bueno para abrir el apetito.
—Tienes que hacer limpieza en tu vida —dijo Tigelino.
—¿Desde el punto de vista moral, quieres decir? Pareces Séneca hablando.
—No, no, no. Quedan muchas cosas pendientes del mandato imperial anterior. Es un estancamiento que se huele de lejos. Y no me refiero a Séneca. O todavía no.
—¿Nos invitas a cenar, Tigelino?
—¿Nos?
—Sí, claro, a la Emperatriz y a mí y, bueno, a Séneca, y también a mi hermanastro. A lo mejor —añadió, con amargura— conseguimos convencerlo para que nos cante algo.
—Como un cisne —no era una pregunta; luego—: Muy honrado, naturalmente. En la villa, ¿no?
—No creo que ninguno de ellos aguante el pestazo de los Suburra. ¿Conoces a una mujer que allí vive, una tal Locusta?
—La conoceré antes de la cena.
La villa, como Nerón había supuesto, era algo vulgar en su opulencia: un alarde de rico advenedizo. Pero la cena se sirvió lejos del amontonamiento ornamental, en un patio embaldosado que había junto a la piscina. Encima de la mesa, que se hundía bajo el amontonado peso de las flores y de las indigestas frutas de sartén, había una verdadera piscina, o recipiente para peces. Que en él nadaban como peces. Tigelino había servido su aperitivo amargo antes de comer, pero sólo estaba borracho el más importante de sus huéspedes. Tigelino comprendió que era por debilidad artística: tenía que emborracharse para lo que venía. El anfitrión, en quien, por tal, nadie consideraba incorrecto que charlase ad libitum, dijo:
—Recién traído de Ostia, esta misma mañana, en una barcaza. He supervisado yo mismo su preparación. Y aquí, como veis, tenemos unos cuantos peces vivos. Es muy agradable sentirlos deslizarse por la garganta abajo, vivitos y coleando. Te mordisquean al bajar. ¿Le gustaría al César probar este doloroso placer?
—Inténtalo primero con el viejo Séneca. Él sí que necesita placeres. Ha vivido la vida entera sin ellos.
—Permíteme que lo dude, César —dijo Tigelino, sonriente.
Séneca no se sentía especialmente incómodo, pero comió poco. Le resultó útil su estoicismo. El mayordomo trajo el vino. El vino humeaba. Nerón informó:
—Nuestro anfitrión ha tenido el detalle de recordar que nuestro señor Británico, durante su campaña en Britania, se habituó a los solaces del vino mulso. Probad éste. Tú también, Séneca, aunque seas un pez frío.
—Este pez frío prefiere agua fría, César.
—Oh, muy inteligente. Pero el agua es una bebida peligrosa. Prueba este delicioso brebaje caliente, Británico. Aderezado con hierbas raras. Venga, que la noche está fresca. Ah, ya veo lo que te pasa. Qué terriblemente insultante. Teme que el Emperador pueda envenenarlo, Tigelino. Pero, fijaos, Tigelino no comparte en absoluto ese temor.
Y, en efecto, el anfitrión bebió unos sorbos.
—¿Lo veis? —prosiguió Nerón—. Inofensivo. Sano. Pero quizá prefieras esperar un poco, Británico. Puede que Tigelino sea una especie de Sócrates, y hay venenos de efecto retardado. —Sin cambiar de tono, añadió—: Tú, Octavia, eres una adúltera.
Conmoción general. Octavia tartamudeó:
—¿Perdona, César?
—Eso es: pide perdón, aunque desde luego no vas a obtenerlo. Ahí encerrada con el viejo Séneca, haciendo como que estudiáis filosofía. Debajo de todo estoico se oculta un crápula, ¿verdad, Tigelino?
—Eso —dijo Séneca— es una broma de muy mal gusto, César.
—¿Mal gusto? Suena ajuicio estético. Deja esos juicios a los artistas, Séneca; a los artistas como tu amo y señor. Artifex, artifex. Muy bien, Octavia, ya sé que no tocarías al viejo Séneca aunque te insacularan con él y te arrojasen al Tíber. La sangre caliente pide calentura. Pero ya descubriré quién es, no te preocupes.
—Bbbbbbritánico —tartajeó Octavia—: ten pppppor lo menos el vvvvvalor de dar la cara pppppor tu hermana.
—Bueno, eso sería peligroso, ¿no? —se mofó Nerón—. Podría ofenderse el Emperador. Este Emperador tan bondadoso, a cuya solicitud ha preparado vino mulso nuestro amable anfitrión, para el conquistador de los britanos. Probadlo. Nuestro anfitrión lo ha probado, y ahí lo tenéis, tan campante.
Británico obedeció, con un temblor de rabia en los antebrazos.
—Demasiado caliente.
—Eso tiene fácil arreglo. Que le añadan agua fría.
Tigelino se apresuró a obedecer, utilizando la jarra azul que había junto a su plato. Británico bebió más copiosamente, aunque con escaso deleite. Tigelino dijo:
—Porque no sois ni calientes ni fríos, sino tibios, mi boca os arrojará de sí.
—Qué bueno es eso —dijo Nerón—. Muy bueno. ¿De quién es?
—Se atribuye a un esclavo inajusticiable llamado Cresto. En torno a él ha surgido un culto canibalístico. Se comen unos a otros, ¿sabéis? Y yogan a placer, sin preocuparse de las relaciones legítimas. La hermana con el hermano, la madre con el hijo, el padre con la hija…
—Me temo que eso es puro libelo —dijo Séneca—. Mis referencias son otras.
—Siempre son otras tus referencias, ¿verdad, Sena Hueca? —dijo Nerón, en son de mofa—. En cuanto surge algo moderadamente interesante, como este asunto del esclavo Cresto, tienes tú que venir con el agua fría.
A Británico le dio una arcada.
—¿Qué te ocurre, tierno cantor de los mozos britanos? —le preguntó Nerón—. ¿Te está mordisqueando la campanilla un pececito vivo? Cielos, no se encuentra nada bien.
Porque Británico estaba tratando de decir algo, sin conseguirlo; de respirar algún aire, sin conseguirlo; de levantarse, sin. Tigelino dijo:
—Puede que se le pase con un poco de agua fresca.
—Demasiado tarde: se ha atragantado con una espina. Qué lástima. No era gran cosa como cantante, pero qué buen soldado.
Octavia y Séneca se levantaron de sus triclinios, moviendo las manos en gestos de inútil afán. Británico boqueó como una lubina fuera del agua; y en seguida dejó de boquear.
—Sentaos los dos. Creí que los estoicos os pasabais estas cosas por la horcajadura, Séneca. El vomitorio está a la izquierda, creo —añadió, dirigiéndose a Octavia, que se tambaleaba de un lado para otro, como ciega. Tigelino clavó la mirada en Nerón, aunque manteniendo las distancias. A una señal que hizo, castañeteando los dedos, un sirviente retiró los platos y cuatro retiraron el cadáver. Pensó que Nerón interpretaba muy bien el papel de monstruo amoral, pero que no tenía verdadera pasta de asesino. Seguramente no dormiría bien esa noche. Tendría pesadillas. Histeria de artista, sin el correspondiente talento de lo mismo. Pero alguien cuidaría de él, y ese alguien iba a ser Tigelino.
EN CESAREA soplaba buen viento. Las velas se henchían. Era un barco de navegación costera, procedente de Adramitis, no lejos de la isla de Lesbos. Bastante cómodo, pero tenía los cables desgastados y no le habría venido mal una mano de pintura. El esfuerzo de izar la carga a cubierta hacía crujir los arbotantes. Dijo Porcio Festo:
—Vas a ver Roma antes de lo que pensabas.
—Antes la vería si esperásemos un barco directo.
El procurador, filtrando el resplandor del sol por la ranura de los párpados, miró hacia la muchedumbre congregada frente a ellos. Habían hecho venir toda la guarnición de Cesarea para mantenerla a raya.
—Tenéis que cargar en Sidón. O en Chipre. O en Mira.
El capitán-propietario, en un oscuro dialecto helénico, vociferó algo a dos marineros nuevos, rematando sus gritos con un sopapo al grumete.
—Tenemos que sacarlo de aquí. Estoy harto de pedradas y de que hagan escarnio de los romanos por su amistad con los herejes, que ni siquiera sé qué es eso. Me gustaría entender todo este asunto. O a lo mejor no. Sea lo que sea, resulta…, no sé, sucio, no romano. ¿Has guardado bien la carta?
Marco Julio Tranquilo se dio unos golpecitos en el pecho.
—Te agradezco que la hayas escrito. Naturalmente, de esto eres tú quien más sabe, no en balde estás casado con una judía. Pronto te hallarás en la cama con ella. Bueno, no tan pronto, claro.
Ahora que se había librado de él, el procurador trataba a su centurión prior con más amabilidad. Con permiso de Siria, lo había trasladado al cuerpo de informadores o frumentarii, pero sin quitarle el mando de tropa ni, por consiguiente, la responsabilidad sobre los prisioneros.
Pablo ya estaba abajo. Y Lucas con él, desempeñando alegremente su papel de esclavo personal. Lo cual marcaría las diferencias. Había otros presos, ciudadanos romanos, aunque gentuza: un soldado que, en estado de embriaguez, había agredido a su decurión, un desertor, un ribereño del Tíber que había huido a Siria tras cometer homicidio y a quien habían capturado en Damasco. Pablo no iba como preso, sino en calidad de apelante, pero tampoco cabía esperar que los soldados de a bordo vieran la diferencia. Con un esclavo al lado, diciéndole sí amo y no amo, a lo mejor se les metía en las duras molleras que aquel tipo calvo y narigón era un caballero. Bernice, desde Neroníades, le había hecho llegar ropas nuevas. Pablo solía causar impresión entre las mujeres de clase elevada. El oficial al mando, que se había presentado, lisa y llanamente, con el nombre de Julio, había adjudicado a Pablo y a Lucas un camarote con dos literas, contiguo al que él, por privilegio de su rango, ocupaba en solitario. Este tal Julio, sin deferencia discernible, pero con mucha claridad, se había disculpado ante Pablo por lo prolongado que iba a resultar el viaje.
—Me temo que no vamos a ir precisamente en línea recta: Roma vía Asia Menor.
—Un viaje demencial para un hombre demente. Ni tan loco el hombre, ni tan loco el viaje. El procurador tenía mucha prisa por librarse de mí, pero no tanta por hacerme llegar a Roma. Las relaciones entre Roma y su procurador han de atenerse a una línea muy simple: lo único que cuenta es que los tributos lleguen cuando es menester. Ahora no tiene más remedio que vérselas con la administración de justicia. Me temo que soy un engorro para el procurador, y me malicio que no le daríamos un disgusto si naufragásemos en cualquier parte.
—Vamos a navegar en época de naufragios —dijo Julio, con una sonrisa. Pablo sonrió también. Graznaron las gaviotas.
—Dime —preguntó Pablo—: ¿tú entiendes mi situación? ¿Entiendes lo que predico, lo que enseño y lo que hago? Está claro que tu oficial superior no lo entiende.
—Yo le llevo cierta ventaja, porque estoy casado con una judía… Tengo un cuñado que afirma conocerte. Estudiasteis juntos. En aquellos tiempos te llamabas Saulo.
—¿Quién es tu cuñado?
—Se llama Caleb. En su época de revolucionario se hacía llamar Caleb el zelota.
—Oh, sí, lo recuerdo. Pero ¿qué pinta un zelota en Roma?
—Ha dejado la revolución, dice que por el momento. Está casado y tiene un hijo. Se dedica a adiestrar gladiadores y púgiles. Me apetece asistir a vuestro reencuentro.
—Y a mí me apetecen muchos reencuentros. Incluidos los de Sidón, si me permites bajar a tierra. Una verdadera ironía. Yo ahuyenté a los griegos nazarenos de Jerusalén, dando lugar a que algunos de ellos fundasen la iglesia de Sidón. En cierto sentido, es como si yo la hubiese fundado. Los caminos del Señor. ¿No me tomas por loco cuando me oyes decir Señor, Dios, en lugar de los dioses?
—También Sara dice Dios.
—¿Sara? La hermana de Caleb. No me acuerdo de sus padres. Sí de uno de sus tíos. El duodécimo discípulo.
—A veces sale el nombre de Matías en las conversaciones.
—Y había otra muchacha…
—Rut. Nuestra hija se llama así en recuerdo suyo. Rut murió… Bueno, no hay por qué ocultar lo sucedido. Rut fue muerta como una res. Había mucha maldad en Roma, en tiempos de Cayo.
—¿Y ahora, con el nuevo Emperador a quien yo he apelado?
—Demasiado pronto para decir nada. Es joven. Pero Séneca lo mantendrá en el buen camino.
—Ah, sí, Séneca.
SÍ, SÉNECA. Nerón desayunaba, ya medio trompa, cuando Séneca consiguió por fin la audiencia que tanto tiempo llevaba solicitando. Tigelino ocupaba una mesa aparte de la imperial, pequeña, como habría cuadrado a un pequeño almuerzo, pero con cubertería de plata y no pocos manjares: estofado de langostinos con azafrán, huevos de chorlito cocidos, ternera fría con corteza, agua fresca, que apenas si había tocado, y vino mulso, que sí.
—Preferiría presentar mi petición en privado, César.
—No tengo secretos para el prefecto pretoriano.
—No… No comprendo —pero comprendía.
—Burro ha desaparecido sin dejar rastro. Necesitaba a alguien que lo sustituyese. Y qué mejor hombre para desempeñar el cargo…
—Que un pescadero. Ya me hago cargo. —Tigelino, en vez de ofenderse, le dedicó una confiada sonrisa—. Y cuando dices que Burro ha desaparecido…
—Quiero decir que Burro no se encontraba bien. No era feliz. Se sentía insatisfecho. No desempeñaba con mucha eficacia su cargo de prefecto de la Guardia Pretoriana. No menosprecies a los pescaderos, Séneca. Saben vender pescado. Lo que tú y Burro tratabais de vender no había quién os lo comprara. No aquí.
—Mi petición llega oportunamente, por tanto. Me estoy haciendo viejo. Tengo unos cuantos libros por escribir, unas cuantas ideas sobre las cuales meditar. Necesito retirarme.
—¿A cuál de tus muchas posesiones? Mira, Tigelino, este huevo no está bien cocido.
—Me consta que he acumulado más posesiones de las adecuadas para un… para un filósofo estoico. Estoy en deuda con el César por sus dádivas. Ahora deseo retornarlas.
—O sea, que por fin te vas a volver estoico de verdad. Tenías razón, Tigelino. Son todos unos malditos hipócritas. Mucho predicar las virtudes de la vida sencilla, pero con los cofres a rebosar de oro y plata y títulos de propiedad. Me parece que no voy a dejarte ir, estimado Séneca. Los discursos que me escribes causan muy buen efecto en el Senado.
—Sí, César, tienes razón al hablar de hipocresía.
—¿Qué es exactamente —sorbiendo el tuétano de un hueso— lo que quieres decir —soplando por el agujero— con eso?
—He descubierto que la moral y la política tienen muy poco que ver. Te ruego que me permitas retirarme. No puedo limpiar el Imperio. No con meras palabras. Pero puedo hacer algo por mí mismo.
—¿Lo dejamos, Tigelino?
—Sería útil —dijo el nuevo prefecto de la Guardia— si César supiera exactamente a dónde piensa ir. Un hombre con el talento de Séneca no debe desaparecer sin más, como ha hecho Burro.
—Pues quédate en Roma, Séneca, o en sus inmediaciones. Así podré ponerme en contacto contigo para que me escribas de vez en cuando algún discurso. Y, desde luego, también sería muy agradable que dijeras unas palabras en mi próxima boda. Algo referente a las virtudes del amor marital y el esplendor de la fidelidad que la mujer debe al marido.
—¿Boda? No comprendo.
—Da la impresión de que nunca comprendes nada. Para ser filósofo, hay que ver lo mal que comprendes el mundo real. Tu protegida, la Emperatriz Octavia, no ha aprendido mucha virtud de tus lecciones de filosofía moral. El adulterio es siempre delito. Y de alta traición, cuando los cuernos se le ponen al Emperador. Ante ello, claro está, sólo cabe una respuesta.
—¿Estás sugiriendo —preguntó Séneca, anonadado— que te vas a casar con…? Yo creí que era un… Me pareció cosa de…
—Dilo de una vez, hombre. Eres peor que el payaso de Claudio. No, no me voy a casar con Acte, por encantadora que sea. Acte se terminó. Voy a casarme con una dama, señor mío. El Emperador se tiene que casar con una dama. Es suficiente. Puedes irte —ordenó, tras haber puesto punto final con un eructo.
NAVEGARON CON RUMBO norte, perlongando la costa, hasta la antigua capital fenicia de Sidón. Setenta días de calma. Descargaron un par de fardos de grano galileo e hicieron reparar una vela que se había rasgado. Pablo y Lucas recibieron permiso para bajar a tierra, acompañados por Julio. En Sidón había dos puertos, y en el que tocaron por corto espacio se llamaba Leucipo. Allí acudieron los miembros de la iglesia local, a ver a Pablo, bajo un sanedrín de gaviotas graznando. A Lucas había correspondido la misión de difundir la noticia. Muchos de los cristianos de Sidón, en su creencia de que Pablo llevaba varios años muerto, tuvieron que palparle el cuerpo para convencerse, como si hubieran estado en un mercado de carne. Hubo abrazos y lloros, mal interpretados por los soldados rasos del pasamano, que estaban perfectamente al corriente de las prácticas canibalísticas y pervertidas de los nazarenos. Luego, Pablo pronunció a toda prisa unas palabras que ya antes había dictado a Lucas en el camarote:
—Por acción del Espíritu Santo habéis venido a ser supervisores u obispos de una grey que los lobos sin cesar amenazan. Esta grey, esta iglesia, él la pagó con su sangre, y con él su Espíritu, conjuntamente con el padre, sigue sobre vosotros para guiaros. Sé que el enemigo ya está actuando, en su intento de arrastrar a los seguidores de Cristo por el camino de la lascivia y de los malos hábitos, para que escupan en lo que antes reverenciaban. Trabajad con ahínco, ayudad a los débiles, haced donación de vuestra fuerza y de vuestro amor, porque ya sabéis que a los ojos de Dios es más grato quien da que quien recibe.
Tenía que volver a bordo. Pero, yendo en pos de Julio, Pablo de pronto se volvió para gritar a los fieles unas palabras que, al parecer, no tenía pensadas:
—Se cómo son las cosas. Vosotros pensáis que la sangre de Cristo os ha redimido del pecado para siempre, y que ahora sois libres de pecar sin arrepentimiento ni dañación. Pero el rescate de Cristo sólo obra con carácter retroactivo. Os creéis algo especial, puestos por encima de las sanciones, tanto de la ley judaica como de la romana. Creéis que podéis dormir con quien os venga en gana y comer basura si os apetece. Pues no, no podéis. Habéis visto una luz que para otros permanece oculta, y de ello os resulta una responsabilidad moral que los demás no tienen. No volveré a pasar por aquí, ni volveréis a escuchar mis palabras más que en la fantasmal vestidura de las epístolas; pero recordad lo que deseo de vosotros, lo que Cristo desea de vosotros: pureza, pureza y más pureza.
—Tenemos que volver a bordo —dijo Julio, como disculpándose.
—De acuerdo. Ya he dicho lo que tenía que decir.
Unos cuantos soldados del pasamano estaban pergeñando una cancioncilla sobre la pureza, palabra que les había llegado con claridad. Pablo les dirigió una sonrisa, pero había cólera en sus ojos. Julio concluyó que estaba enfurecido consigo mismo, por aquel trabajo sin rematar, por aquella misión no bien comprendida, por aquel viaje que constituía una trayectoria hacia el fracaso. Pero no estaba del todo seguro.
Navegaron con rumbo este al norte de Chipre. Como era verano, prevalecía el viento de poniente, de modo que se mantuvieron al socaire de la isla. Pablo permanecía en su litera, con las manos en la nuca, sobre la repulsiva almohada de paja. Lucas, sentado en el borde de la litera, lo miraba. ¿Nada que dictar? Nada. ¿Cómo estás del estómago? Bien. En cubierta, unos cuantos soldados jugaban al hito con tejos de soga. Sus groseros alaridos se colaban por la puerta del camarote, que tenían abierta por la corriente. Pone in culum. Fili scortorum. Lucas, al salir, comprobó que se estaban dejando llevar por el viento de poniente hacia la costa asiática. Iban a seguir el método de arrastrarse hacia el norte, pegados a tierra, echando el ancla en alguna cala cuando el viento fuera más fuerte que la acción conjunta de las corrientes costeras y la brisa procedente de la plataforma asiática. Un viaje largo, un viaje lento. Dadas las circunstancias, lo que debería hacer Pablo era levantarse de su camastro y ponerse a predicar la palabra a Ion soldados o a los presos, a los de verdad, a los que yacían encadenados en el oscuro sollado. Dios parecía como al pairo; no era más que una tenue voz, allá en las jarcias, esclavo de los vientos y las mareas, espantado del mar que él mismo había creado. ¿Qué tenía que ver ese Dios, ensamblador del universo a martillazos, con la virtud, con la redención, con la extraña doctrina de la hipóstasis?
Todos, menos los encadenados, habían subido a cubierta, para ver acercarse el puerto de Mira en una danza sedante. En este punto iban a cambiar de embarcación.
—Ésa —dijo Julio, señalando— es la nuestra. De la flota del grano.
—Procedente de Alejandría.
Pablo se había reducido a la condición de viajero avezado. De hecho, él era, aparte del capitán-propietario, quien más experiencia de navegación poseía.
—Todos fondean en Mira. Rumbo norte. Es una buena rada.
Bailaba su barco hacia la bailarina Mira, sin botes vivanderos que lo asediaran; estas embarcaciones, cargadas de frutas, de idolillos, de abigarradas chucherías, de vendedores gritones, con sólo un muchacho por remero, se apelotonaban en torno al barco de grano. Las prostitutas, con los rostros honestamente velados, se subían las haldas en gestos lánguidos, para tentar a los burlones soldados. Echaron la plancha. Los prisioneros salieron a la luz, con sus cadenas a cuestas, parpadeando como adoloridos. El sol era un baño de calor; brisas esclavas meneaban toallas refrescantes. Los soldados, haciendo con los dedos señales a las putas y vociferando en mal arameo, bajaron a tierra sus equipos, a fuerza de lomos. Entre los pasajeros civiles, los que llevaban togas —que habían conservado su anonimato incluso en la promiscuidad de la camareta y el rancho— se echaron a hombros anónimas pertenencias, mientras respondían a los saludos de los corros que, desde cerca de los almacenes, les daban la bienvenida. Pablo y Lucas, con toda paciencia, permanecían junto a los fardos por desembarcar, escoltados por un soldado que escupía huesos de dátil como palabrotas. Marco Julio Tranquilo entregó un dinero al capitán-propietario, que, con gran aparato de gestos, puso al cielo por testigo de la tacañería romana. Luego se fue a buscar al dueño del barco granero. Las grúas izaban sacos a bordos.
—¡Cuidado! —gritó Lucas, cuando uno de ellos, al abrirse, vació su contenido. Pablo se agachó. Era un grano amarillento, muy fino, totalmente desconocido. Lucas tomó un puñado y lo dejó correr entre los dedos.
—¿Arena? —preguntó.
—Arena para Roma —dijo el gaviero de proa—, aunque te parezca mentira. Vivimos en un mundo de locos.
DOS PÚGILES, en su lucha, levantaban arena. Uno de ellos era Caleb, aún musculoso, pero con demasiado lastre en la cintura. La muchedumbre devoraba ternillas embutidas, acompañándolas de rugidos y abucheos. Allí estaba Roma entera, como siempre, mano sobre mano. El trigo, de Egipto; la arena, de Mira. El mundo, con su tributo, subvencionaba el ocio necesario para asistir a los derramamientos de sangre, menos preciosa que la arena. Aunque esta vez no habría derramamiento de sangre. Era un simple interludio. El Emperador había expresado su deseo de ver púgiles judíos en acción. Bueno, hay uno, aunque algo veterano. Su oponente, antiguo discípulo, era siciliano, y sabía muy bien cuándo echar el freno. El acuerdo era que Caleb se rendiría en cuanto le ganase la fatiga.
El Emperador, en su asiento, mordisqueaba dátiles y arrojaba los huesos desdeñosamente. Tras él, de pie y de uniforme, estaba Tigelino. A su lado, la nueva esposa, cuyo marido había sido desterrado a Lusitania. Observo ahora que en esta crónica no he mencionado ni una sola mujer fea. Mal no vendría, por mor de la variedad, hacer fea a Popea Sabina; pero no me es posible. Era de la misma raza de carbón y mármol que Mesalina y Agripina; tan perfecta en todos sus rasgos, que describiéndola incurriríamos en el tedio. Pero en algo se distinguía de sus antecesoras, porque era buena. También inteligente, aunque no en asuntos de intriga. Leía a los poetas y a los filósofos. Había leído hasta los Septuaginta. Nerón, con el ceño fruncido ante la actuación de Caleb, dijo:
—Demasiado viejo. Quiero ver cuerpos jóvenes.
—Ese hombre —dijo Popea— tiene su reputación. Estuvo a punto de estrangular al difunto Cayo Calígula, en un pugilato parecido a éste. Calígula lo desafió. Fue culpa suya. Los judíos, cuando se ven obligados a ello, son buenos luchadores.
—Tú admiras a los judíos, ¿verdad? Un pueblo intransigente. La semana pasada ha vuelto a haber desórdenes a la puerta de una de sus… ¿cómo se llaman?
—Sinagogas.
—Algo relativo a la multitud esa que adora a Cresto. Creo que la idea de Claudio era razonable. Echar a los judíos. Son un engorro. Escupen contra los dioses de Roma. Lo que viene a ser como escupir contra el César.
—Los judíos que yo conozco son respetables e inteligentes. Leen libros, en lugar de acudir al circo. Los juegos les parecen cruentos e infantiles.
—Sí, ¿verdad? También son ricos. Creo que el fisco imperial podría darles un repaso… ¡Eso ha estado bien!
Se defería a que el pseudojudío había atrapado al judío de verdad en una llave dolorosa, y a que este último golpeaba la arena para indicar que se rendía. Ambos se levantaron, hicieron una inclinación y salieron a toda prisa, no fuera a ser que al Emperador se le ocurriese alargar la diversión a costa de sus gargantas. Nerón preguntó entonces:
—¿Qué viene ahora, Tigelino?
—Los elefantes, César.
—Ah, los elefantes. «Pavoneándose en sus paquidermos, penetrando en los pasos peligrosos». Cito de un poema mío a Aníbal. Lo dejé sin terminar. Popea, amada mía, me está pareciendo que tu amistad con esta gente podría resultarme beneficiosa. Nos enteramos de cuánto tienen apilado y les saqueamos las comosellamen, las sinagogas. Roma necesita fondos. Tengo un plan para Roma que es una verdadera maravilla. Arte. No consigo acabar mis poemas. Canto, interpreto, bailo, y nada queda, todo se marcha como el humo al viento. «No esperes que de nuevo suene del fénix para ti la hora». Otro poema sin acabar. Sueño con una obra de arte imperecedera.
—Soy muy poco dada a abusar de los amigos. Los judíos confían en mí.
—Sí, ¿verdad? Ah, qué magníficos animales. Y qué inteligentes son.
Habían hecho su pesada aparición los elefantes: grises, arrugados, torpes. Empezaron a bailar con toda su gravidez, azotados y maldecidos por sus cornacas o naires —que es como llaman a los cuidadores—, a la elefantiásica música del hydraulis. Los romanos seguían devorando embutidos. El grano, la arena, los elefantes.
A PARTIR DE MIRA la navegación se hizo más lenta. El olor del grano que atestaba la cala habría mareado a cualquiera, pero no tanto como el bamboleo del barco. Una vez entregado a las olas lo que acababa de desayunar, Lucas se quedó pensando que el mar era como mármol disuelto, como si Roma se hubiera fundido en el Tíber. Algo de poeta seguía vivo en él. Pablo se había quedado en la litera, gemebundo. Compartían el camarote con un tal Aristarco de Salónica, que había embarcado en Mira y que se proponía dejar el navío en Gnido, sobre el promontorio cariense de Tropio, si es que alguna vez llegaban a semejante sitio. Tenía el detalle simpático de manifestar curiosidad por sus compañeros, y siempre estaba dispuesto a escuchar a Pablo cuando éste —suponiendo que el estómago le permitiera el suficiente raciocinio— se ponía a contarle los pormenores de su gran misión cristianizadora. Lo de comerse y beberse al soler le parecía a Aristarco una excelente doctrina.
—Buena religión —sentenció—, la que come y bebe de lo que ella misma desaloja. —No parecía tener religión—. De labios de unos viajeros me ha llegado noticia de que existe lo que se llama antropofagia en ciertos parajes primitivos aún no colonizados por los romanos. Hombres que se comen los unos a los otros. Tascan los huesos y devoran la carne. Claro está: seguramente la condimentan con hierbas del país.
—Por favor. Ahora no.
—Supongo que lo hacen por la sal. El cuerpo humano contiene sal. A falta de la sal marítima, los cadáveres de los amigos y conocidos, y de los enemigos también, claro, pueden convertirse en la única fuente de tan precioso mineral.
A su entender, en aquel momento no necesitaba religión alguna.
—Lo que necesito es mano de obra barata y buenos beneficios.
Pero, cuando le llegase la hora del retiro, sometería a muy atenta consideración los dogmas de la nueva fe. Tenía la impresión de que ésta gozaba de popularidad entre los esclavos, lo cual no constituía buena recomendación a ojos de los hombres libres. Mientras Aristarco roncaba y Lucas se revolvía de un lado para otro en la litera, sin seguir el compás del barco, Pablo, tendido boca arriba, escuchaba el crujir del maderamen y el chapoteo de las olas. Estaba tratando de entablar coloquio con Cristo, pero éste, esquivo, se negaba a comparecer. Sólo cuando, por fin, le sobrevino el sueño, empezaron a acorrerle las respuestas, en una especie de fosforescencia marina de su fuero interno.
—¿Qué va a ser de mí en Roma?
—No procede la pregunta. El tiempo es un camino de puertas elevadas. También yo tuve que irlas abriendo.
—¿Te parece bien lo que llevo hecho?
—Escoges el camino más fácil. No has sido suficientemente machacón con los judíos. Cuando vean que me he convertido en una especie de Señor de los Gentiles, les costará menos trabajo rechazar mi función mesiánica. Es una lástima enorme.
—¿Me sigues considerando un homicida?
—Por supuesto. Eso jamás será olvidado. Pero necesitábamos tu fuerza homicida.
—Me parece que voy a devolver.
—En el colgador que hay al pie de la escalera encontrarás un cubo de lona.
Pasaron unos cuantos días de bascas antes de la arribada a Gnido. Fuerte y rozagante, restallando de energía, Aristarco de Salónica bajó por una red hasta uno de los botes de desembarco que cabeceaban en la ensenada. Luego le arrojaron el equipaje. Uno de los paquetes cayó al agua, y tuvieron que izarlo con un remo. Estuvo saludando hasta llegar a la orilla. El capitán, que se llamaba Filos (nombre, sin duda, sencillo y acogedor, pero lío del todo adecuado para un misántropo de infame temperamento), discutía con Julio cuál de los dos puertos era más aconsejable para aguardar a que cambiase el viento, porque el de levante, que llevaba ventaja en cuanto a amplitud, estaba abarrotado de enormes navíos egipcios. Julio, aun siendo de infantería, gozaba de cierta autoridad por el hecho de representar a Roma, dado que Filos no pasaba de mero concesionario. De modo que se impuso diciendo:
—Ya entiendo lo que quieres decir. Citeres está al oeste, pero pueden pasan semanas antes de que vire el viento. Yo tengo instrucciones de atender a la urgencia antes que a la seguridad.
—Sí, y ¿qué pasa con mi barco, y con la tripulación, y con la carga? ¿Y con los pasajeros que pagan de su propio bolsillo, no del todopoderoso Imperio romano? Sé muy bien lo que pasa. Quieres quitarte de encima toda esa carne de presidio, lo antes posible, para meterte en la camita con tu amada. Más vale que te andes con ojo.
Julio clavó el índice en la carta y lo llevó hacia la derecha.
—Pongamos rumbo al extremo oriental de Creta.
—Cabo Salmona.
—¿Es así como se llama?
—No me gusta ni un pelo.
Filos protestó que era él quien estaba en lo cierto, que el maldito poniente los iba a reventar como a un cascarón de nuez contra las rocas aquéllas mientras se arrastraban por el sur de la alargada isla. A puros gritos, y apelando a sus treinta años de navegación, quince de ellos en calidad de capitán-propietario, se salió con la suya y entró en Limeonas Kalous, o Puertos Hermosos, la primera rada protegida con que vinieron a tropezar una vez rodeado el cabo. Allí esperarían a que cambiase el viento.
—No se va a dar mucha prisa en cambiar —dijo Julio.
Estaban en el castillo de proa, supervisando la llegada de la marinería en una lancha cargada de pellejos de agua fresca que habían comprado, en el pequeño puerto, a unos vendedores con tremenda tendencia a abusar en el precio. El barco estaba anclado. Pablo dijo:
—Centurión, capitán: ¿puedo decir algo? El mal tiempo para la navegación ya ha comenzado. Estamos en el mes de Tisri.
—¿De qué?
—De octubre. Yo seré de tierra adentro, pero me conozco bien estos mares. Habrá que invernar aquí.
Filos enrojeció de pura truculencia.
—Mira —dijo—, no me hace ninguna falta la opinión de un porrudo judío, forraje de presidio…
—Eso lo vas a retirar —dijo Lucas.
—Creo que más vale que lo retires —sugirió Julio—. Estás dirigiéndote a un ciudadano romano que ha apelado al César.
—Muy bien, pues lo retiro. Pero lo que ninguno de vosotros, muy caballeros míos, parece saber, es que este puerto no es bueno para la invernada.
Julio oteó la sarta de islas que casi anillaba el puerto.
—Las islas cortan los vientos, ¿no?
—Es más abierto de lo que te parece. De flanco, llega directo: mira esas rocas, son como cuchillos. Lo que vamos a hacer es dirigirnos a Fenice, o Phineka, como también le llaman. Míralo en la carta —olisqueó como si le llegasen los efluvios culinarios de una buena comida—. Me da en la nariz que va a haber un cambio. A nada que tengamos un poco de viento sur, nos plantamos en Fenice sin problemas. Hay que ir paso a paso. Cuando el barco esté anclado en Fenice, ya veremos lo que toca hacer.
Y, sin esperar aprobación del Estado romano, dio sus órdenes, que el contramaestre transmitió con el silbato. Pablo olfateó la blandura del austro. Pronto estuvieron navegando hacia poniente, arrimados a la costa. Los marineros le cantaban al viento como a una mujer voluble, le hablaban con terneza, le imploraban que les pasase en andas la embocadura del golfo de Mesara. ¿Es ésta una plegaria idólatra?, se preguntaba Pablo. Allá en lo alto estaba Dios, y aquí abajo el viento; había que rezarle a ese algo que se comportaba con la arbitrariedad de un dios o de una mujer, pero que se hallaba aquí, al alcance de la mano. El monoteísmo no estaba pensado para los asuntos de cada día, afanosos y de tocar madera. ¿Se trataba, igual que el arte, de un lujo?
Luego cambió el viento. Bruscamente, sin previo aviso. Estenordeste: anemos typhonikos, tifón, tifón. Oyó Pablo la maldición que un marinero lanzaba contra la mujer que se había convertido en una bestia llamada Euraquilón. Griego Euros y romano Aquilo, juntos en palabra híbrida como un centauro, pero con alas. No lograron poner proa al temporal. Se embistieron las nubes desde los más opuestos cuarteles del cielo, y dio a leer el rayo su instantánea firma. Los que nada sabían de letras pronto pudieron oírla, trasladada a cavernoso ruido. Se deslizaron con el Euraquilón en popa durante más de veinte millas, bajo nubes de tinta y con el primer jarrear de la lluvia. Pablo se mantuvo aferrado a las jarcias, cerca de Julio. Lucas, desmañadamente, bajó con su mareo al camarote. ¿Qué isla era aquella que se atisbaba a sotavento? Cauda, también llamada Gavdho. Gracias a Dios, o a los dioses, por tal socaire. Todos a salvar el esquife, que arrastraban a remolque de popa, lleno de agua. El palo de trinquete, inclinado hacia adelante, hizo las veces de percha. Todos halaron los cables para amarrar la barca. Luego atortoraron la trinca de cabo, para afirmarla.
Pablo contemplaba las maniobras en estado de fascinación. Destrabaron los cables de las taquillas. Hypozomata (palabra que oía por primera vez): intrépidos marineros se lanzaban por la borda y, sumergidos, pasaban las estachas bajo la aparadura, una traca tras otra, ciñendo las cuadernas como las fasces de un magistrado. Con semejante viento, había que sujetar la arboladura, el casco, todo el navío, para que no se desarticulase. El capitán se dirigió a Julio en tono preocupado:
—Este viento nos va a meter en la Gran Sirte. ¿Sabes de qué te hablo? No. Bueno: son unos bancos de arena que hay a poniente de Cirene. Voy a hacer que abajen la anterior y la cebadera para izar el aparejo de temporal. Luego capeamos por el flanco de estribor, a sotavento, y vamos virando a noreste poco a poco. —Mirando a Pablo con altivez le preguntó—: ¿Eres creyente?
—Supongo que lo que te interesa es si soy rezador. Sí, no te preocupes: rezaré.
—Que sea a los dioses adecuados. A Poseidón y a Eolo y a toda la panda. No queremos al judío ése. A los hebreos nunca les ha servido de nada, y tampoco nos servirá a nosotros. Nos va a hacer falta muchísimo socorro de lo alto. Y —dejó caer los brazos, con desesperanza— de aquí abajo, también.
Al día siguiente, Filos ordenó que se echara la mercancía al mar. El temporal era vehemente y vindicativo. Ningún dios, de nadie, estaba a la escucha, o quizá sí. Lo primero en salir por la borda fueron los sacos de arena para el circo romano. Los subieron de la cala y los arrojaron al viento, cuyos astutos dedos les abrieron boquetes: la arena, al esparcirse, era devuelta al punto de partida. El grano cayó sin resistencia. Al día siguiente le llegó el turno a la pieza de respeto.
—¿De respeto? —preguntó Pablo.
No tardó en comprender de qué se trataba: de la verga anterior, un palo tan largo como el propio navío. Todos, tripulación, pasajeros, presos, pusieron mano para arrojarlo. No había nada más que pudieran hacer. Iban pasando los días y la tempestad no amainaba. No había estrella de oriente, ni de occidente, ni del norte. Era un firmamento encapotado como por una tosca arpillera; y el mar que golpeaba y que batía y que abofeteaba las ceñidas duelas de roble. Se habían refugiado todos en la camareta, con las escotillas cerradas, pero el agua se colaba por los mamparos, poniendo de manifiesto la impaciente intención del mar: tomar plena posesión de todo, primero como simple camarada húmedo, luego como dueño, luego como dios y como totalidad. Filos no veía posibilidad de salvación.
—Si supiera dónde está la tierra, por supuesto que conseguiría llevaros hasta la orilla. Pero es que no sé dónde está. Si esto sigue así, nos iremos a pique, de manera que más vale que os vayáis haciendo a la idea.
Hubo sollozos entre los pasajeros. Pablo tomó la palabra:
—Perdóname, pero ya te lo dije. Si hubiésemos hecho invernada en Puertos Hermosos…
Filos habría tenido que montar en cólera, pero se hallaba demasiado exhausto.
—Tal como están las cosas —prosiguió Pablo—, creo que todos deberíamos comer algo. Llevamos días sin probar bocado, y, si hemos de comparecer ante Dios, más vale que sea con el estómago lleno.
Julio habría tenido que sonreír, pero sus músculos risores estaban más allá de toda posibilidad de movimiento. Aquel viejo calvo se había mareado con buen tiempo —al menos comparado con el actual—, y ahora, cuando todos rozaban el límite de la desesperación, él se mostraba rozagante y contento.
—De una cosa estoy seguro —dijo Pablo—, y es de que voy a llegar a Roma. Burlaos todo lo que queráis de los sueños, pero la experiencia me ha enseñado que son el medio de que se vale Dios para abrir una brecha en el muro. Yo llegaré a Roma y vosotros alcanzaréis la tierra, sanos y salvos. Vamos todos en el mismo barco, por así decirlo. Veamos ahora qué provisiones de boca nos ha dejado el mar.
El cocinero del barco, un fenicio muy narigado, flotaba en la náusea, como todos los demás, pero tampoco había otra cosa que hacer. Dos miembros de la tripulación trataron de taponar las vías de agua de estribor con jirones de arpillera empapada. Otro achicaba el agua con una barrica que luego vaciaba por la borda.
Pablo y Julio hallaron, en el depósito situado junto a los fogones, un saco de harina de trigo con la mitad superior no del todo mojada —aunque sí repleta de gorgojos—, un tonel sellado —con agua podrida—, y habichuelas otrora secas, pero chorreando. A los animales —gallinas y un par de ovejas— se los habían llevado las olas por la cubierta adelante. Con yesca y pedernal secos prendieron un fuego de leña verde. Pan ácimo, duro, y habichuelas cocidas. Decentaron unas ánforas de vino selladas con brea. A muchos se les quedó la comida en el estómago, donde el vino ablandó el miedo a lo por venir. Pablo entonó un jovial himno en arameo. La confortación en el amor de Dios, su infinita bondad: una forastera metáfora de la terca voluntad humana de supervivencia.
—¡Calla la boca! —gimió el capitán, a la altura del quinto versículo.
Amigos míos avezados en las cosas del mar me tienen dicho que la singladura media de una embarcación en tales condiciones atmosféricas viene a ser de treinta y seis millas. Así, pues, en trece días y algo más de una hora el barco debió de recorrer el trayecto que media entre Clauda y Koura, que es una punta situada en la costa oriental de Melita o Malta. En un ligero amaine del temporal, Filos y su contramaestre levantaron los cierres de tablones: iban las nubes a la carrera; oyeron la garganteada canción de los rompientes. Se dirigían hacia los escollos, informaba la letra de tal canción. Filas dio orden de que echaran la sonda.
—Veinte brazas —una voz débil, en la contienda de los vientos.
Pablo y Julio habían ido en pos del capitán. Los vientos nocturnos eran mucho más agradables que los cerrados olores de abajo. Julio dijo:
—Creo que tengo fe. Si salimos de toda esta agua, deseo recibir unas cuantas gotas más.
—¿Bautizarte tú? Pero si ni siquiera sabes lo que tienes que creer.
—Sí, sí que lo sé. En un Dios que acepta lo mismo a los paganos que a los judíos. En la camaradería de quienes están juntos, atrapados por la marejada. Tú rompiste el pan y escanciaste el vino, explicando en qué se había trocado. Y yo creí. ¿Qué más tengo que hacer?
Vociferó la pregunta por sobre el temporal. Pero no era una auténtica pregunta. Pablo la dejó sin contestar, atento a un nuevo sonido:
—Quince brazas.
Ello quería decir que se estaban acercando a los invisibles escollos. Les llegaba un olor a algas podridas. El capitán gritó que echaran cuatro anclas de popa. Agarrado al pasamano, Pablo vio los dos cables que salían de los escobenes de babor: por su acción, la proa se mantendría apuntando hacia tierra. A escondidas, cuatro marineros se pusieron a cortar los cabos que sujetaban la lancha al puente. Pablo les gritó:
—¿Qué es lo que estáis haciendo?
—Largando las anclas de proa.
—No he oído la orden.
—Déjate de órdenes.
Estaba claro que tenían la intención de alcanzar la orilla con la seguridad del poco número. Pablo llamó a Julio. Julio llamó a sus soldados. Éstos cargaron contra los marineros, y el esquife, precipitándose por la borda, dio contra las olas y quedó a la deriva. Mal asunto, porque lo habrían necesitado. Por el momento, el barco quedaría sujeto por las anclas de popa. Trataron de dormir un poco, pero no resultaba nada fácil.
Al alba, Pablo se presentó ante los demás con los restos del pan ázimo y una cesta de pistrajes apelmazados cuyo nido había descubierto tras las últimas ánforas.
—Vais a necesitar todas vuestras fuerzas. Comed. Bebed.
En aquella luz mórbida, frente a la escollera, contra un viento ansioso de iniciar su labor matinal empujando el barco hacia el desastre definitivo, Pablo rompió su pan y dijo:
—Gracias, Dios mío, por esta dádiva. Somos, Señor, igual que niños en tus manos. En ti confiamos, a ti amamos, en ti esperamos. Amén.
—Amén —repitió Julio.
Ahora veían la orilla con más claridad. La parte escarpada de la bahía era la occidental, y a ella habían sido arrastrados. Hacia el este se abría una cala con playa de arena. Filos dio a conocer sus órdenes:
—Cortad las anclas. Arrojad por la borda toda la carga que quede. Izad la mayor al viento. Largad las ataduras de los gobernalles. Voy a llevar el barco a tierra.
El suboficial de Julio dijo:
—Los presos, centurión. Van a escaparse. Tendremos que matarlos.
—¿Matarlos?
—A los presos, centurión. Empezando por este de aquí —y señaló con la cabeza a Pablo, sin amenaza.
—¿Qué clase de hombre eres?
—Es lo que se hace normalmente, centurión.
—Quítate de mi vista.
El hombre se quedó desconcertado:
—¿Perdón, centurión?
—No, espera. Pasa esta orden a los demás, presos incluidos. Que todo el que sepa nadar salte ahora mismo por la borda. Los que no sepan… No, ya estamos.
Chocaron. La proa no tocó los escollos, sino un fondo muy cenagoso en que rápidamente zabordó. La popa quedó a merced de los dragones verdes, a cuyos escamosos lomos galopaba el viento, y que espumaban rabia en su saña homicida. Saltó Pablo, saltaron Julio y Lucas, cargado este último, como Julio César, con un cilindro de cuero, atado con cables del barco, en que guardaba sus crónicas. Otros laridaron sin sonido, agarrándose a los maderos sueltos. Rari nantes. La expresión es de Virgilio. Qué extraña forma, pensó Julio, mientras nadaba, tiene el cerebro de mantenerse por encima de todo, recogiendo el pasado, la tediosa escuela, poniendo fríamente a prueba las inútiles enseñanzas de antaño, a la luz o las tinieblas de la crisis. Los escasos nadadores se denodaban en alcanzar la orilla. Los que no sabían nadar y creían hundirse, fueron llevados con áspero cuidado amoroso —y depravado— hasta la playa, donde pudieron tenderse, acezantes, a mirar cómo los colmillos del mar desgarraban el espinazo y las entrañas del barco, antes de pasarlas a aquel buche verde, mientras la proa se iba hundiendo cada vez más en la profunda arcilla. Todos fueron salvos.
TIEMPO PAULINO, tiempo neroniano: acabarán por juntarse, pero aún falta un poco. Qué importa. Puede que los náufragos ni siquiera hubiesen visto la desintegración del mármol sobre sus cabezas, o en torno a ellos, en las profundidades, cuando Nerón hablaba al Senado de monumentos en mármol eterno:
—Lo que deseo es para Roma, y sólo para Roma. La ciudad, tal como está, constituye una afrenta a mi alma de artista. Voy a dejar a mi paso… Ya sabéis lo que voy a dejar. Al gasto se puede subvenir por variados métodos. La gente no se opondrá al incremento de los tributos, porque llevamos una larga temporada de clemencia fiscal. En los templos ciudadanos hay mucho oro sin utilizar. Podríamos reimplantar, también, aquella fina argucia de la difunta Emperatriz Mesalina, lo de poner en venta la ciudadanía romana; y con mayores beneficios para… Para el Estado, para Roma y sólo para Roma, que quede muy claro. Por otra parte, hay, dentro de nuestros núcleos de población, comunidades que rechazan a Roma, sus virtudes y sus dioses. Me refiero a los judíos y a la secta de los seguidores del tal Cresto o Cristo. Sería un gesto de clemencia, por parte de Roma, el de permitir a estos grupos que sigan adelante con sus rituales bárbaros y con sus insolentes creencias… Pero, por supuesto, obligándolos a pagar el permiso mediante pesados tributos. Hay muchas maneras de financiar la construcción de una nueva ciudad que esté a la altura de sus ciudadanos. Os las menciono por cortesía imperial, sin por ello dejar de recordaros, al mismo tiempo, que el poder reside donde conviene que resida. Como buen hijo de Roma, rindo pleitesía al buen saber y la experiencia de esta Curia, pero no por ello voy a considerar vinculantes sus opiniones.
Se puso en pie Cayo Calpurnio Pisón, un acereño joven dispuesto a pechar sin miedo con la tarea de dar la mejor réplica posible a la insolencia imperial:
—Esta asamblea conoce bien las ambiciones artísticas del Emperador. El deseo de reconstruir Roma a su propia imagen es ambición extremada que muchos habíamos previsto. Pero debo recordar al Emperador que otros asuntos reclaman con mayor urgencia su atención. Me refiero, concretamente, a la situación en que se hallan la Galia e Hispania, donde la lealtad de nuestros ejércitos se pone cada vez más declaradamente en los mandos provinciales, con dejación de Roma. En Britania, la situación es aterradora: los bárbaros han hecho matanza de setenta mil ciudadanos romanos sin que se haya emprendido aún ningún acto de represalia…
Nerón se sintió ultrajado.
—¡No y no! No toca a este augusto órgano el papel de conciencia imperial. Las provincias romanas no son más que prolongaciones de Roma; cosas descartables, que pueden destajarse del tronco, como la cola de un lagarto. Todo empieza y termina en Roma…
Un viejo senador, C. Lépido Calvo, se levantó para decir:
—Roma es las provincias. Roma es su Imperio. Roma es la paz universal del Imperio y la flor del orden. Roma no es canciones enfermizas, ni danzas obscenas, ni espectáculos degradantes, ni una ciudad reconstruida según el vomitivo gusto de un mediocre que se las da de artista. Estoy hablando, César, sin temor a las consecuencias. Nada puede temer un anciano al que sus médicos dan pocos días de vida. Aunque sólo sea por una vez, el Emperador tendrá que escuchar la verdad, y no las adulaciones de sus turiferarios y de sus catamitos.
—Toleraré muchas afrentas —dijo Nerón, indulgentemente—; pero ningún ataque contra el divino espíritu de belleza a cuyo culto he consagrado mi corta existencia. Os guste o no, veréis la nueva Roma. ¿Para qué me servís, hatajo de barbas encanecidas, de idiotas tartamudos, de hipócritas impotentes? Yo hablo en nombre de Roma. Vosotros, en nombre de una noción periclitada, de una virtud imperial y cívica vestida de arpillera sin color y andrajosa. Yo hablo en nombre de los nuevos tiempos. Vosotros, caballeros estáis muertos. Todos vosotros.
Salió haldeando su púrpura con guirindolas, entre dos hileras de guardias, con Tigelino en pos. Parte de su séquito quedó en retaguardia, interpretando una pantomima de miradas amenazantes a la asamblea.
—SIGNIFICA REFUGIO —dijo Pablo—. Nada que ver con la miel.
Se refería al nombre de la isla que los había cobijado: fenicio o canaanita, con resonancia hebrea. Vieron salir del puerto una nave alejandrina llamada Dioscuri, o Gemelos celestiales. Peñas al sol, doradas; dorados edificios. El gobernador romano, Publio, junto a su padre, decía vale con la mano, desde el muelle. Lucas y Pablo, en colaboración, habían curado al anciano de una fiebre. Toda la ayuda romana imaginable en la expedita conversión de buena parte de los isleños. Y la del propio Julio, en una laguna interior de agua salada, mientras Pablo procedía a la siguiente explicación:
—No es más que un símbolo lustral. Pero los símbolos tienen gran importancia. El espíritu humano vive en un mundo de agua y de fuego, de pan y de vino. No debemos amputarnos del mundo. Del mundo de las cosas. Pero las cosas se santifican por la fe. El agua del mar queda santificada por tu bautismo.
Saludó a un grupo de salutantes conversos, fenicios o malteses, gente achaparrada y cetrina, muy rápida en sus ofrendas de fuego y de al jobs y de al ma’.
Con tiempo en calma arribaron a Siracusa tras un día de navegación. En ese mismo instante amainó el viento sur que los había traído. Con noroeste cambiaron de virada, poniendo proa a Regio, en la bota de Italia. Julio dijo:
—Anoche se me vino a la cabeza una idea extraña. Aquí tienes, delante de ti, a un soldado que nunca pensó en convertirse a la fe. Lo sucedido a un pagano de Roma puede suceder a muchos. Y Roma, sin saberlo, facilita las cosas, con sus comunicaciones terrestres y marítimas entre las provincias. Nunca conocemos el verdadero propósito de nuestros actos. Un imperio que se sostiene sin la espada. Algo sin pies ni cabeza, supongo.
—Todos somos herramientas —dijo Pablo—. Mi gran deseo estriba en ir a Roma, voluntariamente, como libre herramienta de la fe. Y, sin embargo, acudo a Roma en grilletes.
No lo decía literalmente, aunque le constase que lo aguardaban unas cadenas de verdad, como símbolo decorativo con que significar la sujeción del apelante a la ley.
—Los grilletes no quieren decir nada. Sigues siendo una voz libre. Un preso que convierte a su carcelero. ¿Hay algo más inverosímil?
—¿Qué va a pasar en Roma? ¿Cómo juzgarán mi caso? ¿Cuánto tendré que esperar? ¿Qué resultará de todo ello?
—Si quieres saber mi opinión, el caso quedará sobreseído por defecto de acusación. Pero seguirás siendo una especie de preso, hasta que los jueces se laven las manos en tu caso.
—Sí, ya ha sucedido antes. Es una fatalidad, esto de que los jueces se laven las manos.
Julio no comprendió. Tras un día de permanencia en Regio, se levantó un austro que los llevó a Putéolos, principal puerto del sur, al buen abrigo de la bahía neapolitana. El barco, perteneciente a la flota granera de Alejandría, gozaba de precedencia sobre la muchedumbre de navíos mercantes que atestaba las aguas. Éstos tenían que arriar la gavia o suppara, pero no así los barcos de trigo. De tal forma se les distinguía desde puerto. El Gemelos celestiales se mecía en el amarradero.
—Italia —dijo Pablo, innecesariamente. También Lucas tenía los ojos puestos en Italia, aunque sin dejarse impresionar tanto: era de provincias, pero griego. Había gran actividad en el puerto: la labor de cargadores y descargadores, de los funcionarios portuarios con sus sobordos, parecía algo entorpecida por la gran estatua del Emperador en guisa de dios marino, apuntando hacia la alta mar con el tridente. Pero el zócalo de la elevada construcción broncínea servía de abrigaño a los mendigos y las vendedoras de fruta magullada. Bajaron las planchas. Los soldados de Julio esperaban sus órdenes. Julio dijo:
—Tengo que presentarme en el despacho de los frumentarii. Luego nos queda una larga marcha.
—¿Hay tiempo para contactar con los cristianos de por aquí?
Julio se excusó:
—Me temo que te tendrás que quedar con los demás presos. Vamos a llevaros en cuerda, y partiremos de inmediato. Lo siento, pero no vas a poder ir a la ciudad.
—Pero yo sí —dijo Lucas. Todos sus compañeros de viaje habían perdido peso; él, en cambio, daba la impresión de haber adquirido una sosegada musculatura, y el colodrillo se le había puesto un poco taurino. Era como si hubiese tenido que lucir ante aquellos romanos el aspecto esperable en un griego de la estirpe de Odiseos, y náufrago, para más señas—. Allí hay un grupo de judíos. Ellos lo sabrán.
Había, en efecto, una piña de barbudos con vestiduras rayadas y con anillos que resplandecían al sol, mientras regateaban el precio de alfombras y lingotes.
Varones neapolitanos de la fe tomaron la vía Apia con Pablo, sus compañeros de cautividad y la escolta de soldados. Pablo dijo:
—Los motivos siempre deben ponerse en duda. El esclavo se hace cristiano porque no tiene nada que esperar de la vida. Sueña con un reino celestial, una especie de consolador baño perpetuo con alguien a su lado, ofreciéndole pámpanos. No tiene nada que perder, y sí todo que ganar. Se me reconforta más el ánimo cuando un rico entrega todo su dinero a los pobres, cuando alguien bien situado decide incurrir en todos los riesgos, incluida la saña del Emperador. ¿Cuál es la actitud oficial?
Simón el Viejo —cuya familia había llegado a Neápolis, procedente de Galilea, en tiempo inmemorial— se llevó la mano a la trigueña barba antes de responder:
—La fe se tolera. Más que nada, porque es una fe de pobres. Corren absurdas historias en que se nos tacha de caníbales e incestuosos. Como si nos considerásemos libres de todas las ataduras civilizadas. Es de prever que corramos peligro.
—¿Cuándo?
—Toda sociedad requiere de una minoría de proscritos a quienes echar la culpa de los males: las inundaciones, la hambruna, los salarios bajos, el reumatismo del prefecto pretorio. A los sacerdotes de Roma no les gusta que se abandone el culto de los viejos dioses. En el Senado, los más conservadores hablan de actividades impropias de la romanidad. La nuestra es una fe de aposentos altos, de sótanos, de rincones oscuros. Pero está germinando. —Habían llegado a la altura del Apii Forum—. Aquéllos parecen miembros de la iglesia romana. Les ha debido de llegar el mensaje, Dios sabe cómo.
Había, en efecto, un corro de personas con los brazos abiertos, no todas judías, a juzgar por el aspecto. Y. entre ellas, reflejando en el espejo de su añosidad el envejecimiento de Pablo, Áquila y su mujer, Priscila. Habían venido en un carro tirado por un viejo borrico. Áquila dijo:
—¿Recuerdas lo que te dije? En el Tíber. Pero estás encadenado. ¿Por qué?
Los creyentes romanos, como llegados de la metrópoli, fueron recibidos por los neapolitanos con encontrados sentimientos de deferencia y rechazo. A fin de cuentas, era a los romanos a quienes Pablo había escrito, tres años antes, prometiéndoles una vehemente y amorosa visita, no a los neapolitanos. Pero Simón y su compañía, al compartir el vino con todos y con Pablo, en una taberna junto al mar —los soldados se mantenían aparte, asendereados por su asendereada carne de presidio—, afirmaron la unidad cristiana de Italia antes de emprender el camino de regreso. El camino de ida condujo a Pablo y a los romanos a un lugar llamado Tres Taberna, donde había, en realidad, cinco tabernas y más cristianorromanos esperándolos con alegría. Julio se hallaba en pugna consigo mismo: ¿qué era él: funcionario del Estado o miembro de aquella nutrida partida, compuesta en su mayor parte de judíos, exagerados en la gesticulación, dados al jocundo abrazo y al chasquear de besos? Decidió que no podría tenerse por cristiano hasta que no se lo hubiera dicho a su mujer, y tal cosa no sucedería hasta el día después de su reencuentro. Sara podía molestarse, reírse, quedarse indiferente. No importaba: el alma del hombre no es propiedad de su mujer, como sucede con el cuerpo.
Entraron en Roma por la Porta Capena, y Julio condujo a sus presos hasta el monte Celio, donde se hallaba el cuartel general del estrapedarca o princeps peregrinorum, jefe de los correos imperiales. Los delincuentes fueron enviados a la cárcel, en espera de juicio; a Pablo, en espera de audiencia, literalmente lo ataron a un joven soldado, con una fina y larga cadena, y luego le dijeron que se buscase él mismo alojamiento. Pero ya sabía con quién iba a quedarse: con Áquila y Priscila, en el distrito de los Suburra. Julio lo saludó militarmente, Pablo esbozó una bendición. Pronto volverían a verse. Entretanto, Julio, por orden del princeps, tenía que depositar en el departamento jurídico del Imperio los documentos procuratoriales relativos a Pablo. Éste tiró de su soldado hasta el Vicus Longus y lo presentó a sus anfitriones:
—Este joven se llama Sabino. La cadena le resulta tan embarazosa como a mí, pero la ley es la ley. Si no he entendido mal, os pagarán una dieta de manutención por alojarlo. Sabino, estas personas son de raza judía. ¿Tienes algo que objetar?
—Lo mismo me da —contestó, en griego de Calabria—. Pero no me gusta la cocina judía. Me prepararé yo mismo el rancho.
—Otra vez al oficio de siempre —dijo Pablo.
—Aquí no hay tiendas —dijo Áquila—. Doseles. Mucho más delicados.
Los varones de la fe no reformada pronto le hicieron una visita. Pablo, unido por la cadena a los bostezos de Sabino (que no entendía una sola palabra de arameo), les dio a conocer su situación:
—Hermanos, nada he hecho contra la fe judaica ni contra el pueblo judío; y, sin embargo, apresándome en Jerusalén, me entregaron a los romanos de Cesarea. Los romanos me dejaron libre, porque no hallaron en mí ninguna causa de pena capital. Pero los jerarcas de Jerusalén estaban contra mí, y no tuve más remedio que apelar al César. He de dejar muy claro que no tengo nada contra mi nación. Estoy encadenado, como veis, o más bien atado con una cadena, por culpa de la esperanza de Israel.
El rabino Ishmael dijo:
—Nada nos ha llegado que te acuse. No hemos recibido cartas de Jerusalén. Ningún hermano ha acudido ante mí con informes ni acusaciones. Lo único que me consta es que se habla mal de la secta que encabezas. De tus propios labios desearíamos saber a qué es debido.
—Más bien por qué no se debería hablar mal de ella. Muy bien. Escuchad.
Con Sabino a rastras de la cadena, Pablo llevó a cabo cierto número de ceremonias bautismales en el Tíber, que no bajaba alto en aquella época del año. Lucas acudió en su ayuda desde el barrio de los médicos, en los alrededores de la Vía Lata, donde se había instalado. Ciudadanos romanos ejemplares en su paganismo contemplaban la ceremonia, calificándola en muy malos términos: Caníbales que gozan de sus propias madres y profanan al Padre Tíber con su impureza; repugnante, todo repugnante. Sabino dijo:
—Escuchad, amigos: yo soy su escolta oficial, ¿de acuerdo? Órdenes de jerarquía imperial. Si os metéis con él será como si os metierais conmigo. Venga, a tomar por culo.
—Yo te bautizo, Áquila, en nombre del Altísimo, del Hijo que de él procede, y del Espíritu Santo que procede de ambos. Quedas admitido a la nueva vida del alma.
En casa de Áquila, la mayor parte de las sonochadas transcurría entre acaloradas discusiones. Sara, habiendo aceptado la conversión de su marido con un encogimiento de hombros, tenía, no obstante, cierta curiosidad por conocer a Pablo, lo mismo que su hermano, que le seguía llamando Saulo. Ofendió a los cristianos, ya que no a los judíos, con afirmaciones de este tenor:
—Según tú, Dios perdona todos los pecados. Lo que me gustaría saber es quién perdona a Dios. —Ni Lucas ni Julio habían leído el libro de Job—. Un Dios como es debido no habría tolerado lo que le sucedió a mi hermana. Una muchacha inocente despedazada por un loco, y todo el mundo alrededor, mirando. Yo estaba, Julio estaba, pero, sobre todo, Dios estaba allí, en el corro, mirando. Dios, que se ocupa de los suyos, ¿verdad? Está por la primera vez que Dios se ocupe de los suyos. Los israelitas lo llaman abba, padre, y lo único que consiguen es que les den en los dientes.
Pablo dijo:
—Dios nos ha otorgado la libertad, para lo bueno y para lo malo. Un don terrible, pero también espléndido. Dios no interfiere en la libertad de sus criaturas. Ni para lo bueno ni para lo malo. Todavía nos queda mucho que padecer, a los judíos, a los cristianos, a los que no profesan ninguna creencia. Lo que llamamos Historia es la crónica del padecimiento humano. Dios lo sabe, pero, a pesar de ello, se abstiene de intervenir.
—No obstante —dijo el rabino Ishmael—, ateniéndonos a tus creencias, sí que ha intervenido. Introdujo a su hijo, blasfemia, blasfemia, en la corriente de la vida humana, lo que viene a querer decir que él mismo, oh blasfemia, bajó entre nosotros.
—Para morir, para padecer tortura, y también para levantarse de nuevo. La muerte por maldad humana es, de por sí, una victoria, pues lo que no muere tampoco puede resucitar. El nacimiento lo compartimos con la creación animal. La resurrección, con Dios.
—No lo acepto. Ninguno de nosotros lo acepta.
Pablo levantó la voz (los caminos que se separan):
—El Espíritu Santo habló por mediación del profeta Isaías, y habló con propiedad. «Anda y di a este pueblo: Oíd bien y no entendáis; ved por cierto, mas no comprendáis. Engruesa el corazón de este pueblo y agrava sus oídos y ciega sus ojos; porque no vea con sus ojos, ni oiga con sus oídos, ni su corazón entienda. Sépase, por ende, que la salvación de Dios a los gentiles se dirige; que los gentiles escucharán». Hermanos, aunque debería llamaros extranjeros: los gentiles ya están escuchando.
—Creo —dijo el rabino— que somos nosotros quienes estamos escuchando demasiado. No creo que tenga sentido quedarnos aquí, a seguir escuchando.
No sin cortesía, desearon las buenas noches a todos los presentes y se marcharon aquellos buenos y refinados judíos, a volver a instalarse en su modo de vida, en un estado de expectación irrealizable. Pablo quedó profundamente deprimido.
Julio, todavía de uniforme —pero sin empleo, en espera de la licencia absoluta y de un trozo de tierra que convertir en dinero contante y sonante—, fue llamado al despacho de los juristas Holconio Prisco y Vecio Próculo. Eran éstos varones de edad avanzada, muy versados en el Derecho, y no tardaron nada en aclarar la posición jurídica de Lucio Shoel Paulo, o Paulus.
—Lo de Shoel suena muy bien, muy exótico. ¿Dónde está en este momento?
—En una especie de arresto domiciliario —contestó Julio—. Con una cadena en la muñeca. A disposición de vuestras señorías.
—A disposición del Emperador. A disposición del pueblo de Roma. Y así lleva desde… ¿Desde hace cuánto?
—Dos años y medio. Lo cual rebasa el plazo legal para entender su caso.
—No. Su situación ha cambiado. Ahora es apelante ante el Estado. El plazo comienza en el momento en que se deposita la apelación… ¿Cuándo se procedió?
—Hace más de un año.
—A Roma no ha llegado ninguna querella contra él. O todavía no ha llegado. Hay que esperar otro mes. Si no sucede nada, le otorgaremos él Liberetur.
LLEGAMOS AHORA a un episodio seguramente apócrifo, aunque mis informadores me lo narraron con todo detalle y gran convencimiento. El Emperador, al parecer, se hallaba en el distrito de los Suburra, a plena luz del día y disfrazado —esto es: empelucado—, de regreso de una visita a la bruja Locusta (todavía floreciente, gracias, sobre todo, a su extraordinaria discreción), de la que había solicitado un paliativo inmediato e indoloro para los padecimientos de la pantera favorita de la Emperatriz (ni que decir tiene que el lector es muy libre de creer o no creer semejante anécdota). Sus guardias iban también disfrazados —esto es: con capa y, so capa, el puñal— y se mantenían a una distancia de cinco pasos por delante y por detrás de su amo y señor. A quien no acompañaba Tigelino, ni tampoco Cayo Petronio (que, receloso de Tigelino por alguna causa, se había quedado escribiendo en una finca de su propiedad, a diez millas de la Vía Ostiense). Nerón, inesperadamente, creyó reconocer uno de los establecimientos: ¿No era aquélla la azotea desde la que alguien le había arrojado agua? ¿Quién había sido el desvergonzado? El asunto le había producido gran abatimiento, y aún lo tenía presente. No reclamó ningún castigo, cosa que habría sido indigna, porque, al fin y al cabo, al disimular su condición había aceptado las consecuencias que de tal juego se derivaran (incluida la paliza que recibió de un ciudadano de la orden ecuestre por molestar a su mujer). La verdad es que se quedó mirando la tienda con una mezcla de respeto y curiosidad. Había un hombre, muy anciano, cosiendo algo semejante a tela de velamen; junto a él, otro individuo, calvo, menos viejo, trabajaba en una pieza identificable: un dosel para cama. Encadenado a este último hombre había un soldado romano.
—¿Qué es esto? —deseó saber.
—¿Quién lo pregunta? —preguntó el calvo remendón. Nerón dijo:
—Prescindamos de toda ceremonia, por favor. El César, de vez en cuando, se complace en pasear entre su gente.
Y se quitó la peluca. Ambos operarios reconocieron aquel rostro omnipresente ^en monedas y medallones, e iniciaron el ademán de ponerse en pie.
—He dicho que sin ceremonias. Permaneced sentados. Bueno, el soldado se puede quedar de pie. ¿Tenéis un vaso de algo fresco para vuestro Emperador?
Así fue como Pablo, que seguía en situación de apelante a una abstracción llamada César, se encontró cara a cara con el César, resolviéndose a dirigirle la palabra…
—¿Cristiano, dices? ¿Cristiano? Por lo que tengo oído, es una secta peligrosa y enemiga de la naturaleza.
—Es una religio licita, César. Lo puedes comprobar en los archivos imperiales.
—Caníbales y proclives a la comisión de actos amorosos contra natura. ¿No es así?
—El amor contra natura está taxativamente prohibido. En cuanto a la antropofagia, no nos comemos a los niños, como tantas veces se cuenta. Lo único que nos comemos es la carne y la sangre del Hijo de Dios, bajo forma de pan y de vino. Una ceremonia inofensiva, que fomenta la solidaridad y que posee un saludable sentido místico.
—¿El hijo de qué dios?
—Del único Dios que hay, César. Su naturaleza simple se fragmenta y diversifica en variadas formas que entre los griegos y los romanos pasan por divinas. Al pensar en Zeus o Júpiter, te limitas a tratar de aprehender un solo aspecto de la esencia simple del Dios único. El Dios en que nosotros creemos hizo el mundo y lo ama, hizo al hombre y lo ama también. Es un Dios altamente moral, que detesta el mal y aprueba el bien.
—No veo qué puede tener que ver la moral con lo divino.
—Dios es una pureza radiante, cuyo deseo estriba en que lo por él creado alcance el mismo grado de pureza. El más leve pecado hace que su pureza aúlle de dolor.
—Eso es absurdo.
—No, César. Su infinita perfección tiene necesariamente que horrorizarse ante el mal.
—¿Qué entiendes tú por mal?
—Actos de destrucción, de corrupción, de egoísmo.
—¿Y por bien?
—El amor al prójimo, incluidos los enemigos; actos por los que tal amor se ponga de manifiesto.
—Es imposible amar a los enemigos.
—Es difícil, César, pero hay que intentarlo. Es una manera de convertir en amigos a los enemigos.
—O sea: se trata de un modo de vivir muy semejante al que me quiso enseñar el desventurado Séneca. Estoico. Ridículo.
—No, César. Nosotros vivimos en la virtud para ser dignos de ponernos en presencia de Dios.
—¿De qué modo?
—En la otra vida. Después de la muerte. Los buenos acceden a la visión de Dios y los malos son apartados de ella. Estos últimos padecen por el conocimiento de lo que han perdido. Es como si ardiesen en un millón de hogueras, sin cesar, para siempre.
—¿Y todo eso os lo ha enseñado un esclavo?
—No, César, también en ello hay error. Dios ama tanto su creación, que ha tenido a bien bajar a este mundo y en él vivir como hombre. Él nos adoctrinó, sí, y por ello fue castigado, aunque parezca extraño. Fue clavado a una cruz, en Judea, y murió. Pero de nuevo se alzó de la tumba.
—Majaderías y estupideces. Los hombres no resucitan. Ni las mujeres.
Esta última afirmación le provocó, no obstante, una especie de calofrío.
—Hubo demasiados testigos, César, y algunos de ellos todavía viven. Fue visto después de la muerte. Su resurrección nos autoriza a creer en la nuestra propia. Los justos se levantan después de la muerte. También los malos. Ambos son juzgados, para separar los corderos de los chivos. La bendición eterna o el fuego eterno. La elección es nuestra. Somos libres.
—De modo que, para vosotros, la muerte es una puerta que da acceso a una vida mejor. Si habéis sido buenos.
—El César lo ha expresado de modo sencillo y correcto.
—¿No es nada la destrucción del cuerpo?
—Algo doloroso, quizá, pero aceptable; y más para los justos.
—Una nox dormienda. Eso es lo que nos enseñan a nosotros. Y eso es lo que yo creo.
—Catulo estaba en un error, César. El ser extinguido se ve elevado a una mayor belleza. La leyenda pagana del ave fénix es un buen ejemplo. Hay que morir para volver a alzarse. Sembramos en la muerte, recolectamos en la vida. La muerte no es problema.
—Todo esto que me dices… ¿Cómo te llamas?
—Pablo, César.
—Todo esto que me dices, Pablo, suena a negación de la vida. No es de extrañar que muchos os teman, y otros muchos, todavía en mayor cantidad, os desprecien.
—Es algo que aceptamos, César: que se nos vilifique, que se nos dé muerte en aras de la fe. Lo que sucedió al Hijo de Dios no puede amedrentar a los hombres.
—Así que el ave fénix, ¿verdad? Perecer y volverse a levantar. Quemarse hasta la ceniza, flamear en oros. Y ¿qué es lo que ese Hijo de Dios de que me estás hablando tiene decretado para el César, que no es un hombre como los demás?
—El César, hecho de sangre, de huesos, de carne y de alma, tendrá que afrontar el juicio divino como todo el mundo. El César, gobernante, ha de ser obedecido. «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios».
—¿Y si hubiera que considerar al César por encima de Dios?
—Lo creado no puede superar en grandeza a su creador. Nada hay por encima de Dios.
—Si existe un creador eviterno —dijo Nerón—, también existirá un destructor eviterno.
—Dios tiene su enemigo, César. Dices bien. Se cuenta que un hermosísimo ángel llamado Lucifer, que quiere decir portador de luz, se rebeló contra Dios y fue arrojado de su presencia. Dios no podía destruirlo, porque está comprometido con su creación. Tampoco podía Dios impedirle que se comprometiera con la destrucción, porque Dios hizo enteramente libres a todas sus criaturas. El mal, por consiguiente, está al acecho del mundo, pero no puede alzarse con la victoria. El bien es demasiado poderoso.
—Eso suena como si tu Dios se resignara a la impotencia.
—La cual da la medida de su amor, César.
—Interesante. —Nerón se levantó para irse—. Si yo aceptara vuestra religión… No, por favor, seguid sentados… Si yo aceptara vuestra religión, tendría que ser bueno. Pero eso es algo que un Emperador no siempre puede permitirse. No cabe que un Emperador ame a sus enemigos. Es muy de lamentar, aunque inevitable: ha de destruirlos. Quien gobierna viene obligado a lo que tú llamarías la comisión del mal.
—Siempre queda el perdón, César. Dios lo perdona todo. Dios responde inmediatamente a cualquier señal de arrepentimiento. Dios, como te he dicho, es bueno.
—Lo cual no le impide enviar gente a las llamas y el vacío, o como quiera que lo llames.
—No. Es el pecador mismo quien se arroja a las llamas. La elección, César, es libre para todos. Para los esclavos y también para el César. Incluso César es libre de vivir la vida buena. Una vida que no pasa de sombra preparatoria de la nueva vida, de la que empieza tras la muerte del justo. Pero —y ahora era como si estuviese apartando efesios a porrazos—, si nos identificamos con las caídas fuerzas de la destrucción, entonces no hay duda alguna sobre cuál será la naturaleza del castigo final. Porque el cuerpo, aunque primero muere, luego se alza, transfigurado, para recibir bendición o condena, según hayamos elegido. El castigo, César, es apartamiento, oscuridad, vacío lleno de un dolor que supera al de las llamas eternas. Para siempre. Ni siquiera el Emperador puede sustraerse a la lógica de sus propios actos. Quien siembra…
Y no se inclinó sobre el arado, sino sobre la aguja. Nerón se sintió despedido. Preguntó:
—Y ¿cuál es el primer paso hacia la fe?
—El bautismo, César. Él nos lava de nuestros pecados anteriores.
—¿Os laváis?
—Con agua. Agua transfigurada en signo de redención.
—¿Agua, sin más?
El anciano que cosía una lona parecía a disgusto. Nerón saludó con la cabeza, se encajó la peluca, esbozó una confusa bendición imperial y se marchó. Anduvo, algo trémulo, hacia el Foro Imperial, con su embozada guardia por detrás y por delante. Una vieja con mantón, vuelta hacia él, le dedicó una sonrisa. Era Agripina, con los dientes negros y el pelo chamuscado, recién regresada de aquel lugar. El infierno. Pero no era, no. No hacía ninguna falta que su madre regresara de la oscuridad exterior, en breves visitas. Ni Británico. Ni Octavia. Ni ninguno de aquéllos cuyos nombres había olvidado. Bastaba, probablemente, con la contemplación de aquel ahervorado vacío. Manchar el ilimitable candor de la belleza eterna, o de la bondad, o de lo que fuese, con churretes de púrpura. El blanco puro aúlla en gritos blancos de puro dolor.
Cabría decir que Pablo sembró determinadas nociones en la mente de su Emperador. Parecía totalmente lógico que existiese un creador último, hacedor de Júpiter y Apolo y Marte y Príapo y toda la pandilla del hilarante pseudopanteón. Siempre se lo había parecido, porque ello guardaba no poca relación con el inmortal principio de la belleza. Pero que hubiera un eterno principio de bondad y un sempiterno sistema de castigos y recompensas no se le antojaba ya tan aceptable. Sobre ello, o cosa parecida, solía perorar Séneca, pero sin llegar nunca a defender que fuera posible elegir la condenación. A Nerón no le costaba ningún trabajo imaginar ésta bajo forma de fuego eterno. Lo veía con toda nitidez: una ciudad en eternas brasas, los alaridos de los abrasados, por todas partes. Pero se le hacía difícil aceptar la idea de una destrucción que no destruía. Resultaba más lógico pasar del tiempo terreno a una región de tiempo tal vez paracrónico, pero nunca acrónico: en ella, el tiempo purificaría las culpas, y el ser así purgado se elevaría hasta la pureza de la visión eterna; la belleza —su concepción platónica— personalizada, deificada hasta convertirse en una especie de obra de arte que se moviese y respirara igual que un ser orgánico liberado de la muerte, como una música infinita por la cual se accediera a un también infinito acto amoroso. Absurdo, quizá. Sin duda alguna absurdo. El tiempo existía y no existía. En el no tiempo se accedía a la bendición o al castigo eterno. A Nerón no le complacía en absoluto la idea de que quizá ya hubiese en su Imperio miles de personas imaginándoselo, a él, al Emperador, en las llamas del infierno. Para siempre jamás. Mientras esclavos —con nombres como Félix o Cresto— asistían al espectáculo de sus encendidos aullidos desde lo alto de un ameno frescor de poesía y música. No era correcto, no era justo, era una situación de laesa maiestas, y no iba a tolerarla. Con desembarazarse de los creyentes se desembarazaría de la creencia. Vio el fuego y, a continuación, por esa gracia de que sólo gozan los artistas, vio emergiendo de él al ave fénix. Eso era otra cosa, mucho más concebible. Y luego volvió a ver el puro candor sin límites. Que estaba ofendido. Cuyos baladras llenaban la eternidad. Aquello no tenía ni pies ni cabeza.
Tigelino era de la misma opinión.
—La bondad. El summum bonum. Cada hombre tiene el suyo propio. Cada cosa viva lo tiene. No hay un único summum bonum. ¿Cuál es el summum bonum de un león hambriento? Arremeter contra la garganta de la cierva indefensa. ¿La bondad como orden divino? Qué disparate. El orden es el cumplimiento. El orden es un cuerpo muerto. Para la gente normal, el orden consiste en que mañana no sea peor que hoy. Los seres excepcionales quebrantan el orden para poder contemplar la cegadora luz. ¿No me comprendes? La penetrante verdad del placer hallado en la comisión de un atropello. Por ejemplo: esta noche desfloramos a las Vírgenes Vestales.
—No, no.
—¿No, no? Sería algo nuevo, una sacudida. Las llamas de otro poder brotarían del acto destructivo. Abriríamos la puerta a una realidad inaccesible al común de los hombres. A las nuevas visiones sólo puede accederse por determinadas formas de la destrucción —hizo una pausa, para añadir—: No hemos levantado el Imperio sobre las nociones de tolerancia y amor fraterno. Y, sin embargo, ¿no es acaso el Imperio el mayor bien que nunca se ha visto en el mundo? Hay fuerzas que se aprestan a destruirlo, pero no por medio de la acción, sino de la omisión. Amaos los unos a los otros, en lo cual habrá que incluir a esas repulsivas tribus del Rin y del Danubio. Deja que se nos metan por las puertas, que tomen Roma, que derriben a los dioses. No serán los judíos, ni los de Cresto, quienes lo impidan.
A continuación añadió:
—Las relaciones de la Emperatriz con los judíos son demasiado buenas.
—Va a sacarles dinero. Y Roma necesita el dinero judío.
—La Emperatriz no quiere el dinero judío. La tienen fascinada con sus ojos negros y su piel de aceituna y sus conocimientos eróticos y por la magia que les proporcionan los profetas del desierto. El hijo que lleva en las entrañas no puede ser tuyo.
Nerón, iracundo, golpeó a Tigelino, dejándole en la apergaminada mejilla las marcas rojas de los anillos.
—Eso es un ultraje y una traición.
Tigelino siempre estaba dispuesto a tantear el límite de sus posibilidades. Luego se retiraba prudentemente, como ahora.
—Seguramente estoy equivocado. Tamaña es mi devoción al César, que a veces veo mal donde ninguno hay. No vuelvas a pensar en ello. La Emperatriz es una señora digna de toda estimación. Te ruego que perdones mis infundadas sospechas.
Aquella noche Nerón soñó, como en tantas otras ocasiones, con el más allá, cuya geografía, clima y organización social tan claramente definieron los poetas épicos. Unos parajes tenues y faltos de sangre. Él, César, se incorporaba al número de las tenues sombras fantasmales. No hallaba rencor entre los antiguos enemigos. No por amor, ni porque lo perdonaran, sino porque les faltaba sangre con que alimentar en su seno las violentas emociones de los vivos. A continuación vio un mundo de allende el más allá, y en él no faltaba la sangre, ni había nada tenue. El fuego. Los nervios le chasquearon como cuerdas de lira bajo la acción de la púa, pero sin resonancia alguna. La nieve, enloquecida por su profanación, aullaba. Nerón, aullando, se liberó del sueño. Malditos cristianos.
El maldito cristiano recibió comunicación de que el Liberetur había seguido su curso. Sabino y él ya no estaban encadenados el uno al otro. Pablo, habiéndose dirigido a los fieles (muchos de ellos recién creados en aguas del Tíber) en el Esquilino, en el Celio, en el Viminal, en el Aventino, en el Quirinal, hasta en el Campo Marcio, se disponía a embarcar con destino a Hispania, con la bolsa repleta de buenos viáticos. Una gran muchedumbre acudió a despedirlo al puerto de Putéolos: judíos, gentiles, patricios, esclavos, el miles Sabino. Algunos derramaron lágrimas, poniendo de manifiesto la labilidad emotiva típica del temperamento peninsular. Lucas le dijo a Pablo que ya tenía concluido su relato, del que había hecho sacar diez copias por escribanos profesionales. Era menester dedicárselo a alguien, a algún personaje ficticio, figuradamente necesitado de instrucción en la fe y en sus caminos.
—Vale cualquier amante de Dios —dijo Pablo. Sonrió—. ¿Al Emperador? No, claro.
—He trabado bastante amistad con uno de mis pacientes, un poeta llamado Cayo Petronio. Está francamente interesado. Se ha leído mi librito con una avidez halagüeña. Ha sido amigo del César, pero ahora, según afirma, está buscando la luz. Que lo llame Teófilo, dice.
—Teófilo valdrá. Teófilo puede ser cualquiera.
Besos, abrazos, lágrimas, lamentaciones mujeriles. Una canción que no por pagana dejaba de venir a pelo: «Vuelve, vuelve». Pablo, desde el puente, respondía a los saludos mientras su barco se abría paso por entre una cáfila de embarcaciones. Sin prestar mucha atención, siguió con los ojos la entrada en puerto de otro navío. A cuyo bordo iba, sentado en lo alto de unas adujas, un hombre viejo y recorvo, descuidada la barba, siguiendo con los ojos, distraídamente, la marcha del barco de Pablo.
—¡A dónde irá! —exclamó un marinero.
—¡Ay, Dios! Tienen un imperio tan grande… Y es tan grande el mundo… Yo no he visto gran cosa.
—Pensaba que conocerías esa línea. Eres un experto en nudos y aparejos.
—Por las barcas, en el lago de Galilea. Lo mío era remendar las redes, pescar, echar los sedales.
Así fue como Pedro bajó por la plancha, vacilante, con un hato al hombro y empuñando un tosco cayado de endrino. Estaba viejo, y no se sentía bien, y tenía que llegar a Roma, si lograba encontrarla. Había un montón de gente merodeando por ahí: judíos, gentiles, que bien podrían haber sido nazarenos, pero que parloteaban en latín o en griego, idiomas que Pedro nunca había aprendido, y ya era demasiado tarde.
—¿Rum? —preguntó, no obstante, a un trabajador del puerto que estaba mano sobre mano y que replicó con un gesto impreciso—. Todos los caminos a ella conducen, según dicen. Habiendo recorrido, aproximadamente, una afanosa milla, se encontró en la llamada Vía Apia. El tráfico, intenso, lo iba adelantando: nobles, o gente rica, en sus literas; esclavos que arrastraban sus cargas a punta de látigo; manípulos de soldados sudorosos, al ritmo de órdenes como ladridos. Cubierto de polvo, se apartó de la calzada, a la recancanilla, y tomó asiento bajo un árbol que le resultaba desconocido. ¿Haya, pino, sicómoro? Le dolía todo, le crujían las articulaciones. No habría debido salir de Joppa, pero Yago lo había acuciado con esta misión. El hombre a quien tenía que ver en Roma se llamaba Lino; era grecorromano, o cosa semejante, extranjero de los pies a la cabeza, pero nazareno. Tenían que verse, y ninguno de los dos hablaba la lengua del otro. Pedro soltó unos lamentos, para su santiguada. Dentro de unos días zarpaba un barco con rumbo a Cesarea, y disponía de dinero para el pasaje, porque los hermanos de Jerusalén le habían dado más de lo necesario. En Jerusalén predominaba una curiosa sensación de desmembramiento, de punto final, como si la fe estuviera perdiendo terreno a favor de las apostasías y por el general descuido. Ahora, todo se reducía a una pendencia entre judíos y romanos. Los nazarenos se habían quedado al margen, predicando paz mientras los demás hablaban de lucha inminente. Pedro se moría de ganas de volver a Joppa, donde simultaneaba su cargo de jerarca de la iglesia local con el de miembro de una cofradía de pescadores. Pero, según se le dijo, hacía muchos muchos años, él era la cabeza de toda la Iglesia. No Yago. Aquel Saulo trocado en Pablo no había recibido instrucciones de ningún tipo y, sin embargó, con lo bien que hablaba el hebreo y el griego y el latín, parecía considerarse a cargo de todo. Él, Pedro, era la piedra, con su pavor al canto de los gallos y a los propios sueños, con la flojedad de su cuerpo y el desbarajuste de su mente. Tomó consuelo en el contenido de su bolsa —pan y pescado en salazón— y el agua de la cantimplora que había llenado, no lejos del puerto, en el chorro que le brotaba por la boca sonrisueña a una criatura con cuernos, hecha de metal opaco. Tenía que seguir adelante, y así lo haría, en cuanto descansara un poco. El sueño que tuvo a bordo fue igual de claro y luminoso que aquel otro de la leche de cabra y los cerdos y los bogavantes, origen de tantas discusiones y problemas. Soñó que se hallaba bajo un árbol igual que éste y que decidía emprender de nuevo el camino hacia el puerto, para tomar el primer barco con destino a Cesarea. Buen tiempo estival, navegación sin dificultades. Y entonces hizo él aparición: él, con un madero en los enormes hombros, sonriendo a Pedro y meneando la cabeza como en consideración de su necedad; y, tras haber lanzado un breve kikirikí, echó a andar hacia Roma, a paso ligero. Aquello significaba que él, Pedro, también tenía que ir, aunque a paso pesado. Suspiró, se puso en pie y halló el norte, guiándose por un sol extranjero que tendía, con lentitud extraña, una extranjera noche; luego buscó el cobijo de unos árboles y se arrebujó en el manto: le llegaba el ulular de los búhos y de otros tsiporim de la laylah, incluido uno que profería un canto de corazones rotos. Pudo reconocer unas cuantas estrellas, que en nada paliaron su desesperada nostalgia. No era el hombre adecuado. Nunca se creyó el hombre adecuado.
Pero insistió en la caminata, día tras día. Nadie le dirigió la palabra. Para comprar algo de comer, tenía que señalar con el dedo. En el sitio en que se levantaban las tabernas oyó algo que al principio tomó por arameo, pero que resultó ser otra lengua (fenicio, seguramente). Llevaba impresos en la memoria un nombre y una vaga localización. Lino. Una fuente, en una calle contigua a la Vía Labicana, al este de la ciudad. Vio por fin las afueras de una gran urbe, mayor que Jerusalén, jugando con él al escondite por entre los troncos de un bosquecillo que tomó por pinar. En seguida preguntó por la Vía Labicana a uno que iba a lomos de un burro, pero el hombre, riéndose de él, trazó en el aire unos gestos anchísimos. Lejos, muy muy lejos. Pasó una noche más bajo los árboles. Tiempo seco y caluroso, perfecto para navegar de regreso a casa. En una mañana que empezó de nácar y verde transparente, para culminar en resplandores, desayunó lo que había comprado: pan con exceso de levadura y media jarra de vino, flojo y ácido. Se echó aire al pecho y, escoltado por una bandada de cuervos en reyerta, partió cojeando hacia la ciudad.
Sobrecogedora. No era sitio para él. Había un leve tufo de brutalidad, de general desentenderse los unos de los otros. ¿Vía Labicana? La vieja que vaciaba su cubo en el arroyo, en una calle que más bien era lóbrego desfiladero entre encumbrados edificios, al principio no lograba enterarse de lo que le decía. Luego indicó algo con la mano. Pedro se quedó como estaba. De modo que ahí vivía gente, subiendo un peldaño tras otro para tender la ropa mojada en las soleras; y bajando a toda prisa, con el bocado en la boca, para ir al trabajo. Todos tenían que trabajar.
Caminó contra el sol, todavía bajo, con los párpados alforzados. Lo que buscaba era una fuente, pero tropezaba con una en cada plaza. Bendición de Roma a sus ciudadanos, aquella agua de hontanar. La§ mujeres se levantaban temprano para lavar la ropa; tenían que llenar los cubos y acarrearlos escaleras arriba (aunque algunas familias habían montado un ingenioso dispositivo de cuerdas y poleas, mediante el cual izaban la carga hasta la ventana). Surgió un altercado —muy a la manera Judía, con abundancia de manos al cielo— sobre el precio de un pescado que el vendedor acabó por devolver a la carretilla, con gesto brusco. Pedro vio a una mujer que llevaba a la cadera un niño baboso, y le preguntó con una sola palabra. La mujer comprendió —¡oh pequeño milagro mañanero!— y le mostró el camino.
De nuevo la misma pregunta, mientras ascendía fatigosamente por la larga escalera del edificio. ¿Lino? Sum Linus, ego. Un jovencito atezado, barbilampiño, más bien calvo, lo miraba desde arriba, por el hueco de la escalera. Petrus, dijo Pedro, acezante, conocedor al menos de su propio nombre. Subió. Petrus el piscator, en Roma: entrando en una habitación única, a siete pisos sobre el nivel del suelo, viendo una cama, una mesa y un hornillo de aceite, apagado. Los dos nazarenos o christiani se miraron; tenían en común la fe, pero no el idioma. Lino ofreció pan del día anterior, vino con agua, unas delgadas rodajas de ternera fría, un poco de ajo. De pronto le acudió algo a la cabeza, con retraso, y se arrodilló para recibir la bendición de Pedro. Luego fue a buscar un intérprete. Pedro se quedó solo, con los ojos puestos en una mesa cargada de pergaminos, todos en latín. Buscó un sitio donde hacer aguas menores, porque no le apetecía bajar a la letrina pública (ni darse la paliza de volver a subir). Halló un cubo tras una cortina y en él descargó, con un pequeño dolor, compensado por el alivio, su veterana vejiga. Pronto regresó Lino con un joven judeorromano a quien todos llamaban Canis, por la forma de ladrar. Su verdadero nombre era Shadrach ben Hananíah, pero estaba acostumbrado a Canis, llámame Canis. Para Pedro fue un descanso volver a oír su propio idioma, en un acento no demasiado ajeno al galileo. Y dijo:
—Soy Pedro, cabeza de los creyentes, nombrado por Cristo. Tú eres el hombre a quien he sido enviado. Por cierto, ¿a qué te dedicas?
—Trabajo para un editor de libros paganos. Poesía, historia. Copio textos. Soy un buen copista. ¿A qué se debe que yo sea el hombre?
—Yago, allá en Jerusalén, me enseñó tus cartas. Yo no las entendía, ni él tampoco, pero nos las hicimos traducir por expertos. Roma ha de ser la madre. Una madre, dijo Yago, oculta bajo haldas de prostituta.
—¿Por qué yo?
—Bien, mira: aquí estoy yo, en Roma, con mi nombramiento de padre de los creyentes, pero sin poder dar un paso solo, porque no hablo ni griego ni latín. Pero soy viejo y no me queda mucho por vivir. Los años o el tajo del verdugo acabarán conmigo. Tengo sueños, igual que Yago. Él, desde allí, lo ve todo, y creo que lleva razón. También lo vio Pablo, y también lleva razón, aunque yo al principio me opusiera a lo que decía. Pero me figuro que no conoces al tal Pablo.
—Sí, sí. Primero escribió una epístola a los romanos, y luego estuvo en Roma. Hace menos de una semana que se marchó. Sí, claro que conozco a Pablo. Un hombre extraordinario.
—Pero no uno de los doce —dijo Pedro—. Como judío, no puede decirse que haya tenido suerte con los judíos… De modo que ha estado aquí y se ha marchado ya.
—Hizo promesa de volver. Lo que dices me inquieta. Nosotros tenemos los ojos puestos en la madre iglesia de Jerusalén. Roma no pasa de ser una ciudad pagana más.
—En Jerusalén hay dos religiones distintas —dijo Pedro—, incapaces de convivir. La que nosotros enseñamos es religión destinada a los judíos, pero nunca predicamos la rebelión ni el derramamiento de sangre. Los romanos, con su dejadez, su corrupción y su crueldad, les han hecho el juego a los zelotas. La situación tiene que romperse por algún sitio. Vuestro Nerón no ha movido un dedo para impedir que todo se venga abajo. Ahora, los judíos de Jerusalén quieren expulsar a los romanos. Están convencidos de que los romanos no harán nada al respecto, y puede que tengan razón. Pero a quienes rechazan es a los nazarenos, con nuestra paz, nuestro amor y nuestro poner la otra mejilla. Date cuenta, si lo piensas un poco resulta evidente. Nuestra religión se ha trocado en religión para gentiles. Llegará el día en que los gentiles adoctrinen a los judíos, pero todavía no es el momento. A ninguno de nosotros se le pasó nunca por la cabeza que las cosas fueran a evolucionar así. Y aquí estamos, en el corazón del gran Imperio de los gentiles. Aquí es donde tiene que estar la madre iglesia. Y tú has de ser su primer padre verdadero.
—Soy enteramente indigno.
—No. Eres romano y conoces Roma. Es tu ciudad.
—La verdad es que soy griego. Pero llevo mucho tiempo en Roma.
—Bien. Conoces la Roma de las calles, las plazas y las fuentes. Y la Roma de los sótanos y los sitios oscuros.
—Practicamos nuestra religión a la luz del día. No tenemos necesidad de sitios oscuros.
Pedro meneó la cabeza repetidas veces.
—Sí. Os vendrán bien los lugares oscuros. Lo veo venir. Aplastarán a los judíos, por rebelarse, y, ya puestos, aplastarán también a los nazarenos, que no son más que una variedad de judíos.
—Eso ha dejado de ser cierto.
—Ya lo sé. Demasiado bien sé que no es cierto. Algo ha fallado, en algún punto.
—Para nosotros, tu venida constituye un gran acontecimiento. Tienes que hablar a la iglesia.
—¿En arameo?
—Es la lengua del maestro, la voz auténtica. Cielos, le cuesta a uno hacerse a la idea. Tú lo conociste, trabajaste junto a él, lo viste crucificado en aquella colina, en el…
—El Gólgota. No, yo no estaba. Dios me perdone, pero no estaba.
La reunión se celebró en un gimnasio abandonado, no lejos del huerto de Mecenas y la mansión de Aulo, en la esquina de la Vía Labicana con la Tiburtina. Entre los cristianorromanos había judíos que recordaban el arameo; casi todos sin circuncidar, algunos rubios; no faltaban patricios. Los gentiles miraban con una mezcla de temor reverencial y algún desprecio a aquel viejo desaseado, pionero de las nieblas, incapaz de explicar el misterio de la Trinidad o poner en relación la llegada del Mesías con unos oscuros versos proféticos de las Églogas de Virgilio. Pedro hablaba de la génesis del padrenuestro en una lengua tosca y remota:
—El propio Jesús, por consiguiente, me enseñó esta plegaria. A mí y a mis compañeros, que éramos simples pescadores, mientras ejercíamos nuestro oficio en el lago de Galilea. Se levantó un temporal y nos ganó el temor. Él nos dijo que nunca sintiéramos miedo; que debíamos confiar en el padre que de nosotros se ocupa, rezando: «Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…».
Los asistentes se unieron a la oración, algunos en griego, la mayor parte en latín. Pero los gentiles no estaban del todo contentos.
Cuando se levantó la asamblea, tras las bendiciones y la masticación del pan sacramental, los que poseían mejor olfato captaron un olor a humo que, procedente del sur, venía a lomos del austro. Nada olió Pedro.
NADIE SABE cómo empezó el incendio, pero hay quien jura y perjura que vio con sus propios ojos a Tigelino acercar la antorcha a una expendeduría de aceite, toda ella de madera seca, justo al norte de los Huertos Servilianos, en el Aventino. En esa zona, la mayor parte de las viviendas tenía armadura de madera, y la madera se tornó en pura yesca por el calor de aquella noche de verano. La tienda pertenecía a un tal Accio, que no la habitaba. Al ver las llamas desde la puerta de su casa, a cincuenta pasos, pidió a gritos que trajeran cubos de la fuente, que formasen cadena. Pero las lenguas azules y amarillas se relamían con el agua y solicitaban más. Con el calor vino el sudar, y, con el sudar, los ojos estorbados. Negras partículas revoloteaban por el aire como murciélagos. El incendio trepó por la colina y se comió los pinos, ganando grosura al devorar la casa veraniega de Lucio Emilio. La familia de C. Esernino quedó atrapada en su reducida mansión de ladrillo cuando el fuego entró por las escaleras arriba, tragándoselo todo al paso. Una madre, presa del pánico, arrojó a su hijo desde lo alto de una vivienda, y se desparramaron los sesos del niño por los adoquines del suelo. En el Distrito XI, a orillas del Tíber, las casas de vecinos cercanas al Circo Máximo entonaron un encendido canto a los altos cielos, invisibles en el humo; y las cien familias que había en su interior luchaban entre sí, con las garras sacadas, tosiendo más que aullando, bloqueando las escaleras. Los sobrevivientes de aquella desesperada rebatiña vieron que el incendio acudía a buscarlos a la entrada del edificio principal. Unos cuantos se abrieron paso por entre las llamas, a fuerza de aullidos, pero acabaron por tierra, hechos fogaje. Las negras pavesas bailaban, cabalgando el viento, hasta disolverse en negros copos sobre las aguas del río. Mientras tanto, la gente se metía en el Tíber con cubos de lona, pasando agua que desaparecía como flor en las fauces de una vaca. En el cruce de la Vía Ostiense con la Latina había un almacén abarrotado de ánforas de aceite. Éstas, o sus sellos, reventaron con el fuego, y dieron suelta a un aromático río en el que nadaban ratas chillando, con la cola en antorcha, con el pellejo en chamusquina. La biblioteca de los Éculos, sobre el Aventino, se alojaba en edificio de mármol; pero el fuego se coló con glotona presteza por los postigos de madera de una ventana: todo un tesoro de Historia de Grecia y de Roma se convirtió en aperitivo, en una especie de zumo de fruta para las sedientas fauces de la ígnea cuadrilla. El bibliotecario, Bogudes, fue bocado un poco más resistente, pero sus cenizas acabaron revueltas con las de sus manuscritos.
El incendio se extendió tanto hacia el este como hacia el norte, afectando incluso el monte Celio. En el templo del Divo Claudio se asentó el núcleo de una terrible deflagración en la que saltaron las casas de los sacerdotes y de los augures, a pesar de unos rezos ahogados por el crepitar de las llamas. Hombres y mujeres —desnudos, o vestidos de hollín de la cabeza a los pies—, con los flecos ardiendo, corrían por las calles en un gemido, acarreando sus inútiles tesoros. El Templo de Isis pareció aportar un vade retro de magia egipcia al paso de las llamas hacia el este; fue obedecido. Al norte de la ciudad, en el área comprendida por el Panteón, el Mausoleo de Augusto y los Castra Urbana, rabiaba un incendio no tan celoso en su afán colonizador como el imperio escarlata del sur, porque los Baños de Agripa, el Templo de Júpiter y las instalaciones de los vigilantes nocturnos fueron zona que ni siquiera rozaron los dedos del terror.
Los paganos de Roma —los mismos que en el circo, entre bocado y bocado de embutido cartilaginoso, juntos y alineados en una ridícula parodia de orden cívico, exigían el rojo de la sangre— integraban ahora una miríada de hormigas huyendo del puño que una y otra vez golpeaba sus montículos. ¿Qué se nos da a nosotros de ellos, de Cano y Cipys y los hermanos Casca, de Cescio y Craso y Domitila y Fausta y Augusta y las bailarinas recién llegadas de Alejandría, de Pola y de Vecio, de Omphale, la guardacoimas de lupanar, de Macrón y de Mario, de los Salnatores y de Livio y de Livila y de…? Poco, porque no los conocemos. Pero con Caleb y Hanna, su mujer, y su hijo Yacob sí que hemos trabado conocimiento. Tenían alquiladas dos habitaciones en el quinto piso de un edificio situado al norte del Distrito XII. Estaban durmiendo cuando vino a despabilarlos una luz extraña, con fuego y con estrépito.
—¡Está ardiendo el cielo! —gritó Hanna, precipitándose hacia su hijo dormido. En camisa de dormir fueron a la puerta, tropezándose, y allí vieron hombres y mujeres en arrebatada fuga, con los pelos revueltos y las piernas al aire, por las escaleras abajo, llevando en brazos a sus gemebundas criaturas. Caleb ordenó a su mujer que se mantuviera a sus espaldas, aferrada a su camisa con una mano y sujetando al niño con la otra; luego procedió a abrirse camino, a puño limpio, por aquella algaba de toses y de gritos ahogados, que se iba espesando a cada rellano de la escalera: todos sus componentes con ansia de aplastar o ser aplastados, para acabar en la hoguera que los aguardaba a la puerta principal del edificio.
—¡Ahora! —gritó Caleb, y se abalanzaron hacia el segundo rellano, rechazados con uñas y dientes, hasta sangrar. En la pared había una ventana abierta y a su pie un macizo de arbustos jóvenes ya iluminado por las llamas del lado izquierdo, pero todavía intacto.
—¡Ahora! —medio aulló, medio tosió Caleb, y se lanzó al aire. El macizo frenó su caída, permitiéndole afirmar los pies en la tierra candente.
—¡Échamelo!
Hanna arrojó al niño sin mirar, y Caleb, al recogerlo, se sorprendió de no recibir un revoltijo de miembros en agitación, sino un bulto extrañamente quieto, como dormido. Puso a su hijo en el suelo a tiempo de recoger a Hanna, que también se había arrojado desde el alto ventanal. Fue ella quien levantó a Yacob del suelo. La criatura sangraba profusamente por una herida de la cabeza. ¿Era el hueso desnudo lo que se le veía? Hanna no consiguió poner el grito en el cielo, porque se le iba el corazón tosiendo. Corrieron en dirección sur, con el cuerpo a cuestas, y a duras penas lograron detenerse al llegar al trivio de la Vía Ardeatina con la Latina y la Apia. Allí no había incendio; sólo gemidos, luto y aflicción.
Marco Julio Tranquilo, su mujer y su hija estaban fuera de peligro en el Janículo, como lo estaban casi todos los cristianos, en el Viminal y el Esquilino. Los judíos habían salido malparados, allá en los Distritos XII y XIII: destruidos sus establecimientos comerciales, ahitas de fuego sus baratas viviendas de madera, con los bordes socarrados. Quienes se hallaban al pie del incendio que devastaba los altos del Celio pudieron ver que Roma ardía hacia el noroeste, incluido el Palatino. No faltaron los saqueadores que, como por fuerza del vino, veían con ojos más penetrantes. Julio César encabezando el desfile de la legión ignipotente por las calles; Rómulo y Remo amamantándose de fuego en las ubres de una loba encandilada. Corría el rumor de que el Tíber era un puro incendio, por el aceite que en él se había vertido, procedente del depósito situado al sur del Circo Flaminio. Júpiter iba a lomos de un toro alado, hoguera sobre la hoguera, recogiendo brasas con las manos para arrojarlas alegremente al aire. Las Vírgenes Vestales se alzaban las haldas en llamas para mostrar en llamas sus verendas partes. Se arremolinaban entre aullidos, por el puente que unía el Capitolino con la Naumachia Augusti, hormigas sin ojos para ver que la barcaza imperial estaba amarrada en la isla Tiburina, justo al norte. Desde allí, el Emperador y su séquito seguían, del Circo Máximo al Palatino, las andanzas y el bramar del incendio, que masticaba indiferente, y deglutía luego, los amenos huertos y los espléndidos palacios. Tigelino, profundamente conmovido por la gala púrpura y de oro que lucía el ejército del incendio invasor, dijo que había grandeza en la catástrofe, que ahora Roma —o Nerópolis, si tal iba a ser su nombre en lo porvenir— tendría que volverse a edificar, que ni siquiera el Senado dejaría de percibirlo así. Nerón dijo, trémulo, como lanzado por la breve calzada del orgasmo:
—No hay arte alguno comparable con esto. Ni poema lírico, ni tragedia. Por fin veo lo que antes solamente cantaba. Agonía de la segunda Troya, dolores de parto de la tercera y última.
Y cantó:
Ricamente vestida por las llamas
que levanta su pira funeral,
a los dedos del fuego va arrojando
sus miembros Ilion, con amoroso
cuidado, con lujuria; cual palomas
arrullando; rugiendo cual leones;
aullando como el lobo en la floresta…
Pero se supo tan desvalido como todo artista, incluidos los grandes, ante la poquedad de las palabras. El gigantesco paño de humo velaba las estrellas y la luna; las pavesas revoloteaban como una horda de minúsculos murciélagos desconcertados. Roma iba siendo paulatinamente devorada; los mármoles, renegridos, plantaban rostro, pero sus ocultos soportes de madera los absorbía la nada, y cedían sus puntales metálicos, al rojo blanco. Sin solución de continuidad, al otro lado del río, los gritos, los gemidos, el toser frenético de una ciudad que ya antes había padecido —como a toda urbe toca padecer—, pero nunca tanto como ahora. Roma disponía de servicio de incendios desde hacía más de doscientos años: hombres avezados en el manejo de las bombas de agua, con cantón cercano a la Vía Lata, justo al oeste; pero el viento, recio y de secano, les echó las llamas encima, desde el sur, y hubieron de batirse en retirada, descorazonados. Sólo cuando el viento, de improviso, cambió a noroeste, pareció posible atajar el incendio antes de que llegara al amenazado Foro y al flanco septentrional del Palatino. Pero era demasiado tarde para aupar escaleras de salvamento y tender mantas mojadas —como parcelas de grandes— en las castigadas calles de las casas de vecindad. Los habitantes de los Suburra, del Quirinal y del Esquilino descendieron con lenta timidez hasta los Huertos de Mecenas, en la linde de lo que luego sería la Domus Aurea, para ver —en una especie de asombro mórbido, pero también con impulso de socorrerlos— a aquellos que se habían visto arrojados hacia el norte del horror; pero se sintieron impotentes ante el rostro de las mujeres demenciadas, con el pelo chamuscado, dando alaridos sobre el chamusco del cuerpo de sus hijos. El olor de Roma se había trocado en socarrina de barbero, un millón de veces maniáticamente multiplicada.
Pedro, que paraba ahora en la tienda de Áquila, incapaz ya de subir las escaleras del piso de Lino, dio en hablar de Sodoma y Gomorra, sin que los gentiles captaran la referencia. Cuadraba que los cristianos socorriesen a los afligidos, pero ¿qué ayuda podían brindarles, aparte de rezar por ellos? Los desamparados de los Huertos de Mecenas, o de las calles del triángulo que tenía por base la vía Prenestina, levantaron la cabeza con desmayado asombro al ver a un viejo, barbado y con báculo, que extendía las manos sobre ellos y mascullaba conjuros en una lengua tosca. Lucas el médico acudió con su bolsón de ungüentos, pero no supo qué hacer ante aquella carne ennegrecida sin remisión. Había gran padecimiento por la sed, lo cual podía remediarse; pero, las más de las veces, el agua terminaba en viático para el sueño de que nadie despierta. Andaba por ahí Catulo, hecho un ascua, diciendo entre dientes un no sé qué sobre una dox dormienda.
La aurora abrió una brecha en el paño mortuorio, que iba deslizándose hacia el sudeste. Más habría valido que la noche se hubiese prolongado, para ocultar los pobres cuerpos achicharrados y los maderos cuyo agónico rescoldo podía reavivarse con la brisa del amanecer. El olor resultaba insoportable; las negras pavesas revoloteaban con languidez; de las arboledas calcinadas venían, sobre el viento pleno de la mañana, rachas de hojas en esqueleto: con la substancia ardida, pero con los nervios milagrosamente incólumes. La desnudez puso novedad en lo obsceno: la ciudad había hecho fuerarropa de su verdura para resplandecer en todo el horror de su mutilación. Los cadáveres permanecieron dos días sin que nadie los recogiera, a merced de las ratas y de sus dientes. En la humareda desvaneciente podían verse, de vez en cuando, siluetas sahumadas, tambaleándose sobre las ruinas, encorvadas, buscando algo que nunca encontrarían, o simplemente —en un automatismo enloquecido— afirmando la vida por el desplazamiento sin propósito. Al tercer día, el Senado se convocó a sí mismo, y halló que faltaban algunos de sus miembros. Ninguno de ellos conocía el paradero del Emperador, aunque se rumoreaba que éste, con lo que hubiera quedado de su séquito, había instalado sus cuarteles en los Castra Prætoria. Cayo Calpurnio Pisón fue elegido para presidir una reducida junta investigadora de las causas del incendio, que seguía latente, y que de vez en cuando volvía a brotar. Los integrantes del grupo, sin ningún entusiasmo, anduvieron hurgando por los cascotes, alejándose precipitadamente cada vez que debajo de ellos descubrían rozagantes brasas, tapándose la nariz con las togas ante el descubrí miento de negros cadáveres. En el Aventino hallaron —como tenían previsto— a Tigelino con un manípulo de la Cohorte Pretoria. Estaban a la espera del César. Que llegó en litera. Con él iba la Emperatriz, a ojos vista preñada. Pisón se presentó al Emperador y lo puso al corriente de los trabajos senatoriales.
—También, por supuesto, velaremos por la provisión de lugares de refugio para las infortunadas víctimas.
—Te conozco, Pisón, no creas que no. Tú fuiste quien me reprendió en la curia, a cuenta de unas dejaciones cuya naturaleza no recuerdo ahora con claridad. ¿Es que nadie puede hacer nada para suprimir este hedor? ¿No veis que la Emperatriz se está mareando?
Un senador hizo gesto convencional de ahuyentar el hedor con la mano.
—Bien —dijo Nerón—: en cuanto a los desposeídos de hogar, pobrecillos, el Emperador ya ha tomado ciertas medidas. Tienen a su disposición los huertos imperiales, donde ya hay carpinteros y fabricantes de tiendas preparando albergues provisionales. También el Campo Mar ció, por supuesto, se está acomodando, pero temo que el número de enfermos y desamparados sea incontable. Hacia Ostia han partido mensajeros, con orden de hacer venir socorros de emergencia. Todo está en buenas manos. ¿Habíais pensado que no sería así?
—Estamos maravillados ante la rapidez con que el César ha puesto las cosas en marcha.
—Reverendos senadores: mañana nos reuniremos para ver el modo de sanear las finanzas, con vistas a la reconstrucción de la ciudad. No hay momento que perder.
—¿Tiene el César idea —preguntó Pisón— de cómo pudo iniciarse esta catástrofe?
—Bueno, Roma siempre ha sido un desastre para los incendios… Tenderetes de madera, casas de vecindad, lámparas de aceite, vientos fuertes y racheados. Lo que ocurre es que esta vez hemos tenido menos suerte que de costumbre —no pudo evitar un barrunto de sonrisa—. Pero pensad en el ave fénix, en la resurrección, en todo eso… Hay que buscar siempre el lado bueno de las cosas. Cualquier día de éstos, quizá sin mucha tardanza, veréis una Roma de la que poder sentiros orgullosos.
—Lo malo —dijo Tigelino a su amo y señor, situándose junto a la litera en su traqueteo con rumbo norte— es que les va a hacer falta un culpable.
—¿Por qué? Ha sido un acto de los dioses, un accidente. Roma ya ha pasado por tales cosas.
—Permíteme expresarlo de otro modo. Se sentirán más dichosos, si cabe hablar de dicha en este caso, teniendo alguien a quien echar la culpa… Perdóname, César, pero tú has mencionado demasiadas veces el gran ave fénix de Nerópolis.
—Todos los Emperadores han dicho, con entera libertad, que dejaron mármol donde encontraron ladrillo.
—Sí, pero tú, como Emperador, no eres precisamente el ojito derecho de la curia. Y es el Senado quien va a desear que todos los dedos acusadores apunten en la misma dirección. Te vas a ver en dificultades en cuanto empiece a discutirse el presupuesto. El Senado afirmará que no se puede subvencionar el capricho del César sin matar de hambre a las Legiones de las provincias.
—No se trata de ningún capricho. Tú has visto los planos. Son una obra maestra de… de planificación.
—Sí, he visto los planos. No te has privado nunca de airearlos. Raro será quien no los haya visto. Es evidente que no se han levantado para hacer frente a una emergencia inesperada, porque llevan un año dando vueltas por ahí.
—Oh, no, más de un año, Tigelino. Este sueño lo llevo acariciando desde hace bastante más de un año.
—En mi opinión, el César tendrá que contribuir con algún dinero de su propio bolsillo antes de soñar siquiera con traspasar esos planos a la realidad.
—¿Dinero? ¿Para dárselo a quién?
Tigelino suspiró profundamente, para acabar tosiendo: persistía en el aire un humo acre.
—Bueno… Me atrevería a sugerir el nombre de un senador llamado Vecio Caprasio. Todo un orador. Él pondrá la semilla de las ideas adecuadas.
—¿Dónde las pondrá?
—Eso déjamelo a mí.
Una semana más tarde, Nerón, con cara de circunstancias, seguía desde su asiento en la curia las palabras de Vecio Caprasio, hombre flaco y en los primeros años de su madurez; el senador explicaba al César y a sus propios colegas quién había provocado el incendio:
—César, reverendos senadores: me levanto de mi silla a fin de poneros al corriente de lo descubierto por la comisión nombrada para investigar acerca de la reciente y devastadora conflagración que azotó nuestra ciudad, dejándola devastada. Todos los documentos, cartas y deposiciones (que se hallan a entera disposición de esta curia) apuntan a la misma e inevitable conclusión. Él incendio fue una atrocidad perpetrada por un grupo disidente de esta ciudad, un grupo lleno de desprecio a Roma, que hace befa y escarnio de sus dioses, que considera totalmente ridículas las virtudes romanas tradicionales, incluidas las virtudes castrenses sobre las que se edificó el Imperio y que ahora contribuyen a hacerlo perdurable. Oh, no, no me refiero a los judíos. Los judíos han padecido tanto como el que más, y sin embargo se han apresurado a contribuir generosamente al fondo de reconstrucción. Me refiero a los cristianos o crestianos, secta favorecida por los esclavos, los plebeyos, los pervertidos y los extranjeros, para quienes es vicio la virtud, y virtud el vicio. Ya se les conocía bien por sus detestables prácticas secretas, como el canibalismo y el incesto, y por rehuir toda clase de servicio patriótico (incluido el honor de tomar las armas contra los enemigos de Roma); pero ahora, por fin, ponen de manifiesto su verdadero carácter de terroristas e incendiarios… Mi propuesta es que se constituya una nueva comisión, con el propósito de sacar de sus agujeros a tan repugnantes reptiles y aplicarles un tratamiento no conforme a los dictados de la ley, sino en razón de nuestra repugnancia y de la afrenta causada. No se lleva ante el juez a los perros rabiosos: se les da muerte en el sitio. Ellos han infligido graves padecimientos a nuestra ciudad. Devolvámoselos.
—Bueno, quizá, si les ponemos una buena multa —dijo Nerón, por sobre los rezongos y murmullos—, quede restablecida la justicia.
—Como de costumbre, el César se excede en la blandura de su pecho. Dejemos que la indignación siga su curso inexorable.
No toda la curia estuvo conforme. Muchos senadores tenían una idea bastante aproximada de lo ocurrido. Pero no había daño alguno en permitir que los afectados por la desgracia se volviesen contra los cristianos; así no emplearían sus garras contra los senadores, algunos de los cuales ya habían sido acusados, por oradores callejeros, de padres desaprensivos y fríos servidores de sí mismos, dueños de villas que el fuego había respetado. Porque hasta el propio César se había visto afectado, y hubo de llorar amargamente sobre las ruinas del Palatino. Tigelino, sin que nadie lo supiera, pagó a unos cuantos que se juntaron en las calles dando gritos contra los cristianos y que luego, en multitud acrecentada por otros muchos, marcharon hacia una casa descaradamente contigua al Foro Imperial. Habían escogido bien el día: diessolis, que era cuando se congregaba aquella chusma de ateos a devorar niños estofados. El dueño de la casa era un sastre griego a quien llamaban Lemos, por el bocio. La multitud se quedó encantada al sorprenderlo presidiendo un banquete de carnes blancas y vino griego, con asistencia de hombres, mujeres y niños de su inmunda religión. Las carnes blancas, lo juraban, eran pan: catadlas. A pan sabían, pero eran, sin duda alguna, carnes blancas. Tras escupir en el suelo, la muchedumbre se metió en la cocina. Allí hicieron teas con la leña y empezaron a prender fuego a la casa. Que ardieran aquellos hijos de puta, como había ardido tantos buenos romanos. Fueron más lejos: hicieron una hoguera delante de la casa y la alimentaron con enseres, libros y cobijas. Luego arrojaron a las llamas al cristianito más pequeño que encontraron, para librar a aquel pobre lechón del canibalismo de sus mayores. Los cristianos adultos, que, teóricamente, habrían tenido que ofrecer el otro cachete del culo donde les habían dado la patada, se pusieron bastante difíciles, y lanzaron arañazos contra la multitud de los justos. También los arrojaron a las llamas. A unos cuantos.
Fue entonces cuando intervinieron los soldados, haciéndose cargo de la situación. Los cristianos habían quemado, adrede, la casa de un honrado grecorromano llamado Lemos, que tenía contrata de provisión de uniformes para la Guardia Pretoriana. Ergo los cristianos eran incendiarios. Ergo los cristianos habían incendiado la ciudad. Los soldados recibieron orden de plantar estacas de diez palmos, a tramos de seis pies, en la tierra calcinada de las zonas residenciales más afectadas por la catástrofe. A ellas ataron a cristianos —hombres, mujeres, niños—, los embadurnaron de pez y les prendieron fuego con antorchas. No resultó difícil localizar cristianos. No hacían negación de lo que eran, y trazaban un signo cabalístico en forma de cruz cuando los hacían presos. Pero, por supuesto, no todos los cristianos fueron presos. Había demasiados.
No capturaron a Marco Julio Tranquilo, por ejemplo. Mientras hacían el equipaje, Sara refunfuñaba:
—Te lo dije desde el principio: no deberías haberte mezclado con ellos.
—Tonterías. Ya predijo Pablo que tendríamos que servir de chivos expiatorios a alguien. Gracias a Dios que nos avisaron a tiempo.
—¡Pablo, Pablo…! Primero un naufragio, por culpa suya. Ahora, un incendio. Nunca me gustó ese tipo.
—Estás diciendo necedades, mujer. Ya habrá tiempo de sacarte las tonterías de la cabeza, de un buen trastazo, cuando estemos a salvo en Pompeya.
—Y ¿cómo sabes que vamos a estar a salvo en Pompeya, dondequiera que se encuentre semejante sitio?
—Porque mi tío se ocupará de que estemos a salvo. Es una persona muy respetada, discreta, amante de los libros, afable, solitaria. Le debo una visita. La excusa será que he incurrido en el disgusto de Nerón por alguna causa sin importancia. Nos acogerá con mucho gusto. Es partidario de la antigua república.
—Un desastre, un completo desastre. Dios prende la llama y luego sopla. Bendito sea el Nombre del Señor. Así llevamos la historia entera. Huida, destierro, peregrinación por el desierto.
—Por una vez, los judíos no se han ganado la enemiga de nadie. Ahora nos toca a los cristianos. Ya sabes, a los que predicamos el amor y la tolerancia. El enemigo somos nosotros.
Áquila tenía un pedido urgente de tiendas embreadas para el Campo Marcio, y hubo de contratar ayudantes. A nadie se le pasó por la cabeza que pudiera ser cristiano. Lucas, habiendo dejado ejemplares de su Paulíada a su paciente Cayo Petronio, partió hacia la costa adriática. Lino se limitó a quitarse de en medio, con toda discreción. Pero Pedro, con la barba a la humedad del viento y con el báculo en la mano, quedó derramando lágrimas por entre los cadáveres de quienes seguramente consideraba su diezmada grey. Lino, como futuro Papa de Roma, podía aplazar su paternidad; pero Pedro debía a Dios una muerte y, desafiando el canto del gallo matutino, fue por toda la ciudad echando bendiciones y lamentándose. Al principio lo tomaron por un orate forastero, y lo dejaron en paz.
Tigelino dijo:
—Tenga el César la bondad de leer este informe. Contiene una lista de los más inesperados miembros de… esto… de la secta.
Se hallaban en el flanco noroccidental del Palatino, respetado por el fuego. Había en él pabellones suficientes, pero ninguno digno de un Emperador. Los trabajos de reconstrucción estaban en marcha: los ingenieros consultaban sus planos y los capataces gritaban a los sudorosos esclavos.
—No tenía idea —dijo Nerón— de que hubiese entre ellos tantos aristócratas de pura cepa. Lucio Popidio Secundo, por ejemplo. Y no me había enterado. Buen apetito el suyo; y no peor sed.
—Bueno, claro, se ha incluido en la lista de crestianos a unos cuantos enemigos del Estado. Con ello se facilitan las cosas. Pero casi todos son auténticos.
—Se dice cristianos, Tigelino. Y estoy bastante harto de esas acusaciones de antropofagia y todo lo demás. No soporto la ignorancia. Aprendí mucho de aquel hombre, sabes.
—Y aquel hombre, desgraciadamente, ha salido de Italia. Pero me aseguran que volverá. Esta gente habla con mucha libertad. No mienten, o no lo parece. Algunos de ellos es como si disfrutaran con el apresamiento. Están locos. Hasta los romanos de la secta han perdido sus cualidades romanas. Se trata de un superstición de las que debilitan.
—No comprendes nada, ¿verdad, Tigelino? Es que no les importa morir. Para ellos, la muerte es una puerta por la que se accede a la vida eterna, si han hecho el bien. Si han hecho el mal, van a un sitio donde el fuego arde sin consumirse. Y así para siempre. Pero si los ejecutan por razón de su fe, ello los convierte en testigos de la fe, y se les condona todo el mal que han podido hacer.
—Hay cierta ansiedad en tus palabras, César. La idea no resulta del todo agradable, ¿verdad? El fuego eterno por homicida, por violador, por castrador de un muchacho, en tu intento de convertirlo en mujer, por haberte convertido tú en esposa que pierde su doncellez y es arrojada a las Vírgenes Vestales. No es una religión de las que resultan agradables por estos pagos. Estamos mejor sin ella. Y nuestro querido pueblo romano lo está pasando como nunca, a base de incendiar y hacer pillaje. ¡Ay, esta política! Los cogeremos a todos, incluido el calvo que te dejó tan fascinado.
—No es lo correcto, sin embargo, tanto incendiar —dijo Nerón, con el ceño fruncido—. Estoy harto de la hediondez del fuego. No resulta estético. Es un desorden. Lo mismo piensa Cayo Petronio, que está profundamente herido en su concepción de la belleza y el orden.
—Yo pensaba que tenías proscrito al lila ése.
—El lila ése, como con tanta grosería lo llamas, tiene más sentido de la belleza en el dedo pequeño del pie que tú en todo tu corpachón de pescadero. Eres un patán, Tigelino.
—Ni que decir tiene que el César es un experto en patanes.
—El César es un experto en muchas cosas, Tigelino. Por eso es él César.
Una de las cosas que el César conocía era el librito, obra de un médico griego, en que se narraban los iniciales denuedos y triunfos de la fe cristiana. A Cayo Petronio le entusiasmaba su fuerza narrativa y la tersura casi homérica de la frase, aun lamentando lo que la lengua helénica había perdido desde tiempos de los grandes antiguos. Como segunda lengua del Imperio, se había trocado en un medio con tendencia a lo práctico, lo comercial, lo político, lo sentimental. Le faltaban el viejo mármol y la vieja llama. El libro estaba dedicado, míralo, a un tal Teófilo, amante de Dios. Cayo Petronio sabía, por boca del propio autor, que éste daba por supuesto que algún día el César sería teófilo: ¿quién mejor dotado de visión interior para recibir el repentino baño de luz de la verdad? A Nerón no le pasaba inadvertido que Cayo Petronio andaba de nuevo a vueltas con su viejo juego de la adulación sin límites, pero no le disgustó la idea. Nerón, hijo predilecto del dios último de verdad y belleza y bondad: estaba bien. Quedaba por desollar, desgraciadamente, la doctrina esa del fuego eterno. Con tiempo, quizá llegara a arrepentirse de sus acciones abyectas, a cuya comisión se había visto obligado por el destino del Imperio; pero no cabía garantizarlo. Más valía, a fin de cuentas, la nox dormienda. Lo cual implicaba eliminar el cristianismo de su ámbito. Quemó el librito con sus propias manos, ignorante de que existieran más ejemplares. Mataría aquella fe naciente y a todos sus practicantes, para que nadie le viniera con el cuento del fuego eterno; y, además, los pondría en el camino de la beatitud eterna, ya que tan convencidos estaban. Le iba a salir gratis. Pero todo el asunto tenía que llevarse estéticamente. Trató con Cayo Petronio sobre cómo cumplir tal objetivo.
—¡Cuánta razón tienes, César! Le hieren a uno los sentidos la contemplación y el olor de todos esos cadáveres a lo largo de la Via Apia y también de las calles de la ciudad.
Nerón y Petronio se hallaban en una glorieta de la frondosa finca de este último, lugar al que nunca se había desplazado la pestilencia de la Roma en combustión.
—¿Acaso no ha estribado siempre nuestro propósito en refinar el gusto del pueblo? Deja la muerte de esos fanáticos para el circo, pero no de manera brutal. Hagámoslos encajar en figuras animadas de la historia y de los mitos romanos. Y de los griegos también. Es una maravillosa ocasión. ¿Permites que tu humilde amigo y coadjutor trace el proyecto?
Los romanos que, procedentes de albergues provisionales, hacían cola para ocupar sus localidades, con sus embutidos de ajo, sus mujeres y sus hijos (sus buenos veinte mil, y bajo toldo que los protegiera del sol, porque se habían hecho más sensibles a toda clase de quemaduras), no sabían muy bien lo que iba a ofrecérseles. El hydraulis les bramaba su música púrpura de costumbre, invocando en ellos vagas sensaciones de muerte y de gloria; pero la música cesó de pronto, e hizo su orgullosa entrada en la arena un centenar de hombres y mujeres, cantando. Los oyentes se disponían a aplaudir al coro, en cuyas voces había resonancias de algo que sonaba a expresión poética de las antañonas virtudes romanas; pero cuando se hizo mención del nombre de Cristo la multitud reaccionó muy desfavorablemente. La verdad es que a los menos inteligentes se les aturdieron las entendederas ante la terrible noción de que algo funcionaba al revés, de que el Emperador se había vuelto loco de repente y pretendía presentar a los cristianos no como secta de incendiarios odiosos de Roma, sino como secta admirable por su no menos incendiario valor (siempre os dije que el muy hijoputa quería ver la ciudad en llamas, ¿o acaso no os lo tengo dicho?, pero esta vez no se saldrá con la suya). Pero todo se acabó cuando, alzado un portículo rechinante, unos hombres con máscara etrusca y látigo de siete colas hicieron salir a la arena una manada de leones hambrientos. Los leones, ganosos de regresar al cubil, gruñían a sus cuidadores; pero el portículo se cerró con un chasquido y las fieras empezaron a mostrar un vago interés por el coro de cristianos. Estaban muy hambrientas, y olían el sudor humano. Avanzaron con las peludas panzas pegadas al suelo, recelando que las presas se les enfrentaran. Pero lo único que pasó fue que los cristianos, a señal de un joven cetrino que parecía ser su jefe, se postraron de hinojos con completa unanimidad y emprendieron el recitado de algo parecido a un poema en latín a su padre que estaba en los cielos. La expresión panem quotidianum suscitó risas entre los más burdos: no le iba a hacer mucha falta el pan cotidiano a aquel rebaño. Cuando, empujada por el instinto de madre que necesita carne para sus cachorros, una leona saltó sobre el amén, brotó el ánimo de lucha entre los cristianos; varios se arrojaron sobre la fiera —para aparente sorpresa de ésta— y, volteándola, la sujetaron contra el suelo con las zarpas para arriba, y rugiendo. Hubo leones que se quedaron contemplando lánguidamente tal espectáculo, pero uno de ellos —ofendido quizá por el ataque humano a un miembro de su manada— se fue aproximando sin prisas hacia una anciana que permanecía de rodillas. La mujer soltó un aullido, pero no se movió cuando el león le lamió el brazo izquierdo con la áspera lengua. De un zarpazo le arrancó la manga, para descubrir la carne, y con ello la hizo sangrar. Eso bastó. Puso a la mujer de espaldas en el suelo, se tendió sobre ella y le clavó los dientes en la garganta. Un par de jóvenes, acaso hijos de la víctima, la emprendieron a golpes con la grupa del león, tironeándole de la melena, pero la fiera siguió con su almuerzo, impertérrita.
En este punto, muchas de las víctimas predestinadas huyeron del corro de leones comiendo, mientras la multitud las abucheaba por no dar espectáculo y por falta de solidaridad. Pero resultaba claro que los leones no podían dar cuenta de todo el mundo. Estaban haciéndolo bastante bien, concentrados en el crujir de huesos y el desgarrar de miembros; los más listos atendían primero a las partes blandas, porque les bastaba con un buen zarpazo en el estómago para sacar a relucir las tripas y darse un fácil banquete de morcilla de sangre. Ya se ocuparían luego de las extremidades. Pero eso no era arte, ni siquiera exhibición de pericia pugilística. Era una pura y simple carnicería. En el palco imperial, Cayo Petronio meneaba la cabeza: la introducción se estaba prolongando demasiado, había llegado el momento de que empezase la parte estética. El regidor de los juegos debió de pensar lo mismo, pues al punto reaparecieron los enmascarados con sus látigos, para recoger a las fieras en sus cubiles. Las más de entre ellas ofrecieron resistencia, porque estaban aún en pleno convite, y rugían con una zarpa levantada, mientras con la otra sujetaban el bocado. Tardaron bastante, pero, al final, convictos a latigazos, regresaron a sus encierros; algunos de ellos llevaban pedazos de cristiano en las fauces, mientras el resto de toda aquella porquería —sangre, huesos, piel, carne, arena— era empujado hacia adentro por unos hombres que se servían de largas pértigas rematadas en un recogedor de madera. Los cristianos sin devorar fueron conducidos a vergajazos hacia la salida opuesta. Pero sobraba el látigo: marcharon con firmeza, cantando lo mismo de antes, llegando incluso algunos a saludar con la mano a los papasalchichas. Las ovaciones que recibieron no fueron todas burlonas. Las cosas no iban como tendrían que haber ido.
Cayo Petronio no había hallado mucha Historia ni muchos mitos romanos que le sirvieran para la función: todo era cosa de conquistas, por las armas o por la deslealtad; y vestir a los cristianos de etruscos o cartagineses, poniéndoles espadas y lanzas en las manos, no equivalía necesariamente a obligarlos a luchar. A los devoradores de cartílagos se les iba a quedar la boca redonda, a puros bostezos. Trajeron sobre sus ruedas una catapulta de las mayores, de las utilizadas para lanzar piedras contra las fortificaciones enemigas. Con ella dispararon varones cristianos al aire (un pregonero con voz de becerro había explicado previamente a todo el redondel que los cristianos abrigaban la esperan za de irse volando al cielo; de modo que ahí los tenéis, en pleno vuelo). Tensaban el arco de acero con el armatoste, soltaban la cuerda median te un muelle, y allá volaban los cristianos hacia el público, de quien no se había recabado autorización a tal efecto. De todo lo cual resultó con graves heridas buen número de honrados plebeyos romanos, que, con mucha parte de razón, protestaban de que volviese a dañárseles por medio de los cristianos, como si no hubieran sufrido ya bastante por su culpa. Cabía la posibilidad de que los mitos griegos tuvieran mejor aceptación.
Caleb, amargo y vindicativo, ponía al corriente a un joven cristiano de lo que iba a sucederle.
—¿Conoces el relato, no? Dédalo fue el primer hombre que se fabricó unas alas para volar. También las fabricó para su hijo, llamado ícaro. Pero ícaro se acercó demasiado al sol, con lo que vino a derretirse la cera de sus alas. Y cayó. Tú eres ícaro, y vas a caer. Se te va a partir en dos el cráneo. Y lo mismo vale para todos vosotros —añadió, alzando la voz para que pudieran oírlo los restantes Ícaros en potencia.
—¿No eres tú judío? Pues le estás hablando a un compatriota.
—No: tú eres cristiano. Un homicida que mató a mi hijo. Que el infierno te lleve.
—¿De modo que crees lo que te han contado?
—Creo lo que habéis hecho. Sal ya, condenado.
En el centro del circo habían levantado una altísima torre de madera con cuatro patas reforzadas para sostenerla firmemente en el suelo. Una escalera ascendía hasta la parte superior, y en la parte superior había una plataforma. Allí estaba Dédalo, de quien cabía suponer, por aceptable ficción escénica, que había llegado volando con sus alas de madera y tela de saco. Su menester consistía en atrapar a cada ícaro que iba llegando por la escalera y arrojarlo al vacío. Para que no hubiera fallos en lo de romperse el cráneo, al fondo habían aderezado un lecho de peñascos. El divertimento no funcionó como habría debido. Hubo Ícaros que se negaron a trepar: ya que de todas formas iban a morir, ¿por qué tenían que padecer antes el agotamiento físico y la humillación? Mientras les machacaban la cabeza a garrotazos, al pie de la escalera, Cayo Petronio se retorcía los dedos: estos cristianos carecían de todo sentido artístico. ¿Cómo podía el suyo ser un dios de belleza? Pero vio con alivio que un atlético judeocristiano, bien barbado y con cuello de toro, subía alegremente la escalera, llevando en las espaldas sus tenues alas de alambre y tela. Una vez en la elevada plataforma, agarró un pellejo de agua que allí habían dispuesto para aliviar la sed del histrión circense y, cogiendo a éste por el cuello, lo bautizó solemnemente. Con una mano en la nuca y la otra en las gruesas posaderas, envió al padre del vuelo por los aires, aullando, para que encontrase en el suelo una muerte ciertamente revuelta, pero seguramente sagrada. Cayo Petronio se mordía las uñas: aquello era una mentira, aquello no era la auténtica leyenda, sino una perversión sin sentido del arte… Empleados del circo subieron por las escaleras para atrapar al Ícaro no caído, pero éste los iba derribando con facilidad, cuando no los aporreaba con el garrote que Dédalo había tenido aparejado para estimular el vuelo de los Ícaros reticentes. Al final, a fuerza de brazos de una docena de empleados circenses, tuvieron que bajar la torre al suelo, y el joven judeocristiano, habiendo antes bendecido al populacho, desparramó sus sesos para general deleite. Fin de acto espectacular; pero hasta los más lerdos se daban cuenta de que aquello no se había atenido a la intención del programador. Se producía, en cierto modo, una falta de justicia deportiva.
Varias cristianas desnudas fueron obligadas, en sucesión, a cabalgar un vigoroso toro blanco. Si el toro era Zeus, la función resultaba en parodia blasfema. Pero la blasfemia se mitigaba un tanto cuando las Europas caían a tierra, gritando, y allí les daban la vuelta y las pasaban a cuchillo.
—¡Mira! ¡Que mires! —ordenaba Nerón a Popea. Ésta se había cubierto los ojos con el velo. Cuando lo hubo retirado, el rostro se le distorsionó en una náusea. En seguida abandonó el palco imperial, vomitando de paso encima de Tigelino. Hubo quien se dio cuenta, y se levantó una débil oleada de aprobación, cabe suponer que entre las mujeres plebeyas. Nerón, encolerizado, le lanzó un salivazo a Cayo Petronio.
A guisa de interludio no mitológico, sacaron a escena unos cuantos cristianos cubiertos con pellejos. A continuación les soltaron una jauría de perros salvajes, con las bocas chorreando hidrofobia. Los cuales se llevaron un buen susto cuando, de repente, los cristianos prorrumpieron en un confiado himno; y al miedo se añadió la confusión, porque varios cristianos, desprendiéndose de los pellejos, se los arrojaron a las gruñidoras fauces. Los perros, en la suposición de que ésos eran los bultos que tenían que devorar, se entretuvieron con ellos durante un rato, sordos a las protestas de la multitud. Luego, viendo que nada nutritivo sacaban de aquellas pieles aromáticas, saltaron a las gargantas de los cristianos, que no escaseaban en el entorno… El final estuvo constituido por una representación cuidadosamente organiza da, en la que se incluían soldados romanos vestidos de bárbaros britanos, con todo y sus bien atados postizos de peluca y mostachos amarillentos. Los cristianos iban irrisoriamente ataviados de Ejército romano, con espadas y lanzas de madera. Los pseudobárbaros tenían arcos y flechas, de modo que, haciendo alarde de estilo y puntería, asaetearon a placer a los pseudorromanos. Ahora, la multitud se veía en una especie de dilema. Estaba claro que el espectáculo se daba como recordatorio de la reciente sublevación británica contra la benéfica colonización romano; se comprendía que la degollina de cristianos era, en cierto modo, por haber éstos hecho befa y escarnio de las leales tropas romanas; saltaba a la vista que la exhibición de puntería probaba la pericia de los romanos, hasta con armas bárbaras. Pero la multitud no salía de su confusión porque la imagen final (unos mostachudos arqueros profiriendo gritos de guerra y con los bigotes y las pelucas desprendiéndoseles a la luz del sol poniente) no era verdaderamente de recibo en el Imperio romano. A Nerón le pareció que el patriotismo de Petronio era cosa matizadísima, a la cual se sobreponía el arte (y qué arte) con demasiada facilidad. Era muy de desear que el segundo día de los juegos marchasen mejor las cosas.
Aquella misma sonochada, en las oficinas del consejo ciudadano, que estaban en el cruce de la vía Tiburtina con el Vicus Longus, el funcionario de servicio se quedó perplejo cuando un anciano que no hablaba ni griego ni latín se le presentó con la aparente pretensión de ser apresado. El funcionario buscó un intérprete —habiendo comprendido, al menos, que el hombre era judío— y encontró a un mutilado de Palestina que ahora desempeñaba en la municipalidad el cometido de enlace cojo entre los distintos departamentos. Él anciano y él se entendían a satisfacción.
—Dice que se llama Petrus y que no sólo es cristiano, sino cabeza de los cristianos. Dice que lo nombró el individuo ése en persona, el tal Cristo.
—¿Qué es lo que quiere?
—Dice que no ve por qué tiene que seguir viviendo mientras parten, por así decirlo, tantos de sus amigos.
—¿Quieres decir que pretende morir?
—Sí, y resulta razonable, oficial. Como es cristiano…
—Esto no es un cantón militar, Craso. El asunto no nos concierne en absoluto. Lo mejor será enviarlo a los Castra Prætoria. Ellos son quienes se ocupan de recoger cristianos. Pero es raro. Quiere morir, ¿no es verdad?
—En cierto modo se entiende, señor. Dice que ya ha vivido lo suyo. Cuando los propios niños están siendo pasados a cuchillo, dice, ¿por qué va a quedar en libertad el padre de los comosellamen? Ha hecho todo lo que ha podido por llamar la atención, dice, dando cuatro cuartos al pregonero por todas las calles, pero nadie le ha hecho ni caso.
—Parece bastante inofensivo. Llévalo a los Castra. No irás a necesitar ayuda, ¿verdad?
—Bueno, la verdad es que se sale de mi cometido, ¿no? Y con esta pierna… Que lo lleve un guardia nocturno. La cohorte está a la vuelta de la esquina.
—Muy bien, ocúpate de ello.
No faltaban quienes hablasen mal arameo en los Castra Prætoria. El oficial de interrogatorios se quedó tan perplejo como antes el municipal frente a lo que parecía tranquila aceptación por parte del anciano de una especie de culpa colectiva. Pero ¿culpable de qué, exactamente? ¿De haber quemado Roma, o de pertenecer a una secta supersticiosa declarada fuera de la ley? El anciano no hacía más que hablar de dos lugares exóticos denominados Sodoma y Gomorra, que Dios había sometido al fuego por culpa de sus pecados, y añadía que Roma era aún peor que Sodoma y Gomorra. Como aquello sonaba mucho a admisión de la responsabilidad cristiana en el incendio generalizado, pidieron al anciano que firmase una declaración a tal efecto. No, no firmaría nada. Nunca en su vida había firmado nada. Crucificadme y acabemos de una vez. ¿Crucificarte? ¿Quién eres tú para especificar el modo en que se te despache? ¿Acaso no me he entregado? ¿Acaso no me confiere ciertos derechos mi actitud? Quiero que me crucifiquen, pero no del modo habitual. Quiero que sea al revés. Evidentemente, el anciano no estaba en sus cabales. Quizá lo mejor fuera dejarlo en libertad con apercibimiento… Conque al revés. Ello confería un toque vagamente cómico a todo el asunto. Bueno, se podían lavar las manos enviándolo al regidor de los juegos. Los cristianos se habían convertido en material para el esparcimiento del pueblo. No muy digno, en cierto modo. Roma había perdido su reputación de dignidad punitiva.
Pedro pasó la noche encerrado en una celda, y a primera hora de la mañana siguiente lo entregaron al regidor de los juegos. Éste vio posibilidades en lo de la cruz invertida. Era hilarante, sí, pero dentro de un orden. Más valía que los carpinteros se pusieran a trabajar inmediatamente en una armazón que pudiera fijarse al revés en una especie de carromato. Los cristianos sobrantes de la jornada de diversión podían tirar del conjunto, cantando algún himno, con su compañero cabeza abajo en la cruz; luego, como estaba previsto, aparecían los gladiadores y los guadañaban a todos. En el comedio, se podía prender fuego al anciano y anunciar que el incendio de Roma por fin había sido vencido. Y con ello quedaría cerrado el asunto de los cristianos.
Cayo Petronio había preparado muy requintadas estampas pura la función de aquel día. Pero de nuevo volvieron a fallar los cristianos, al no reconocer sus deberes para con el arte. Remolcaron un barco sobre ruedas, hasta situarlo frente a una isla artificial poblada de sirenas en pleno canto… Hombres, o, hablando con propiedad, mitades de hombres, con pelucas largas y amelonadas ubres en el pecho. Llevaban puestos unos guantes reforzados con uñas llagadoras, previstas para trizar a los desnudos marineros (cristianos a quienes obligarían a arrojarse del barco, para caer en brazos de su destino, por medio de picas acomodadas a herir de lejos). De la música de sirenas se ocupaba un coro de verdaderas mujeres, ocultas tras las rocas de marquetería… Hubo cristianos que prefirieron las lanzas a las uñas, mientras otros se enfrentaban muy encarnizadamente a las sirenas con los puños desnudos, hasta que les sacaron los ojos y tuvieron que cesar en su debate. Pero muchos de los espectadores vieron con gran disgusto el hecho de que se presentase a varones disfrazados de sirena. Bastante afeminamiento campaba por la ciudad, y maldita la falta que hacía glorificarlo en público. El laberinto de Creta tuvo mejor aceptación, con los más imponentes gladiadores aderezados de Minotauro y aporreando a los cristianos perdidos por los atolladeros de fábrica. Y el caballo de Troya —por cuya puerta lateral introdujeron a doscientos cristianos, para luego quemarlos vivos en el interior— se catalogó de ingenioso. Pero el penúltimo hecho del día fue considerado de muy mal gusto.
Metieron en pieles de cordero a todos los niños cristianos que quedaban, unos cuantos cientos en total. Los más pequeños, tomando aquello por divertido holgorio, se pusieron a retozar alegremente por toda la arena, mientras los restantes, menos jóvenes y más desconfiados, seguían al altanero pastor. Éste no tardó en hacer cómico mutis, en cuanto salieron a escena los perros salvajes, que ya tenían más que digerido el almuerzo del día anterior y que se zamparon a los corderitos. Hubo murmullos entre los más sensatos del público: aquellos jovenzuelos no eran reos ni de canibalismo ni de incesto, y tampoco estaba nada claro que hubiesen podido tomar parte en el incendio de la ciudad. Era, llamando las cosas por su nombre, crueldad gratuita. Muchos se marcharon. A circo medio vacío se representó el número final: cantaron los cristianos su himno de fe y de coraje, tirando del carro en que se mostraba a un anciano (que podía haber sido el abuelo de cualquiera de los asistentes) crucificado y cubierto de sangre, absurdamente cabeza abajo, viendo —si es que algo veía— desvanecerse un mundo que en modo alguno se desvanecía. De este hombre, bramo el pregonero, salió la orden de incendiar Roma. Pocos lo creyeron. Cuando lo embrearon para quemarlo, el pobre diablo estaba ya muerto, sin duda alguna. Los cristianos no habían puesto ningún mordiente en combatir a los hombres de espada: se dejaron degollar. A falta de enfrentamiento, y así, con tanta flojedad, concluyeron dos días de fiesta que en modo alguno merecieron el calificativo de juegos. Hubo murmullos entre el público al abandonar el circo.
Aquella noche, Nerón, en su lecho solitario, tamaño como una barcaza, soñó con el infierno. Se despertó con un grito y pasó en vela lo que restaba de noche, bebiendo —muy tristón— vino caliente sin rebajar. Estaba de muy mal talante cuando se reunió con la Emperatriz en la mesa del desayuno; y ella le soliviantó la difusa rabia, concentrándosela, cuando se puso a despotricar contra la bestialidad de los juegos. Bestialidad, señaló, que suscitaría una reacción contraria a la deseada por el Emperador.
—Tú y tu pueblo romano. Con espasmos bajo las togas, ante una degollina de mujeres y niños. Qué fácil resulta sacar a relucir la fiera que todos llevamos dentro, ¿verdad? La Historia está ahí para tomar nota de cómo se va amansando la fiera. El Imperio romano invade la Historia y trompetea el triunfo de la razón. Pero es el trompeteo de un elefante suelto y salvaje. Llevamos dentro a las fieras, y tienen nombres, pero el mío no va a estar entre ellos.
—Tu obligación, en tu calidad de consorte imperial, era haber clamado por la sangre de los criminales, como todos los buenos romanos. ¿Me oyes?
—Por la sangre de Tigelino y de sus fautores, querrás decir. Señor, he desempeñado por última vez mi papel de consorte imperial. Llevo en mis entrañas a quien puede ser el próximo Emperador de Roma. No me queda sino rogar a dios, cualquiera que sea, para que por sus venas corra más sangre de mi familia que de la tuya.
—De tu familia ¿y de qué otra? ¿De la de ese atleta judío que está echando tripa? ¿De la de algún barbudo mascullador de conjuros hebreos? Has probado la carne incircuncisa, y no con disgusto, supongo. Me hago la misma pregunta de todos los padres: ¿cómo puedo estar seguro? ¿Cómo?
—El niño es tuyo, para mi vergüenza. Dios quisiera que fuese de otro.
—¿Dios, verdad? ¿Qué Dios? Eres una puta y una asquerosa desertora. Has puesto nombre a la fiera, ¿no? Pues sigue poniéndoselo, sigue…
Sobre estas palabras derribó de un golpe a la Emperatriz y, teniéndola en el duro suelo, le pateó con alevosía el vientre. Ella se retorcía y aullaba, y luego cesó. Nerón le aplicó un último puntapié. No hubo reacción de miedo ni de dolor, y se quedó aterrorizado. Luego se le pasó el terror, al darse cuenta de que estaba en el lado de la destrucción y que todo podía permitirse menos el miedo y la piedad. Para captar la dignidad existente en el impulso de destrucción había que situarse en el contexto de una especie de lucha cósmica. Ahí fallaba la religión de los romanos. Había algo sagrado en el enfrentamiento con Dios.
No debe sorprendernos que los padecimientos y el valor de los cristianos, combinados, por cierto, con un elemento de su escatología proveyeran de imágenes las conversaciones furtivas de los romanos virtuosos, que estaban francamente hartos de su Emperador y que ansiaban desembarazarse de él. Cayo Calpurnio Pisón se había quedado con la palabra martyr, y abusó de ella en presencia de Subrio Flavo, miembro de la Guardia.
—Muy bien —dijo Flavo—, unos cuantos tendremos que morir, pero vivir en esto es condición enfermiza y opuesta a la tradición romana. Atengámonos a la acción contundente y positiva y dejémonos de finuras. Si hemos de morir, muramos, y mala suerte. Pero entremos en la batalla con ánimo de victoria.
Se hallaban ambos en la casa de Pisón, una de las muchas mansiones senatoriales respetadas por el fuego. Desde la terraza se veían los trabajos de reconstrucción, con esclavos a destajo, saqueados a fondo los fiscos provinciales para extraer y transportar el mármol, las piedras preciosas, el oro, las estatuas hurtadas de Grecia. Pisón preguntó:
—¿Cómo van las cosas en la Guardia?
—La Guardia está contigo. Los no sobrecogidos por el pánico.
—Hay demasiados en tal situación.
—Y parece que tú te incluyes entre ellos, Pisón.
—En mí está justificado. Acusar públicamente a Tigelino no ha sido la más discreta de las acciones. Nerón se ha acostumbrado a que lo acusen y ni siquiera presta atención. Pero Tigelino sabe que yo sé ciertas cosas. Tengo declaraciones juradas de personas que lo vieron en la noche de… Qué más da. El dilema es muy simple: ¿quién? Y, por descontado, ¿cuándo y dónde?
—¿Te refieres a la cabeza, y no a su brazo derecho?
—Al tronco y a la rama.
Un esclavo llamado Félix oyó esas palabras mientras les escanciaba vino. Aquella noche, en los sórdidos alojamientos que compartía con otros esclavos, se quedó despierto, considerando cuál podía ser la naturaleza de su recompensa, mientras otros dos esclavos, hombre y mujer, gemían y suspiraban haciendo amor. La manumisión, claro, pero ¿qué otra cosa? Esperó a que concluyera el arrobo, se levantó y se puso la única ropa que tenía, calzándose las sandalias.
—¿A dónde vas?
—A la cloaca. He comido algo malo.
Se llegó a la ciudad, y la luna le enseñó montañas de lajas de mármol, grúas, mezcladoras de cemento. Fue, unas veces al paso, otras a la carrera, hasta la casa de Tigelino, situada al sur de los Castra Prætoria.
Tigelino estaba en la cama con un muchacho. Lámparas resplandecían a ambos lados del lecho: a Tigelino le gustaba ver lo que se traía entre manos, o lo que pensaba traerse… ¿A estas horas?
—Soy Cneo, prefecto.
—¿Qué es lo que quieres?
—Es urgente, prefecto.
—Siempre es urgente. Entra, mal rayo te parta.
Indicó al desnudo muchacho que saliese por otra puerta. Bostezando, se acomodó en las almohadas. Entró Cneo, un fornido liberto con alopecia.
—Se ha presentado un esclavo que dice tener información, prefecto. Quiere que se le recompense.
—¿Un esclavo? Dale de azotes y que se meta la información por donde le quepa. ¿Quién es su dueño?
—Dice ser esclavo del senador Pisón.
—¿Pisón? Que entre el canalla ése.
Entró el canalla, temblando.
—Todos los días, sin falta, prefecto. Mencionan nombres diversos. Personas con quienes les gustaría contar, pero no lo saben con certeza.
—¿Por ejemplo?
—Uno de los nombres que se menciona es el de Séneca, prefecto.
—Ya veo. Y dices que estaba Subrio Flavo. ¿Te consta? Piénsatelo bien, porque Subrio Flavo ocupa un cargo de muy alto rango dentro de la Guardia Pretoriana.
—Era él quien llevaba la voz cantante, prefecto.
—Eres un buen chico —dijo Tigelino— y un excelente patriota, aunque desde luego no tengas ningún derecho, ni siquiera de los que detentan los malos patriotas. Pero el caso es que los esclavos deben ser fieles a sus dueños. Preséntate a Cneo, que está ahí afuera, esperándote con el látigo.
—Pero, prefecto, yo creí que…
—No pagamos a los esclavos para que crean ni dejen de creer. De hecho, tampoco es que os paguemos. Vete.
Eso mismo, vete, le habría gustado decirle a Cayo Petronio al día siguiente, al verlo —exquisita túnica violeta y botas de cuero blando— en compañía del César en una glorieta hasta la que llegaba, suficientemente amortiguado por la distancia y el follaje, el reconfortante estrépito de la reconstrucción de Roma, de la creación de Nerópolis. Petronio estaba hablando de la voz de Nerón: «una penetrante espada que llega hasta la mismísima pia mater, que perfora los centros del amor como un afrodisíaco casi intolerable en su potencia». Y de Atenas: los jueces atenienses habían otorgado el premio al Emperador in absentia; su sutileza griega les permitía valorar la imbatible excelencia de la voz del César sin necesidad de escucharla.
—Ya tendrán que escucharla algún día —dijo Nerón—. Gozarán de La quema de Troya.
—Espero que no sea con el acompañamiento pirotécnico que caracterizó tu última interpretación de esa obra inmortal.
Petronio comprendió, por la cara que puso su dueño y señor, que había sido indiscreto.
—Me refiero, claro está —retocó la frase—, a las pasiones ardientes que suscitaste en quienes te escuchaban.
Tigelino no era capaz de seguir soportando aquello. Además, había cosas urgentes. Traspasó la florida y espesa entrada de cañizo y se puso en presencia del Emperador, diciendo:
—Noticias urgentes. ¿Tiene que quedarse el lila éste mientras te las comunico?
—¿Mi mariposón? Si le permito que se aleje al vuelo a lo mejor no consigo volver a atraparlo. Eres un grosero, Tigelino, un auténtico patán. Bueno, está bien, me apartaré contigo, para que me susurres tus cosas.
Conferenciaron. Petronio no alcanzaba a oírlos —ni ganas: una gota de liga para cazar pájaros le afeaba la punta de la bota izquierda. Trató de quitársela con una hoja de sicómoro. Nerón lo llamó:
—¡Petronio!
—¿Sí, querido César?
—Tú que conoces maneras elegantes de vivir, dime una elegante de morir.
—Oh, el suicidio —dijo Petronio, de inmediato—. Preferiblemente en una bañera. Un suave corte en las muñecas. El agua se va tiñendo de delicado rosa, hasta alcanzar el púrpura de la majestad. Y se desvanece uno en la ensoñación.
—¿Te consta eso? —preguntó Tigelino.
—Con la imaginación.
Tigelino dijo que sí con la cabeza:
—Eso está bien para Séneca. Pero nada de rosas delicados ni púrpuras majestuosos para Flavo. No para Flavo.
Unos días más tarde, mientras —en pie y con las manos atadas a la espalda— esperaba que terminasen de afilar el hacha (lo que se hacía muy ostentosamente, en una piedra de amolar), Flavo insistió en decir unas palabras. Pocas.
—Ni una —le dijo Tigelino.
—Deseo dirigirme al Emperador. A ti no tengo nada más que decirte, a no ser que resultabas más aceptable antes, cuando olías a pescado, que ahora con el olor a sangre.
—Bueno, que hable —dijo Nerón—. Tiene cierto talento para la retórica, aunque sin desbastar.
—César: te fui leal tan largo tiempo como lo mereciste. Cuando dejaste de merecerlo, porfié en mi lealtad. Pero empecé a odiarte cuando asesinaste a tu madre y a tu esposa, cuando te degradaste en una parodia de canto e interpretación histriónica de segunda fila, y mi odio rebasó el borde de su copa cuando te trocaste en incendiario. Has arruinado el Imperio, y éste, ahora, retira su lealtad a la ciudad de Roma. Los procónsules de las provincias proclaman su independencia del César. Los bárbaros se sublevan. Tenemos menester de alguien que nos gobierne, y todo lo que recibimos, en cambio, es un cantante e histrión sin gracia, un homicida también sin gracia, matricida, uxoricida, sodomita y pirómano.
Su tumba, a seis pies de distancia, todavía no estaba abierta del todo.
—Un trabajo sin gracia, como todos los que se han perpetrado bajo tu mandato. Me das una alegría al liberarme de él. Que caiga el hacha cuando te parezca.
Nerón y Tigelino se quedaron mirándolo. Nerón dijo:
—Un tajo. Medio tajo. Hum. Sin gracia, ha dicho. Muy desagradable, Tigelino.
Séneca recibió la orden de suicidarse —con instrucciones muy precisas sobre cómo debía hacerlo— sin gran sorpresa. Fue incluido en la lista de personas invitadas a tomar parte en la conspiración, sin que él aceptara. Pero había bastado con la mera mención de su nombre. Era típico, y todo encajaba perfectamente. Se fue metiendo en el baño tibio con artrítico mimo: los esclavos lloraban ante la contemplación de su arrugado cuerpo. Que no contenía mucha sangre, y cuyas arterias fluían con reluctancia.
—No lloréis —dijo—. La vida es una pesada carga, incluso para los hombres libres. Dejadme ahora.
Volvió a aplicarse la cuchilla, pero la sangre manaba indolentemente. Pronto, sin embargo, empezó a responder al calor del agua y Séneca se desvaneció en el sueño. Medea superest. Seneca superest. No era cierto: nada permanecía.
Cayo Petronio protestó al llegarle la orden, afirmando que nada malo había hecho. ¿Acaso no era amigo del César? Pero en tal amistad había yacido siempre el peligro: a Tigelino no le gustaba que César tuviese amigos, y mucho menos con las exquisitas dotes de Cayo Petronio. Aplazó el acto hasta que llegó a sus oídos que el prefecto pretorio estaba perdiendo la paciencia y que iba a enviarle soldados armados a que lo despacharan con más brutalidad que la simple navaja. Petronio nada tenía de estoico. En cuanto a la nueva fe, algunas de sus características más poéticas lo habían fascinado, pero no así sus adeptos, que lo defraudaban con su brutal interés por la moralidad, más fuerte que la tendencia a deleitarse en la belleza, rasgo característico de todo hombre civilizado. Adoraban a un dios cuyo rostro aún no se había revelado al embrutecido mundo. Qué le vamos a hacer.
Se tajó las muñecas con la aplicación debida y se entretuvo en la admirada contemplación del rico flujo cárdeno; pero enseguida ordenó a su médico que le cerrara la herida hasta nueva orden. Había perdido a Lucas, con sus exquisitas manos helénicas y sus extraordinarias pociones y ungüentos de Asia. Qué le vamos a hacer. Su suicidio, exquisitamente prolongado, se había de producir en público, es decir: entre sus amigos, que bebían, comían y hacían amor en torno suyo. La vida: de la vida se estaba partiendo. Esta admirable estancia marmórea, repleta de flores de la estación. Esta mesa tan admirablemente adereza da, cuya cabecera ocupaba él en su triclinio. Dijo a su joven amigo el poeta Hortensio:
—Recítame esos versos de Catulo, tan exquisitos.
—Desde luego:
Soles occidere et redire possunt:
Nobis cum semel occidit brevis lux
Nox est perpetua una dormienda.
—Exquisito. Mueran allá los soles y retornen. Nosotros, breve luz, cuando muramos, habremos de dormir noche perpetua. ¿Será verdad, Hortensio?
—La opción es una vida tenue, lloriqueando por la sangre humana. A qué esforzarnos. Nada. Mejor la nada.
—La vida era buena, sabes. Y no he hecho mal alguno.
—Creo que ha llegado el momento, Petronio. Fuera hay soldados esperando. Quieren llevar la noticia a Roma, a uña de caballo.
—No permitas que entren. Toscos soldados. ¿Harás eso por mí?
—Sabes que no puedo evitarlo.
—Muy bien, pues. Desataremos las mortales heridas para que la sangre fluya. Volveré a cortarme, incluso. Haré como si me estuviera afeitando el delicado vello de oro de los antebrazos, para dejarlos mondos como los de un eunuco. Oh, pero, antes, un poco más de vino. Un poco más de Catulo.
—No. Ya está.
—Más alta la música, por favor.
Suave la música que Nerón punteaba en su mal afinada lira, Tigelino dijo:
—Ya no está con nosotros.
—¿Quién?
—La lila que escondía una serpiente.
—El único ser humano que de verdad apreciaba mi canto. Y has tenido que darle muerte. Ya se la has dado a todo el mundo, ¿verdad? Primero convertiste Roma en una mazmorra, y luego en un baño de sangre…
—Como metáfora, resulta bastante trivial, ¿no te parece?
—Nunca supuse que las cosas fueran a suceder de este modo. Mi único deseo estribaba en hacer feliz a la gente. Nunca quise ser Emperador. Un gran artista, eso era todo. Y lo era, era un gran artista. Lo soy…
—Sin nadie que te escuche. Te voy a dejar, César.
—¿Que me vas a dejar? ¿Tú me vas a dejar?
—Los juegos han terminado. Los esclavos barren las mondaduras de fruta y las cáscaras de nuez de la pista vacía. Tengo que irme. El Senado quiere mi cabeza.
—¿La tuya? ¿Tu cabeza? Pero ¿quién manda aquí? ¿Quién es el Senado para querer o…? ¿Acaso quiere también mi cabeza? ¿Eh? ¿Quiere también mi cabeza?
—Mi consejo es que salgas de Roma en este mismo momento.
—¿Por qué parece tan vacío el palacio? Oigo el eco de mi propia voz. ¿Dónde se ha metido todo el mundo?
Tigelino, sonriendo tristemente, dijo:
—Vale.
Y se marchó a toda prisa.
—¿Dónde os habéis metido? ¡Lépido! ¡Mirtila! ¡Faón!
Entró el liberto Faón, ni insolente ni sumiso, diciendo:
—¿Has llamado, César?
—Gracias al cielo que sigues aquí. ¿Dónde están los demás?
—Se han ido. Y ha llegado el momento de que nos marchemos nosotros. Al palacete. No son más que cuatro millas. No quedan esclavos suficientes para transportar una litera. Pero podría hacerme con un par de caballos.
—¿Dejar Roma? ¿Mi Roma? ¿Mi gran regalo al mundo? Está bien, de acuerdo. Mi capa, Faón, y mis botas de montar.
—Ya sabe el César dónde encontrarlas. Yo tengo que hacer mis propios arreglos.
Salió. Nerón se dirigió a un invisible auditorio:
—¡Faón, Faón! ¡Esto te va a costar la cabeza!
En el Senado, el jefe de la Curia acababa de facilitar las últimas noticias:
—Víndex, legado de la Galia, se declara leal al Senado y al pueblo romano, exclusivamente. Servio Sulpicio Galba, legado de Hispania, se manifiesta en el mismo sentido. Nadie se mantiene fiel al Emperador, ni entre los civiles ni entre los militares. Se han levantado las provincias. Galba, a pesar de su avanzada edad, es el único candidato posible al Imperio. Pero empecemos por el principio. Propongo que, por resolución de esta augusta cámara, el actual ocupante del trono imperial sea declarado fuera de la ley y enemigo público. En consecuencia, que se solicite su apresamiento, juicio y consiguiente ejecución.
Tendría que haber estado allí Pisón. Habría sido un gran momento para él. Pero Pisón no estaba en ninguna parte.
Nerón sí: en un palacete que apenas había utilizado anteriormente, a cuatro millas de la ciudad, destrozando jarrones y echando abajo las cortinas. Sin más público que Faón, sentado en un taburete, con la boca llena de frutos secos, mirándolo y escuchándolo, pero carente de toda reacción visible al intenso ajetreo de su amo. Daba éste grandes voces, invocando a personas que llevaban mucho tiempo muertas. Luego dijo:
—En los alojamientos de los esclavos no se les ocurrirá buscarme, ¿verdad? Al encontrar todo esto vacío, se marcharán de aquí. ¿No te parece, Faón? ¿No te parece? Llévame a los alojamientos de los esclavos, Faón. Deprisa, deprisa.
Faón se bajó del taburete con toda la cachaza. Su fino oído acababa de captar, a cierta distancia, un ruido de cabalgaduras.
—Sígueme, pues. Hazte con una antorcha.
Salió, sin darse demasiada prisa, ansiosamente seguido por su tambaleante dueño, hasta llegar a la oscura y polvorienta trascocina. En aquellos fogones hacía mucho tiempo que nadie cocinaba nada.
—Aquí estaré a salvo, ¿verdad, Faón? ¿Qué te parece? ¿Estaré perfectamente a salvo?
Colocó la antorcha en una armella que acababa de ver en la pared. No le gustaban nada aquellas sombras; ni el gesto que acababa de hacer Faón con la cabeza, mientras sacaba un puñal de debajo de la capa. Se lo tendió a su señor, con una ligera reverencia.
—¿Hacer eso? Nunca, jamás. Es un acto de cobardía, Faón.
Pero Faón insistió.
—Enséñame, entonces. Muéstrame cómo se hace. Tú lo haces primero, Faón, y yo te imito luego.
Pero Faón cerró los dedos de Nerón en torno a la empuñadura y guió el arma hacia su garganta. Que hubiera de morir tan gran artista… No, no tan grande: no era momento para engañarse. Si le hubieran dado ocasión de aprender, humildemente. En cierto sentido, era un mártir del arte: testigo, para el futuro, de que por el arte hay que abandonarlo todo, y a él no se lo habían permitido. Atragantándose con la propia sangre, vislumbró una página de sálicos perfectos que quedarían para siempre sin escribir. Los oyó, cantados, en una versión rediviva de su propia voz; que no fue más allá de un verso y medio. Hasta la cesura. Retumbaba la casa con el estrépito del escuadrón recién llegado.
NO DEJA DE HABER ironía en el hecho de que Pablo muriera más tarde que Nerón. Llegó de Hispania en un interregno, pero la ley seguía campando por sus respetos, como un caballo desbocado. Pablo lo ignoraba. El cristianismo era religio licita. Su barco, un transporte de grano con preferencia de entrada, atracó en Putéolos. Lo vaciaron de carga y pasaje. La pareja de guardias portuarios pidió al dueño de la embarcación que le mostrase la lista de pasajeros.
—Vexiliarios procedentes de Hispania. Pasajeros civiles. ¿Quién es este tal Pablo?
—Un ciudadano romano.
—Pues el nombre no parece romano.
—Se le conoce por Pablo, a secas. Es un predicador cristiano. Ha hecho un montón de conversiones en Hispania, por no mencionar a unos cuantos de estos vexiliarios. ¿Por qué? ¿Pasa algo?
—¿Cuánto tiempo llevas fuera de Italia?
—He estado tres años cubriendo el trayecto entre Hispania y las Baleares. ¿Por qué?
—El cristianismo es religión prohibida. Bajo pena de muerte. ¿Dónde está el Pablo ése?
El dueño del barco señaló en dirección a un hombre de vestiduras pardas, muy cetrino, muy calvo, muy enjuto, y también muy anciano. En aquel momento se echaba el hato al hombro, disponiéndose a abandonar la zona del muelle. El oficial portuario que acababa de hablar lo hizo de nuevo:
—¿Y él tampoco lo sabe?
—Está en las mismas que yo. ¿Qué pensáis hacer?
—Dar cumplimiento a las órdenes recibidas.
Acudió un manípulo y Pablo quedó arrestado, sin comprender la razón. Trató de resistirse, pero manos muy fuertes lo retuvieron. Lo condujeron a las instalaciones del cuestor neapolitano. Pablo fue el primero en hablar:
—Parece ser que estoy detenido. ¿Puedo preguntar por qué?
—Supongo que tienes derecho a que se te explique. La religión que predicas ha sido prohibida. La verdad es que no deberías sorprenderte.
—¿Por qué?
—Es una actividad contraria a Roma. Sois caníbales, bujarrones, incendiarios y Júpiter sabe qué más.
—Muy bien. ¿Se me van a imputar, a mí, personalmente, talos cargos?
—No. El Estado no prescribe ningún formalismo jurídico.
—¿Ni siquiera cuando se trata de un ciudadano romano?
—Son legión los ciudadanos romanos que prendieron fuego a su propia ciudad.
—¿Qué va a ser de mí, entonces?
—Vengo obligado a disponer tu ejecución inmediata. Así están las cosas, hoy en día. Mira —añadió el cuestor, que era tan calvo y tan cetrino como Pablo, pero mucho más joven—: no me gusta nada este asunto. Ni siquiera doy crédito a las historias que corren por ahí. En otros tiempos no nos comportábamos de este modo. Pero una orden es una orden.
Siempre órdenes de por medio. Roma acabaría atragantándose con sus propias órdenes. Pablo preguntó:
—¿Crucifixión?
—No. Hacha. Es más rápido.
Le vino a Pablo un pensamiento indigno. La crucifixión no rompía. Los clavos atravesaban las muñecas, a veces incluso sin quebrantar los huesos. Una vez descendido de la cruz, bien podía resultar que un cadáver no fuese tal. Bolsillos de aire en los pulmones. Resurrección. Si Cristo hubiera sido decapitado, ¿le habrían visto los discípulos una tenue franja roja —como fino collar— que señalara el sitio por donde se había producido la milagrosa ensambladura? Pero a Cristo no lo decapitaron.
—¿Cuándo? —preguntó.
—Ahora mismo. Más vale acabar cuanto antes. Hay preparado un tajo en ese patio de allí. Tendré que llamar al verdugo. Créeme que lo siento.
Cuadraba bien que Pablo viera su fin en un puerto de mar. Roma nunca fue su ciudad, y es ilógico buscar sus restos en ella. Murió al viento del mar. Para la crónica oficial hizo la siguiente declaración:
—He de alzar mi voz en una última protesta por tan flagrante infracción de la justicia. Soy ciudadano romano. Me hallo libre de toda acusación. El Estado me exculpó de todos los cargos que contra mí se adujeron previamente. Soy judío y cristiano y, por ende, profeso creencias tolerables en el seno del Imperio romano. Tengo derecho a reclamar justicia.
No se tomó nota de tales palabras. Lo llevaron al tajo. Antes de colocar en él su pelada cabeza, pronunció una oración:
—Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Dios Padre, Dios Hijo v Dios Espíritu Santo, a vosotros encomiendo el alma de mis enemigos. Amén.
Oró en arameo. Cayó luego el hacha.
En Roma, a pesar de la muerte de su imperial arquitecto, seguían adelante las obras de reconstrucción. Caleb, habiendo dejado atrás las carnicerías del circo, trabajaba de capataz encargado del acarreo de bloques de mármol y de travertino. Derrumbaban una pared mellada, con intención de dejar espacio libre para algo más amplio, más alto, más noble. En la pared había grabado algo, apenas visible por la carcoma de la suciedad. Caleb lo limpió, dejando al descubierto un tosco dibujo en que se representaba un pez. Afirmó con la cabeza: conocía el signo. El Pedro aquél fue pescador; Tigelino, en cambio, nunca pasó de pescadero. Ahora, Cristo se había realmente convertido en pez. Caleb no era muy aficionado al pescado: sus músculos eran fruto de la carne. Pero se quedó contemplando el tosco dibujo con cierta ternura. Esa gente no iba a abandonar, así, por las buenas. La fe que practicaban era, al fin y al cabo, de origen judío. Y tampoco los judíos iban a abandonar, así, por las buenas.