NO SIN ALGÚN BOCHORNO, me percato ahora de que hace un año, justo y cabal, que emprendí esta deslavazada crónica; y en nada mejora este mayo al anterior. Lluvia, frío, reúma, hierba demasiado mojada para guadañarla. No aludiré a mis achaques corporales, salvo para maldecirlos por las dilatadas interrupciones que a mi tarea impusieron: tuve que desplazarme hasta Mediolano para que me viera un médico originario de Sicilia, con reputación de experto en enfermedades del bajo vientre; pero lo único que pudo hacer por mí fue prescribirme una dieta más suave que la mía habitual y aconsejarme que no luchara en exceso contra un estreñimiento crónico que —afirmó— por lo menos alivia, manteniéndolos inactivos, la irritabilidad de los tejidos internos y… Pero ¿qué se le da todo esto al lector? Bastante tiene con sus propios problemas. No obstante, puesto que el cuerpo y la mente conforman una unidad, ciertas deficiencias de mi pluma, y de la memoria colocada a su servicio, deben atribuirse a esa pereza intestinal que me aflige, al mismo tiempo, la carne y el cerebro. Ni un solo día me falta el dolor de cabeza cuando me planto ante el escritorio: me voy agachando con mimo, hasta entrar en contacto con los almadraques de la silla, y el dolor se me hinca, a modo de estilete, en la sintaxis. Padezco también de torpeza para recordar con la debida precisión los detalles de mi múltiple relato, basado en cosas oídas aquí y allá, nunca contrastables con documentos de probada autenticidad. Y, por último, me pregunto de qué sirve esta narración de un tiempo tan pasado, de una fe tan muerta, que difícilmente suscitarán el interés de ningún lector. Pero, con algo parecido a la desesperanza, sigo adelante.
Nos hallamos en el principado de Tiberio Claudio, que llegó a la púrpura a la avanzada edad de cincuenta años, sin otros méritos que los derivados de su glorioso hermano Germánico. Era de floja constitución, temblaba incluso cuando hacía calor, andaba a la recancanilla, tartamudeaba, y había permanecido demasiados años con la mente encapullada en erudiciones inútiles, como se guardaba el cuerpo en un capullo de lana. Lo que asombró al pueblo y al Senado, tras su ascenso al poder, fue su riguroso sentido de la justicia, que lo llevó a solicitar el juicio público y la consiguiente ejecución de los asesinos de su predecesor, Cayo Calígula. Marco Julio Tranquilo, que había asestado el primer golpe, vivió cierto tiempo con el alma en vilo, pero se tuvo por probado que no había hecho más que obedecer órdenes, que había sido mero brazo ejecutor de la inteligencia de sus superiores, de manera que no había lugar a imponerle un castigo. Pero no le escasearon los padecimientos.
Muchas noches veía en sueños la aterrorizada expresión del rostro de Cayo cuando se alzó el puñal, y oía el berrido de cochino degollado que emitió cuando le entró la punta y brotó la sangre. A veces despertaba a su mujer con sus aullidos. Él y Sara vivían en el Janículo, en una casita alquilada, desde cuyo diminuto jardín se dominaba la ciudad entera. En una mañana de enero, recién salido de su vigésima pesadilla, lo confortó despertarse a la luz hibernal, en los acogedores brazos de Sara, quien, a pesar de su infatigable comprensión, estaba empezando a hartarse de aquellos malos sueños.
—¿Otra vez lo mismo? —preguntó. Él asintió con la cabeza, enjugándose el sudor de la frente—. No te quedó otro remedio —añadió ella.
—No me quedó otro remedio. No se podía hacer otra cosa. Entonces, ¿por qué las pesadillas? Puede que no haya nacido para homicida.
—Ni para soldado, que viene a ser lo mismo.
Estaban en la cama, desnudos, abrazados bajo el cobertor de lana de punto suelto.
—Matar bárbaros no es exactamente lo mismo —dijo Julio—. Y no lo digo por mí, que no he matado a ninguno. Forma parte de la misión civilizadora de Roma. —Hablaba con ironía. Sara no entendió la expresión latina que había utilizado. Por romana que, en cierto modo, se hubiera vuelto, la lengua de los romanos seguía siendo, para ella, una especie de vestidura ajena, como la larga aljuba con cinturón que se ponía para salir a la calle, o el moño alto que con tanto desdén veía: el cabello negro se le desparramaba sobre la lana blanca—. Tenemos que meter en cintura a los de raza inferior.
Esas palabras sí las comprendió, porque las había oído antes, en Jerusalén. Dijo:
—Matar es matar. La vida es sagrada.
—¿Toda clase de vida? ¿También la de Cayo?
—Los nazarenos dirían que también la vida de Cayo era preciosa a ojos de Dios. —Se quedó pensando en lo que acababa de decir y lo descartó con un gesto. Julio besó su hombro moreno antes de decir:
—Pronto me voy a ver matando britanos.
—¿Quiénes son los britanos?
—Unas tribus que habitan en tierras septentrionales, al otro lado del mar, a veinte millas de la Galia. He visto sus acantilados del color de la tiza. Lo que Cayo quiso hacer, de mentirijillas, va a hacerlo Claudio de verdad. Hombres con el pelo amarillo y grandes mostachos. Bárbaros. Su lengua es un puro bar bar bar. Hay que someterlos al régimen romano y obligarlos a que se bañen.
—Al este, Palestina; al norte, esa gente. Todo bajo el poder de Roma. —Sara bostezó. La había despertado demasiado pronto.
—Tal es, oh romanos, vuestro destino: reducir al altivo, perdonar al humilde. Es de Virgilio. Y, sin embargo, algunos de los pueblos que conquistamos y sometemos son menos infantiles que nosotros. Los griegos tienen filosofía, y vosotros tenéis religión. Lo nuestro es sólo ejército, juegos circenses, calzadas y orgías.
—Espero que no soltarás semejantes ideas en la sala de banderas.
—Puede que no haya nacido para soldado. Me limito a seguir la tradición familiar. Pero ¿qué otra cosa puedo hacer?
—¿A qué hora entras de servicio?
—A mediodía.
—Hoy es nuestro Sabbat. Se me había olvidado. Son demasiadas las cosas que me haces olvidar. Ahí tienes otra conquista romana.
—Ya se ve.
Porque fue ella quien emprendió los abrazos. Se dice que Jesús Naggar santificó el emparejamiento de hombre y mujer no sólo mediante la institución que él denominaba sagrado matrimonio, sino también por la afirmación de su intimidad esencial:
—El propio Dios —dijo una vez— aparta los ojos cuando se abrazan los enamorados.
¿Con qué derecho, pues, voy yo a inmiscuirme en esos besos, esas caricias y esos gemidos de bajo el cobertor? Y, sin embargo, se me antoja que la contemplación del arrobo resulta, en cierto modo, terapéutica: hace que la sangre se retire de mis zonas de padecimiento para agolparse en glándulas demasiado largamente amodorradas… A ello, pues: entremezclad salivas, felices enamorados, sentid la excitación que os nace en las membranas de los labios, como, por simpatía, vibran con las pulsadas las cuerdas no pulsadas de la lira; abandonaos al cosquilleo de otras membranas y, en seguida, al demenciado acto de obediencia a la diosa cuya culminación se alcanza en un vocablo de universal plegaria. Hay en ello no poca religión: las llamas de una especie de infierno benefactor se convierten en cielo del que falta Dios, y, luego, en la frescura de un limbo llamado gratitud. Venus existe, por mucho que digan los rabinos. Tanto se celebra así el Sabbat como de cualquier otra manera.
Los que se tomaban más en serio el Sabbat, es decir, los que lo consagraban a Dios, se hallaban en las sinagogas; las más de entre éstas eran edificios bastante decentes, edificados al estilo romano con los dineros de mercaderes judíos y las perrillas de los judíos pobres. Había más de una sinagoga con problemas, aquel día, porque allí estaban los nazarenos, predicando el evangelio del hijo carnal de Dios y sus doctrinas de amor universal. En la sinagoga situada no lejos del teatro de Marcelo se encontraba un partidario de Cristo especialmente elocuente; de seguro que se trataba de aquel Mateo que en otros tiempos fue publicano. Surgieron los habituales gritos de blasfemia, lapidadlo, esto es una abominación realizada en presencia del Señor, pero un judío distinguido y moderado, Eliab bar Henon de nombre, dio un grito pidiendo silencio. Luego dijo:
—Hermanos, lo que llamáis blasfemias y abominaciones no son nada nuevo para los que estamos en Roma traídos por el destierro. Vivimos entre blasfemias y abominaciones peores que las aquí enunciadas. Me atrevo a sugerir que estas últimas constituyen materia de debate y reflexión, mientras que los horrores del paganismo romano constituyen el ajuar de nuestra vida diaria. Los toleramos y, con ello, conseguimos que se nos tolere. Pero recientemente ha habido en el exterior de nuestros templos unos alborotos y unos apedreos injustificados. Se han infligido daños a personas que los ortodoxos toman por agentes diabólicos de una heterodoxia tan dañina, que hasta los arcángeles tendrían que meterse plumas de las alas en los oídos para no escucharla. Y lo que yo me pregunto es: ¿qué les parecerá todo esto a los romanos? Les parecerá que los judíos se han convertido en gente desgobernada, indigna de la buena acogida que se les brindó. Y ¿cómo van a reaccionar los romanos ante lo que llamarán desorden judío? En el mejor de los casos, aumentándonos los tributos; en el peor, prohibiendo nuestra fe, por enemiga del orden romano. Así, pues, os ruego que escuchéis estas doctrinas heréticas, como las llamáis, con tranquilidad de espíritu y con ánimo de no enfrentaros a ellas sino por medios intelectuales o teológicos. Que expongan estos hombres lo que tienen que exponer, y replíqueseles con frío talante de debate. Dejemos que se vayan en paz. No digo esto para salvarles el pellejo, sino para salvar el nuestro. Es todo.
Y volvió a sentarse.
Sus sensatas palabras tuvieron escaso efecto entre los más acalorados y menos tolerantes de los hermanos allí congregados. Reanudaron éstos sus imprecaciones, y algunos salieron en busca de piedras. Pero Eliab bar Henon tenía más razón y estaba más en lo cierto de lo que él mismo pensaba. No podía saber, por ejemplo, que un respetable senador pagano, Licinio Novato de nombre, que estaba tomando el fresco en el campo de Marte, no lejos del Ara Pacis, no iba a tardar en verse asaltado por una banda de jóvenes judíos réprobos, tomando a Licinio, muy convencidos, por el maestro herético Azania bar Jeshua. Si había algún parecido entre ambos, éste tenía que ser muy superficial, porque Licinio Novato iba sin barba y con el cabello corto, y no llevaba ninguna prenda judía. Pero buen número de nazarenos había abandonado el modo de vestir judío, y, además, muchos de tales renegados eran griegos, siempre indiferentes en materia de apariencia externa. La chusma de jóvenes barbados fue dispersada, con su buena tanda de palos, y Licinio Novato, que no había sido objeto de lesiones graves y que despreciaba el carácter vindicativo de la ley, como buen estoico, y amigo de Séneca, no quiso llevar las cosas más lejos. Pero cuando, más adelante, junto a una sinagoga situada al pie del Janículo, hubo un alboroto antinazareno que resultó en quebrantamiento de la cabeza de un niño romano, que por allí pasaba con su niñera, la cuestión del desgobierno judío se convirtió en tema de debate senatorial.
El Emperador Claudio tenía enemigos en la Curia. Uno de ellos, un tal C. Silvio Rústico, pronunció un largo alegato contra él en su presencia, con el recinto hasta los topes; pero lo principal de su asunto no era la barahúnda de la comunidad judía. Éstas fueron sus palabras:
—Todo el mundo sabe que el mandatario imperial ha sobornado al ejército para que apoye su irregular designación. El Senado todavía tiene que confirmarla, y dudo que lo haga. En lo relativo a los Emperadores, nuestra experiencia reciente nos ha llevado a muchos, diré que a la mayor parte de nosotros, a un muy sensato deseo de restaurar la república. Bajo la república floreció Roma, y bajo la república volverá a florecer. Con la monarquía imperial se ha visto sumida en la desgracia, bañada en sangre inocente, y tardará en desprenderse de su olor a cadáver.
Hubo grandes aplausos, y también alguna manifestación de desacuerdo. Unos cuantos abuchearon al Emperador cuando éste se puso en pie. Pero las apretadas mandíbulas y el erizar de lanzas de la escolta militar silenciaron a los más timoratos. Claudio dijo:
—Honorables senadores. Es mucha la mmmmmodestia con con con que…
Su tartamudeo suscitó un estrépito de gallinero entre los togados que se hallaban más lejos de la escolta militar. A Claudio se le almagró el rostro y se le hincharon visiblemente las venas del cuello. Por algún milagro transitorio, sus dificultades del habla se desvanecieron casi por completo y empezó a expresarse con claridad y fuerza. Éstas fueron sus palabras:
—Sí: los mismos de entre vosotros que acogisteis en silencio, o incluso con aprobación, los excesos de Tiberio César y de Cayo Calígula César os apresuráis ahora en divertiros como niños pppppequeños con mis limitaciones oratorias. Hablo a cobardes, a aprovechados, a homicidas, a nonadies, muy prestos a encogerse ante el látigo del tirano, pero muy reacios a comprender que la enfermedad de Roma sólo puede sanarse mediante un cambio esencial, no por el mero ajuste de su constitución pppppolítica. De pie ante vosotros se halla el médico o, mejor, el cirujano que, tras administrar el emético, ha de extirpar la úlcera. Roma volverá a ser lo que fue: una polis en la que ningún hombre ha de temer la injusticia, una capital en la que poder pasear libremente por la noche, con un pueblo unido en el regreso a la virtud romana y a la veneración de los dioses romanos, libre del afeminamiento y de la contaminación de Oriente. Lo que propongo es una ccccconcepción más amplia de la definición misma de lo romano. Quienes asuman las características romanas, ya procedan de la Galia, ya de Germania, ya de Asia, podrán tenerse por romanos…
Esto último provocó una gritería, pero Claudio, valientemente, pasó sobre ella.
—La romanización de los galos ya está en marcha. ¿Con qué resultado? Con el de no haber tenido que levantar la espada contra ninguna revuelta ni ningún desacuerdo en la Galia. Espero ver galos en esta noble Curia…
C. Silvio Rústico se puso en pie, mofándose. Claudio no lamentó la interrupción. Le raspaba la garganta y, sin el trago de agua de cebada que, a escondidas, tomó de un frasco, habría podido caer en un colapso de graznidos. Al Emperador le quedaba algo por decir, pero era Rústico quien tenía ahora la palabra:
—No te detengas, César. Llena la Curia de canalla oriental, carente de todo respeto hacia las viejas virtudes romanas, capaz de escupir en los dioses romanos. Convierte a Roma en el centro de mestizaje de un Imperio mestizo. Tráete judíos, con todas sus barbas, musitando plegarias a su deidad tribal. Conquista Britania, para que esos comedores de galletas, con su trasero amoratado, llenos de piojos y sin quitarse los apestosos pellejos de perro con que a duras penas cubren sus desnudeces, expongan sus barbaridades en esta noble casa y profanen su mármol sempiterno.
Hubo rugidos de aprobación. Claudio se secó la boca con el dorso de la mano antes de gritar:
—Como tantos otros profesionales de la retórica, el noble senador mete más ruido que razón lleva. Britania será conquistada, sí, pero pasarán muchos años antes de que llegue a ser algo más que un obediente y hosco tributario. En cuanto a los judíos… No los queremos en Roma.
Por fin obtuvo la casi unánime aprobación de la Curia. Entre los que se golpeaban las palmas con el puño y gritaban: «Bien, bien, bien», no eran minoría quienes tenían hipotecadas sus fincas a prestamistas judíos.
—Los judíos —prosiguió Claudio— ni pueden ni quieren asimilar el modo de vida romano. Sus pendencias sectarias son un azote para el orden público. Son una raza errabunda. Pues que sigan vagando, hasta dar en Palestina, o en cualquier otro paraje bárbaro de Levante. Ya adoren a su propio dios, ya a ese esclavo deificado que llaman Cresto, tan blasfemo el uno como el otro, para Roma, se alegrarán de encontrar un rey judío esperándolos. Un rey nombrado por Roma. Seguirán perteneciendo a Roma, pero a saludable distancia. Pagarán sus impuestos, pero no nos asquearán con su piedad supersticiosa y su falta de disciplina. Y si tal medida no es aceptable para el Senado, entonces el Senado no es digno de asesorar a su Emperador.
Hubo unos cuantos silbidos, pero también gritos de apoyo. Claudio volvió la vista hacia el jefe de su guardia personal, que ya no aferraba con tanta fuerza la empuñadura de la espada. Se hizo, con la cabeza, un gesto de propia aprobación. Los judíos eran útiles. Un excelente mecanismo para unificar lealtades.
HERODES AGRIPA I, cubiertas de púrpura y oro las indecorosas mantecas, se dirigía hacia el Templo en una litera. Por delante de él marchaban los dignatarios de la fe. A quienes abrían camino los compositores de música conmemorativa y solemne, los intérpretes de sacabuche y vihuela de péndola, los tambores de variado calibre. Aleluya. Judea recibía con alborozo a su monarca. Se disponía éste a ascender hasta el lugar en que habían sido consagrados milenios de reyes, donde se le impondría el manto y la corona de su potestad. El pueblo, jubiloso, vociferaba su nombre. Él recibía los aplausos sin sonreír, porque —tenía que reconocerlo— no se encontraba bien: a base de ungüentos y pociones, sus médicos no habían logrado sino provocarle náuseas, además de un apresuramiento del corazón, que latía desfasado con respecto a los tambores triunfales. Habría preferido encontrarse en la cama.
En las filas más alejadas de la multitud que abarrotaba el recinto del Templo, y que los guardias, con sus corazas recién pulidas, apartaban a fustazos del trayecto de la procesión, estaba Pedro en compañía de Yago, hijo de Zebedeo. Yago dijo:
—Con esto se calmarán los zelotas. Por fin tienen lo que querían.
Pero Pedro le replicó con palabras dignas de un zelota insatisfecho:
—No te lo creas. Esto no es más que Roma disfrazada. Lo peor de ambos mundos, si quieres que te lo diga. Arrogancia romana e intolerancia sacerdotal. Nuestros enemigos, por fin, entran en posesión de un látigo oficial.
—¿Nos quedamos esperando los latigazos —preguntó Yago—, o ponemos tierra por medio?
—Unos nos iremos y otros nos quedaremos donde estamos.
El cortejo real ascendía por la escalinata, hacia el amplio vestíbulo. Los músicos habían dejado de tocar. En el interior, voces de hombre y voces de muchacho se mezclaron en un himno. Heredes Agripa I iba a ser coronado. Tenía ganas de acabar cuanto antes.
LOS JUDÍOS aún no habían sido devueltos a su real casa. No se había promulgado la esperada ley. Pero ya estaban despidiendo, sin miramiento alguno, a aquellos de entre los judíos que desempeñaban cargos oficiales —aunque de baja categoría— en la administración: contadores del tesoro, funcionarios municipales. Algunos de ellos trataron de hacerse pasar por romanos castizos, manifestándose dispuestos a demostrar su respetable paganismo mediante los correspondientes sacrificios a los dioses; pero hubo levantamiento de faldones, hecho con malos modos, y hay cosas que no pueden disimularse. En uno de los gimnasios imperiales, Caleb, alias Metelo, asistía con tristeza —pensando que aquélla era la última vez— a un entrenamiento de púgiles y gladiadores. Estaba olfateando el sano sudor y escuchando el golpeteo de los cuerpos al chocar contra el suelo, cuando, con toda la suavidad posible, el regidor de los juegos planteó la mala noticia.
—Así están las cosas, Metelo. ¿O prefieres que te llame por tu verdadero nombre?
—Es inútil fingir, ¿verdad?
—Si fueras rico, como uno de esos usureros tripones, bueno… Ya sabes lo que podrías hacer. Comprar. No oficialmente, por supuesto. Pero se hace. Su puta majestad la emperatriz Mesalina se está haciendo rica, a la chita callando. Lo nunca visto: venta de ciudadanías.
—Bueno —dijo Caleb—, aquí termina una promesa del atletismo.
—Por mí te podrías quedar, ya lo sabes. Lo mismo me da un griego que un judío, o que un pedazo de negro. Tú tienes facultades, muchacho. Pero me juego el cargo. Le tienen puesta la proa a tu gente.
—¿Sabes por qué vine a Roma? —le preguntó Caleb.
—A medio estrangular al Emperador. En eso cumpliste. No, ya lo sé. ¿Sabes cómo se llama?
—Sólo he conseguido enterarme de que es militar. Menuda… cómo lo llaman… menuda profanación, como dirían en mi tierra. Un romano casándose con una judía.
—Eso la convierte en romana. O sea que ella está a salvo. Y no me vengas a mí con sangres puras y sangres impuras, hijito. Todas las sangres son iguales. Y he visto muchas. Yo soy tan buen árabe-siciliano-romano como cualquiera que se me ponga por delante. Ser romano no tiene nada de malo. Las cosas como son. Lo siento. Buena suerte.
Le tendió la mano a Caleb: era un hombre de color marrón, con la nariz semejante a un pico de ave y con una musculatura que, por acción de los años, se iba trocando en adiposidad. Luego, cruzando la arena sobre sus gastadas sandalias, se encaminó hacia el nuevo gigante panonio: un tipo de siete pies de alto, por lo menos, que estaba haciendo turno para que le enseñaran a sacar ojos y quebrantar dedos. Caleb, tristemente, se marchó.
Y tristemente anduvo por las animadas calles, instalado en la costumbre de buscarla desesperadamente. Mujeres. Matronas romanas de clase patricia, en sus literas cerradas; pordioseros graznando por limosnas; monedas arrojadas, de vez en cuando, por una mano blanca y enjoyada que aparecía entre las cortinillas. Vejarronas vendiendo higos. El descaro de las jóvenes romanas, riéndose entre ellas. Pasó por uno de los mercados pequeños, donde vendían mimosas y azafrán en tubitos, y donde las amas de casa de baja condición hacían por sí mismas la compra, en busca de pechos de lechal, cuartos de vaca, rojos como el vino, pajaritos, dátiles y calabazones. Había una mujer que regateaba con un tendero, muy a la animada manera de Jerusalén. Caleb sólo le veía la espalda, por la que fluía su pelo negro. Se atragantó como con un pedazo de pan duro. Estuvo a punto de gritar «¡Sara!», pero no era Sara. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Meterse a mendigo? Era fuerte, joven, buen trabajador, pero también judío. Quizá en las afueras de la ciudad, en las fincas, pudiera contratarse como jornalero; allí nadie se preocuparía de investigar pactos con Jehová. Alguna faena monótona, con el arado o el azadón. Aunque, para abandonar su busca en la ciudad, lo mismo le daba embarcarse hacia Palestina. Vio y oyó a un cantante callejero que desafinaba. Cántanos un canto de Sión. Caleb probó a fingirse cojo: veterano del ejército, señora, mutilado por asquerosos judíos, en tierras distantes, al servicio del Imperio. Pero no tenía los años suficientes. Lo que sí tenía era hambre. Cuando un vendedor de hogazas se volvió de espaldas para recoger las piezas de dos libras que guardaba en un cesto, en la trasera del tenderete, Caleb afanó un bollo liso de la pila descuidada. Lo escondió bajo su capa romana. El agua correa gratis en las fuentes de Roma. Unas cuantas calles más allá, se sentó al suave sol, no lejos del fabricante de tiendas que parecía pertenecer a su misma raza. No intercambiaron ningún saludo, sin embargo. Caleb masticó con minucia su bollo seco y, más tarde, bebió dos almuezadas de agua. Dios sabía qué era lo que iba a hacer en el futuro.
EMPEZABA EL FUTURO de Pablo. Estaba sentado al sol, dando puntadas a la lona para tienda, en la calle mayor de Tarso, cuando vio, perdido entre la multitud, a un hombre a quien estaba seguro de conocer. Éste, deslumbrado por el resistero, pisó un vasto boñigo de camello, soltó una muda imprecación, se quitó la sandalia y se aproximó, brincando sobre un solo pie, al muro; allí se puso a rebañar la porquería con un trozo de tiesto. Pablo pensó que el hombre había ganado peso desde que se conocieron en Jerusalén. No conseguía acordarse de cómo se llamaba, pero, de pronto, la palabra consuelo le flameó en la cabeza. Eso era: hijo del consuelo.
—¡Bernabé! —llamó.
Bernabé, sonriente, se acercó a él con un solo pie, porque aún no había terminado de limpiarse la sandalia.
—Me estaba preguntando cuándo vendría alguien —dijo Pablo.
—Ha pasado mucho tiempo —dijo Bernabé, mientras estrechaba la mano de Pablo, cuyos dedos se habían endurecido de tanto trabajar con la aguja de hueso.
—Nunca es demasiado el tiempo para aprender. Leer. Pensar. Predicar un poco. Pero tengo que confesar algo de impaciencia. La vida no es larga, aunque sea eterna.
Bernabé asintió con la cabeza. Epigramas, sutilezas, paradojas. Pablo tendría que desembarazarse de todo eso cuando…
—He cometido el error de presentarme en casa de tus padres. Me soltaron al perro. Vengo de Antioquía, donde vamos tú y yo a trabajar juntos. ¿La conoces?
—He estado un par de veces. Pero no en mi nueva encarnación. Es una ciudad llena de prostitutas.
—Les gusta más denominarse siervas de la diosa. Pero, lo creas o no, son los paganos gentiles los que desean la conversión, no los judíos.
—Lo creo. Los paganos carecen de prejuicios.
—Bueno, no hay problema alguno en predicarles la venida de un mesías, porque ni siquiera saben lo que es eso. Comprenden Kyrios y soter y Christos. Nos llaman christianoi. Ése es nuestro nuevo nombre, ahora: cristianos.
—Se te ve bien alimentado. Sin mataduras. El trabajo marcha bien, ¿no?
—Necesito que alguien me eche una mano.
Pablo emitió un vago sonido de insatisfacción.
—Sin controversia, sin compromisos teológicos. Arcilla, y no piedra. De eso se trata, ¿no?
—Primero predicamos a los judíos. Eso ha quedado claramente establecido. Pero hay un buen número de medio judíos… Ya sabes: los que quieren a Dios sin tener que arrancarse el prepucio. Muchos acuden a la sinagoga y, en cuanto oyen hablar de Christos, comprenden que ésa es la respuesta que esperaban.
—Nunca pensé en la nueva senda como en un término medio —dijo Pablo—. ¿Qué es lo que predicas? ¿La redención del pecado y la necesidad del amor universal?
—Lo que predico es la esencia de la fe —dijo Bernabé—. Es decir: el amor. Claro, hay que volver a definir la palabra. Para muchos de ellos, está asociada con la diosa y con lo que los romanos denominan Daphnici mores.
—No conozco esa expresión.
—La moral de Dafne. Dafne es un suburbio de Antioquía, a una legua del centro. Allí veneran a Astarté, o Artemisa, o Diana, o como quieras llamarla. No veo mucha diferencia entre ella y Venus o Afrodita. Empiezan venerando la fertilidad, representada por una madre Tierra de grandes ubres, pero luego dejan la fertilidad en manos de la naturaleza y se dedican a lo que llaman el acto amoroso. Ya conocerás el sitio.
—Lo conozco. ¿Predicas la resurrección?
—¿La resurrección de Christos? Bueno, ésa es la piedra angular, ¿no te parece?
—Me refiero a la nuestra, a nuestra resurrección. Si él volvió a levantarse, nosotros también. Si él se llevó su carne al cielo, nosotros nos llevaremos la nuestra. Y no quiero decir que nos llevemos los huesos y las tripas al cielo, en un carrito. He estado meditando mucho acerca de esta cuestión, Bernabé. Es sutil. La carne se transfigura. No nos convertimos en ángeles, que nunca han sido de carne. Somos un orden nuevo… Los que alcancen la salvación, por supuesto.
Bernabé exhaló un suspiro.
—Son gente sencilla. Lo que les entra bien en la cabeza es el pecado y su redención. No creo que estén preparados para nada más profundo. O todavía no.
Pablo había seguido con sus puntadas, los ojos en sus pensamientos y los dedos en exhibición de una habilidad independiente de su dueño.
—¿Cuándo salimos? —preguntó.
—Tan pronto como estés listo. Tengo dinero para el viaje. Antioquía es una gran ciudad, la tercera del mundo por su tamaño. Hay en ella mucha abundancia. No tenemos que preocuparnos del dinero.
—Vamos entonces a no desplazarnos por tierra. Crucemos la bahía en barco, rápidamente.
—¿Estás listo?
—En cuanto recoja un par de sandalias y una muda. He dormido aquí, en la tienda. Tengo que despedirme de ellos. Pedaías, el hombre para quien he estado trabajando, tiene un aprendiz bastante bueno. No me echarán en falta.
En Dafne, en la frontera con el desierto de Siria, se alzaba un templo pagano bien dotado de dinero pagano. Estaba consagrado a la diosa Astarté, cuya efigie de oro, un opulento bajorrelieve de veinte pies de altura, resaltaba en el ladrillo de la fachada. La efigie era bastante fantasiosa: el ancho cuerpo de la deidad había sido provisto de senos supernumerarios, añadidos al generoso par que la vinculaba a sus sacerdotisas mortales y, ciertamente, a la bendita virgen María, madre de Cristo. En el entorno del edificio, a doce pies por encima de los ojos, habían tallado representaciones del acto erótico: hombre y mujer, pero nunca hombre y hombre, o mujer y mujer. Con ello podría parecer que se proclamaba la santidad del acto en sus aspectos generadores; pero sólo una de las imágenes mostraba el franco empujón de la espada viril en la vaina femenina; en las restantes se gloriaba toda una variedad fantástica cuyo fin no estribaba en la procreación según las leyes de la naturaleza: penetración anal, bucal, axilar, intercrucial; besos de grosera inventiva; apetitos lindantes en el canibalismo. Era obra griega y siria, y marcaba la amplia distancia existente entre el concepto que los hebreos tienen del impulso sexual, implantado por Dios y dirigido a poblar las tribus y cubrir la tierra de soldados y pastores, y los más refinados afanes de las ciudades asiáticas y mediterráneas, donde el medio se exaltaba por encima del fin, estimulándose su ramificación en una diversidad de formas limitada sólo por las restricciones anatómicas. De modo que la diosa de la ubre múltiple, representante, antaño, de la fertilidad, representaba ahora unos arrobos que poca relación guardaban con ésta. No se trataba de Venus, quien, como nos recuerda Lucrecio, era divinidad de los animales en celo, tanto como de la filoprogenie humana, y los animales ignoran todo arrobo que vaya más allá de los sencillos requerimientos de la biología. Así, pues, la diosa era Astarté, o Ashtoret, o la helenizaban llamándola Ártemis, o la romanizaban con el nombre de Diana. Diana, claro está, era una diosa virgen, pero la virginidad puede, con buen ahecho, presentarse como estado en que se desdeña el propósito generativo del amor. El amor, como acababa de decir Bernabé, tenía que ser objeto de una nueva definición —dentro de la revelación cristiana, que es como Antioquía quiere que la llamemos ahora—. Y Bernabé consideraba que Pablo erá el hombre adecuado para tal redefinición.
Cierto día, un par de meses después de la llegada de Pablo y Bernabé a Antioquía, un joven médico llamado Lucas, griego pagano, desmontó de un caballo al que llamaba Tersites (quizá por su fealdad y mal temperamento) y entró en el santo edificio. Era oscuro de tez, bajo de estatura, bien constituido, no carente de fortuna, y llevaba un par de ajorcas de oro para hacer evidente el modesto éxito que había obtenido en su profesión. Entró en el templo con ademán contenido, en su calidad de médico llamado para atender a un enfermo, y venteó el aire embalsamado, en el que humeaban el nardo y el sándalo, sin experimentar la más leve agitación erótica. Una sacerdotisa atendía un fuego del que se alzaban deliciosos perfumes hacia un sonriente icono de marfil, figuración de la diosa. Embellecía artísticamente el suelo del templo un mosaico greco-sirio en que se pintaba el acoplamiento de Apolo y Ártemis (porque el culto de Astarté había surgido de mitos solares y lunares de origen occidental, con posterior superposición del misticismo asiático). Había por todas partes unas cabinas cerradas, por delicadeza, mediante cortinas de seda; la sacerdotisa, una hermosa y oscura mujer que ya no estaba en su momento de esplendor, señaló en dirección a una de ellas. Lucas, con un gesto de asentimiento, entró en la cabina indicada. Tendida en la cama vio a una muchacha con aspecto de no encontrarse bien. Era una de las prostitutas del templo, de cuyos favores podía gozar todo el que pagase un apreciable tributo en oro a la diosa cuyo poder ella evocaba. Al principio, tales favores se brindaban, gratis, a todo el mundo; pero las quejas de las profesionales seglares de la ciudad, combinadas con el saneado poder adquisitivo de la clase sacerdotal gobernante, habían impuesto un razonable límite a la disponibilidad. La muchacha, que se llamaba Fengari, poseía un cabello del color de la tinta, era tan pálida como su tocaya lunar, estaba exquisitamente constituida y tenía la nariz recta y los negros ojos plantados a buena distancia en el rostro. Estaba desnuda y no sentía vergüenza. Lucas se planteó su desnudez como necesidad clínica y examinó de cerca las pústulas oscuras que, como setas en torno a un árbol, le circundaban las partes pudendas.
—¿Duele al tocar?
—Lo mismo que un fuego.
—Has estado en contacto con un hombre sucio. El tuyo no es un oficio limpio. Toma este ungüento y póntelo a discreción. Bébete esta poción con un poco de agua. Y —añadió Lucas— deja esta ocupación.
—No se trata de ninguna ocupación. Soy servidora de la diosa. —Estaba indignada.
—No me vas a impresionar. Esto es lo que yo llamo un burdel de alta categoría.
—La diosa te fulminará.
—Es a ti a quien parece haber fulminado.
La muchacha, enfurruñada, señaló con un gesto hacia un par de piezas de plata que lo esperaban en una vitrina de cedro. Lucas las cogió y se las embolsó.
—Tu servicio a la diosa queda temporalmente interrumpido —dijo, con burlona aspereza—. Volveré dentro de una semana.
De regreso hacia la ciudad, fue recitando al aire cálido los versos que había escrito aquella mañana. Al igual que tantos otros médicos, tenía deseos de sacar un libro. No estaba satisfecho de lo que había escrito: una especie de poema épico en hexámetros homéricos, centrado en las correrías de un personaje de corte odiseico por las islas griegas, en busca de la Ítaca de la verdad filosófica. ¿Dónde yacía la realidad? ¿En el invisible mundo de las ideas o en la tosca tangibilidad del orden natural? Había leído a Platón. A Platón no le habría gustado el poema, por el mero hecho de ser literatura, pero ¿podía la literatura, podían los relatos de extrañas y miríficas aventuras, abarcar adecuadamente la filosofía? Al entrar en la ciudad vio que la filosofía se hacía volutas en el aire, como humo, para desvanecerse luego en el viento. Porque el mundo material imponía a gritos su prevalencia: mercaderes y pordioseros y sucios chiquillos desnudos revolcándose por el suelo; sobre todo, mujeres y muchachas con los pechos y las caderas al ataque, conscientes de su papel en el mundo del placer. Daphnici mores. Juvenal, en alguna de sus sátiras (la tercera, al entender de Lucas), se lamentaba de que un albañal como el Orontes, el río de Antioquía, vertiese sus contaminadoras aguas en el Tíber. Leía tanto en griego como en latín. Como si hubiera querido poner emblema a la contaminación, el caballo Tersites se detuvo, según acostumbraba, para depositar una pesada carga de cagajones en los guijarros del suelo. Al terminar, volvió a responder al acicate y emprendió el trote hacia la cuadra. Ésta era de alquiler y estaba a cuatrocientos codos de la casita, también alquilada, en que Lucas vivía solo. Se hallaba en una calle arbolada en cuyo sombreado tramo final, con un almacén de cuatro pisos cerniéndosele encima, se alzaba la sinagoga a que Lucas —incircunciso buscador de la verdad— asistía de vez en cuando. Con el maletín bien agarrado, se encaminó hacia ella, tras haberle puesto un poco de heno a Tersites y haber cerrado con llave la puerta de la cuadra. Le había llamado la atención el gentío que se congregaba en torno a la sinagoga. La gente, al parecer, no conseguía entrar, por culpa de la aglomeración del interior. Lucas conocía a los dos judíos que vinieron a quejársele. Amos, cuya joroba tenía el aspecto de una mochila que alguien le hubiera injertado, dijo:
—Cuando un buen creyente no puede entrar en su propio lugar de culto… Abarrotado de gentiles… No te ofendas, doctor… Una elocuencia de tres al cuarto… Y además extranjeros.
El otro, que era tuerto, cacareó junto a su cofrade en la deformidad:
—No te acerques, tú que eres pagano griego, si no quieres que te violen la inocencia. Predican la resurrección y curan a los enfermos. Vas a perder unos cuantos pacientes.
—¿De quién se trata? —preguntó Lucas.
—Del enano calvo de Cilicia.
Lucas se abrió camino cortésmente y vio una mollera calva y un par de manos gesticulantes. Oyó:
—Nos deja la verdad de su inmortalidad y la de todos los que creen en Él. Nuestras almas, aquí en la tierra, se unieron a nuestros cuerpos en el momento mismo de la concepción. El alma no se extingue igual que el cuerpo. Cuando el alma se aparta de esta vida, con la muerte, deja el cuerpo en una nueva situación. Por mediación de Él vivimos eternamente, porque Él se llevó al cielo los rasgos modificados del hombre. Si hubiera regresado como espíritu angélico, no sería uno con el padre, porque su substancia no se distinguiría del la del padre y, por consiguiente, no podría, con propiedad, llamársele hijo. Fue al adoptar la carne humana cuando se trocó en hijo, e hijo sigue siendo. Pero también nosotros somos hijos del cielo, hechos de substancia no angélica. Él conquistó la muerte y nosotros somos sus camaradas de conquista. Vosotros buscáis la renovación, como la buscamos todos. La renovación empieza por la aceptación de un pacto con la divinidad, cuyo símbolo será el acto del bautismo. Y ¿qué es el bautismo? Voy a explicarlo.
El tuerto se llamaba Elifás. Dijo a Lucas, que se marchaba:
—¿Te ha impresionado?
—Tiene mucha fuerza.
—Mucha y mala. ¿Por qué no se larga toda esa gente? ¿Por qué no pueden seguir las cosas como están?
¿Por qué, se preguntó Lucas, para sus adentros, no será todo el mundo tuerto? Se fue a casa, a dar cuenta de su simple colación de habichuelas con pescado de río, ambos hervidos. Tomó de la vitrina su muy castigado manuscrito: lleno de tachaduras, de enmiendas, de interlineaciones. Lo estudió mientras trataba de retirarse de los dientes, por succión, una engorrosa piel de habichuela. «Canto la búsqueda de quien, despreciado de sus compañeros, / Indagó por mares e islas, bajo un sol indiferente, / Mudo a toda pregunta, a toda enfebrecida cuestión…». Tal vez no hubiera nacido para poeta. La poesía no era sólo versificación. Ni nacido para filósofo. Y, además, escribir sobre alguien que viaja, cuando él no se había desplazado nunca diez millas más allá del Orontes… Lo que tenía que hacer era buscar él mismo. Estaba atado a un menester no precisamente respetado en una ciudad en que la magia y la superstición arrojaban mejores dividendos. Se estaba estancando.
Fue casualidad que al día siguiente pasara por la orilla izquierda del Orontes en el momento en que, a la esplendorosa luz del sol, se celebraba una ceremonia bautismal. Vio en acción al hombrecillo calvo. La zambullida del paciente, por así llamarlo, el anuncio de la esperanza de curación. Bernabé, a quien Lucas conocía vagamente, estaba junto a él. Una especie de función mágica. Cabalgó hacia el pueblo, donde tenía a un niño en tratamiento contra el quiste hidatídico, sin éxito. Larvas de solitaria alojadas en la tripa hinchada. Resultaban inútiles todas las purgas. El niño perdía peso. Cuando regresaba, los bautizadores seguían en el tajo. No había, supuso, nada malo en ello. Ceremonia, gesto de fe y de esperanza, señal de gracia interna, lo que fuese.
Llegó a Antioquía un anciano llamado Agabo. Era alto y fornido, y poseía la mirada exoftálmica característica de los profetas. Lucía una larga alcandora pardusca que le dejaba al aire las peludas pantorrillas. Colgando del cuello, en una cadena, llevaba una cruz. Estaba diciendo:
—El emblema de la vergüenza se ha convertido en enseña de la victoria. Aleluya.
Se incorporó a un grupo de cristianos que había en casa de Ágata, viuda convertida, antigua pagana; allí compartían habitación Pablo y Bernabé. Agabo devoró, con ganas y casi sin hablar, todo lo que le pusieron delante. Chasqueó la lengua ante el dulzón vino sirio, soltó un discreto regüeldo, y dijo:
—Os predicó que dierais de comer al hambriento, y de beber al sediento. ¿Me equivoco? No me equivoco. Pues, lo que yo os diga, no van a faltar hambrientos en Judea. La verdad, eso de dar de beber al sediento nunca me ha parecido más que una especie de adorno verbal, en una tierra donde no escasea el agua. ¿Me equivoco? No me equivoco. No son sueños solamente, hermanos, sino hecho probados. Han sido tres malas cosechas, una detrás de la otra, y el precio del grano se está situando más allá de lo que la gente puede desembolsar.
—No es sólo Judea —dijo Bernabé—. La propia Italia. El Emperador Claudio tiene en qué ocuparse, y no precisamente por males de digestión.
—Que alimente a los suyos —dijo un hombre de edad mediana, llamado Asaf—. Y en los suyos se incluye el pueblo de Judea. A los romanos todo se les vuelve pedir, sin dar nada a cambio.
—Judea tiene ahora su propio rey —dijo Agabo—. Pero está muy por encima de pequeños detalles como dar de comer al pueblo. ¿Me equivoco? No me equivoco.
—¿Qué es lo que quieres? —le preguntó Pablo.
—Que tus cristianos gentiles sepan en qué consiste el esfuerzo físico de la misericordia. Hay mucho dinero por aquí. Haz que llegue a Jerusalén. Bernabé y tú estáis hablando de regresar.
—Para recibir nuevas instrucciones, sí —dijo Bernabé—. Pero sólo cuando hayamos dado por concluida nuestra misión en Antioquía. Todavía no tenemos suficientes diáconos.
—No vais a encontrar mejor misión que la de llevar dinero a Jerusalén. Se puede comprar trigo en Egipto, e higos en Chipre. El precio es elevado, pero ¿qué otra cosa podía esperarse? Va a seguir subiendo, así que lo mejor es comprar antes. ¿Estoy equivocado? Que vuestros fieles de Antioquía piensen en los de Jerusalén. Ésta es una ciudad rica.
—¿Cómo están los graneros de Judea? —preguntó Pablo.
—Queda para dos meses, si se distribuye con justicia. Pero los ricos se están apelotonando, y Heredes Agripa cuenta su oro. Tenéis un asunto urgente entre manos. Creo que no me equivoco en cuanto a la prioridad. Sé que tengo razón.
Las pústulas oscuras que la hieródula tenía en las partes pudendas habían remitido, más por efecto del tiempo y de los secretos jugos curativos de la naturaleza que por la medicación de Lucas. Éste salió del templo con su par de piezas de plata y se llevó la sorpresa de encontrarse al calvo de Pablo a unos veinte codos de la fachada, mirando a la diosa sin veneración alguna en el ademán. Lucas no pudo impedirse un comentario:
—Estudiando a la enemiga, ¿verdad?
Pablo lo miró penetrantemente.
—El exceso de pechos la hace muy poco seductora, como enemiga. ¿Nos conocemos?
—Soy Lucas el médico. Te he escuchado un día, en la sinagoga del paseo de Aish, como la llaman. Donde hay unos depósitos de harina.
—Yo creo que te he visto un día a orillas del río, con el aire de quien quiere nadar pero no se atreve, por si el agua está fría.
—No me había hecho demasiado feliz —dijo Lucas— esa curación taumatúrgica vuestra, si así puede llamarse. La del viejo que estaba convencido de no poder utilizar el brazo izquierdo. Más tarde me dije: bueno, al fin y al cabo, la curación es siempre cuestión de confianza, lo que vosotros, seguramente, llamaríais fe.
—Y ¿cuál es tu fe, Lucas el médico? Acabas de salir de donde yo no entraría aunque me fuera la vida en ello.
—Estaba practicando mi ciencia, en lo que valga. Una de las enfermedades del amor.
Pablo torció el gesto ante esa afirmación, aunque el término eros no podía confundirse con agape. No obstante, dentro del matrimonio, que venía a constituir una licencia para gozar de los dones de aquella diosa de allá arriba, el uno se expresaba mediante el otro. Lucas dijo:
—¿Has caminado hasta aquí nada más que para ponerle mala cara a la policólpica? Yo he venido a caballo. Te presento a mi malhumorado penco, llamado Tersites. Con mucho gusto te llevará a la grupa.
—Gracias —dijo Pablo—. En cuanto a la policólpica, como tú la llamas, empleando un término un poco grotesco, pero de alguna resonancia homérica, es y no es, al mismo tiempo, el enemigo. Estaba pensando en nuestra madre Eva, que nos trajo al mundo y que, por curiosidad mujeril, hubo de meterse donde no la llamaban, para descubrir el pecado. El abrazo carnal se glorifica aquí de un modo que va contra la naturaleza. Eva se halla, en cierto modo, detrás de todo esto. Temo al enemigo, pero yo también tuve madre.
Ahí se estaba, con el ceño torvo, mientras el caballo de Lucas, impaciente por la falta de hierba de los alrededores, mordisqueaba el atadero que había en el atrio exterior del templo.
—No quiero —dijo Pablo, con algo de desafío en el tono, como si estuviera tratando de dar réplica a una acusación— declarar la guerra a las mujeres. La diosa, sin embargo, no es ninguna aparición ficticia; es real. Hay que combatirla. Más allá de ella sólo se extiende el desierto, como ves. No gobierna la hierba, ni los árboles, ni los trigales —emitió un suspiro—. La diosa es un engorro tremendo.
Emprendieron a caballo el camino de regreso a la ciudad. Pablo, para no caerse, iba aferrado a Lucas, con sus recios dedos de fabricante de tiendas. Dijo:
—No has contestado a mi pregunta acerca de tu fe.
—Todavía no me ha llegado el momento de echarme al agua —dijo Lucas—. Está demasiado fría.
—Hay quien necesita tiempo para pensárselo. Otros experimentan una especie de impulso brusco en el que apenas si entra la reflexión. Está bien, tómate tu tiempo. A lo mejor ya te lo has tomado cuando yo vuelva.
—¿Dejas Antioquía?
Se alzaba la luna, tan corcovada como Amos, el judío pendenciero.
—La diosa —dijo Pablo— no es más que metal muerto. Pero con metal muerto se compra de qué comer. Sí, salgo hacia Jerusalén, con dinero de Antioquía. Pero volveré.
Más tarde, al entrar en la ciudad, llena de vida por los irredentos, añadió:
—Ojalá fuera cierto. Lo de que es metal muerto, quiero decir.
MARCO JULIO TRANQUILO fue trasladado de la Guardia Pretoriana a la Legión Nona. Podía ello tomarse por taimado gesto del propio Emperador: puesto a derramar sangre, era mejor que Julio se dedicase a los bárbaros. Porque Claudio, a quien el Senado había decretado los ornamentos triunfales, aspiraba a los honores de su propio triunfo en Britania. El Emperador, con quien la familia de Julio se consideraba emparentada, aunque por la rama plebeya, invadió Britania, pero no logró conquistarla. La farsa de Calígula ya la conoce el lector. Claudio zarpó de Ostia, llevando consigo a Julio, como parte de una plantilla de oficiales que iba a incorporarse a la Legión Nona, acuartelada por el momento en el norte de las Galias. No fue un viaje fácil. Estuvieron dos veces a punto de naufragar, una en la costa ligur y otra por un viento impetuoso que los sorprendió en aguas de las islas Estécades. Pero llegaron salvos a Masilia y emprendieron la marcha hacia el norte, camino de Gesoriacum. Desde allí, con buen tiempo, cruzaron la manga de agua del Canal, y se encontraron con que los bárbaros los estaban aguardando. No Íes costó trabajo someterlos.
Claudio plantó su bien ornada tienda en una rica llanura, y quedó admirado del potencial agrícola de la Britania del sur. Pero aún no había llegado el momento de emprender la colonización intensiva; por ahora, la cosa consistía en cobrar un buen botín bárbaro y en empaquetar unos cuantos prisioneros de guedejas amarillas con destino a Roma, para que dieran prez al triunfo imperial. Marco Craso Frugi, veterano oficial general, dio orden de que se prendiese fuego a unos cuantos asentamientos indígenas y de que degollaran a sus habitantes, incluidas las mujeres y los niños. Cargaron en carromatos romanos un crecido número de enseres nativos, por los que se evidenciaba que la complicación artística no necesariamente constituía índice de elevada civilización. Los escudos, las espadas y las vasijas eran de bronce y hierro, y presentaban elaboradísimos ornamentos.
No se prolongó mucho la estancia de Julio en el frente. A dos millas de la costa, él y sus compañeros de expedición encadenaron una fila de prisioneros y los hicieron marchar hacia los navíos. Surgieron de un matorral dos guerreros británicos aislados y, al ver a un oficial romano con las piernas al aire, le arrojaron sus lanzas. Una de ellas salió desviada; la otra, afilada como un cuchillo y lanzada con buena puntería, se hincó profundamente en la pierna derecha de Julio. Soltando una imprecación, trató con ambas manos de arrancársela; pero le había entrado demasiado. Tuvo que llamar a un soldado raso. El soldado, una vez cacareada su conmiseración, extrajo el asta, dejando dentro el rejón. Julio se desvaneció. Cuando recuperó el conocimiento se halló tendido a proa de una barcaza, ante un borroso panorama de acantilados calizos que se iban alejando. Los prisioneros británicos, tan membrudos como desdeñosos, contemplaban su padecimiento sin dar muestras de satisfacción. Un asistente le restañaba la sangre con lana blanca, cuyas hilachas se quedaban adheridas a los labios de la herida.
—Hay algo roto, ahí dentro, centurión. Habrá que ponerse en manos de la naturaleza, como suele decirse. Te vas a tirar una buena temporada sin hacer la instrucción.
La crónica imperial no mencionó ni batallas ni bajas, romanas, naturalmente. Habían sometido un buen sector de la parte meridional de la isla, dejando guarniciones. El lento proceso de colonización podía, en un futuro próximo, emprenderse con la adecuada seriedad romana. Hubo un espléndido triunfo en Roma, en el que no participó Marco Julio Tranquilo. Estaba en casa con su mujer, que acababa de dar a luz una niña. Sara se empeñó en ponerle Rut, aunque el padre quiso honrar a una querida tía suya poniéndole el nombre de Flavia. Flavia o Rut, según el momento y la ocasión. Julio, cojeando por todo el dormitorio, mecía los gritos de la niña. Sara miraba desde la cama, sin manifestar sentimiento alguno. El estrépito de las bucinae triunfales se oía incluso desde aquí, desde el Janículo.
Claudio, encaramado en su biga, radiante, llevaba la corona náutica, con su friso de estilizadas proas; simbolizaba la conquista del océano, es decir: veintitantas millas de canal. Tras su biga venía la emperatriz Mesalina, bella como la luna. Aquella misma mañana había solicitado del gurrumino de su marido que le hiciese ofrenda de una escolta militar. Lo justificó diciendo que tenía enemigos. Claudio contestó que ya vería lo que podía hacer. Marchaban en pos de Mesalina los generales victoriosos, látigo y azote de unos bárbaros con el culo al aire que apestaban como perros viejos; los generales llevaban la pretexta —toga con franja púrpura—, señal del honor que habían obtenido. Marco Craso Frugi, que ya había merecido tal distinción en una campaña anterior —contra adversarios de verdad: los pelirrojos danubianos— no se dignó ponérsela esta vez. Montaba un caballo ricamente enjaezado y vestía una túnica con brocado de palmas, árboles que no crecían en las neblinosas islas septentrionales según él conquistadas en nombre del Emperador.
DE VUELTA EN JERUSALÉN, el rey Herodes inspeccionaba la tortura de un joven nazareno o (será mejor que nos atengamos al término antioqueno) cristiano: Simón, hijo de Cleofás, a quien ya tuvimos ocasión de conocer y, hasta ahora, tener olvidado. Dijo a los torturadores:
—Probad de nuevo.
Los dos togados (lo normal era que los torturadores fuesen medio desnudos, pero hacía frío en los subterráneos reales) retorcieron hacia atrás los brazos de Simón, hijo de Cleofás, casi hasta el punto de ruptura. Simón aulló:
—¡No lo sé! ¡Ya os he dicho que no lo sé!
—Por última vez —dijo Herodes—, ¿dónde está ese tal Pedro?
—No está en Jerusalén. Ninguno de ellos está en Jerusalén.
—Mientes. Se han quitado de en medio, ¿verdad? Quiero saber dónde se ocultan.
—No lo sé.
El rey, sentado en un pequeño escabel, miraba fijamente a Simón. Este subterráneo era histórico, y en él se conservaban las correspondientes señas de la historia: herrumbrosas manchas de sangre en las paredes enjalbegadas. Aquí, su abuelo, Herodes el Grande, había supervisado la tortura infligida a los criados de los magos, esos reyes de oriente que se negaban a declarar su punto de destino. Lo sabían, claro; y sus criados también tenía que haberlo sabido, pero, antes de revelarlo, murieron de algo, quizá el corazón, que se les rompió en los adentros. Lo que el nieto estaba haciendo ahora guardaba estrecha relación con aquel fracaso de Herodes el Grande en obtener respuesta adecuada a su quebrantar de huesos. El niño había huido a Egipto, pero era, en cierto sentido, responsable de aquellas brutales ejecuciones de inocentes. Si no hubiera nacido, se habrían evitado todas aquellas muertes. Herodes Agripa tenía previstas otras ejecuciones políticas.
—Ayer —dijo— te vieron con uno de ellos. ¿Quién era?
—No era yo. Yo no…
—¿Cómo se llama? —El joven se desmayó—. Dadle otro poco de bautismo —ordenó Herodes, jocosamente. Le echaron encima el agua del Hebrón que había en un cubo de madera, y el chico, presa de temblores, volvió en sí.
—Venga. El nombre.
Esta vez hubo un hueso que dio un chasquido, inaudible en aquel vasto subterráneo vacío. Antes de la siguiente ruptura, más impuesta como castigo que por causa de tormento, Herodes Agripa obtuvo lo que andaba buscando. Luego acudió a una reunión con el viejo Caifás, a quien ya tenían que llevar a cuestas a todas partes, porque sus piernas habían perdido por completo el poder de locomoción. Cuando tomaron asiento en una de las estancias reales —cuyo ajuar resultaba desalentadoramente pagano a ojos del viejo sacerdote—. Herodes Agripa se percató de que, sin manifestarlo, Caifás reprobaba aquel real barrigón, que no era monstruoso fruto, como parecía, de la demasiada indulgencia, sino de una enfermedad, y sólo de una grave enfermedad. Iba a curarse, no obstante. El médico jefe estaba esperando que le llegara de Chipre una purga infalible. Herodes Agripa solía pensar en la muerte, pero no en la propia.
—El tal Yago pasa por ser el jefe local de los nazarenos. Pero yo de quien ando detrás es de Pedro. Él es la cabeza de ese cuerpo. Si lo desmochamos, el movimiento entero perecerá.
—¿Estás seguro de eso?
—Bueno, sea como sea, con ello daremos gusto al pueblo. Y una de mis obligaciones, como monarca, consiste precisamente en hacer que el pueblo esté contento.
—Más contento estaría si le dieses pan.
—Todo llegará. La próxima cosecha va a ser rebosante. Volviendo a Yago. He descubierto dónde se oculta. Lo sometemos ajuicio sumario y descargamos ante las puertas de los nazarenos toda la culpa de la escasez de trigo. El disgusto de Dios, y cosas por el estilo.
—Yago —dijo Cleofás— no ha ofendido gravemente la ley judía. Incluso cuando ha aplicado los principios nazarenos, lo ha hecho con mucho cuidado de no mencionar la igualdad entre judíos y gentiles. La gente, en su mayoría, lo tiene por un buen judío ortodoxo, sólo que convencido de que el Mesías ya ha venido y se ha vuelto a marchar. No tiene enemigos, que yo sepa.
—De acuerdo —dijo el rey—. Pero si a quien queremos es a Pedro, y a aquellos de sus compinches que aún sigan por aquí, la decapitación de Yago los sacará de sus escondrijos. A quien tengo en mente, desde luego, es a Pedro. Él es el auténtico blasfemo. Lo que pasa es que Yago está más a mano.
—Me incomoda todo esto —dijo Caifás—. Un poco. Quien no me suscita ningún escrúpulo de conciencia es ese Saulo que ahora se hace llamar de otro modo. Ahí tenemos un renegado confeso, y, si no me equivoco, está ahora mismo en Judea.
—Pero es muy astuto, y no vacilará en apelar a su condición de ciudadano romano. Demasiado peligroso y demasiado difícil. Y no sería oportuno echarle el guante, aunque pudiéramos. Se ha traído dinero de Antioquía con que comprar pan para el pueblo. El pueblo es estúpido. Sería difícil persuadirlo de que un hombre así es un delincuente.
—El delito no se expurga con buenas obras.
—Vete con ese cuento a los que se mueren de hambre en Jerusalén. Prefiero decirles que la actual escasez es culpa de los nazarenos. El disgusto de Dios ante su herejía cae sobre todo el pueblo judío. La sangre de Yago nos congraciará ante el Señor. Su olor le resultará grato.
—Cosas que tu majestad no cree en absoluto, si oso decirlo.
—Bueno, creo que cada pueblo único ha de tener su propia fe, asimismo única. Pura política. Y, por supuesto, también creo en la divinidad. Creo, incluso, en los atributos humanos que le conferimos. El Emperador Cayo, que se estará pudriendo en el infierno, si existe tal cosa, me lo hizo aprender. El rey es el elegido de Dios y, por ende, su representante visible en la tierra. ¿Cuándo va a colocarse mi efigie en el Templo?
—Eso no puede ser, y tú lo sabes. El Sanedrín se opone unánimamente. Por el propio bien de su majestad el rey. Y, sean cuales sean tus reales deseos, tenemos una fe que defender.
—Sí, claro. La sacrosanta y eviterna fe judía en el padre de las tribus, lleno de amor y desamor, piadoso y vengativo. Perdona mi escepticismo privado. He vivido en el mundo. En Roma, quiero decir.
Yago, hijo de Zebedeo, fue atrapado sin gran dificultad en el sótano de Cleofás. Lo encarcelaron sin previo juicio y lo condujeron al atrio exterior del Templo para ejecutarlo al modo romano, poniéndole la cabeza en el tajo y decapitándolo por espada: un pesado espadón con ambos tajantes exquisitamente afilados. Llegó con las manos ligadas por delante, consciente de que era el primer apóstol que se enfrentaba al martirio, y, por tanto, perversamente dichoso. Iba con él Ezra, su guardián. Los dos hombres, con el verdugo, marcharon hacia el tajo a golpe de tambor. Había murmullos entre la multitud, pero ningún griterío. Herodes Agripa ocupaba un solio portátil. Alzó el dedo para que cesara el tambor y luego se dirigió a sus súbditos, gritando (y cada impulso de la voz le metía un puñal en las entrañas):
—Pueblo de Judea, hermanos en la santa fe, estamos aquí congregados para dar testimonio de una justa ejecución. Nuestra fe se ha visto asaltada por una perniciosa herejía. Los herejes han sido tratados con gran tolerancia, porque el pueblo judío tiene un pecho generoso y carece de prejuicios; pero la contaminación de los gentiles nos ha revuelto el estómago y nos ha agotado la tolerancia. Israel es uno, y tiene que seguir siéndolo. Somos un pueblo y una fe, y la fuerza de tal fe debe hallar expresión no sólo en la piedad pasiva, sino también en algún eventual centelleo de la espada de la justicia. Ello, especialmente, cuando el Señor da muestras de su disgusto. ¿Acaso no nos lo ha mostrado con la hambruna? Este hombre, cuyo nombre es Yago, está condenado. Cumple con tu cometido, verdugo.
Ezra, el guardián, habló ahora con claras palabras:
—Rey de Israel, si se me permite hablar, he vigilado a Yago desde el momento de su detención. No he hallado en él sino el bien. Me he convertido a su fe. Si él merece la muerte, yo también la merezco. Pero no moriré sin denunciar la injusticia de esta carnicería.
Herodes Agripa vociferó:
—Si buscas la espada del verdugo, no tienes más que apoyar la cabeza en el tajo. Servirás para probar el filo. Añades a tu herejía el gran pecado de la deslealtad. ¡Verdugo!
No todo el mundo contempló la decapitación de Ezra. Hubo mujeres que apartaron la vista e hicieron que sus hijos también la apartaran; y había guardianes del Templo y policías secretos que tenían orden de mantenerse ojo avizor, por si algún miembro de la fe nazarena salía de su escondite para asistir a la muerte del primer mártir apostólico. Mientras echaban a los perros la cabeza de Ezra, cercenada sin mucha pulcritud, y limpiaban con un trapo húmedo la sangre del tajo, uno de los guardianes hizo gesto de señalar: un anciano de barba blanca que miraba en derredor con aire artificioso. El anciano, viendo que lo señalaban, trató de escabullirse entre la multitud. Yago, mientras procedían a la minuciosa limpieza del tajo, miró en torno y se le escapó un gesto de contrariedad ante el hecho de que aquella ejecución pusiera en peligro a alguno de sus hermanos. El gesto no pasó inadvertido. Pero Yago quedó pronto incapacitado para toda traición inocente. Agachó la cabeza, sin aguardar a que el ayudante del verdugo lo empujara a ello; el impoluto espadón se alzó al sol inocente y volvió a bajar en seguida, cortando el cuello de Yago como si de un queso se hubiera tratado. Manó la sangre; la multitud, una vez proferidos los gritos de rigor, empezó a dispersarse. Los guardianes y los policías siguieron el camino que les había sido señalado.
No detuvieron a Pedro hasta el primer día de la semana de los ázimos, esto es, en la víspera del decimocuarto día del Nisán, también llamada víspera de Pascua. Lo encontraron, casi por casualidad, en el sótano de una casa incendiada y abandonada, al norte de la ciudad. Entró en él un niño, tras la pelota que se le había colado, a falta de puerta, por la escalera de piedra, y, al salir, tropezó con una pareja de policías que ocupaban su tiempo libre en comerse sendos trozos de pan.
—Hay un hombre ahí abajo —dijo el niño.
Cuando lo pillaron, confesó ser quien era, sin necesidad de que lo acuciaran; y lo llevaron inmediatamente a la fortaleza de la torre Antonia, situada no lejos de allí. Como era un prisionero valioso, lo guardaron cuatro cuaterniones de soldados. En la primera noche, cuando un sollastre, con un guardia al lado, le trajo agua y algo de comer, Pedro preguntó:
—¿Cuánto me queda?
—Eres un hombre de suerte. Van a tener la bondad de dejarte vivir hasta después de Pascua. Tendrás tiempo de darle vueltas al asunto, ¿eh? Cómete tu espléndida cena.
El plato metálico, con un mendrugo y unos cuantos jirones de anónima carne, pasada de cocción, resonó contra el suelo de piedra; con él venía una jarra de arcilla. Cerraron luego de un portazo. Pedro ignoró la comida. De hinojos en la fría piedra, oró en voz alta. Éstas fueron sus palabras:
—Señor, te estoy oyendo decir, aquella noche desde la que tanto tiempo parece haber pasado: no se haga mi voluntad, sino la tuya. Hago mías ahora tus palabras. Pero tú me convertiste en cabeza de la Iglesia, primer padre mortal de los fieles. Tengo una misión que cumplir, y solicito tu mediación para que me sea permitido llevarla adelante. Pero todo está en tus manos. En ti creo, Señor. En ti confío, Señor. Por encima de todas las cosas, Señor, a ti amo. Al menos, así lo creo. Sean perdonados nuestros enemigos. Que perviva la fe. Que yo vea el Reino. Pero —y alzó la voz, como si se hubiera estado dirigiendo a un cofrade de pesca, un poco duro de oído— no antes de que haya terminado mi tarea. Amén.
Suspiró, bebió un sorbo de agua y pellizcó el pan. Luego fue a la dura yacija y se tendió en ella. Como la plegaria es el mejor de los soporíferos, pronto empezó a roncar.
En su aposento de palacio, Herodes cavilaba sobre la purga chipriota. Hasta ahora, no había servido más que para intensificarle los dolores. No le parecía, en ese instante de la duermevela en que la fantasía se engolfa a grandes distancias de la razón, ser merecedor del trato que su cuerpo le estaba dispensando. Acababa de capturar y encerrar en una prisión al peor enemigo del Estado. No lamentaba que la celebración pascual impidiera el derramamiento de sangre. Le sobraba tiempo para preparar, con todos sus aditamentos, un juicio donde confluyeran lo secular y lo sagrado en una retórica de abominación, donde el pliego de cargos contra los nazarenos se articulara de modo impecable, y por el que la decapitación del padre de todas las mentiras —que era, al mismo tiempo, un ignorante pescador— pudiera presentarse como acto de piedad, mérito atribuible al monarca de Israel. Entraría en la Historia en calidad de salvador de la raza. Se solazó, poco antes de dormirse, en semejante ennoblecimiento: resultaba casi tan bueno como una medicina.
LA EMPERATRIZ MESALINA consiguió su escolta militar, que pusieron a las órdenes de Marco Julio Tranquilo. El manípulo de veteranos escogidos, algunos de los cuales lucían, como medallas, sus chirlos británicos, marchaba por detrás y por delante de la dorada litera, que, además de las frontales y traseras, tenía también varas laterales, a izquierda y derecha, por lo que requería el esfuerzo de ocho porteadores. Eran éstos unos germanos bastante obtusos, con aire de estar pensando (si es que algo pensaban) que, puestos a tener que trabajar, lo mismo daba eso que cualquier otra cosa. La litera, cubierta, llevaba una poltrona donde iba tendida la Emperatriz. De vez en cuando, algún amigo de lo más granado se tendía con ella. A Mesalina le gustaba copular mientras la paseaban por las bulliciosas calles romanas; con ello, el acto resultaba casi público. Marco julio no se tendía junto a ella, ni había recibido órdenes en tal sentido. Su aspecto era más bien severo, y se tomaba sus obligaciones con mucha seriedad. Parecía, además, que le dolía algo, porque tenía que apoyarse, para andar, en un bastón de endrino. El servicio a la Emperatriz no lo obligaba a caminar en demasía: su puesto estaba con ella, en la litera cubierta y con las cortinas corridas, sentado, remilgadamente, al pie de la poltrona. Más que otra cosa, la tenía intrigada: era guapo y, evidentemente, valeroso; había combatido; era serio, y Mesalina pasaba rachas, de unos diez minutos al día, en que gustaba de la seriedad.
La indudable belleza de Mesalina, combinada con su comportamiento inmoral, nunca deja de plantear problemas a esos filósofos que presentan la belleza, la verdad y la bondad como valores relacionados; con lo que desembocan en un místico anhelo de elevar esa relación a la categoría de identidad, invocando incluso a alguna deidad que posea tales valores como atributos. Dios, afirman tales filósofos, se manifiesta, aquí abajo, mediante bellezas, verdades y actos de benevolencia concretos; hablando con propiedad, semejantes valores deberían perder sus perfiles propios para confundirse en la sombra de la divinidad; pero ello sucede con tan poca frecuencia, que uno tiende a suponer que la divinidad condona una especie de fractura diabólica, o (y acaso lo que llevo escrito ya haya apuntado algo en tal sentido) demuestra su inefable libertad por el procedimiento de forzarse, a ratos sueltos, a la inconsistencia. Si tal es el caso, no hay por qué admirarse de cómo fracasaba Mesalina a la hora de emparejar su belleza con el amor a la verdad o al bien. Era una embustera crónica, y rigurosamente malvada. Pero su belleza, según nos la refieren, constituía un milagro. La simetría de su cuerpo cumplía todas y cada una de las reglas áureas de los arquitectos místicos; no había en su piel, que resplandecía como si, bajo el translúcido marfil, hubiera yacido una capa de oro, el más leve fallo; sus pechos, aunque generosos, desdeñaban, en su lozanía, la atracción de la tierra: enhiestos casi siempre los pezones, bien aparentes bajo el byssinos, como en perpetua excitación carnal; delicadamente bermejas las aréolas. Bastaba la contemplación de sus brazos desnudos, curvilíneos, para que a todo hombre le rechinaran los dientes por el ansia de recogerse en ellos; la suave lisura de su espalda, cuya esbeltez se afinaba por grados, hasta derramarse en la opulencia de unas nalgas perfectas, reclamaba interminables caricias. Era su rostro el de una virgen cuya castidad trascendiera las simples normas del culto a Diana, que, en lo más de su forma, es pura hipocresía: ojos pardos, muy grandes, muy separados; nariz que no incurría en el exceso (frecuentemente interpretado como seña de fuerte voluntad, pero que tantas veces afea los rasgos mediterráneos); y labios que si faltaban a la perfección era, tal vez, por su demasiada humedad —¿derroche de saliva?— y por una ligera tendencia a adelantarse que parecía mohín de permanente insatisfacción. Sus apetitos, desde luego, no se colmaban con facilidad; no tenían asiento, como suele suceder entre mujeres, en los nervios cruciales que custodian el centro de la generación, sino en sectores circundantes del cuerpo que, por lo general, se consideran demasiado remotos como para prenderse en llamas. Sus cabellos, pensó Julio, en un arranque de infidelidad que de inmediato se constriñó, eran todavía más ricos y más oscuros y más fragantes que los de Sara. No tropezó Mesalina, en toda su existencia, sino con un hombre capaz de proporcionarle todo el lujo de satisfacciones que anhelaba; y en conocerlo halló la perdición. Su imperial marido, a más de viejo, era tan incompetente en asuntos de cama como en otros foros de actividad; de hecho, el matrimonio había sido propiciado por Cayo, quien, conociendo las proclividades de Mesalina, había ideado tal procedimiento para humillar a su tartamudo tío con la desproporción.
Durante el primer recorrido que hicieron juntos, Mesalina trabó amena conversación con el capitán de su guardia, sin incurrir en el más leve atisbo de condescendencia. Su voz era tan hermosa como su persona: a su timbre volaban palomas, y fluía la miel, y veíanse, rebosando los muros, racimos de inasible madurez. Dijo, o cantó:
—Tengo entendido que en Britania te portaste como un hombre, Junio.
—Julio, señora.
—Claro. Así se llamaba el César a quien dieron muerte. Pero tú has matado a enemigos del César.
—No creo yo que los britanos sean grandes enemigos del César, señora. No son más que unas cuantas tribus ansiosas de que las dejen en paz con sus útiles de pesca, sus arados y sus luchas internas.
—O sea —arrulló ella— que no estás de acuerdo con la alta misión civilizadora de Roma, como la llama mi marido.
—No es eso exactamente lo que estoy diciendo, señora.
—No te preocupes, puedes hablar libremente con tu Emperatriz. Al fin y al cabo, no tenemos más remedio que ser amigos, ¿verdad?
—La Emperatriz se excede en su bondad. Soy el más insignificante servidor de la Emperatriz. Aunque tengo que confesar que no resulta fácil adaptarse. Mi oficio consistía en matar. Y ahora… A veces me asaltan dudas acerca de este nombramiento.
—Pues es muy simple, querido amigo. El capitán de mi guardia personal tenía que ser un hombre valiente, honrado, discreto: presentable. El testimonio de tus superiores me hace dar por sentado que reúnes las tres primeras cualidades. La otra podré apreciarla por mí misma. Dime: ¿estás casado?
—Sí, señora. Acabo de ser padre por primera vez.
—Estupendo. Los casados son más discretos que los solteros. Por fuerza, porque tienen algo que perder. Háblame de tu mujer. ¿Es bella?
—Mucho. Pero, claro —a Julio le asomó el galanteador que llevaba dentro—, no tanto como…
—Ya ya ya ya. Y ¿cómo se llama? ¿También es bello su nombre?
—Sara. Es un nombre judío. Y nuestra hija se llama Rut. Nombres cortos, penetrantes.
—Sí, como el reclamo de un pájaro. Y ¿cuál es la razón de que un oficial romano de vieja cepa se haya casado con una simple súbdita colonial?
—El amor, señora.
—Ah, entonces me parece bien. El amor me parece bien, Junio, perdona, Julio. El amor es todo en la vida. La vida no es nada sin amor. El amor salta por encima de todas las barreras, las formalidades, los votos, los deberes. Di a los esclavos que es aquí ya —añadió, apartando tres dedos el cortinaje. Julio golpeó la parte exterior de la litera con una vara que llevaba; luego, no sin dificultad, se apeó.
»Pobre muchacho —zureó Mesalina.
Habían llegado a una finca situada más allá de los huertos Servilianos, en el distrito trece de la ciudad, justo al norte de la Puerta Ostiense. Julio creyó saber a quién pertenecía la finca. Discreción, se aconsejó. Mesalina dijo:
—Permaneceré un par de horas aquí. Dispon la guardia en torno al edificio, por los jardines, con mucha discreción. ¿Sabes quién es el dueño de esta casa?
—No, señora —discretamente.
—Muy bien, muy bien. En cuanto a discreción, te pongo la nota más alta.
Sonrió con embrujo y fue contoneándose hacia la cancela. Cuando salió del campo de visión, uno de los hombres de Julio, que no se distinguía por disciplinado, miró de hito en hito a su capitán e hizo gesto de rebanar un gañote.
—Si fuera mía… —dijo.
Y así se iba cumpliendo con el deber, si tal cosa podía denominarse deber. Había también el asunto de las respuestas glandulares de Julio a la casi cotidiana propincuidad de su Emperatriz, a quien el lino, más que cubrir, desnudaba. El cuerpo de Julio se plegaba ante la naturaleza, diosa ciega, hermana de Fortuna, y no quería saber nada de la palabra amor ni de la palabra fidelidad. ¿En qué consistía, exactamente, su tarea? Bastantes veces se lo había preguntado Sara, mientras daba de mamar a la niña. Bueno, tengo que vigilar las dependencias de la Emperatriz. ¿La ves mucho? Apenas. Está muy por encima de nosotros, pobres soldados. Pues no es eso lo que me cuentan. ¿Quién te lo cuenta, Sara? Todo el mundo lo sabe. Un día de éstos, recelaba Julio, le iba a llegar una orden de la Emperatriz, mientras se balanceaban camino de alguna discreta indiscreción en el Esquilmo, o cerca de la Naumachia Augusti, el Teatro Náutico situado no lejos de su casa arrendada, o pasados los huertos de Lóculo, en la vía Pinciana. De modo, Junio, perdona, Julio, que tu Emperatriz no te parece atractiva. He hecho azotar a hombres menos ingratos que tú. Ven, ponme la mano aquí. Merced a la ciega natura, sus noches con Sara estaban derivando hacia la orgía. Y las mujeres, que no tienen un pelo de tontas, siempre saben lo que está pasando. No le costaba trabajo imaginarse a Sara frente a la Emperatriz, de mujer a mujer, diciéndole:
—Si no dejas en paz a mi marido te voy a sacar los ojos.
Se los sacarían, sí, pero no una mujer. No faltaban, en la nómina imperial, sirios y panonios desalmados, adeptos a esa forma de castigo para la laesa maiestas.
Una buena mañana, Julio se levantó en el campo, con buen aire, entre cantos de gallos y gruñidos de cerdos. Habían dormido, él y sus hombres, con marcial dureza, en las instalaciones de una finca lindante con las propiedades de un tal Laturno, al sudeste de la puerta que daba a la vía Asinaria. En el palacete, la Emperatriz pasaba la noche con… Julio sabía con quién, pero era discreto hasta consigo mismo. Había desayunado sin gran refinamiento, leche de vaca, caliente, espumosa, recién ordeñada, y un pedazo de pan de ayer, con conserva de zarzamora. Ahora, mientras se llenaba el pecho de aire fresco, veía negro su futuro. Cualquier día la iban a descubrir, y él se vería acusado de deslealtad al Emperador. Estaba en el deber, siempre con discreción, de deslizar una palabra al oído de alguno de los funcionarios griegos del Palatino. Pero los del servicio secreto de Mesalina lo apuñalarían, discretamente, antes de que llegase tan lejos. La cara de pena del joven que, con un barrunto de negra barba, y rascándose como quien ha maldormido en un montón de paja, salía de uno de los graneros, se le antojó reflejo de la suya propia. El joven, tras echar un vistazo algo temeroso a Julio, que iba de uniforme y con espada, tomó hacia la vía Asinaria con unas prisas que bien podían calificarse de furtivas. Julio, en tono desenfadado, le gritó:
—¡Un momento! No te preocupes, no estás en peligro. ¿No nos hemos visto en alguna parte?
El joven se detuvo, todo entrecejo: ¿era cierto?
—En un combate de lucha. Tú eras uno de los púgiles. El otro llevaba puestas unas garras de gato, y ya no está entre nosotros.
El joven habló. Su latín no era bueno, con un arrastre de guturales de posible origen griego. Dijo:
—Sí, me acuerdo de aquella vez. Pero no tuve tiempo de mirar a los espectadores. Parece que he dormido donde no debía. Ignoraba que las fincas tuviesen escolta militar.
—Formo parte de la escolta imperial, en espera de las órdenes matutinas.
—No quiero saber nada de escoltas imperiales.
—¿Ya no luchas?
—Sí: lucho por vivir, pero no se me está dando muy bien. Un decreto imperial nos ha dejado a unos cuantos sin medios de subsistencia.
—¿Eres judío?
—No he dicho eso.
—Los judíos no pueden ni estar aquí. No te preocupes, que no voy a denunciarte a la policía. Estoy casado con una hija de Israel.
—¿Cómo se llama? ¿Cómo se llama? —El joven jadeaba, acuciante, abriendo y cerrando los puños.
—Sara.
—No. No es posible. ¿Te ha hablado alguna vez de un hombre llamado Caleb?
—Muchas veces.
Para Caleb, el hallazgo constituyó tal alivio, que estuvo a punto de desmayarse. Julio lo condujo a las instalaciones de la granja y le dio un vaso de leche, fría ya.
Uno de los dormitorios del palacete de Laturno, cuyo dueño se hallaba de viaje por Cerdeña, lo ocupaba una pareja que aún no se aprestaba a desayunar. No era un dormitorio lujoso: había algo rústico en su ajuar. Pero la cama era profundamente enorme. Mesalina, desnuda, yacía con los brazos enlazados a la desnudez de Cayo Silio, un joven patricio de apostura más bien vacua.
—¿Por qué tienen que acampar ahí fuera esos soldados? —preguntó él—. Me siento… Me siento bajo vigilancia.
—La Emperatriz ha de ser protegida de sus numerosos enemigos. No te preocupes, querido Cayo. No dirán nada. No se atreverán. De hecho, ni siquiera ven nada. La Emperatriz Mesalina hace visitas de cumplido. Y también de negocios. Todo está dentro de lo normal. No hay de qué asustarse ni por qué sentirse culpable.
—Tú, amor mío —dijo Cayo Silio, más a sus anchas—, eres de las que nunca pierden la inocencia. No sabes en qué consiste eso de sentirse culpable. En tu cutis no hay marca alguna de… De remordimiento, de compasión…
—¿Acaso piensas que soy cruel?
—De vez en cuando.
—La crueldad —dijo ella, que lo había leído en alguna parte, y que acababa de percibir, súbitamente, la verdad que en ello había— es uno de los más sabrosos condimentos del amor. Cuando no, no pasa de… De táctica, de protección de mí misma, del desempeño de mi cargo imperial.
—También el Emperador —dijo Cayo Silio, no sin afectación— tiene derecho a protegerse. ¿Cuál sería la reacción del Emperador si supiese que le están poniendo los cuernos?
—Por lo menos —dijo ella, contagiándose un poco de la afectación— no hago alarde de ello, ¿verdad? Claudio le pone ojos de carnero degollado a su propia sobrina, y le mete los gotosos dedos en la pechera cuando cree que nadie está mirando. Puah, con el viejo rijoso. El Emperador está por encima de un tabú como el incesto. Me temo que Agripina va a tener que beber algo no precisamente de su gusto. Y quizá comparta la copa con su baboso tío.
—A veces, meum mel, a veces me… ¿Cómo decirlo?
—¿Te revuelvo las tripas? ¿Te doy miedo? No te asustes nunca de las ideas claras, Cayo. En ocasiones tengo la impresión de que tú te crees que se puede uno meter en la cama de la Emperatriz sin pagar por ello: Mesalina es una ramera, pero distinta de todas las demás; sale de balde; la puta más necia del pueblo más tirado tiene eso en común con la primera dama del Imperio. Pero la Emperatriz Mesalina, corazón mío, lo cuesta todo. Ya lo descubrirás. ¿Cómo anda últimamente la beldad de Lolia Paulina?
—No lo sé. Está en Herculano. Vive su propia vida. Yo no digo nada, y ella tampoco.
—Si alguna vez se le ocurre decir algo —susurró tiernamente Mesalina, junto a la mejilla derecha de él—, hago que se trague las joyas. Se iba a quedar más embuchada que un ganso. Haría que me la pusieran delante, cubierta de joyas, de luz siderea, como decía aquel estúpido poeta, y luego la iría dejando en cueros, ristra de perlas por ristra de perlas, ristra de amatistas por ristra de amatistas, y ordenaría que se las fueran encajando por el gaznate.
Cayo Silio advirtió la excitación que había en el cálido aliento de Mesalina. Ésta añadió:
—Ciertas cosas hay que hacerlas, amadísimo Cayo. Tú y yo seguiremos juntos siempre siempre siempre, o tanto, que será lo mismo que siempre. De esta cama no se sale uno arrojando un par de monedas sobre la colcha y llevándose los dedos a los labios. Te quiero para mí sola, y por Cástor y Pólux —aferró con afiladas uñas las partes del cuerpo de Cayo que, por donaire, así llamaban— que no voy a de jarte ir.
Él, conteniendo un suspiro, dijo:
—Me siento halagado, pero, perdóname, cor cordium, no acabo de creérmelo. ¿De cuántos hombres has gozado en tu corta vida?
—¿Cuántos? No puedo contarlos. Me figuro que sólo con los nombres que recuerdo habría para llenar un libro. La mujer —añadió, vehementemente— tiene derecho a sus propios placeres. Hay pocos hombres que rebasen los bordes de la satisfacción femenina. Tú, zanganote mío, eres una verdadera excepción. Tú eres infatigable. No creo que poseas ningún otro talento. No eres una maravilla desde ningún punto de vista, pero tienes eso. Con fantasía y habilidad. Atribuyes a la vida del cuerpo su verdadera importancia. Eso es raro. No permitiré que te me escapes. Tú y yo nos vamos a casar.
Esto último casi lo hizo saltar de la cama.
¿Casarnos? ¿Estás diciendo que te vas a divorciar de Claudio y que yo me divorcie de Paulina? Eso es imposible.
Dos largos y tenebrosos divorcios. Sin registradores ni notarios, o como se llamen esos caballeros juristas. No me hagas más preguntas ahora. Queda mucho por hacer, querido Cayo, pero tampoco hay demasiada prisa. Mira con qué calma se lo toma el sol.
Se le abalanzó con desordenado apetito. La hora siguiente transcurrió en notable variedad de abrazos y penetraciones. Mesalina fue súcuba e incuba, yegua y jinete. Dejando la cama, utilizaron el suelo, las paredes, hasta el alféizar de una ventana abierta, sin que alcanzara ella a sentirse colmada, aunque Cayo, en algún momento, pensó que se iba a quedar ronca con los gritos de consumación. Vueltos a la cama, allí remató ella, por fin, el apogeo de su necesidad: el adorable rostro le resplandecía con un arrobo que sólo podía calificarse de santo. Todo esto resulta desagradabilísimo.
SANTO COMO ERA, en ciernes, Pedro, en su yacija de la prisión, no resplandecía del mismo modo. Dormía bien, a pesar de habérsele anunciado que aquella noche era la última, antes de su ejecución. Durante toda la semana anterior, lo habían estado trayendo y llevando de la cárcel para proceder a un lento juicio cuyo desenlace nadie ponía en duda. Le había llamado la atención el hecho de que los aspectos heréticos del mesianismo de su maestro hubieran interesado mucho menos al tribunal que la apertura hacia los gentiles de la nueva fe (que algunos de los sacerdotes informadores se habían declarado dispuestos, dentro de su argumentación, a considerar casi como expansión legítima de la ortodoxia). La conversión del centurión Cornelio se presentó como acto de profanación no autorizado; la voluntad de relajar las prescripciones básicas de la fe judía en lo relativo a higiene y comida, en atención a los gentiles, se presentó como brutal acto de desarraigo, en nada comparable a la acusación de mesianismo, que no pasaba de descortezamiento del árbol o desgaje de una rama. Se puso énfasis en el símil arbóreo: el árbol del judaísmo debe ser podado por sus cuidadores cualificados, lo que equivalía a deshacerse de Pedro, dejando sin cabeza el nuevo retoño de secta. En vano adujo Pedro que las innovaciones se originaban directamente en Dios: con ello no consiguió sino empeorar las cosas. En los informes finales se hizo alabanza de la vigorosa piedad del monarca de Israel, que no asistía al juicio, postrado en su lecho por culpa de unos atroces dolores de estómago; Herodes tenía garantizado un lugar de privilegio en la historia de la lucha de Israel por conservar la vieja pureza de la fe. A continuación, Pedro fue condenado a muerte con toda solemnidad. En su inocencia, solicitó que no se le crucificara del mismo modo que a su maestro, porque se consideraba indigno de ello: que lo clavaran a una ji griega o a una T romana invertida. Le respondieron que cómo se le ocurría pedir un castigo romano ahora que los romanos no gobernaban Israel. Lo correcto era que lo mataran a pedradas, igual que al griego Esteban, el hereje; no obstante, prevalió el precedente del espadón utilizado en el caso de Yago, como método de ejecución limpio, expedito y, en cierto modo, oportuno (dada la frecuente mención que del verbo desgajar se había hecho en el juicio, lo lógico era proceder a un desgaje literal y, deseablemente, definitivo). Cortada la cabeza de Pedro, los miembros de aquella detestable nueva fe perderían toda su capacidad de locomoción. Amén y aleluya.
Pedro dormía bien porque le habían puesto un narcótico en el vino. Roncaba de todo corazón, pero ningún visitante angélico habría dejado de observar la enfermiza palidez de su rostro: a pesar de su aceptación de la muerte, incluida la solicitud de que lo ejecutaran del modo más doloroso posible, seguía siendo más bien cobarde, y el color de su tez, en el sueño, así lo denunciaba. Una luz atravesó la ventana, y un gallo, creyendo que amanecía, rompió a cantar con todo su ánimo. Con ello despertó Pedro: ni siquiera en el más profundo de los sueños dejaba su mente de percibir el canto del gallo. Tenía la boca seca y con mal sabor. Había cesado el kikirikí. Ahora, en alguna parte, un perro aullaba a la luna. Pedro se sorprendió al comprobar que sus dos centinelas de vista dormían sobre el suelo de piedra. Se le antojó indignante: hay que cumplir con el cometido por el que a uno le pagan. Y en seguida vio que la puerta de la celda estaba abierta. Eso ya no era simple descuido de un carcelero. Tenía que tratarse de una trampa. Los centinelas durmientes roncaban con todas sus fuerzas, y no al unísono. Quizá hubieran bebido vino, ignorantes de que contenía un narcótico. Uno, cuando ve una puerta abierta, se siente invitado a traspasar el lindar. Cogió el viejo manto que había utilizado de cobertor y se envolvió en él. Luego, echó un cauto vistazo al pasillo, que alumbraban dos antorchas murales. Vacío. Había en todo el asunto algo terriblemente anormal, a no ser que, en realidad, siguiera dormido, soñando con evadirse. Pero una mirada al interior de la celda le mostró que su yacija estaba vacía. Alguien estaba maquinando su huida, pero ¿quién y cómo?
Entonces observó que en la parte exterior de la puerta habían garrapateado el nombre Joannis Markos, o Juan Marcos, con tiza amarilla. Así se llamaba el primo de Bernabé, quien tenía que hallarse oculto en Cesarea, junto con Saulo, o Pablo, como era ahora. Por acertada intuición, borró el nombre con el manto. Luego, sin fiarse del todo, avanzó de puntillas por el pasillo, hasta alcanzar otra puerta abierta. Daba a otro pasillo, situado en ángulo recto con el anterior; a unos cuantos pasos, hacia la izquierda, oyó el estrépito de algo que se parecía mucho a una borrachera generalizada. Había una puerta abierta, y de ella salía una luz que iluminaba el pasillo. Los guardias estaban celebrando algo. Le ganó la sensación de que no debía comportarse de manera furtiva, de modo que avanzó hacia la luz con cierta confianza, permitiéndose incluso un altísono carraspeo para aclarar la garganta. Desde el interior, alguien que lo había oído le preguntó, en mal arameo:
—¿Hay novedad?
Pedro contestó que no había novedad, cuidándose de emplear tonalidades judeas en vez de galileas. Luego pasó por delante de la luz y llegó a una cancela de metal, más bien delgada; tal como esperaba, con una parte del cerebro negándose a esperarlo, estaba abierta. Daba a un angosto cuerpo de escalera, por el cual bajó. Al cabo, se encontró al aire libre, en un jardín descuidado, con matorrales canijos y un pimpollo de árbol de Judas. Al otro extremo de un sendero cubierto de hierba había una puerta de hierro macizo. Se adelantó hacia ella, a la luz de la luna, que ya no levantaba sólo los aullidos de un perro. Temía que lo sorprendiera en cualquier momento un pelotón de soldados; que se presentase, incluso, un oficial flaco, de inclinaciones intelectuales, y que le dijese:
—Pensamos que no estaría mal dejarte una última brizna de esperanza, anciano. Es buena cosa, la esperanza. Yo la tuve a raudales, en mis tiempos. Pero nunca llegué a ninguna parte. Adelante, muchachos, haced un buen paquete con él y llevadlo para dentro.
Había, desde luego, una presencia, pero sólo en forma de viento que se levantaba. Con tanta violencia, que abrió de un trallazo la hoja izquierda de la puerta. Pedro se arrebató a salir, por los siete escalones que tantas veces había visto antes desde abajo y en una sola ocasión desde arriba, cuando se dio la vuelta para echar un postrer vistazo a la libertad. Se encontró en la calle desierta. La policía de Herodes Agripa lo estaría esperando a la vuelta de aquella esquina. Se había terminado el juego, tan cruel, de modo que avanzó con paso firme hacia sus ocultas garras. No había nadie. No estaban ahí. Su libertad era real. Corrió hacia ella, es decir: hacia donde vivía la madre de Juan Marcos.
Se metió por un callejón oscuro, en el que resonaban cantos beodos. Dos juerguistas tardíos, que regresaban a casa tomando un atajo. Halló abierta una puerta trasera y entró en un patio sin llamar la atención de los gatos, demasiado absortos en sus rituales cortejos. Pasaron los cantantes. La canción era un aire popular, sin chispa alguna, con la cual se había encaprichado, recientemente, la juventud de Jerusalén. Algo acerca de un chica tan erguida como un árbol de dikla. Volvió a salir justo cuando la parte cantada del cortejo felino, incitada quizá por los maullidos humanos, planteaba el riesgo de que despertasen los que dormían en la casa paredaña con el patio. Un hombre, mascullando, amenazó con arrojar un zapato viejo. Abandonando el callejón, cogió por una calle más ancha; en seguida, tras haber torcido a la derecha, llegó al arbolado barrio residencial donde se hallaba, lo sabía, la morada de la madre de Juan Marcos. Había luz en la casa: tal vez se hubieran reunido para rezar por el reposo de su alma; aunque lo más probable era que, ya que habían preparado su escapatoria de aquel modo todavía inexplicable, estuvieran esperando a que llegase él.
Pero la cancela exterior, que daba al jardín delantero, lleno de matorrales y de flores bien cuidadas, estaba cerrada. De una argolla de hierro colgaba una cadena con una campanilla. La hizo sonar. El tintineo fue muy leve, pero a él le pareció suficiente para despertar a la calle entera. La luz seguía destellando en uno de los pisos superiores. Volvió a llamar, atronadoramente, a su parecer. Esta vez se abrió la puerta delantera de la casa e hizo aparición una muchacha gorda. Pedro la conocía: se llamaba Roda.
—Roda —musitó—, soy yo, Pedro. Ábreme.
Roda replicó con un chillido y un portazo. La muy necia. Volvió a hacer sonar la campanilla, sin importarle ya que todo el mundo se despertara en aquella maldita calle. La muy necia y cretina y estúpida. La puerta delantera volvió a abrirse, y vio que la madre de Juan Marcos venía por el senderillo abajo con una llave en la mano. Dejó que Pedro pasara, y volvió a candar. Entraron juntos en la casa.
Juan Marcos estaba acostado. Todo el mundo lo tenía por un auténtico imbécil, inmune a las pesquisas de la ley. Ésta, durante la persecución de Saulo, sí se había interesado, en cambio, en la filantropía nazarena de su padre, que murió de inanición en uno de los campos organizados por aquél. Su imbecilidad estaba ya tan aceptada en la ciudad, que podía andar babeando por el zoco, robando manzanas sin que nadie le dijese nada y soltando guarrerías del tipo de «Jesús vive entre nosotros». Todos suponían que esa frase la había heredado de su padre, sin saber siquiera lo que significaba. En realidad, era un joven instruido. Ahora, mientras Roda se pegaba a la pared, asustada de aquella cosa que pretendía llamarse Pedro, dijo:
—Sigue creyendo que eres un fravashi.
—Un ¿qué?
—Es un vocablo zoroástrico que me parece útil. No es exactamente un ángel, ni un espíritu. Un fravashi. Tócala, venga, abrázala, dale un beso, demuéstrale que eres de verdad.
Pedro, con la cara torva, fue a acercársele, y ella se escapó dando gritos y tropezando con cosas.
—Es buena chica, pero tonta perdida. Su nombre significa rosa, aunque no huele precisamente a rosas. Bienvenido a la libertad.
Pedro se sentó pesadamente. La madre de Juan Marcos le dio un vaso de vino, sin narcótico.
—Lo que quiero saber —dijo él— es cómo lo has hecho.
—¿A qué te refieres?
—A cómo me has sacado de allí.
—Yo no he tenido nada que ver.
—La puerta de la celda estaba abierta, y alguien había escrito en ella tu nombre.
—No soy el único Juan Marcos que hay en el mundo.
—Quizá —dijo la madre— tuvieron en la misma celda a otro preso que se llamara Juan Marcos.
—Bueno, pues —dijo Pedro por entre su barba avinada— alguien tiene que haber comprado o matado a alguien. Aunque la verdad es que no vi ningún cadáver.
—Los amigos de la fe no tienen dinero —dijo Juan Marcos—, y tampoco matan. Debe de ser intervención divina, o algo así.
—Lo creeré cuando lo vea.
—¿Cómo sabes que no lo has visto?
—Es un maldito misterio, eso es todo lo que puedo decir.
—Pero no será maldito, precisamente, ¿verdad?
La madre de Juan Marcos era una mujer astuta, con reputación de devota hija de la fe estricta; era conocida por sus públicas denuncias de la fe nazarena y por el rico elenco de epítetos que dedicaba a sus partidarios. Los llamaba chacales, hijos de perra sin mamas, pedazos andantes de queso agusanado, ajos calvos corrosivos, pordioseros estreñidos, enfermedades con dos patas, y cosas semejantes. Había, incluso entre los miembros del Sanedrín, quien consideraba que algunos de sus términos de invectiva eran francamente excesivos; en especial los que atribuían a los nazarenos perversiones sexuales como, por ejemplo, la de meter la cabeza en el coño de sus madres, o la de profanar el culo de los inmaculados hijos e hijas de Jerusalén, etc… Aun así, nadie podía asegurar que estaba a salvo de las pesquisas de la policía religiosa: acaso alguien, algún día, acabase por comprender la razón de sus demasías en el denuesto.
—Quiera Dios —dijo ahora— que se te haya ocurrido borrar el nombre de la puerta.
—¿Tan tonto me crees?
—Muy bien, muy bien —dijo ella—. Así y todo, hay que andarse con ojo. Vas a tener que pasar una temporada en nuestro sótano. Hace frío, pero estarás a salvo. Tenemos un montón de mantas. Yago ya lleva un tiempo allí.
—¿Yago el Menor?
—Y ¿qué otro queda, desde que su majestad liquidó a tu antiguo camarada de pesca? Sólo Dios sabe cuánto tiempo tendrá que transcurrir, pero acabaremos por sacarte. Aunque Yago tiene la cabeza muy dura. Dice que su lugar está aquí, y que aquí se queda.
—¿Todavía no lo sabe Yago?
—¿Que tú te has escapado? ¿Cómo va a saberlo? Como la tonta de Roda no haya bajado y esté ahora mismo tratando de despertarlo para contárselo… Tiene el sueño pesado, nuestro Yago el Menor. La chica es una necia y, además, anda por ahí cotilleando. Va a tener que largarse.
—Si anda por ahí cotilleando, madre, razón de más para que se quede. Además, es de los nuestros.
—Eso dice ella. Pero es incapaz de distinguir el culo del dedo meñique, y perdonadme la forma de hablar. Con las chicas jóvenes no se sabe nunca, hoy día. Tienen la cabeza llena de sandeces, de historias de amor, de jovencitos y de canciones populares. Ni ella sabe qué es lo que es.
Pedro, de conformidad con un informe falsificado que más adelante se desfalsificó, fue debidamente decapitado a la mañana siguiente. No fue, por supuesto, el verdadero Pedro quien puso la cabeza en el tajo, sino un Pedro de repuesto, un delincuente de barba gris que llevaba mucho tiempo en la cárcel por un delito enteramente seglar (el homicidio de su yerno en una pelea de borrachos sobre a quién pertenecía una vaquita de plata, obra de finos artesanos de Éfeso, que uno u otro había robado a fulano o a mengano). Le dieron un bebedizo de efecto retardado y le vendaron fuertemente los ojos. Ya se sabía que el rey no estaba en condiciones de asistir a la ejecución, gemebundo en el lecho, como se hallaba; y no se consideró imprescindible que alguien pronunciara un discurso sobre los horrores nazarenos y cuánta justicia había en la ejecución de su más destacado exponente; esos detalles ya se habían cuidado durante el juicio de Pedro. Se dieron toda la prisa del mundo en enterrar cabeza y cuerpo, y todos los involucrados —los guardias, el capitán de la guardia, el gobernador de la prisión y sus ayudantes— soltaron un enorme suspiro de alivio. Si la noticia de la desconcertante liberación de Pedro salía alguna vez del ámbito de la prisión, para llegar, por vía del departamento de seguridad interior, a oídos de Herodes Agripa, se invocaría el Codex Criminalis —una de las rosas que el rey había importado de Roma—, y todos los funcionarios de la prisión se quedarían sin cabeza. Hubo unas cuantas flagelaciones, verbales y no tan verbales, en el seno de la prisión, hasta que cundió entre todos el acuerdo de que era mejor olvidar el asunto, sin perjuicio de que, durante cierto tiempo, perduraran en la cantina de los guardias los intentos de explicar lo inexplicable.
El rey Herodes Agripa, sintiéndose un poco mejor, se forzó a abandonar el lecho para desplazarse a Cesarea, con objeto de presidir, con sus nuevos ropajes argénteos, el festival que cada cinco años se celebraba para conmemorar el aniversario de la fundación de la ciudad, honor al César viviente cuyo título relumbraba en el nombre de Cesarea. Desde Siria acudieron varios altos cargos romanos, y un par de senadores en comisión de viaje asistió a unos juegos que dieron sangriento testimonio de cómo iba extendiéndose la cultura romana. En Jerusalén no se habrían llevado a cabo semejantes juegos, pero en Cesarea sí, porque era una ciudad romana, lo que quería decir que estaba llena de griegos y que recibía la consideración de capital provincial. Además de los romanos, también había fenicios entre los asistentes: dos atemorizados emisarios, de rango principesco, procedentes de Tiro y Sidón, ciudades del litoral fenicio que, aunque bastante prósperas en su condición de puertos de mar, no se estaban dando prisa alguna en pagar sus recientes importaciones de trigo galileo. La cantidad de trigo enviada era mucho menor de lo habitual, y aun así se quejaban los galileos, porque era época de escasez, y antes que nada había que contentar los estómagos palestinos. Pero Tiro y Sidón dependían de tales importaciones desde tiempos de Hiram y Salomón, y el tesoro real de Judea recibía, tanto de los agentes galileos como de los importadores fenicios, sabrosas comisiones sobre la venta. Los emisarios de Tiro y Sidón estaban deseando que se les presentase la oportunidad de explicar a Herodes Agripa por qué los pagos iban a tener que aplazarse un poco (era una larga historia, en la que no podía esperarse que el rey se interesara: cuestión de desfalcos, con el consiguiente fracaso del proyecto de construcción de un muelle, combinado con una inversión en minería que no había salido como se esperaba). Hablaron con Blasto, chambelán del rey, el día antes de la ceremonia en que se iba a rendir homenaje al César y a la ciudad del César y en que el rey declararía inaugurados los juegos.
—Está enfermo —dijo Blasto—, y no se le pasa el mal humor un solo momento. No os van a servir de nada ni las buenas palabras ni las promesas. Va a transcurrir mucho tiempo antes de que se le olvide el disgusto que le estáis dando. —Se expresaba en un moroso arameo que, por su parentesco con la lengua de Fenicia, los emisarios comprendían bastante bien.
—Le hemos traído regalos.
—¿Buenos regalos?
—De lo mejor. Excelente artesanía fenicia. Ajorcas de oro y plata, corazas de lo mismo, y demás fruslerías por el estilo.
—¿Qué quiere decir eso de «y demás fruslerías…»?
—Bueno, no por ello va a dejar de reclamarnos intereses sobre los pagos pendientes, y la verdad es que a nosotros no nos gusta tratar con monarcas cargados de joyas y demás fruslerías, sino con hombres de negocios. Nuestro fuerte no es la adulación.
—Pues eso no vais a poder evitarlo. Últimamente, lo único que lo ayuda a sobrevivir es la adulación.
—¿Cuánto interés crees tú que nos va a pedir?
—Irá hasta el límite. Yo, si estuviera en vuestro lugar, empezaría a tener en cuenta la posibilidad de importar trigo de Egipto. Los egipcios entienden mejor los negocios. Herodes ha vivido demasiado tiempo en Roma.
Herodes Agripa se hallaba retorciéndose en el lecho del dolor, con una fuerte recaída de sus males, cuando su hija Berenice, despreocupadamente, le trajo la mala noticia:
—El tipo ése sigue vivo —le comunicó.
—¿Quién, muchacha?
—Ese al que se supone que le habían cortado la rosch. —Solía mezclar el griego con el arameo de su aya—. El que primero cogía dagim y luego se puso a predicar. El de la sakan blanca —añadió, llevándose la mano al liso y hermoso mentón.
—Explícate, muchacha. —Su padre se había incorporado sobre el codo y la miraba con fiereza.
—Bueno, de eso hablaba todo el mundo en el schuk, según Miriam. Conocían al viejo yeled a quien de verdad le habían cortado la rosch. Hubo algunos que lo vieron después, quiero decir que vieron la rosch, y dijeron que era él, el viejo como se llame. Y el otro se largó y sigue con vida, en el sótano de no sé quién. Hay un naarah que lo ha visto. Al principio creyó que era su fantasma, pero no. Miriam ha dicho que ahí hay una pizca de traición, y que los reyes lo que tienen que hacer es no dejarse traicionar. Eso es lo que he escuchado en la cocina —dijo Berenice.
El rey, enfurecido, se puso a tirar del llamador que había junto a la cama, hasta que acabó por presentarse Blasto. Éste miró al rey sin deferencia alguna: se le antojaba evidente que los días de Herodes Agripa I estaban contados, y Blasto, que apenas si había cumplido los treinta años, tenía por delante todo un futuro sin monarca en que pensar. El rey hizo que su hija volviera a contar el asunto.
—¿Has oído tú algo al respecto? —indagó Herodes Agripa, feroz y ceñudo.
Blasto hubo de reconocer que sí.
—Vuelve a Jerusalén —ordenó el rey—. Pon a la policía sobre la cosa. Quiero que a ese tipo le coloquen la cabeza en el tajo, y que lo acompañen todos los que han estado ocultando la verdad a su rey. Quiero sangre, y por Dios que no me va a faltar.
—¿Después de la ceremonia? ¿Cuando estén inaugurados los juegos?
—Ahora. Coge el caballo ahora mismo.
Cuando hizo aparición entre las aclamaciones de los moradores de Cesarea y sus distinguidos visitantes, y al clamor del bronce y al retumbo de los tambores, Herodes Agripa lucía un aspecto no sólo de robusta salud, sino también de inexpresable majestad: en su túnica de plata reverberaba el sol, confiriéndole el brillo de un lucero. Le habían fardado el rostro con afeites, y, bajo el efecto de una droga energizante, cuando habló lo hizo con la minuciosa articulación de quien se halla en los primeros estadios de la embriaguez. En el circo, en la fastuosa antecámara del palco real, saludó a sus visitantes romanos con estas palabras:
—Bienvenidos sean los honorables senadores Auspicio y Cinno a nuestro real puerto de Cesarea. Confiamos que les plazca la diversión. Les tenemos preparado… ¿Qué es lo que les tenemos preparado, Blasto?
Pero Blasto se hallaba camino de Jerusalén. El vicechambelán contestó en su lugar:
—Fieras, majestad. Gladiadores.
En ese momento entró a toda prisa uno de los mensajeros fenicios, con un cofre abierto en el que relumbraban las joyas. Haciendo uso del cínico lenguaje cortesano, dijo:
—Majestad, y corto me quedo en decir majestad, que mejor te cuadraría, por el resplandor de tus ropas, el apelativo de divino: tu pueblo no ha menester de otro dios que Herodes Agripa. Aquí, sacrosanto señor, te ofrezco unos presentes indignos de un dios, pero que son todo lo que una humanidad errante y humilde puede aportar al ornato de quien ya de por sí supera en resplandor al sol, a la luna y a una miríada de constelaciones.
Herodes Agripa hundió en el cofre su ávida mano ensortijada y la sacó a la luz con un brazalete labrado de modo particularmente exquisito. Luego vio que algo entraba aleteando desde el exterior. Un pájaro. Se posó en una de las guirnaldas de flores recién cortadas que habían tendido en honor del rey. Una lechucita blanca, que lo miró sin deferencia alguna. Entonces, Herodes Agripa se acordó de una cosa. Muchos años atrás, habiendo incurrido en el desagrado del Emperador Tiberio, lo obligaron, durante breve espacio de tiempo, a compartir con unos delincuentes comunes, y encadenado como ellos, una cárcel al aire libre. Allí, habiendo buscado apoyo en el tronco de un árbol, vio que en las ramas gorjeaban unos cuantos pájaros. Pero lo que uno de ellos hacía no era gorjear, sino más bien emitir ululatos. Una lechuza blanca, de edad más madura que la de ahora. Al principio se asustó, porque las lechuzas, para él, eran pájaros de mal agüero. Pero un cautivo de tierras del Rin, echándose a reír, dijo que aquello significaba que Herodes Agripa pronto sería puesto en libertad. Y así fue. Aunque luego, ya sin reírse, el germano había añadido que la próxima vez que viese una lechuza blanca sólo le quedarían cinco días de vida.
—¡Echad de aquí a ese pájaro! —aulló ahora, antes de desplomarse.
Entre gritos de estertor, una litera lo condujo rápidamente a palacio. Uno de sus barbudos consejeros murmuró que no debería haber aceptado el blasfemo homenaje del fenicio. Se eleva a la misma altura que Dios, y Dios lo fulmina para ponerlo en su sitio. Pero Lucas, si hubiera estado allí presente, y no esperando el regreso de Pablo a Antioquía, para que lo bautizara en la fe, habría emitido un diagnóstico menos fantasioso: acababa de abrírsele un quiste hidatídico, como había de confirmar el bullir de lombrices en la postrema bacinilla real.
La muerte de Herodes Agripa no se lamentó en parte alguna. Incluso faltaron en su entierro los exagerados alardes de luto a que tanta afición se tiene en los cínicos territorios de Levante. Lo introdujeron en la tumba de sus reales antepasados con un ceremonial reducido al mínimo. Había blasfemado —aunque por omisión— y, pasados cinco días de merecido padecimiento, había entregado el alma con un grito que sonó a maldición. Los del partido zelota, tras una mal aceptada pausa en sus proyectos para liberarse del yugo extranjero, reanudaron sus reuniones secretas y su alijo de armas en no menos secretos lugares: las cosas habían vuelto a la única situación con que casi todos ellos estaban familiarizados, antes de los tres años de reinado (en Judea; en los territorios vecinos reinó por siete años) de alguien que, a pesar de sus alharacas de autonomía, nunca había pasado de ser un títere de Roma. Ahora estaban aguardando a que los romanos designasen procurador, para que se abriera un nuevo período de remozada e impotente rebeldía, única situación en la que se hallaban verdaderamente a gusto.
La ley que Claudio y el Senado acabaron por promulgar, y según la cual ningún judío, fuera de los que habían logrado comprar la ciudadanía romana a la Emperatriz Mesalina, estaba autorizado a permanecer en Roma, trajo a Cesarea buena cantidad de barcos con refugiados a bordo. Por refugiados se podía entender repatriados, pero la verdad era que ninguno de aquellos judíos había visto nunca Palestina, ni había manifestado el más mínimo interés por verla. No escaseaban entre ellos los nazarenos, lo que trajo consigo el glorioso crecimiento de la iglesia jerosolimitana. Los altos sacerdotes de la fe judía, asqueados ante la vengatividad de Herodes —que carecía de raíces en la auténtica piedad—, y sintiéndose culpables por la ejecución de Yago, dejaron en paz a los nazarenos. Unos cuantos fariseos convertidos, que se habían apresurado a apostatar durante la breve monarquía, desempolvaron ahora su interrumpida fe, solicitando a gritos que fuera proclamado y regularizado el esencial carácter judío de ésta.
Pedro, sin ocultarse ya, presidía una muy concurrida reunión campestre de nazarenos, en el monte de los Olivos. Con ayuda de Juan Marcos, había puesto mucho cuidado en la preparación de su discurso inaugural, que fue como sigue:
—Miembros de nuestra fe, y amigos de ella: celebramos nuestra presente asamblea en un tiempo en que nada parece entorpecer el desarrollo de nuestra iglesia de Jerusalén, ni el de las iglesias filiales de Asia. Como sabéis, el gobierno de Judea ha vuelto a manos de Roma, tras el fallecimiento del monarca, que nadie lamenta. Estamos a la espera de que el Emperador Claudio nombre procurador, previendo que de Roma ha de llegarnos una mezcla de justicia e indiferencia. Mi hermano y compañero Yago, cuyo nombre ninguno de nosotros puede pronunciar sin evocar el recuerdo triunfante de su tocayo mártir, ha sido puesto al frente de la iglesia jerosolimitana. Podemos llamarlo supervisor, o episcopos, u obispo de Jerusalén. A mí me toca desempeñar la tarea en otro sitio, como sucede a tantos de mis compañeros, como Pablo o como Bernabé, que se ocupan de llevar la palabra a los gentiles. Nos hemos reunido aquí para reflexionar acerca de un problema concreto: el de la relación entre los gentiles que acabo de mencionar y los seguidores de Nuestro Señor Jesucristo que, habiendo sido educados en la fe judía, todavía se consideran, a pesar de tantos y tan radicales cambios, miembros de dicha fe. Matías tiene la palabra.
Matías se levantó de la hierba y, tras haber escupido un hueso de aceituna, dijo lo siguiente:
—Pedro, querido padre, que así debo llamarte, y hermanos en la fe: voy a expresarme en términos muy simples. Nosotros, los que seguimos a Nuestro Señor Jesucristo, bendito sea su nombre, hemos accedido a sus enseñanzas no como a algo nuevo, sino como a algo que representaba el cumplimiento de cosas muy antiguas. Los profetas predijeron su venida. Es del linaje de David. Vino, como mesías, a salvar al pueblo judío. Por decirlo en pocas palabras: primero los judíos, luego los gentiles. En esto se recoge el modo de obrar de nuestro hermano Pablo, que siempre que llega a una ciudad visita primero la sinagoga, para dirigirse a los judíos, que acogen o no acogen la palabra, pero que luego acude a los gentiles temerosos de Dios, como se les llama. Éstos, según nos dice la experiencia, adoptan y absorben la nueva enseñanza con más presteza que los judíos. Ahora bien: todo gentil que sigue a Cristo sigue también la ley que precedió a Cristo. Está obligado por la ley de Moisés. Está obligado a aceptar la circuncisión, a aborrecer los alimentos impuros, a evitar la fornicación y el matrimonio en los grados de parentesco en que no se tolera…
En este punto intervino Pedro:
—Lo que quieres decir es que tiene que cumplir como judío antes de cumplir como nazareno. Percibo en las palabras de Matías cierto reproche dirigido a mí, que fui quien bautizó en la fe al centurión romano Cornelio sin reclamarle que modificara sus hábitos alimenticios ni que se hiciera cortar el prepucio. No tenemos ninguna ordenanza que obligue a los gentiles bautizados a aceptar las leyes del judaísmo. Eso, que quede claro. La fe es para todos. El corte de prepucio no tiene nada que ver con el asunto.
Un sacerdote de bajo rango se levantó para decir:
—Todavía no soy seguidor de Cristo, aunque me inclino, al igual que muchos de mis hermanos aquí presentes, hacia sus enseñanzas. De hecho, nosotros, los fariseos, que aceptamos la resurrección de la carne, tenemos hecha la mitad del camino. Pero no podéis esperar de nosotros, que nos llamamos judíos y que, por muy dispuestos que estemos para el acto del bautismo, siempre seguiremos llamándonos así, que aceptemos el modo de obrar de los gentiles. Lo que es más: no podéis esperar que nos mezclemos con los gentiles y que los llamemos hermanos, porque son, de conformidad con nuestras anteriores creencias, gente impura.
Pedro, ante esto último, levantó la voz con cólera, porque tenía tras él aquella visión que lo apoyaba:
—Nada creado por Dios puede llamarse impuro. Eso, que quede claro. Lo que Jesucristo prescribe es la hermandad de todos sus seguidores. La circuncisión y las leyes relativas a los alimentos no tienen nada que ver con el asunto. Escuchad, hermanos…
Porque brotaban murmullos de beligerancia allí, en el monte de los Olivos, dado que el olivo es, como acaso sepa el lector, emblema de la paz.
—Escuchad, os digo.
Los más de entre ellos escucharon.
—Hace ya tiempo Dios me escogió entre todos vosotros para que por mi boca oyeran los gentiles la palabra del evangelio, y en ella creyeran. Y Dios, que conoce el corazón de los hombres, hizo que bajara el Espíritu Santo sobre los gentiles, al igual que bajó sobre nosotros. Y no trazó distinción alguna entre nosotros y ellos, habiendo, por la fe, dejado limpios sus corazones. Ahora, ¿cómo ponéis a Dios enjuicio, tratando de someter a los discípulos de Cristo a un yugo que ni vosotros ni vuestros padres fuisteis capaces de soportar? Lo que creemos es que a todos nos salvará la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, tanto a los judíos como a los gentiles.
Se levantaron nuevos murmullos, y hubo, al fondo, un par de gritos. Se puso en pie otro hombre con vestiduras sacerdotales. Era más viejo que el anterior, y sus palabras resultaron razonables. Esto fue lo que dijo:
—Nos llegan informes acerca de la labor evangelizadora del hombre a quien recordamos como Saulo, y de otros. Oímos que los gentiles conversos a vuestra fe, que aún no es la mía, se tienen por gente especial y privilegiada, regidos por sus propias leyes, o por su falta de ellas. Se proclaman salvados por Jesucristo, que los ha dejado limpios de todo pecado, pasado, presente y futuro. De modo que se comportan como les parece, metiéndose en la cama con sus madres, con sus abuelas, con sus sobrinas y con sus hijas, y hasta con sus sobrinos y con sus hijos, si lo que cuentan es cierto. Fuera de toda ley honrosa, ¿me comprendéis? Amaos los unos a los otros, y ya sabemos lo que eso puede llegar a significar. La única ley que determina lo que está bien y lo que está mal es la judía. Se empieza comiendo carne de cerdo y se termina comiendo mierdas caninas y diciendo que estarían estupendas con un poco de mostaza. Se pone uno a fornicar libremente y termina dando por culo a las ovejas. Lo que yo digo es que ese asunto del amor universal y de la vida eterna no es suficiente. Hay que portarse bien. Hay que mantener los órganos genitales limpios, y no llevar metidas en el prepucio ni la porquería de la ciudad ni la arena del desierto. Los nazarenos tienen, ante todo, que ser judíos. Propongo que este punto se adopte por ley fundamental.
Y se sentó de nuevo en la hierba, entre los aplausos de muchos de los concurrentes. Yago el Menor —a quien ya no le hacía falta el remoquete para distinguirse—. Yago a secas, el único Yago, se puso en pie y dijo:
—Escuchad, hermanos. Sabemos que, hace muchos siglos, Dios se dirigió en primer lugar a los gentiles, para ver si entre ellos había algún pueblo que siguiera su ley. A quienes encontró fue a los judíos, pero afirmó que el resto de la humanidad también podía buscar al Señor, y cito ahora la sagrada escritura, que podían buscarlo «todos los gentiles que invocan mi nombre». De esto, la conclusión que saco es que dejemos de molestar a los gentiles con estas cosas, y que enviemos cartas a nuestras iglesias de Asia diciéndoles que no idolatren, que no cometan fornicación, que no sean bujarrones ni sodomitas, que coman carne trilfa, desangrada, no de animal que haya muerto por estrangulación. ¿No irá esto a favor de nuestros propósitos? Hay que seguir siempre la vía del acuerdo. Y este acuerdo aúna la palabra de Moisés con la palabra de Cristo.
—Tienen que circuncidarse —gritó alguien, y otros lo corearon. Pedro, encolerizado, vociferó:
—¿Hay que vincular la propagación de nuestra fe a…? ¿Cómo se dice, Juan Marcos?
—La cópula. Los órganos de la generación.
—Lo que digo es que buena parte del trabajo de nuestros hombres, en las provincias asiáticas, se invierte en luchar contra diosas que representan la…
—La cópula.
—Que representan la cópula. Gente que anda fornicando por todas partes, recibiendo la bendición de la diosa por hacerlo. En esas tierras de gentiles, se puede decir que el gran enemigo son los órganos genitales de la mujer. Y, mientras, aquí en Jerusalén, muchos de vosotros estáis convirtiendo los genitales de los hombres en una especie de listón que prohíbe el acceso a la asamblea del Señor. Cuando lo que se supone que nos interesa es el alma, y el amor, y la salvación. Todo eso lo valoráis en menos que el hecho de que os hayan rebanado un trozo de piel de…
—Del órgano de la generación.
—… del órgano de la generación.
Pero insistieron en la demanda de que los gentiles se circuncidaran.
—Lo mencionaremos en una de las cartas —afirmó Yago. No se le había pasado antes por la cabeza la posibilidad de que la propagación y organización de la fe trajeran consigo una labor epistolar. Cristo nunca había escrito ninguna carta. Ninguno de ellos se había dedicado nunca a escribirlas. Pablo era diferente, por supuesto. Él representaba los nuevos modos. Durante su breve visita a Cesarea, cuando trajo el dinero para aliviar la hambruna, se pasó días enteros escribiendo cartas. Nunca antes habían puesto nada por escrito.
MARCO JULIO TRANQUILO recibió una carta, una nota, más bien, en que se le advertía que anduviera con ojo. Iba firmada Quídam amicus. La destruyó nada más recibirla; pero ahora, sentado en el comedor de la casita que tenían alquilada en el Janículo, no conseguía apartársela del pensamiento. No estaba andándose con ojo. Estaba actuando. Aquella noche tenía un compromiso. ¿Por qué de noche? Narciso, el liberto griego, había dicho de noche, y tenía sus razones. El problema era que resultaba peligroso tener enemigos de noche. Durante el día podía uno evitarlos. La noche era diferente.
Sara estaba recogiendo la mesa de la cena, y el cuñado de Julio, Caleb, que seguía sentado, trataba de introducir una uva blanca en la boca de la pequeña Rut. Ésta no había aceptado bien el destete, y escupía todo lo sólido. Pero lamió el zumo que se derramaba de la uva.
—Es hora de acostarla —dijo Sara a su hermano, llevándose a la niña.
—Tengo que encontrar trabajo —dijo Caleb—. Y casarme. Crear mi propia familia.
—Si por eso hay que entender —dijo Sara— que crees estar abusando de nuestra hospitalidad…
—No. Es puro y simple desasosiego. Y fuera cual fuese el trabajo que encontrase, nunca sería el mío propio.
—O sea, matar romanos. Lo cual no revela muy buenos sentimientos hacia tu cuñado romano.
—Bueno —dijo Caleb—, Julio tiene las mismas ideas que yo. El Imperio romano es una gigantesca farsa. Su propia corrupción lo está haciendo desmoronarse, y todavía cree que su misión consiste en limpiar el mundo. No quiero matar romanos. No romanos corrientes y molientes, que son seres humanos como los demás. Pero el Estado romano es harina de otro costal.
—Julio cobra del Estado romano —dijo Sara, mientras mecía a la niña—. Pero, gracias a Júpiter, o a quien sea, ya no está al servicio de la esposa del Estado romano.
—No lo sabía —dijo Caleb—. ¿Cuándo ha sucedido?
—¿Eh? ¿Qué? ¿Cuándo ha sucedido qué?
—No nos estaba escuchando —dijo Sara—. Estaba sumido en su pesar porque ya no le permiten hacerle compañía a la divina beldad de Mesalina.
—Tengo que salir —dijo Julio.
—¿Esta noche? ¿Para qué?
—Tengo que acudir al Palatino.
—¿Andando? Está muy lejos.
—Cosa de una milla, y cuesta abajo. Tiene que ver con un nuevo destino que me van a dar, supongo.
—Pero no por eso se te quita la pena de la cara. En serio —dijo Sara—, creo que estás echando de menos a la divina Mesalina.
—No te burles —dijo Julio—. Nunca me sentí seguro. Y no uses esa palabra, divina. Tendría que haber una palabra que significara lo contrario de divino, pero no la conozco.
—En hebreo sí que la hay —dijo Caleb.
—Emanaba una especie de… No sé cómo describirlo.
—Parecía de hielo —dijo Sara.
—Nunca has visto el hielo.
—Bastante tengo con haberla visto a ella. Aunque sólo desde lejos, lo reconozco. Bella como el hielo.
—Ni pizca de hielo, eso te lo digo yo. Chisporroteantes sonrisas imperiales. Cuando esa mujer… Vamos a a dejarlo.
—¿Cuando esa mujer qué? —preguntó Caleb.
—Cuando reclamaba discreción. Ésa era su palabra clave. Pero yo, ahora, tengo que ser indiscreto. Caleb, perdón, Metelo, tenemos que ser discretos con los nombres, ¿verdad? Hay algo que… Vamos a dejarlo.
—Los judíos regresan a Roma —dijo Caleb—. Los romanos no se las apañan sin nosotros. Pronto volverán a abrirse las sinagogas. Con tropas romanas a la puerta, para evitar jaleos.
Cuando Sara llevó a la pequeña Rut a su cuna, que estaba en el dormitorio principal, Julio dijo:
—Iba a preguntarte si me acompañas hasta el Palatino.
—Con mucho gusto. Pero ¿es…?
—No, no es prudente. No hay nada hoy en día que sea prudente. Y menos de noche.
—¿Quieres que lleve mi…?
—Sí, llévalo. Puede que sea un bobo, pero los que tenemos una familia estamos obligados… Bueno, obligados a tomar precauciones. Un día de éstos lo comprenderás.
—La precaución ya la tengo bien comprendida.
Caleb se puso a sacarle brillo al puñal mientras Sara arrullaba a la pequeña Rut para que se durmiera:
Niña mía, no te asustes
cuando los lobos aúllan:
Rómulo y Remo tenían
la loba por madre suya.
La que te canta es tu madre,
a la vera de la cuna.
Niña mía, no te asustes
cuando los lobos aúllan.
Julio andaba colina abajo por delante de Caleb. Todavía algo cojo, iba envuelto en su capa, bien asida la empuñadura de la espada. Caleb, vestido a la manera de los ciudadanos romanos, lo seguía a cierta distancia. No había circulación alguna en la vía Aurelia. Al pasar junto al Teatro Náutico, tres hombres se lanzaron contra Julio, desde detrás de un arbusto. Caleb recorrió en un instante los treinta pasos que lo separaban de su cuñado. No era nada torpe con el puñal. Derribó a uno de los asaltantes, que trató de refugiarse en el arbusto, arrastrándose sobre su propia sangre. Los otros dos huyeron.
—No muy eficaces —dijo Caleb—. Más vale que interroguemos a éste. Aunque me parece que es demasiado tarde. Mira qué raja. Por fin he matado a un romano.
—No hay nada que interrogar. Ya me esperaba algo parecido.
Una vez atravesada la guardia del Palatino, Julio empezó a sentirse a salvo. Allí lo conocían. Ni siquiera le hacía falta la contraseña. Explicó lo que deseaba y le hicieron recorrer un largo trecho para llegar a un cuarto de trabajo en el que había una mesa cargada de pergaminos. Tuvo que aguardar un rato hasta que se presentó Narciso. Julio le contó lo que le había sucedido en el camino.
—No hace falta —dijo Narciso— que te pongas firme. Esto no es una revista.
Era muy griego. Se había dejado crecer el rizoso cabello hasta ocultarle las orejas, cuyos agujeros habrían denunciado la antigua presencia de los anillos que simbolizaron su esclavitud. Manumisión. Un liberto. Los griegos destacaban en los altos niveles de la administración pública. No faltaban los lóbulos perforados en el Palatino. Narciso era mucho más bajo que Julio. Invitó a éste a que se sentara. Ambos tomaron asiento. Narciso dijo:
—¿Tienes motivos para creer que el ataque contra ti se debe a alguna razón especial? ¿No serían simples ladrones?
—Estaba seguro de que iban a buscar alguna manera de…, bueno, de hacerme callar la boca. Si no hubiera sido por mi cuñado, me la habrían cerrado para siempre.
—Sí sí sí. Tu cuñado, que no sé quién es, en nada desmerece de ti, ni, supongo, del Estado. Un valiente romano, de esos de quienes siempre estamos oyendo hablar y rara vez puede uno echarles la vista encima.
—Es judío.
—¿Judío? Ah, sí, están volviendo, ¿no? Ya le dije al César que no se les podía dejar de lado. Un bueno sopapo para los senadores que debían dinero a los judíos. Bueno, ahora tienes que venir a hablar con el Emperador.
—No me esperaba… —Julio se acababa de llevar una gran sorpresa—. Quiero decir que…
—Acaba de regresar de Ostia. Ya sabes, el nuevo puerto. Uno de sus proyectos favoritos. Y mañana sale para Neápolis. Así que esta noche era el mejor momento. Ven conmigo.
Narciso lo condujo, por diversos pasillos, hasta los aposentos imperiales, que estaban bajo vigilancia. Era el momento del cambio de guardia, pero no se oía a nadie que mascullase órdenes. Julio conocía al capitán de la guardia, un tal Flaco. Se saludaron con una mutua inclinación de cabeza. Narciso, mientras andaban sobre las blandas alfombras que los magullados pies de Claudio requerían, dijo:
—El Emperador sabe quién eres, y te tiene en buen concepto. El hecho de que te hirieran en Britania te ha bastado para ganarte su afecto. No hay razón para que te preocupes de tu futuro, siempre que las cosas salgan como anhelamos.
—Amén.
—¿Qué es eso?
—Lo siento, señor, se me ha escapado. Es una palabra hebrea que me viene de mi mujer.
—¿Sabes hebreo?
—No gran cosa.
—Pero algo sí. Está bien, está bien.
Narciso llamó a una puerta y entró de inmediato.
—Que el Emperador me perdone —dijo, pero con una ausencia total de sinceridad en el tono. Hasta ese momento, el Emperador había estado mimando en su regazo a una guapa joven en quien Julio reconoció a Agripina, la sobrina imperial. Se escapó a toda velocidad por una puerta lateral. Claudio, con algún embarazo, dijo:
—Era sólo una muestra de afffffecto avuncular.
No tenía buen aspecto: cabello blanco como la nieve, rostro lleno de arrugas; muy mal, el tartajeo.
—De modo que éste es el joven de quien tanto bien se me dice. En seguida pppppuedes contármelo… puedes contármelo tttttodo.
Pronunció la última palabra con entonación creciente. Julio tragó saliva y empezó:
—Debes comprender, señor, que he tenido que superar cierto conflicto interno, lo que podríamos llamar un enfrentamiento de lealtades. Se me adjudicó un destino en el que era obligada la discreción. Tenía que ser leal a la Emperatriz, pero, siéndolo, incurría en deslealtad al Emperador. Puedes comprender mis dificultades.
Julio y Narciso permanecían de pie. El Emperador, luciendo una bata por cuyas aberturas asomaban atisbos de grasa, blancos como babosas, ocupaba un amplio sillón repleto de cojines amarillos. El Emperador dijo:
—Creo que será mejor que os sentéis. Creo que será mmmmmejor que bebamos un poco de vino. Tú eres militar, y no son pocas las veces que yo he empppppinado el codo con los militares. Estate tranquilo, como si estuvieras en tu propio alojamiento. ¿Haces el favor, Narciso…?
Narciso trajo, de una mesa que había al otro extremo de la estancia (no demasiado grande; al contrario: había en ella una cualidad íntima y doméstica), una sencilla jarra y unos cuantos vasos. Julio acogió el vino con alegría, porque tenía la boca seca.
—Sssssigue —dijo el Emperador. Julio siguió:
—La Emperatriz hizo numerosas visitas, dentro de la ciudad y por los alrededores. Yo iba al mando de la escolta. La mayor parte de estas visitas eran al mismo individuo, sea en alguna de las casas que posee, sea en una finca o en una villa prestadas. De vez en cuando, en una posada del camino hacia Ostia. El individuo en cuestión era Cayo Silio, aunque la Emperatriz sólo utilizó una vez este nombre para dirigirse a él. Fue con ocasión de una patrulla que yo estaba haciendo en torno a la casa de un pariente de la antigua mujer de Cayo Silio, la señora Lolia Paulina…
—¿Antttttigua?
—Ayer, antes de que me apartaran del servicio a su majestad, oí que la Emperatriz llamaba marido al cónsul Cayo Silio, y él le respondió con el nombre de esposa. Al principio pensé que podía tratarse de alguna broma entre ellos. Pero una de mis últimas misiones consistió en montar guardia en una… Bueno, no sé qué palabra emplear… No sé si fue una fiesta, o una celebración religiosa, o una orgía…
—¿Te refieres —dijo Claudio, que se había puesto lívido— a esas… cosas orientales…? ¿Lo del esclavo Cccccresto, o como se llame?
—No, señor, no en ese sentido de lo religioso. En las propiedades de un tal Silano se celebró algo que llamaron homenaje al dios del vino, lo cual encajaba bien con la época de la vendimia. Racimos de uvas, hojas de parra y mucho vino, además de un gordo en cueros haciendo el papel de Baco. Hubo buena cantidad de borracheras… —Julio captó el primor de su propio tono y, paradójicamente, se sintió manchado por él—. El cónsul Silano, quizá porque no tuvo más remedio, se convirtió en Siléno. Hubo… desenfreno y desnudez. Hacía una tarde muy buena —añadió, a guisa de excusa por la desnudez.
—Ccccc…
Julio, tal como se le pedía, continuó:
—Hizo aparición un hombre, vestido de sacerdote, para presidir una ceremonia nupcial. Puede que yo viera más que lo que debería haber visto. Mi puesto se hallaba en una especie de arboleda. Pero vi la ceremonia entre la Emperatriz y Cayo Silio, figurándome que todo era un juego. Hubo mucha risa y poca solemnidad. Luego, el matrimonio, o la parodia de tal, fue… Me cuesta trabajo proseguir…
—No tienes más remedio —dijo Narciso.
—El matrimonio fue… fue consumado, allí mismo, y en público. Y, como por simpatía, los invitados… Un tremendo apelotonamiento de cuerpos desnudos. Hombres y mujeres. Fornicación para todos. También había muchachitos, Ganimedes. En lo que a la Emperatriz y a Cayo Silio se refiere, se consideró consumación.
Claudio, tranquilamente, y sin demasiado tartamudeo, dijo:
—Tenías razón, después de todo, Narciso. No me queda sino presentarte mis excusas. Un matrimonio bígamo, para hacer alarde de su dddddesprecio no sólo por su marido, sino también por la ley de Roma… Para que el mundo capte el esplendor de la depravación. Y ¿cuándo piensa Cayo Silio que puede asestar el golpe por el cual acceder a la cccccorona imperial…?
—No creo —dijo Narciso— que Cayo Silio albergue tal ambición. Es un hombre débil, al que su flanco erótico tiene alelado. Nada más —y añadió, para Julio—: ¿Dónde están en este momento?
—Me dijeron que ya no iban a necesitar mis servicios y que me presentara para que me adjudicasen otro destino. También me dijeron que el informe que diera tenía que ser discreto. La palabra fue pronunciada en un tono que interpreté como de amenaza. Oí, por encima, algo sobre un viaje a Neápolis.
—¿Para, tal vez —preguntó Narciso—, embarcarse allí con destino a la isla de Capri? ¿A villa Ionis? La cual —añadió, dirigiéndose al ya trémulo Emperador— fue asignada a la Emperatriz por vía de donación.
—No uses la palabra Emperatriz para referirte a ella. Si te empeñas, puedes llamarla la difunta Emperatriz. Arresto inmediato y ejecución casi inmediata.
Se expresaba en tono terminante y doctoral, como si se hubiera estado refiriendo a algún malvado personaje de sus propios trabajos históricos.
—En cuanto a que se celebre un juicio… Toda Roma debe de estar al corriente de una depravación que es demasiado sucia como para que sus propios ejecutores intenten aducir atenuantes. Toda Roma, menos su Emperador. He sido demasiado débil, Narciso.
—Tolerante, César. Absorto en tus múltiples obligaciones.
—Joven —dijo el Emperador a Julio—, hay en el mundo más maldad de la que uno alcanza a concebir. No hay día que no traiga su sucia sorpresa, su ppppppútrida revelación. Estos tiempos necesitan un lavado, un buen restregón, que los deje listos pppppara escribir en ellos la nueva edad. Una gran pppppurga y a empezar otra vez. Pero nadie da la señal. Nadie nadie nadie.
Y, con un aullido de terror animal desconcertante, inesperado por completo, estrelló contra el suelo el vaso de vino y se marchó tambaleándose.
Sobrevino una pausa, durante la cual Julio se puso en pie. Había cumplido con su deber y esperaba que se le diera venia para retirarse. Narciso lo miró de abajo arriba, desde su asiento.
—¿Qué más puedes decirme?
—Nada más que lo del viaje a Neápolis. Espera… Mencionaron algo acerca de Géminis, de los gemelos celestiales. No presté mucha atención, porque parecía una broma privada.
—Hay un barco que lleva ese nombre. Hace el servicio entre Neápolis y Capri. O lo hacía. Dime: ¿te sientes con fuerzas para llevar tu labor de purga hasta el final, para detener a… a la pareja de delincuentes?
—¿Tengo elección, señor?
—Sí, creo que sí. Comprendo que quieras desentenderte del asunto. Se lo encargaré a algún valentón de esos que hay en la Guardia Pretoriana. Tú has cumplido. También, si he de serte del todo franco, me has servido para recuperar mi credibilidad ante el Emperador. Todo esto se lo advertí de antemano, pero no estaba en condiciones de prestarme oídos. En cierta ocasión llegó a emitir sonidos que indicaban una creciente cólera por su parte, como si yo hubiera estado hablándole de una especie de traición inventada. Y ahora… Me figuro que no te vendrá mal pasar toda una semana en el seno de tu familia. Ni recibir, quizá, un pequeña cantidad procedente del Tesoro. Que así sea, o… ¿Cómo era esa palabra hebrea?
—Amén.
—Sí, amén. Dices que tienes conexión con los judíos.
—Por vía matrimonial, señor.
—¿Qué te parecería un destino en Palestina?
—Me tengo por buen servidor del Imperio. Pero he perdido el gusto por la sangre.
—Una de nuestras tareas estriba en impedir a esa gente que la siga derramando. No estaría de más que te dedicases a perfeccionar tu hebreo.
—Arameo, señor.
CREO QUE resultaría tediosa la relación pormenorizada de todos los viajes que Pablo, el incansable, emprendió al servicio de la nueva palabra: dijo las mismas cosas por doquier, y por doquier suscitó la misma y compleja reacción. Una vez entregado el dinero previsto para aliviar la hambruna de Judea, regresó a Antioquía, donde bautizó a Lucas el médico; desde allí, habiendo comprobado que la comunidad cristiana quedaba en buenas manos, se dispuso a trasladarse a Chipre. Quizá sea interesante señalar que uno de los jerarcas de la iglesia antioquena debió de ser negro (o, si no, ¿por qué se le conoce por el nombre de Simón Niger?), y que otro, el llamado Manahén —que significa el confortador— era hermano de leche de Herodes el tetrarca. Parece ser que su abuelo, que también se llamaba Manahén, satisfizo al infanticida Herodes el Grande con profecías en que se le vaticinaban grandes cosas; Herodes, en contrapartida, dio cobijo a la familia entera de Manahén en la real casa, de manera que el nieto del complaciente augur se convirtió en algo semejante a príncipe adoptivo. Ello nos trae a la mente la estampa de dos jóvenes que juegan juntos con pelotas doradas, etcétera; el uno llegaría a ser jerarca de la iglesia; por orden del otro le arrancarían la cabeza a Juan el Bautista, para regalársela a una bailarina llamada Salomé. Estas cosas tienen que significar algo, pero no sé qué.
Pablo embarcó con Bernabé en Seleucia, cinco millas al norte de la desembocadura del Orontes; más tarde, en Salamina, en la costa oriental de Chipre —donde unos vieron la luz mientras otros arrojaban adoquines—, se les unió el instruido Juan Marcos. En Pafos, sede del gobierno provincial, cuyos destinos regía, en nombre del senado romano, el procónsul Sergio Paulo, Pablo pidió en sus oraciones que un blasfemo llamado Elimas el Encantador se quedara ciego; su plegaria vino a cumplirse con tanta presteza como fue escuchada. Sergio Paulo, impresionado, aceptó la posibilidad de unirse a la nueva fe; aunque, en mi opinión, con esta actitud no pretendía sino ganarse la buena inclinación de su casi tocayo. Pafos tenía su propia diosa de la ubre múltiple, más cercana a Afrodita que a Ártemis, y Pablo tronó contra la fornicación. Muchos disfrutaron con sus palabras, pero casi ninguno dejó por ende de fornicar.
Los tres se embarcaron luego con rumbo a Perga, o más bien Atalia, adonde llegaron por el río Cesto, en una embarcación fluvial. En la sinagoga, Pablo pronunció un inconsútil discurso sobre la búsqueda del Mesías por parte del pueblo judío, y su actual culminación. Bajo, calvo, tronitoso, sus temblores palúdicos no impidieron que causara impresión en los gentiles, más que en los judíos. Parecía, también, dar por sentado que él era el jefe de la misión, aunque Bernabé le ganara en antigüedad y, por consiguiente, gozara de mayor predicamento en la iglesia matriz de Antioquía. Juan Marcos se tomó a mal el hecho de que su primo quedara relegado a un segundo plano. Así se lo dijo a Pablo, quien replicó:
—No creo que sea asunto tuyo. Bernabé no se ha quejado. Está demasiado metido en su predicación de la palabra como para conceder importancia a semejante cuestión. Ponte tú también a predicar, y déjate de menudencias.
—Creo que estás henchido de viento. Creo que no son solamente los pulmones lo que te llena la elocuencia. Te diriges a las congregaciones como si fueras el descubridor de la fe. En lo que predicas hay muchos puntos que no considero nada ortodoxos.
—Y ¿quién dice eso, además de ti, que has leído demasiados libros y no has meditado lo suficiente, ni mucho menos, sobre la doctrina?
—Jesús trabó amistad con prostitutas, y tú las vituperas como si fuesen el mismísimo demonio.
—Y lo son.
—Creo que me voy a volver a Jerusalén.
—¿Cómo? ¿Trabajando para pagarte el pasaje?
—Sacaré lo que necesito con una sola semana de clases de griego que les dé a las hijas de ese tal Nabal. También me han pedido que pronuncie una conferencia sobre el zoroastrismo. No te preocupes por el dinero, oh padre de los creyentes.
—¿Qué me has llamado?
—Déjalo. Que te acompañe la suerte en tu predicación.
—Considero que eres un traidor y que estás desertando.
—Piensa lo que mejor te parezca. Yo también te considero a ti unas cuantas cosas.
Así fue como Juan Marcos regresó a Jerusalén, y Pablo y Bernabé se vieron envueltos en dificultades por el hecho de llenar la sinagoga de gentiles, por más que se hiciera a éstos la advertencia de que acudiesen antes de la hora a que solían venir los judíos. Salieron hacia levante, camino de Iconio, con acompañamiento de pedradas. En aquella ciudad también pasaron apuros, pero uno de sus moradores, llamado Onesíforo, les avisó a tiempo de que los jerarcas estaban alzando a la multitud contra ellos, de modo que pudieron escapar sin daño. Onesíforo, a quien Pablo había causado una gran impresión, nos ha dejado un poema griego en que el aspecto físico de Pablo queda recogido para siempre:
Membrudo, aunque pequeño, el cuerpo;
bajo los ojos penetrantes,
una fuerte nariz; conforman
una omega sus piernas; calvo
como un guijarro; cejijunto.
Un hombre y nada más; pero a las veces
brilla en su rostro feo gracia angélica.
Pasaron a Listra y luego a Derba; desde allí regresaron a Antioquía, donde se produjo un enfrentamiento entre Pablo y Bernabé. Pablo dijo:
—Aquí van bastante bien las cosas. Sugiero que repitamos ahora el viaje anterior, para comprobar cómo va todo.
—¿Ahora?
—Cuanto antes.
Bernabé soltó una tosecilla exculpatoria.
—Aquí, en Antioquía —dijo—, hay alguien que lamenta sus propios pecados. A ti te evita. Le tengo dicho que acuda a solicitar el perdón, pero le da miedo.
—¿Te refieres a tu maldito sobrino?
—Sí, y espero que lo de maldito no constituya más que un modo convencional de expresar tu disgusto. Juan Marcos es bueno y es útil. Cierto que pasó una temporada enfurruñado, en Jerusalén; pero al fin se ha dado cuenta de cuál es el sitio que le corresponde. Creo, por consiguiente, que deberíamos darle otra oportunidad.
—Nos traicionó y nos dejó abandonados. No lo quiero por aquí.
Bernabé suspiró.
—¿Y si yo sí lo quiero? —preguntó.
—Mira, Bernabé, estás dejándote ganar por los sentimientos familiares. Quieres que vuelva porque es primo hermano tuyo. Yo no quiero porque es desleal y, para no callarme nada, porque su concepción de nuestras creencias se aparta de la ortodoxia. Es persona que crea más problemas de lo que vale.
—Me parece a mí, si así puedo expresarme, que hablas demasiado por ti mismo. Nadie niega que eres elocuente, ni tu nivel intelectual, ni tu buen éxito como evangelizados Pero estás dando por supuesto que te hallas por encima de mí, sin causa alguna. Ahí estabas, en Tarso, calentando la tierra con el culo, haciendo tiendas, cuando yo te convoqué. Fui yo quien fundó la iglesia de Antioquía y quien te llamó para que me ayudaras, no para que me usurpases la primacía cuando te viniese en gana. Estoy hablando sin rodeos, pero tú te lo has buscado. Juan Marcos viene con nosotros.
—No, no viene.
—Sí viene.
—Eres terco, Bernabé, y no llevas la causa en el corazón. No podemos permitirnos meros acólitos, y menos de los que se pasan el tiempo censurando, como Juan Marcos. Que, para colmo, vacila en los límites de la heterodoxia en muchos de sus puntos de vista. No va a venir con nosotros, y no hay más que hablar.
—Muy bien. Yo tampoco voy.
—Por supuesto que vienes.
—Por supuesto que no.
—Entonces —dijo Pablo—, es muy lamentable, pero aquí se bifurcan nuestros caminos. Ve a donde te parezca, puesto que apelas a la autoridad de la primacía, como tú le dices. Y llévate a tu maldito primo contigo. Tendré que buscar a algún otro para que me ayude.
—¿Lo ves? Eso es todo lo que yo era para ti: un ayudante, no un compañero que trabaja en pie de igualdad. Juan Marcos y yo iremos como hermanos en la fe.
—Primos, todo lo más. ¿A dónde piensas ir?
—Para empezar, a Chipre.
—¿Para echar abajo una labor tan bien emprendida? ¿Para que Juan Marcos convierta a las prostitutas del templo?
—Los caminos del Señor están abiertos para todos.
—Adelante con ello, pues. De todas formas —añadió, con brutalidad—, lo que necesito es alguien que sea ciudadano romano como yo. Siempre ha sido un entorpecimiento, eso de ir por ahí con gente no cualificada para apelar a los derechos de la ciudadanía romana. Hasta ahora no he apelado a ellos, y ¿sabes por qué? Por lealtad hacia ti, Bernabé. Está ese joven, Silas, que se halla aquí de visita. Él posee los privilegios ancestrales, o eso dice, y no hay razón para que mienta… Bien: pues hasta aquí hemos llegado, y eso que predicamos una doctrina de amor.
—Mi amor por ti, Pablo —dijo Bernabé, recortadamente—, en nada se ve disminuido por este altercado.
—Me alegro mucho —dijo Pablo.
Así fue como Pablo y Silas, un joven muy orgulloso de su latín —que hablaba con tanta y tan ciceroniana rotundidad, que los nativos de esta lengua pasaban apuros para entenderlo—, retornaron a la tierra de Pablo, a Cilicia, para, atravesando la sierra de Tauro por un puerto conocido con el nombre de Puerta Cilicia, entrar en el reino de Antío— co, monarca de Comagene, que años atrás había incorporado parte de Cilicia y toda la Licaonia oriental a sus territorios. Iban en viaje de inspección por las iglesias de Galacia. Como era zona donde la misión de Pablo y Bernabé había dado razonables frutos, muchas personas, llevadas del afecto, preguntaron por el antiguo compañero de viaje. Pablo replicaba, suavemente:
—La simiente se ha dividido, y ahora, en vez de uno, son dos los equipos itinerantes, alabado sea el Señor por ello.
La iglesia de Listra recomendó encarecidamente a un joven llamado Timoteo, atribuyéndole muy buenas dotes, para que Pablo le enseñara a evangelizar. Pablo, una vez inspeccionada la iglesia, pasó revista a Timoteo. Era joven, lo mismo que Silas, y tendía a apartar la mirada, pero sin reservarse.
—Háblame de ti —dijo Pablo—. No te calles nada.
—Mi madre se llama Eunice —replicó Timoteo, con un atisbo de ceceo galacio—, y es judía. Mi padre era griego, y gentil. Yo llevo su nombre.
—Ah. Por consiguiente, eres judío.
—No lo creen así los judíos. Me llaman incircunciso e hijo de la Hélade, haciéndolo sonar a insulto.
—No hay problema en que te circuncides.
Timoteo se quedó abrumado.
—¿A mi edad? Por otra parte, en una de tus cartas dijiste que no era necesario, ¿verdad? La leyeron en las iglesias de Galacia.
—Sí, pero eso fue antes de recibir nosotros una carta de Jerusalén, diciendo que los gentiles han de cumplir con la ley judía en la medida de lo posible. En aras —sonrió bondadosamente— de la concordia interna… La circuncisión… Tú eres el hombre apropiado. En Jerusalén se pondrán muy contentos.
—Pero —dijo Timoteo— es doloroso y arriesgado.
—Tonterías. Te sentirás un hombre nuevo, después. Vamos a procurar que se haga esta misma tarde.
Así fue como el mohel, cuyo oficio principal era el de herrero, tiró del prepucio de Timoteo con sus recios índice y pulgar. Timoteo sintió la quemazón de la cuchilla y, al abrir los ojos, pudo comprobar que una parte de su cuerpo yacía sobre un lienzo blanco. Sangrado y recuperado, se desplazó con Pablo y Silas a parajes de la Frigia gálata ya conocidos de Pablo; luego se encaminaron hacia el norte, a Filomelio, y luego al noroeste, atravesando la Frigia asiática, donde Pablo no quiso predicar. Allí aún no estaban preparados para recibir la palabra del Señor. En Dorileo, o Cocieo (mis informadores no saben de cierto en cuál de las dos poblaciones), torcieron hacia el oeste, para acabar en Troas, oliendo el mar. Se trataba de una colonia romana que no había olvidado su origen griego. Pablo se echó una honda bocanada de ozono al pecho y dijo:
—Thalassa.
Les llegó desde detrás una voz que decía:
—O thalatta, según el dialecto que prefieras.
Pablo, al volverse, vio a Lucas el médico. Se hallaban en un despacho de vino, al aire libre, en el muelle principal. Lucas sonrió a Pablo, mientras balanceaba su bolsa de cuero con las medicinas.
—Dije que aquí nos encontraríamos. Es mejor que Antioquía. Con más enfermos. Bueno, preséntame.
Se sentó y trajeron otro vaso.
—¿Te sigue doliendo? —dijo Lucas a Timoteo, al cabo de un rato—. Es por el roce con los muslos, al andar. Prueba con este ungüento.
—Macedonia —dijo Pablo, de súbito—. Veo que hay un montón de barcos para Macedonia. Filipo de Macedonia. Alejandro Magno. Conquistar la tierra del conquistador. ¿Vienes con nosotros? —preguntó a Lucas.
—Será en calidad de asesor médico, porque no sé predicar. Estoy en la fe, pero no la domino lo suficiente.
—¿Cómo va tu poema?
—Lo he dejado. No estoy hecho para el verso.
—Prueba con la prosa.
En el aposento de Lucas, donde a Pablo se le reconoció derecho a cama, mientras los demás se tendían en el suelo, Pablo durmió pesadamente y tuvo varios sueños; triviales todos, menos uno que, al despertar, se le antojó significativo, indicativo, autoritativo. Vio que Alejandro llegaba a su tienda y se quitaba la armadura. Tomaba asiento a una mesa y se ponía a conferenciar ininteligiblemente con sus generales. Luego, como saliéndose de la imagen, miraba de hito en hito a quien lo estaba soñando y decía:
—Si ya me he bebido la sangre de todos los demás, no veo por qué no voy a beberme la suya.
Así fue como los cuatro cruzaron al día siguiente el norte del Egeo, tocando en Samotracia cuando se ponía el sol. Desde allí, dejando tras los montes las ondas del culto inmemorial de los Cabiros, arribaron a Neápolis, en la costa macedonia, a la mañana siguiente.
—Filipos —dijo Pablo, habiendo averiguado, por uno de los marineros, que estaba a diez millas de la costa, estadio más o menos.
—¿Os dais cuenta? —dijo Silas, mientras caminaban—. Nos hallamos en Europa, en el continente romano. Fue en Filipos donde Antonio y Augusto, u Octavio, que era como se llamaba entonces, derrotaron a Bruto y a Casio. Estamos en pieria historia de Roma.
—Es interesante —dijo Pablo, sin prestar mucha atención. Más interesante resultó que no consiguieran descubrir ninguna sinagoga en Filipos. ¿No había judíos?
—Augusto instaló aquí a sus veteranos —dijo Silas—. No sólo a los que lo ayudaron a derrotar a Bruto y a Casio, sino también a los de la batalla de Accio, donde venció decisivamente a Marco Antonio y Cleopatra.
Interesante: todos gentiles, ni un judío a la vista. El minyan para constituir sinagoga era de diez hombres, luego, como máximo, podía haber nueve judíos. Los cuatro se sentaron junto al río Gangites y se comieron el pan que habían comprado por el camino. Había mujeres lavando, golpeando la ropa contra las piedras de una forma que no contribuiría en mucho a su longevidad, como dijo Silas. Timoteo, sin gran entusiasmo, se brindó para ir a buscar judíos. Pablo dijo:
—No. Con los gentiles nos arreglaremos, por el momento. Déjalo en mis manos.
Y, alzando la voz, se dirigió a las lavanderas:
—¿Sabéis algo de los cristianos? Hemos venido aquí para hablaros en su nombre. Seguid zarandeando vuestra ropa, señoras, y escuchadme o no, como gustéis.
Algunas escucharon. Una mujer, que, en vez de lavar la ropa, disfrutaba del fresco al cobijo de los sauces, escuchó con gran atención. Dijo llamarse Lidia y proceder de Tiatira, zona de la provincia de Lidia que le había dado el nombre. Conocía a los judíos de Tiatira, donde había colonia, y era, bueno, lo que podía considerarse eso que algunos llaman una persona temerosa de Dios. En Lidia se dedicaba a capturar múrices, esa criatura llena de pinchos de la que se obtenía el tinte púrpura. Era soltera, y se ganaba la vida con un negocio de importación de tinte procedente de Tiatira. Interesante. ¿Deseaba ser bautizada? Más tarde, dijo ella, no nos apresuremos. ¿Tenéis, caballeros, sitio en que albergaros? Acabamos de llegar, le contestaron. A veces admito huéspedes, dijo ella. Me sobran dos habitaciones.
Así fue como se alojaron en casa de Lidia, a quien parecía irle muy bien con el negocio de la importación de tinte púrpura, y se sentaron a la mesa, a tiempo de ver llegar, traído por una sirvienta, un pescado hervido, sazonado con una salsa de sabor acre, servida en un escanciador de cerámica, al modo de Filipos. Mientras comían (la salsa era de vino con ajos machacados y con semillas de mostaza), oyeron, por la ventana que daba a la calle mayor, la voz de una muchacha gritando, al parecer, cosas sin sentido. Lidia suspiró, como habituada al asunto, y dijo:
—Me parece un pecado, y también una vergüenza. Esa pobre chica no está bien de la cabeza, y dos individuos se han apoderado de ella, abusando de su orfandad, y la emplean como si fuera una especie de adivina. Dice tantas cosas sin sentido, que algunos la toman por portavoz de Apolo, y le hacen preguntas. Luego, los dos individuos interpretan el significado de las demenciales respuestas. Hacen mucho dinero, y a la chica la tienen encerrada en un sótano, como cautiva, sin darle de comer más que pan duro. Me parece una bochornosa falta de vergüenza. Poneos un poco más de pescado.
Mientras servía a todos menos a Pablo, que había dicho: «No, gracias, ya he comido suficiente», tembló la casa y retumbó la tierra. Un sitio interesante, Filipos.
—A veces tenemos temblores de tierra —dijo Lidia—. Esos dos individuos dicen que es la cólera del dios Apolo, porque no le han pagado bastante por sus profecías. Los hay que son capaces de decir cualquier cosa, con tal de sacar provecho.
Silas refirió que el terremoto acaecido durante la batalla de Filipos sumió en el desconcierto a Bruto y a Casio, pero no así a Octavio.
A la mañana siguiente, Pablo y Silas salieron solos, dejando en casa de Lidia, recuperándose de la salsa acre, a Lucas y a Timoteo, que no poseían la ciudadanía romana y que era mejor que fuesen prudentes en una ciudad romana. En el mercado, vieron a la pobre loca en el desempeño de su cometido, gritando cosas del tenor de alaba alaba arkkkak, que eran traducidas por «El dios dice que puedes realizar el viaje, pero que no te demores más de tres días». Tembló la tierra. «Ahí tienes: el propio dios se manifiesta, para confirmar lo que te acabo de decir y para ordenarte que seas generoso con sus servidores». Ambos individuos representaban la misma mediana edad, vestían ropajes grasientos y evitaban mirar de frente; Pablo supuso que de la muchacha obtenían algo más que provecho pecuniario. En cuanto a ella, tenía los ojos demasiado separados, y un pelo repugnantemente sucio, pero llevaba limpia su túnica azul de sacerdotisa. Pablo y la muchacha se miraron; él no percibió retraso mental por ninguna parte. Le dijo, con mucha claridad:
—¿Cómo te llamas, muchacha?
—Arg uerb forkrartok.
—A mí no me vengas con estupideces. Estás asustada por culpa de estos dos individuos, que te tienen presa y que te explotan, y que te han colocado en una voz que expresa necedades revestidas de verdad profética. Es algo que hasta los propios romanos considerarían abominable. Ven con nosotros y deja que cuidemos de ti. Somos servidores del Dios verdadero, que es tanto como decir servidores de la verdad, de lo bueno, de lo que debe ser. Abandona a este par de malvados y te daremos albergue en un lugar seguro y confortable.
La muchacha se echó a llorar amargamente, y los dos hombres, profiriendo alaridos, empezaron a acusar a Pablo, poniendo a los concurrentes por testigos de la blasfemia de aquellos dos extranjeros (aunque Silas no había abierto la boca). La sollozante muchacha reaccionó de manera distinta. Habiéndose levantado del taburete de tres patas que le servía de asiento —un trípode de Pitia—, gritó:
—¡Basta ya! Estoy harta de todo esto. Ellos me obligan a hacerlo. Este hombre tiene razón, cuando dice que son estupideces.
Y se situó junto a Pablo y Silas, que la condujeron sin tardanza a casa de Lidia. No sin dificultades, porque a la gente corriente no le gusta perder contacto con lo que toman por numinoso, y unos cuantos echaron mano de las piedras. Lidia se alegró de ver aparecer a la muchacha, quien, dejándose abrazar por aquellas mujeres de más edad que ella, rompió en zollipos igual que si se le hubiera quebrado el corazón. Pablo, con un ademán afirmativo de la cabeza, dijo:
—Dejadla. Está descargando la suciedad que lleva dentro. Ah, tenemos visita.
Eran los dueños de la muchacha, que estaban aporreando la puerta delantera, vociferando que habían traído con ellos a los lictores. Pablo abrió la puerta y saludó, con aire complaciente, a los uniformados agentes, que llevaban unas varas representativas, al mismo tiempo, de su autoridad y del castigo que en nombre de ella podían aplicar. Uno de ellos dijo:
—Se ha presentado querella contra vosotros, extranjeros. Seguidnos.
Pablo y Silas, encogiéndose de hombros, se dejaron llevar hasta los locales del tribunal, adonde acudieron luego los correspondientes duunviros o pretores, para ocuparse del asunto. Uno de los demandantes dijo:
—Ha sucedido lo siguiente, señorías: estos dos, que son extranjeros, y judíos, a juzgar por la pinta, han obstaculizado el desarrollo de una práctica religiosa romana, echando a perder, de paso, una práctica comercial, también romana.
Uno de los pretores, con migas en la papada, procedentes de su interrumpido almuerzo, dijo a Pablo:
—¿Sois vosotros los que ayer, a la orilla del río, habéis estado predicando majaderías exóticas y supersticiosas, contrarias a la ley de Roma?
—Si te refieres a la fe cristiana, sí. No parece, sin embargo, que sea ésa la causa de la querella. Estos individuos nos han hecho venir, a mi compañero y a mí, para responder de una acusación que todavía no ha sido formulada.
—Olvídate de eso por el momento. ¿Sois o no sois judíos?
—Sí, somos judíos.
—Y también… —empezó Silas, pero Pablo le dio un golpe con el pie para que se callara.
—¿Por qué? —preguntó Pablo. Silas frunció el entrecejo, desconcertado.
—Aquí no nos gustan los extranjeros —dijo el pretor de las migas— y menos cuando plantean problemas, inmiscuyéndose en el modo de vida de los romanos. Vosotros, los lictores: mostradles para qué sirven esas varas que lleváis. Luego, cogéis a estos dos narizotas y los metéis en la cárcel.
—Pero —dijo uno de los saltimbancos— nos han echado a perder el negocio, que consiste en la sagrada invocación del oráculo de Apolo. Teníamos una muchacha, señorías, y ellos nos la han echado a perder, y ahora no podemos seguir adelante con nuestra sagrada tarea.
—Insisto —dijo el pretor—: aplicadles las varas a conciencia; y no os limitéis a encerrarlos en la cárcel: colocadlos en cepos, para que tengan que estarse quietos una temporadita. A ver si con ello les baja un poco la temperatura de la sangre y dejan de meterse donde nadie llama a los extranjeros. Adelante, obedeced.
El otro pretor, en apoyo del primero, dijo:
—Ya habéis oído.
Así fue como los lictores, que no estaban muy entrenados en el castigo corporal, recurrieron al puntapié para conducir a Pablo y Silas hasta el mercado. Allí, contribuyendo a la diversión del día, los dejaron en paños menores antes de aplicarles los varapalos prescritos.
—No pueden hacer esto —dijo Silas, atragantándose—, no pueden hacerlo, somos… Va contra la ley.
—Déjalos que porfíen en su yerro —le guiñó Pablo—. Estas cosas pueden… ¡ay!… sernos útiles alguna vez.
Lidia asistió a la paliza, dejando en casa a la muchacha —que, al parecer, se llamaba Eusebia—, para que le lavasen la cabeza. Lucas y Timoteo quedaron encargados de protegerla en caso de que se presentasen los hombres que pretendían ser sus amos. A Lidia la respetaban en la ciudad, y no le fue difícil conseguir que unas cuantas mujeres se unieran a ella en improperios del tenor de «¡Vaya vergüenza, si esto es la justicia romana!».
Hubo un temblor de tierra que se prestó a interpretaciones diversas, porque tanto podía significar que el dios Apolo aprobaba el castigo, como que el dios de los extranjeros lo desaprobaba. Terminada la paliza, Pablo y Silas se negaron a vestirse de nuevo, alegando, con razón que la ropa se les iba a quedar pegada a la espalda, por la sangre, y que el calor del sol (o del bendito Apolo) vendría bien a sus heridas. Y así fue como los condujeron a una celda donde al encarcelamiento se añadió la inmovilización de sus miembros en un ingenioso artilugio romano que llamaban cepo. Lidia, junto con otra mujer, logró intimidar a los carceleros para que les permitiesen dar de comer a los presos el pescado hervido y el pan que traían.
—Sin salsa, por favor —estipuló Silas.
Tampoco les faltó el vino. Luego, Pablo v Silas quedaron a sus solas. Los temblores de tierra, al reanudarse, pusieron bordón a los salmos entonados por ambos prisioneros, con interferencia de una extraña oda de Horacio que Silas recitó. No estaban solos en la celda. Había un par de ladrones a quienes Lidia y la otra mujer habían dado las sobras de pescado y de vino, nada escasas. Les gustaron los salmos, porque Pablo v Silas eran dueños, ambos, de voces vigorosas y melódicas, pero tampoco hicieron ascos al erótico Horacio, poeta cuyo nombre, según confesaron, no les sonaba de nada.
—Que tengáis que venir vosotros, un par de judíos, a descubrirnos un compatriota a nosotros, que somos romanos de pies a cabeza… No hace falta que os quedéis con eso puesto —dijo el más fornido de los dos ladrones, cuyo nombre era, al parecer. Párvulo. Mientras, examinaba el mecanismo de los cepos.
—Supongo que tenéis para rato, ¿no? Daños y perjuicios, les llamaría yo. Venga. Calvino, échame una mano.
Los dos encallecidos varones, habituados al robo con fractura, fueron soltando las trabas, una por una, aunque no sin dificultad, porque los temblores de tierra hacían tan inestable el suelo como las planchas de una embarcación.
—Ya está —dijo Párvulo, en son de triunfo. Pablo y Silas se frotaron las muñecas y los tobillos con mucho alivio—. Esta cosa no está muy bien construida. Artesanía extranjera.
Y ahora, el terremoto, parecido a un hombre que, desde las entrañas de la tierra, hubiera estado tratando de romper su cepo, sin pasar de la mera demostración de su empuje, consiguió por fin lo que pretendía; es decir: alterar la engreída beatitud en que vacía la arquitectura de Filipos.
—¡Por Cástor y la sangre de Pólux! —soltó Párvulo, espantado, cuando la celda empezó a hundirse como en un océano, mientras la puerta se desgoznaba. En seguida, una vez entregado el mensaje telúrico, la tierra se sumió en un sueño que les estaba negado a sus inmediatos moradores.
—Larguémonos de aquí —dijo Párvulo, echando hacia la bien recibida obertura. Pero Pablo repuso:
—Espera. Si nos largamos, los carceleros lo van a pasar muy mal. Tendrán que arrojarse contra sus propias espadas. Ya conoces la lev.
—Por mí que los machaque el mismísimo Plutón con ayuda de su señora. Me importa una caca de rata, la ley. Por qué te crees que estamos aquí.
Pero en ese momento acudieron los dos carceleros, tranquilizándose al ver que los prisioneros a su cargo continuaban donde les correspondía, sanos y salvos. Pablo dijo:
—Ya veis lo que ocurre. Nuestro Dios cuida de los suyos. Nos ha soltado de nuestras ataduras y nos ha abierto la puerta de la libertad. Pero nosotros, pensando en el mal que podíamos causaros, hemos declinado el ofrecimiento. Ahora podéis calibrar la fortaleza de nuestra religión. Poneos a la cola de los conversos que vamos a hacer en cuanto salgamos de aquí.
Sucedió, en efecto, que Pablo y Silas no tardaron mucho en verse libres, mientras que los dos buenos ladrones, a quienes Pablo, como cuadraba, puso al corriente de la situación de privilegio que los aguardaba en el cielo cristiano, tuvieron que cumplir su tiempo. Pablo y Silas fueron vueltos a llevar ante los pretores, quienes, en un gesto de magnanimidad romana, afirmaron que, una vez aprendida la lección, esperaban verlos abandonar la ciudad a paso de marcha. Pero Pablo replicó:
—Espera un momento. Mi compañero y yo somos ciudadanos romanos. Cives Romani sumus. Sí, es muy fácil decirlo, careciendo de medios para probarlo, pero nuestro estado consta en los censos de, respectivamente, Tarso de Cilicia y Cesarea de Palestina. Solicitamos que pidas confirmación de nuestras pretensiones. Estamos dispuestos a esperar, porque tenemos mucho que hacer aquí, en lo tocante a la predicación de nuestra fe. No ignoras cuál es la pena por, a) infligir castigo corporal a un ciudadano romano; b) encarcelarlo sin previo juicio, y c) obligarlo a abandonar territorio romano contra su voluntad. Perderéis vuestros cargos de pretores y seréis castigados de conformidad con lo prescrito en las leyes Valeria y Porcia. Muy bien. No vamos a pronunciar ni una sola palabra más al respecto. Pero, si no aplicáis la adecuada tolerancia a nuestra fe, entrambos dos, mis queridos caballeros, por no decir nada de vuestros lictores, os vais a ver en serios apuros. Buenos días.
Así pudo fundarse la iglesia de Filipos con poca oposición de los judíos —que no llegaban a diez— y de los romanos, que apreciaron la discreción en todo lo que valía. Lucas prefirió quedarse en casa de Julia, con el aquél de atender a Eusebia, que estaba cubierta de llagas y muy subalimentada. Dijo también que aquella localidad andaba escasa de médicos, y que deseaba poner por escrito —en prosa—, acogiéndose a la h confortante frescura de la habitación que le habían dado, unos cuantos pormenores de las misiones paulinas. Pablo, en compañía de Silas y de Timoteo, partió hacia occidente, tomando la vía Egnaciana, que enlazaba el Egeo con el Adriático. Al cabo del tiempo llegaron los tres a Salónica, capital de Macedonia, donde había muchos judíos —casi todos con el nombre helenizado— y sinagoga floreciente. La chusma, pagada por alguien, trató de llevar a Pablo, Silas y Timoteo ante los politarcas, o magistrados cívicos, bajo la acusación de estar presentando a un tal Jesús Crestos, delincuente palestino trocado en esclavo griego, como rival de Claudio. Pero Pablo, Silas y Timoteo fueron sacados a toda prisa de la ciudad, durante la noche, y no se pudo capturar más que a un cómplice del desleal contubernio: un mercader judío llamado Jasón (Josua, en realidad), a quien los politarcas tuvieron que absolver por falta de pruebas. Esto sacó de sus casillas a quienes se habían gastado el dinero en comprar a la plebe, que volvió a hacer aparición en la localidad de Berea, adonde se habían desplazado los evangelizadores. Silas y Timoteo se pusieron a buen recaudo, mientras Pablo, una vez conducido por conversos bereanos hasta Metona o Dión, o algún otro puerto, embarcaba solo con destino a Atenas.
Atenas. Aquí se enfrentaba Pablo con la más difícil de sus tareas: la de persuadir a intelectuales versados en la filosofía de Platón y Aristóteles, de Zenón y Epicuro, para que prestasen oídos a una religión no basada en el razonamiento. Los griegos —altivo pueblo colonizado— estaban sometidos a los romanos, pero éstos, en casi todos los casos, permitían que los inventores de la ciencia de gobernar se las arreglasen por sí mismos. De modo que Pablo no halló oposición para sus prédicas ni entre los judíos —demasiado razonadores como para incurrir en la beatería— ni por parte de la clase dirigente, que toleraba todas y cada una de las novedades intelectuales o religiosas. Para Pablo, alojado en una posada al pie de la Acrópolis, la ciudad entera se constituía en seductora afrenta a su fe, judía o nazarena. Pues aquí moraban todos los dioses y todas las diosas que, con nombres trocados, Roma había hecho suyos, poniéndolos en mármol fino con una maestría y una exquisitez que los judíos —desconocedores de todo arte que no fuera el literario— no podían ni en sueños alcanzar nunca, ni siquiera en el supuesto de que se decidieran a apartar las callosas manos del arado o de las ubres de cabra para asir el cincel. Los templos consagrados a aquellos demonios —que por tales los tenía Pablo— eran de soberbia elegancia. Esta gente lo poseía todo, menos a Dios. Y el vino bueno, estuvo a punto de añadir, porque le tenían agriado el estómago esas meadas resinosas que despachaban como vino. Se sentía solo: estaba previsto que Silas y Timoteo vinieran tras él, pero aún no habían hecho acto de presencia, y a Pablo le preocupaba la integridad física de sus colaboradores. En Atenas no iban a correr ningún peligro, porque, aquí, la nueva fe más suscitaba bostezos que oposición.
No había día en que no acudiese al Agora, especie de mercado sito a poniente de la Acrópolis, donde se juntaba con estoicos y epicúreos. Éstos, sin rechazar la posibilidad de que existiese un Dios o hálito vital, consideraban que un ser semejante, de existir, se hallaría demasiado por encima de los hombres como para interesarse en sus asuntos. Los estoicos preconizaban la moral y el sentido del deber, pero sin sanciones escatológicas; los epicúreos creían en el placer y la quietud de ánimo, junto con la superación del miedo a la muerte.
—Pero —dijo Pablo— si en la muerte no hay nada que temer. Es la puerta que se abre a una vida más plena. El cumplimiento del deber y la vida ajustada a la moral reciben en ella su premio. Palabras como placer y quietud apenas si alcanzan a describir el sempiterno júbilo de la unidad con Dios.
¿Eso cómo lo sabes? ¿Quién te lo ha dicho? ¿Dónde están las pruebas?
—En la venida al mundo de Dios hecho carne, en la resurrección del Hijo carnal después de la muerte.
Muchos, en vez de Jesús, entendían iasis, que quiere decir curación, y ieso, que era como se llamaba la diosa de las curaciones en dialecto jónico. Interpretaban anastasis, resurrección, en el sentido de recuperación de la salud; y soter, salvador, en el de médico que a ella contribuye. No se dejaron impresionar. Nada nuevo. Completa ausencia de razonamiento. Le pusieron a Pablo el nombre de spermologos, el que anda en semillas, picoteando, como un gorrión callejero, abastecedor de desechos y trivialidades.
—Pero, bueno, mirad —dijo un serio profesor de retórica, llamado Cratipo, cuyo padre, filósofo peripatético del mismo nombre, había obtenido un puesto de profesor en Atenas por recomendación de Cicerón, y que, por ende, no padecía tan fuerte inclinación a despreciar todo lo que no fuera ateniense—, este judío de Cilicia ha recorrido un largo camino para llegar hasta aquí. Salta a la vista que es inteligente, y que conoce bien su propia teología; y, además, habla aceptablemente el griego. Aquí, en el Agora, está desperdiciando el tiempo. Debería presentarse ante el Areópago.
—¿El Areópago? —repitió Pablo—. Pero si no he cometido ningún delito, que yo sepa.
—Los miembros del Areópago no son jueces, en el sentido romano. Son celadores de la religión y de la moral. El mejor modo de difundir tus ideas por toda Atenas estriba en dirigirte al Areópago. Allí te prestarán oídos. No se parecen a los romanos, que nunca escuchan a nadie, como solía decir mi padre. Y se pronunciarán sobre lo que tú afirmas. Te harán saber si tiene o no tiene algún sentido.
—No me hace falta ningún Areópago que confirme lo que sé de cierto, porque lo llevo en las venas y en los huesos y en las tripas.
Ya salió el judío. Sois gente muy corporal. Nosotros atendemos más al alma. Prepara cuidadosamente tu informe. Yo te concertaré el asunto. ¿Pongamos mañana a esta misma hora?
El Areópago, antes, se reunía en la colina de Ares (eso significa su nombre), pero ahora habían trasladado la sede al Pórtico Real, al nordeste del Agora. Pablo, hasta allí conducido por Cratipo, se vio frente a cierto número de graves personajes, algunos de avanzada edad, todos con aspecto de magisterio. Cratipo dijo:
—Traigo ante vosotros a este llamado Pablo. Viene nada menos que de Palestina a propagar los principios de una religión que goza allí, y en otras muchas zonas, de considerable pujanza. Atenas todavía no la conoce. Éste es el hombre que solicita vuestra atención.
Así pues, Pablo se puso a hablar, en un griego libre de toda contaminación cilícica. Tales fueron sus palabras:
—Ciudadanos de Atenas: durante mi breve estancia en vuestra noble ciudad, he observado cuánto os interesan las materias tocantes a la religión, aunque ésta, a veces, se interprete en sentido negativo, porque he visto numerosos altares con la leyenda a un dios desconocido. Ello implica la disposición a adorar a una negatividad, cosa que ni la gramática ni la teología propiamente toleran. Lo que ahora solicito es que reflexionéis acerca de un Dios singular y único, no uno entre muchos, sino el uno, quien creó el mundo y todas las cosas que hay en él; quien, hacedor del hombre, de la tierra, de los cielos, se halla muy comprometido en las cosas humanas. Lo que pretende, por encima de todo, es que lo busquemos. Lejos de ser un Dios remoto, quien lo busca lo encuentra con facilidad. Incluso un poeta de vuestra raza, Epiménides de Creta, afirma que en él vivimos, en él nos movemos, en él sustentamos nuestro ser. Somos criaturas de Dios, hechas de su substancia, y resulta absurdo concebirlo como una mera cosa, un objeto de oro, de plata, de piedra, como ocurre cuando su unidad se fragmenta en simples personificaciones de los motivos y necesidades humanas. Porque la cualidad personificada no pasa de ser un trozo de metal… Dios ha venido tolerando que los hombres lo ignoremos; pero ahora manda que nos arrepintamos de semejante ignorancia. Ésta ya no puede excusarse en el carácter remoto de Dios, ese carácter que empujó a los hombres a trocar la divinidad en pensamiento o cosa. Ahora Él ha bajado a la tierra, y no hace mucho, a un lugar concreto, a Palestina, y en un momento concreto, en mi propia generación, adoptando la forma humana. Podemos emplear la metáfora del padre que envía a su hijo, siempre que la tomemos como mero símil. De modo que el Hijo de Dios nos mostró el sendero de lo justo, nos hizo ver que la bondad humana no era sino un aspecto de la bondad eterna contenida en la divinidad, y enseñó que la rectitud nos ha de conducir al hontanar eterno de lo justo. O, por cambiar de metáfora, que al agua humana, al fin, mostrará ser parte del océano divino. Yo predico la anastasis, que no significa la resurrección del alma, cosa que cualquiera de vuestros platónicos podría demostrar; al menos, en cuanto posibilidad lógica, sino la sobrevivencia, también, de lo sensorial, aunque en forma transfigurada. Pues el propio Dios Hijo se levantó de entre los muertos, en su aspecto humano o filial, para volver a la eterna morada del Padre. Éste, sabios de Atenas, es el meollo de mi mensaje.
Se produjo una especie de silencio rumoroso y chirriante. Luego, un anciano chirrió:
—Citas a un poeta menor, o, por decirlo más correctamente, haces una dudosa atribución a un poeta menor. Yo citaré a un poeta mayor, a nuestro Esquilo, quien, en Las euménides, asegura que no hay anastasis. El hombre muere, dice, y la tierra se bebe su sangre, y ahí termina todo. Palabras atribuidas al propio dios Apolo, de quien se cuenta que las pronunció cuando nuestra patrona Atenea fundó el Areópago. Los epicúreos, es verdad, hacen referencia a la indestructibilidad de los átomos que nos conforman, como a todo lo que existe en el universo; pero la noción de sobrevivencia física del hombre no pasa de mera suposición indemostrable.
Otro, más joven, proclamó con desgana:
—De conformidad con nuestras exigencias, toda proposición debe ser reducida a sus primeros principios. Los atenienses no damos nada por sentado.
—La primera premisa de todo razonamiento lógico —dijo Pablo— tiene siempre que darse por sentada. Hay que partir de la evidencia que nos suministran nuestros sentidos.
—¿Viste tú cómo se levantaba ese hombre de entre los muertos? —preguntó un individuo tan desmedrado, que no hacía falta mucha imaginación para figurárselo reducido a los puros pensamientos.
—He vivido con quienes lo vieron y siguen vivos para dar testimonio de su experiencia —dijo Pablo.
—Bueno, pues que vengan. Tampoco es que su testimonio vaya a tomarse por cierto, así, sin más. El mundo está lleno de locos y de mentirosos. Creo que ya hemos oído bastante.
El presidente del Areópago, un hombre juicioso, con aspecto de jurista, y en el último tramo de la mediana edad, dijo:
—Te escucharemos de nuevo. No mañana, ni pasado. Alguna vez. Nos interesa conocer las fantasías que el ancho mundo alimenta, fuera de Atenas —acompañó ancho con un leve martillazo, para subrayar la ironía—. Por el momento, te agradecemos tu comparecencia y también la evidente franqueza de tu discurso.
Sobre estas palabras se disolvió la reunión del Areópago. Pablo quedó solo, salvo por la compañía de un hombre que dijo llamarse Dionisio.
—Interesante —dijo Dionisio—. Y con todo el encanto de lo exótico. ¿Hay libros sobre la materia?
—Aún no, por desgracia. Es demasiado reciente para estar recogida en ningún escrito.
—Sí, es una novedad. Bien, ¿por qué no te vienes un día a cenar y me sigues hablando del asunto?
La invitación era vaga; pero Pablo, sintiéndose a punto de naufragar en un thalassa de desinterés, decidió aferrarse a aquel pecio de posible persuasión y persuadió a Dionisio para que fijara el día y la hora. De modo que tres días más tarde, no habiendo comparecido aún ni Silas ni Timoteo, Pablo cenó con Dionisio, muy frugalmente, y conoció a una hetera —o mujer que por tal tomó— llamada Damaris. Manifestaba excesivo entusiasmo por las nuevas doctrinas, y a Pablo se le hundió el corazón hasta el mismísimo estómago, donde le dio las albricias una ola de acidez producida por las meadas resinosas. Le constaba que Atenas, para él, era un desastre. Al día siguiente recibió, de manos de un viajero procedente de Berea, mensaje de Silas y Timoteo: iban a seguir una temporada más en Macedonia, asentando los buenos inicios de su tarea. Pablo estaba muy solo.
Durante su viaje a Corinto se dedicó a sopesar el problema que planteaba la predicación de la palabra a gentes racionales e instruidas. Los judíos, cuando se le enfrentaban, era —en casi todos los casos— porque estaban satisfechos con lo que tenían. Las paganos se bebían la nueva palabra porque carecían de cualquier otra cosa… Primeros principios. Credibilidad. Mientras buscaba, por las afueras de Corinto, algún templo con la diosa de la ubre múltiple plantada delante, sintió rebrotar la esperanza. Se trataba, una vez más, de convertir eros en agape. Saludó a Astarté —o quienquiera que fuese— casi como a una vieja amiga. Acudió, tras un frugal refrigerio pagado con las pocas monedas imperiales que le quedaban (tenía que encontrar trabajo pronto), a un rincón del mercado, donde, como un saltimbanco cualquiera, se puso a ofrecer el secreto de la vida eterna. No cuesta nada, excepto todo, acabó diciendo. En las primeras filas de oyentes, un hombre cargado de munición de boca mantenía en el rostro una leve sonrisa, como valorando la claridad y la retórica, pero sin pronunciarse. Pablo adelantó que volvería sobre el tema en la sinagoga, pasados dos días. Allí serían bien acogidos los paganos que acudieran a usurpar los asientos de los feligreses habituales. Y, como no tenía con qué pagarse la posada, durmió en un parque público, bajo una broncínea efigie de la diosa, que sostenía por encima de él un falo suelto, en ademán —¿cómo era posible que se le ocurriera semejante cosa?— de protección. La diosa debió de introducir imágenes eróticas en sus sueños, porque se despertó manchado por una polución nocturna. No culpa suya, pero, así y todo, rogó a Dios que le protegiera incluso las zonas inexploradas del cerebro, mientras permaneciera en aquella ciudad (tan reputada por su erotismo, que había dado el verbo korinthiazo, como sinónimo de fornicar, a la lengua griega). Se desayunó con agua clara de la fuente y, sin avergonzarse, mendigó un pedazo de pan a uno de los jardineros. Luego volvió a encaminar sus pasos hacia el mercado. En la calle mayor, sin embargo, una voz le dio la bienvenida. Era el hombre de la leve sonrisa a quien había visto el día anterior, sentado ahora frente a un establecimiento, al sol mañanero, dando puntadas a algo que se parecía mucho a una tienda. Pablo se detuvo y, llevado de la añoranza por aquel oficio, se sentó junto al hombre. Éste dijo:
—Estuve escuchándote ayer. Y espero volver a escucharte el Sabbat. Aunque no va a ser fácil que me convenzas, desde luego. Te presento a Priscila, mi esposa —una mujer que sonreía con cierto aire de superioridad mientras escurría un trapo en el suelo pavimentado—. Es Pablo, predicador del evangelio nazareno. Ah: yo me llamo Áquila. Que quiere decir águila. Por la nariz, claro. ¿Te apetece un poco de vino, o no es aún tu hora?
—Un poco de agua, si es posible. Este calor da sed.
—¿Y te dispones a reanudar esas actividades tuyas, que también son de las que dan sed?
—Aquí, en Corinto, las perspectivas parecen halagüeñas.
—Es gente muy carnal, no sé si me entiendes.
—Te entiendo. Korinthiazo. Fornicar, yo fornico.
Áquila pareció disgustarse.
—No tú, espero.
—No, no, me refiero a la palabra. Es como si la fornicación se hubiese inventado en Corinto.
Pablo miró a unas mujeres que acertaron a pasar por allí; tal vez hieródulas fuera de servicio. Parecían salidas de un criadero erótico, con unas redondeces de seducción pensadas para provocar hasta hacer daño. Pero el único daño estaba en los ojos de Pablo: ellas provocaban para dar satisfacción. Y el andar: sueltas las nalgas, erguidos los pechos por algún artilugio de corsetería. Con las bocas rojísimas y el cabello, recién lavado, restallantemente negro. Pablo suspiró, reconociendo, para sí, que aquel impulso suyo no podía ser malo, salvo si se admitía el dualismo defendido por los zoroastrianos de Juan Marcos. ¿Qué hacer al respecto? Buscar novia en Jesús, lo cual acarreaba sus propias complicaciones. Casarse. Él, predicador y fabricante de tiendas, casado. No era posible. La ingle, rencorosa, se le quejó. Pero Áquila estaba diciendo algo acerca de cuánto lo agobiaba el trabajo; la ciudad era muy rica y estaba llena de gente, gracias, en parte, al aluvión de judíos desterrados de Roma, aunque algunos se estaban volviendo. Ciudad mercantil, gran puerto, rival de Atenas. Pablo no quería ni oír hablar de Atenas. Dijo, mirando los dedos de Áquila mientras éste cosía:
—Esa puntada doble no creo haberla visto en Tarso.
—Es romana. Aunque en Italia se dedican más bien al toldo y al baldaquino. No eres ajeno al oficio, puesto que conoces la puntada doble.
—Es mi oficio. De lo único que vivo, si dejamos aparte la caridad. Hay que ganarse la vida de alguna manera.
—¿Piensas alargarte en Corinto?
—Hay mucho quehacer.
—Y ¿no te gustaría practicar tu oficio aquí?
—¿Hacer tiendas? ¿Me estás ofreciendo algo?
—Hay faena bastante para dos. Y un poco de espacio en la trasera del establecimiento. Muy pequeño.
—Te lo agradezco.
—Por descontado, claro, no pensamos quedarnos aquí para siempre. Mi mujer es de clase más elevada que la mía. Una buena muchacha judía, pero también romana de pies a cabeza. Quiere regresar. Y yo también, la verdad. Pero pensamos formar a unos cuantos hombres hechos y derechos, no jóvenes aprendices, y dejar aquí a un encargado. Aquí y en Éfeso. Hay dinero en Levante. Pero el sitio para gastárselo es Roma. ¿No conoces Roma, verdad?
—No, pero la conoceré.
Así, robustecido por la buena cocina de Priscila, Pablo cayó con todas sus fuerzas sobre la fornicación corintia, se exaltó, a ojos vista, en la invocación de la nueva fe, montó en cólera contra los judíos, bautizó a los paganos y abrió una capilla que era una especie de sinagoga al revés. Un tal Tito, o Tito Justo, antaño dedicado al comercio de exportación de pasas corintias (así llamadas por Corinto), y que ahora, habiendo enviudado, estaba en el retiro, poseía una amplia casa muy cerca de la sinagoga. Demasiado grande para él solo, de manera que se la ofreció a Pablo para que en ella predicase y pusiera en práctica la ceremonia de la cena del Señor. La Iglesia es la congregación de los fieles, pero una iglesia es el sitio en que los fieles se congregan. Ésta fue la primera iglesia de construcción. En ella se presentó un día el prepósito judío de la sinagoga, muy agitado. Se llamaba Crispo. Le dijo a Pablo:
—Estoy convencido. Que Dios me ayude. Lo digo porque ello me pone en horrendo peligro. Peligro corporal. ¿Qué van a pensar, qué van a hacer mis antiguos compañeros? Los pies se me han hecho cargo de la situación: me encaminaba hacia la sinagoga y se me fueron ellos solos hacia la izquierda, hasta llegar aquí. Por el amor de Dios, ¿qué voy a hacer?
—Entre nosotros, los cristianos, hay quienes siguen siendo judíos —dijo Pablo—. Sólo los intolerantes se empeñan en hablar de cisma. Bautízate en secreto. Podemos hacerlo aquí, en la fuente del jardín trasero. Y no abandones tu función en la sinagoga. Yo todavía soy lo suficientemente buen judío como para querer ir a Jerusalén por Pascua. Este año, y el otro, y el otro. La nueva fe no es sino culminación de la antigua.
—Si Dios me permitiera hacer comprender eso a los demás…
—Yo lo he intentado, y tú lo sabes. Pero puede uno quedarse en el intento para siempre. La vida es corta, y tenemos el mundo entero por atender. ¿Deseas ser bendecido ahora por el agua bautismal?
—Sí, y que Dios me ayude.
Pablo se pasaba las sonochadas en el cuarto de estar de Áquila y Priscila. Ella cosía delicadas telas; él bebía vino —y bien ganado se lo tenía, después de una dura jornada de trabajo—, picando pasas corintias de una bandeja de plata. Pablo narraba sus aventuras. Algunas de ellas suscitaban la risa de Priscila, sin que él alcanzase a comprender por qué. Cierta sonochada, estaba diciendo:
—Nos hallábamos en Listra, Silas y yo… Por cierto que Silas pronto estará aquí… Había en nuestra congregación un hombre más tullido de mente que de cuerpo. No tenía los miembros anquilosados, o, al menos, a mí no me lo parecía. No costó trabajo sanarlo. La gente entró en éxtasis, afirmando que era magia divina, y, a continuación… Bueno, se empeñaron en identificarnos a Silas y a mí con dos demonios paganos. Él era Júpiter y yo Mercurio. Incluso se presentaron con un pareja de bueyes albos, enguirnaldados de flores. Claro está, Listra es el centro del culto a Zeus y Hermes… ¿De qué te ríes? ¿Qué ves de gracioso en semejante blasfemia? Aclamarme bajo la advocación de Mercurio, a mí que me afano al servicio del Señor…
—Mercurio, dios de los ladrones —dijo Priscila, con lágrimas en los ojos—, pero también del buen decir. Me parece que hay algo humorístico en el relato. Igual que en aquel otro que contaste, cuando te metieron en prisión y un terremoto te abrió la puerta… Siempre he sido consciente de que Dios posee un sentido del humor muy fino.
—Yo no lo veo por ninguna parte —dijo Pablo.
—Quizá lo aprecies cuando los relatos se pongan por escrito. No deben perderse para la posteridad. Son demasiado buenos.
—Eso mismo asegura Lucas —dijo Pablo, torvamente.
—¿Quién es ese Lucas?
—Un médico griego a quien convertí en Antioquía. Le gusta escribir. Y también lo que tú llamarías comicidad… Ya me doy cuenta. Me estoy convirtiendo en un personaje de cuento helénico.
—¿Y quién —dijo Áquila— supera en realidad a ciertos héroes helenos? ¿Por qué han de ser los paganos quienes posean los mejores héroes?
—La Paulíada —dijo Priscila, riendo de nuevo.
—No, no, no, no.
Sobrevino una tormenta de golpes en la puerta del establecimiento.
—Ya están aquí otra vez —se lamentó Áquila—. Ojalá nos dejasen en paz.
—Os ruego que me perdonéis —dijo Pablo—. No es a vosotros a quienes buscan. Nunca es a vosotros. Iré yo.
Fue y descorrió el cerrojo. Había a la puerta dos venerables judíos a quienes el sol de la temprana atardecida hacía amusgar los ojos. Su jefe, Amoz, dijo:
—Pablo, o Saulo, o como quiera que te llames, el gobernador está dispuesto a recibirte.
—Pero yo no estoy dispuesto a que me reciba. ¿Es asunto que no pueda esperar, trátese de lo que se trate? Uno tiene derecho a descansar, después de un largo día de trabajo.
—Quien enseña blasfemias carece de derecho al reposo. Galión acaba de llegar de Patras y está deseando juzgar tu caso.
—O, dicho de otro modo, vosotros estáis deseando que lo juzgue. Pero no hay caso ninguno.
—De conformidad con la legislación romana, nuestra fe está dentro de la ley. No así la tuya. De labios de un cónsul romano…
—Procónsul —enmendó Priscila. Se había acercado a escuchar y sonreía con toda la cara.
—No me hace ninguna falta que vengas a corregirme tú, una extranjera con casa abierta a los herejes —farfulló Amoz—. Está bien. De labios de un procónsul romano escucharás tu sentencia. Ven.
Pablo fue. Priscila reía con todas sus ganas. Qué jaleo. Y todo porque el corte de prepucio les parecía a los hombres materia de apasionado interés.
Galión se llamaba, en realidad, Marco Anneo Novato. Nacido en Córdoba y educado en Roma, lo había adoptado un gran experto en retórica, Mucio Junio Galión, cuyo nombre había tomado. Era un hombre encantador, ingenioso, tolerante, si por tolerancia entendemos su concepto de la religión como pasatiempo en que no valía la pena pararse a pensar. Cansado del viaje, y por causa de una flojera pulmonar que no había dado en tuberculosis gracias a sus estancias invernales en Egipto, no perdió el buen talante cuando vino su lugarteniente a anunciarle la llegada de una pandilla de judíos en solicitud de juicio sobre esto, aquello o lo de más allá. Estaba en su biblioteca, hojeando un pergamino de versos nuevos recién llegado de Roma. Furfur caelestis. Caspa celestial. Estos modernos… ¿Por qué no se conformarán con decir nieve?
—¿No quieren que la audiencia se celebre aquí? Ah, no, claro: es morada de infiel. Bueno, pues nada, me resignaré a la impureza. Observo que se han traído sus propias antorchas.
Se veía, por el ventanal, una luz avanzando entre las adelfas. Galión salió al jardín, que, como pertenecía a Dios, y no a algún gentil, era puro. Allí estaba la pandilla, con un hombre de pequeña estatura, calvo, de tranquilos ojos. Los demás coceaban y relinchaban a su alredor. El viejo judío llamado Amoz pronunció estas elevadas palabras:
—Procónsul Galión: salud y muchos años de vida. Éste es el Pablo de quien hemos venido informando tanto verbalmente como por escrito. Sigue empeñado en persuadir a los hombres de que adoren a un Dios opuesto a la ley judía. Y ésta, por decreto imperial, es religio licita…
—¿Ha cometido alguna villanía? ¿Es reo de robo, homicidio, traición? ¿Ha dicho algo contra el Emperador?
—No, pero blasfema en su proclamación de que la nueva herejía sustituye a la ley de Moisés…
—No me interesa en absoluto —dijo Galio— la ley de Moisés. Es cosa vuestra. Como muy bien decís, vuestras religiones se hallan bajo protección de Roma. Pero lo mismo ocurre con todas las variantes de vuestras religiones, sean o no heréticas. De ello se desprende que los romanos carecemos de base jurídica para inmiscuirnos en vuestro régimen interno, o en vuestras disputas. Si lo hiciéramos, incumpliríamos la ley. De modo que no voy a entrar en el fondo de este asunto.
—Piénsatelo bien, Galión —dijo Amoz, en un tono que el procónsul consideró insolente—. La decisión que tomes aquí sentará jurisprudencia en el resto de las provincias, y Roma tendrá que respaldarla. Si se concede libertad a este hombre para que predique su doctrina, como él la llama, semejante doctrina o abominable perversión quedará sancionada por el Derecho romano.
—Ya me lo he pensado tan bien como el asunto merece —dijo Galión—; esto es: unos veinte segundos. Y afirmo, con todo el peso de Roma, como pareces desear: que así sea.
Naturalmente, los ortodoxos portadores de antorchas habían sido seguidos hasta el jardín de Galión por cierto número de nazarenos. Éstos prorrumpieron ahora en gritos de alborozo, acompañando con golpes la retirada de los amargos vencidos. Un honesto anciano llamado Sostenes, sustituto de Crispo como prepósito de la sinagoga (Crispo, prudentemente, había dimitido por razones de salud), estaba llevando la peor parte en el apaleamiento. Pablo, haciendo uso de su autoridad, ordenó:
—Alto ahí. ¡Amor fraternal! ¡Tolerancia!
Pero los apaleadores siguieron apaleando, mientras el cortejo, voceando sus lamentaciones, recorría el jardín por el sendero que llevaba a la puerta exterior. Dijo Galión a Pablo:
—Tengo noticia de tu religión. Por mi hermano, el filósofo Lucio Anneo Séneca. ¿Lo conoces?
—O sea que eres hijo de Séneca el Viejo. Mi padre me dijo, en cierta ocasión, que lo había conocido. Debió de ser en Hispania.
—Nuestra familia es hispana. Y ¿qué hacía un judío en Hispania?
—Vosotros sois hispanos y romanos. Nosotros, judíos y romanos. Fue por asunto de negocios. El águila despliega sus alas, como suele decirse. ¿Qué es lo que sabes del cristianismo?
—Que se acerca mucho a la filosofía propugnada por mi hermano. La filosofía estoica. Obra con rectitud, aunque el Poder te aconseje mal. Prepárate a padecer por la justicia. Enorgullécete de saber que la justicia prevalece, por mucho que el Poder pretenda aplastarla.
—El orgullo no forma parte de mis enseñanzas.
—Es orgulloso quien da la vida por su fe, como vuestro…
—Él se dejó llevar como un cordero ante el verdugo. Y nosotros le vamos en pos. Los estoicos carecen de Dios, de manera que han de erigirse en guardianes de su propia virtud. La virtud de los cristianos radica enteramente en Dios. Podemos permitirnos la humildad.
—¿Qué Dios? ¿El de esos vejestorios depredadores?
—No hay más que un Dios, que ama a los hombres. Él nos envió a su único hijo para que padeciera por la carne. Tal es la medida de su amor.
—No me pareces un loco.
—No hallarás fe más cuerda que la que yo predico. El amor, la indulgencia, el perdón, son virtudes razonables. Él mundo no sobrevivirá sin ellas. Pregúntale a tu hermano, a ver qué le parece.
COMO LLEVAMOS cierto tiempo sin pasar por Roma, y acaba de salir a colación el nombre de Lucio Anneo Séneca, aprovechemos el lance para averiguar en qué se ocupa el así llamado. Firmemente asentado en el Palatino, en calidad de confidente y asesor de Agripina, hace doblete como tutor del hijo de ésta. Tiene un mirar alucinado y en la boca un rictus como de sufrimiento. El pelo lacio le cae sobre la frente, con descuido, como en señal de desprecio hacia el repeinado orden de este mundo. No por ello le mengua la astucia en la ordenación de sus bienes: resulta engañoso el ascetismo de su apariencia externa. Lo que hace es representar un personaje de sus propias tragedias de enredo: la voz de la virtud que sobrevive y se alza contra el mal causado no sólo por los hombres, sino también por los dioses. ¿Qué males se le han infligido? Es cierto que el Emperador Claudio lo deportó por haber hecho burla de su persona en un ensayo moral; pero Agripina no tardó en traerlo de vuelta. Su riqueza es enorme. Su influencia en el Estado, si no rebasa los límites de la discreción y la prudencia, ha de ser considerable. Por el momento, podemos verlo en un aula de palacio, rodeado de mapas y de rollos de pergamino, respirando el aroma del pino que se alza junto a la ventana, como para traer a la mente del filósofo moralista la gracia silvestre del mundo natural. Junto a él haraganea su discípulo, que interrumpe la plática sobre la filosofía de Zenón para afirmar que está harto de tan esquelética irrealidad y que es ya la hora de la clase de música.
—Te va a hacer mucha más falta la filosofía que la música.
—¿Para qué?
—Para cualquier cargo estatal que vayas a desempeñar. Tienes que prepararte para la responsabilidad.
—Lo que quiero es ser un gran actor, y bailarín, y cantante. ¿Puede hablarse de responsabilidad en lo tocante al arte?
—No de responsabilidad moral.
El discípulo se llama Lucio Domicio Enobarbo; su madre es Agripina, hija de Germánico, hermano del Emperador Claudio; su padre, Cn. Domicio Enobarbo, muerto en unas sospechosas circunstancias que su hijo —aún no rechazando la posible participación de la madre en el asunto— ha preferido no investigar con excesivo celo. No le interesa la moral.
—Siempre estás hablando de moral —dice ahora—. Y por moral entiendes… No me vienen las palabras…
—La represión de los impulsos.
—Eso es: lo que tú haces es reprimir mi impulso de ver la vida. Por ejemplo, la ejecución de la Emperatriz Mesalina.
—Que guardó escasa relación con la vida.
—Pero era bellísima. Ver cómo le cortaban la cabeza y cómo le fluía la dorada sangre, sin salpicar, por la piel marfileña, habría constituido un poema viviente. ¿No te parece inmoral impedir que un joven ponga los ojos en la belleza del mundo?
—No hay belleza alguna en la muerte, aunque se cumpla en nombre de la justicia. La muerte es una necesidad. En aprender a abrazarla sin temor hemos de gastar la vida entera. En cuanto a la muerte ajena, hay algo turbador, casi sísmico, en el espectáculo de la disolución humana. Hacer referencia a la belleza de la sangre dorada cuando fluye sobre la piel marfileña bien podría calificarse de inmoral. No se debe reducir un organismo, vivo o muerto, a mera disposición de formas y colores.
—Pues eso es lo que yo estoy haciendo siempre. Tú no podrías entenderlo, Séneca, porque no eres artista.
—Se me tiene —y la torva boca se ablanda en una complacencia que el discípulo capta de inmediato— por competente en el campo de la poesía trágica. Mañana leeremos mi Hercules Furens. En él hallarás una exquisita ordenación de palabras y ritmos puestos al servicio de la filosofía estoica.
—Conozco la obra, y me parece demasiado violenta. No por lo que muestra, sino por el lenguaje. No tienes oído para las palabras. Y si, como afirmas, estás al servicio de la filosofía estoica, incurres en grosera inmoralidad contra la ética artística, cuyo fin no estriba en la inculcación de una lección moral, sino en la belleza por la belleza. La belleza, la belleza, la belleza.
—¿Quién ha estado metiéndote esas sandeces en la cabeza?
—Qué más te da quién sea. El caso es que tiene razón. La belleza y la moral pueden considerarse enemigos mortales, afirma también, y tú repondrías que eso es llevar las cosas ridículamente lejos. Está, por otra parte, la cuestión de la belleza y la sexualidad, que plantea un espinoso problema.
—Que tú —dice Séneca— pareces tener resuelto de modo más que satisfactorio. El cadáver descabezado de un bello objeto de deseo sexual se reduce a mera forma y color. Ya ves a qué puede conducirte la concentración en eso que llamas belleza. Te conducirá más allá de los límites de la piedad, y, me atrevo a decir, de todo sentido moral. Y el hombre se define como criatura moral. La belleza es cosa de los sentidos, solamente. Prosigamos con nuestro estudio del sistema moral de Zenón.
—Ay, Séneca, Séneca —dijo el precoz jovencito, cargando el peso sobre el brazo que tenía puesto en la mesa—, qué poco sutil eres. De nada sirve tratar contigo estas altas materias estéticas. Muy bien, ya que vamos a estudiar moral, dime cuál es la razón de que tú y otros varios moralistas contempléis el incesto con tanto horror.
—¿Por qué planteas tal cuestión?
—Sabes muy bien por qué. El Emperador Claudio se propone contraer matrimonio con una sobrina suya, a saber: mi venerada madre. A ti te parece mal, y lo mismo a Palante y Narciso, o, por lo menos, eso dicen. Y el Senado se niega a sancionar el precepto legal que lo autorizaría. No obstante, en el reino egipcio privaba el principio de que la casa real tenía que apoyarse en el matrimonio entre hermanos. En este caso, no es ya que el incesto se tolerara, sino que se consideraba, y creo que se sigue considerando, santo y deseable. ¿Por qué, pues, es tan espantoso para los romanos?
—Si lees mi obra sobre Edipo, o, ya que tan grande es tu aversión contra mi estilo, la de Sófocles en que está basada, verás que los dos mayores crímenes contra la moral han sido siempre, en nuestra cultura occidental, el parricidio y el incesto. Si matas a tu padre, si preñas a tu madre, a tu hija, a tu hermana o a tu sobrina, toda la estructura de la sociedad se ve amenazada. Existe un aborrecimiento instintivo hacia tales actos, basado en la noción, también instintiva, de cuáles son las bases de una sociedad estable. Si la familia se desmorona, con ella caerá la autoridad de las clases sacerdotales y dirigentes. El incesto suele engendrar monstruos.
—¿Has visto tú alguno?
—He leído mucho sobre ello.
—¿O sea que mi venerada madre va a dar a luz un monstruo? —Lucio Domicio Enobarbo sonrió con desprecio a su tutor. El sobrenombre familiar significaba barba broncínea, y Lucio Domicio, aunque lampiño, poseía un cabello con lustre de bronce y resplandor de oro. Tenía los ojos azules y los rasgos correctos: era un muchachito más agraciado que verdaderamente guapo. Padecía de acné, cosa nada rara entre los adolescentes, pero con la madurez amainarían tales erupciones de la piel. Séneca dijo:
—No se tolerará que el Emperador cometa incesto. Hay límites hasta para el poder imperial. El deber de imponer tales límites corresponde al Senado. Tu madre no será Emperatriz.
—¿Quieres apostar… digamos cien sestercios?
—No me gusta apostar. Es ponerse en manos de la suerte, algo poco apropiado para un estoico.
—Eres un viejo tonto, Séneca.
—Eso es todavía menos apropiado. Vas a pedir perdón en cincuenta líneas de endecasílabos que me presentarás mañana por la mañana.
—¿Y si no te las presento?
—Se lo diré a tu madre.
—Los endecasílabos, ¿pueden ser cantados?
PABLO, ahora, estaba en Éfeso. Áquila y Priscila, que lo habían acompañado hasta allí, consideraron por un momento la posibilidad de montar un negocio en esa localidad, pero luego, pensándoselo mejor, y dejándose llevar por la nostalgia de Priscila, zarparon hacia Italia. Acudió Silas, pero no así Timoteo, ocupado en su propio ministerio de Macedonia. Lucas se presentó con unas cuantas páginas de pulcra documentación helena sobre la labor de Pablo. Más o menos, eran correctas, pero Pablo las halló desfiguradas por el sentido helénico del humor.
—Tacha eso. Y eso. Resulta inapropiado. Y eso, que resulta todavía menos apropiado.
Muy bien, con un suspiro. Luego, Pablo acudió a la sinagoga, donde pronunció las siguientes palabras:
—Hombres de Éfeso: llego a vosotros tras múltiples viajes, de Jerusalén a Tarso, y de Tarso a Antioquía. He llevado la buena nueva a Chipre, a la otra Antioquía, la de Pisidia, a Iconio, a Listra, a Derba, a Filipos, a Salónica, a Atenas, a Corinto. He visto y he padecido muchas cosas. Me han revuelto el estómago las olas del mar, pero también los duros de corazón con que fui tropezando en todas aquellas ciudades. Llevar la buena nueva no ha sido tarea fácil, pero, con la ayuda de Dios, pude sobrellevar todas las dificultades. Porque el amor de Dios tolera que la acción de la levadura de sus palabras se manifieste en maravillas y señales. Cuando decís que Pablo ha curado a los enfermos, ha dado vista a los ciegos, ha hecho que el frenesí demoníaco saliera huyendo de las almas, no os expresáis con propiedad: es el poder de Dios el que obra por medio de Pablo, pues Pablo carece de todo poder. Poned atención, porque esta ciudad de Éfeso es de sobra conocida en el mundo por sus malabaristas y por sus magos. No vengo a competir con ellos, sino a traeros la palabra divina. Y ahora, cuando digo que el nombre de jesús os sanará, no estoy apelando a hechizos de saltimbanco. Porque el hombre sólo puede sanar por mediación de la fe en Jesús, Hijo de Dios.
Uno de los congregados se puso de pie para mostrar a toda la asamblea un pedazo de cuero desgastado. Le gritó a Pablo:
—¿Sabes lo que es esto?
—No —dijo Pablo.
—Es un trozo sacado de uno de los delantales que te pones por la mañana, cuando te sientas a trabajar en la confección de tiendas. Me lo consiguió mi hombre de confianza, quien reconoce haberlo robado. Ha ido por ahí con él en la mano, tratando de curar a lisiados y ciegos. ¿Qué es esto, sino magia?
—No se me pueden echar en cara —dijo Pablo— las supersticiones de los demás. No son sólo mis semicintia, sino también mis sudaría.
—Aquí no hablamos latín.
—Mis trapos de limpieza. En tales cosas no hay ni magia profana ni santa potestad. Ni en mí, ni en mi sombra, ni en ninguna de mis míseras pertenencias. Que no se os olvide. Sólo el nombre de Jesús posee poder.
Esto último se lo tomó demasiado al pie de la letra un individuo llamado Sceva. Se hacía pasar por príncipe de los sacerdotes, impostura en la que incurría porque los príncipes de los sacerdotes eran los únicos conocedores de la pronunciación correcta del Nombre Inefable, hechizo poderosísimo a efectos de magia. Sceva no conocía el nombre, aunque lo había intentado con Iao y Iae y Iaoue, y otras aproximaciones. Ahora estaba con varios de sus colegas magos en su mal ventilada habitación de trabajo, que olía a asafétida y otras nocivas gomíferas consideradas útiles en materia de exorcismos. Le estaba dando vueltas y más vueltas entre las manos al triste cráneo reseco de un niño pequeño. Dijo:
—No soltarán más dinero mientras no vean resultados.
—Los perierga no pueden forzarse —dijo un hombre llamado Antífolo.
—Quizá no, pero por ellos nos pagan. Lo hemos intentado todo. Incluso hemos recurrido a Sabaoty Abraham, que siempre han sido unos nombres estupendos. Pero ya habéis visto lo que es capaz de hacer el nuevo nombre. ¿No será peligroso intentarlo?
—Al viejo calvorota y al paralítico les hizo efecto.
—Ése no es el problema. El problema es que quienes lo usan tienen fe en lo que hay detrás del nombre. Y nosotros no. Es algo extraño a nosotros, y puede significarnos un peligro. Salimos rana.
—Ahora resulta que eres supersticioso.
—La fuerza radica en el nombre —dijo un hombre llamado Trofuz, muy bajo y renegrido, de sabe Dios dónde—. Y los nombres son propiedad de todo el mundo, a mi modo de ver.
—Lo peor que puede pasar es que no pase nada, supongo —dijo Antífolo.
—De acuerdo —suspiró Sceva—. Vamos con ello.
Fueron, en grupo de siete, a casa de la viuda Sameac, mujer tristona, a despecho de su nombre (que significa alegre) y de las riquezas heredadas de su marido, en vida dedicado a la exportación de madera del Líbano. Estaba afligida por su hijo Bohen (llamado así porque el Señor le había puesto el pulgar en el cuello antes de su nacimiento, dejándole un profundo surco), que se pasaba el día entero en la cama en una especie de sopor sólo alterado por esporádicos retorcimientos de las extremidades, con emisión de gritos ininteligibles. La viuda había tomado la resolución de cerrarle la puerta del dormitorio, que él aporreaba de vez en cuando. Comía poco, vomitaba mucho —y nauseabundo—, no reaccionaba ni a la medicación ni a los sortilegios. Sceva y sus compinches, al llegar, se encontraron con el cuñado de Sameac; un escéptico que estaba hasta las narices de tanto camelo.
—Ha sido como tirar el dinero a la basura —dijo—. Ni una perra más.
—Esta vez —prometió Sceva— verás resultados.
Los siete se metieron en el pequeño dormitorio, donde apenas si cabían, y oyeron que la viuda cerraba tras ellos. Algo que nunca les había gustado, pero es que, en cierta ocasión, el muchacho había reaccionado vigorosamente a la entonación de una versión deformada del Nombre Inefable, arrebatándose a romperlo todo. Luego, había quedado en paz durante el resto de la jornada. Los siete lo miraron; no precisamente un espectáculo vistoso, porque de la nariz le supuraba una viscosidad amarilla, mientras los ojos se le volvían cada uno por un lado. Su boca profería, en lengua ignota, palabras de disputa, como las que se oyen en los últimos estadios de una borrachera general; en determinado momento, una voz abajetada se puso a discutir con otra aguda, mientras las demás se mantenían en una especie de silencio atento. Trofuz, dándole con el codo, dijo a Sceva:
—Ahora.
Sceva, uno vez tomada buena ración de aire, cantaleó:
—Vosotros, espíritus del mal instalados en nuestro hermano aquí presente, yo os conjuro, en nombre del Jesús que Pablo predica, a que lo abandonéis.
La respuesta fue tan inmediata como terrorífica. De la balbuceante boca salió una sola voz que, en pulcro griego, dijo:
—A Jesús conozco, y sé quién es Pablo: mas vosotros ¿quiénes sois? A continuación, el joven saltó de la cama para abalanzarse sobre los siete con horrible vigor, tirándoles de las barbas, arrancándoles los ojos, retorciéndoles las orejas, pisoteándoles los pies, desgarrándoles las vestiduras. Dos de los siete —los más osados y robustos— contestaron al ataque de su paciente, pero éste no parecía notar los golpes. Cuando, por fin, se abrió la puerta, los siete salieron de estampida, con el enérgico Bohen mezclado entre ellos, pegando y recibiendo, a partes iguales. Rompió en aullidos la viuda Sameac, mientras su cuñado, meneando tristemente la cabeza, decía: —Más daño que provecho. Ni una perra.
Como me lo contaron lo cuento al lector: créalo éste, o rechácelo. Una vez en la calle, Bohen asombró a todos por su ferocidad: los perros le ladraban, para en seguida salir corriendo, con el rabo entre las piernas; las mujeres y los niños henchían el aire con sus alaridos de espanto. Acompañándose de rugidos, Bohen dejó semidesnuda a una pobre anciana, volcó un tenderete de calabazas y acabó tendido en un aguazal, exhausto, gimoteando casi sin ruido. En aquel momento, Pablo, a quien habían prohibido el uso de la sinagoga, estaba discutiendo una espinosa faceta de la resurrección con uno de sus nuevos brotes, o neófitos, en un aula que le había dejado el maestro popularmente conocido por el nombre de Tirano (sin parentesco con el padre del protomártir). Lo llamaron y acudió. Hizo que llevaran al pobre Bohen a casa de su madre, y, una vez allí, le indujo un profundo sueño natural del que el muchacho salió curado. O, al menos, así me lo han referido.
Lo cierto es que algún acto taumatúrgico de tal guisa debió de suceder, porque de otro modo no se explícala sorprendente escena que se produjo más tarde, en el mercado, cuando fueron arrojados al fuego libros de sortilegios, tratados sobre los perierga, manuales para enamorar —crudamente ilustrados—, amuletos, iconos, abalorios, redomas con cocciones malsanas (caninas de perro, tósigos para lobos, sangriza menstrual). Hubo intentos de arrojar también a Sceva y compañía, pero ello, afirmó Pablo, habría sido llevar las cosas demasiado lejos. A Silas y Lucas, librescos ambos, les disgustaba la idea de incinerar ciertos hermosos volúmenes, encuadernados en cuero y con remaches de oro, pero Pablo les dijo:
—Mirad qué obscenidad. Y mirad esto.
Pedicación de hombre a perro. Pedicación de perro a hombre.
—Podríamos venderlos.
—Sí, a otros magos charlatanes.
—Pero mira qué hermosura de trabajo.
—Al fuego con él, Lucas.
Una anciana mostró a Pablo una figurina de plata.
—¿Qué hago con esto, señor?
Pablo la examinó, bizqueando. Era una efigie de la diosa, ornada de averrugados pechos.
—En casa… ya no la veneramos, ni mi familia ni yo.
Pablo dijo:
—La efigie es perversa, pero la plata procede de una roca hecha por Dios. Fúndela, y dásela a los pobres —luego, alzando la voz, añadió—: Nadie ignora que esta ciudad de Éfeso es el altar de la falsa diosa Ártemis, que otros llaman Diana. Vosotros, los que le rendís homenaje, arrepentíos. Vosotros, plateros que os enriquecéis con su imagen, poneos a fabricar candelabros. Desembarazaos de los falsos ídolos.
Un platero llamado Demetrio se sintió muy a disgusto al oír tales palabras.
Corría el tiempo de primavera en que los días se igualan con las noches; principios del mes denominado Artemision, cuando los sacerdotes castrados, junto con las sacerdotisas, presidían el culto de Ártemis o Diana en el templo de Éfeso. Este templo era, y sigue siéndolo, una de las maravillas del mundo. Tenía unos cuatrocientos pies de largo por doscientos de ancho y estaba bellamente ornamentado con representaciones de la cópula. El templo anterior había sido destruido por un pirómano llamado Heróstrato, que lo quemó para hacerse famoso, con éxito, por cierto, porque todavía se le recuerda. (Según me cuentan, llevó a cabo su acción la noche misma en que nació Alejandro Magno). La imagen de la diosa entronizada en el templo no fue destruida por el fuego; de hecho, nada podía destruirla, porque era una piedra de rayo, o trozo de estrella caído a tierra. Por celestial fortuna, el meteorito adoptó la forma de una mujer con múltiples pechos, ante lo cual hubo personas educadas y escépticas que se convencieron fácilmente de que los dioses habían enviado aquella tosca representación de uno de los suyos, acaso fraguada por el propio Vulcano. De lo que no cabe duda es de que Éfeso ganó con ello sólida reputación de ciudad altamente favorecida por la diosa, convirtiéndose, por ende, en el centro de su culto. Oír cómo denostaba ese culto un judío calvo, con proclividad a la quema de libros, colmó la medida de lo tolerable para el platero Demetrio y para otros de su mismo gremio (que sacaban un montón de dinero de la confección y venta de templecillos de Artemis o Diana; especialmente en esta época del año).
De modo que Demetrio y otros de su oficio se juntaron en la platería del primero a la mañana siguiente. El local era un cobertizo lleno de fuegos, donde unos cuantos hombres vertían metal en los moldes y otros rompían éstos para dejar al descubierto a la diosa de la sonrisita. Dijo Demetrio:
—Amigos míos, éste es nuestro negocio. Nuestra fuente de ingresos.
—En tu caso concreto, una fuente muy caudalosa.
Demetrio ignoró la apostilla:
—A todos nos concierne el culto de la diosa, benditos sean su santo nombre y su sagrado influjo. El tipo ése, Pablo, anda diciéndole a todo el mundo que no existen dioses hechos a mano. Antes de que nos demos cuenta, echarán abajo el templo e interrumpirán el tráfico.
—¿Qué tráfico?
—Ya sabes lo que quiero decir. Los peregrinos procedentes de toda la Hélade y hasta de Asia. Es nuestro pan, amigos míos.
—Está blasfemando contra el metal precioso. ¿Lo…?
—Hay que ponerle freno.
Así fue como Pablo y varios de sus acólitos fueron llevados a rastras hasta el templo de Éfeso por el gremio militante de los plateros, con ayuda de una chusma que se presentó voluntaria, porque la manipulación gratuita de forasteros constituye deleitable ejercicio de la virtud en esas ciudades de provincias donde, de todas formas, no hay gran cosa que hacer en cuanto cae la tarde. Silas, al rojizo resplandor de las antorchas, puesto a veinte pies bajo el bulto enorme de la tripa divina, entró en pánico ante la idea de que los iban a sacrificar allí mismo (para luego embadurnar minuciosamente, con sangre cristiana, aquellas redondeces polimásticas o multimamarias). Silas la emprendió a golpes, y Pablo lo secundó. La plebe, siempre maleable, también la emprendió a golpes, en la misma dirección, y un zagal todo músculos le gritó a Pablo:
—¡Eso es! ¡Que se enteren de lo que es bueno estos impíos cretenses, o comoquiera que se llamen!
Se impuso entonces, sorprendentemente, el muy helénico instinto de la reglamentación civil, y una masa, en la que parecía estar incluida toda la población masculina de Éfeso, empujó a dos recientes conversos cristianos, ambos extranjeros —Cayo de Derba y Aristarco de Salónica, que habían acudido tras los pasos de Pablo—, hacia el descomunal teatro al aire libre. Pablo y Silas se abrieron camino en sentido contrario, sin oposición, porque todo el mundo estaba enquillotrado en la rítmica cantilena de «¡Grande es Diana de los efesios!». Así, mientras Cayo, Aristarco y otros conversos anónimos eran conducidos colina arriba, hacia Pión, los convertidores bajaron hasta la parte interior del puerto y se escondieron, acezantes, tras unos fardos encordados.
Es menester señalar que los prebostes de Éfeso, denominados asiarcas, no eran hostiles a las actividades de Pablo. La sentencia de Galión había sentado jurisprudencia en las provincias romanas, y Pablo no había infringido ley alguna. Cuando, más tarde, él y sus acólitos —con Silas todavía temblando— tomaron asiento en el aula de Tirano, a oscuras, uno de los asiarcas, en son de amistad, vino a ponerlos al corriente de lo que estaba sucediendo en el teatro.
—Las tres cuartas partes de ellos no tienen ni idea de por qué están ahí —dijo—, pero se ha propagado la noción de que se trata de una manifestación antijudía, y hay un judío llamado Alejandro diciéndoles que los judíos aman a Artemis tanto como el que más, lo cual es una puñetera mentira, pero tampoco puede uno echársela en cara. Todo vale, con tal que se calmen.
—Hablando de que se calmen —dijo Pablo—, lo mejor será que vaya yo a dirigirles la palabra. No se presenta muchas veces la ocasión de tener reunida a toda la ciudad.
—¿Estás loco? —dijo Silas—. ¿Te has vuelto loco de remate y para siempre? Te harán pedazos.
Lucas dijo:
—Iré yo a ver qué pasa. Me quedaré en el margen, por así decirlo, con mi cuaderno de notas. Al fin y a la postre, no haré más que cumplir con mi deber de literato.
Fue así como dejaron ir a Lucas. Éste se quedó en las últimas filas del populacho, trocado ahora en auditorio, y se asombró de que hubiera tantos miles de personas divirtiéndose con el monótono canto coral de «¡Por siempre Diana de los efesios!», mientras un anciano de luenga barba, que Lucas identificó con el antes mencionado Alejandro, hacía gestos y movía la boca inaudiblemente desde el theatron. Luego entró en escena un conocido de Lucas: era el grammateuso escribano de la polis, funcionario encargado de la publicación de decretos cívicos y del enlace entre el consejo municipal y el gobierno de la provincia. Con lo que también respondía ante las autoridades romanas del buen orden ciudadano. De modo que cuando habló lo hizo con una ansiedad que puso calma en la asamblea y la forzó a escuchar:
—Varones efesios —gritó—, vuestras protestas son innecesarias. Todos sabemos que Ártemis es grande. Todos sabemos que Éfeso es la celadora de su templo. Nos consta que su imagen bajó del cielo, venida de Júpiter en persona. ¿A qué desperdiciar vuestro aliento en la proclamación de verdades que todos nos sabemos de memoria? ¿Por qué no asumir la dignidad de la calma, evitando los actos precipitados? Los hombres que habéis conducido hasta aquí no han saqueado el templo ni blasfemado contra la diosa. Si Demetrio, aquí presente, junto con otros de su oficio, tiene algo contra los llamados cristianos… Bueno, pues para eso están los procónsules, siempre dispuestos a constituirse en audiencia. Que todo se solucione en asambleas legítimas. El alboroto no se conjuga bien con el orgullo de ser ciudadano. Volved a vuestras casas.
Si, sobre tales palabras, la rezongante asamblea tuvo a bien disolverse, fue, en parte, gracias al sentido heleno de la forma dramática. Llevaban allí dos horas, lo que dura una comedia, y el discurso final se había pronunciado en el tono concluyente que cabía esperar de toda dramaturgia bien estructurada. Pablo, mientras escuchaba el informe de Lucas, dio con la cabeza señal de estar de acuerdo con el buen juicio del grammateus, sin por ello dejar de deplorar su paganismo.
—No es ningún fanático. En él podéis apreciar el gran cambio que se aproxima. Los hombres no lucharán por sus antiguos dioses a no ser que de ello les redunde algún provecho. Si la santidad denota buen juicio, también puede afirmarse que el buen juicio denota santidad. Viviréis para ver fundida toda esa plata, para ver cómo la diosa se convierte en recuerdo. Ya, ahora, no pasa de metal muerto. *
Sí, metal muerto. Lo había dicho antes, pero no habría de repetirlo. Lo que ahora vengo obligado a narrar es extremadamente doloroso, pero a Pablo le constaba que por todo hay que pagar un precio. Demetrio y sus compañeros no eran, por naturaleza, dados a la violencia —sólo contra la plata inerme—, y se contentaron, a medias, con esperar a que el caso fuera visto por los procónsules (en ese momento no había más que uno, a pesar de que el secretario de la polis, llevado por la costumbre, se hubiera referido al cargo en plural: Marco Junio Silano, procónsul de Asia, había sido muerto por orden de Agripina, pero ésa es otra historia). No obstante, les pareció que sería bueno hacer probar a Pablo el sabor de la diosa, para ver si con ello se alteraba su concepto de la pureza. Se concertaron con una hieródula para introducirla en el dormitorio de Pablo, quien, por privilegio de su condición, dormía solo, mientras Silas y Lucas compartían otra celda. Esto era en casa de un converso llamado Pirro, que les facilitaba alojamiento sin reclamar nada a cambio. La muchacha se avino gustosa al juego. La izaron hasta la ventana del primer piso el sonriente Demetrio y un cofrade enano que se llamaba Aquiles. Pablo, que se había pasado la mañana remendando lonas, y la tarde y la sonochada predicando la palabra a gritos, dormía pesadamente. Ella, una vez desvestida, se introdujo en la estrecha cama, tropezando con una peluda desnudez y un báculo fláccido, pronto revitalizado por sus meneos. Pablo pensó que soñaba. Y de pronto se despertó para encontrarse con que una muchacha que se sabía todos los trucos lo mantenía en posición de cabalgadura. Soltó un chillido, y la muchacha, riéndose, huyó por la ventana, a cuyo pie aguardaban los dos conspiradores. Pablo, para su vergüenza, quedó derramando simiente sobre la manta. Sí, metal muerto.
Muchos dedos lo señalaban al día siguiente. Él hervía de indignación, componiendo en la cabeza elocuentes cartas a todas las iglesias sobre el pecado mortal de la fornicación. Se declaró necesitado de purificación ritual, que no estaba prevista en el orden nuevo. Le hacía falta Jerusalén, le hacía falta el Templo de Salomón. El de Ártemis, ahí estaba: intacto y burlón; la efigie de la diosa parecía mirarlo desde arriba, con ínfulas de triunfo. No iba a ser fácil fundirla.
DE AGRIPINA algo sabe el lector, pero todavía no hemos trabado conocimiento con ella. En este punto de nuestro relato, era —en el apogeo de su belleza— mujer ante la cual se planteaba el mismo problema filosófico que ante su predecesora Mesalina: la aparente conciliación entre virtud celestial —que eso, y no otra cosa, es y ha de ser siempre la belleza— e indecible capacidad para el vicio. Pero allí donde Mesalina incurría en vicios propiamente veniales —consistentes más bien en apasionamiento por la gratificación sensual, sólo peligrosos en cuanto la llevaban, como hemos visto, a dejar de lado todo escrúpulo moral para sastisfacerlos—, Agripina vivía exclusivamente para el poder, lo cual ya resulta terrorífico en un hombre, pero más todavía en una mujer. Había contrarrestado la oposición senatorial a su matrimonio con Claudio mediante amenazas personales a los senadores más vocingleros; y varias de estas amenazas se habían cumplido sin piedad, gracias a la colaboración de Palante, superintendente de Claudio, a quien había seducido con mucha eficacia. Al final se resolvió que Claudio sería autorizado a quebrantar la ley que prohíbe el incesto, dado a) que el matrimonio entre tío y sobrina no difiere en mucho del matrimonio entre primos hermanos, que estaba dentro de la ley, y que los grados de prohibición marital sólo se aplicaban de hecho a la consanguinidad inmediata, entre padres e hijos o entre hermanos; y b) que Claudio parecía demasiado viejo y débil no ya para engendrar un hijo (que podía, claro está, resultar un monstruo), sino incluso para consumar el acto marital. Agripina, por su parte, no le ponía peros a nadie a la hora de meterse en la cama; aunque no por placer, sino sólo por sacar provecho político. Estaba tocada por la gracia —o la desgracia— de la frialdad sexual: conocía tan bien como cualquier hieródula los métodos para levantar la pasión masculina y procurarle su extático desahogo, pero ella se mantenía distante, quitados, de vez en cuando, algún fingimiento de deseo y ciertos extraños, falsos, orgiásticos calofríos que acompañaba con gritos de acabamiento, para culminar un proceso que se le antojaba descorazonador en su bestialidad, cuando no resueltamente hilarante. Había iniciado muy pronto a su propio hijo, L. Domicio Enobarbo, en los transportes del amor carnal. Era un ardid para tenerlo bajo su dominio. Aun casada con Claudio, seguía acudiendo de puntillas, durante la noche, al dormitorio del muchacho, para someter su cuerpo lleno de pústulas a unos sonoros arrobos que los sirvientes, de no estar dormidos, podían tomar por pesadillas. Este hijo, por cierto, había sido adoptado por Claudio, y ahora se llamaba Nerón Claudio Druso Germánico.
Metámonos ahora de puntillas en el dormitorio imperial, protegido contra la invasión del sol de la atardecida, porque a Claudio, que lleva puesta una venda en los ojos, le duele la cabeza. Agripina, vestida de translúcido linón, está verdaderamente espléndida: sus brazos desnudos son un milagro de modelado; los cabellos, del color de la medianoche egipciaca, se le derraman sobre los hombros. Tocándole la frente, pregunta a Claudio:
—¿Te encuentras mejor?
—Mmmmmejor. Pero sólo en el sentido de no tan mmmmmal como ayer. Ni tan mmmmmal como mmmmmañana.
—Nadie conoce el mañana.
—Los hombres de edad sabemos que mmmmmañana no vamos a ser más jóvenes que hoy.
—Ya estamos con esas deslumbrantes simplezas. Gemas de sabiduría imperial. Dorados destellos de obviedad. Espero que el libro que estás dictando no vaya repleto de semejantes aforismos.
—Lo que yo escribo es historia. Las simppppplezas se las dejo a Séneca.
—Deshazte de ese individuo.
—¿Cómo? —Claudio se alzó de la almohada en un instante de sorpresa; luego se dejó caer de nuevo—. Fui yo, si no recuerdo mal, quien se deshizo de él hace cierto tttttiempo. Si lo redimí del destierro, fue a pppppetición tuya.
—He cambiado de idea con respecto a él. Lo que está enseñándole a mi hijo es traición disfrazada de filosofía.
—¿Tttttración al Emperador?
—A la Emperatriz.
—O sea, a ambos. Algo he oído. La moral es la moral. Para Séneca no hay excepciones morales. Vivimos en un estado de cccccontaminación incestuosa, digan lo que digan el Emperador y el Senado. Probablemente, eso es lo que le ha estado diciendo a tu hijo. No para tenerlo preocupado, ni para denigrar nuestras imperiales pppppersonas, sino para que tenga presente que no hay excepciones morales.
—De pequeña me enseñaron que el poder consiste, precisamente, en la capacidad para infringir las reglas.
—Yo, desde luego, he infffffringido una regla.
Lo dijo con cierta melancolía, y ella se apresuró a preguntarle:
—¿Acaso lo lamentas?
—Me has enseñado nuevos deliquios corporales. Deliquios que ni siquiera Mesalina… No, no lo lamento. Pero a veces me siento… Bueno, ccccCulpable. Principalmente cuando miro a tu hijo. Hay algo que no está bien en el hecho de tener un sobrino nieto que te llama pppppadre. Lo cual hace con bastante mayor frecuencia que Británico. Parece como si estuviera intentando mmmmmeterme la idea en la cabeza.
—La idea —dijo Agripina, sin recato— de que la púrpura le sentaría a él mejor que a Británico. Británico es tonto.
—No creo que te hubiese tttttolerado eso cuando todavía no eras más que mi sobrina. Británico será hijo de Mesalina, pero ha heredado una cccccantidad de vicios sorprendentemente escasa. Tiene, incluso, algo de pensador. Y su comportamiento en Britania, como militar, fue bueno. Fue él quien cccccapturó a Cccccaracttttaco.
—Algo que no deja de recordársenos ni un momento, pero que yo no me creo. Cada vez que dices Británico, parece que hay que abandonar todo lo que esté una haciendo para brindar por él.
—No voy a permitir que me pase por la cabeza, mi querida sobrina-esposa —dijo Claudio, como sin fuerzas—, la idea de que amas más a tu hijo que a mí, de que el amor que sientes por él es lo suficientemente grande como para haberte permitido franquear diversas barreras, entre las cuales no es el incesto la más pequeña. Ahora déjame dormir. Tengo palpitaciones en la cabeza.
—El matrimonio es un camino hacia la procreación legítima, mi amado Claudio. Un camino siempre expedito. Pero no hay momento en que no estés demasiado cansado o no te encuentres mal… No digo más, pppppadre de los romanos.
Claudio, tras enderezarse en la cama, le lanzó una mirada desprovista de todo afecto.
—No es correcto que te burles de mí —dijo—. Tampoco es correcto fingir una situación que no existe, en pppppresencia de alguien a quien consta que no existe. Los médicos te declararon estéril poco después de la muerte de tu adorado segundo marido. No quieras pppppasar por más tttttonta de lo que eres —esto último se lo pensó mejor—. No más tonta. Más mentirosa que la otra. Y está empezando a parecerme que también mucho más enviciada.
—¿Te refieres a algo concreto? —dijo ella, con una voz que rezumaba miel de Hibla.
—Sí. ¿Qué le ha sucedido a Stttttatttttilio Tttttauro?
—¿Al viejo toro? A veces te olvidas de a qué gente has sometido al silencio, por decirlo mediante tan delicioso eufemismo de Estado. El viejo toro ha sido carneado.
Claudio estuvo a punto de saltar de la cama.
—No por orden mía.
—Por orden de Palante, que es lo mismo. ¿O no?
—¿De qué se le acusó? Palante no me ha dicho ni una sola palabra al respecto, ni me ha presentado ningún pppppapel a la…
—Primero aseguró —dijo Agripina, ajustando la voz a una modulación de infantil inocencia— que me iba a donar sus huertos. Le constaba que yo los quería. Luego cambió de idea. —¿Qué?
—De vez en cuando, los romanos acaudalados han de mostrar su agradecimiento por el hecho de que se les permita seguir siendo ricos. Y, desde luego, no deben insultar a su Emperatriz renegando de sus propias promesas. Son unos huertos muy hermosos. Tengo que enseñártelos un día, dando un paseo. La fragancia de los pinos les sentará bien a tus delicados pulmones.
Claudio respiró profundamente el aire estancado de su habitación de enfermo.
—Palante —dijo, para añadir en seguida, más a su manera—: Pppppalante. Ya veo. Él eficaz superintendente está más a tu servicio que al mío. ¿Lo tienes sometido a tus embrujos?
—¿Qué quieres decir con eso de embrujos? —preguntó ella, no sin una tenue nota de ansiedad que Claudio, por su excesiva sordera, no pudo captar.
—Tus encantos. El pppppenetrante olor de sensualidad mediante el cual cccccautivaste a tu viejo tío, ccccconvirtiéndolo en el tonto en que se ha cccccconvertido.
—Palante te es muy fiel. Te está descargando de todo el trabajo que puede, para que tú te ocupes en tareas más elevadas. Y es lógico que acuda a consultarme, dado que yo soy la compañera y el sostén del Emperador.
—Es Palante quien me ha estado urgiendo a que tttttransfiera la herencia imppppperial de mi hijo al tuyo.
—Con ello no piensa sino en el bien del Estado. Británico es un militarote, o sea, un poco tonto. Mi hijo, ahora mismo, ya está en condiciones de desempeñar altos cargos. Estudia con mucha aplicación y con los mejores maestros. Es inteligente, sensible…
—No suffffficientemente sensible al chirrido de su pppppropia voz. En lo que a mí respecta, allá él, si quiere recorrer el Imppppperio bailando y cccccantando, y pagando para que le appppplaudan. Pero la pppppúrpura no va a llevarla, si de mí depppppende.
Intentó salir de la cama, pero su migraña dictó órdenes en sentido contrario. Volvió a derrumbarse sobre las almohadas. Agripina meneó bondadosamente la cabeza.
—Duerme —casi cantó. Claudio había mencionado la brujería, pero era un intelectual demasiado ilustrado como para utilizar el término en un sentido no metafórico. Y, sin embargo, las brujas existen, como existen las artes que practican. En los Suburra había una que se llamaba Locusta. Agripina ya había utilizado sus servicios con anterioridad. ¿Rápido, dices? No debe ser demasiado rápido. El arte de proporcionar el sueño consiste en la imitación de la naturaleza. ¿Sabes cómo… administrar? Sueño, silencio: admirables eufemismos. Dedicó un ademán despreciativo al gimiente bulto de Claudio y salió de la habitación.
PABLO llegó a Cesarea acompañado no sólo de Lucas, sino también de un converso de Éfeso llamado Trofimo. Era éste un muchacho rubio, hijo de un orfebre que se resistía a la conversión: lo último que le dijo a Pablo, cuando vio que su hijo se marchaba con él, fue que lo pensaría. En su opinión, era bueno que los jóvenes viesen el mundo, preferiblemente en compañía de hombres de más edad que los mantuvieran apartados de la taberna y el burdel, y sobre la continencia y la sobriedad de Pablo abrigaba muy pocas dudas. En Cesarea fueron a visitar a Felipe, el griego que, tras haber convertido a un eunuco negro, aún no había terminado de digerir la idea. Tenía cuatro hijas muy charlatanas, que se pasaban el día profetizando el fin del mundo y que no parecían disponer de un momento para el cuidado de la casa. Pero la mujer de Felipe cocinaba bien, y habrían disfrutado de un buen almuerzo, todos en compañía (las hijas, cuando no ejercían sus dotes proféticas, resultaban agradables por lo calladamente que trinchaban los platos), si no hubiera hecho aparición un profeta de los de verdad: el llamado Agabo, a quien se recordaba por su actuación en Antioquía. Se puso a lanzar profecías sobre Pablo cuando aún no habían terminado de comer.
—¿Me equivoqué con lo de la hambruna en Palestina? —dijo—. No me equivoqué. Así que ahora miradme bien y escuchadme con ambos oídos. Dame ese cíngulo que llevas en la cintura. —Pablo, tomado de sorpresa, destrabó el cíngulo y se lo alcanzó. Agabo, con él asido, prosiguió—: Me atengo a las Sagradas Escrituras al representar por medio de la mímica lo que profetizo. ¿No predijo Ahías Silonita el desmembramiento del reino de Salomón dividiendo su capa nueva en doce partes? Lo predijo. ¿No anduvo Isaías desnudo, para profetizar el cautiverio asirio de los egipcios? Desnudo anduvo. Pues ahora Agabo se ata los pies y las manos, con cierta dificultad, lo confieso, para simbolizar que los judíos de Jerusalén se apoderarán del dueño de este cíngulo, lo atarán de pies y manos y lo entregarán a los gentiles. Los únicos gentiles que hay en Cesarea son los romanos, ¿me equivoco?, luego no te acerques por Jerusalén.
Le devolvió el cíngulo. Mientras se lo volvía a poner, Pablo dijo:
—Tengo que ir. —Las cuatro hijas de Felipe rompieron en unísonas lamentaciones—. Tranquilas, muchachas —pidió Pablo, tajantemente—. Te ruego que me perdones, Felipe, pero estoy harto de que la gente me dé consejos relativos a mi seguridad. En Tiro me endilgaron una profecía similar, sólo que un poco menos convincente que la de Agabo, porque sólo fue con palabras. Viene mucho más a pelo la cuestión de hallar alojamiento seguro para estos dos gentiles que me han acompañado hasta aquí. En Jerusalén apenas si me queda nadie conocido, excepción hecha de mi hermana, que ha perdido todo el cariño que me tenía. En las posadas judías pondrán pegas para acoger a incircuncisos. ¿Dónde podemos ir?
—Está ese hombre, Mnason —dijo Felipe—. Es grecochipriota, y uno de los primeros conversos de Jerusalén. Ahora se encuentra en Cesarea, pero desea volver a Jerusalén para la Pascua. Cosa de negocios, tan sólo. Vende mosto, que les gusta mucho a los niños.
Mnason no se opuso a recibir tres inquilinos temporales. Era un anciano anguloso, muy militar en el aspecto, y dijo, desde lo alto de su corcel blanco:
—Llegaré bastante antes que vosotros. Preguntad a cualquiera y os dirán dónde está la casa. Es una pena que tengáis que ir a pie. Sesenta y tantas millas, con este calor… En cuanto a ti, señor —le dijo a Lucas—, con mucho gusto me sentaré una noche contigo, a contarte todo lo que sé sobre los primeros tiempos de la fe. Siempre dije que alguien tendría que escribir un libro sobre ello. No va a ser lectura poco cruenta, desde luego. Muy bien, caballeros, pues nos vemos en Jerusalén. Cuidado con los pies.
Con los pies doloridos, Pablo fue a ver a Yago, antes llamado el Menor y ahora, con alguna justicia, el Justo. Era el único de los primeros discípulos que quedaba en Jerusalén. Los demás andaban dispersos por el mundo, y varios habían fallecido. Yago encabezaba un grupo de nuevos conversos judíos, algo tímidos y caseros, que miraron con reverencial espanto al gran misionero itinerante. Yago, como en los breves contactos que antes tuvo con él, sintió que su inferioridad intelectual ante Pablo le pesaba como las propias mantecas (porque el músculo de sus años mozos, cuando dejó la lucha campera para seguir el camino de la fe, había degenerado en una adiposidad impresentable). Era absurdo, solía decirse, que alguien como él hubiera llegado a obispo de Jerusalén; pero poseía las dotes requeridas, es decir: las menos adecuadas para la actividad misionera. Él prefería quedarse donde estaba, haciendo lo posible por eludir los problemas, transigiendo al máximo con los judíos ortodoxos, a quienes presentaba la nueva y revolucionaria fe como un mero e innocuo anejo de la antigua. Daba al Templo lo que era del Templo, cumplía con los requerimientos ceremoniales de cada época del año, y entregaba dinero nazareno incluso a los pobres jerosolimitanos que andaban por ahí diciendo que bien crucificado estaba aquél a quien colgaron entre dos ladrones. Se alegró al ver que Pablo tenía la mano encima de un montoncito de monedas imperiales, para los gastos de la Madre Iglesia. No parecía haber olvidado lo de «No olvidéis a los pobres». Yago dijo a Pablo:
—Nos alegramos de verte sano y salvo. Y más nos alegraremos con el relato de tus andanzas y de tus éxitos, aunque quizá en forma de discurso solemne a todos nuestros dignatarios. Esta casa del pobre Matías no es lo suficientemente grande para tanta gente. Mejor al aire libre, quizá en el monte de los Olivos.
Pablo miró en derredor: la casa estaba tan estropeada, que parecía haber encogido; las arañas, como pequeños romanos prietos, llenaban los rincones oscuros con sus obras de ingeniería estructural. Pablo preguntó:
—¿El pobre Matías, has dicho?
—Su trabajo lo ha llevado a Italia y, por lo que sabemos, más que la suerte lo han acompañado las bofetadas. Me atrevo a afirmar que Italia lo que necesita es un hombre como tú.
—Tengo la resuelta intención de ir a Roma. Para clavarles la daga en pleno pecho, por así decirlo.
—Sí. Muy bien. Ahora tengo que mencionar un asunto algo inquietante, que estos caballeros, aquí presentes, confirmarán. Circulan por ahí perversos relatos, todos ellos, por supuesto, carentes de fundamento real, que no vas a tener más remedio que desmentir. Supongo que sabes a qué me refiero.
Pablo se encogió de hombros.
—Me figuro que los judíos conversos ya están otra vez dale que te pego. Acusándome de haber dicho que la circuncisión es una majadería inútil. Bien, pues eso es lo que es, comparada con lo que podríamos denominar la circuncisión del espíritu. También hay murmuraciones contra el nuevo Sabbat: el Dies Solis en lugar del Yom Rischon. Tenía que ser así. Ahora andan diciendo, según me contó Felipe en Cesarea, que he convertido a Jesús en una especie de dios sol. Que digan lo que les venga en gana.
Yago escuchó esas palabras con disgusto. Se removió en su asiento, y el asiento crujió.
—Siempre he estado en contra de las innovaciones apresuradas.
—¿Apresuradas? A mí me parecen puñeteramente lentas. La vida puede ser eterna, pero no larga.
Yago había oído eso mismo antes, acaso demasiadas veces. Dijo:
—Hay, aquí en Judea, miles de judíos conversos a la fe, pero que no desean renunciar a su celo por la antigua. Entre ellos, hay demasiados a los que han llegado noticia de que estás convenciendo a los judíos nazarenos que viven entre los gentiles para que se olviden de Moisés, lo que equivale, más que ninguna otra cosa, a dejar de circuncidar a sus hijos. Y luego está el asunto de las leyes relativas a los alimentos. Circula por ahí una cancioncilla… ¿Cómo dice, Remalia?
Un converso poco barbado, con el ropaje excesivamente limpio, se aclaró la garganta para trinar:
El domingo de Pablo no todo es sermón:
con marisco empiezan, siguen con jamón.
—Eso es, pura y simplemente, una canción estúpida —sonrió Pablo. Luego recogió la sonrisa, para añadir—: Una de las grandes quejas de los cristianos efesios es que la carne ya no sabe como antes. Echan en falta la sangre. He hecho lo que he podido por imponer las leyes relativas a la preparación de los alimentos, pero los gentiles, en su mayor parte, no las comprenden. Ese sueño que Pedro tuvo en Joppa me parece muy saludable, pero he oído decir que Pedro, ahora, niega haberlo tenido. Se las pinta solo para negar —añadió, con no poca mala intención.
—La cosa —dijo Yago, incómodo— es que tienes que dar alguna explicación.
—Más vale hacer que explicar. Me afeitaré la cabeza, aunque no queda mucho que afeitar, la verdad, y acudiré al Templo con todos los aditamentos de rigor. Vas a tener que devolverme una parte de ese dinero.
—Un carnero, dos corderos, medio azumbre de vino, harina blanca en no sé qué cantidad, ya lo comprobaré. Te estás refiriendo a la ceremonia de purificación.
—La necesito, créeme.
—Los nuestros lo valorarán positivamente —y, luego—: ¿La necesitas? ¿Y eso?
—Profanación. No diré más.
—No te preguntaré. El verdadero problema son los judíos procedentes de las provincias, Antioquía, etcétera. No se sentían libres en tierras de los gentiles. Ahora, en cambio, se sienten demasiado libres. La sombra del Templo. La consagración del odio. ¿Te das cuenta de lo que quiero decir? A ninguno nos vendrá bien que la emprendan contigo.
—¿Lamentas que haya venido, Yago? He alterado tu confortable comodidad, ¿no? ¿Quieres que tome el camino de regreso en cuanto caiga la noche?
—No no no no no. Lo único que digo es que tienes que andar con ojo.
Pablo, antes de que lo raparan del todo para la ceremonia de purificación en el Templo, se llevó al joven Trofimo hasta los atrios exteriores. Trofimo quedó maravillado ante tamaña magnificencia, pero la halló difícil de conciliar con los ruidos del mercado de la carne. Había un cartel cuyas palabras clave eran Thanatos y Mors y Mavet.
—Hasta aquí, y ni un paso más —dijo Pablo—. Ya ves: será ejecutado todo infiel que penetre en el interior del Templo. Es una antigua ley que ni siquiera los romanos han conseguido alterar. De hecho, hubo una vez un romano a quien su mala cabeza llevó a pasar por alto la advertencia. Lo lapidaron hasta darle muerte, por orden de los sacerdotes. La ley romana no pudo salvarlo. Demos la vuelta.
Pablo y su amigo eran vigilados muy de cerca. Un par de individuos procedentes de Antioquía, Job y Amos, los miraban con especial atención, bizqueando los ojos por culpa del sol.
—¿Lo habéis visto? —preguntó Amos a una piña de viajeros llegados de la misma ciudad—. ¿Lo recordáis? Aquí lo tenemos, en carne y hueso, y se ha traído consigo a un hijoputa rubio para que meta las narices en el sancta sanctórum.
—No, no las está metiendo. Conocen las reglas. Mira, ya se van.
—Hijoputa, sucio profanador del Altísimo.
—Estás llevando las cosas demasiado lejos.
—Esperad.
Los enemigos de Pablo lo atraparon mientras cumplía con las obligaciones del ceremonial de purificación en el atrio de Israel. Éste formaba parte del recinto interior, reservado a los hijos seglares de la fe; los sacerdotes y los levitas estaban autorizados para seguir hasta el límite, o casi. Heme hecho a los judíos como judío, por ganar a los judíos; a los que están sujetos a la ley (aunque yo no sea sujeto a la ley) como sujeto a la ley, por ganar a los que están sujetos a la ley. Saboreó la frase: encajaría bien en una epístola a los corintios. Se llevó una sorpresa, al mirar hacia arriba, cuando vio que parecía haber una buena parte de la población judía de Corinto mirándolo con el ceño fruncido. Luego, alguien señaló a no se sabe quién con el dedo, diciendo:
—Ése es, ahí está.
El aludido, al entrar en un rayo de sol, quedó trocado momentáneamente en oro. Luego, percatándose de que lo señalaban y teniendo, tal vez, algo de qué acusarse, se escabulló hacia la parte oscura y buscó la salida.
¡Ha traído gentiles al Templo del Altísimo!
Pablo se abandonó, sin mover un músculo, a sus captores: estaba esperando que algo así sucediera, pero no todavía, ni en tal lugar. Uno le pegó en la calva con un zapato, sin hacerle daño. Lo arrastraron al atrio exterior por las escaleras abajo. Oyó resonar las puertas del santuario. Había unos cuantos tratando de franquearlas, para echarle mano al ausente Trofimo; la policía del Templo, que no quería altercados, procedió a sus propios aporreamientos. La multitud, hasta entonces al acecho, se derramó por el atrio exterior. Un individuo a quien Pablo conocía por su actividad como agitador en Éfeso, chilló:
—¡Adelante, vamos a hacerlo pedazos, varones de Israel! Ha profanado este lugar. Ha traído griegos consigo —no le costaba ningún trabajo pluralizar—. Predica contra la ley y contra el pueblo y contra el Templo. ¡Ley y orden! ¡Justicia! ¡Echémosle abajo los dientes!
Pablo recibía puntapiés y manotazos. Un gordo sudoroso, vestido de ropas viejas, le atizó en la coronilla y, luego, preguntó:
—¿Qué es lo que decís que ha hecho?
A continuación llegaron tropas romanas para controlar el alboroto.
Había una cohorte de romanos armados allí arriba, al noroeste, en la fortaleza Antonia. El tribuno militar se había dado prisa. Acorrieron doscientos hombres, con sus centuriones, encantados de poder varear a los judíos con la espada plana. Maniataron a Pablo y se dispusieron a conducirlo escaleras arriba, al castillo: delincuente, ladrón, ratero, algo; pero subía con dignidad. La retaguardia, a trastazo limpio, rechazó a la chusma. Era un día grande.
Jadeante, Pablo quedó frente al tribuno, en el cuarto de guardia. El oficial, que lucía un exceso de grasa en la papada y estaba demasiado cerca del retiro, dijo, sin ganas:
—Conque armando alboroto, ¿eh? Conque provocando altercados. Te conozco. Eres el egipcio que nos estuvo creando problemas hace tres años. Te han descubierto, ¿no? Dijiste que a una palabra tuya se derrumbaría la muralla, y que no tendrías más que caminar al frente para ocupar este sitio. Bien, pues ellos recibieron su merecido, pero tú te escapaste, ¿verdad, cerdo egipcio? Pues esta vez has caído.
—¿Tengo aspecto de egipcio? ¿Hablo como los egipcios? Soy judío, de Tarso de Cilicia, ciudadano en modo alguno de baja…
—No tienes más que tu palabra para demostrarlo.
—Si quieres que se calme esa multitud, déjame que les hable. En la lengua de los judíos.
—Sí, claro, para animarlos a que ataquen la torre. Bien, centurión, llévatelo.
—¿Acaso parecía como si yo pretendiera acaudillar una muchedumbre? Era mi pellejo lo que buscaban, no el vuestro. Déjame decirles una pocas palabras en arameo.
—Permíteselo, tribuno —dijo el centurión—. Visto lo que le estaban haciendo, tiene derecho a ello. A ver si conseguimos que se despeje el campo.
Pablo fue conducido de vuelta a la escalera de la torre. Tenía soldados por encima y soldados por debajo. La multitud gritó hasta cansarse. Le habrían venido bien unas cuantas palabras inflamatorias; la multitud necesita acicates. Pablo no gritó. Se limitó a atiplar el tono y a lanzar la voz hacia adelante, diciendo:
—Varones de Jerusalén, escuchadme. Yo de cierto soy judío, nacido en Tarso de Cilicia, pero criado en esta ciudad, conforme a la verdad de la ley de la patria, celoso de Dios, como todos vosotros sois hoy. Soy, pues, judío; pero judío que ha escuchado la voz del Señor diciéndole que dejara de perseguir a sus santos, seguidores de Jesús de Nazaret, que es Cristo. Pues me fue dicho: «El Dios de nuestros padres te ha predestinado para que conocieses su voluntad y vieses a aquel Justo, y oyeses la voz de su boca. Levántate y bautízate y lava tus pecados, invocando su nombre». Y me fue dicho, asimismo: «Ve, porque yo te tengo que enviar lejos, a los gentiles». He obedecido a la voz del Señor de nuestros padres. ¿En qué he obrado mal?
Fue la palabra gentiles la que echó leña al fuego, que por un momento se había apaciguado. Era una palabra impura. La respuesta de la multitud no se limitó a los gritos. A imitación de algunos de los más devotos que entre ellos había, dieron en desgarrarse las vestiduras y arrojar las capas al aire, levantando el polvo. Pablo hubo de reconocerse que le había fallado la discreción; algo que Yago habría sabido evitar. El clamor que percibieron los soldados romanos les resultaba muy conocido, aunque llevaran bastante tiempo sin escucharlo: era el clamor del odio colonial, mezclado con un furor insensible al golpe y a la espada. El propio centurión, que ocupaba el peldaño inferior al de Pablo, le hizo subir las escaleras a golpes en las costillas y a patadas.
—No tiene sentido —dijo el tribuno. Pablo estaba sin aliento. Se miró las gotas de sangre que le caían en la mano derecha, procedentes de un corte en la mejilla del mismo lado que le había hecho alguien con un anillo en el puño.
—Nada de esto tiene ningún sentido: ni lo que tú has dicho, según he podido entenderlo, ni lo que ellos gritan. Habrá que examinarte de conformidad con la ley romana. ¿Sabes lo que eso significa?
Pablo dijo que sí con la cabeza.
Muy bien. Bajadlo al patio de armas.
En el patio de armas, con unas tiras de cuero, empezaron a atarle las muñecas a una cadena colgante de una especie de horca. Vio aparecer a mi par de soldados azotando el aire con sus flagella, correas de cuero reforzadas con pinchos y trozos de hueso y sujetas a un mango de madera. Pablo dijo al centurión:
—¿Puedo hablar?
—No. Ya hablarás después de esto. Va a ser la única forma de sacarte la verdad.
—Sí voy a hablar. ¿Está dentro de la ley azotar a un hombre que no ha sido sometido ajuicio y que, además, es romano?
—¿Romano? —El centurión tragó saliva—. ¿Romano tú?
—Romano.
El centurión vio a su tribuno en el rincón más alejado del patio, repasando la enmienda al parte de órdenes que acababa de traer un funcionario.
—Espera aquí.
Pablo, con sorna, le señaló sus ataduras con un gesto. Los dos flagelantes se pusieron a practicar su arte flagelatorio en las espaldas, todavía cubiertas, de Pablo. Desde considerable distancia, hacían que el hueso incrustado en la punta del látigo acariciara la tela, disfrutando del silbido del cuero en el aire. El centurión regresó con el tribuno. Éste dijo:
—Aquí el centurión dice que, según tú, eres romano.
—Soy romano. La anotación registral correspondiente se halla en las instalaciones de la procuración de Cesarea. Puedes verificarla. Mientras tanto, estás quebrantando la ley al atarme las manos de este modo. Tú lo sabes.
—Mira, amigo —dijo el tribuno—, a mí me ha costado un montón de cuartos adquirir la ciudadanía romana. Sí, ya sé, se me nota que soy griego. ¿Acaso lo he negado? Pero tú no me tienes ninguna pinta de rico.
—No me he visto obligado a incluirme entre los clientes de Mesalina. Soy romano de nacimiento. Como te he dicho, puedes verificarlo. Mientras tanto, no hagas nada que puedas lamentar.
El tribuno se acarició entrambas renegridas mejillas. Luego, dijo al centurión:
—Suéltalo. Que pase la noche a buen recaudo. Mañana por la mañana pones a sus sacerdotes sobre el asunto. ¿Sabes cuál es el castigo por dar de palos a un ciudadano romano?
—Lo sé, tribuno, lo sé.
Fue así como liberaron a Pablo y lo condujeron a la fortaleza. Los flagelantes, viendo desbaratados sus propósitos, la emprendieron a latigazos con un par de gorriones que acababan de aterrizar, y que huyeron al vuelo, ilesos. Pablo, desde su celda, pudo ver otros pájaros guarecerse bajo los aleros, mientras la noche caía con celeridad. Le sirvieron rancho cuartelero: pan moreno y un pedazo de cabrito apestoso, sin desangrar. También vino. Se bebió éste, mientras redactaba epístolas en la cabeza. Las cuales, por mediación del sistema romano de correos, llegaron luego a sus destinatarios, jerarcas de distintas congregaciones, que las leyeron en voz alta en el transcurso de la fiesta del amor, o ceremonia de la eucaristía. Dad muerte a vuestra naturaleza terrenal: los hábitos deshonestos, la impureza, la lujuria, los malos deseos, la avaricia, la idolatría. A causa de ellos se cierne sobre nosotros la cólera de Dios. Maridos, amad a vuestras esposas, y no las tratéis con aspereza. Padres, no amarguéis a vuestros hijos, para que no pierdan el ánimo. Vio un luminoso mundo de piedra blanca. El aire olía a boñiga de camello y a higos pasados. Y acaso las palabras no fueran sino formas del aire. Estaba entrando en la edad madura; el aire nocturno le enfriaba la cabeza, totalmente pelada. Y tuvo la sensación de que escuchaban sus palabras, sí, pero sin comprenderlas bien; de que Cristo se había convertido en una leyenda; de que había estado perdiendo el tiempo. Las tiendas por él fabricadas durarían más que sus predicaciones. Luego sonrió al identificar en sus adentros unos demonios de desánimo cuya presencia probaba, por contraste, que no había habido desperdicio alguno: sabe el demonio lo que el hombre ignora.
Pensó en su propia muerte, que acaso no hubiera de dilatarse mucho. Si creía, si verdaderamente tenía fe, se llevaría a un mundo allende el tiempo las ofrendas del tiempo (que, soñoliento, vio en su imaginación como un plato de barro con pasas corintias). No un ángel, no más ángel que el propio Cristo. Humano, pero inmortal, con una especie de sensorio expurgado. Así, los placeres del otro mundo serían, en cierto modo, de los sentidos. Lo cual suponía una barrera a la captación del espíritu puro, esto es: la denegación de la visión suprema. Lo cual quería decir que Cristo, también criatura de los sentidos, estaba impedido de fundirse con el Padre. Ello explicaba por qué el Padre y el Hijo, aunque compartieran la misma substancia, eran personas distintas. Teología. No había bastantes días en la vida para dedicarlos a la teología; pero, en la duermevela, tuvo una visión de hombres que pergeñaban gruesos volúmenes sobre la personalidad de Cristo, sin atender al mensaje múltiple. Lo que importaba era que la cosa había arraigado, fuera mensaje o metafísica. Ni Dios Padre lograría desprenderse de ello. Y Dios Padre estaba más cerca del reprobable dios desconocido de los atenienses que del Jehová a quien él había consagrado su carnero y sus corderos. Se durmió.
Al alba lo despertaron para conducirlo a una sesión de urgencia del Sanedrín. Ya se había congregado una enérgica multitud, que le escupía por entre el acero de la jaula que en su torno formaba la escolta militar romana. Lo pusieron en manos de los guardianes del Templo, que, por gusto, lo aporrearon hasta la cámara del consejo. La escolta romana se quedó fuera esperando, a regañadientes. Pablo, mientras terminaban de juntarse, se quedó mirando a los bostezantes sacerdotes y santos seglares. Aun resultándole desconocidos en su mayor parte, no le costaba distinguir a los saduceos de los fariseos. Éstos tenían la cara enrojecida y las manos ramosas, como campesinos; aquéllos semejaban romanos. Todos se pusieron en pie al entrar el príncipe de los sacerdotes. Era nuevo, este sucesor de Caifás: delgado y con aspecto de padecer tormentos interiores, quizá intestinales. Un funcionario le entregó un papel. Él, tras echarle un vistazo, dijo:
—Tú, Saulo de Tarso, estás acusado de grave quebrantamiento de la ley judaica.
Antes de que pudiera seguir adelante, Pablo dijo:
—Mi nombre es Pablo. No reconozco tal quebrantamiento. Varones hermanos, yo con toda buena conciencia he conversado delante de Dios hasta el día de hoy.
Se disponía a proseguir; pero el príncipe de los sacerdotes, sorprendiendo con ello no solamente a Pablo, le cruzó la cara con una mano llena de anillos. Pablo echó sangre. Estaba harto de tener que echar sangre todo el tiempo. Escuchó encolerizado las palabras del sacerdote:
—Tú, blasfemador, ¿tienes el descaro de proclamar la pureza de tu conciencia ante la santa asamblea aquí reunida? Pablo, con un gruñido, repuso:
—Dios ha de herirte a ti, pared blanqueada. ¿Te alzas tú para juzgarme conforme a la ley, y contra la ley me hieres? Un saduceo, levantándose de su asiento, dijo: —Te estás dirigiendo a Ananías, príncipe de los sacerdotes de Dios. Cuidado con lo que dices.
Bien. Un nombre ambivalente. Para los cristianos, un Ananías no era más que un embustero. Pablo dijo:
—Escrito está, lo sé: no maldecirás al príncipe de tu pueblo. Pero nadie me dijo que estaba tratando con el príncipe de los sacerdotes. Ni él se ha comportado como corresponde a tal dignidad.
Alguien, al fondo de la asamblea, soltó una breve carcajada, y Ananías echó chispas por los ojos. Pablo llegó a la conclusión de que nadie lo reverenciaba gran cosa, excepto los saduceos, más acomodados. Con toda su osadía, dijo:
—Observo la forma en que se reparte vuestro consejo. Veo saduceos. Veo zelotas. Veo fariseos. ¿Cuál es la creencia de los saduceos? Que no hay resurrección, que la muerte pone fin a todo. Los fariseos, en cambio, aceptan la esperanza en la resurrección de los muertos. Varones hermanos, yo soy fariseo, hijo de fariseos. Los muertos han de levantarse, como se levantó Jesucristo…
Hubo cierta conmoción entre los saduceos. Los zelotas escupieron, y uno de ellos gritó:
—¡Resurrección del Estado judío libre, bajo el poder de Dios!
Un fariseo, algo más joven que Pablo, golpeó con su bastón el suelo de mármol, levantando polvo. Exclamó:
—¡Esto me huele a contubernio! —Pablo no comprendió—. ¿Qué falta halláis en este hombre? Id con cuidado. No siempre vais a saber lo que tenéis entre manos.
El desacuerdo, entonces, se elevó de tono. Otro fariseo, poniéndose en pie, logró sobrepujar el estrépito con sus gritos:
—¡Lo que tenemos entre manos es pura frivolidad! ¡Estoy harto de los hipócritas y de los complacientes! Este hombre dio en el clavo al hablar de pared blanqueada. ¡Profanador del santo oficio! ¡Codicia y rapacidad! Ahora que estamos reunidos, condenemos a quien tenemos que condenar. Ananías, hijo de Nedebeo, reconoce que te estás quedando con los diezmos que deberían ir a los sacerdotes de menor rango. ¡Corchete de los romanos, lameculos del Emperador!
Hubo a continuación unos puñetazos muy poco respetuosos. Ananías, trémulo, estaba más blanco que una pared blanqueada. Luego se abrieron a golpes las puertas exteriores y entró el centurión que había acompañado hasta allí a Pablo, seguido por sus soldados. Se llevó una sorpresa al ver que Pablo se mantenía por encima del escándalo, fuera del alcance de los puños. Ananías puso una terrible mirada en el centurión y le gritó:
—¡Estamos en lugar sagrado!
—A juzgar por el bullicio, es evidente. Tú, señor: con nosotros al cantón.
Esto último iba por Pablo, quien, asintiendo con la cabeza, toleró que lo volvieran a enjaular aquellos soldados de las piernas al aire, con la espada desenvainada, dispuestos a conducirlo de regreso a la torre. Muchos le gritaron sin saber por qué. Vio a Lucas y a Trofimo, muy agitados, y diciéndole a voces algo que sonaba como Valor. A quien no vio fue a Yago. Pablo fue escoltado hasta su celda.
Algo más tarde, aquel mismo día, un grupo de zelotas escuchaban en una taberna a Amoz y Job, los desfavorecidos visitantes de Antioquía. El jefe de los zelotas se llamaba Jotan; tenía el joven y recio rostro picado de unas viruelas que contrajo en Samaría.
—Bien —dijo Jotan—. Ésa es la cuestión, ¿no? Al diablo el reino de este mundo, y a olvidarnos de que somos judíos… Hay que desembarazarse de él, y un enemigo menos. Tenemos que empezar por alguna parte. Si es romano, como dice, entonces la situación es espléndida. Porque no se atreverán a reaccionar. Los hijos del reino matan a un ciudadano romano. Y se acabaron los nazarenos.
—¿Cómo? —preguntó un zelota llamado Jehoás, muchacho de pocas palabras.
—Consigamos que el Sanedrín lo convoque para nuevo examen. No todo el consejo. Sin fariseos. Puede lograrse. Entonces, hincar el puñal.
—Difícil.
—Mira —dijo Jotan, con altivez, mientras el mozo que atendía las mesas aportaba vino de refresco—: estoy dispuesto a apoyar este asunto con un juramento. No comeré ni beberé nada hasta que esté concluido. Díselo a los sacerdotes. Estaremos malditos mientras no lo hagamos.
—¿Decírselo a Ananías?
—No a ese montón de cagarrutas de cabra. A Yocanan, el discípulo de Pinqai.
Los zelotas se echaron a reír, pero los visitantes de Antioquía no entendieron nada. Les habría bastado con darse cuenta de que Hananiah, escrito al revés, daba Yocanan. En el vigésimo cuarto salmo de David podía leerse: «El atrio del Templo exclamó: “¡Elevad vuestras cabezas, oh puertas, para que entre Yocanan, hijo de Narbai y discípulo de Pinqai, y se llene el estómago con los sacrificios divinos!”». Ananías era famoso por su codicia. Pinqai hacía pensar en pinka, plato de carne estofada con cebolla muy apreciado por el príncipe de los sacerdotes. En cierto sentido, los judíos eran un pueblo sutil. El mozo que traía el vino, al oír lo de no beber ni comer, hizo amago de retirarlo, pero Jehoás puso la pesada mano en el asa de la jarra. Cabía presumir, por tanto, que el juramento no entraba en vigor hasta el día siguiente, o el otro. El mozo se retiró.
El mozo salió de la taberna y, a todo correr, llegó a la torre Antonia. Al emprender el ascenso de las escaleras lo detuvo un soldado. Éste, al principio, se disponía a echarlo, pero el tal mozo tenía un aspecto muy serio. Había que andarse con mucho ojo, después de este asunto del judío que resultó ser ciudadano romano. Era mejor que las decisiones las tomasen los mandos. El soldado permitió que el mozo subiese a ver al centurión, que acababa de pasar revista a la guardia en la terraza intermedia. El muchacho habló al centurión. El centurión, amablemente, tomó al muchacho de la mano y lo llevó a ver al tribuno militar.
Ese mismo día, algo más tarde, el tribuno militar dictó una carta. Le llevó bastante tiempo, porque no se le daba nada bien el latín ciceroniano. Su escribiente, sin decir palabra, le iba ajustando la gramática. «Claudio Lisias, tribuno con destino en Jerusalén, al excelentísimo gobernador Félix, con sede en Cesarea. Saludos y guárdente los dioses largos años. Este hombre fue apresado por los judíos y estuvo a punto de que lo mataran. Yo lo rescaté por haber llegado a mi conocimiento que era ciudadano romano. Ansioso por… No: deseoso de saber sobre qué se basaban las acusaciones, hice que el consejo de los judíos lo examinara. Fue acusado con relación a ciertas cuestiones de su ley de ellos, pero no se le acusó de nada que fuera digno de la pena de muerte ni siquiera de la prisión. Ahora han puesto en mi conocimiento que existe una conspiración para matar a este hombre, de modo que te lo envío con el portador de la presente. Voy a solicitar de sus acusadores que digan lo que tengan que decir contra él en tu presencia. ¿Lo has cogido todo? Pon los floripondios de costumbre para terminar».
Este griego llamado Lisias, que al comprar la ciudadanía romana a la Emperatriz se había escogido el nombre del Emperador, tenía sus buenas razones para quitarse de encima a Pablo. Si los judíos lo mataban, habría muchas pesquisas, y acabaría por ponerse al descubierto que él, en tiempos, se había dejado sobornar por los judíos. Todo el mundo lo hacía. Gajes del servicio en las colonias. Era mejor colocar el asunto, entero y verdadero, en el regazo del procurador de ahí de Cesarea, con la princesa judía que tenía por esposa. Ordenó que diesen un caballo a Pablo y que lo escoltasen un escuadrón de caballería y un pelotón de infantes. Será suficiente. Salen a las nueve de la noche, mientras esos estrepitosos hijos de puta de los judíos duermen con el puñal debajo de la almohada; marchan con regularidad, cinco minutos de descanso cada hora, y están en Antipatris antes del alba; sitio seguro, no es territorio judío; desde allí, la mayor parte de la escolta se vuelve a Jerusalén, y lo llevan a Cesarea unos cuantos jinetes, y que se ocupe el cerdo asqueroso de Félix, que hay que ver los nombres, que siempre parecen una tomadura de pelo. Así se hizo, pues.
Pablo, con el trasero adolorido, recibió alojamiento en una recámara, digamos, neutral: tenía cerrojo, pero no era celda carcelaria; ello, en espera de que el Sanedrín instruyera la causa y se nombrase fiscal. Le dieron de comer a intervalos regulares, a base de pan, habichuelas y vino aguado; le suministraron recado de escribir. Siempre había cartas que redactar. Transcurridos cinco días, le facilitaron agua caliente, para lavarse, y ropa nueva. Estaba claro que alguien, en palacio, no lo miraba con malos ojos. Seguramente la mujer del procurador, hija del nada llorado Herodes Agripa I. Limpio por dentro y por fuera, dos soldados rasos asirios lo llevaron a la sala acondicionada para la audiencia. Allí estaba Ananías, muy en su sitio de mirar desde lo alto, con tres sacerdotes ayudantes y un imponente individuo que no paraba de resollar sobre sus papeles, y a quien presentaron con el nombre de Tertulo (grecojudío, a juzgar por la pinta). Hizo su entrada el procurador, con la correspondiente escolta, y, resignadamente, tomó asiento en una especie de trono. Blandía, con manifiesta irritación, un espantamoscas. Pablo lo catalogó como de procedencia humilde, quizá uno de esos funcionarios civiles que se abren paso por el escalafón a fuerza de coacciones y sobornos. Más tarde averiguaría que era liberto, antiguo criado de Antonia, madre de Claudio, y que había antepuesto el prenombre de Antonio al servil de Félix; también que era hermano de Palante, superintendente de Claudio. Sería Drusila, la mujer de Félix, quien le contaría todos estos detalles. El procurador, con mucha plenipotencia en la expresión, preguntó a Pablo por su origen. De Tarso de Cilicia, en modo alguno de baja… Vamos a empezar de una vez con este asunto. Tértulo hizo una imponente reverencia y comenzó:
—Como por causa tuya vivimos en grande paz, y muchos males de nuestro pueblo, por tu prudencia, oh Félix ilustre, se han subsanado, con todo hacimiento de gracias aceptamos el juicio que te dignes emitir, oh excelentísimo Félix, en la materia que ahora te sometemos. Por no molestarte más largamente, voy a ser breve, eludiendo toda prolijidad. Porque hemos hallado que este hombre es pestilencial, y levantador de sediciones entre todos los judíos por todo el mundo, en su calidad de gerifalte de la secta que unos denominan nazarena y otros cristiana. En segundo lugar, entrando ya en el fondo de la cuestión aquí juzgada, afirmo que ha tratado de profanar el Templo de Jerusalén, introduciendo en su recinto a un individuo de credo gentil, contrario a la santa ley del judaísmo. Tu propio examen, ilustrísima, te hará ver lo cierto de mis alegaciones. No voy a llevar mi arrogancia hasta el extremo de poner en tu boca la sentencia que venimos a escuchar; no haré, por el momento, sino poner todo mi énfasis en la gravedad de su crimen.
Aprovechando una pausa que Tértulo hizo para tomar aliento, el procurador agitó su espantamoscas y, luego, utilizándolo para señalar a Pablo, dijo:
—Que hable el acusado.
Pablo, sonriendo, habló en efecto, melíficamente:
—Porque sé que muchos años ha eres gobernador de esta nación, con buen ánimo y en confianza satisfaré por mí. Brevemente, también. No hace más de doce días que subí a Jerusalén. Y ni me hallaron en el Templo disputando la religión con ninguno, ni haciendo concurso de multitud, ni en sinagogas ni en la ciudad. No te pueden probar las cosas de que ahora me acusan. Observo que están ausentes los judíos de Asia que incoaron el juicio contra mí. Los de Jerusalén sólo de una cosa pueden hallarme culpable; y es ésta cosa aceptada entre la secta de los fariseos, representada, por derecho y por tradición, en los concilios religiosos de Israel…
—¿Qué cosa?
—Que tras la muerte viene la resurrección. En esta creencia mía no hay ofensa alguna a los ancestrales códigos judaicos. ¿Dónde, por consiguiente, está mi culpa?
—Y, ¿la otra cosa?
—¿Lo de meter a un gentil en el Templo? Está taxativamente prohibido. ¿Cómo, sabiéndolo, iba yo a conducir hacia una muerte cierta y merecida a un amigo mío que desde tan lejos me venía acompañando? Observo, además, que entre los aquí presentes no hay nadie que pueda servir de testigo de semejante alegación.
Antonio Fénix refunfuñó. En este momento hizo entrada una jovencísima señora de exquisita y atezada belleza, quien, sonriendo a Pablo, besó a Félix en la coronilla. Sin duda la señora Drusila, su esposa. Se quedó en pie tras el asiento de su marido, con una sonrisa más generalizada en el rostro. Félix dijo:
—No ignoro las costumbres de los judíos. Conoceré de vuestro negocio con más detenimiento con el propio acusado. Despejad la sala.
Los sacerdotes no salieron muy contentos; pero Tértulo abandonó la estancia caminando hacia atrás, a empujón de reverencias. Félix, con el espantamoscas, indicó a Pablo que se acercara a la silla curul, sin rebasar la distancia de respeto a que debe situarse el procesado. Así lo hizo Pablo, captando, al acercarse, una brizna del perfume que llevaba la consorte del procurador.
—He comprobado en el registro —dijo Félix— que, en efecto, eres ciudadano romano. Eso significa que tienes dinero.
—Soy ciudadano romano por nacimiento. Carezco de dinero.
—Una pena. El dinero suele solucionar esas cosas que los entresijos de la ley van haciendo cada vez más… digamos enrevesadas. ¿Conoces a la señora Drusila?
—Muy honrado. La hija del rey de Israel.
—Prefiere que se hable de ella como consorte de un procurador romano. Escúchame. Detesto las idioteces. Detesto la hipocresía. Detesto a los reyezuelos. Detesto la ley. Me gusta recurrir a lo más oportuno en cada momento.
Drusila se puso a hablarle en arameo a Pablo, pero en seguida cambió a un griego encantador, con las jíes fuertemente raspadas.
—Mi padre, lamento decirlo, hizo cosas difícilmente perdonables. A ojos de los cristianos y a ojos del Derecho romano. ¿Te sorprendería saber que su hija está deseando tener noticia de la nueva fe?
—Y ¿qué me dices del esposo, que detesta la ley y ama el recurso a la oportunidad?
—Voy a serte franco, Pablo —dijo Félix—. No quiero ser juez en tu caso. Ni siquiera estoy seguro de entenderlo. Además, me acaban de llamar a Roma, por no sé qué estupidez acerca de un exceso de celo en la represión de una revuelta samaritana. Ya sabes de qué van esas cosas. Mientras espero la arribada de mi barco, no hay inconveniente alguno en que expongas tu doctrina. Eso sí: estás bajo custodia, y una custodia que puede ser larga. Tu caso quizá lo vea mi sucesor, y saben Cástor y Pólux cuándo llegará.
—Con el debido respeto: dado que no parece haber expediente contra mí, ¿no sería mejor que me dejases ir?
—Para ser judío, no conoces muy bien a los tuyos. Será por lo que tienes de romano. No se quedarán conformes si te absuelvo. Si sobreseo el asunto, permitiendo que embarques con destino a Cesarea, o Tarso, o dondequiera que pretendas dirigirte, esa chusma de Jerusalén no tardará en enterarse, y lo pondrán todo patas para arriba. No me apetece abandonar la plaza en medio de una nueva insurrección. Esos malditos sicarii… ¿Has oído hablar de ellos?
—Algo me ha llegado.
—Pues mira, ya los disfruté lo suficiente. Nerón parece que viene con la escoba. No es más que un muchacho, pero se ha aprendido bien lo de limpiar las provincias. O eso cree él.
—¿Qué nombre has dicho?
—Ah, claro, no te has enterado, ¿verdad? Tenemos nuevo Emperador. Claudio ya cuenta en el número de los dioses.
—Bajo custodia, pues —suspiró Pablo—. Está bien, me someto.
—Y qué remedio te queda, ¿verdad? Muy bien, Drusila, adelante con tus preguntas.
EL TIEMPO. El tiempo. Hemos estado viviendo, con Pablo, en el tiempo de Claudio. Pasamos ahora al tiempo de Nerón. El tiempo no es, como sostienen algunos, universal reloj de agua, sino sumiso espacio consorte. Pero el cronista, servidor de Cronos, debe pasar por alto el hecho de que el espacio integre la realidad, no siendo el tiempo sino fantasma que flota sobre él, como flota el humo sobre la cacerola. A los azotes de su amo, retrocede el espacio en el tiempo: absurdo. Lo que va a suceder ahora ya ha sucedido.
Claudio yacía en un sueño agitado. Agripina lo despertó con suave sacudida:
—Estoy cccccansado. Este dolor mmmmme está…
—Ya lo sé, querido Claudio.
Agripina abrazó su añoso cuerpo con muestras no ya de amor, sino incluso de deseo. Enfermo como estaba, Claudio amagó una respuesta, adobada de crujir de huesos.
—No, amor mío, ahora no —canturreó ella, antes de emitir una deliciosa carcajada—. Es hora de comer. La cena está lista. Te has estado matando de hambre. Ese tonto de Séneca, con su negación de uno mismo. Tienes que comer para ponerte bueno. He mandado preparar tu plato favorito: setas campestres.
—Setas camppppp…
Estaban ya a la mesa cuando Claudio hizo aparición. Faltaba su hija, por culpa de un dolor de cabeza, legado corporal del padre. De su cerebro, en cambio, nada había heredado. Británico, su estólido hijo, lo saludó en posición de firmes. Agripina, hecha una pura sonrisa, ayudó a su esposo a caminar hasta el triclinio. Los tres estaban reclinados ya cuando Claudio ocupó el espacio vacío.
—Otra vez tarde. No hay que llegar en punto, sino cinco mmmmmminutos antes de la hora. ¿No consiste en eso la pppppuntualidad castrense, hijo mío?
—Una cena familiar no es un desfile, padre.
—No. Bueno, pues, a lo menos, pppppor simple eddddducación. Hay que regir el Imperio como si fuera una fffffusión de la fffffamilia y del ejército. Si es ppppposible.
Las setas, en su salsa parda y espesa, humeaban con menor acucia.
—Come, Claudio querido. No te preocupes por Domicio, que ya llegará.
—No tengo mucho apetito, amor mío. Y eso que el aroma es… seductor.
En este momento llegó a todo correr el hijo de Agripina, desabrochándose la capa, voceando:
—Mis más sinceras excusas. Tenía un compromiso en los Suburra, y uno de los porteadores de mi litera se rompió un tobillo. Lamento muy sinceramente mi falta de puntualidad, querido padre. El muy estúpido se llevó su buena tanda de palos, naturalmente, y tuve que pedir a alguien, no sé quién, que me prestase un esclavo… ¡Huy, setas, qué delicia!
Iba a meter mano en la fuente, sin ceremonias, cuando Claudio le puso delante su plato lleno.
—Cómete las mías. Yo soy incapaz de probar bocado.
Agripina sufrió un violento acceso de tos. Luego, como por causa del fingido paroxismo, derramó a tientas su copa y una cascada de vino corrió por sus vestiduras. Su hijo, con la servilleta de Británico, se puso a enjugarle las manchas. Claudio dijo:
—Bueno, pues ya que tú misma las encargaste, amor mío…
Se llevó a la boca, con los dedos, tres setas enteras. Agripina, tras suspirar con alivio, exclamó:
—Qué alegría me das. Bebamos por la recuperada salud del Emperador, y por su no menos recuperado apetito. Que el Emperador Claudio viva eternamente.
—Ni siquiera tú, amor mío, puedes impedir que algún día cuente en el número de los ddddd…
Se puso pálido. Rompió a sudar.
—La gula. La gula siempre ha sido uno de mis defectos. Oh, virtudes de la tttttemplanza… Séneca siempre ha destacado en esa mate… Oh, no.
Su cara redonda, bajo el casco de nieve, fue cambiando de color como un camaleón. Tragó saliva, tratando de tragarse, con ella, todo el aire del mundo. Se agarró la panza con ambas manos. Efecto rápido. La bruja de los Suburbios había cumplido bien con su menester. Esperemos que sin sospechar quién era su embozada cliente. Aunque, para mayor seguridad, más valía reducirla —expresión funcional— al silencio. Agripina palmeó, haciendo por un momento pensar a su hijo, con la boca llena, que estaba aplaudiendo; pero era para que acudiese el servicio. Claudio, gemebundo, fue sacado de la sala. Hubo, entre los sirvientes, quien llevó a cabo una tarea más importante: la de retirar las setas, reduciéndolas al silencio. Domicio despojó un hueso de su blanca carne. Británico se puso firmes, esperando unas órdenes que nunca llegarían.
Palante y Agripina, en la cámara imperial, asistieron al doloroso ingreso de Claudio en el número de los dioses. Había vomitado, pero ella le suministró lo que dijo ser un laxante muy aguado. Estaba en descarado abrazo con Palante cuando Claudio abrió los ojos de par en par, en un intento de llevarse consigo la última ración del mundo. Boqueando al máximo, para recogerlo todo y llevárselo consigo al exangüe territorio de las sombras. Agripina hizo un movimiento rijoso en brazos de Palante cuando empezaron los estertores.
—Adiós, tío Ccccclaudio —exclamó, alborozada. Luego, ofendida por el audible colapso de los músculos internos, fue hacia la única lámpara y la apagó.
Cuando más hermosa resplandecía el alba allende los pinos, Narciso recorría a zancadas la terraza, esperando que se presentase el jefe de la Guardia Pretoriana. Al fin llegó, muy afanoso, Afranio Burro, hombre cabal, a pesar de que era a Agripina a quien debía su cargo.
—¿Qué novedad hay? —preguntó Burro.
—Todo ha acabado. Un fallo del corazón. Como cabía esperar, a su edad, después de un atracón insólito.
—¿Qué había comido?
—Setas.
—Las setas siempre son peligrosas. ¿Ha proclamado a su heredero?
—Palante y la Emperatriz así lo afirman.
—Ten la bondad —pidió Burro, muy marcadamente— de poner en conocimiento del Emperador electo que la Guardia Pretoriana está dispuesta a servirle con la misma devoción con que sirvió a su padre.
—Supongo que querrás decir a su padre adoptivo. El Emperador electo no es Británico.
—¿No es Británico? —Dio la impresión de que Burro tardaba noventa segundos, enteros y verdaderos, en efectuar una simple resta. Luego oyó la voz de un muchachito, un mero muchachito, que se levantaba temprano para hacer prácticas de música, gimiendo una canción con acompañamiento de cítara:
Destruyeron a Troya;
de la nada saldrá,
grande Troya crecida,
que nadie destruirá.
LLEVO MUCHAS páginas sin prestar la debida atención a los personajes secundarios de esta crónica; pero tampoco ellos han hecho grandes cosas por merecerla. No vamos a parangonar la predicación de la palabra con una madre que le limpia los mocos a su hijo. Cabe que el lector replique: la palabra no ha de durar eternamente, pero siempre habrá mocos que limpiar. Con lo cual quedaría expuesta una verdad profunda; las crónicas, sin embargo, no se recopilan para eternizar lo evidente. Cuando se nos vayan los grandes hombres, tiempo y ocasión habrá de prestarles ojos y oídos a los más pequeños. No obstante, acudamos por un momento al gimnasio de Roma donde Caleb, alias Metelo, ya no se adiestra en la realización de muy peritos actos de ataque y defensa con destino al circo, sino que se dedica a adiestrar a los demás. Ha perdido la juventud, pero, en su vigorosa madurez, brilla de salud como untado de aceite, o untado de verdad.
—Basta por hoy —está diciendo a dos púgiles griegos—. Un masaje y a los baños. Ah, Julio.
Porque Marco Julio Tranquilo, centurión prior, caminando por la arena y escaqueándose entre sudorosos encajadores y pegadores, ha acudido a despedirse de su cuñado. No ha hecho nada notable en los últimos años. La pierna ha tardado en curársele, ha ganado algo de peso, ha perdido un poco de pelo, y, desde luego, ya no es el joven oficial de quien tanto cabía esperar. Su único triunfo consistió en la confirmación de la villanía de Mesalina, pero no tomó placer alguno en asistir a su ejecución, en ver cómo reducían ese esplendoroso cuerpo a una progresión de podredumbre, o alimento para gusanos. El Emperador Claudio no se lo agradeció tanto como habría podido agradecérselo: seguramente asoció a Julio con una fase de dolor y humillación. Y Narciso, concentrado en amasar una fortuna antes de que le llegara el retiro, se olvidó de aquel humilde soldado que recargó una peligrosa acusación con el peso de su testimonio. Estuvo una temporada destinado en Siria, pero, presa de liebres, lo enviaron a casa. Había acabado por cansarse un poco del servicio castrense. Pero ahora, con nuevo Emperador, y con nuevo procurador en Judea, iba a dársele la oportunidad de servir a Roma con su rameo; y no es que lo hablase mucho, la verdad. Caleb dice:
—¿Qué tal se lo toma Sara?
—Se niega a venir. No quiere volver a ver Palestina nunca más. Dice que es feliz en Roma.
—¿Vas con el nuevo procurador?
—Sí, Porcio Festo. Pero me toca el retiro dentro de un año. Me conceden un corto paseo, como le llaman, y luego…, la pensión, un jardín y unos cuantos recuerdos con que dar de bostezar a Sara. Ella piensa que puede soportar un año de separación.
—¿Y tú?
—Sara tiene a Rut. ¿Estás dándole vueltas a la idea de regresar, Caleb?
Caleb se frotó el mentón como para recordarse que en él ya no había barba, que había dejado de ser judío.
—¿Para fomentar la sedición? ¿Para mataros a Porcio Festo y a ti en aras de la libertad de Israel? Ahora soy un hombre casado, con un hijo en camino. Lo primero es lo primero. Estoy seducido. He sucumbido.
—Has madurado.
—Bueno, aún sigo creyendo. Pero estoy convencido de que Israel logrará la independencia mediante la negociación. Rompiendo el vínculo por medio de un nuevo monarca cliente. Tengo la impresión de que Roma va a desear librarse de Palestina. Le sale demasiado cara en tributos. Es demasiado pobre para pagar tributos. No sé. Pero Hanna está por encima de cualquier otra cosa. Y esperamos un niño.
—¿Tan seguro estás de que va a ser niño?
—Me conformaré con lo que Dios me envíe. ¿Cuándo embarcas?
—Si el viento es favorable, pasado mañana. En Putéolos. Y si la actuación del Emperador en Neápolis termina a tiempo.
—¿De qué actuación me estás hablando?
—Algo vergonzoso, de veras. Canta y baila delante de sus invitados. Reclutados, más bien. Yo soy uno de los reclutados. Mala suerte. Nos albergamos esa noche en el campamento de Putéolos, y la guarnición entera tiene que asistir.
—Dios te ayude.
Aquélla fue la muy recordada ocasión en que los dioses, o los demonios telúricos, replicaron con disgusto al hecho de que un Emperador romano hiciera el ridículo en público. Sucedió en un teatro cubierto, en los alrededores de Neápolis. Toda la guarnición de Putéolos, más cierto número de patricios, de caballeros y de cónsules, acompañados de sus respectivas esposas, observaba desde sus bancos de piedra las danzas que trazaba en el escenario un tal Cayo Petronio, esteta vestido con una túnica violeta y portador de un ramo de jacintos. Éste anunció:
—Honorable público: imperial esparcimiento. Su Gracia el Emperador Tiberio Claudio Nerón César.
Se recogió los jacintos bajo el brazo para iniciar los aplausos. Hubo los debidos gritos de «Ave!». El Emperador, con todo su aire de niño tonto, aunque precoz, apareció hecho un mar de sonrisas. Iba con volantes de púrpura y corona floral. Lo acompañaban, abochornados, unos cuantos instrumentistas de laúd y flauta, cuya única tarea estribaba en marcarle la simple melodía que él había compuesto para acompañar la letra, también de su creación. La melodía era la siguiente:
Los instrumentistas estaban en el preludio cuando el Emperador anunció:
—El sitio de Troya.
Por debajo de los aplausos, leales o turiferarios, llegaron del suelo unos hondos retumbos subterráneos. Cundió el pánico, no sin razón, entre las señoras, pero los ojos de lince del Emperador estaban puestos en todos y cada uno de los asistentes, y los maridos calmaron a sus consortes. El Emperador comenzó:
Ricamente vestida por las llamas
que levanta su pira funeral,
a los dedos del fuego va arrojando
sus miembros Ilion, con amoroso
cuidado, con lujuria; cual palomas
arrullando; rugiendo cual leones;
aullando como el lobo en la floresta.
Ved cómo en alaridos fugitivos
los ciudadanos huyen, semejantes
a cochinillas de un tronco escapando
que en el hogar acaban de arrojar…
Hubo en el auditorio quien bostezó sin darse cuenta: un joven soldado poco hecho a las cumbres del arte, más avezado a las torpes canciones tabernarias. El Emperador gritó:
—No es sólo atención lo que exijo. Exijo que se valore lo que hago. Llevaos a ese individuo.
El pobre desgraciado fue sacado a rastras por dos de sus camaradas de armas, con un exceso de celo, para el gusto de Marco Julio Tranquilo, que ocupaba el asiento contiguo al de Porcio Festo. Nerón reanudó su canto:
El viejo Anquises, sorprendido en sueños,
se despierta entre llamas que devoran
su morada ancestral; al joven hijo,
pide socorro: al piadoso Eneas,
Eneas nuestro padre
de Roma fundador.
Arreciaron los retumbos subterráneos y las columnas del theatron temblaron a ojos vista. Las mujeres, ahora, empezaron a chillar. El Emperador gritó:
—¡Quietos! ¡Quietos! ¡Que no se marche nadie! ¡Orden del Emperador!
Los asustados músicos reemprendieron su soplar y su rasguear, aunque no todos al unísono. El Emperador cantó tan fuertemente como pudo, pero sin sofocar el torticero ruido de algo que se derrumbaba en el exterior:
Eneas piadoso, padre nuestro,
de Roma fundador, sobre los hombros
fornidos y elegantes, a su padre
llevó, con ello transportando al padre
de los padres de Roma, al buen Anquises.
Lo dejó. No hubo aplausos: bastante opinaba la tierra con sus sacudidas. Por valiente o por necio, el Emperador se quedó mirando el derrumbe parcial del techo. Cayo Petronio tuvo que acudir a sacarlo del escenario con los ojos atónitos.
—Bueno —le dijo Julio a Porcio Festo—, no deja de ser una forma de callarlo.
No recibió una sonrisa en respuesta. El procurador electo estaba abriéndose camino a empujones entre los empujones del público. El terremoto siguió con su actuación.