CAPÍTULO XLIX
«Y DESCENDIÓ LA LLUVIA, Y VINIERON LAS RIADAS, Y SOPLARON LOS VIENTOS, Y ROMPIERON CONTRA AQUELLA CASA, Y CAYÓ: Y SU DERRUMBAMIENTO FUE GRANDE[24]»
Aunque el señor Lawrence estaba ahora completamente restablecido, mis visitas fueron más frecuentes que nunca, aunque no tan prolongadas como antes. Raras veces hablábamos de la señora Huntingdon; no obstante, nunca nos encontrábamos sin mencionarla, porque nunca busqué su compañía sin la esperanza de saber algo de ella, y él no buscaba nunca la mía porque ya me veía bastante a menudo sin necesidad de hacerlo. Pero yo siempre empezaba hablando de otras cosas, y esperaba primero a ver si él sacaba el tema. Si no lo hacía, yo decía, como por casualidad: «¿Ha tenido noticias de su hermana últimamente?». Si él decía: «No», no hablábamos más del asunto; si él decía: «Sí», me aventuraba a preguntarle: «¿Cómo está?», pero nunca: «¿Cómo se encuentra su marido?», aunque estuviera deseando saberlo; porque no tenía la hipocresía de aparentar ninguna inquietud por su recuperación, y ni el descaro de expresar ningún deseo por un resultado adverso. ¿Tenía yo semejante deseo? Me temo que debo considerarme culpable; pero puesto que has leído mi confesión, debes prestar atención también a su justificación, o a algunas de las excusas, al menos, con las que yo buscaba apaciguar mi remordimiento.
En primer lugar, como sabes, su vida perjudicaba a los demás, y evidentemente no le beneficiaba a sí mismo; y aunque yo deseaba que se terminara, no habría acelerado su final aunque hubiera podido hacerlo con sólo levantar un dedo, o aunque un espíritu me hubiera susurrado al oído que un esfuerzo de voluntad sería suficiente… a menos, realmente, que tuviera el poder de cambiarle por cualquier otra víctima de la tumba cuya vida pudiera ser beneficiosa para su raza, y cuya muerte fuera lamentada por sus amigos. Pero ¿había algún mal en desear que, entre los miles de personas cuyas almas serían ciertamente requeridas antes de que terminara el año, este desdichado mortal fuera una de ellas? Yo creía que no; y por tanto deseaba con todas mis fuerzas que el Cielo tuviera a bien llevárselo a un mundo mejor, o, si esto no podía ser, que se lo llevara de éste; porque si ahora no estaba en condiciones de responder a la llamada, después de una aleccionadora enfermedad, y con semejante ángel a su lado, no cabía esperar que lo estuviera nunca; y era indudable, en cambio, que el retorno de la salud traería consigo el retorno de la sensualidad y la vileza, y cuanto más seguro estuviera de su recuperación, más acostumbrado a la generosa bondad de ella, más crueles se volverían sus sentimientos, más insensible e impenetrable su corazón a los razonamientos persuasivos de ella. Pero todo estaba en manos de Dios. Entretanto, sin embargo, no podía más que estar ansioso por el resultado de Sus designios, sabiendo, como yo sabía, que (dejándome a mí completamente aparte), aunque Helen pudiera sentirse interesada en el bienestar de su marido, aunque pudiera deplorar su suerte, mientras él viviera ella sería desgraciada.
Transcurrieron quince días y mis preguntas siempre fueron contestadas de forma negativa. Por fin un deseado «sí» me impulsó a hacer la segunda pregunta. Lawrence adivinaba mis angustiosos pensamientos y apreciaba mi prudencia. Al principio temí que fuera a torturarme con respuestas insatisfactorias, dejándome en la más absoluta oscuridad en lo que se refería a lo que yo deseaba saber, o forzándome a arrancarle la información, gota a gota, por medio de preguntas directas. «Y te estaría bien empleado», dirás; pero él era más compasivo; al poco rato puso mis en manos la carta de su hermana. La leí en silencio, y se la devolví sin comentario alguno. Este modo de proceder le gustó tanto que en adelante siempre me enseñó las cartas cuando le preguntaba por ella, si es que había carta que enseñar —era mucho menos molesto que contarme su contenido—; yo recibía aquellas confidencias con tanta discreción que nunca cambió de costumbre.
Pero yo devoraba aquellas cartas preciosas con los ojos, y nunca las devolvía hasta que su contenido se quedaba grabado en mi mente; y cuando volvía a casa, registraba los pasajes más importantes en mi diario junto con los más notables acontecimientos del día.
La primera de estas cartas daba cuenta de una grave recaída del señor Huntingdon, debida exclusivamente a su imprudencia al insistir en abandonarse a su afición a las bebidas alcohólicas. En vano le había ella llamado la atención, en vano le había mezclado el vino con agua: sus argumentos y sus amenazas eran un fastidio, su interferencia un insulto tan intolerable que, finalmente, una vez, al descubrir que le había aguado el oporto que le llevaba, tiró la botella por la ventana, diciendo que no estaba dispuesto a permitir que le engañara como a un niño; ordenó al mayordomo, bajo amenaza de inmediata expulsión de la casa si no obedecía, que le llevara la botella del vino más fuerte que hubiera en la bodega, declarando que habría estado bien hacía tiempo si se le hubiera dejado hacer lo que quería, pero que ella quería mantenerlo débil para poder tenerlo bajo su férula —y, por todos los diablos, no iba a permitir que le dieran más la lata—, cogió un vaso con una mano y una botella con la otra, y no descansó hasta dejar ésta vacía. Unos síntomas alarmantes fueron las inmediatas consecuencias de su «imprudencia» —como ella la denominó suavemente—, síntomas que aumentaron más que disminuyeron desde entonces; ésta fue la causa de que ella dejara de escribir a su hermano. Todos los signos de la enfermedad anterior de su marido habían vuelto a presentarse con mayor virulencia; la ligera herida exterior, medio cicatrizada, se había vuelto a abrir; se había desarrollado una inflamación interna, que podría tener consecuencias fatales si no se atajaba de inmediato. Naturalmente, el carácter del desdichado enfermo no mejoró con su calamidad; de hecho, sospecho que se volvió casi insoportable, aunque su bondadosa enfermera no se quejaba; pero decía que al fin se había visto obligada a poner a su hijo en manos de Esther Hargrave, ya que su presencia era tan a menudo requerida en la habitación del enfermo que casi ya no podía atenderle; el niño le había rogado que le dejara quedarse con ella y ayudarle a cuidar de su papá, y aunque a ella no le cabía duda de que habría sido muy bueno y pacífico, no podía soportar la idea de que sus infantiles y tiernos sentimientos tuvieran que enfrentarse a la visión de tanto sufrimiento, o permitir que fuera testigo de la impaciencia de su padre, u oír el horroroso lenguaje que estaba acostumbrado a utilizar en sus paroxismos de dolor o irritación.
Este último —continuaba ella— lamenta profundamente el comportamiento que ha ocasionado su recaída, pero, como de costumbre, me echa la culpa a mí. Si hubiera razonado con él como una criatura racional, dice, nunca habría ocurrido; pero ser tratado como un bebé o como un estúpido era suficiente para acabar con la paciencia de un hombre, y llevarle a afirmar su independencia aun a costa de su propio interés; él se olvidaba de cuán a menudo le había razonado yo hasta «acabar con su paciencia». Parece darse cuenta del peligro que corre; pero nada puede persuadirle a considerarlo en la perspectiva adecuada. La otra noche mientras le hacía compañía, e inmediatamente después de llevarle una pócima para aliviar su ardiente sed, observó, volviendo a su antigua y sarcástica amargura.
—¡Sí, tú eres sumamente atenta ahora! Supongo que no hay nada que no estuvieras dispuesta a hacer por mí.
—Ya sabes —dije, un poco sorprendida por su actitud— que de buena gana haría cualquier cosa que pudiera aliviarte.
—Sí, mi ángel inmaculado; pero cuando hayas asegurado tu recompensa y te encuentres a salvo en el Cielo, y yo aullando en el fuego del infierno, ¡no moverás ni un dedo para ayudarme! ¡No, me mirarás con placer, y ni siquiera mojarás la punta de tu dedo para refrescarme la lengua!
—Si ocurre así, la causa será el gran abismo que no podré salvar; y si pudiera mirarte con placer en un caso semejante, sería sólo por la seguridad de que estarías purificándote de tus pecados y preparándote para disfrutar de la felicidad que sintiera yo. Pero, Arthur, ¿estás decidido a que yo no te encuentre en el Cielo?
—¡Hum! Me gustaría saber qué es lo que haría allí.
—En realidad, no puedo decírtelo, y me temo que es demasiado cierto que tus gustos y tus sentimientos deben cambiar radicalmente antes de que puedas tener algún goce en el Cielo. Pero ¿prefieres hundirte en el estado de tortura que predices para ti mismo sin hacer nada por evitarlo?
—Oh, todo es un cuento —dijo, con desdén.
—¿Estás seguro, Arthur? ¿Estás completamente seguro? Porque si tienes alguna duda, si después de todo te dieras cuenta de que estás equivocado cuando fuera demasiado tarde para…
—Desde luego sería bastante embarazoso —dijo—: pero no me molestes ahora. No voy a morirme todavía. No puedo ni quiero —añadió con vehemencia, como si de pronto se sintiera aterrorizado ante la posibilidad de aquel terrible acontecimiento—. ¡Helen, debes salvarme! —Y cogió ansiosamente mi mano y me miró a los ojos con una angustia tan suplicante que mi corazón se deshizo y las lágrimas me impidieron hablar.
La siguiente carta nos hizo saber que la dolencia se agravaba rápidamente; el horror a la muerte del pobre enfermo era todavía más angustioso que su falta de resistencia ante el dolor físico. No todos sus amigos le habían abandonado, pues el señor Hattersley, al enterarse de su estado, había ido a verle desde su lejana casa en el norte. Su mujer le había acompañado, tanto por el placer de ver a su querida amiga, de quien llevaba separada tanto tiempo, como por visitar a su madre y a su hermana.
La señora Huntingdon se mostró complacida por ver a Milicent una vez más, y le agradó comprobar que se encontraba tan bien y tan feliz…
Ahora está en el Grove —seguía diciendo la carta—, pero viene a verme a menudo. El señor Hattersley pasa gran parte del tiempo junto a la cama de Arthur. Con más sensibilidad de la que le atribuía, manifiesta una considerable compasión por su desdichado amigo, y se muestra mucho más deseoso que capaz de consolarle. A veces trata de bromear y reírse con él, pero no sirve de nada; otras, se esfuerza por levantarle el ánimo hablándole de los viejos tiempos, y esto en ocasiones sirve para distraer al paciente de sus tristes pensamientos, y en otras, sólo le sume en una melancolía más profunda que antes; entonces Hattersley se queda perplejo, y no sabe qué decir, salvo hacer una tímida sugerencia de que podría irse a buscar al sacerdote. Pero Arthur nunca lo consiente: sabe que en otras ocasiones ha rechazado las bienintencionadas amonestaciones del sacerdote con una frivolidad burlona, y no puede ni soñar en volver a él ahora en busca de consuelo.
El señor Hattersley ofrece a veces sus servicios en lugar de los míos, pero Arthur no deja que me vaya: este extraño capricho sigue creciendo conforme declina su fuerza —el antojo de tenerme siempre a su lado—. Casi nunca le dejo, salvo para ir a la habitación vecina, en donde a veces duermo una o dos horas cuando él está tranquilo; pero incluso entonces, dejo la puerta medio abierta para que sepa que puede llamarme. Ahora estoy con él mientras escribo; me temo que mi ocupación le molesta, aunque interrumpo con frecuencia mi carta para atenderle y aunque el señor Hattersley está también a su lado. Este caballero vino, según dijo, para implorar un descanso para mí, para que pudiera dar un paseo por el parque esta excelente, fría mañana, junto con Milicent, Esther y el pequeño Arthur, a quien él había traído para que me viera. A nuestro pobre enfermo evidentemente esta proposición le pareció cruel y le habría parecido todavía más cruel que yo la aceptara. Por tanto, dije que sólo iría un momento a hablar con ellos, y que luego volvería. Así que no hice más que intercambiar unas palabras con ellos, junto al pórtico —aspirando el aire fresco y vigorizante— y luego, resistiéndome a los voluntariosos y elocuentes ruegos de los tres para que me quedara un poco más y me uniera a ellos en un paseo por el parque, me marché y volví con mi paciente. No había estado ausente ni cinco minutos, pero él me reprochó amargamente mi frivolidad y abandono. Su amigo salió en mi defensa.
—No, de ninguna manera, Huntingdon —dijo—, eres demasiado duro con ella; debe comer y dormir, y aspirar una bocanada de aire fresco de vez en cuando, o de lo contrario no podrá resistirlo, te lo aseguro. Mírala, hombre, se está quedando en los huesos.
—¿Qué son sus sufrimientos comparados con los míos? —dijo el desdichado enfermo—. No me guardas rencor por estas atenciones, ¿verdad, Helen?
—No, Arthur, si pudiera ayudarte realmente con ellas. Si pudiera daría mi vida por salvarte.
—¿Lo harías, de verdad? ¿No?
—Lo haría muy gustosamente.
—¡Ah! Eso es porque crees que estás mejor preparada para morir.
Se hizo un penoso silencio. Era evidente que estaba sumido en lúgubres reflexiones, pero mientras pensaba en algo que decir que pudiera consolarle sin alarmarle, Hattersley, cuya mente había estado siguiendo el mismo curso, rompió el silencio diciendo:
—Mira, Huntingdon, yo haría venir a algún clérigo. Si no te gusta el párroco, puedes hacer venir al coadjutor o algún otro.
—No; ninguno de ellos puede hacerme ningún bien si ella no puede —fue la respuesta. Y las lágrimas brotaron de sus ojos al tiempo que exclamaba con verdadera angustia—: ¡Oh, Helen, si te hubiera escuchado, nunca habría llegado a esto! ¡Y si te hubiera hecho caso hace mucho tiempo…! ¡Oh, Dios, qué diferente habría sido!
—Escúchame entonces ahora, Arthur —dije, apretándole cariñosamente la mano.
—Es demasiado tarde —dijo con desdén. Y a continuación le sobrevino otro paroxismo de dolor; entonces su lucidez comenzó a vacilar, y temimos que su muerte estuviera próxima; pero esta vez le suministramos un opiáceo, y sus sufrimientos comenzaron a ceder, se fue serenando poco a poco y finalmente se sumió en una especie de modorra. Desde entonces ha estado más tranquilo. Hattersley se ha marchado hace poco, expresando su esperanza de que mañana se encuentre mejor cuando venga a visitarle.
—Quizá pueda recobrarme —ha respondido el enfermo—. ¿Quién sabe? Ésta puede haber sido la crisis. ¿Qué crees tú, Helen?
Para no deprimirle le he dado la contestación más optimista que he podido, a pesar de lo cual le he recomendado que se preparara para la posibilidad que yo temía con mayor certeza. Pero él estaba decidido a confiar. Poco después, ha vuelto a caer en una especie de sopor y ahora gime de nuevo.
Se ha producido un cambio repentino. De pronto me llamó a su lado, con una excitación tan extraña que temí que estuviera delirando; pero no era así.
—¡Eso fue la crisis, Helen! —dijo, complacido—. Tenía un dolor infernal; ahora me ha desaparecido del todo; nunca me encontré mejor desde la caída… ¡Dios mío, me ha desaparecido! —Y me cogió la mano y me la besó lleno de emoción; pero, al darse cuenta de que yo no participaba de su alegría, la soltó de golpe y maldijo con amargura mi frialdad e insensibilidad. ¿Qué podía yo decir? Arrodillándome junto a él, cogí su mano y la apreté cariñosamente contra mis labios (por primera vez desde nuestra separación) y le dije, en la medida en que las lágrimas me dejaron hablar, que no era eso lo que me había mantenido en silencio; era el temor a que la repentina desaparición del dolor no fuera un síntoma tan favorable como él suponía. Inmediatamente mandé a buscar al doctor. Ahora le esperamos, impacientes. Te escribiré lo que diga. La ausencia de dolor, la ausencia de sensaciones en donde el dolor era más agudo siguen siendo las mismas.
Mis peores temores se han confirmado, se ha presentado la gangrena. El doctor le ha dicho que no hay esperanza. No hay palabras para describir su angustia. No puedo escribir más.
Lo que seguía era todavía más penoso en cuanto a su contenido. El enfermo se acercaba rápidamente a la extinción; era arrastrado casi al borde de aquel horroroso vacío, que él se estremecía al contemplar y del que ni la agonía de las oraciones ni las lágrimas podían salvarle. Nada podía consolarle ahora; los burdos intentos de Hattersley fueron pronunciados en vano. El mundo no era nada para él: la vida y todos sus atractivos, sus insignificantes solicitudes y placeres eran una burla cruel. Hablar del pasado era torturarle con vanos remordimientos; referirse al futuro hacía aumentar su angustia; y no obstante, permanecer callado era dejarle presa de sus propios lamentos y miedos. A menudo insistía con una estremecedora minuciosidad en el destino de su cuerpo perecedero: la lenta y progresiva disolución que invadía ya su cuerpo; el sudario, el ataúd, la oscura y solitaria tumba, y todos los horrores de la corrupción.
—Si intento —decía su afligida esposa—, apartar estas cosas de su pensamiento, obligarle a concentrarse en temas más elevados, no es mejor.
—¡Peor y peor! —gime—. Si hubiera verdaderamente otra vida más allá de la tumba y un juicio después de la muerte, ¿cómo voy a enfrentarme a ello?
No puedo hacerle ningún bien; no conseguiré hacerle ver, ni animarle, ni reconfortarle con nada que diga; y sin embargo se agarra a mí con una obstinación implacable, con una especie de desesperación infantil, como si yo pudiera salvarle del destino que teme. Estoy día y noche junto a él. Me tiene cogida la mano izquierda ahora, mientras escribo; me la ha tenido así durante horas: a veces aferrándose con violencia a mi brazo, mientras le corren grandes gotas por la frente ante la idea de lo que ve, o cree que ve ante sí. Si retiro mi mano un momento, se angustia.
—Quédate conmigo, Helen —dice—, déjame cogerte así: parece como si no pudiera pasarme nada malo mientras estés aquí. Pero la muerte vendrá, se acerca ahora… ¡deprisa, deprisa! y… ¡oh, si pudiera creer que no hay nada después!
—No intentes creerlo, Arthur; después está la alegría y la gloria; ¡sólo tienes que intentar alcanzarla!
—¿Yo? —dijo con algo parecido a una risa—. ¿No vamos a ser juzgados de acuerdo con lo que hemos hecho en vida? ¿Cuál es la utilidad de una existencia llena de pruebas, si un hombre puede emplearla como quiera, precisamente en contra de los mandamientos de Dios, si luego va al Cielo con los mejores, si el más vil pecador puede ganar la recompensa del más bienaventurado santo, sólo con decir: «me arrepiento»?
—Pero si te arrepientes sinceramente…
—No puedo arrepentirme; únicamente tengo miedo.
—¿Sólo te arrepientes del pasado por las consecuencias que ha tenido para ti mismo?
—Exactamente…, salvo que lamento haberte hecho daño, Helen, porque eres tan buena conmigo…
—Piensa en la bondad de Dios y no podrás más que lamentarte por haberle ofendido a Él.
—¿Qué es Dios? No puedo verle ni oírle. Dios no es más que una idea.
—Dios es Infinita Sabiduría, y Poder, y Bondad, y AMOR; pero si esta idea es demasiado vasta para tus facultades humanas, si tu entendimiento se pierde en su abrumadora infinitud, fíjala en Aquel que condescendió a asumir nuestra naturaleza, que ascendió a los Cielos incluso en Su glorificado cuerpo humano, en quien la plenitud de la divinidad brilla.
Pero no hizo más que mover la cabeza y suspirar. Luego, en otro paroxismo de horror, apretó mi brazo y mi mano, y, gimiendo y lamentándose, se aferró a mí todavía con esta frenética y desesperada avidez tan angustiosa para mi alma, porque sé que no puedo ayudarle. Hice todo lo que pude para calmarle y reconfortarle.
—¡La muerte es tan terrible…, no puedo soportarla! —gritó—. Tú no sabes, Helen, no puedes imaginarte lo que es, porque no la tienes delante de ti; y cuando me hayan enterrado, tú volverás a tu vida de antes y serás más feliz que nunca, y todo el mundo seguirá tan ocupado y feliz como si yo no hubiera existido nunca; mientras yo… —Se echó a llorar.
—No tienes que afligirte por eso —dije—; todos te seguiremos bastante pronto.
—¡Ojalá quisiera Dios que pudiera llevarte conmigo ahora! —exclamó—. Deberías interceder por mí.
—Ningún hombre puede liberar a su hermano, ni hacer por él un acuerdo con Dios —repliqué—: costó más redimir sus almas; costó la sangre de un Dios encarnado, perfecto y sin mancha en Sí mismo, para redimirnos del cautiverio del maligno: deja que Él interceda por ti.
Pero parece que hablo en vano. Él no se ríe ahora, como antes, de estas verdades sagradas hasta despreciarlas; pero no puede todavía creer en ellas o comprenderlas. No puede tardar en morirse. Sufre terriblemente y también sufrimos los que velamos por él. Pero no te fatigaré con más detalles. Creo que he dicho bastante para convencerte de que hice bien en venir aquí.
¡Pobre, pobre Helen! ¡Verdaderamente terribles han debido de ser las pruebas que pasó! Y yo no pude hacer nada por suavizarlas…, todo lo contrario, parecía casi como si yo mismo la hubiera expuesto a ellas, por medio de mis secretos deseos; y al contemplar sus sufrimientos, o los de su marido, era como si me sintiera juzgado por haber acariciado semejante anhelo.
A los dos días llegó otra carta. Ésta también me fue entregada sin ningún comentario, y éste era su contenido:
5 de diciembre
Se ha ido por fin. Estuve sentada junto a él toda la noche, con mi mano fuertemente cogida por la suya, observando los cambios en sus rasgos y escuchando su respiración desfalleciente. Llevaba callado mucho tiempo y yo creía que nunca volvería a hablar, cuando murmuró, débil pero claramente:
—¡Ruega por mí, Helen!
—Ruego por ti, cada hora, cada minuto, Arthur; pero debes rogar por ti mismo.
Sus labios se movieron, pero no emitieron ningún sonido; luego sus ojos se agitaron y, suponiendo que estaba inconsciente por las palabras incoherentes, pronunciadas a medias, que se le escapaban de vez en cuando, desembaracé suavemente mi mano de la suya, con la intención de respirar un poco de aire, pues estaba casi a punto de desmayarme; pero un convulsivo movimiento de sus dedos y un «¡No me dejes!» débilmente susurrado me retuvo inmediatamente: cogí de nuevo su mano y no la solté hasta que dejó de existir. Y entonces me desmayé: no fue el dolor; fue el agotamiento, que, hasta ese momento, había sido capaz de combatir. ¡Oh, Frederick, nadie puede imaginarse la tristeza, física y mental, de aquel lecho mortuorio! ¿Cómo podía soportar la idea de que aquella alma trémula se había precipitado al tormento eterno? ¡Una idea así iba a volverme loca! ¡Pero, gracias a Dios, tengo esperanza, no sólo por la confianza en la posibilidad de que la penitencia y el perdón puedan haberle alcanzado en el último momento, sino por la fe sagrada en que, sean las que fueren las llamas expiatorias que el espíritu extraviado pueda estar condenado a sufrir, sea cual fuere el destino que le espere, no obstante, no está perdido, y Dios, que no aborrece nada que Él haya creado, lo santificará al final!
Su cuerpo será depositado el jueves en esa oscura tumba que tanto temía; pero el ataúd debe cerrarse lo antes posible. Si piensas asistir al funeral ven pronto, porque necesito ayuda.
HELEN HUNTINGDON