CAPÍTULO XXVII

UNA FECHORÍA

9 de octubre. — Fue la noche del 4, poco después de tomar el té. Annabella había estado cantando y tocando el piano, con Arthur, como de costumbre, a su lado; había terminado su canción, pero todavía permanecía sentada ante el instrumento; él estaba apoyado en el respaldo de su silla, conversando en voz baja, con su rostro muy cerca del de ella.

Miré a lord Lowborough. Estaba en el otro extremo de la habitación, hablando con los señores Hargrave y Grimsby; pero le vi lanzar hacia su mujer y su anfitrión una rápida e impaciente mirada de reojo, que expresaba una intensa inquietud, ante la que Grimsby sonrió. Decidida a interrumpir el tête-à-tête, me levanté y, seleccionando una partitura del libro que estaba sobre el atril, me acerqué al piano con la intención de pedirle a la dama que la tocara; pero me quedé estupefacta y sin habla al verla escuchando, con lo que parecía una sonrisa exultante en su rostro sonrojado, los susurros de Arthur, con su mano abandonada a la de él. La sangre se agolpó primero en mi corazón y luego en mi cabeza, porque había algo más: casi en el mismo momento en que me aproximaba, Arthur miró rápidamente por encima de su hombro a los demás ocupantes de la habitación, y luego le besó con fervor la rendida mano. Al levantar los ojos me vio y los bajó de nuevo, confundido y aterrado. Ella también advirtió mi presencia y me lanzó una mirada de perverso desafío. Dejé la partitura sobre el piano y me alejé. Me sentía enferma, pero no abandoné la habitación; afortunadamente, se estaba haciendo tarde, y no podía faltar mucho para que la reunión se disolviera. Fui a la chimenea e incliné la cabeza sobre la repisa. Dos minutos más tarde alguien se acercó a preguntarme si me sentía indispuesta. Yo no respondí; la verdad es que en aquel momento no sabía lo que me habían dicho; pero alcé los ojos mecánicamente y vi al señor Hargrave junto a mí, sobre la alfombra.

—¿Quiere que le traiga un vaso de vino? —murmuró.

—No, gracias —respondí y, apartándome de él, miré a mi alrededor. Lady Lowborough estaba junto a su marido, que estaba sentado, inclinada sobre él, hablándole dulcemente y sonriéndole; y Arthur estaba junto a la mesa, hojeando un libro de grabados. Me senté en la silla más próxima a él y el señor Hargrave, viendo que sus servicios no eran necesarios, se retiró discretamente. Poco después la reunión se disolvió, y, mientras los huéspedes se retiraban a sus habitaciones, Arthur se acercó a mí, sonriendo con la mayor seguridad.

—¿Estás muy enfadada, Helen? —murmuró.

—Esto no es una broma, Arthur —dije seriamente, pero con toda la calma que pude—, a menos que pienses que es una broma perder mi afecto para siempre.

—¿Cómo? ¿Tanto te ha molestado? —exclamó, risueño, cogiéndome la mano entre las suyas; pero yo la retiré, indignada, casi con asco, pues era obvio que estaba bebido.

—Entonces debo arrodillarme —dijo y, arrodillándose ante mí con las manos juntas en actitud de súplica, continuó—: ¡Perdóname, Helen! ¡Perdóname, querida Helen, nunca lo volveré a hacer! —Y escondiendo el rostro en su pañuelo, fingió sollozar ruidosamente.

Cogí una vela y, dejándole así, me escabullí de la habitación y subí las escaleras lo más rápido que pude. Pero él descubrió en seguida que le había dejado solo y, corriendo detrás de mí, me rodeó con sus brazos justo cuando ya había entrado en la alcoba y estaba a punto de cerrar la puerta.

—¡No, no, cielos, no huirás de mí de esa manera! —gritó. Luego, alarmado por mi agitación, me rogó que no me encolerizara de aquel modo, diciéndome que estaba pálida y que me pondría mortalmente enferma si lo hacía.

—Déjame, entonces —murmuré; y él me soltó en el acto; afortunadamente, porque yo estaba furiosa. Me dejé caer en la butaca y me esforcé por recuperarme, pues quería hablarle con serenidad. Él permaneció de pie junto a mí, pero no se atrevió a tocarme o a hablar durante unos segundos; luego, acercándose un poco más, puso una rodilla en el suelo, no en actitud de humildad bufa, sino para ponerse a mi altura, apoyó una mano en un brazo de la butaca y empezó a decir en voz baja:

—Todo es una estupidez, Helen… una simple broma, nada… a lo que merezca la pena dedicar un solo pensamiento. ¿No comprenderás nunca —continuó con más audacia— que no tienes que temer nada de mí, que te amo total y enteramente? Y si —prosiguió con una sonrisa furtiva— alguna vez presto atención a otra, puedes perdonarlo muy bien, porque esos juegos son fugaces como un relámpago, mientras que mi amor por ti arde constantemente y para siempre como el sol. Pequeña tirana exagerada, no…

—¿Quieres callarte un momento, Arthur? —dije—. Escúchame y no creas que tengo un ataque de celos. Estoy muy tranquila. Mira mi mano —y la extendí solemnemente hacia él, pero la cerré sobre la suya con una energía que parecía contradecir mi afirmación, lo que le hizo sonreír—. No hay razón para reírse, señor —dije, sin dejar de apretar el puño, mirándole fijamente hasta casi intimidarlo—. Puede usted encontrar muy divertido, señor Huntingdon, entretenerse suscitando mis celos; pero tenga cuidado no vaya a ser que lo que suscite sea mi odio. Y cuando haya logrado que mi amor se extinga, le resultará muy difícil hacerlo arder de nuevo.

—Está bien, Helen, no volveré a ofenderte. Pero no quise dar a entender nada, te lo aseguro. Había bebido mucho vino, y en aquel momento no era yo mismo en realidad.

—A menudo bebes demasiado vino, y ésta es otra costumbre que detesto. —Él alzó la vista hacia mí, atónito ante mi firmeza—. Sí —continué—; nunca lo había mencionado porque me avergonzaba hacerlo; pero ahora te diré que eso me preocupa y puede mortificarme si continúas haciéndolo y dejas que el hábito se apodere de ti, lo que ocurrirá si no te detienes a tiempo. Pero todo tu comportamiento con lady Lowborough no es imputable al vino; esta noche sabías perfectamente lo que estabas haciendo.

—Bien, lamento haberlo hecho —dijo, con más tozudez que arrepentimiento—. ¿Qué más?

—Lo lamentas porque te vi, no hay duda —le respondí fríamente.

—Si no me hubieras visto —murmuró, mirando la alfombra— no habría causado ningún mal.

Me sentí a punto de estallar; pero estaba decidida a ocultar mis emociones y contesté con calma:

—¿Crees que no?

—No —respondió él con audacia—. Después de todo, ¿qué he hecho? No es nada. Lo que ocurre es que has decidido convertirlo en motivo de acusación y desgracia.

—¿Qué pensaría lord Lowborough, tu amigo, si lo supiera todo? ¿Qué pensarías tú mismo, si él o alguien se hubiera comportado conmigo como tú lo has hecho con Annabella?

—Le volaría los sesos.

—Entonces, Arthur, ¿cómo puedes no darle importancia a una ofensa por la que encontrarías justificado volarle los sesos a alguien, como tú dices? ¿Carece de importancia que juegues con los sentimientos de tus amigos y los míos, tratando de robarle a un hombre el cariño de su mujer, cuando él lo valora más que su dinero, con lo que el robo es todavía más deshonroso? ¿Se puede bromear con las promesas del matrimonio? ¿No significa nada para ti faltar a ellas para divertirte y tentar a otra persona a hacer lo mismo? ¿Puedo amar a un hombre que hace semejantes cosas y sostiene alegremente que no tienen ninguna importancia?

—Tú tampoco cumples tus promesas matrimoniales —dijo, levantándose indignado y poniéndose a pasear de un lado a otro—. Prometiste honrarme y obedecerme, y ahora intentas intimidarme con bravatas; me amenazas y acusas, y dices que soy peor que un forajido. Si no fuera por tu situación, Helen, no lo consentiría tan dócilmente. No me gusta que una mujer mande en mí, aunque sea mi esposa.

—¿Qué harás entonces? ¿Seguirás haciendo lo mismo hasta que te odie, y luego me acusarás de romper mis promesas?

Se quedó callado un momento y luego respondió:

—Nunca me odiarás. —Volviendo a su postura anterior, a mis pies, repitió con más vehemencia—: No puedes odiarme mientras yo te ame.

—Pero ¿cómo puedo creer que me amas si tu conducta sigue siendo la misma? Ponte por un momento en mi lugar: ¿pensarías que te amo si me comportara como tú lo haces? ¿Creerías en lo que yo dijera y me respetarías y confiarías en mí en semejantes circunstancias?

—Nuestros casos son diferentes —respondió—. Forma parte de la naturaleza de una mujer ser constante, amar a un hombre, sólo a uno, ciega, tiernamente y para siempre. ¡Dios las bendiga, maravillosas criaturas! ¡Y a ti más que a ninguna! Pero debes tener piedad de nosotros, Helen; debes ser más tolerante con nosotros, porque como dijo Shakespeare:

Por mucho que nos alabemos,

nuestros caprichos son más huidizos y efímeros,

más anhelantes, vacilantes, más rápidamente perdidos y ganados

que los de las mujeres.

—¿Quieres decir con eso que he perdido tu afecto y lo ha ganado lady Lowborough?

—No. El Cielo sabe que la considero simple polvo y cenizas en comparación contigo, y seguiré pensando lo mismo, a no ser que me apartes de ti con tu excesiva severidad. Ella es una hija de la tierra y tú eres un ángel del Cielo; sólo te pido que no seas demasiado rígida en tu divinidad y que recuerdes que yo soy un pobre y débil mortal. Vamos, Helen, ¿no vas a perdonarme? —dijo, cogiéndome cariñosamente una mano y mirándome con una sonrisa inocente.

—Si lo hago, volverás a ofenderme.

—Juro por…

—No jures; tengo tanta fe en tu palabra como en tu juramento. Me gustaría poder confiar en ambos.

—Inténtalo, Helen: ¡confía en mí, perdóname esta vez y verás! Vamos, sufro los tormentos del infierno esperando que digas una palabra.

No la pronuncié, pero puse mi mano sobre su hombro y le besé en la frente, y luego me deshice en lágrimas. Me abrazó con ternura; desde entonces hemos sido buenos amigos. Ha sido decentemente comedido en la mesa y su comportamiento con lady Lowborough ha sido impecable. El primer día se mantuvo alejado de ella siempre que pudo sin olvidar por ello sus deberes de anfitrión; desde entonces ha sido amable y educado, pero nada más, al menos en presencia mía, si bien creo que en todo momento. Ella parece disgustada y arrogante y lord Lowborough está más alegre y se muestra más cordial con su anfitrión que antes. Pero estoy deseando que se vayan, porque siento tan poca simpatía por Annabella que es todo un esfuerzo ser educada con ella, y como es la única mujer que hay en la casa, aparte de mí, me veo obligada a estar con ella. La próxima vez que nos invite la señora Hargrave saludaré su idea como un alivio. Se me ha ocurrido pedir permiso a Arthur para invitar a la vieja dama a quedarse con nosotros hasta que se marchen los invitados. Creo que lo haré. Ella lo tomará como una amable atención y, aunque su compañía no me agrada mucho, será en verdad bien recibida como una tercera persona que se coloca entre lady Lowborough y yo.

La primera vez que las dos estuvimos a solas, después de aquella desgraciada noche, fue una hora o dos después del desayuno del día siguiente, cuando los caballeros salieron, después del tiempo habitual dedicado a escribir cartas, a leer el periódico y a conversar inconexamente. Permanecimos sentadas en silencio durante dos o tres minutos. Ella estaba ocupada en su labor y yo miraba sin atención las columnas del periódico, al que hacía ya veinte minutos había sacado todo el jugo. Para mí era un momento de penoso azoramiento y pensé que para ella debía de serlo infinitamente más; pero al parecer estaba equivocada. Ella fue la primera en hablar y, sonriendo con el mayor descaro, dijo:

—Tu marido estaba muy alegre anoche, Helen; ¿lo está a menudo?

Sentí que me hervía la sangre en la cara; pero era mejor que ella atribuyera la conducta de Arthur a aquello que a cualquier otra cosa.

—No —respondí—, y confío en que nunca vuelva a estarlo.

—Le amonestaste, ¿verdad?

—No, pero le dije que no me gustaba su comportamiento y me prometió que no se repetiría.

—Me dio la impresión esta mañana de que estaba muy manso —continuó—; tú, Helen, veo que has estado llorando. Ése es nuestro gran recurso, ¿sabes?, pero ¿no te escuecen los ojos? ¿Eres capaz de llorar en cualquier momento?

—Nunca lloro para producir un efecto, ni puedo concebir que nadie lo haga.

—Bueno, no sé; nunca he tenido ocasión de intentarlo; pero creo que si Lowborough llegara a cometer tales inconveniencias le haría llorar a él. No me extraña que te hayas enfadado, porque estoy segura de que le daría a mi marido una lección que no olvidaría fácilmente por una ofensa menos grave que ésa. De todas formas, él nunca haría una cosa parecida, porque para eso le mantengo a raya.

—¿Estás segura de que no te atribuyes equivocadamente todo el mérito? Por lo que he oído, lord Lowborough era tan notable por su templanza algún tiempo antes de casarse contigo como lo es ahora.

—Oh, te refieres al vino; sí, no corre peligro por eso. Y en cuanto a mirar de soslayo a otra mujer, también se cuida muy bien de hacerlo, y seguirá así mientras yo viva, porque adora hasta el suelo que piso.

—Desde luego. ¿Y estás segura de merecerlo?

—Bueno, en cuanto a eso, no sé qué decir: como sabes, todas somos criaturas débiles, Helen; ninguna de nosotras se merece que la adoren. Pero ¿estás segura de que tu querido Huntingdon se merece todo el amor que le prodigas?

No supe qué contestar a aquello. Estaba ardiendo de ira, pero me esforcé por ocultarlo y me limité a morderme el labio inferior y fingir que arreglaba mi labor.

—De todas formas —continuó, aprovechándose de la ventaja—, puedes consolarte con la seguridad de que te mereces todo el amor que él te da.

—Me halagas —dije—, pero, al menos, puedo intentar merecerlo.

Y luego cambié de conversación.