CAPÍTULO XVIII

LA MINIATURA

25 de agosto. — Ya estoy completamente metida en mi habitual rutina de ocupaciones invariables y entretenimientos apacibles, bastante contenta y alegre, aunque deseando que llegue la primavera con la esperanza de volver a la ciudad, no por sus diversiones y fiestas, sino por la posibilidad de encontrarme de nuevo con el señor Huntingdon, porque todavía está en mis pensamientos y en mis sueños. En todas mis ocupaciones, en todo lo que hago, veo u oigo, hay una última referencia a él; todos los conocimientos o habilidades los adquiero para ponerlos a su servicio o entretenerle algún día; todas las bellezas nuevas que descubro en la naturaleza o en el arte, las pinto para que se encuentren con su mirada, o las guardo en mi memoria para describírselas en un posible futuro. Al menos, ésta es la esperanza que acaricio, la ilusión que ilumina mi solitario camino. Después de todo, puede ser sólo un ignis fatuus, pero no puede haber mal alguno en que lo siga con mis ojos y me regocije con su brillo mientras no me aparte de la trayectoria que debo seguir, y creo que no me apartará porque he pensado detenidamente en el consejo de mi tía y ahora veo claro lo estúpido que sería sacrificarme por alguien que fuera indigno de todo el amor que puedo ofrecerle, e incapaz de corresponder a los sentimientos mejores y más profundos de mi corazón. Lo veo tan claro que aunque le volviera a ver, y se acordara de mí y me amara todavía (lo cual, ¡ay!, es muy poco probable teniendo en cuenta cuál es su situación y quién le rodea), y aunque me pidiera que me casara con él, estoy decidida a no aceptar hasta no estar segura de si es mi opinión sobre él o la de mi tía la más cercana a la verdad. Porque si la mía es totalmente equivocada, no es a él a quien amo, sino a una criatura de mi propia imaginación. Pero creo que no estoy equivocada —no, no—, hay algo secreto, un instinto que me dice que tengo razón. Hay una bondad esencial en él…, ¡y qué placer descubrirla! Y si se ha extraviado, ¡qué bendición hacerle volver! Si está ahora expuesto a la perniciosa influencia de amigos corruptores y malignos, ¡qué gloria apartarle de ellos! ¡Oh! ¡Si pudiera creer ciegamente que el Cielo me ha encomendado esta misión!

Hoy es uno de septiembre; pero mi tío ha ordenado al guardabosques que no se ocupe de las perdices hasta que vengan los caballeros.

—¿Qué caballeros? —pregunté cuando oí aquello.

Había invitado a un reducido grupo de personas a cazar. Su amigo el señor Wilmot era una de ellas, y el amigo de mi tía, el señor Boarham, otra. Al principio me parecieron éstas unas noticias terribles, pero mis temores se desvanecieron como un sueño cuando me enteré de que ¡el señor Huntingdon era otro de los invitados! Mi tía, naturalmente, se opone a que él venga; hizo todo lo posible por disuadir a mi tío de invitarle; pero él, riéndose de sus objeciones, dijo que era inútil decir nada más, pues el daño ya estaba hecho: había invitado al señor Huntingdon y a su amigo, lord Lowborough, antes de salir de Londres, y ahora no quedaba más que fijar la fecha para que vinieran. Así que sé con seguridad que voy a verle. No puedo expresar mi alegría. Me resulta muy difícil ocultársela a mi tía, pero no quiero preocuparla con mis sentimientos hasta saber si debo ser indulgente con ellos o no. Si descubro que es mi deber insoslayable olvidarlos, no preocuparán a nadie salvo a mí; y si en realidad no encuentro nada que justifique mi renuncia a este afecto, me enfrentaré a lo que sea, incluso a la ira y el dolor de mi mejor amiga por su causa… seguramente, pronto lo sabré. Sin embargo, los invitados no llegarán hasta mediados de mes.

Vamos a tener también dos invitadas: el señor Wilmot va a traer a su sobrina y a la prima de ésta, Milicent. Supongo que mi tía piensa que la última me beneficiará con su compañía y el saludable ejemplo de su comportamiento comedido, y su espíritu dócil y humilde. No le estoy agradecida por esto, pero me satisfará la compañía de Milicent: es una muchacha dulce, buena, y me gustaría ser como ella o, al menos, parecerme más a ella.

19. — Ya están aquí. Llegaron anteayer. Todos los caballeros han ido a cazar y las damas están con mi tía en la sala, haciendo labor. Me he retirado a la biblioteca porque me siento muy desgraciada y quiero estar sola. Los libros no pueden distraerme; así que he abierto mi escritorio y trataré de explicar la causa de mi desasosiego. Este papel hará las veces del amigo confidencial en cuyo oído puedo verter los anegamientos de mi corazón. No sentirá compasión de mi angustia, pero por lo menos no se reirá de ella y, si lo guardo, no podrá contarlo; de esta forma, es, quizá, el mejor amigo que podría encontrar con este fin.

Primero permítaseme hablar de su llegada, de cómo me senté junto a mi ventana y estuve mirando a través de ella durante casi dos horas, antes de que su carruaje cruzara las puertas del parque —porque todos los demás vinieron antes que él—, y qué profunda desilusión me llevé cada vez que llegaba alguien y no era él. Primero arribaron el señor Wilmot y las señoritas. Cuando Milicent hubo llegado a su habitación, abandoné mi puesto unos minutos para saludarla y tener una breve conversación privada, pues ella era ahora mi íntima amiga, después de habernos intercambiado largas cartas desde que nos separamos. Al volver a mi ventana, vi otro carruaje a la puerta. ¿Era el suyo? No; era el chariot[5] feo y oscuro del señor Boarham; y ahí estaba él, en las escaleras, supervisando cuidadosamente la descarga de sus cajas y paquetes. ¡Vaya colección! Parecía que había proyectado una visita de seis meses por lo menos. Bastante tiempo después llegó lord Lowborough en su birlocho. Me pregunto si será uno de sus amigos disolutos. Yo diría que no, porque nadie podría llamarle un compañero alegre, estoy segura. Además, parece demasiado sobrio y caballero en su comportamiento para merecer tales sospechas. Es un hombre alto, delgado, de mirada triste, aparentemente entre los treinta y los cuarenta años, de un aspecto algo enfermizo y apesadumbrado.

Por fin, el ligero faetón del señor Huntingdon llegó bamboleándose alegremente por el césped. No pude verle más que un instante, porque en cuanto el vehículo se detuvo, él saltó a las escaleras del pórtico y desapareció dentro de la casa.

Entonces accedí a vestirme para la cena, un deber que Rachel había estado recordándome durante los últimos veinte minutos; y cuando esta importante obligación fue cumplimentada, acudí al salón, donde encontré al señor y la señorita Wilmot, y a Milicent Hargrave, ya reunidos. Poco después entró lord Lowborough y a continuación el señor Boarham, quien pareció muy dispuesto a olvidar y perdonar mi conducta anterior, y a esperar que una pequeña reconciliación y una firme perseverancia por su parte pudieran conseguir que yo entrara en razón. Yo estaba junto a la ventana, conversando con Milicent, y él se acercó a mí y empezó a hablar casi en su tono habitual, cuando entró en la estancia el señor Huntingdon.

«¿Cómo me saludará?», se preguntó mi desbocado corazón; y, en lugar de ir a su encuentro, me volví hacia la ventana para ocultar o dominar mi emoción. Pero después de saludar a sus anfitriones y a los demás huéspedes, vino hacia mí, apretó mi mano fervorosamente y murmuró que le alegraba volver a verme. En ese momento se anunció la cena, mi tía le pidió que acompañara hasta el comedor a la señorita Hargrave, y el odioso señor Wilmot, con muecas indescriptibles, me ofreció su brazo; fui condenada a sentarme entre él y el señor Boarham. Pero, después, cuando estuvimos otra vez todos reunidos en el salón, fui recompensada por tanto sufrimiento con unos deliciosos minutos de conversación con el señor Huntingdon.

En el transcurso de la velada, se le pidió a la señorita Wilmot que cantara y tocara para entretenimiento de la concurrencia, y a mí que mostrara mis dibujos; y aunque a él le gusta la música, y ella es una consumada instrumentista, creo que estoy en lo cierto si afirmo que el señor Huntingdon prestó más atención a mis dibujos que a su música.

Hasta aquí todo fue bien; pero al oírle decir, sotto voce, pero con un énfasis peculiar: «¡Éste es el mejor de todos!», refiriéndose a uno de los dibujos, alcé la vista, interesada por saber a cuál se refería y, horrorizada, vi que contemplaba con complacencia la otra cara de la cartulina: ¡en ella había hecho yo un boceto de su rostro y me había olvidado de borrarlo! Para empeorar las cosas, angustiada, intenté arrebatárselo de la mano; pero él me lo impidió y exclamó:

—No, ¡por san Jorge que me quedaré con él! —Y lo colocó sobre el chaleco y se abotonó la levita encima de él con una risa ahogada.

Entonces, acercando una vela, reunió todos los dibujos, tanto los que ya había visto como los que no, y murmurando:

«Ahora debo fijarme en las dos caras», comenzó ávidamente un examen que seguí al principio con bastante sangre fría, en la confianza de que su vanidad no iba a ser gratificada por ningún otro descubrimiento; porque, si bien debo reconocerme culpable de haber emborronado la cara posterior de varias cartulinas con intentos frustrados de delinear aquella fisonomía demasiado fascinante, estaba segura de que, salvo aquella desafortunada excepción, había borrado semejantes pruebas de mi apasionamiento. Sin embargo, el lápiz deja una marca sobre la cartulina que ninguna goma puede hacer desaparecer. Tal parece fue el caso de la mayoría de éstas; y, lo confieso, me estremecí cuando vi que las colocaba tan cerca de la vela y escudriñaba tan intensamente las superficies aparentemente en blanco; no obstante, confiaba en que no sería capaz de descifrar aquellos leves trazos a su entera satisfacción. Estaba equivocada, sin embargo. Una vez terminado su escrutinio, observó con tranquilidad:

—Por lo que veo, la parte posterior de los dibujos de las damas jóvenes, como las posdatas de sus cartas, son lo más importante e interesante de ellos.

Luego, apoyándose en el respaldo de su silla, reflexionó algunos minutos en silencio, sonriendo, complacido, para sí mismo. Después, mientras yo estaba buscando una frase mordaz con la que atajar su complacencia, se levantó y cruzó el salón para acercarse a Annabella Wilmot, que coqueteaba descaradamente con lord Lowborough. Se sentó en el sofá y no se separó de ella hasta que nos fuimos todos a la cama.

«¡Vaya! —pensé—. Así que me desprecia porque sabe que le amo».

Y este pensamiento hizo que me sintiera tan desgraciada que no sabía qué hacer. Milicent vino, comenzó a admirar mis dibujos e hizo observaciones sobre ellos; pero no pude hablar con ella, no podía hablar con nadie; y, cuando trajeron el té, aproveché la puerta abierta y la ligera distracción que produjo su entrada, para salir del salón sin que lo notara nadie. Estaba segura de que no podría ni probarlo y busqué refugio en la biblioteca. Mi tía envió a Thomas en mi busca para preguntarme si no iba a ir a tomar té; pero yo le envié con el recado de que no lo tomaría hoy; y, afortunadamente, estaba demasiado ocupada con sus invitados para hacer más averiguaciones en aquel momento.

Como la mayor parte de los huéspedes habían hecho un largo viaje ese día, se retiraron pronto a descansar; cuando los hube oído a todos —al menos eso creí— subir las escaleras, me aventuré a salir para coger mi palmatoria del aparador del salón. Pero el señor Huntingdon se había quedado rezagado: estaba al pie de la escalera precisamente cuando abrí la puerta y al oír mis pasos en el vestíbulo —aunque apenas podía oírlos yo misma— retrocedió de inmediato.

—¿Es usted, Helen? —dijo—. ¿Por qué se escapó de nosotros?

—Buenas noches, señor Huntingdon —dije, decidida a no contestar la pregunta. Y me desvié para entrar en el salón.

—Me dará la mano, ¿verdad? —dijo, colocándose en el vano de la puerta, cerrándome el paso. Y me cogió la mano y la retuvo completamente en contra de mis deseos.

—¡Déjeme pasar, señor Huntingdon! —dije—. Deseo coger una vela.

—La vela puede esperar —replicó.

Hice un esfuerzo desesperado por liberar mi mano de la suya.

—¿Por qué tiene tanta prisa por dejarme, Helen? —dijo sonriendo con una autosuficiencia de lo más provocadora—. Usted no me detesta, estoy seguro.

—Sí, le detesto… en este momento.

—¡No! Es a Annabella Wilmot a quien detesta, no a mí.

—No tengo nada que ver con Annabella Wilmot —repuse, ardiendo de indignación.

—Pero yo sí, ya lo sabe —respondió con un énfasis singular.

—¡Eso no me importa! —repliqué.

—¿No le importa, Helen? ¿Sería capaz de jurarlo? ¿Lo jura?

—¡No, no lo juraré, señor Huntingdon! ¡Me voy! —grité, sin saber si reír o llorar, o estallar en una tempestad de cólera.

—¡Váyase entonces, fiera! —dijo; pero en el mismo momento en que soltaba mi mano, tuvo la audacia de ponerme el brazo alrededor del cuello y besarme.

Temblando de ira y agitación —y no sé de qué más—, me escapé, cogí la vela y me precipité escaleras arriba hasta llegar a mi habitación. ¡No habría hecho aquello de no haber sido por aquel odioso dibujo! ¡Y todavía lo tenía en su poder, como un monumento eterno a su orgullo y a mi humillación!

Apenas pude dormir esa noche y, por la mañana, me levanté confundida y turbada por la idea de encontrarme con él en el desayuno. No sabía qué actitud adoptar frente a él. Fingir una indiferencia fría y digna de poco serviría, después de lo que sabía de mi devoción. Sin embargo, debía hacer algo para atajar sus presunciones. No consentiría en sucumbir a la tiranía de aquellos ojos luminosos, risueños. En consecuencia, acogí su alegre saludo por la mañana todo lo fría y serenamente que mi tía pudiera haber deseado, y frustré con breves respuestas sus varios intentos de entablar conversación conmigo; por el contrario, traté al resto de los invitados con una jovialidad y afabilidad inhabituales, especialmente a Annabella Wilmot, e incluso el tío de ésta y el señor Boarham fueron tratados con una cantidad extra de cortesía, no por razones de coquetería, sino simplemente para mostrarle que mi frescura y reserva particulares no eran la consecuencia de un malhumor general o de un espíritu deprimido.

Él no iba, sin embargo, a sentirse afectado por una actuación semejante. No charló mucho conmigo, pero cuando lo hizo habló con un grado tal de libertad y franqueza —y benevolencia además— que parecía insinuar con claridad que sabía que sus palabras eran música para mis oídos; y cuando su mirada se encontraba con la mía iba acompañada de una sonrisa quizá presuntuosa, pero, oh, tan dulce, tan radiante, tan cordial, que posiblemente no pude ocultar mi ira; cualquier sombra de desagrado en seguida se desvanecía con ella como las nubes matinales con el sol del verano.

Poco después del desayuno todos los caballeros salvo uno, con impaciencia juvenil, emprendieron su expedición contra las desventuradas perdices; mi tío y el señor Wilmot en sus jacas, el señor Huntingdon y lord Lowborough a pie; el único que no salió fue el señor Boarham, quien, al ver la lluvia que había caído durante la noche, creyó prudente retrasarse un poco y unirse a ellos más tarde, cuando el sol hubiera secado la hierba. Y nos obsequió a todos con su larga y minuciosa disquisición sobre los males y peligros que van unidos a un suelo húmedo, expuesta con la más imperturbable solemnidad, entre las burlas y risas del señor Huntingdon y mi tío, quienes, dejando al prudente cazador que entretuviera a las damas con sus debates médicos, salieron intrépidamente con sus escopetas, encaminando primero sus pasos a los establos para echar una ojeada a los caballos y soltar a los perros.

Sin ningún deseo de compartir la compañía del señor Boarham toda la mañana, me dirigí a la biblioteca y allí instalé mi caballete y comencé a pintar. El caballete y los utensilios para pintar servirían de excusa a mi abandono del salón en el caso de que mi tía viniera a quejarse por la deserción, y además yo deseaba terminar el cuadro. Era uno en el que había puesto gran empeño y pretendía que fuera mi obra maestra, aunque la idea era algo presuntuosa. Con el azul radiante del cielo, las luces cálidas y brillantes, y las largas y profundas sombras, había tratado de expresar la idea de una mañana soleada. Me había aventurado a acentuar el verdor luminoso de la hierba y el follaje de la primavera o los primeros días del verano más de lo que se intenta comúnmente en la pintura. La escena representada era un páramo abierto en un bosque. Un grupo de oscuros pinos silvestres estaba situado en segundo término para resaltar la frescura dominante del resto; pero en primer término había parte de un nudoso tronco y de las largas ramas de un gran árbol del bosque, cuyo follaje era de un verde dorado y luminoso, no del color de la madurez otoñal, sino del de la luz del sol y la misma inmadurez de las escasas hojas extendidas. Sobre esta rama, que sobresalía en marcado relieve contra los sombríos pinos silvestres, estaba posada una amorosa pareja de tórtolos, cuyo plumaje blando y sombrío proporcionaba un contraste de otra naturaleza; y bajo ella, se veía a una muchacha arrodillada sobre el césped adornado con margaritas, con la cabeza vuelta y el hermoso pelo, revuelto, cayéndole sobre los hombros; las manos estaban entrelazadas, los labios separados, y los ojos mirando atentamente hacia arriba, en extasiada, aunque grave, contemplación de aquellos plúmeos amantes… demasiado profundamente absortos el uno en el otro para advertir su presencia.

Apenas me había puesto a trabajar en mi obra (que, sin embargo, no necesitaba más que algunos toques para estar acabada) cuando los cazadores pasaron por delante de la ventana de vuelta de los establos. La ventana estaba parcialmente abierta y el señor Huntingdon debió de verme al pasar, porque antes de medio minuto volvió y, dejando apoyada su escopeta contra la pared, se encaramó al marco, saltó dentro y se colocó ante mi cuadro.

—Muy bonito, en verdad —dijo, después de mirarlo con interés durante unos segundos—, y un estudio muy acertado de una muchacha. La primavera a punto de abrirse al verano, la mañana aproximándose al mediodía, la doncellez alcanzando la feminidad, y la esperanza asomándose a la fruición. ¡Es una dulce criatura! Pero ¿por qué no la pintó con el pelo negro?

—Pensé que el pelo claro le sentaría mejor. Como ve, la he pintado con ojos azules, regordeta, dulce y sonrosada.

—¡Por Dios! ¡Una verdadera Hebe! Me enamoraría de ella si no tuviera a la artista ante mí. ¡Dulce inocente! Está pensando en que llegará el día en que será cortejada y conquistada como esa bonita tórtola por un amante igual de enamorado y fervoroso; y está pensando en lo agradable que será y lo tierna y fiel que ella será con él.

—Y quizá —sugerí— en lo tierno y fiel que él será con ella.

—Puede ser, porque la descabellada extravagancia de las fantasías de la esperanza no tiene límite a esa edad.

—¿Llama usted, entonces, a ésa, una de sus descabelladas, extravagantes quimeras?

—No, mi corazón me dice que no lo es. Pude haber pensado eso una vez, pero ahora digo: ¡dadme la muchacha que amo, y juraré una dedicación eterna a ella y sólo a ella, en el verano y en el invierno, en la juventud y en la vejez, en la vida y en la muerte!, si la vejez y la madurez deben llegar.

Dijo esto con tal gravedad que mi corazón brincó de placer; pero un minuto después cambió su tono de voz y preguntó, con una sonrisa significativa, si yo tenía «algún retrato más».

—No —respondí, ruborizándome por la confusión y la ira.

Pero mi carpeta estaba sobre la mesa; él la cogió y se sentó tranquilamente para examinar su contenido.

—Señor Huntingdon, ésos son mis bocetos sin terminar —dije alzando la voz—, y nunca dejo a nadie que los vea.

Y puse mi mano en la carpeta para quitársela, pero él la sujetó, asegurándome que «los bocetos sin terminar eran lo que más le gustaba».

—Pero yo detesto que se vean —respondí—. ¡No puedo dejarle la carpeta, de verdad!

—Déjeme ver entonces lo que tiene dentro —dijo; y en el mismo momento en que conseguía arrancarle la carpeta de la mano, extrajo hábilmente la mayor parte de su contenido y después de hojearlo un momento, gritó:

—¡Válgame el cielo, aquí hay otro! —Y escondió un pequeño óvalo de cartón en el bolsillo de su chaleco, un retrato en miniatura acabado que había dibujado con tanta fortuna como para decidirme a colorearlo con gran esfuerzo y cuidado. Pero estaba decidida a que no se quedara con él.

—Señor Huntingdon —grité—, ¡insisto en que me devuelva eso! Es mío y no tiene derecho a llevárselo. Démelo inmediatamente. ¡Nunca le perdonaré si no lo hace!

Pero cuanto más firmemente insistía, más conseguía enfurecerme él con su risa insultante y divertida. Al fin, sin embargo, me lo devolvió diciendo:

—Está bien, está bien, puesto que lo valora usted tanto, no le privaré de él.

Para demostrarle cómo lo valoraba, lo rompí en dos y lo arrojé a la lumbre. Él no esperaba una cosa así. Cesó su alborozo repentinamente y miró fijamente con mudo asombro el tesoro que se consumía; luego, con un indiferente: «¡bueno!, me iré a cazar», giró sobre sus talones y salió de la habitación por la ventana, como había entrado, y, colocándose el sombrero musitando una tonada, cogió su escopeta y desapareció de mi vista silbando. No me dejó turbada hasta el punto de no poder terminar el cuadro, porque me sentía satisfecha de haberle irritado.

Cuando volví al salón me encontré con que el señor Boarham se había aventurado a salir al campo en busca de sus camaradas y, poco después del almuerzo, al que ellos no pensaban asistir, me ofrecí a acompañar a las damas en un paseo y a mostrar a Annabella y a Milicent las bellezas del paisaje. Hicimos una larga excursión y volvimos a entrar en el jardín en el momento en que los cazadores regresaban de su expedición. Cansados y sucios por el viaje, casi todos ellos cruzaron por encima de la hierba para evitarnos, pero el señor Huntingdon, todo cubierto de polvo y lodo como estaba, y manchado con la sangre de su presa —para no pequeño escándalo del estricto sentido del decoro de mi tía—, se desvió de su camino para acercarse a nosotras con una jovial sonrisa y palabras para todas menos para mí; y colocándose entre Annabella Wilmot y yo, subió por el sendero y comenzó a relatar las diversas proezas y desastres del día, de una manera que me habría hecho reír convulsivamente si no estuviera enfadada con él; pero se dirigía sólo a Annabella y yo, naturalmente, le dejé a ella toda la risa y todas las bromas fingiendo la más absoluta indiferencia por todo lo que pasaba entre ellos; caminé distanciada, mirando en todas direcciones menos en la de ellos, mientras Milicent y mi tía iban delante, cogidas del brazo y conversando seriamente. Por último el señor Huntingdon se volvió hacia mí y, hablando en un murmullo confidencial, dijo:

—Helen, ¿por qué quemó mi retrato?

—Porque deseaba destruirlo —contesté con una aspereza que ahora es inútil lamentar.

—¡Oh, muy bien! —fue la respuesta—. Si usted no me aprecia debo dirigirme a alguien que lo haga.

Yo creí que era una broma, una mezcla de resignación burlona e indiferencia fingida; pero él inmediatamente volvió a colocarse junto a la señorita Wilmot y desde aquel momento hasta ahora —toda aquella tarde, todo el día siguiente, y el siguiente, y el siguiente y toda esta mañana (del día 22)— no ha vuelto a dirigirme una palabra amable o una mirada agradable, no ha hablado conmigo más que por pura necesidad y no me ha mirado más que de una manera fría y hostil, cosa que nunca le creí capaz de hacer.

Mi tía ha notado el cambio y aunque no ha indagado la causa ni me ha hecho ninguna observación al respecto, me doy cuenta de que le causa placer. La señorita Wilmot también lo ha observado y triunfalmente lo atribuye a sus propios encantos y zalamerías. Pero la verdad es que me siento desgraciada, más de lo que me gustaría confesarme a mí misma. El orgullo se niega a ayudarme. Me ha metido en el aprieto y ahora no va a ayudarme a salir de él.

No pretendió hacerme daño; fue una broma más de su espíritu alegre y juguetón; y yo, con mi mordaz resentimiento —tan serio, tan desproporcionado a la ofensa—, he herido de tal forma sus sentimientos, le he ofendido tan gravemente, que me temo que nunca me perdonará. ¡Y todo por una simple broma! Él cree que no me gusta, y es posible que siga pensando lo mismo. Debo perderle para siempre, y Annabella podrá conquistarle y triunfar como desea.

Pero no es mi pérdida ni el triunfo de ella lo que lamento tan terriblemente, sino el hundimiento de mi querida esperanza de ganar el afecto que Annabella no se merece y el daño que se causará él a sí mismo al confiarle su felicidad. Ella no le ama: sólo piensa en sí misma. No puede apreciar lo bueno que hay en él: tampoco lo verá nunca, ni lo valorará, ni lo estimulará. No deplorará sus defectos ni intentará corregirlos, sino más bien los agravará con los suyos propios. Y dudo que no le engañe después de todo. Veo que está haciendo un doble juego: mientras se entretiene con el vivaz Huntingdon, hace todo lo posible por cautivar al triste amigo de éste, lord Lowborough; y si lograra poner a los dos a sus pies, el fascinante plebeyo tendría pocas probabilidades frente al noble lord. Aunque él se da cuenta del astuto juego de ella, éste no le inquieta, sino que más bien añade un nuevo aliciente a su diversión al oponer un obstáculo estimulante a su conquista, que de lo contrario sería demasiado fácil.

Los señores Wilmot y Boarham han aprovechado respectivamente la oportunidad que les ha proporcionado él al no prestarme atención para renovar sus insinuaciones; si yo fuera como Annabella y algunas otras me aprovecharía de la perseverancia de que hacen gala para tratar de provocarle y reavivar así su afecto; pero, justicia y honestidad aparte, me sería imposible hacerlo; ya me siento bastante molesta por sus actuales persecuciones como para intensificarlas más; e incluso si lo hiciera no produciría demasiado efecto sobre él. Me ve soportar las atenciones condescendientes y las insípidas conversaciones del uno y las intrusiones repulsivas del otro sin el más leve indicio de consideración por mí, o de resentimiento contra mis torturadores. No puede haberme amado nunca, pues de lo contrario no me habría abandonado tan gustosamente, y no seguiría hablando con todo el mundo de una manera tan alegre —riendo y bromeando con lord Lowborough y mi tío, tomando el pelo a Milicent Hargrave y coqueteando con Annabella Wilmot—, como si no le preocupara nada. Oh, ¿por qué no puedo odiarle? ¡Debo ser una engreída, pues si no lo fuera desdeñaría echarle de menos como lo hago! Sin embargo, he de hacer acopio de todas las fuerzas que me quedan e intentar arrancarle de mi corazón. Ha sonado el timbre para que vayamos a cenar y aquí viene mi tía a reñirme por estar sentada todo el día ante mi escritorio en lugar de hacer compañía a los huéspedes: me gustaría… que se hubieran ido ya.