13
¡Otra vez llegaba tarde! Si Sasha la descubría…, estaría en un buen lío. Salió del taxi a toda prisa y trató de nuevo de correr con los malditos tacones. Unas zapatillas era lo que iba a tener que usar todos los días a partir de ahora.
—¿Tarde? —la detuvo la voz de Sasha.
—Lo siento, me he quedado sin agua caliente en la ducha —se excusó, y no era del todo mentira, pues el calor de sus cuerpos era tan intenso que parecía que el agua estaba helada.
Sasha no pudo evitar sonreír al recordar el bote de desodorante con el que la había masturbado. Ya nunca podría verlos tan sólo como pobres imitaciones del pene; ahora sabía que con imaginación se podían usar para mucho más.
La miraba sin poder apartar los ojos de ella, sonreía y era consciente de que era por él o por su alter ego, el Herr. El amo, el señor. Pero, al fin y al cabo, los dos vivían dentro de él. Su pelo aún estaba húmedo, lo que le trajo el recuerdo de cómo lo había frotado dentro de la ducha y cómo de nuevo él había tenido deseos de hacerla suya.
Nunca antes le había pasado; esto se estaba convirtiendo en una enfermedad que no lo dejaba respirar ni pensar con claridad. Esa mujer era un virus que estaba infectando poco a poco su mente y su cuerpo, provocándole… felicidad.
Sí, ése era el síntoma principal de ese virus que le hacía sentirse tan bien… Había llegado a plantearse la posibilidad de decirle quién era y que sabía quién era ella, pero le daba miedo su reacción. No quería perderla, no ahora. No deseaba que pensara que lo había sabido desde el principio y que la había engañado.
Sólo necesitaba un poco más de tiempo, unos días más, y estaba seguro de que todos esos sentimientos extraños que ahora lo alborotaban se calmarían hasta desaparecer.
—¿Un café? —ofreció.
—Llego tarde —sonrió ella.
—El jefe no se va a enterar —bromeó Sasha.
Ella le devolvió la sonrisa. Parecía que estaban relajados el uno en compañía del otro. Aunque todavía recordaba su reacción en el ascensor, a él le alegraba saber que incluso siendo tan sólo Sasha la atraía.
—Está bien —contestó ella.
Y juntos se fueron a tomar un café. Fue agradable, Paula pensó que fuera de la oficina y, si dejaba de lado su obsesión por hacerla suya, Sasha era muy agradable.
—Se te ve feliz hoy —dijo sin más.
Él se detuvo. Era verdad, lo estaba, y al parecer no pasaba desapercibido.
—He pasado una gran noche.
—¿Una mujer? —preguntó un poco molesta.
Notó el estómago revuelto mientras esperaba la respuesta, ¿eso eran celos? No tenía derecho, lo había rechazado, le había aconsejado buscarse a otra y, al parecer, él había seguido su consejo.
Sasha se planteó cómo decirle que era ella, que era el Herr, que era el dueño de ese local y de la revista. No sabía por dónde empezar para no espantarla, y temía que echase a correr y lo acusara de engañarla. Así que debía medir sus palabras si no quería perder la oportunidad de descubrir al menos qué pasaba entre ellos: si era real, si era posible…
—Sí, creo que es la mujer —sonrió.
—Me alegro por ti y por ella.
—Bueno, a ella aún no se lo he dicho.
—Así que ella no sabe que puede ser la mujer de tu vida… Interesante.
—Espero que lo descubra.
Paula iba a abrir la boca, pero el teléfono de Sasha sonó y tuvo que atender la llamada mientras le pedía un momento con un gesto de la mano.
—Sí, entiendo… Ahora mismo. No, estoy justo aquí, en el edificio. Enseguida subo.
Acabó la conversación y colgó el teléfono. Serio, miró a Paula y se excusó.
—Lo siento, tengo que subir ya. Al parecer, hay problemas. El abogado me espera.
—Claro, por supuesto.
Ambos salieron con el café a medias hacia la oficina. De nuevo juntos en el ascensor, al menos ahora había más gente dentro del habitáculo. Eso impedía a Sasha tocarla, aunque era lo que deseaba, era lo que había deseado desde que la había visto por primera vez tras la pared de cristal de La Elección con la boca entreabierta, como si no deseara en realidad estar allí, su indecisión, su aroma, la esperanza…
Esa vez había acertado en su elección y no quería perderla, tal vez era hora de intentarlo de nuevo, de darle una oportunidad de ser feliz.
Sí, estaba decidido, se lo diría esa noche. Le contaría toda la verdad, no veía el momento para hacerlo. La ansiaba a todas horas, no sólo de noche, no quería máscaras entre ellos, deseaba mirarla a los ojos y ver todo el placer que le hacía sentir.
Al salir del ascensor, la retuvo de la mano un instante.
—Me gustaría hablar contigo más tarde…
—Sí, claro, jefe. ¿De algo en concreto?
—Sí, quiero informarte de que he decidido quedarme contigo más tiempo del acordado.
Sasha se alejó y Paula se quedó inmóvil, incapaz de moverse. ¿Había dicho lo que creía que había dicho? Entonces, ¿estaba en lo cierto? Era él, eran el mismo… No. No podía ser. El Herr era alemán, Paula no conocía mucho el idioma, pero lo suficiente para reconocer el acento, y Sasha era ruso, podía notar su leve pronunciación, sobre todo cuando decía su nombre… No, tenía que haber algún error, debía de haber malinterpretado sus palabras, ¿o no?
Probablemente se refería al trabajo, tal vez… ¿Habría sopesado la posibilidad de despedirla?
Le dio varias vueltas al asunto mientras nerviosa movía su silla de un lado a otro. Ni siquiera recordaba cuándo había llegado a su despacho o cuánto tiempo había pasado.
Sabía que quizá él seguiría ocupado, pero no podía esperar más sin saber qué sucedía. Se levantó sin pensarlo y se coló en su oficina. Sin llamar.
Al abrir la puerta, observó que no estaba solo. Una mujer alta de suaves curvas y melena dorada parecida a la suya estaba con él.
Al oír el sonido de la puerta al abrirse e interrumpirlos, ambos se giraron y Sasha miró a Paula… ¿Asustado? ¿Herido? ¿Enfermo?
No habría sabido decirlo y, tampoco habría podido, estaba muda por la impresión. Las piezas se colocaron solas en el puzle y cobraron sentido.
—Lo siento, Sasha, pensé que ya no estarías ocupado —se disculpó.
—Creí que te habías olvidado de mí, mein Herr, pero veo que sigues buscándome en cada mujer de la que te rodeas —pronunció la voz cortante y afilada de la desconocida al ver a Paula, haciéndose eco de sus propios pensamientos, pues ella al verla también notó el parecido entre ambas.
—¿Mein Herr? —acertó a decir ella tragándose las lágrimas, que llegaron tan intensas como el dolor al saber que había estado en lo cierto.
—¿No te obliga a llamarlo así cuando te folla? Porque en mi memoria aún mantengo fresco el recuerdo… Sí, Herr —murmuró la mujer mientras lo miraba con deseo, recordando algo que sólo ellos sabían.
Paula se sentía más humillada que nunca en su vida, y el dolor era tan intenso y apretaba tan fuerte su pecho… Dolía más que aquella tarde en la que escapó de los brazos de su padrastro. Ni siquiera aquello la había herido tanto y tan profundamente.
La mujer la miraba sonriendo, sabiendo que la había herido, justo como pretendía. Paula se sentía engañada, confusa… A pesar de que en su interior relacionaba a ambos hombres…, había tenido que ser esa mujer la que se lo clarificase, no él.
—Sasha, ¿es cierto? ¿Eres el Herr?
—Era lo que iba a explicarte más tarde…
—Pero eres ruso, el Herr…
—Querida niña, no sabes nada de Alexander. Su padre es ruso, pero su madre…, ella era austríaca, ¿verdad, mein Herr?…
—Paula, yo… ¡Paula!
Sin escuchar la súplica en la voz de Sasha, que la llamaba, salió de la oficina sin mirar a nadie, sin mirar atrás. No quería llorar delante de nadie, y menos de esa mujer que parecía hecha a su medida, tan sólo deseaba alejarse de allí.
No tenía que ser muy lista para darse cuenta de que esa mujer era la misma que le había roto el corazón, la culpable de que él no quisiera amar, la culpable de que Paula fuese sólo una copia barata de ella, un reflejo, un deseo de él.
¿Las castigaba para, de alguna manera, vengar el abandono? ¿Las poseía a todas guardando las distancias para sentir que era capaz de olvidarla, de estar con ella sin que su corazón saliese herido de nuevo?
Pues ella tenía una reclamación que hacer. Nadie había estado nunca en su corazón, y ahora éste sangraba por el daño que él le había hecho.
Dejaba un rastro de sangre mientras huía hacía ningún lado, mientras trataba de alejarse del dolor que ahora la consumía, del miedo que le causaba pensar que de nuevo no iba a ser capaz de disfrutar del sexo, de sentir lo que sentía junto a él.
Antes lo anhelaba, pero no sabía lo que era sentirse así. Ahora, el ansia sería más dolorosa porque había conocido la intensidad de los sentimientos que podía llegar a albergar.