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Después de esa noche, nada fue igual para Paula. Cada suspiro iba dedicado al Herr, cada recuerdo era suyo, su presencia lo inundaba todo a su alrededor, y el deseo que había encendido en su interior no le daba tregua. Caminaba por la calle alerta, buscaba desesperada en los ojos de cualquier hombre un atisbo que le evocara sus ojos, de un azul intenso como el mar; era lo único de él que recordaba, junto con el difuso dibujo de esas alas tatuadas.
Ésos eran los dos detalles que la máscara le había permitido reconocer. Había pasado las últimas noches acompañada de su solitario consolador, tratando de emular las caricias que él le había prodigado a su sexo, que palpitaba por él, reclamándolo para sí.
Nunca antes había experimentado con ningún otro hombre un orgasmo, nunca. El Herr había sido el único en proporcionárselo, aunque le quedaba la duda de si había sido todo fruto de la excitación originada por la extraña situación que se había creado a su alrededor, y pensaba que tal vez, si desaparecía ese halo de misterio, entonces él no sería capaz de hacerla alcanzar el éxtasis de nuevo.
Temía que sólo en ese lugar clandestino donde se pagaba por la posibilidad de tener sexo pudiese alcanzar el orgasmo. Ese sitio, La Elección, en el que te hacían pagar una suma considerable de dinero tan sólo por tener la oportunidad de participar en el proceso de selección.
El reloj sonó avisándola de la hora y, perezosa, se levantó y dirigió su paso cansado hasta la ducha. Como una autómata perdida en la nebulosa y densa capa de recuerdos que la envolvían desde que había estado con él, se vistió y bajó en el ascensor camino a su trabajo.
Como cada mañana, se detuvo en la cafetería donde desayunaba y pidió un café, que se tomó en la puerta del local, esperando que algún taxi se decidiese a llevarla.
Mientras aguardaba pacientemente en la parada, vacía de taxis a esa hora punta en la que todo el mundo parecía necesitar uno, su móvil vibró en el bolsillo de sus pantalones de sastre.
Al sacarlo, vio el mensaje de texto de su asistente, Amanda, a la que todos llamaban cariñosamente Mandy.
Jefa, tenemos chico nuevo en la oficina. ¡Y no veas cómo está!
Paula alzó una ceja extrañada. ¿Quién podría ser? Nadie le había comunicado nada, ni siquiera Mónica, su jefa. Aunque quizá era algo que no tenía que conocer antes que los demás.
El teléfono vibró de nuevo en sus manos y una foto apareció en pantalla, con un mensaje debajo:
¡Menudo culo, jefa!
Paula sonrió. La verdad era que el tipo de la foto tenía un culo digno de admirar. Contestó:
Ya llego, estoy esperando un taxi.
La jefa está esperando. Ten cuidado, el mono está que se sube por los árboles.
Paula se rio de nuevo. Mandy siempre conseguía que su boca se torciera de esa peculiar forma a la que no estaba muy acostumbrada.
«Mono» era el apodo con el que Mandy había bautizado a su jefa Mónica, porque siempre se iba por las ramas para todo. Una conversación con ella sobre algo que hubiese sucedido en el día de hoy se convertía en un paseo por toda la historia de la humanidad.
Un taxi llegó en ese momento, Paula se subió sin acabarse el café y le indicó al conductor la dirección de su oficina. Durante el trayecto, no dejó de darle vueltas al asunto del chico nuevo. Quizá le hubieran dado el ascenso que ella ya había considerado como propio. Puede que él estuviese más cualificado, pero ¿quién iba a dedicarle a su trabajo tantas malditas horas del día y de la noche cómo lo hacía ella?
Entre sorbos de café y divagaciones, llegó a la oficina. El alto edificio gris repleto de gigantescas cristaleras le dio la bienvenida con su sonrisa burlona, esa que cada mañana le gritaba: «Eres mía, siempre regresas».
Pagó al conductor, al que despidió con una bonita sonrisa, y a media carrera subió los escalones del edificio. Al pasar por la puerta, dio los buenos días al portero, al tiempo que dejaba el vaso vacío de café en la papelera de la entrada.
Sin bajar el ritmo, llegó hasta la zona de ascensores. Subió al primero que llegó y, mientras esperaba alcanzar su planta, se preparó mentalmente para recibir las buenas nuevas o, quizá, no tan buenas.
Saludó a Karen, la preciosa y jovencísima chica de la recepción, que lograba que todo el mundo al verla se quedase con la boca abierta. Tenía una belleza salvaje, de esas que sólo parecen poseer las modelos de las revistas tras una sesión de Photoshop, pero ella era real y, muy consciente de su atractivo, lo utilizaba.
—Buenos días, Karen.
—Buenos días, señorita León.
—¿Algún mensaje para mí?
—Sólo que en cuanto llegase fuese directamente a la oficina de la señora Triunfo.
—Está bien, gracias. Buenos días.
—Buenos días.
Paula saludaba a sus compañeros mientras caminaba hacia el despacho de su jefa. No sabía si era cosa de su imaginación o si todos la miraban de una forma rara. ¿Tal vez… fueran capaces de percibir que por fin había tenido un orgasmo con un hombre? Un escalofrío sacudió su espina dorsal, pero enseguida desechó ese pensamiento. No era posible que alguien la hubiese visto en ese local, eran sumamente discretos.
Llamó suavemente a la puerta y abrió sin esperar confirmación. Su jefa hablaba con un hombre del que sólo veía la espalda mientras ambos miraban por la ventana. ¿Le estaría mostrando las vistas?
Desde luego, la foto de Mandy no le hacía justicia: tenía un culo imponente, de esos que te obligan a girarte para volver a verlo.
Ahora que lo pensaba, Paula no había llegado a ver a Mandy en su mesa, probablemente estuviese fumándose un cigarrillo.
El chico nuevo iba vestido de forma impecable, llevaba un Armani que le quedaba como anillo al dedo; sus manos, en los bolsillos del pantalón, hacían que éste se pegase más a sus glúteos prietos.
Involuntariamente, Paula se mordió el labio inferior. Si el tipo tenía el resto del cuerpo como el culo, iba a ser todo un escándalo en la oficina, ya que la mayor parte del personal —algo así como el ochenta y cinco por ciento— eran mujeres.
Un cóctel explosivo: un tío bueno y hormonas femeninas alborotadas. Aunque Paula estaba segura de que Karen iba a ser la primera que probase un trozo de ese pastel, si es que lo había visto.
—Buenos días, Mónica, ¿querías verme? —dijo en un tono más bajo e inseguro de lo que deseaba.
—Buenos días, Paula —contestó ésta sonriendo—. Sí, quería verte. Te presento a Sasha Petrov, pasará un tiempo con nosotros.
—Paula León, encantada —se presentó mientras le tendía la mano al chico.
Al hacerlo, no pudo evitar mirarlo a los ojos. Eran de un azul intenso, y le trajeron recuerdos de la mejor noche de su vida. Su noche junto al Herr.
Sonrió tratando de apartar la alocada idea de que se trataba del mismo hombre. Sólo era una coincidencia sin importancia, muchos hombres tenían los ojos azules, y era algo más frecuente aún entre los que venían de países como Rusia. De todas formas, su musculatura, su altura…, ¿eran similares?
No podía estar segura, su visión había sido muy limitada a causa del antifaz. Además, no había observado en él ningún gesto de reconocimiento.
Fuese o no él, las rodillas le temblaron como juncos al viento. Sasha se acercó a ella y sostuvo sus manos entre las suyas. Su paso decidido, su mirada seductora y profunda le recordaron a un predador preparando el terreno para la caza. Sin que se lo esperara, se llevó la mano de Paula hasta los labios y dejó un beso sobre los nudillos, humedeciéndolos.
Y los muslos de Paula también.
Lo observó detenidamente, su piel bronceada estaba cubierta por una leve capa de vello oscuro con algunos hilos plateados, al igual que su cabello. Estimó que debía de rondar los cuarenta, pero eso no le restaba atractivo. De hecho, lo hacía más interesante aún.
Paula percibió su cuerpo marcado seguramente por las horas dedicadas en el gimnasio pero, fuera como fuese, el traje le sentaba tan bien que lo único que le apetecía era arrancárselo a mordiscos.
—El placer es mío —susurró con su leve acento ruso mientras la miraba.
Sasha no podía estar seguro, pero tenía la impresión de que ésa era la misma mujer de hacía unas noches, la que lloró y se entregó a él sin guardarse nada dentro.
Se sentía atraído por ella, era exactamente su tipo de mujer, pero eso no lo sorprendió. Le gustaban justo así, altas, delgadas pero con formas, con el cabello largo y de un tono ceniza… Aunque le pusiera el antifaz y el vestido negro, seguiría sin poder estar seguro.
De todas formas, se alegraba de que ella fuera la elegida para pasar el tiempo que tenía que permanecer obligatoriamente en la empresa.
Observó su esbelta figura, sus curvas perfectas, su rostro ovalado de grandes ojos oscuros, sus labios rosados…
Finalmente, apartó la mirada. Tenía que ser profesional, pero ella se lo ponía difícil, le suplicaba con los ojos que le hiciera el amor allí mismo.
Le recordaba demasiado a esa deliciosa mujer que lo había dominado y a la que no había podido quitarse de la cabeza, hasta el punto de que había llegado a plantearse romper su regla de «sólo una vez, sólo una noche» con ella, esperanzado de que regresara a por más.
No podía saber si la reconocería de nuevo, pero creía que, si se presentaba otra vez en la sala, sería capaz de localizarla por su forma de comportarse.
Sasha acarició la idea de que ambas fueran la misma mujer. Le gustaría volver a disfrutarla; esa mujer se había entregado sin reservas y lo había dejado realmente satisfecho. No había podido dejar de recrearla sobre él, usándolo para su propio placer…
Se reprendió en silencio por dejarse llevar en el trabajo, los pantalones le apretaban justo donde su erección crecía y palpitaba. Si se descuidaba, humedecería el pantalón.
Tuvo que calmarse, aunque lo que de verdad le apetecía en ese momento era tomar a Paula, maniatarla, amordazarla, llevarla al baño y follársela, para comprobar si con ella sentía lo mismo que con su amante de La Elección, que había logrado llenarlo y vaciarlo a la vez. Deseaba saber si Paula sería capaz de dejarlo tembloroso y con ganas de más.
—Ahora que os conocéis —intervino Mónica, devolviéndolo a la realidad—, me gustaría informar a Paula de tu misión aquí. Vais a trabajar codo con codo. Me marcho, Paula, me trasladan a las oficinas de París.
—¿Cómo es eso, Mónica? ¿Te vas?
—Va a haber reestructuraciones en la plantilla, Paula, y me han ofrecido un puesto en París. No he podido rechazarlo. Mientras dura el proceso de evaluación, estarás bajo las órdenes de Sasha.
—Así que será mi nuevo jefe…
—No, sólo trabajaréis juntos. Él te evaluará, no sólo a ti, sino a toda la plantilla. La empresa ha presentado un ERE. Algunos van a ser despedidos; otros, transferidos, y los demás permaneceréis aquí. Sasha te valorará como posible candidata a ocupar mi puesto: si da el visto bueno, el puesto es tuyo. Si lo quieres, claro —sonrió Mónica.
Paula los miraba confusa. Así que su jefa se marchaba, y ella, para obtener el puesto, debía pasar algún tipo de evaluación por parte del chico nuevo… Era feliz por la posibilidad, sin embargo, el hecho de pasar con ese hombre varias horas al día la turbaba. No se imaginaba cómo iba a lograr sobrevivir estando a su lado todo el día si no era capaz siquiera de respirar cuando se acercaba a ella.
La extraña sensación de que podría ser él rondaba por su mente como una molesta mosca que zumbaba a su alrededor. Lo más efectivo sería poder ver su espalda desnuda, pero ¿qué excusa inventaría para que eso sucediera?
Lo último que deseaba era que, si él no era el Herr —el hombre que le había regalado la mejor experiencia sexual de su vida y su primer orgasmo—, pensara que buscaba llevárselo a la cama tan sólo para pasar el examen al que iba a someterla. Además, el hecho de que para Paula hubiese significado tanto no era ninguna garantía de que, para él, ella no fuese otra más de su larga lista de mujeres de una noche.
Probablemente, para el Herr no hubiese tenido el mismo significado profundo que para ella. De nuevo miró sus ojos azules y, por un momento, le pareció advertir que se habían vuelto turbios, que cambiaban a un tono de azul más oscuro, como si encerraran una tormenta a punto de estallar.