DE GUARDIA LOMEIKO.
–En absoluto -le respondió, cortésmente, Kondratii Kondratievich-. Desde aquí se llega fácilmente. Suba al coche de pasajeros y bájese en la esquina de la avenida Nevsky con la calle Liteinaya. Luego…
–Ah, bueno, no importa, tengo un carruaje de alquiler -le interrumpió el inglés, dejando al funcionario con la palabra en la boca, y, echándose al hombro la bolsa de viaje, corrió hacia la salida.
La calle Kateninskaya agradó mucho a Erast Petrovich. Se parecía extraordinariamente a las calles más respetables de Berlín o de Viena por el pavimento asfaltado, los modernos faroles eléctricos y los imponentes edificios de varios pisos.
En una palabra, como en la misma Europa.
La casa Sivers, decorada con unos caballeros de piedra en el frontón y con la entrada vivamente iluminada, pese a que aún no había anochecido, era el edificio más elegante de la calle. ¿En qué otra casa podía vivir un hombre como Ivan Frantzevich Brilling? Resultaba imposible imaginarle como inquilino de uno de aquellos decrépitos hotelitos, con un patio polvoriento y un jardín con manzanos. Un portero muy servicial tranquilizó a Erast Petrovich al informarle de que el señor Brilling se encontraba en casa: «Ha llegado hace cinco minutos.» Aquel día todo le salía a Fandorin a las mil maravillas, a pedir de boca.
Saltando los escalones de dos en dos, subió a toda velocidad al segundo piso y llamó a un timbre eléctrico que relucía como los chorros del oro. Le abrió la puerta el mismo Ivan Frantzevich. Todavía no había tenido tiempo de cambiarse de ropa y sólo se había quitado la levita, pero por debajo del alto cuello almidonado sobresalía, como un esmalte irisado, una cruz de Vladimir recién estrenada. – ¡ Chief , soy yo! – exclamó Fandorin con alegría, disfrutando del efecto que provocaba.
Y, ciertamente, el efecto era mucho mayor de lo que podía imaginarse.
Ivan Frantzevich se quedó petrificado y luego hizo un ademán de susto con los brazos, como queriendo apartar al recién llegado como si fuese una visión.
Erast Petrovich se echó a reír.
–No me esperaba, ¿verdad, chief ? – ¡Fandorin! ¿De dónde sale usted? ¡Yo ya no le tenía en el mundo de los vivos! – ¿Por qué? – se interesó el recién llegado con un tono no exento de coquetería. – ¡Qué otra cosa podía pensar!… Desapareció usted sin dejar rastro. Le vieron por última vez el veintiséis de junio, en París, y nadie pudo confirmarme que hubiera regresado de Londres. Le pedí información a Piyov, pero en la oficina me respondieron que él también había desaparecido sin dejar rastro y que la policía estaba intentando localizarle.
–Le envié una carta a la Dirección de la Policía Secreta desde Londres. Ahí le cuento detalladamente lo ocurrido con Piyov y todo lo demás. Seguramente le llegará hoy, puede que mañana. No sabía que estuviese usted en Petersburgo.
Preocupado, el chief frunció el entrecejo: -¡Tiene usted una cara famélica! ¿Está enfermo?
–Para serle franco, lo que estoy es muerto de hambre.
He pasado todo el día de guardia en la central de Correos y aún no he probado bocado. – ¿Ha estado usted de vigilancia en la central de Correos? Bueno, no me lo cuente ahora. Mire, antes de nada, voy a servirle un té con pastelillos. Mi criado Semien, el muy miserable, lleva tres días de borrachera, así que se lo tendré que preparar yo mismo, pero bueno. Suelo comprar los bombones y los pastelillos en la casa Filípov. A usted le gustarán los dulces, ¿verdad?
–Mucho -afirmó Erast Petrovich con vehemencia.
–A mí también. Imagino que es un reflejo condicionado por la penuria que pasé en mi huérfana infancia. ¿Le importa que los tomemos en la cocina, como hacen los solteros?
Mientras andaban por el pasillo, Fandorin observó el piso de Brilling. No era muy grande y estaba amueblado de modo detallista y práctico: tenía todo lo necesario, y nada superfluo.
Al joven le llamó especialmente la atención un cajón barniza do que colgaba de la pared, con dos tubos metálicos de color negro.
–Un portento de la ciencia moderna -le aclaró Ivan Frantzevich al ver que lo miraba-. Lo llaman «el aparato de Bell». Me lo ha enviado recientemente uno de mis agentes desde América. Allí vive ese inventor extraordinario, mister Bell, gracias al cual es posible mantener una conversación incluso a verstas de distancia. El sonido viaja por los hilos, Como en la telegrafía. Lo que ve es un modelo de prueba. La fabricación de estos aparatos no se ha puesto aún en marcha.
Que yo sepa, existen dos líneas en toda Europa: una conecta mi casa con la secretaría del jefe de la Tercera Sección, y la otra está en Alemania, y une los despachos del Káiser y del canciller Bismarck. Como ve, Rusia no se está quedando fuera del progreso. – ¡Increíble! – se entusiasmó Erast Petrovich-. ¿Y se oye bien?
–No mucho, pero es posible entenderse. A veces el tubo chirría demasiado… Ahora que lo pienso, ¿no preferiría usted naranjada en lugar de té? ¿Sabe?, es que no manejo el samovar muy bien. – ¡Por supuesto que lo prefiero! – aseguró Erast Petrovich a su chief , y Brilling, como un mago benefactor, colocó delante de él, sobre la mesa de la cocina, una botella de naranjada y una fuente con pasteles y canutillos de crema, bizcochos ligeros de mazapán y unos bollitos rellenos de crema de naranja. – ¡Pues a devorarlos! – exclamó Ivan Frantzevich-.
Mientras come, le pondré al corriente de nuestros asuntos.
Luego, cuando acabe, le llegará a usted el turno de explicarse.
Fandorin aceptó la propuesta con un movimiento de cabeza, pues ya tenía la boca llena y la barbilla ligeramente cubierta de un polvillo azucarado.
–Veamos -comenzó el chief-. Si mal no recuerdo, usted salió hacia Petersburgo para coger el correo diplomático el día veintisiete de mayo, ¿no es cierto? Pues bien, justo después de irse usted sucedieron unos acontecimientos muy interesantes. Tanto, que lamenté haberle dejado marchar, pues todos mis agentes estaban ocupados en algún asunto.
Por nuestro servicio de información logré averiguar que hacía poco tiempo se había constituido en Moscú una pequeña pero activísima célula de revolucionarios radicales, un puñado de insensatos. Si los terroristas corrientes se imponen como objetivo la aniquilación de «quienes tienen las manos manchadas de sangre», esto es, los altos dignatarios del Estado, esos radicales habían colocado su punto de mira sobre «los señoritos licenciosos y los que se limitan a hablar sin hacer nada». – ¿Sobre quiénes, sobre quiénes? – no comprendió al pronto Fandorin, atareado como estaba en saborear un delicado pastel de crema.
–Es una referencia a los versos de Nekrasov: «Apártame de los que llevan una vida alegre, de los que hablan sin hacer nada, de los que tienen sus manos manchadas de sangre, y condúceme al campamento de los que están dispuestos a morir por el glorioso anhelo del amor.» Pues bien, esos que «están dispuestos a morir por el glorioso anhelo del amor» se han organizado por especialidades. El órgano directivo de los terroristas se encarga de los «manchados de sangre», es decir, ministros, gobernadores, generales… Y esta fracción moscovita ha decidido ocuparse del resto, o sea, de los «licenciosos»o, como dicen también, «los rollizos y bien alimentados». Por un agente infiltrado pudimos averiguar que la fracción había tomado el nombre de Azazel como alusión a su demoníaca y temeraria conducta. Tenían planeada toda una serie de asesinatos contra los miembros de la juventud dorada, ésos a los que llaman «parásitos» y «disolutos vitales».
También la Beyetzkaya parece simpatizante de Azazel, pese a que, a juzgar por los indicios, es una emisaria de la organización anarquista mundial. El suicidio o, mejor dicho, el asesinato fáctico de Piotr Kokorin, planeado por ella, fue la primera acción de Azazel. Pero, bueno, supongo que usted tendrá cosas más interesantes que contarme a propósito de la Beyetzkaya. La siguiente víctima fue Ajtirtzev, quien al parecer interesaba mucho más a los conspiradores que Kokorin, por ser nieto de nuestro canciller, el príncipe Korchakov. Verá, mi joven amigo, que el plan de los terroristas parece completamente insensato, pero en verdad está diabólicamente calculado. Han llegado a la conclusión de que es mucho más fácil atentar contra los vástagos de los personajes importantes del Estado que contra éstos mismos, y de que el golpe contra la jerarquía estatal sigue siendo igual de potente. El príncipe Mijail Aleksandrovich, por ejemplo, está tan destrozado por la muerte de su nieto que ha abandonado prácticamente todas sus obligaciones y se está planteando seriamente la dimisión. ¡Ese hombre eminentísimo, que tan activamente ha participado en la definición de nuestra Rusia contemporánea! – ¡Cuánta maldad! – y Erast Petrovich se indignó tanto que dejó a un lado un sabroso bizcocho de mazapán que había empezado a comer.
–Cuando descubrí que el objetivo final de los activistas de Azazel no era otro que la muerte de nuestro zarevich… -¡Imposible! – ¡Imposible! Imposible pero cierto. Como le decía, cuando todo ese plan quedó al descubierto, recibí la orden de recurrir a medidas más expeditivas. y tuve que obedecer, aunque yo personalmente era partidario de aclarar la situación antes de actuar. Pero, como comprenderá, cuando está en juego la vida misma de su Alteza Imperial… Ejecutamos la operación, pero los resultados no fueron del todo satisfactorios. Los terroristas habían convocado una asamblea para el día primero de junio, en una dacha de Kuzminki. ¿Recuerda que le comenté algo de eso? Aunque en ese momento usted estaba completamente imbuido de sus propias teorías… ¿Y cómo ha ido? ¿Ha logrado descubrir algo?
Erast Petrovich quiso decir algo con la boca llena y comenzó a tragar a toda prisa un trozo de pastel de crema a medio masticar. Entonces Brilling se excusó, un poco avergonzado:
–Bueno, bueno, no se preocupe, ya hablará más tarde.
Siga comiendo. Pues bien, como le decía, rodeamos completamente la dacha. Me vi obligado a emplear únicamente a mis agentes de Petersburgo, pues no pedí ayuda a la policía ni a la gendarmería de Moscú para evitar que alguien pudiera informar a los terroristas de nuestro plan. – Ivan Frantzevich suspiró con enfado-. Y ahí estuvo mi fallo, pequé de una prudencia excesiva. El asalto fracasó por falta de efectivos.
Comenzó el tiroteo y dos de mis agentes resultaron heridos y uno murió. Nunca podré perdonármelo… No atrapamos a nadie con vida. En el bando de los terroristas hubo cuatro muertos; y, por cierto, uno de ellos coincide bastante con su hombre de «ojos blancos», a juzgar por la descripción que usted nos hizo. Aunque ojos no le quedaron muchos, porque el sujeto se levantó la tapa de los sesos con la última bala que le quedaba. En el sótano de la dacha descubrimos una especie de laboratorio para la elaboración de objetos explosivos y algunos papeles. Pero, como le digo, la mayoría de los planes y de las conexiones internas de Azazel siguen siendo un secreto, y mucho me temo que, por ahora, un secreto irresoluble…
Pese a ello, tanto el zar como el canciller y el jefe de la gendarmería valoraron muy positivamente nuestra operación de Moscú. Yo le hablé a Lavrentii Arkadevich también de usted porque, aunque no participó en la culminación del operativo, sí que contribuyó en gran medida al desarrollo de nuestras investigaciones. Así que, si usted no se opone, seguiremos trabajando juntos en el futuro. Tomo su destino en mis manos…
Qué, ¿ha recuperado fuerzas? Entonces, cuénteme cómo le ha ido en Londres. ¿Pudo dar con la pista de la Beyetzkaya? ¿Y qué asunto es ése tan incomprensible de Piyov? ¿Cómo?, ¿que está muerto? Cuéntemelo todo con orden, con orden y sin olvidarse de ningún detalle.
El relato de lo ocurrido en Moscú suscitó la admiración y la envidia en Erast Petrovich, que pensó que sus aventuras, de las que hasta hacía poco se enorgullecía, quedaban marchitas y deslucidas. ¡Un atentado contra el zarevich! ¡Un tiroteo! ¡Un laboratorio de explosivos! El destino le había jugado una mala pasada. Le había hecho una señal que él interpretó como una oportunidad para alcanzar la gloria, pero en realidad sólo le había llevado por un camino vecinal y le había desviado de la carretera general.
A pesar de todo, expuso su epopeya con todo detalle.
Sólo en lo referente a las circunstancias de la pérdida del portafolios azul, su narración se hizo algo confusa. Hasta se sonrojó un poco, detalle que no pasó desapercibido para Brilling, quien escuchó todo el relato con aire hosco y en completo silencio. Cuando se aproximaba ya su conclusión, Erast Petrovich cobró nuevos bríos, volvió a animarse y no pudo evitar poner cierto efectismo en sus últimas palabras: -¡Y logré ver a ese hombre! – exclamó, llegando a la escena que se había desarrollado poco antes en la central de Correos-. ¡Sé quién es la persona que posee el contenido del portafolios y que también maneja los hilos de la organización! ¡Azazel sigue con vida, Ivan Frantzevich, pero ahora está en nuestras manos! – ¡Termine de una vez, maldita sea! – le gritó el chief . ¡Déjese de niñerías! ¿Quién es ese hombre? ¿Y dónde está ahora?
–Aquí, en Petersburgo -respondió Fandorin, tomándose la revancha y saboreándola-. Se trata de un tal Gerald Cunningham, el principal ayudante de lady Esther, la benefactora a quien tantas veces intenté que prestara usted atención.
–Erast Petrovich aprovechó el momento para carraspear ligeramente-. Ahora veo claro todo lo relacionado con el testamento de Kokorin. Y también por qué motivo la Beyetzkaya dispuso que la voluntad de sus admiradores se orientara precisamente en dirección a los «esthernados». El pelirrojo lo había organizado bien. Era un excelente camuflaje. Huérfanos pobres, filiales por todo el mundo, un patronazgo altruista al que se le abrían todas las puertas… ¡Una persona muy astuta, hay que reconocerlo! – ¿Cunningham? – preguntó alarmado el chief . ¿Gerald Cunningham? Pero si yo conozco perfectamente a ese hombre, ¡somos miembros del mismo club! – exclamó, moviendo los brazos-. Es una persona muy interesante, nunca podría imaginar que estuviera relacionado con los nihilistas y, mucho menos, que fuera capaz de matar con sus propias manos a los consejeros de Estado en activo. – ¡No los mata! – exclamó Erast Petrovich-. Eso fue lo que pensé yo al principio, que los que aparecían en la lista eran las víctimas, pero no se trata de eso. Se lo he contado así para que usted siguiese la orientación de mis pensamientos. En una interpretación apresurada, no comprendí bien el significado de esa lista. Pero, después, cuando regresaba por Europa, bamboleándome en los trenes, todas las cosas quedaron en su sitio. Veamos, si en esa lista se anotara a las futuras víctimas, ¿qué necesidad habría de escribir fecha alguna? ¡Y mucho menos fechas pasadas! Sería algo absurdo.
No, Ivan Frantzevich, ¡el significado de esa lista es otro muy distinto!
Y Fandorin pegó un salto en la silla, hasta tal punto se dejaba influir por sus febriles pensamientos. – ¿Otro significado, dice? ¿Qué otro significado puede tener? – preguntó Brilling, entrecerrando sus ojos claros.
–Creo que esa lista es la relación de los miembros de una potente organización internacional. Sus terroristas de Moscú representan solamente el último y más pequeño eslabón de toda una gran cadena. – Al oír aquellas palabras, el rostro del chief se descompuso de tal modo que Erast Petrovich no pudo reprimir una indigna malevolencia; de la que se avergonzó al instante, por supuesto-. La figura central de esa organización, cuyo objetivo final aún desconocemos, es precisamente Gerald Cunningham. Tanto usted como yo le conocemos, y los dos estamos de acuerdo en que es un personaje poco común. Y miss Olsen, papel que viene desempeñando Amalia Beyetzkaya desde el pasado mes de junio, sería una especie de registro central de la organización, algo así como una dirección de cuadros. Ella es la que recibe los datos procedentes de todo el mundo, relacionados con los cambios que se producen en los cargos y la situación administrativa de los miembros de la organización. Y también miss Olsen es quien, una vez al mes, se los comunica regularmente a Cunningham, aquí, en Petersburgo, donde éste tiene fijada su residencia desde el año pasado. Ya le conté que la Beyetzkaya tenía una caja fuerte secreta en su propio dormitorio. Con toda seguridad, también tendrá allí guardada la relación completa de los miembros de Azazel, por lo visto, nombre de esta organización. Aunque también puede que utilicen esa palabra como eslogan, como un conjuro. La he escuchado dos veces y en las dos ocasiones la emplearon justo antes de intentar matar a alguien. En conjunto, esta organización posee una estructura muy similar a una sociedad masónica. Lo único que no comprendo es qué pinta aquí el ángel caído. Creo también que su filiación es más numerosa que la de los masones.
Si no, fíjese en este dato: ¡cuarenta y cinco cartas en tan sólo un mes! ¡Y no hablamos de gente cualquiera, sino de un senador, un ministro, varios generales…!
El chief miraba pacientemente a Erast Petrovich esperando que continuara, pues estaba claro que el joven aún no había acabado su discurso. Ahora Fandorin, con la frente arrugada y aire de concentración, parecía darle vueltas a otra cuestión.
–Ivan Frantzevich, estoy pensando en Cunningham…
Como ciudadano británico que es, creo que no va a resultar fácil llegar a él con una simple orden de registro, ¿verdad?
–Admitamos que sea así. ¡Siga! – animó el chief a Fandorin.
–Es que mientras usted recibe la autorización para proceder al registro, él tendrá tiempo suficiente para ocultar el paquete. Así que cabe la posibilidad de que no encontremos ni podamos demostrar nada. Hemos de actuar con una prudencia muy especial en esta cuestión. ¿No sería mejor dedicarnos primero a la estructura rusa de la organización e ir tirando de ella eslabón a eslabón? – ¿Y cómo lo haríamos? – inquirió Brilling con vivo interés-. ¿Siguiéndolos en secreto? Creo que es lo adecuado.
–Sí, se podría organizar una vigilancia, pero a mi juicio hay otro método más fiable.
Ivan Frantzevich caviló un momento y luego alzó los brazos al aire, dándose por rendido. Adulado, Fandorin insinuó con mucho tacto: -¿Qué me dice de ese consejero de Estado, al que ascendieron a su nuevo puesto exactamente el siete de junio? – ¿Está insinuando que revisemos los ucases de nombramiento dictados por el zar? – cayó en la cuenta Brilling propinándose un golpe en la frente-. ¿Por ejemplo, los firmados durante los primeros diez días de junio? ¡Bravo, Fandorin! ¡Bravísimo!
–Exacto, chief . Pero no hace falta revisar los diez días, bastaría con examinar los firmados entre el lunes y el sábado, es decir, del día tres al ocho. Un general recién nombrado difícilmente mantiene en secreto mucho tiempo una noticia tan feliz. ¿Cuántos nuevos consejeros de Estado se nombran en nuestro país en una semana?
–Dos, quizá tres si esa semana es especialmente fértil.
La verdad es que nunca me he interesado por la cuestión.
–Pues bien, podríamos establecer una vigilancia estrecha sobre ellos, estudiar a las personas que están a su servicio y su círculo de amistades. Y Azazel caería en nuestras manos como un bendito casi sin notarlo. – ¿Y dice que me ha enviado por correo, a nuestra Dirección de la Policía en Moscú, toda la información que consiguió? – preguntó Brilling a destiempo, algo no habitual en él.
–Sí, chief . Hoy o mañana llegará el envío. ¿Por qué me lo pregunta? ¿Sospecha de alguno de los cargos de la policía de Moscú? Resalté a propósito la importancia de la carta y escribí en el sobre: «Para su excelencia, el consejero de Estado Brilling, en mano, y en caso de ausencia para el ilustrísimo jefe de la Policía.» Así que no creo que se atrevan a abrirla.
Sin duda, cuando el jefe la lea, se pondrá inmediatamente en contacto con usted.
–Tiene razón -respondió Ivan Frantzevich, aprobando la iniciativa.
Luego calló un buen rato mirando hacia la pared, mientras su rostro se ponía cada vez más y más sombrío.
Erast Petrovich esperaba sentado, conteniendo la respiración, porque sabía que su chief estaba sopesando todo lo que había escuchado y que dentro de un momento le comunicaría la decisión que, a juzgar por su rostro, tan difícilmente estaba meditando.
Brilling suspiró ruidosamente y luego sonrió con un rictus amargo.
–Está bien, Fandorin, me encargaré personalmente de todo. Hay enfermedades que sólo pueden sanar si se aplican métodos quirúrgicos. Y así vamos a actuar nosotros. El asunto es importantísimo, vital para el Estado, y en tales casos estoy autorizado a saltarme todas las trabas formales. Vamos a detener a Cunningham. Inmediatamente, con las manos en la masa, es decir, con la carta. ¿Cree usted que el mensaje estará cifrado?
–Sin ninguna duda. La información es demasiado relevante. Además, la han enviado por correo ordinario, aunque con el sello de urgente. Como si les diera igual que cayera en otras manos o que se extraviara. Seguro que está cifrada, Ivan Frantzevich, a esa gente no le gusta arriesgar nada sin necesidad.
–Tanto mejor. Eso significa. que Cunningham tendrá que descifrarla, leerla y luego copiar los datos en su fichero. ¡Debe tener un fichero a la fuerza! Mucho me temo que la Beyetzkaya, en una nota explicativa suplementaria, también le haya puesto al corriente de las aventuras que usted protagonizó en Londres, y Cunningham, que es un hombre inteligente, supondrá enseguida que usted nos envió un informe a Moscú. Tenemos que apresarlo de inmediato. También resultará interesante leer el contenido de esa nota explicativa.
Por otra parte, el asunto de Piyov no me deja tranquilo. ¿Y si hubieran sobornado a alguien más en nuestras filas? Informaremos a la embajada inglesa cuando hayamos acabado, seguro que nos lo agradecerán. ¿Está usted seguro de que en esa lista figuraban también algunos súbditos de la reina Victoria?
–Sí, casi una docena -asintió Erast Petrovich con la cabeza, contemplando admirativamente a su chief-. Estoy de acuerdo en que coger rápidamente a Cunningham sería lo mejor, pero… ¿Y si llegamos allí y no encontramos nada?
Nunca podría perdonarme que usted, por mi culpa…
Quiero decir que estoy dispuesto, al nivel que sea, a…
–Déjese de tonterías -se enfadó Brilling, levantando enérgicamente la barbilla-. ¿Piensa usted que, en caso de fracasar, intentaría descargarme de mi culpa como un niño de seis años? Yo confío en usted, Fandorin, y con eso basta.
–Gracias -dijo Erast Petrovich quedamente. Ivan Frantzevich le hizo una inclinación sarcástica.
–No tiene nada que agradecerme. Y dejémonos ya de sensiblerías. ¡Manos a la obra! Conozco la dirección de Cunningham, vive en la isla Aptekarsky, en un ala del «esthernado» de Petersburgo. ¿Va usted armado?
–Sí, me compré un revólver Smith Benson en Londres.
Lo tengo en la chaqueta de viaje.
–Enséñemelo.
Fandorin fue al vestíbulo y regresó con una pesada arma.
Le gustaba enormemente por su solidez y consistencia. – ¡Vaya basura! – respondió desabridamente el chief , después de sopesar el revólver en la palma de una mano-.
Esto está bien para los cowboys norteamericanos, cuando están borrachos y quieren chamuscar a alguien en el saloon . Pero para un agente secreto no vale. Se lo confisco. A cambio le entregaré algo mejor.
Salió un momento y volvió con un arma compacta y tan pequeña que prácticamente cabía en la palma de la mano.
–Aquí tiene una Gerstal de seis tiros, de fabricación belga. Una novedad, un encargo especial. La puede llevar en la espalda, debajo de la levita o en una funda. Una herramienta imprescindible en nuestro oficio. Es ligera, no tiene mucho alcance y tampoco demasiado calibre, cierto, pero es automática y eso le garantiza una gran rapidez de disparo.
Porque nosotros no tenemos que matar a una liebre de un tiro en el ojo, ¿verdad? Un agente escapa vivo de un tiroteo si es él quien dispara primero y más de una vez. En lugar de percutor tiene un seguro: este botoncito de aquí. Se quita el seguro, se toca ligeramente el gatillo y dispara seis balas casi de un tirón. ¿Lo ha comprendido?
–Está tan claro como el agua -respondió Erast Petrovich echándole un vistazo a aquel juguete tan ligero.
–Ya lo contemplará después, ahora no tenemos tiempo -dijo Brilling empujándole hacia la puerta. – ¿Vamos a arrestarle sólo nosotros dos?-inquirió Fandorin con entusiasmo.
–No diga tonterías.
Ivan Frantzevich se detuvo junto al «aparato de Bell», descolgó un tubo en forma de cuerno, pegó la oreja a él y empezó a darle vueltas a una especie de manubrio. El aparato soltó un gruñido y dentro se oyó un pitido corto. Entonces Brilling acercó la oreja al otro auricular que colgaba de la caja barnizada y algo allí empezó a piar. A Fandorin le pareció oír una vocecita aguda que habría pronunciado, de manera bastante cómica, la palabra «oficial de guardia» y luego otra más, «despacho».
–Novgorodtzev, ¿es usted? – se puso a gritar Brilling por el auricular-. ¿Está su excelencia en su despacho? ¿No? ¡No le oigo! No, no, no es necesario. ¡Le digo que no es necesario! – El chief acumuló en el pecho una buena cantidad de aire y empezó a gritar aún más alto-. ¡Una orden de detención inmediata! ¡Envíela inmediatamente a la isla Aptekarsky! ¡Ap-te-kars-ky! ¡Exacto! ¡Al ala del «esthernado»! ¡«Es-ther-na-do»! ¡No importa lo que significa, allí se aclararán! ¡Y que manden también un equipo de registro! ¿Qué dice? Sí, yo estaré allí en persona. ¡Pero apresúrese, mayor, apresúrese! – Colgó el auricular en su sitio y se secó el sudor de la frente-. Confío en que mister Bell perfeccione un poco más su aparato, porque de lo contrario mis vecinos estarán al tanto de todas las operaciones secretas de la Tercera Sección.
Erast Petrovich se encontraba aún bajo los efectos de la magia que acababa de producirse ante sus ojos. – ¡Parece Las mil y una noches! ¡Un auténtico milagro! ¡Y todavía habrá gente que esté contra el progreso!
–Ya hablaremos del progreso por el camino. Por desgracia, despedí a la berlina oficial, así que deberemos alquilar un coche. ¡Pero deje de una vez su equipaje! ¡Venga, vamos! ¡Rápido!
Mas no llegaron a teorizar sobre el progreso, pues el viaje hasta la isla Aptekarsky transcurrió en el silencio más absoluto. Erast Petrovich, que temblaba de excitación, intentó en varias ocasiones entablar conversación con su chief , pero fue inútil: Brilling tenía un humor de perros porque, a pesar de todo, se arriesgaba mucho al organizar aquella arbitraria operación.
La pálida noche ártica apenas se dibujaba sobre la extensión ilimitada del río Neva. Fandorin pensó que la noche blanca les iba muy a propósito porque de todas formas iban a pasarla en vela. Tampoco la noche anterior, de viaje en el tren, había logrado pegar ojo, sin dejar de pensar si podría o no interceptar la carta… El cochero azuzaba continuamente su alazán, intentando ganarse con honestidad el rublo que le habían prometido, y pronto llegaron a su destino.
El «esthernado» de Petersburgo, un hermoso edificio amarillo que antes había pertenecido al cuerpo de ingenieros del ejército, era más pequeño que el de Moscú, pero estaba inundado de verdor. Parecía un auténtico paraíso, rodeado por completo de jardines y lujosas dachas. – ¡Qué será de los niños! – suspiró Fandorin con tristeza.
–No les ocurrirá nada -respondió Ivan Frantzevich de manera hostil-. Milady nombrará a otro director y ahí se acabará el asunto.
El ala del «esthernado» resultó ser una imponente villa construida en los tiempos de la zarina Catalina, que daba a una calle agradable y frondosa. Erast Petrovich reparó en un olmo carbonizado por un rayo, que alargaba sus ramas muertas hasta las ventanas iluminadas del elevado segundo piso.
En la casa reinaba un imponente silencio. – ¡Estupendo, los gendarmes no han llegado todavía! – dijo el chief-. Ni nosotros los vamos a esperar, porque lo más importante es no asustar a Cunningham. Yo hablaré, usted quédese callado. Y esté preparado para cualquier imprevisto.
Erast Petrovich se metió la mano por debajo del faldón de la chaqueta y notó la frialdad tranquilizadora de la Gerstal. El corazón le oprimía el pecho, pero no de miedo, porque con Ivan Frantzevich no tenía nada que temer, sino de impaciencia. ¡Había llegado el momento decisivo!
Brilling llamó con fuerza con la campanilla de bronce y se oyó un tintineo agudo y modulado. A la llamada, una cabeza pelirroja se asomó por la ventana abierta de par en par en el piso principal. – ¡Abra, Cunningham! – gritó el chief -. ¡Tengo un asunto importante que tratar con usted!
–Brilling, ¿es usted? – se sorprendió el inglés-. ¿Qué ocurre?
–Ha ocurrido un suceso extraordinario en nuestro club y tengo que advertirle.
–Un minuto y bajo a abrirles. Mi lacayo tiene el día libre.
–La cabeza desapareció. – ¡Ajá! – susurró Fandorin-. Se ha desembarazado del lacayo a propósito. ¡Seguro que está ocupado con sus papeles!
Nervioso, Brilling comenzó a golpear rítmicamente la puerta con los nudillos. Cunningham no se daba ninguna prisa en abrir. – ¿Y si decide escapar? – se sobresaltó Erast Petrovich-. Por la puerta trasera, ¿qué me dice? ¿No sería mejor que yo rodeara la casa y vigilara el otro lado?
Pero justo en aquel instante escucharon pasos y la puerta se abrió.
En el umbral apareció Cunningham, vestido con una bata.
Sus punzantes ojos verdes se detuvieron un instante en el rostro de Fandorin y sus párpados temblaron de una manera casi imperceptible. ¡Le había reconocido!
–What's happening ? – preguntó alerta el inglés. – Vayamos a su despacho -le respondió Brilling en ruso-. Es algo muy importante.
Cunningham dudó un segundo, pero después, con un gesto, les franqueó el paso. Subieron por una escalera de madera de roble y, ya arriba, el señor de la casa y sus huéspedes no invitados entraron en una habitación elegante pero no destinada al ocio. Las paredes estaban cubiertas por completo con anaqueles llenos de libros y carpetas y, junto a la ventana, cerca de un escritorio inmenso de madera de Karelia, se veía una cómoda con cajones, con una etiqueta dorada en cada uno de ellos.
Sin embargo, no fueron ni mucho menos aquellos cajones los que llamaron la atención de Erast Petrovich (no creía que Cunningham fuera de los que guardan sus papeles secretos a la vista de todos), sino los documentos que estaban sobre la mesa, que Cunningham cubrió a toda prisa con un número reciente del Boletín de la Bolsa .
Al parecer, Ivan Frantzevich tuvo la misma intuición, porque cruzó el despacho y se quedó de pie junto a la mesa, de espaldas a una ventana abierta de par en par, con el alféizar demasiado bajo. Una brisa vespertina comenzó a mecer suavemente la cortina de tul.
Comprendiendo perfectamente la maniobra del chief , Fandorin permaneció junto a la puerta. Así Cunningham no tenía ninguna vía de escape.
El inglés comenzó entonces a sospechar que algo iba mal.
–Se comporta usted de una manera extraña, Brilling -dijo, en un ruso perfecto-. ¿Y qué hace aquí con este hombre? Ya le he visto antes: es un policía.
Ivan Frantzevich miró a Cunningham de reojo, manteniendo las manos en los bolsillos de su ancha levita.
–Sí, es un policía. Y dentro de unos minutos habrá más, así que no me resta tiempo para explicaciones.
El chief sacó la mano derecha del bolsillo y Fandorin se sorprendió al ver que esgrimía su Smith Benson. Pero no había tiempo para sorpresas, así que él también sacó su revólver. ¡Empezaba la acción!
–Don't …! – comenzó a decir el inglés levantando la mano, y en aquel preciso instante sonó un disparo.
Cunningham cayó de espaldas. Erast Petrovich, que se había quedado petrificado en su sitio, contempló sus ojos verdes, vivos aún e inmensamente abiertos, y el perfecto agujero oscuro que se abría en el centro de su frente. – ¡Dios mío, chief , ¿por qué lo ha hecho? – preguntó Fandorin, volviéndose hacia la ventana.
Entonces se dio cuenta de que el negro cañón apuntaba ahora directamente a su cabeza. – ¡Le ha matado usted! – exclamó Brilling con una voz poco natural-. Es usted un detective demasiado bueno. Por eso, mi joven amigo, me veo obligado a matarle. Lo lamento sinceramente.
Capítulo Decimocuarto
Donde el relato da un giro de 180 grados
El pobre Erast Petrovich, que no comprendía nada de lo que pasaba, dio unos pasos hacia delante. – ¡Alto! – gritó el chief con gesto irritado-. Y deje de empuñar ese revólver que no está ni cargado. ¡Si le hubiera echado un vistazo al tambor lo habría visto! ¡Nunca se debe ser tan confiado! ¡Sólo hay que confiar en uno mismo!
Brilling sacó de su bolsillo izquierdo una Gerstal idéntica a la otra y tiró al suelo la aún humeante Smith Benson, justo a los pies de Fandorin. – ¿Ve?, mi revólver sí que está cargado hasta los topes.
Pronto tendrá usted la oportunidad de comprobarlo -prosiguió febrilmente Ivan Frantzevich, enfureciéndose más y más con cada palabra que pronunciaba-. La pondré en la mano del malogrado Cunningham y así parecerá que se han matado el uno al otro en el transcurso del tiroteo. Le garantizo que tendrá un entierro con honores y unos desconsolados panegíricos. Sé la importancia que concede usted a esos detalles. ¡Y no me mire de esa manera, maldito mocoso!
Fandorin entendió con horror que el chief había perdido completamente el juicio y, en un desesperado intento por despertar aquel cerebro que se había perturbado de modo tan repentino, le gritó: -¡Pero chief , si soy yo, Fandorin! ¡Ivan Frantzevich! ¡Señor consejero de Estado!
–Consejero de Estado en funciones -sonrió Brilling con gesto torvo-. Veo que no está usted muy al tanto de la vida administrativa. Nombrado por un decreto del zar promulgado el pasado siete de junio. Una recompensa por la exitosa operación de desarticulación de la organización terrorista Azazel. Ahora sí que puede darme el trato de «su excelencia».
La silueta oscura de Brilling parecía recortada con tijeras en el fondo de la ventana y luego pegada sobre un papel gris. Las ramas muertas del olmo situado a su espalda se extendían en todas direcciones, como una siniestra telaraña.
Un pensamiento atravesó de pronto la mente de Fandorin:
«Araña, araña venenosa. Has tejido tu telaraña y yo he caído en ella.»
El rostro de Brilling se deformó morbosamente y Erast Petrovich comprendió que el chief había llegado al máximo de su excitación e iba a dispararle. De repente, y sin saber por qué, le asaltó una idea impulsiva que se deshizo al punto en una retahíla de pensamientos deshilvanados: «La Gerstal se desbloquea con el seguro; si no lo quitas, no podrás disparar; el seguro está muy tenso; sólo dispones de medio o quizá de un cuarto de segundo; no tendrás tiempo, no podrás…»
Erast Petrovich cerró los ojos y, con un aullido desgarrador, embistió hacia delante, apuntando con su cabeza a la barbilla del chief. No les separaban más de cinco pasos. Fandorin no oyó el capirotazo del seguro, pero un disparo retumbó en el techo y los dos -tanto Brilling como Erast Petrovich- salieron volando por encima del alféizar y desaparecieron por el hueco de la ventana.
Fandorin se golpeó el pecho contra el tronco del olmo seco y, rompiendo ramas y desollándose la cara, cayó hacia abajo con estrépito. Fue tan terrible el impacto contra el suelo, que le hubiera gustado perder el conocimiento, pero su impetuoso instinto de supervivencia no se lo permitió. Erast Petrovich se levantó a gatas, mirando a todas partes como un poseso.
No se veía al chief por ninguna parte, pero sí que divisó, abandonada junto al muro, la pequeña y negra Gerstal. Desde su encogida posición, Fandorin saltó como un felino hacia la pistola, la agarró y miró a todos lados.
Brilling había desaparecido.
Erast Petrovich sólo cayó en la cuenta de que debía mirar hacia arriba cuando escuchó un trabajoso estertor.
Allí estaba Ivan Frantzevich, colgando de manera absurda y antinatural por encima del suelo. Sus brillantes polainas se mecían convulsivamente justo encima de la cabeza de Fandorin. Por debajo de la cruz de Vladimir se distinguía una mancha purpúrea que comenzaba a extenderse por la camisa almidonada, y sobresalía de allí una rama quebrada y afilada que había traspasado de lado a lado el pecho del recién nombrado general. Pero lo que más espantaba era la mirada de sus claros ojos, que mantenía fija en Fandorin. – ¡Mierda!… -exclamó el chief de forma audible, haciendo unas muecas que no eran de dolor sino de asco-. ¡Mierda!… -y luego, con una voz ronca y desconocida, susurró-: A-za-zel…
Fandorin sintió que un escalofrío intenso y prolongado le recorría el cuerpo. Brilling dio estertores durante medio minuto más y luego calló.
Tras la esquina, como si hubieran estado esperando aquel desenlace, resonó el golpeteo de unos cascos de caballo y un rechinar de ruedas. Era la calesa de los gendarmes, que llegaba al lugar de autos.
El general-edecán de campo Lavrentii Arkadevich Mizinov, jefe de la Tercera Sección y del Cuerpo de Gendarmes, se frotó los ojos enrojecidos por el cansancio. Las doradas charreteras de su uniforme de gala repiquetearon sordamente.
En las últimas veinticuatro horas no había tenido tiempo ni para cambiarse de ropa; mucho menos de dormir. Un correo urgente le había sacado la noche anterior del baile que celebraba el gran duque Serguei Aleksandrovich en su onomástica. Y allí había comenzado todo…
El general lanzó una mirada hostil al joven que, sentado de perfil y mesándose el cabello, hundía una nariz llena de rasguños en los papeles que analizaba. Llevaba dos noches sin dormir, pero estaba fresco como un pepinillo de Yaroslav. y se comportaba como si se hubiera pasado toda la vida sentado en los altos despachos del gobierno. Pues que siguiera esmerándose. Pero iY Brilling! ¡Lo sucedido seguía sin caberle en la cabeza! – ¿Qué, Fandorin, tardará mucho? ¿O es que se ha distraído con otra de sus ideas? – le preguntó secamente el general, sintiendo que, tras la noche pasada en vela y el día agotador que le había seguido, ya era imposible que a él mismo le surgiera alguna idea más.
–Un minuto, su excelencia, un minuto -farfulló el mocoso-. Cinco notas más y acabo. Ya le advertí que la lista estaría cifrada, y se trata de una clave muy complicada. No he podido descifrar la mitad de las palabras y tampoco me acuerdo ya de todos los nombres que leí en el documento… ¡Ajá, éste es el director de Correos de Dinamarca, sí, el mismo! Bien, ¿y aquí qué tenemos? La primera letra no sé cuál puede ser: una crucecita. La segunda tampoco: otra crucecita. La tercera y la cuarta son dos emes. Después otra crucecita. Después «N». Después una «D» dudosa. Y las últimas dos letras están omitidas. Así que resulta «++MM+D(¿) ++». – ¡Menudo disparate! – suspiró Lavrentii Arkadevich-. ¡Brilling lo habría descifrado todo en un abrir y cerrar de ojos! Entonces, ¿está seguro de que no fue un repentino ataque de locura? ¿No cabría la posibilidad de que…?.
–Completamente seguro, su excelencia -repitió por enésima vez Erast Petrovich-. Además, le oí pronunciar con toda claridad: «Azazel»… ¡Un momento! ¡Ahora recuerdo! En la lista de la Beyetzkaya aparecía un commander . Supongo que se tratará de él.
–Commander es un rango de las flotas de guerra británica y norteamericana -explicó el general-. En Rusia se correspondería con un capitán de segundo rango -añadió mientras se paseaba irritado por el despacho-. Azazel, Azazel, ¡cuántas amenazas más nos tendrá reservadas esa maldita Azazel! Porque, a fin de cuentas, aún no sabemos nada de ella en absoluto. ¡Las investigaciones de Brilling en Moscú no valen nada! ¡Puede que todo sean mentiras, pura ficción, un absurdo: los terroristas, el posible atentado contra el zarevich!… ¿Así que intentó borrar todas las pistas? ¡Colocándonos unos cuantos cadáveres! ¿O sacrificaría de verdad a algunos de esos idiotas nihilistas? Todo se lo ha llevado a la tumba, era un hombre muy capaz, muy capaz… Malditos sean, ¿cuándo nos informarán de los resultados del registro? ¡Llevan un día entero husmeando ahí!
Justo en ese momento la puerta se entreabrió lentamente y en el hueco apareció un hombre delgado y enjuto con unas gafas doradas.
–Su excelencia, el capitán de gendarmes Bielozerov. – ¡Diablos, por fin! ¡Hablando del rey de Roma, por la puerta asoma! ¡Que pase!
Un maduro oficial de gendarmes, a quien Erast Petrovich ya había visto la noche anterior en la casa de Cunningham, entró en el despacho con los ojos entornados por el cansancio.
–Lo hemos encontrado, su excelencia -anunció suavemente-. Dividimos la casa y el jardín en una cuadrícula estrecha, cavamos allí y allá y lo escudriñamos todo sin ningún resultado. Ya habíamos perdido las esperanzas, cuando el sargento Eilenzon, un agente con un olfato policial magnífico, sugirió que golpeáramos las paredes del «esthernado». ¿Y que cree usted que sucedió, Lavrentii Arkadevich? Pues que descubrimos una cámara oculta, una especie de laboratorio fotográfico. Dentro encontramos veinte cajas, en cada una de las cuales había doscientas fichas llenas de unos signos parecidos a los de la escritura jeroglífica, pero diferentes a los utilizados en la carta. He trasladado las cajas aquí y ahora toda la sección de Cifrado está trabajando en ellas. Acaban de empezar. – ¡Bravo, Bielozerov, bravo! – le alabó el general, ya de mejor humor-. Proponga una condecoración para ese policía del olfato. Bueno, vamos a ver al responsable de Cifrado.
Fandorin, venga conmigo, seguro que a usted también le interesa. Luego terminará con eso, ya no tenemos tanta prisa.
Subieron dos pisos y comenzaron a recorrer rápidamente un interminable pasillo. Al doblar un recodo, un funcionario salió a su encuentro agitando desesperadamente los brazos. – ¡Una desgracia, su excelencia, una desgracia! ¡La tinta desaparece ante nuestros propios ojos y no sabemos por qué!
Mizinov echó a correr con una velocidad que resultaba impensable en un cuerpo tan pesado como el suyo. El canutillo de oro de su charretera comenzó a balancearse como las alas de una mariposa. Pero Bielozerovy Fandorin, adelantándose irrespetuosamente a su excelencia, fueron los primeros en cruzar las altas puertas blancas.
En aquella inmensa habitación, en la que había mesas por todas partes, reinaba un pánico de órdago. Una decena de funcionarios se afanaba sobre una pila de fichas blancas, agrupadas cuidadosamente sobre las mesas en unos pequeños montoncitos. Erast Petrovich cogió una de ellas y observó unos caracteres, muy similares a los de los jeroglíficos chinos, que ya apenas se distinguían. Los ideogramas se volatilizaban a ojos vista y, un segundo después, la tarjeta quedó completamente en blanco. – ¡Pero qué maleficio es éste! – exclamó acalorado el general-. ¿Algún tipo de tinta simpática?
–Temo que algo mucho peor, su excelencia -le respondió un civil con trazas de profesor, mirando al trasluz una de las tarjetas-. Capitán, ¿no dijo usted que la cartoteca estaba escondida en una especie de desván fotográfico?
–Así es -confirmó respetuosamente Bielozerov. – ¿Y recuerda qué tipo de iluminación tenía la habitación? ¿Quizá un farolillo rojo?
–Sí, exacto, un farolillo eléctrico de luz roja.
–Me lo imaginaba. ¡Ay, Lavrentii Arkdevich!, entonces la cartoteca se perderá sin remedio y resultará imposible recuperarla. – ¡¿Pero cómo?! – inquirió el general, echando humo por las orejas-. No puede ser, señor consejero colegiado, algo se le ocurrirá… Usted es un maestro en su oficio, una eminencia…
–Cierto, su excelencia, pero no soy ningún mago. Estas fichas fueron tratadas con una solución líquida especial para que sólo se pudiera trabajar con ellas bajo una iluminación rojiza. Ahora, la capa sobre la que estaban representados los signos se ha revelado. Muy hábil por su parte, hay que reconocerlo. La primera vez que me encuentro con algo semejante.
El general arqueó sus peludas cejas y se puso a resoplar con aire amenazador. En la habitación se hizo un silencio pesado: amenazaba tormenta. Pero el trueno no llegó a estallar.
–Venga conmigo, Fandorin -dijo el jefe de la Tercera Sección con voz apocada-. Tiene usted que acabar su trabajo.
Las dos últimas anotaciones en clave resultaron indescifrables: correspondían a las cartas recibidas el último día, el 30 de junio, que Fandorin no llegó a ver y, por tanto, tampoco pudo identificar. Era hora, pues, de sacar conclusiones.
Paseando de un lado a otro por el despacho, el fatigado general Mizinov comenzó a razonar en voz alta:
–Bien, recopilemos lo pocos datos de que disponemos.
Existe una organización internacional, conocida con el nombre supuesto de Azazel, que, a juzgar por el número de tarjetas encontradas, y que ya nunca podremos estudiar, contaría exactamente con tres mil ochocientos cincuenta y cuatro afiliados. Ahora bien, sí poseemos algunos datos sobre cuarenta y siete de ellos o, para ser más exactos, sobre cuarenta y cinco, porque las dos últimas tarjetas no han podido ser descifradas. Sabemos algo, pero muy poco: tan sólo la nacionalidad y el puesto o cargo administrativo que ocupaban. En cambio, desconocemos sus nombres, edades y direcciones… ¿Algo más? Sí, los nombres de dos afiliados de la organización, muertos recientemente: Cunningham y Brilling. También sabemos que otro miembro de la organización, Amalia Beyetzkaya, se encuentra en Inglaterra. Eso si su amigo Zurov no la ha matado todavía, si no ha abandonado el país y si ella, efectivamente, se llama así… Azazel opera de una manera muy agresiva y es de suponer que no se dará por satisfecha con unas cuantas muertes. Evidentemente, persigue un objetivo global. ¿Pero cuál? No es una organización masónica, porque yo mismo soy miembro de una logia, precisamente un miembro destacado, no del montón, y… ¡Ejem!… Bueno, Fandorin, considere que no ha escuchado esto último.
Erast Petrovich bajó la vista con sumisión.
–Tampoco se trata de la Internacional Socialista -continuó Mizinov-, porque los señores comunistas no gastan un hilo tan fino. Además, Brilling de ninguna manera era un revolucionario. Esa posibilidad está terminantemente excluida porque, fueran cuales fueran esas actividades secretas suyas, es cierto que mi querido ayudante siempre se empleó en serio en la caza de los nihilistas. Una tarea en la que obtuvo, por cierto, muy buenos resultados. Entonces, ¿qué persigue verdaderamente Azazel? ¡Ésa es la cuestión! ¡Pero es que no tenemos nada donde agarramos! Cunningham está muerto y Brilling también. Nicholas Croog es un simple ejecutor, un mero peón. El canalla de Piyov también está muerto.
Todos los hilos de esa posible trama están cortados… -Lavrentii Arkadevich agitó los brazos con indignación-. ¡Nada, decididamente no comprendo nada! Conocía a Brilling desde hacía más de diez años. ¡Guié su carrera! ¡Descubrí su talento! Juzgue usted mismo, Fandorin. Cuando era gobernador general en Jarkov, promoví todo tipo de concursos entre los estudiantes y los alumnos de gimnasios de la ciudad para fomentar los sentimientos patrióticos de la joven generación y alentada en la lucha por unas reformas útiles para nuestro país. Fue entonces cuando me presentaron a un muchacho delgado y algo desmañado, de la última promoción del gimnasio, que había escrito un trabajo muy sensato y apasionado titulado «El futuro de Rusia». Créame, por su biografía y su espíritu aquel joven parecía un auténtico Lomonosov. Sin familia ni parientes, huérfano de padre y madre, había terminado sus estudios sin tener un céntimo, aprobando directamente los exámenes de séptimo curso del gimnasio… ¡Un talento nato! Le acogí bajo mi protección, le concedí una beca y le matriculé en la Universidad de Petersburgo. Después le tomé a mi servicio en puestos administrativos Y jamás tuve la más mínima queja sobre su trabajo. ¡Fue el mejor de mis colaboradores, mi hombre de confianza! ¡Su carrera era brillantísima, tenía todas las puertas abiertas! ¡Qué genio tan preclaro y paradójico, qué iniciativa, qué determinación! ¡Dios, si hasta pensaba en entregarle por esposa a mi propia hija! – exclamó el general, llevándose la mano a la frente.
Erast Petrovich mantuvo un silencio condescendiente y respetuoso con los sentimientos de su jefe y luego tosió educadamente.
–Su excelencia, he estado pensando sobre este asunto y… Cierto, disponemos de pocas pistas, pero algo sí que tenemos.
El general sacudió la cabeza, como ahuyentando aquellos recuerdos inútiles, y se sentó detrás de la mesa.
–Le escucho. Hable, Fandorin, hable. Nadie conoce este caso mejor que usted.
–Me refiero a lo siguiente… -Erast Petrovich miró de nuevo la lista y subrayó algo con lápiz-. Aquí hay cuarenta y cuatro personas. A dos ya las hemos descubierto. y al consejero de Estado en activo, es decir, a Ivan Frantzevich, también lo hemos borrado de la lista. De los que restan, ocho son bastante fáciles de identificar. Juzgue usted mismo, su excelencia. ¿Cuántos jefes de su guardia personal puede tener el emperadar del Brasil? O el número 47F, el director de departamento belga, enviado el once de junio y recibido el quince del mismo mes. La identificación de esa persona de ninguna manera puede resultar difícil. Y ya son dos. El tercero: número 549F, el vicealmirante de la flota francesa, enviado el quince de junio y recibido el diecisiete del mismo mes. El cuarto: número 1007F, el flamante baronet inglés, enviado el nueve de junio y recibido el diez. El quinto: número 694F, el ministro portugués, enviado el veintinueve de mayo y recibido el siete de junio.
–Sobre este último le puntualizo un detalle -le interrumpió el general, que le escuchaba con mucha atención-.
En mayo hubo un cambio de gobierno en Portugal, así que todos los ministros del actual gabinete son nuevos. – ¿Sí? – preguntó, consternado, Erast Petrovich-. Bueno, entonces no son ocho sino siete. El quinto es el norteamericano: número 852F, vicepresidente de un comité del Senado, enviado el diez de junio y recibido el veintiocho del mismo mes. La Beyetzkaya lo anotó en mi presencia.
El sexto: número 1042F, Turquía, el secretario personal del príncipe Abdulhamid, enviado el uno de junio y recibido el veinte.
Este último dato, interesó especialmente a Lavrentii Arkadevich. – ¿Es cierto lo que dice? ¡Oh, esa información es de suma importancia! ¿Precisamente el uno de junio? Vaya, vaya.
Sepa que el pasado treinta de mayo hubo un golpe de Estado en Turquía. El sultán Abdulaziz fue defenestrado y el nuevo hombre fuerte, el pachá Midhat, elevó al trono a Murad V. ¿y al día siguiente va y nombra un nuevo secretario para Abdulhamid, el hermano pequeño de Murad? Cuánta prisa, ¿no? Es un dato muy relevante. ¿No significará eso que el pachá Midhat está organizando otro plan para librarse ahora de Murad y sentar en el trono a Abdulhamid? ¡Vaya, vaya!… Bueno, olvídelo, Fandorin, eso no es asunto suyo. Identificaremos a ese secretario en un periquete. Hoy mismo telegrafiaré a Nikolai Pavlovich Gnatiev, nuestro embajador en Constantinopla. Somos antiguos amigos. Siga usted.
–Y, por último, el séptimo: número 1508F, Suiza, el prefecto de la Policía Cantonal, enviado el veinticinco de mayo y recibido el uno de junio. La identificación de los demás resultará mucho más difícil y, en algunos casos, supongo, será del todo imposible. Pero si desenmascaramos al menos a esos siete y los ponemos bajo estrecha vigilancia…
–Deme esa lista -alargó la mano el general-. Ordenaré que envíen mensajes cifrados a las embajadas pertinentes de forma inmediata. Resulta obvio que deberemos cooperar con los servicios secretos de todos esos países. A excepción de Turquía, quizá, donde tenemos nuestra propia red de informadores, muy efectiva por cierto… ¿Sabe, Erast Petrovich?, he sido muy brusco con usted, pero no se ofenda por eso…
Valoro la importancia de su colaboración y todo lo demás…, pero es que estoy muy afectado… por Brilling… Usted se hará cargo…
–Le comprendo, su excelencia. En cierto sentido, estoy tan afectado como usted…
–Perfecto. Bien, usted trabajará a mis órdenes. Debemos desenmascarar a Azazel. Formaré un grupo especial de investigación y escogeré para él a las personas más experimentadas. Tenemos que libramos de esa organización a toda costa.
–Su excelencia, ¿qué le parece si fuera a Moscú?… -¿Para qué?
–Para entrevistarme con lady Esther. Siendo como es una persona más celestial que terrenal -Fandorin sonrió-, no creo que estuviera informada de las verdaderas actividades de Cunningham. Pero ella conocía a ese hombre desde su infancia y, sin duda, podría aportamos alguna valiosa información. ¿Qué le parece si accediéramos a ella por vía extraoficial, sin utilizar a la gendarmería? Tengo la fortuna de conocer personalmente a milady, así que no se alarmará con mi visita. Además, domino el inglés. ¿Y si tuviéramos suerte y descubriéramos una nueva pista? Quizá podamos llegar a algún sitio rastreando el pasado del desaparecido Cunningham.
–De eso se trata. Bien, vaya usted, pero le concedo un solo día, ni uno más. Y ahora márchese a dormir. Mi edecán le asignará un apartamento. Mañana viajará a Moscú en el expreso de la noche. Si hay suerte, quizá para entonces recibamos las primeras respuestas cifradas de nuestras embajadas. El veintiocho por la mañana estará usted en Moscú, se entrevistará con lady Esther y por la noche hágame el favor de regresar. Preséntese ante mí con su informe en el acto. A la hora que sea, ¿está claro?
–Clarísimo, su excelencia.
En el pasillo del vagón de primera clase del expreso San Petersburgo-Moscú, un arrogante señor ya entrado en años, con unos bigotes y unas guías realmente envidiables y un alfiler de brillantes en la corbata, fumaba un puro mientras miraba con indisimulada curiosidad la puerta cerrada del compartimiento número uno. – ¡Eh, querido! – exclamó, señalando con un dedo regordete al interventor que, justo en aquel momento, aparecía por allí.
Éste se acercó con rapidez al majestuoso pasajero y se inclinó respetuosamente: -¡Dígame, señor!
El caballero cogió elegantemente el cuello del uniforme del interventor con dos dedos y le preguntó en voz muy baja: -¿Quién es ese muchacho que va en primera clase? ¿Lo conoces? Es tan joven…
–He sido el primero en sorprenderme -le contestó el funcionario en un susurro-. Todos sabemos que la primera clase se reserva especialmente para las personas importantes. Ni siquiera todos los generales pueden entrar aquí, sólo los que viajan por un asunto gubernamental crucial y urgente.
–Ya lo sé -dijo el caballero, soltando una bocanada de humo-. Yo también viajé una vez de esa manera, en una inspección secreta que hice a Novorossia. Pero ese viajero es demasiado joven. ¿No será hijo de algún alto cargo del gobierno? ¿Un representante de eso que llaman la «juventud dorada»?
–No, no puede ser. Los hijos de sus excelencias tampoco están autorizados a viajar en primera. Hay instrucciones muy severas al respecto. La única excepción son los hijos de los grandes duques. Si le digo la verdad, el muchacho me ha llamado la atención desde el principio, y por eso -el interventor bajó aún más la voz y susurró, con aire confidencial-me he permitido echar una miradita a la lista de viaje del jefe de tren.
–Pues ¡dígame! – pidió el intrigado caballero, metiendo prisas al hombre.
Saboreando una cercana Y sustanciosa propina, el funcionario se llevó un dedo a los labios:
–De la Tercera Sección. Instructor para asuntos especialmente importantes. – ¡Ah, «especialmente»! Ya comprendo. A los que son instructores de asuntos sólo «importantes» no se les reserva billete en primera clase. – y el caballero hizo una pausa significativa-. ¿Y de quién se trata?
–Desde que se encerró con llave en su compartimiento no ha salido una sola vez. En dos ocasiones le he ofrecido té, pero no me ha hecho ni caso. Está trabajando en unos documentos y ni siquiera levanta la cabeza de los papeles. ¿Recuerda que la salida de Petersburgo se retrasó veinticinco minutos? Pues fue por su culpa. Tuvimos que esperar a que llegara. – ¡Vaya! – exclamó el pasajero con admiración-. ¡Resulta inaudito!
–Ocurre a veces, aunque la verdad es que muy raramente. – ¿Y no aparece su apellido en esa lista de viaje?
–No. Ni el apellido ni el cargo.
Poco antes de que saliera hacia la estación del ferrocarril, el edecán de Mizinov se presentó en el apartamento gubernamental donde Fandorin había dormido un día entero, sumido en un profundo sueño, y le ordenó esperar porque acababan de llegar los tres primeros despachos de las embajadas. Los estaban descifrando y enseguida se los enviarían.
Tuvo que aguardar casi una hora. Erast Petrovich temía perder el tren, pero el edecán le había tranquilizado sobre esa contingencia, asegurándole que se le esperaría.
Nada más entrar en el enorme compartimiento que le habían reservado, tapizado por entero en terciopelo verde, con un escritorio, un cómodo diván y dos sillas de madera de nogal con las patas atornilladas al suelo, Fandorin abrió el paquete que le habían entregado y se sumió en su lectura.
Se habían recibido tres despachos, enviados desde Washington, París y Constantinopla. El encabezamiento de los tres era idéntico: «Urgente. Para su excelencia Lavrentii Arkadevich Mizinov, en respuesta a su telegrama del 26 de junio de 1876, con número de salida 13476-8Y.» Firmaban los informes los ministros plenipotenciarios en persona. Y ahí se acababan las similitudes entre ellos. Los textos decían así: 27 dejunio (9 de julio) de 1876,12.15, Washington.
La persona por la que se interesa, John Pratt Dobbs, fue nombrado vicepresidente del Comité del Senado para Asuntos Presupuestarios el 9 de junio de este año. Es un hombre muy conocido en Norteamérica, un millonario de esos que llaman aquí self-made mano Edad: 44 años. No se poseen datos sobre su infancia, lugar de nacimiento ni procedencia. Cuentan que se enriqueció en los años de la fiebre del oro en California. Se le tiene por genio empresarial. Durante la guerra civil entre el Norte y el Sur fue consejero del presidente Lincoln para asuntos financieros. Algunos opinan que fueron precisamente los esfuerzos de Dobbs, y no la valentía de los generales federales, los que hicieron que el Norte capitalista consiguiera la victoria sobre el Sur conservador. En 1872 fue elegido senador por el Estado de Pensilvania. Fuentes bien informadas aseguran que Dobbs está propuesto para ministro de Finanzas. 9 de julio (27 dejunio) de 1876,16.45, París.
Gracias a nuestra agente Cocó, a la que usted también conoce, se ha logrado averiguar a través del Ministerio de la Guerra que Jean Intrepide, nombrado recientemente comandante de la flota de Siam, fue ascendido el pasado 15 de junio al grado de vicealmirante.
Hace veinte años, en alta mar, cerca de la isla Tortuga, una fragata francesa avistó una chalupa a la deriva con un muchacho a bordo, quien, al parecer, había logrado salvarse del naufragio de su buque. A causa de la conmoción, el adolescente había perdido por completo la memoria y no podía recordar su nombre, ni tampoco su nacionalidad. Al enrolarse como grumete, recibió el apellido de la fragata que le había encontrado y salvado de una muerte segura. Hizo una carrera brillantísima. Participó en multitud de guerras y expediciones coloniales.
Se distinguió especialmente durante la guerra de México. Jean Intrepide causó una gran sensación en París el año pasado al casarse con la hija mayor del duque de Roganne. En un próximo informe le enviaré más detalles sobre la hoja de servicios de esta persona por la que usted tanto se interesa. 27 dejunio de 1876,14.00, Constantinopla.
Querido Lavrentii, te confieso que tu petición me sorprendió enormemente, porque el efendi Anwar, por el que muestras un interés tan urgente, se encuentra sometido en los últimos tiempos a mi más intensa vigilancia. Según los datos que obran en mi poder, este personaje, favorito del pachá Midhat y Abdulhamid, es una de las figuras centrales del complot que en estos momentos está madurando en palacio. Se espera un pronto derrocamiento del actual sultán y la consiguiente coronación de Abdulhamid. De producirse esto, el efendi Anwar se convertiría en una figura de influencia extraordinaria. Se trata de un individuo muy inteligente, educado a la europea y que domina una gran cantidad de lenguas, tanto orientales como occidentales. Por desgracia, no poseemos información detallada sobre su vida. Se sabe, eso sí, que no tiene más de 35 años de edad y que nació en algún lugar de Serbia o de Bosnia. Su origen es oscuro y no tiene parientes conocidos. Un hecho éste que resulta muy prometedor para Turquía si, llegado el momento, fuese nombrado visir de este país. ¡Imagínate a un visir sin una horda de parientes ambiciosos! Casos así resultan aquí de una rareza excepcional. Anwar es la mano derecha del pachá Midhat y un miembro muy activo del partido Los Nuevos Otomanos… ¿He saciado tu curiosidad? Si es así, satisface tú ahora la mía. ¿Por qué te interesas tanto por mi efendi Anwar, justo en este momento? ¿Qué sabes de él? Contéstame cuanto antes, porque tus datos pueden resultamos de suma utilidad.
Tras releer por enésima vez estos informes, Erast Petrovich subrayó en el primero el párrafo siguiente: «No se poseen datos sobre su infancia, lugar de nacimiento ni procedencia.»
En el segundo informe subrayó: «No podía recordar su nombre, ni tampoco su nacionalidad.» y en el tercero: «Su origen es oscuro y no tiene parientes conocidos.» Había algo siniestro en todo aquello. ¡Parecía que los tres individuos habían surgido de ninguna parte! Como si, en un momento determinado y por arte de birlibirloque, los tres hubieran emergido de la nada y comenzado a trepar hacia lo más alto de la escala social con una tenacidad verdaderamente inhumana. ¿Quiénes eran aquellas personas? ¿Miembros de una secta secreta? ¡Ay!, ¿y si no fueran seres humanos, sino seres llegados de otro mundo? Por ejemplo, ¿mensajeros del planeta Marte? O incluso algo peor, ¿engendros creados por brujería? A Fandorin se le erizaron los cabellos al recordar su encuentro nocturno con el «espectro de Amalia». Porque, y ahora caía en la cuenta, el origen de aquella individua, es decir, de la Beyetzkaya, también era desconocido. Por si fuera poco, también estaba por medio aquel conjuro demoníaco: «Azazel.» ¡Ay, allí había algo que olía a azufre!…
En ese instante, alguien llamó a la puerta con mucha delicadeza, y Erast Petrovich pegó un respingo. Se llevó la mano a la pistolera que tenía oculta a la espalda, hasta rozar la empuñadura acanalada de la Gerstal.
Por la abertura de la puerta apareció el amable rostro del interventor.
–Estamos llegando a una estación. ¿No le gustaría a su señoría desentumecer las piernas? La estación dispone de cantina.
Erast Petrovich hinchó el pecho ante el tratamiento de «señoría» y se miró de reojo en el espejo. ¿Realmente podían tomarlo por un general?… No le pareció mal la posibilidad de estirar las piernas y pasear por el andén. Una nebulosa idea le daba vueltas en la cabeza desde hacía un buen rato, pero se le escabullía siempre sin tomar forma, sin entregarse. Sin embargo, aún no había perdido la esperanza de apresarla y pensaba: «Busca, sigue escarbando.»
–Quizá lo haga. ¿Cuánto tiempo estaremos detenidos?
–Veinte minutos, pero usted no se preocupe y pasee a gusto. – El interventor soltó una carcajada-. El tren no continuará el viaje sin usted.
Fandorin estiró el cuerpo suavemente y se colocó los brazos a la espalda, disponiéndose a realizar un ejercicio gimnástico ligero que le ayudara a recuperar la agilidad mental. Pero en ese preciso momento, y de su mismo vagón, se apeó un señor de buena presencia, con bigotes y sombrero de copa, que después de dirigirle una mirada llena de curiosidad, se volvió para tender la mano a la joven que le acompañaba. Al ver el fresco y encantador rostro de la joven, Erast Petrovich se quedó como alelado, y la muchacha, con el semblante alegre, exclamó en voz alta: -¡Pero papá, si es él, el señor de la policía! ¿No recuerdas que te hablé de él? ¡Sí, el que nos interrogó a fraulein Pful y a mí!
La palabra «interrogó» fue pronunciada con sincera satisfacción y sus claros ojos grises miraron a Fandorin con un interés no disimulado. Había que reconocer que los vertiginosos acontecimientos de las últimas semanas habían amortiguado la impresión que le había causado aquella muchacha, a quien Erast Petrovich llamaba para sí «Lizanka» y, a veces, en los minutos de especial ensoñación, «mi tierno ángel». Al contemplar de nuevo a aquel ser querido, el fuego que había incendiado en su día el corazón del pobre funcionario, flameó de nuevo con un calor tan intenso, que hasta los pulmones parecieron quemársele entre ardientes pavesas.
–Bueno, en realidad no soy de la policía -musitó Erast Petrovich, confundido y con el rostro encendido-. Me apellido Fandorin, funcionario para misiones especiales ante…
–Lo sé todo, je vous le dis tout cru -le interrumpió el bigotudo con cierto secreto, mientras el brillante de su corbata centelleaba-. Un asunto de Estado, no tiene por qué entrar en detalles.
Entre nous sois dit , también yo, en el ejercicio de mis funciones, me hallé en situaciones semejantes a ésta en la que se encuentra usted. Así que me hago cargo perfectamente. – Y, levantando ligeramente su sombrero de copa, continuó-: Sin embargo, permítame presentarme. Alexander Apollodorovich von Evert-Kolokoltsev, consejero en activo, presidente del Juzgado Provincial de Moscú. Mi hija Liza.
–Llámeme mejor «Lizzi», es más sencillo. No me gusta el nombre de «Liza», suena casi lo mismo que «tiza» -le pidió la joven dama. A continuación, admitió con encantadora ingenuidad-: Me he acordado muchas veces de usted. ¿Sabe?, le gustó usted mucho a Emma. Y también recuerdo su nombre y su patronímico: Erast Petrovich. «Erast», qué nombre tan bonito.
A Fandorin le pareció que dormía y tenía un sueño maravilloso. Debía evitar cualquier movimiento brusco, porque si lo hacía, Dios no lo quisiera, se despertaría.
Capítulo Decimoquinto
Donde se demuestra de modo convincente la importancia de una respiración correcta
En compañía de Lizanka (por alguna extraña razón, Erast Petrovich no lograba familiarizarse con el nombre de «Lizzi») resultaba tan agradable hablar como permanecer callado.
El vagón comenzó a deslizarse rítmicamente sobre las vías, y el tren, después de hacer sonar varias veces su silbato, se lanzó a una velocidad vertiginosa por los soñolientos bosques de Valdai, ocultos por esa niebla que preludia el amanecer. Sentados en las mullidas sillas del compartimiento N° 1, Lizanka y Erast Petrovich permanecían en silencio. Miraban casi todo el tiempo por la ventanilla, pero a veces se observaban a hurtadillas el uno al otro y, si en un descuido se entrecruzaban sus miradas, la situación no les resultaba embarazosa sino, por el contrario, agradable y divertida. Fandorin intentaba volver la cabeza con presteza para coincidir con la mirada de ella, y cada vez que lo lograba Lizanka sonreía sin decir nada.
No podían tampoco hablar mucho, pues la conversación podía despertar al señor barón, que echaba una cabezada en el diván. Momentos antes Aleksander Apollodorovich había estado discutiendo apasionadamente con Erast Petrovich el problema de los Balcanes, pero de pronto, en medio de una frase, el patriarca soltó un suspiro y la cabeza se le desplomó sobre el pecho. Ahora esa misma cabeza se balanceaba blandamente al ritmo del traqueteo de las ruedas del vagón: tadam, ta-dam (para allí, para acá, para allí, para acá); ta-dam, ta-dam (para allí, para acá, para allí, para acá).
Lizanka sonrió suavemente al devenir de sus propios pensamientos y, cuando Fandorin miró hacia ella con aire inquisitivo, aclaró: -¡Usted es tan inteligente, parece saberlo todo! Qué bien le ha explicado a papá lo del pachá Midhat y Abdulhamido. Yo soy tan tonta que ni se lo puede usted figurar.
–Usted de ninguna manera puede ser tonta -le susurró Fandorin con una profunda convicción..
–Quisiera contarle algo, pero me da vergüenza… Bueno, de todos modos se lo contaré. Algo me dice que usted no se reirá de mí. Reírse conmigo sí puede, pero de mí no lo hará, ¿verdad? – ¡Cierto! – exclamó Erast Petrovich, que pasó otra vez al susurro al comprobar que el barón movía las cejas en su sueño-. Nunca me reiré de usted.
–Pues téngalo en cuenta, me lo ha prometido. Verá, después de aquella visita suya, me imaginé un montón de cosas hermosas… Sólo que, de una manera demasiado melancólica, todo terminaba trágicamente. Creo que por esa ópera, La pobre Liza . Liza y Erast, ¿recuerda? ¡«Erast»! Siempre me ha gustado ese nombre a rabiar. Y me imaginaba esta escena: yo yacía en un ataúd, hermosa y pálida, rodeada de rosas blancas. Ya no recuerdo si había muerto ahogada o de tuberculosis, pero usted estaba a mi lado llorando, y también lloraban papá y mamá, y Emma se sonaba la nariz. Ridículo, ¿verdad?
–Sí, ridículo -confirmó Fandorin.
–Ha sido un verdadero milagro que nos hayamos encontrado en la estación. En Petersburgo hemos estado hospedados en casa de ma tante.
Teníamos previsto regresar ayer, pero a mi padre le entretuvieron unos asuntos del ministerio y cambiamos los billetes. ¿A que es un milagro? – ¿Un milagro? – se sorprendió Erast Petrovich-. Es el dedo del destino.
El cielo se veía extraño a través de la ventanilla: estaba completamente negro, pero una cenefa escarlata se dibujaba ya a lo largo del horizonte. Sobre la mesa se balanceaban tristemente los olvidados telegramas.
El cochero condujo a Fandorin, cruzando todo Moscú, desde la estación Nikolaevsky hasta el barrio de Jamovniki. Era un día claro y alegre, y en los oídos de Erast Petrovich seguía resonando el grito de despedida de Lizanka: -¡Así que hoy vendrá a visitarnos sin falta! ¿Lo promete? Todo encajaba perfectamente en el horario que se había establecido. Primero iría al «esthemado», a entrevistarse con milady. Después se acercaría a la Dirección de la Policía: quizá intercambiando impresiones con el jefe de la Dirección averiguara algo importante con respecto a lady Esther. Desde allí le enviaría un telegrama a Lavrentii Arkadevich.
Quizá los despachos que quedaban por recibir del resto de las embajadas hubieran llegado la pasada noche…
Fandorin sacó un cigarrillo de su nueva pitillera de plata y lo prendió con torpeza. ¿No sería mejor acercarse primero a la Gendarmería? Pero el caballo enfilaba ya la calle Ostayenka y resultaba estúpido volver atrás. Bueno, primero iría a ver a milady, después a la Dirección y luego a casa de Agrafena Kondratievna, donde recogería sus cosas para mudarse a un hotel más decoroso. Se cambiaría de ropa, compraría flores y, a la seis en punto, a la calle Malaya Nikitskaya, a la casa de Von Evert- Kolokoltsev. Erast Petrovich sonrió satisfecho y se puso a cantar: «Él era un consejero titulado, ella la hija de un genera-al; él tímidamente su amor le declaró, pero ella a hacer puñetas le mandó-ó.»
Ante él tenía el edificio que ya le resultaba familiar, con sus puertas de hierro fundido y el portero de uniforme azul, de pie junto a la caseta pintada a rayas. – ¿Dónde puedo encontrar a lady Esther? – le gritó Fandorin, inclinándose desde el asiento del coche-. ¿En el «esthemado» o en sus habitaciones?
–A esta hora suele estar en sus habitaciones -le informó gallardamente el portero, y el coche de caballos se puso otra vez en movimiento, internándose en el tranquilo callejón.
Junto al palacete de dos pisos de la Dirección, Fandorin ordenó al cochero que le esperara, advirtiéndole que la visita quizá se alargara un poco.
Al lado de la puerta seguía perdiendo el tiempo el mismo conserje ufano, a quien milady llamaba «Timofei». Pero hoy no se calentaba al sol, como en el transcurso de su primera entrevista, sino que se resguardaba a la sombra, pues el sol de junio quemaba ya muchísimo más que el de mayo.
Timofei se condujo esta vez de una manera completamente exquisita. Demostrando un talento psicológico fuera de lo común, se quitó la gorra, hizo una reverencia y, con voz melosa, le preguntó cómo debía anunciarle. Sí, era evidente que algo había cambiado en la apariencia exterior de Erast Petrovich en el transcurso de aquel último mes. Ahora ya no provocaba en la tribu de los conserjes aquel instinto irrefrenable de retenerle y no dejarle pasar.
–No hace falta que me anuncies, lo haré yo.
Timofei se inclinó hasta doblarse y abrió sumisamente las puertas, invitando al visitante a entrar en el vestíbulo tapizado en damasco. Desde allí, por un pasillo incendiado con la luz del sol, Erast Petrovich llegó hasta la conocida puerta pintada de blanco y oro. Ésta se abrió para recibirle y un individuo larguirucho, vestido con una librea azul y unas medias blancas idénticas a las de Timofei, se plantó ante el recién llegado con aire inquisitivo.
–Funcionario Fandorin, de la Tercera Sección, por un asunto urgente -expuso Erast Petrovich con severidad, pero como la caballuna fisonomía del lacayo permaneciese imperturbable, decidió explicarse en inglés-:
State Police, inspector Fandorin, on urgent official business.
Ni un sólo músculo de aquel pétreo rostro se movió tampoco ahora lo más mínimo, pero el sentido de la petición parecía haber sido comprendido. El lacayo inclinó la cabeza de manera afectada y desapareció tras la puerta, cerrando los batientes tras él.
Al cabo de medio minuto las puertas se abrieron de nuevo y en el umbral apareció lady Esther en persona. Al reconocer a su antiguo conocido, sonrió alegremente: -¡Oh, querido mío, es usted! Andrew me ha dicho que había llegado un importante señor de la policía secreta. Pase, pase. ¿Cómo se encuentra? ¡Ay!, ¿por qué tiene usted ese aspecto tan cansado?
–Acabo de llegar en el tren de Petersburgo, milady -le informó Fandorin, entrando en el despacho-, y vengo directamente a verla porque se trata de un asunto bastante urgente. – ¡Oh, sí! – La baronesa bajó tristemente la cabeza y, sentándose en un sillón, invitó a su huésped a hacer lo mismo frente a ella-. Por supuesto, querrá usted que le hable de mi querido Gerald Cunningham. Una terrible pesadilla que sigo sin comprender… ¡Andrew, coge el sombrero del señor policía!… Es un antiguo criado mío: acaba de llegar de Inglaterra.
El bueno de Andrew: cuánto lo echaba de menos. Andrew, amigo mío, puedes retirarte, por el momento no necesitamos tus servicios.
El huesudo Andrew, que para Erast Petrovich nada tenía de «bueno», se retiró tras hacer una leve reverencia. Fandorin se rebulló en el duro sillón, intentando ponerse más cómodo porque la conversación prometía ser larga.
–Milady, me siento muy apenado por lo ocurrido, pero el señor Cunningham, su antiguo y más próximo colaborador, andaba mezclado en un asunto criminal muy serio. – ¿Van a clausurar mis «esthernados»? – preguntó la dama quedamente--. ¡Dios mío, qué será de mis niños!…
Ahora que habían comenzado a acostumbrarse a una vida normal. ¡Con los talentos que hay entre ellos! Elevaré una petición al zar para que, si es posible, autorice a mis pupilos a viajar conmigo al extranjero.
–Se alarma en vano -dijo Erast Petrovich con suavidad-. No va a ocurrirles nada a sus «esthernados». Eso sería un crimen. Sólo quiero formularle unas preguntas sobre Cunningham. – ¡Naturalmente! ¡Las que usted quiera! Pobre Gerald… ¿Sabe usted?, provenía de muy buena familia: era nieto de un baronet. Pero sus padres murieron ahogados cuando regresaban de la India, y el chico quedó huérfano a los once años.
En Inglaterra existen unas leyes muy severas en cuestión de herencias: todo pasa a manos del hijo mayor, el título y la fortuna, y al pequeño, las más de las veces, no le queda nada.
Gerald era el benjamín de otro benjamín, sin medios ni hogar, y sus parientes no se interesaron por él… Precisamente ahora estaba escribiéndole el pésame a su tío, un gentleman completamente inútil, para el que Gerald no representaba nada. ¡Pero qué le vamos a hacer! ¡Nosotros, los ingleses, damos demasiada importancia a las formalidades! – y Lady Esther le mostró una hoja, escrita con una letra grande y anticuada, y rematada con una rúbrica demasiado alambicada-.
Resumiendo, me ocupé del niño. Descubrimos en Gerald una capacidad extraordinaria para las matemáticas y pensamos que su destino sería convertirse en profesor, pero la viveza intelectual y el amor propio no ayudan en la carrera científica. Pronto advertí que el muchacho gozaba de una gran autoridad sobre el resto de sus compañeros y que le gustaba sobresalir: Tenía un talento natural para el liderazgo: una fuerza de voluntad fuera de lo común, una gran disciplina y una extraordinaria capacidad para apreciar con exactitud las mejores y peores cualidades de cada individuo. En el «esthernado» de Manchester le eligieron representante. Siempre pensé que Gerald querría hacer carrera en la administración o en la política: de él hubiera salido un aventajado funcionario colonial y, con el tiempo, hasta un buen gobernador general. ¡Pero cuál fue mi sorpresa cuando, de pronto, expresó su deseo de seguir a mi lado y dedicarse a la actividad pedagógica! – ¡Claro! – asintió Fandorin con la cabeza-. Así tenía la posibilidad de doblegar a su voluntad las incipientes mentes infantiles y luego mantenerse en contacto con sus antiguos alumnos para…
Erast Petrovich no llegó a terminar la frase, desconcertado por una repentina sospecha. ¡Dios mío, qué cosa tan simple! ¡Cómo no se le habría ocurrido antes!
–Gerald se convirtió enseguida en mi más imprescindible colaborador -prosiguió milady, sin percibir el cambio de expresión que se había operado en el rostro de su interlocutor-. ¡Qué trabajador tan abnegado e incansable era! y qué facilidad lingüística la suya: sin su ayuda, me hubiera resultado imposible controlar las actividades de mis filiales en tantos países diferentes. Yo sabía que su gran enemigo sería siempre su excesiva ambición. Un trauma psíquico de su infancia: el deseo de demostrar a sus parientes que conseguiría todo lo que se propusiera sin su ayuda. Yo advertía, advertía esa extraña contradicción: con su ambición y sus facultades difícilmente podía sentirse satisfecho con el humilde oficio de pedagogo, y eso pese a recibir unos excelentes honorarios.
Pero Erast Petrovich ya no la escuchaba. Sentía que en su cabeza acababa de encenderse una lámpara eléctrica, que iluminaba ahora todo lo que antes no se distinguía en las tinieblas. ¡Sí, todo encajaba! Aquel senador Dodds, que había aparecido nadie sabía de dónde; el «amnésico» almirante francés; el efendi turco de origen desconocido; también el fallecido Brilling; y, sí, ¿por qué no?, ¡incluso él mismo! ¿Gentuza? ¿Marcianos? ¿Visitantes del más allá? ¡En absoluto! ¡Eran pupilos de los «esthernados». Abandonados por sus madres, pero no arrojados a las puertas de la inclusa. Al contrario, desde la inclusa habían sido impulsados a la cima de la sociedad. ¡Cada uno de ellos había sido instruido especialmente, todos poseían un talento desvelado de manera artificial y luego forjado con minuciosidad! No, no habían arrojado a Jean Intrepide en la ruta de aquella fragata francesa por causalidad, sino porque era obvio que el adolescente poseía un don fuera de lo común para las artes marineras. Pero ¿qué necesidad había de encubrir dónde se había formado aquel chico tan valioso? ¡Pues claro, resultaba comprensible! Si el mundo hubiera sospechado cuántas brillantes carreras provenían del vivero de lady Esther, todos se hubieran puesto en guardia contra el fenómeno. Sin embargo, de esta manera todo parecía ocurrir de modo natural. Bastaba un empujón inicial por la senda correcta, y el talento se abría camino por sí solo. ¡Allí estaba la explicación a que todos los miembros de aquella cohorte de «huérfanos» consiguieran éxitos tan impresionantes en sus carreras! ¡Y por qué era tan importante para ellos tener informado a Cunninghan de sus ascensos profesionales! Porque así afirmaban su valía personal y el acierto de haber sido elegidos. Y era muy lógico que todos aquellos genios estuvieran unidos, de forma constante e incondicional, a su comunidad, porque aquélla era su única familia, la familia que los defendía del duro mundo exterior, la que los hacía crecer y descubría un irrepetible «yo» en cada uno de ellos. ¡Menuda familia, casi cuatro mil genios desperdigados por todo el mundo! ¡Cierto, Cunningham, qué «talento de líder» el tuyo! Pero… pero… ¡un momento!…
–Milady, ¿que edad tema Cunningham? – pregunto Erast Petrovich, arrugando el entrecejo.
–Treinta y tres años -respondió la baronesa solícitamente-.El próximo dieciséis de octubre hubiera cumplido los treinta y cuatro. Gerald siempre organizaba una gran fiesta, para los niños en su cumpleaños. Pero no era él, quien recibía los regalos, se los hacía a los muchachos. Según mis cálculos, se gastaba en eso casi todos sus honorarios…
–Entonces, ¡no coincide! – gritó Fandorin desesperado., – ¿Que es lo que no coincide, querido mío? – se asombró milady. – ¡Intrepide fue encontrado en el mar hace veinte años, cuando Cunningham sólo tenía trece! Y Dobbs se enriqueció hace un cuarto de siglo, cuando Cunningham todavía no había perdido a sus padres. ¡No, no pudo ser él!
–Pero qué está usted diciendo? – intentó comprender la inglesa arrugando con perplejidad sus claros ojillos azules.
Fue entonces cuando Erast Petrovich se quedó mirándola fijamente abrumado por una terrible sospecha.
–Pero si no fue Cunningham… -susurró-, entonces fue usted… ¡Sí, usted es la autora de todo esto! ¡Usted vivía hace veinte, veinticinco, cuarenta años! ¡Pues claro, quien mas podía ser! Cunningham sólo era su mano derecha! ¡Cuatro mil pupilos, en realidad, cuatro mil hijos suyos! ¡Porque usted es como una madre para ellos! ¡Era de usted, y no de Amalia, de quien hablaban Morbid y Franz en aquella conversación en el puerto! ¡Fue usted quien dio un «objetivo» a la vida de todos ellos, la que los «puso en el buen camino»! ¡Pero es terrible terrible! – Erast Petrovich dejo escapar un gemido, aparentemente de dolor-. ¡Fue usted quien desde el principio se propuso organizar este complot universal, aplicando sus teorías pedagógicas! descubría un irrepetible «yo» en cada uno de ellos. ¡Menuda -Bueno no exactamente desde el principio -repuso con tranquilidad lady Esther, en la que se había operado un cambio apenas perceptible, pero evidente. Ya no se mostraba como una viejecita pacífica y amable. Ahora sus ojos refulgían con un brillo de inteligencia, poder y fuerza inflexible-.
Cuando empecé sólo pretendía salvar a unos pobres y desventurados niños. Los quería hacer felices, a tantos como pudiera, a cien, a mil. Pero mis esfuerzos eran como un grano de arena en el desierto. Salvaba a un niño, sí, pero el brutal Moloc, la sociedad en que vivimos, machacaba a mil, a un millón de esos muchachos en cada uno de los cuales ardía originariamente la chispa de Dios. Entonces comprendí que mi esfuerzo no tenía sentido, que con una cuchara nunca vaciaría el mar. – La voz de lady Esther recobró fuerza y sus encorvados hombros se enderezaron-. Y también comprendí que Dios me había dado fuerzas para mucho más, que no sólo podía salvar a un puñado de huérfanos sino a toda la humanidad.
Aunque no llegara a verlo, aunque mi sueño se realizara veinte, treinta o cincuenta años después de mi muerte. Esa era mi tarea, esa era mi misión. Cada uno de mis niños debía ser una piedra preciosa, la aureola de un nuevo mundo, el caballero de una nueva humanidad. Cada uno debía aportar un provecho inestimable, dedicar su vida a cambiar este mundo por otro mejor. Redactarían leyes sabias, desvelarían los secretos de la naturaleza, crearían obras maestras del arte. ¡Y año tras año ellos serían más y, con el tiempo, transformarían este mundo injusto, criminal y miserable! – ¿De qué secretos de la naturaleza, de qué obras maestras del arte habla? – la interrogó Fandorin con amargura-. A usted sólo le interesa el poder. Lo he visto, usted sólo fabrica generales y futuros ministros.
Milady sonrió con condescendencia:
–Amigo mío, Cunningham sólo coordinaba la categoría F, una categoría muy importante, pero no la única, ni mucho menos. «F» es la Force, es decir, todo lo que está en relación con los mecanismos del poder directo: la política, el aparato estatal, las fuerzas armadas, la policía, etcétera. Pero también existe la categoría «S» de Science; la categoría «A» de Art y la categoría «B» de Business. Y otras más. Durante estos cuarenta años de actividad pedagógica, he puesto en camino a dieciséis mil ochocientos noventa y tres seres humanos. ¿Es que no ha observado usted cómo en estos últimos años se han desarrollado la ciencia, la técnica, el arte, la legislación y la industria? ¿Acaso no ha visto cómo el mundo se ha hecho mejor, más racional y hermoso en esta segunda mitad de nuestro siglo diecinueve? Estamos asistiendo a una auténtica revolución pacífica. Una revolución que es absolutamente necesaria, porque, si no fuera así, nuestro injusto sistema social provocaría otra revolución, y en este caso sangrienta, que haría retroceder a la humanidad varios siglos atrás. Mis hijos salvan el mundo cada día. Y ya verá, todavía habrá más en los próximos años. Por cierto, recuerdo ahora aquella pregunta que usted me hizo, por qué no aceptaba niñas en mis centros. En aquella ocasión le mentí, lo reconozco.
Yo también acojo a niñas, muy pocas, pero las acepto. Mis queridas hijitas se educan en un «esthernado» especial que tengo en Suiza. Es un material absolutamente peculiar, quizá aún más valioso que el de mis hijos. Creo que usted conoce a una de mis pupilas. – Milady sonrió, divertida-. Ahora se está comportando de una manera algo insensata, es cierto, como si hubiese olvidado momentáneamente su deuda. Pero suele ocurrirles a las mujeres jóvenes; volverá al redil, estoy segura. Conozco a mis muchachas.
Erast Petrovich dedujo por sus palabras que Ippolit no había llegado a matar a Amalia, sino que, por el contrario, se había fugado con ella a algún sitio. Sin embargo, la alusión a la Beyetzkaya avivó en él viejas heridas y debilitó en parte la favorable impresión (algo fuera de lo común, había que admitirlo) que los razonamientos de la baronesa le habían provocado. – ¡Sí, su propósito es encomiable, naturalmente, admirable! – exclamó con ardor-. ¿Pero qué me dice de los medios?
Matar a una persona es para usted lo mismo que aplastar un mosquito. – ¡Eso no es cierto! – replicó milady con vehemencia-.
Lamento profundamente cada una de las vidas perdidas. Pero resulta imposible limpiar el establo de Augias sin mancharse.
Una muerte salva la vida de mil, de un millón de personas. – ¿Y a quién salvó la de Kokorin? – se interesó sarcásticamente Erast Petrovich.
–Con el dinero de ese inútil disoluto yo educaré mil mentes lúcidas para provecho de Rusia y del mundo entero.
Contra eso no se puede hacer nada, querido mío. No he sido yo quien ha organizado este mundo cruel, en el que todo se cobra su precio. Para mí, en este caso, el precio era absoluta mente razonable. – ¿Y la muerte de Ajtirtzev?
–Uno, hablaba demasiado. Dos, acosaba a Amalia en exceso. Y tres, lo que usted le comentó a Ivan Frantzevich: el petróleo de Bakú. Nadie puede recusar el testamento escrito por Ajtirtzev. Sigue teniendo toda la fuerza legal. – ¿Aun arriesgándose entonces a una investigación de la policía? – ¡Bah, qué tontería! – se encogió de hombros la baronesa-. Estaba segura de que mi querido Ivan lo arreglaría todo. Desde pequeño se distinguió por su brillante intelecto analítico, por su talante organizador. ¡Es una tragedia que nos haya dejado!… Brilling lo hubiera arreglado todo de manera ideal, de no ser por la excesiva obstinación de un joven gentleman . Ha sido una desgracia para todos, una enorme desgracia. – ¡Un momento, milady! – exclamó Erast Petrovich, dándose cuenta al fin de que debía ponerse en guardia-. ¿Por qué está usted siendo tan sincera conmigo? ¿Acaso confía en atraerme a su causa? Si no hubiese derramado sangre, yo estaría completamente de su lado, pero sus métodos…
Lady Esther le interrumpió sin dejar de sonreír apaciblemente:
–No, amigo mío, no confío en convencerle. Por desgracia, nos hemos conocido demasiado tarde: su inteligencia, su carácter y sus valores morales ya han tenido tiempo de formarse y ahora resultaría imposible cambiarlos. Soy sincera con usted por tres motivos. En primer lugar, porque es un joven muy listo y me resulta francamente simpático. Me gustaría que no me considerara un monstruo. En segundo lugar, porque usted ha cometido una gran imprudencia al venir aquí directamente desde la estación de ferrocarril, sin informar antes a su Jefatura. Y en tercer lugar, porque no es casualidad que yo le haya invitado a sentarse precisamente en ese sillón extremadamente incómodo, con ese extraño respaldo tan curvado.
Efectuó una imperceptible señal con la mano y, de los altos brazos de madera, salieron dos fajas de acero que apresa ron a Fandorin. Sin comprender del todo lo ocurrido, intentó levantarse, pero ya no pudo ni rebullirse, porque las patas del sillón estaban como adheridas al suelo.
Milady llamó con una campanita y Andrew entró en el despacho tan rápidamente que pareció que estaba escuchando detrás de la puerta.
–Por favor, Andrew, querido mío, llama de inmediato al doctor Blank -le ordenó lady Esther-, y de paso infórmale de la situación. ¡Ah, sí!, que no olvide el cloroformo. Y Timofei que se encargue del cochero -suspiró con pesadumbre-.
Por desgracia, ya no se puede hacer otra cosa…
Andrew se inclinó respetuosamente sin decir palabra y se marchó. En el despacho, la entrevista había llegado a su fin: Erast Petrovich resoplaba, forcejeando con el cepo de acero. Intentaba revolverse lo suficiente para poder alcanzar la Gerstal de su espalda, lo único que podía salvarle. Pero aquellos malditos aros le apretaban tanto que tuvo que abandonar la idea. Milady observaba los esfuerzos del joven moviendo la cabeza compasivamente de vez en cuando, de un lado a otro.
Pronto se oyeron en el pasillo unos pasos veloces y pasaron al despacho dos personas: el profesor Blank, el genio de la física, y el silencioso Andrew.
El profesor preguntó en inglés, mirando de reojo al prisionero: -¿Es un problema serio, milady?
–Sí, bastante -suspiró ella-, pero tiene solución. Naturalmente, deberemos dedicarle algún tiempo. Como sabe, no soy partidaria de aplicar recursos extremos sin necesidad. Por eso he recordado que usted, querido mío, sueña desde hace tiempo con experimentar con material humano.
Creo que le ha llegado esa oportunidad.
–No estoy preparado todavía para trabajar con el cerebro humano -dijo Blank, mirando con inseguridad a Fandorin, que ahora se mostraba más tranquilo-. Pero sí que sería una lástima desperdiciar la ocasión.
–Antes hay que dormido -advirtió la baronesa-. ¿Ha traído el cloroformo?
–Sí, sí, enseguida -respondió el profesor, que sacó un frasco de su amplio bolsillo y empapó un pañuelo con su contenido.
Erast Petrovich percibió el intenso olor a medicina y quiso rebelarse, pero Andrew se acercó al sillón rápidamente y agarró al prisionero por el cuello con una fuerza terrible.
–Adiós, mi pobre muchacho -dijo milady, volviéndose de espaldas.
Blank sacó su reloj de oro del bolsillo del chaleco y observó las agujas por encima de las gafas, mientras pegaba el rostro de Fandorin al oloroso trapo blanco. ¡Fue entonces cuando la ciencia auxiliadora del incomparable Chandra Johnson acudió en ayuda de Erast Petrovich! El joven evitó inspirar aquel pérfido aroma que, evidentemente, no contenía prana alguno. No había duda de que era el momento más propicio para iniciarse en la práctica de contener la respiración.
–Un minuto resultará más que suficiente -informó el científico, apretando firmemente el pañuelo contra la boca y la nariz del condenado.
«… y ocho; y nueve; y diez», contó mentalmente Erast Petrovich, sin olvidarse de abrir espasmódicamente la boca, desorbitar los ojos y fingir convulsiones. De cualquier modo, incluso queriéndolo le hubiera resultado muy difícil aspirar aquellas emanaciones, pues Andrew le atenazaba la garganta con una mano de hierro.
Tenía ya los pulmones al límite de su resistencia en sus ansias por respirar, y había contado ya hasta ochenta, pero el trapo abyecto y húmedo seguía refrescando el rostro ardiente de Erast Petrovich. «Ochenta y cinco, ochenta y seis, ochenta y siete.» Fandorin se puso a hacer trampas y contó más deprisa, en un imperioso intento de engañar a aquel minutero insoportablemente lento. Entonces decidió que ya había luchado demasiado y era hora de perder el conocimiento. Relajó el cuerpo, se quedó inmóvil y, para que todo resultara más convincente, hasta desencajó la mandíbula inferior.
Fue justo al contar noventa y tres cuando Blank retiró la mano. – ¡Qué resistencia la del organismo de este joven! – constató el científico-. Casi setenta y cinco segundos…
El «desvanecido» giró la cabeza blandamente hacia un lado y simuló respirar de manera pausada y profunda, pese a que su boca sedienta de oxígeno se moría por aspirar una buena bocanada de aire.
–Listo, milady -informó el profesor-. Podemos iniciar el experimento.
Capítulo Decimosexto
Donde a la electricidad se le augura un brillante futuro
–Llévenlo al laboratorio -ordenó milady-. Pero apresúrense, el recreo va a comenzar dentro de doce minutos y los niños no deben ver nada de esto.
Alguien llamó a la puerta: -¿Timofei, es usted? – preguntó en ruso la baronesa-.
Come in!
Erast Petrovich no se atrevía ni a mirar por entre las pestañas; si alguien se daba cuenta, sería el final. Oyó los pesados pasos del conserje y su voz atronadora, que le comunicaba a la baronesa, como si ésta fuera dura de oído:
–Todo en orden, su excelencia.
All right.
He invitado al cochero a tomar el té. ¡Té, ya sabe!
Tea! Drink! ¡Qué sano estaba el diablo! Se puso a beber y a beber, y como si nada.
Drink, drink: nothing.
Pero al final se ha desvanecido. He ocultado el vehículo detrás de la casa.
Behind nuestra house .
Digo que lo he dejado en el patio y allí se quedará de momento. Usted no se preocupe, yo me ocuparé después de él.
Blank tradujo a la dama las palabras de Timofei.
–Fine -aprobó ella. Luego añadió a media voz-:
Andrew, just make sure that he doesn't try to make a profit selling the horse and the carriage.
Fandorin no escuchó ninguna respuesta; al parecer, el silencioso Andrew se había limitado a asentir con la cabeza.
«¡Venga, canallas, desátenme de una vez! – pensó Erast Petrovich, apremiando mentalmente a los malhechores-. El recreo está a punto de empezar. Espero no olvidarme de quitar el seguro.»
Pero a Fandorin le aguardaba un chasco: desatarlo no entraba en los planes de ninguno de los allí presentes. Escuchó un eructo junto a su oreja y al momento olió a cebolla.
Timofei, identificó el prisionero sin margen de error. Luego, algo rechinó una vez, dos, tres, cuatro veces.
–Listo. Ya los he desatornillado -informó el conserje-. Coge de ahí, Andriusha, vamos a levantarlo.
Alzaron a Erast Petrovich junto con el sillón y se pusieron en movimiento. Fandorin abrió ligerísimamente los ojos y pudo ver el pasillo, con sus ventanas holandesas, iluminado por el sol. Estaba claro, le llevaban al edificio central, al laboratorio.
Cuando los hombres que lo transportaban, intentando hacer el mínimo ruido posible, entraron en la sala de recreo, Erast Petrovich consideró la posibilidad de recobrar el sentido y romper la rutina de las clases contiguas con unos aullidos desgarradores. Para que los niños vieran en qué operaciones andaba metida su querida milady. Pero de las aulas llegaban unos sonidos tan sosegados y placenteros -la melodiosa voz de barítono del profesor, un arranque de risa infantil, el canto del coro-, que Fandorin no tuvo el coraje suficiente para quebrar aquella quietud. «Mejor así, todavía no ha llegado la hora de poner las cartas sobre la mesa», se dijo, quizá para justificar de paso su momentánea debilidad de espíritu.
Después el vocerío infantil quedó atrás sin remedio y ya fue tarde. Erast Petrovich reparó en que le subían por una escalera. Oyó rechinar una puerta y luego el ruido de la llave en el cerrojo.
Incluso con los párpados cerrados notó que encendían una luz eléctrica potentísima. Entreabriendo un ojo, Fandorin se hizo cargo rápidamente de la nueva situación. Alcanzó a distinguir unos instrumentos de porcelana, unos alambres y unas bobinas metálicas. Y aquello no le gustó nada. A lo lejos oyó el tañido sordo de una campana: las clases habían acabado. Y casi al instante le llegó un vocerío de gritos infantiles.
–Espero que todo termine bien -suspiró lady Esther-.
Lamentaría mucho que el chico muriera.
–También yo lo espero, milady -replicó el profesor francamente turbado, y se oyó un chirrido metálico-. Pero por desgracia no hay ciencia sin víctimas. Por cada paso que se avanza en el mundo del saber hay que pagar un alto precio.
Por la vía sentimental nunca se llega muy lejos. Pero si está usted tan encariñada con este muchacho, ¿por qué no ha ordenado al oso ése que no envenenara al cochero y sólo lo durmiera con un somnífero? Hubiera podido empezar con el cochero y dejar al chico para después. Hubiera tenido una doble oportunidad de experimentar.
–Tiene usted razón, amigo mío, toda la razón. Ha sido un error imperdonable. – La voz de milady rezumaba sincera consternación-. De todas formas, esmérese usted. Blank, ¿puede explicarme otra vez en qué va a consistir su experimento?
Erast Petrovich aguzó el oído, pues la cuestión también le interesaba.
–Usted ya conoce mi teoría de partida -comenzó a explicar Blank con entusiasmo, deteniendo momentáneamente aquel mecanismo chirriante-. Creo que el control del fenómeno eléctrico va a ser la clave fundamental de la ciencia del próximo siglo. ¡Sí, sí, milady! Es verdad que todavía faltan veinticuatro años, pero el siglo veinte está a la vuelta de la esquina. El mundo se transformará de una manera tan radical en el próximo siglo que casi no podremos reconocerlo. Y esa extraordinaria transformación será posible gracias a la electricidad. Porque la electricidad no es sólo iluminación, como piensan algunos profanos. También será capaz de obrar milagros, tanto a pequeña como a gran escala. ¡Imagínese un coche sin caballos, movido por un motor eléctrico! ¡O un tren sin locomotora, rápido, limpio y silencioso! ¡Imagine unos cañones potentísimos destruyendo al enemigo con una especie de rayos eléctricos! ¡O el transporte público en las ciudades sin tracción equina!
–Eso ya me lo ha contado usted multitud de veces -le interrumpió suavemente la entusiasta baronesa-. Hábleme ahora de la posible utilización médica de la electricidad. – ¡Ah, sí, eso es lo más sugestivo! – continuó el profesor aún más animado-. Pienso dedicar mi vida entera de investigador al campo científico de la electricidad. La macroelectricidad, las turbinas, los motores, las potentes máquinas dínamo, cambiará el mundo que nos rodea, pero la microelectricidad transformará al mismo ser humano, pues corregirá las imperfecciones de la estructura natural del homo sapiens . La electrofisiología y la electroterapia: he aquí los instrumentos que salvarán a la humanidad, y no esas sabias criaturas suyas que juegan a la gran política o que, me da risa decirlo, se dedican a pintarrajear cuadros.
–Se equivoca, niño mío. Ellos también realizan una labor imprescindible y extraordinaria, pero eso no viene al caso.
Continúe.
–Yo haré que sea posible convertir a un hombre, cualquier hombre, en un ser ideal, libre de todos sus defectos.
Las taras que determinan la conducta del hombre se localizan justamente aquí, en la sub corteza cerebral. – Y con un dedo muy rígido señaló y golpeó la cabeza de Erast Petrovich no sin causarle dolor-. Para explicarlo en pocas palabras, en el cerebro hay zonas diferenciadas que rigen la lógica, los placeres, el miedo, la rudeza, la sexualidad, etcétera, etcétera. El hombre sería una personalidad armónica si todas esas zonas funcionaran uniformemente, pero eso no ocurre casi nunca. Unos tienen extraordinariamente desarrollada la zona que rige el instinto de supervivencia, y por eso serán siempre unos cobardes patológicos. Otros tienen activada de forma deficiente el área lógica y son unos completos idiotas.
Mi teoría es que, con la electroforesis, es decir, con la aplicación de una descarga de corriente eléctrica tan rigurosamente dirigida como dosificada, se pueden estimular algunas de esas zonas cerebrales y reprimir otras que resulten indeseables.
–Muy, pero que muy interesante -dijo la baronesa-.
Usted sabe, querido Erhardt, que hasta ahora no he escatimado ningún gasto en la financiación de su proyecto. Pero ¿por qué está usted tan convencido de que es posible esa especie de corrección psíquica? – ¡Perfectamente posible! ¡De eso no tengo la más mínima duda! ¿Sabía usted, milady, que en las tumbas incas se han encontrado calaveras con unos orificios idénticos, abiertos justo aquí? – y su dedo volvió a golpear otras dos veces la cabeza de Erast Petrovich-. En este lugar se localiza la región cerebral que rige el miedo. Los incas lo sabían y, con la ayuda de sus rudimentarios instrumentos, vaciaron esa zona en los cerebros de los niños de la casta guerrera para transformarlos en unos soldados valerosísimos. ¿Y qué me dice del ratón? ¿Ya no lo recuerda usted? – ¡Ah, sí, su «ratón valiente»! ¡Qué gran impresión me causó cuando arremetió contra aquel gato! – ¡Pues eso sólo es el principio! ¡Imagínese una sociedad sin criminales! Una sociedad que no necesite ejecutar ni enviar a presidio al ladrón, al maníaco o al asesino sanguinario.
Tras arrestados, bastará con practicarles una sencilla operación para que queden liberados para siempre de su codicia desmesurada, su extrema concupiscencia o su enfermiza brutalidad y se conviertan en miembros sanos de nuestra sociedad… Otra posibilidad. ¿Se imagina qué ocurriría si se reforzaran todavía más las dotes innatas de sus niños, ya de por sí tan bien dotados, con una sesión de electroforesis?
–No, jamás pondré a ninguno de mis muchachos en sus manos -le interrumpió la baronesa-. El talento excesivo está sólo a un paso de la locura. Es mejor que experimente con criminales. ¿Y qué me dice de esa teoría suya del «hombre limpio»?
–Es una operación relativamente sencilla. Y creo que ya estoy casi del todo listo para practicada. Si aplicáramos una descarga eléctrica en la zona de acumulación de la memoria, el cerebro de esa persona se convertiría en una especie de hoja en blanco. Como si se hubiera pasado por ella una goma de borrar. Todas las capacidades intelectuales innatas del individuo se conservarían, pero los hábitos y conocimientos aprendidos desaparecerían por completo. Y obtendríamos un hombre limpio, una especie de recién nacido. ¿Recuerda aquel experimento que practiqué con la rana? Olvidó la habilidad del salto, pero no perdió ninguno de sus reflejos motores.
Olvidó la habilidad de cazar mosquitos, pero mantuvo el reflejo de deglución. En teoría, la rana podría aprender de nuevo todas esas actividades. Pero planteémonos ahora el caso de nuestro paciente… ¡Eh, ustedes dos!, ¿qué hacen ahí con la boca abierta? Levántenlo y colóquenlo encima de la mesa.
Macht schnell!
«¡Ahora verán lo que es bueno!», pensó Fandorin, tensando los músculos. Pero el infame Andrew le asió con tanta fuerza por los hombros que no tuvo ninguna posibilidad de coger el revólver. Mientras tanto, Timofei accionó un mecanismo y los aros de acero que aprisionaban el pecho del cautivo desaparecieron de repente. – ¡Uno, dos, arri-i-ba! – dirigió los trabajos Timofei, cogiendo a Erast Petrovich por los pies mientras Andrew le levantaba del sillón con la misma firmeza con que le sujetaba por los hombros.
El «animal» de laboratorio quedó bien colocado boca arriba sobre la mesa, pero Andrew siguió sujetándolo por los codos, y el conserje por los tobillos. Fandorin sintió cómo la pistolera se le clavaba despiadadamente a la altura de los riñones. En aquel instante la campana volvió a sonar: el recreo había terminado.
–Cuando aplique sincrónicamente las descargas eléctricas en estas dos zonas del cerebro, el paciente quedará completamente limpio de sus anteriores experiencias vitales.
Por decirlo de algún modo, se transformará en un niño de pecho. A partir de ahí, habrá que enseñarle todo de nuevo: a andar, a masticar, a utilizar el retrete y, luego, a escribir, a leer, etcétera, etcétera… Supongo que el experimento será de gran interés para usted y sus pedagogos. Sobre todo, si ya tienen conocimiento de las inclinaciones conductuales de este sujeto.
–Sí. Es un joven valiente, con una enorme capacidad de reacción, un pensamiento lógico muy desarrollado y una intuición verdaderamente singular. Espero que puedan recuperarse todas esas cualidades.
En otras circunstancias, Erast Petrovich se hubiera sentido muy halagado por un retrato tan lisonjero de su personalidad, mas en aquel momento esa halagadora exposición sólo le produjo un escalofrío de terror que le sacudió todo el cuerpo. Se imaginó tendido en una cuna de color rosa, con un chupete en la boca y emitiendo un «gu-gu-gu» estúpido; y a lady Esther inclinándose solícita hacia él y regañándole cariñosamente: «¡Ay, pero qué malo es mi niño! ¡Otra vez con los pañales mojados!»… ¡No, nunca! ¡Mejor la muerte!
–Tiene convulsiones, sir -advirtió Andrew, abriendo la boca por primera vez-. ¿Estará recobrando el conocimiento?
–Imposible -le interrumpió el profesor-. Tiene anestesia para dos horas como mínimo. En su estado son normales unos ligeros movimientos convulsivos. Ahora bien, milady, existe un factor de riesgo. No he tenido tiempo de calcular la fuerza de la descarga requerida. Si le aplico más de la necesaria, el paciente morirá o se convertirá en un idiota para siempre. y si la descarga es insuficiente, en la sub corteza cerebral se conservarían esos modelos turbios y superfluos de conducta que, bajo la influencia de un estimulante exterior, volverían a madurar en su memoria en cualquier momento.
Tras considerado en silencio unos minutos, la baronesa ordenó con cierto matiz de pena:
–No podemos correr riesgos, aplíquele una descarga fuerte.
Fandorin escuchó un extraño zumbido y luego un chisporroteo. Un intenso escalofrío le erizó la piel.
–Andrew, rasure dos círculos en la cabeza, aquí y aquí -señaló Blank, rozando el pelo del paciente-. Para aplicar los electrodos…
–Será mejor que Timofei se encargue de eso -sugirió lady Esther con determinación-. Le dejo, no deseo presenciar el experimento porque por la noche no podré conciliar el sueño. Andrew, acompáñame. Voy a escribir unos telegramas urgentes y los llevarás al telégrafo. Tenemos que tornar medidas preventivas porque pronto comenzarán a echar en falta a nuestro amigo.
–Sí, sí, milady, váyanse.
Aquí sólo serían un estorbo -replicó distraídamente el profesor, ocupado en sus preparativos-. Le informaré inmediatamente de los resultados.
Las tenazas de hierro que oprimían los codos de Erast Petrovich desaparecieron cuando Andrew se marchó.
Cuando dejaron de oírse los pasos tras la puerta, Fandorin abrió los ojos, se liberó los pies con una sacudida y, estirando las piernas, pegó una patada en el pecho a Timofei con tanta fuerza que lo hizo volar hasta un rincón. Erast Petrovich saltó a continuación al suelo y, guiñando los ojos por el deslumbramiento de la luz, cogió la Gerstal que llevaba oculta bajo el faldón. – ¡No se muevan o les mato! – gruñó con aire de venganza el resucitado.
Y en aquel instante estaba dispuesto a freír a tiros a los dos hombres, a Timofei, que abría y cerraba los ojos corno un idiota, y al profesor chiflado, que sostenía en las manos dos pinzas de acero, perplejo y asombrado. Erast Petrovich vio entonces que unos alambres finos unían las pinzas a una siniestra máquina llena de lucecitas parpadeantes. El laboratorio estaba lleno de extravagantes ingenios de aquel tipo, pero Fandorin no tenía tiempo para contemplarlos con la atención que seguramente merecían.
El portero no intentó levantarse del suelo; muy al contrario, se limitó a santiguarse con torpeza. Pero con Blank, por desgracia, las cosas no iban tan bien. Erast Petrovich comprendió que el profesor no se había asustado lo más mínimo, sino que estaba furioso porque un inoportuno escollo retrasaba su experimento. «¡Va a abalanzarse sobre mí!», pensó Fandorin, y su deseo de matar desapareció, se derritió sin dejar huella. – ¡No hagan tonterías! ¡Quédense quietos! – gritó con voz temblorosa.
En ese instante Blank soltó un alarido:
–Mistker! Du hast alles verdorben! – y se echó hacia delante, golpeándose un costado con el borde de la mesa.
Erast Petrovich oprimió el gatillo sin ningún resultado. ¡El seguro! Dio un golpecito al botón y después apretó el gatillo dos veces consecutivas. ¡Bang-bang! Un trueno retumbó violentamente en dos tiempos y el profesor cayó boca abajo con la cabeza metida entre las piernas de quien acababa de dispararle.
Temiendo un ataque por la espalda, Fandorin se volvió bruscamente, dispuesto a disparar de nuevo, pero Timofei se apretó contra la pared y le rogó apresuradamente con voz trémula: -¡No me mate, su señoría! ¡No me mate, por lo que más quiera! ¡Por Cristo Dios! ¡Su señoría! – ¡Levántate, canalla! – le gritó Erast Petrovich, medio sordo y enloquecido-. ¡Ponte en marcha, camina!
Empujando al portero por la espalda con el cañón del arma, Fandorin comenzó a andar por el pasillo y luego escaleras abajo. Timofei daba pasos rápidos y cortos, soltando un «ay» cada vez que el cañón se le clavaba en la espalda.
Atravesaron rápidamente la sala de recreo. Fandorin evitó mirar las puertas abiertas de las aulas, desde donde los observaban los profesores, atónitos, y unos niños silenciosos, vestidos con uniformes azules, que se asomaban por detrás de sus tutores. – ¡Policía! – gritó Erast Petrovich, dirigiéndose al espacio vacío que tenía ante sí-. ¡Señores profesores, no dejen salir a sus alumnos de las aulas! ¡Ustedes tampoco salgan!
Recorrieron un largo pasillo de esa forma, medio andando, medio corriendo, hasta que llegaron al ala anexa del edificio. Erast Petrovich empujó a Timofei con todas sus fuerzas contra la puerta blanca y dorada y el portero abrió con la frente y, trastabillando, intentó mantenerse en pie. Dentro de la habitación no había nadie. ¡El despacho de milady estaba vacío! – ¡Adelante, en marcha! ¡Abre todas las puertas! – ordenó Fandorin-. y métete en la cabeza que si intentas algo, te mato como a un perro.
El portero entrelazó las manos en un gesto de súplica y salió corriendo al pasillo. En cinco minutos inspeccionaron todas las estancias del primer piso. No había un alma. Sólo encontraron al infortunado cochero en la cocina, que dormía su sueño eterno tumbado boca abajo sobre la mesa y con la cabeza torcida hacia un lado. Erast Petrovich se fijó al pasar en los granos de azúcar que se veían todavía en su barba y en el charquito de té desparramado. Ordenó a Timofei seguir hacia delante.
El segundo piso constaba de dos dormitorios, un guardarropa y una biblioteca. Tampoco encontraron allí ni a la baronesa ni a su lacayo. ¿Dónde estarían? ¿Se habrían escondido en algún lugar recóndito del «esthernado», al escuchar los tiros, o habrían huido a toda prisa?
En un acceso de furor, Erast Petrovich movió bruscamente la mano con la que sostenía el revólver y entonces se escapó una bala. Ésta rebotó en la pared y salió silbando por la ventana, dejando en el cristal un agujero con la forma de una estrella perfecta, con todos sus rayos dispuestos simétricamente.
«¡Demonios, el seguro no estaba bloqueado y el gatillo es tan suave…!», recordó Fandorin, sacudiendo la cabeza para eliminar de sus oídos el zumbido del disparo.
Pero aquel tiro inoportuno ejerció una mágica influencia sobre Timofei. El portero se arrodilló y comenzó a rogar desesperadamente: -¡Su se-señoría… No me mate! ¡El demonio me enredó! ¡Sí, como se lo digo! ¡Tengo hijos y una mujer enferma! ¡Yo le guiaré, por Dios Santo que le guiaré! ¡Están en el sótano, en una cueva secreta! ¡Se la enseñaré ahora mismo, no me mate! – ¿En qué sótano? – preguntó amenazadoramente Erast Petrovich, levantando la pistola como si estuviera dispuesto a ejecutarle.
–Venga conmigo, venga conmigo, por favor…
El portero se levantó de un salto y, volviendo la cabeza a cada paso, condujo otra vez a Fandorin al primer piso, al despacho de la baronesa.
–Lo vi una vez por casualidad… Nunca nos dejaban entrar. No confiaban en nosotros. Es natural, yo soy ruso, un alma ortodoxa, sin sangre inglesa. – Timofei se santiguó-.
Sólo Andrew, que es de los suyos, tenía permitida la entrada.
Pero nosotros no, nosotros no.
El portero corrió hasta el escritorio, giró una manecilla que había en el secreter y éste se desplazó instantáneamente hacia un lado, dejando al descubierto una pequeña puerta de cobre. – ¡Abre! – le ordenó Erast Petrovich.
Timofei se santiguó tres veces más y abrió la puertecilla. Ésta, sin hacer ruido, reveló una escalera que conducía hacia abajo, hacia la oscuridad.
Empujando otra vez al portero por la espalda, Fandorin comenzó a descender con cuidado. La escalera terminaba en una pared, pero a la vuelta, formando un recodo hacia la derecha, continuaba un pasillo de menor altura. – ¡Vamos, vamos! – apremió Erast Petrovich a Timofei, que procuraba rezagarse.
Doblaron el recodo y se sumergieron en una densa tiniebla. «Debí coger una bujía», pensó Fandorin, y se metió la mano izquierda en el bolsillo en busca de fósforos. Pero, de pronto, delante de él se produjo un fogonazo y sonó un estampido. El portero gritó «¡Ay!» y se desplomó. Erast Petrovich apuntó con la Gerstal hacia delante y mantuvo apretado el gatillo hasta que el percutor comenzó a golpear contra los casquillos vacíos. Luego se hizo un impresionante silencio. Con la mano temblorosa, Fandorin sacó la caja de cerillas y encendió una. Timofei, un bulto informe, estaba sentado, apoyado en la pared y completamente inmóvil. Erast Petrovich dio unos pasos y descubrió a Andrew tendido boca arriba. La temblorosa llama osciló unos segundos sobre sus ojos vidriosos y se apagó.
«El gran Fouché dice que cuando uno se queda en la más completa oscuridad, hay que cerrar los ojos y contar hasta treinta para que las pupilas se estrechen al máximo y puedan distinguir cualquier fuente de luz.» Para mayor seguridad, Erast Petrovich contó hasta cuarenta. Abrió los ojos y, en efecto, por algún lugar se filtraba una franja de luz. Apuntando con su ya inútil Gerstal, dio un paso, dos, tres, y un poco más adelante divisó una puerta entornada, por cuya abertura entraba la débil claridad. Sólo la baronesa podía encontrarse allí. Fandorin se dirigió con decisión hacia la zona iluminada y empujó bruscamente la puerta.
Ante él apareció una pequeña habitación con las paredes cubiertas de estantes. En el medio, sobre una mesa, ardía una vela en un candelabro de bronce. Su luz alumbraba el rostro de lady Esther, desfigurado por las sombras. – ¡Entre, niño mío! – dijo con tranquilidad-. Le esperaba.
Erast Petrovich cruzó el umbral y la puerta se cerró súbitamente con un golpe. Se sobresaltó, se volvió y observó que la puerta no tenía ni manecilla ni pestillo..
–Acérquese un poco más -pidió milady dulcemente-.
Quiero ver mejor su rostro, porque el suyo es el rostro del destino. Usted es como una piedrecita colocada en medio de mi camino. Una piedrecita con la que yo estaba condenada a tropezar.
Ofendido por la comparación, Fandorin se acercó a la mesa, y sobre ella, justo delante de la dama, vio un pequeño cofre metálico. – ¿Qué es eso? – inquirió.
–Se lo confesaré más tarde. ¿Qué ha hecho usted con Erhardt?
–Está muerto. Él ha tenido la culpa, nadie le obligó a ponerse en la trayectoria de la bala -respondió groseramente Erast Petrovich, evitando pensar en que acababa de matar a dos hombres.
–Es una gran pérdida para la humanidad. Era un hombre extraño y algo obsesivo, sí, pero un científico extraordinario.
Un azazel menos…
–Pero, dígame, ¿qué es Azazel en realidad? – preguntó Fandorin, inquieto-. ¿Qué relación tienen sus huérfanos con ese Satanás?
–Azazel no es Satanás, niño mío, sino el símbolo del gran salvador y civilizador de la humanidad. Dios creó el mundo y a los hombres, y luego los abandonó a su suerte. Pero los hombres eran tan ciegos y débiles que convirtieron este mundo divino en un infierno. La humanidad habría desaparecido hace tiempo si no hubiera sido por las geniales personalidades que nacían de vez en cuando entre los mismos hombres. No eran ni demonios ni dioses. Yo los llamo hero eivilisateurs . Con cada uno de ellos la humanidad dio un salto adelante. Prometeo nos regaló el fuego. Moisés nos redactó unas leyes comprensibles. Cristo nos ofreció una guía moral.
Pero el más preciado de estos héroes fue el judío Azazel, que enseñó al hombre el sentimiento de la propia estima. Está escrito en el Libro de Enoe: «y con amor penetró en el alma de los hombres y les descubrió los secretos que sólo conocían en los Cielos.» Fue él quién regaló el espejo a los hombres, o sea, la posibilidad de la memoria y de la comprensión del pasado. Gracias a Azazel, el hombre aprendió todos los oficios y a defender su hogar. Gracias a Azazel, la mujer, que hasta entonces sólo había sido una hembra, sumisa y fértil, se convirtió en una criatura con idénticos derechos y con la capacidad de elegir libremente ser hermosa o fea, madre o amazona, dedicar su vida a su familia o a toda la humanidad. Dios se había limitado a repartir las cartas a los hombres. Azazel nos enseñó a jugadas para conseguir la victoria. Cada uno de mis pupilos es un Azazel, aunque no todos sean conscientes de ello. – ¿Por qué «no todos»?
–Sólo unos pocos, los más fieles e inflexibles, conocen nuestro objetivo secreto -aclaró milady-. Se encargan de los trabajos más sucios para que los demás niños puedan permanecer inmaculados. Azazel es mi tropa de vanguardia, la que tiene asignada la misión de apropiarse gradual y progresivamente del timón del mundo. ¡Ah, cómo florecerá nuestro planeta cuando esté gobernado por mis azazeles! Y eso podría haber ocurrido muy pronto: en apenas quince años…
Los demás pupilos de mis «esthernados» desconocen el secreto de Azazel; se limitan a labrarse su camino en la vida, aportando el mayor provecho posible a la humanidad. Yo tan sólo constato sus éxitos, me alegro de sus logros y sé que en caso de necesidad ninguno de ellos rehusará acudir en ayuda de su madre. ¡Ay!, ¿que será de ellos sin mí? ¿Qué será del mundo?… Pero no, no va a ocurrir nada. Azazel sigue vivo y terminará la obra en mi ausencia.
Erast Petrovich se indignó: -¡Conozco bien a esos azazeles suyos, a esos hijos «fieles e inflexibles»! ¡Morbid y Franz, Andrew y ese otro, el de los ojos blancos, el que mató a Ajtirtzev! ¿Ésa es su guardia de honor, milady? ¿Esos son los más dignos?
–No sólo ellos,. sino que ellos también. ¿Recuerda, amigo mío, cuando le dije en cierta ocasión que no todos mis hijos lograban encontrar su camino en el mundo actual, porque o su talento pertenecía a un pasado remoto o sólo podría utilizarse en un futuro lejano? Pues bien, de esos discípulos surgen precisamente los ejecutores más fieles e inflexibles.
Algunos de mis niños son el cerebro, y otros, las manos. Pero el hombre que eliminó a Ajtirtzev no era hijo mío, era sólo un aliado temporal.
Los dedos de la baronesa acariciaron distraídamente la pulida tapa del cofrecillo, y de paso, como por casualidad, apretaron un botoncito redondo.
–Y eso es todo, mi querido jovencito. Nos quedan sólo dos minutos. Abandonaremos este mundo los dos juntos.
Desgraciadamente, no puedo dejarle con vida, sería muy perjudicial para mis niños. – ¿Qué es esto? – gritó Fandorin agarrando el cofrecito, que resultó más pesado de lo que parecía-. ¿Una bomba?
–Sí -sonrió compasivamente lady Esther-, una bomba de relojería. El invento de uno de mis genios infantiles. Hay cofrecitos de treinta segundos, de dos horas e incluso de doce. Resulta imposible abrirlo o detener su mecanismo. Esta mina, en concreto, está programada para explotar a los ciento veinte segundos. Mi archivo desaparecerá conmigo. Mi vida ha terminado, pero cuántas cosas he hecho mientras ha durado… Ahora otros continuarán mi trabajo. Siempre me recordarán con gratitud.
Erast Petrovich intentó en vano levantar el botoncito del artilugio metiendo una uña por debajo. Luego corrió hacia la puerta y comenzó a tantearla con los dedos, a golpearla con los puños. El corazón le latía en los oídos, marcando el tiempo que se le escapaba. – ¡Lizanka! – gimió desesperadamente Fandorin, sintiendo la muerte cerca-. ¡Milady! ¡No quiero morir! ¡Soy demasiado joven! ¡Estoy enamorado!
Lady Esther le contempló con piedad. En su interior se desarrollaba un terrible combate.
–Júreme que no dedicará su vida a la caza de mis pupilos! – le pidió quedamente, mirando con fijeza los ojos de Erast Petrovich. – ¡Se lo juro! – exclamó el joven, dispuesto a jurar en aquellos momentos todo lo que le propusieran.
Tras una larga y atormentadora pausa, los labios de la dama esbozaron una tierna y maternal sonrisa: -¡De acuerdo, sálvese, mi niño! Pero apresúrese, sólo le quedan cuarenta segundos.
Metió la mano debajo de la mesa y la puerta de bronce se abrió desde dentro emitiendo un chirrido.
Después de lanzar una última mirada a aquella mujer inmóvil y canosa, y a la oscilante llama de la vela, Fandorin se lanzó por el corredor precipitadamente. En su loca huida se golpeó varias veces contra los muros del pasillo. Subió la escalera a gatas, después se estiró y atravesó el despacho en dos zancadas.
Diez segundos más tarde las puertas de roble del ala del edificio estuvieron a punto de saltar de sus goznes a causa del potente empujón que les propinó un joven. Éste, con la cara descompuesta de pavor, salió literalmente volando de la casa, rodando por la escalinata. Corrió a toda prisa por la tranquila y sombreada calle hasta llegar a la esquina, y sólo allí se detuvo, respirando fatigosamente. Dirigió la vista hacia atrás y se quedó inmóvil.
Transcurrían los segundos y no ocurría nada. El sol doraba apaciblemente las copas de los álamos, una gata pelirroja dormitaba en un banco de madera y, en algún lugar, en un patio próximo, cacareaban las gallinas.
Erast Petrovich se llevó la mano al corazón, que seguía latiéndole violentamente. ¡Le había engañado! ¡Le había tomado el pelo como a un niño! ¡Y se habría escapado por la puerta trasera!
Soltó un rugido de rabia impotente, pero justo en ese momento, como si de una respuesta se tratara, el ala del edificio soltó un bramido. Las paredes temblaron, el tejado se tambaleó visiblemente y de algún rincón subterráneo le llegó el rumor sordo y profundo de una explosión.
Último Capítulo
Donde nuestro héroe se despide de la juventud
Pregúntele usted a cualquier vecino de Moscú qué fecha es la más idónea para casarse y con toda seguridad le responderá que un hombre serio, respetable y deseoso de cimentar su vida familiar sobre una base sólida, deberá unirse en matrimonio sólo a finales de septiembre, porque ésos son los días que mejor se avienen con el levar de anclas y el inicio de un largo y pacífico viaje por las olas de la oceánica vida. El septiembre moscovita es un mes ahíto y perezoso que se engalana con un brocado dorado y enciende sus mejillas con el naranja del arce, como una emperifollada tendera de los barrios del otro lado del Moscova. Si decide casarse el último domingo del mes, el cielo estará límpido y azul a la fuerza, y el sol lucirá reposadamente y con delicadeza. El novio no tendrá que sudar dentro del cuello terso y almidonado de su camisa y su apretado frac negro, ni la novia se congelará en ese gaseoso, mágico y etéreo atavío que no tiene ningún nombre que realmente haga justicia a su magnificencia.
La elección de la iglesia para la ceremonia nupcial podría ser materia de toda una disciplina científica. En este sentido, la oferta de Moscú es enorme, pero, precisamente por esta causa, la decisión es sumamente delicada y responsable.
Un moscovita de toda la vida sabe que está muy bien casarse en la Srietenka, en la iglesia del Tránsito de la calle Pichatniki: los esposos disfrutarán de una larga vida y los dos morirán el mismo día. Si de lo que se trata es de tener una prole numerosa, nada mejor que la iglesia de San Nicolás de la Gran Cruz, que ocupa toda una manzana en el barrio de Kitay-Gorod. El que valore la vida doméstica y la comodidad del hogar sobre todas las demás cosas, que se incline por la iglesia de San Pimén el Grande, en la calle Stariey-Vorotniki.
Si el novio es militar, pero no quiere acabar sus días en el campo de batalla sino cerca de la chimenea familiar y rodeado por su esposa, hijos y toda la parentela, lo más sensato es elegir la iglesia de San Jorge, en el barrio de Vspolie. Y, claro, ninguna madre amorosa permitirá que su hija celebre nupcias en el barrio de Varvarka, en la iglesia de la mártir Santa Bárbara, porque la pobre tendrá que arrastrar una vida llena de tormentos y penalidades.
Las personalidades ilustres y con altos cargos administrativos no son tan libres de elegir, pues la iglesia en cuestión deberá ser amplia y majestuosa, ya que de otra manera resultaría difícil instalar a todos los invitados, la flor y nata de la sociedad moscovita. Y en las nupcias que acababan de celebrarse en la ceremoniosa y magnífica iglesia del Orador se había congregado «el todo Moscú». Los mirones que se aglomeraban en la salida, donde las berlinas aguardaban aparcadas en una larguísima fila, pudieron contemplar en su carruaje al mismísima gobernador general en persona, el príncipe Vladimir Andreevich Dolgoruki, lo cual significaba que la boda era de la más alta categoría.
Aunque sólo se permitía la entrada al templo por rigurosa invitación especial, dentro se reunieron más de doscientas personas. Abundaban los uniformes resplandecientes, tanto militares corno civiles. Decenas de desnudos hombros femeninos, fastuosos peinados, condecoraciones, bandas, estrellas y joyas de todo tipo se exponían allí para la admiración pública. Todas las velas y arañas del templo estaban encendidas. Hacía mucho rato que había comenzado la ceremonia y los invitados comenzaban a fatigarse. Las mujeres, fuera cual fuera su edad o fortuna familiar, se mostraban excitadas y conmovidas, pero los hombres estaban cansados y pasaban el rato haciendo comentarios a media voz sobre los presentes. Sin embargo, ya se habían emitido muchos juicios sobre la joven pareja. Al padre de la novia, el consejero en activo Aleksander Apollodorovich van Evert-Kolokoltsev, lo conocía todo Moscú, y la hermosa Elizaveta Aleksandrovna había sido admirada más de una vez en los bailes de gala a los que había asistido desde que fuese presentada en sociedad el año anterior. La curiosidad, pues, se cebaba en especial en el novio, Erast Petrovich Fandorin. Se sabía poco de él: que era un perillán capitalino que solía viajar a Moscú con frecuencia para la resolución de importantes asuntos estatales; que era un arribista que se movía a sus anchas muy cerca de los estamentos más altos del poder del Estado. En realidad, no tenía un cargo muy elevado, pero era todavía muy joven y nadie dudaba que muy pronto alcanzaría la cima. De hecho, verlo con la cruz de Vladimir colgando ya del ojal con tan pocos años era corno una broma. El previsor Aleksander Apollodorovich sabía poner los ojos bien lejos.
Las mujeres estaban emocionadas, sobre todo por la belleza y la juventud de los cónyuges. El novio se mostraba muy turbado: ora enrojecía, ora se ponía pálido corno la pared, y llegó a tartamudear al pronunciar las palabras del voto nupcial. En resumen, un encanto de muchacho. Y qué se podía decir de la novia, de Lizanka van Evert-Kolokoltseva, sino que no parecía un ser de este mundo: los corazones se paralizaban sólo con mirarla. Con aquel vestido vaporoso corno una nube, el velo fino y transparente, y la corona de rosas de Sajonia, todo en ella era y estaba corno debía ser. Cuando los contrayentes bebieron el vino tinto del cáliz e intercambiaron un beso, la novia no se turbó lo más mínimo; por el contrario, sonriendo alegremente, susurró al novio algo que también a él le provocó la risa.
Y lo que Lizanka susurró fue esto:
–La desgraciada Liza cambió de opinión y, en lugar de ahogarse en el lago, prefirió casarse.
Erast Petrovich había sufrido todo el día por el manifiesto interés que los demás mostraban hacia su persona y por su obligada dependencia de la multitud que lo rodeaba.
Advirtió la presencia de muchos de sus antiguos compañeros de gimnasio y de «viejos camaradas» de su padre (aquellos que en los últimos tiempos habían desaparecido como engullidos por la tierra y ahora surgían otra vez de ella como por ensalmo). A primera hora de la mañana, un grupo de conocidos condujo a Fandorin a la celebración de un desayuno de soltero en el restaurante Praga de la calle Arbat. Allí, todos los reunidos le palmearon los costados y, haciéndole guiñas, le dieron su más sentido pésame, broma cuyo sentido no comprendió al principio. Después le llevaron de vuelta al hotel, donde al instante se personó el peluquero Pierre, que se puso a estirarle dolorosamente el cabello y a ensortijárselo en un pomposo copete. No estaba bien ni era de buen augurio encontrarse con Lizanka antes de su llegada a la iglesia, y esta circunstancia también le resultó de lo más atormentadora. En los tres días transcurridos desde su llegada de Petersburgo, ciudad en la que el novio estaba ahora destinado, prácticamente no había visto a la novia, pues Lizanka siempre andaba ocupada con algún importantísimo preparativo de la boda.
Más tarde, Ksaveri Feofilaktovich Grushin, rojo como la grana desde el desayuno matutino de despedida, enfundado en su frac y con la blanca banda de padrino en el pecho, acomodó al novio en una berlina descubierta y lo condujo a la iglesia. Erast Petrovich esperó un buen rato a la novia en la escalinata mientras la multitud le gritaba no se sabía muy bien qué y una jovencita le arrojaba una rosa que le rasguñó levemente la mejilla. Por fin llegó la novia, apenas visible debajo de tantas ondas de tejido transparente. Los dos permanecieron de pie, uno al lado del otro, delante del facistol. El coro cantó y el pope entonó: «Que nuestro Dios sea generoso y misericordioso» y algunas oraciones más. Luego los novios se intercambiaron los anillos y juntos hallaron la alfombra. Y en ese preciso momento, inmediatamente después de que Lizanka le susurrara las palabras sobre la pobre Liza, Erast Petrovich se sintió repentina e inexplicablemente tranquilo y comenzó a mirar en derredor, a detener la vista en los rostros de algunos invitados y a observar la cúpula de la iglesia.
En suma, a encontrarse verdaderamente a gusto.
También se sintió de maravilla después, cuando todos se les acercaron y les felicitaron sincera y cálidamente. El gobernador general, Vladimir Andreevich Dolgoruki, le cayó especialmente bien: era gordo y amable y tenía el rostro redondito y unos largos bigotes colgantes. El gobernador le dijo que sólo había oído elogios sobre su persona y le deseó de todo corazón un feliz matrimonio.
A continuación salieron a la plaza. La multitud gritaba a su alrededor, pero ellos apenas veían nada porque el sol brillaba con mucha fuerza y les cegaba.
Luego subieron a una berlina descubierta y de pronto todo comenzó a oler a flores.
Lizanka se despojó de su larguísimo guante blanco y apretó con fuerza la mano de Erast Petrovich. El novio, pícaramente, acercó su rostro al velo de la muchacha y respiró con placer el aroma de sus cabellos, de su perfume y de su cálida piel. Pero justo en ese instante (cruzaban las puertas Nikitskie), Fandorin miró casualmente hacia el atrio de la iglesia de la Ascensión, y al hacerla notó que una mano helada le oprimía de repente el corazón.
Fandorin vio a dos niños, de unos ocho o nueve años, vestidos con unos uniformes azules hechos harapos. Estaban sentados con gesto abatido entre los demás mendigos y entonaban con sus vocecillas agudas una triste canción. Los jóvenes pedigüeños volvieron la cabeza y siguieron con la vista, con curiosidad, el paso del pomposo cortejo nupcial.
–Querido, ¿qué te ocurre? – se asustó Lizanka al ver pa lidecer el rostro de su marido.
Fandorin no respondió.
Al quedarse sin dirección ni patrocinio, la red internacional de «esthernados» se desintegró. En algunos países, los orfanatos pasaron a depender del Estado o de otras organizaciones benéficas, pero la mayor parte de aquellos refugios infantiles dejó, simple y llanamente, de existir. Los dos «esthernados» rusos, por su parte, fueron clausurados por un decreto del Ministerio de Instrucción Pública, tras ser declarados focos de ateísmo y de ideas perniciosas. Los profesores fueron dispersados, y los niños, en su mayoría, abandonados a su suerte.
Por la lista encontrada en poder de Cunningham se consiguió desenmascarar a dieciocho antiguos pupilos de esa institución. Pero la pesquisa ofreció, en general, pocos frutos porque resultó prácticamente imposible demostrar quién había participado de forma activa en la organización Azazel y quién no. No obstante, cinco de los alumnos descubiertos (entre otros, el ministro portugués) tuvieron que dimitir, dos se suicidaron y uno más (el jefe de la guardia presidencial brasileña) fue ajusticiado. Una extensa investigación internacional desveló que multitud de respetables y notorios personajes públicos habían cursado en su día estudios en los «esthernados». Muchos no hicieron nada por ocultar aquel dato de sus biografías, sino que, por el contrario, incluso manifestaron sentirse orgullosos de la educación recibida.
Otros de los antiguos «niños lady Esther» prefirieron escabullirse y ponerse a salvo de aquella insidiosa persecución de la policía y de los servicios secretos, pero la mayoría permaneció en sus puestos, ya que no hubo manera de probar su culpabilidad. Sin embargo, a partir de entonces se les vetó el acceso a los altos puestos gubernamentales, y en ciertos países los nuevos nombramientos se efectuaron sólo tras una exhaustiva investigación de los orígenes y genealogía de los candidatos, casi como había sido preceptivo en los tenebrosos tiempos del caduco feudalismo. ¡Y los candidatos rogaban a Dios que no apareciese entre sus allegados más inmediatos ningún pariente «huérfano»! (Así llamaban en los círculos oficiales a los pupilos de lady Esther.) La verdad es que la mayoría de los ciudadanos sobre quienes se practicó esta investigación no se percataron de ella, porque los gobiernos establecieron acuerdos de escrupulosa precaución y confidencialidad. Durante algún tiempo circularon rumores sobre una supuesta conjura internacional: de los masones, de los judíos o de los dos grupos unidos. Hasta se llegó a mencionar a Disraeli como su líder natural. Pero al cabo retornó la calma, sobre todo después de que en los Balcanes estallara la grave crisis que hizo que Europa entera se tambalease.
Por obligaciones de su cargo, Fandorin tuvo que participar activamente en la investigación del «caso Azazel», pero mostró tan poco celo en ello que el general Mizinov consideró más sensato encargarle a su joven y capaz subordinado otro trabajo más de su gusto. Erast sentía que su conciencia en la historia de Azazel no estaba del todo limpia, y su papel en las pesquisas comenzó a adquirir tintes ambiguos. El juramento dado a la baronesa (y violado en contra de su voluntad) enrareció notablemente las felices semanas que precedieron a sus nupcias.
Y tuvo que suceder que, precisamente el día de su boda, aparecieran ante los ojos de Erast Petrovich las víctimas que habían provocado su «abnegación, valentía y loable celo» (eso decía textualmente el ucase imperial de su condecoración).
En unos segundos, a Fandorin se le agrió el ánimo y el remordimiento se apoderó de él. Pero cuando llegaron a la casa paterna de la calle Malaya Nikitskaya, Lizanka tomó el problema en sus manos con decisión. Se reunió con su apenado marido en el guardarropa, una estancia contigua al recibidor, donde éste se había refugiado, y le prohibió severamente encerrarse allí otra vez sin su permiso. Afortunadamente, sus padres y familiares estaban demasiado ocupados en atender a los invitados que llegaban para participar en el banquete nupcial y no advirtieron nada. De la cocina llegaban unos maravillosos aromas -desde el amanecer se afanaban allí los cocineros del restaurante Slaviansky Bazar, contratados especialmente para la ocasión- y por las puertas selladas del salón de baile se filtraban las notas de los valses vieneses que ensayaba la orquesta por última vez. En una palabra, todo seguía su curso. Sólo faltaba llamar al orden a su desmoralizado esposo.
Cuando la novia se convenció de que la causa de aquella inesperada melancolía no la provocaba el recuerdo inoportuno de una antigua amante, se tranquilizó y tomó cartas en el asunto con resolución. A sus primeras preguntas directas, Erast Petrovich reaccionó con bufidos y ofreciéndole la espalda, por lo que Lizanka decidió cambiar de táctica. Comenzó a acariciarle las mejillas y a besarle la frente, y luego los labios y los ojos, hasta que su marido se enterneció y logró dominarse. Sin embargo, los jóvenes no se apresuraron a unirse a los invitados. El barón salió varias veces al vestíbulo y se acercó a la puerta cerrada del guardarropa, e incluso tosió con delicadeza junto a ella, sin atreverse a llamar con los nudillos en la madera. Hasta que tuvo que hacerlo. – ¡Erast! – llamó Aleksander Apollodorovich, que desde la boda había comenzado a tutear a su yerno-. Discúlpame, pero un mensajero recién llegado de Petersburgo pregunta por ti. ¡Es un asunto urgente!
El barón se volvió y miró de soslayo a un joven oficial que permanecía inmóvil y como esculpido en piedra junto a la entrada, tocado con su casco de penacho de plumas. El correo sostenía bajo el brazo un sobre cuadrado, envuelto en el papel gris estatal y lacrado con la figura de las águilas imperiales.
La puerta se abrió y el joven yerno apareció con el rostro ligeramente ruborizado. – ¿Me buscaba usted, teniente? – ¿El señor Fandorin? ¿Erast Petrovich? – inquirió el oficial con la voz clara y el acento propios de un miembro de la guardia imperial.
–Sí, soy yo.
–Un mensaje secreto y urgente de la Tercera Sección. ¿Dónde puedo entregárselo?
–Aquí mismo -respondió Erast Petrovich, y añadió, haciendo un aparte-: Discúlpeme usted, Aleksander Apollodorovich.
El yerno aún no se había acostumbrado a tratar a su suegro con la familiaridad otorgada.
–Comprendo. El trabajo es el trabajo. – Apollodorovich se despidió del mensajero con una inclinación de cabeza y cerró la puerta del guardarropa cuando éste hubo pasado dentro.
Él aguardó en el vestíbulo, demostrando así que no era de los que meten la nariz en los asuntos ajenos.
El teniente colocó el sobre en una silla y extrajo una hoja de papel que llevaba bajo la solapa del uniforme.
–Tenga la bondad de firmarme el recibí. – ¿De qué se trata? – preguntó Fandorin mientras firmaba.
Lizanka miró el sobre con curiosidad, sin mostrar la más mínima intención de dejar a su marido a solas con el mensajero.
–No estoy al corriente -se encogió de hombros el oficial-. Sólo sé que pesa exactamente un kilo y seiscientos treinta y ocho gramos. Por lo que veo, celebra usted un feliz acontecimiento. Quizá la carta esté relacionada con eso. En cualquier caso, le felicito en mi nombre. Tengo aquí también un mensaje que seguramente le aclarará el asunto.
El correo sacó de la bocamanga un pequeño sobre sin firma alguna. – ¿Permite que me retire?
Erast Petrovich movió la cabeza en señal afirmativa después de comprobar el sello del sobre. El hombre saludó militarmente, se giró con aire marcial y salió de la casa.
En el oscuro guardarropa había poca luz y Fandorin abrió el sobre mientras se acercaba a la ventana que daba a la calle Malaya Nikitskaya. Lizanka abrazó a su marido por los hombros, acariciándole la oreja con su aliento.
–Bueno, ¿de qué se trata? ¿Una felicitación? – le preguntó con impaciencia, y, al ver la tarjeta satinada con dos anillos dorados entrelazados, exclamó-: ¡Sí, una felicitación! ¡Oh, qué amables!
En aquel preciso instante Fandorin, distraído por un rápido movimiento que se produjo en la calle, vio cómo el teniente correo se comportaba de un modo bastante extraño.
Bajó la escalinata de la casa a toda prisa, tomando carrerilla saltó a la calesa que le esperaba y le gritó al cochero: -¡En marcha!… ¡Nueve! ¡Ocho! ¡Siete!
El cochero levantó la fusta y volvió la cabeza hacia atrás.
Fue apenas un segundo, pero Erast Petrovich consiguió distinguirlo. Tenía el aspecto de un cochero corriente, llevaba un sombrero de alta copa y tenía la barba canosa, pero sus ojos resultaban poco comunes: muy claros, casi blancos. – ¡Alto ahí! – gritó Fandorin con rabia. Y, sin pensárselo dos veces, se encaramó de un brinco al alféizar de la ventana.
El cochero hizo restallar el látigo y el par de caballos negros arrancó al trote. – ¡Alto o disparo! – se desgañitó Fandorin corriendo tras ellos, pese a que no tenía con qué disparar. Con motivo de la boda, había dejado su fiel Gerstal en el hotel. – ¡Erast! ¿Adónde vas?
Fandorin giró la cabeza mientras continuaba corriendo.
Lizanka estaba asomada a la ventana y en su cara se dibujaba la más absoluta perplejidad. Un segundo después, una llamarada de fuego y humo salió por la ventana, los cristales reventaron y Erast Petrovich fue levantado del suelo y arrojado a cierta distancia.
Durante algunos segundos todo permaneció en calma, oscuro y tranquilo. Luego la deslumbrante luz del día le fustigó los ojos, los oídos comenzaron a zumbarle y Fandorin comprendió que seguía vivo. Veía los adoquines del pavimento, pero no entendía qué hacían allí, cerca de sus ojos. Mirar ese suelo pétreo y gris le resultó insoportable y volvió la cabeza a un lado. Lo que entonces quedó ante su vista le resultó todavía más desagradable. Era un excremento de caballo y, junto a él, algo irritantemente blanco que relucía coronado por dos anillos dorados. Erast Petrovich se levantó de un salto, cogió la tarjeta y leyó una frase cuidadosamente escrita con una letra gruesa y anticuada y unos trazos ondulantes y alambicados:
My Sweet Boy, This is a Truly Glorious Day!
El embotado cerebro de Fandorin no llegó a captar el velado significado de las palabras. Su atención estaba concentrada ahora en otro objeto que irradiaba unos destellos inquietantes, abandonado en medio de la calzada.
En un primer momento Erast Petrovich no entendió lo que era. Sólo pensó que el suelo no era lugar adecuado para aquel objeto. Luego lo comprendió todo. Era un brazo humano, delicado y juvenil, arrancado de cuajo a la altura del codo, con un anillo de oro de un brillo lujuriante en el dedo anular.
Por el bulevar Tverskoi; sin mirar a nadie ni nada, camina con pasos rápidos pero vacilantes un joven vestido con elegancia mas horriblemente descuidado. Lleva un frac caro y arrugado, una sucia corbata blanca y un clavel también blanco y polvoriento en la solapa. Los paseantes se apartan para abrirle paso y luego siguen al extravagante sujeto con miradas curiosas. Lo chocante de la escena no está en la palidez cadavérica del galán -¿acaso no hay tísicos en Moscú?-, ni tampoco en la lamentable evidencia de que está borracho como una cuba (da bandazos bruscos de un lado a otro): ¡vaya una cosa! ¿Por qué ha de sorprender ver un borracho más o menos en esa gran ciudad? No, lo que llama la atención de los transeúntes con los que se cruza el joven, en especial de las damas, es ese detalle de su rostro, tan distintivo e inquietante: pese a su evidente juventud, ese calavera tiene las patillas completamente canosas, como cubiertas por una helada escarcha.
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29/12/2009
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