Donde se narra un cínico desplante
El lunes 13 de mayo de 1876, pasadas las dos de la tarde, en un lozano día primaveral de calor veraniego, ocurrió un incidente horroroso y ciertamente fuera de toda lógica, en los Jardines de Alejandro y ante los ojos de numerosos testigos. Por los caminos arbolados, entre lilas en flor y esplendorosos parterres de tulipanes de color escarlata, se paseaba una muchedumbre ataviada de la manera más elegante: señoras con sus parasoles de encaje (para evitar las pecas), niños vestidos de marinerito acompañados de sus institutrices, y jóvenes de aspecto aburrido con levitas de cheviot a la moda o chaquetas cortas de estilo inglés. Nada en aquel ambiente hacía presagiar una desgracia. Al contrario, una placentera pereza y un agradable sopor se extendían por el aire, saturado con los aromas de una primavera serena y ya avanzada.
El sol apretaba y todos los bancos que estaban a la sombra se hallaban ocupados.
En uno de estos bancos, situado cerca de la Gruta, de cara a la verja de hierro tras la que empezaba la calle Niglinniaya y desde donde se vislumbraba el muro amarillo del Picadero, se sentaban dos damas. Una, muy joven (lo suficiente para no ser llamada todavía señora, sino más bien señorita), leía un librito encuadernado en tafilete, aunque miraba sin cesar a todos lados con una curiosidad dispersa. La otra dama, bastante mayor, llevaba un elegante vestido de lana azul oscuro y unos ligeros botines de fieltro con cordones; hacía punto rítmicamente y con esmero, estaba tejiendo una prenda de color rosa chillón. Aunque se mostraba verdaderamente concentrada en su tarea, también volvía la cabeza a izquierda y derecha, y su mirada rápida y sagaz retenía cualquier detalle digno de atención.
Por ello la dama reparó de inmediato en aquel joven vestido con unos estrechos pantalones a cuadros, una levita indolentemente desabotonada sobre el chaleco blanco y un sombrero redondo de estilo suizo. El joven caminaba por la alameda sin dirección fija y de manera extraña: tan pronto se detenía en seco, igual que si buscara a alguien entre los paseantes como daba varios pasos enérgicos hacia delante y luego se quedaba inmóvil otra vez.
De pronto, aquel excéntrico sujeto reparó en nuestras damas y, como impulsado por una repentina decisión, se encaminó hacia ellas a zancadas. Se detuvo delante del banco y, dirigiéndose a la jovencita, exclamó con tono burlón: -¡Señora! ¿Le han dicho a usted que es insoportablemente hermosa?
La joven, que en efecto era muy bella, miró asombrada a aquel insolente y entreabrió su boquita de fresa con cierto temor. Su madura acompañante también se quedó pasmada ante descaro tan inaudito. – ¡Desde que la he visto soy su esclavo! – continuó tanteando el desconocido, cuyo porte era más que presentable (patillas recortadas a la moda, frente amplia y pálida, y ardientes y fogosos ojos castaños)-. ¡Permítame depositar sobre su inmaculada frente un beso puro, un beso fraternal! – ¡Señor, está usted completamente borracho! – reaccionó al fin la dama que hacía calceta, pronunciando las palabras con un fuerte acento alemán. – ¡Sí, estoy borracho…, pero de amor! – afirmó el descarado joven, y con el mismo tono artificial y lastimero exigió-: ¡Sólo uno, un único beso, o pondré fin a mi vida!
La jovencita se apretó contra el respaldo del banco y volvió el rostro hacia su protectora. – ¡Váyase inmediatamente! ¡Está usted loco! – replicó la señora levantando la voz y poniéndose a la defensiva, con el trabajo de punto por delante y las dos agujas amenazadoramente enhiestas-. ¡Márchese o llamaré al guardia! – ¡Ah, así que… me rechazan! – gritó el joven con fingida desesperación, cubriéndose teatralmente los ojos con la mano, De improviso, extrajo de un bolsillo interior un pequeño y brillante revólver negro de acero-. ¿Acaso merece la pena vivir después de esto? ¡Una sola palabra suya y seguiré entre los vivos! ¡Una sola palabra suya y caeré muerto a sus pies! – le anunció a la jovencita, ella misma más muerta que viva-. ¡Qué, no dice nada!… ¡Entonces adiós!
La visión de ese joven que blandía un arma no podía dejar de llamar la atención de los paseantes. Las personas más próximas al escenario del suceso -una señora gruesa que llevaba un abanico en la mano, un distinguido caballero con la cruz de la reina Ana colgada al cuello, y dos estudiantes con sus uniformes de gimnasio, unos vestidos marrones con esclavina- se quedaron como petrificadas en el sitio y, al otro lado de la verja, ya en la acera de la calle, un muchacho con aspecto de universitario detuvo también el paso. En una palabra, era evidente que pronto se pondría remedio a aquella escandalosa escena. Pero los acontecimientos se desarrollaron con tal rapidez que nadie pudo impedir lo que ocurrido continuación. – ¡Que la suerte decida! – gritó el borracho (o el loco), Dios sabe con qué propósitos, levantó el revólver hasta la cabeza, giró el tambor y apoyó el cañón en la sien. – ¡Payaso! ¡Cabeza hueca! – farfulló la valerosa teutona, cuyo dominio del habla popular rusa era notorio, El semblante del joven, pálido ya de por sí, adquirió un tono verde grisáceo. Se mordió el labio inferior y comenzó a parpadear nerviosamente. A su vez, la hermosa jovencita cerró los ojos, por si acaso.
Una decisión acertada, porque así se evitó el horrible espectáculo que se desencadenó a renglón seguido: durante un segundo, en el momento mismo en que retumbó el disparo, la cabeza del suicida se torció violentamente hacia un lado y, del orificio que la bala hizo un poco más arriba de la oreja izquierda, manó a presión un chorro de color rojo claro.
Los minutos posteriores fueron de una confusión indescriptible. La dama alemana empezó a mirar con indignación a uno y otro lado, como invitando a todos los transeúntes a acercarse y ser testigos de aquel escándalo tan increíble.
Pero al punto se puso a aullar como una desesperada y, así, se unió a los gritos de las dos estudiantes y a la dama gorda, que desde hacía unos segundos lanzaba unos alaridos escalofriantes. La hermosa jovencita yacía sin sentido, aunque entreabrió los ojos un instante para volver a desmadejarse cual muñeca de trapo enseguida. La gente se aproximó corriendo de todas partes, excepto el universitario que caminaba por el otro lado de la verja, un alma sensible que se alejó velozmente en dirección opuesta, cruzó la calzada y enfiló la calle Mojovaya.
Ksaveri Feofilaktovich Grushin, comisario de la Dirección de la Policía Secreta, adjunta a la Dirección General de la Policía de Moscú, suspiró con alivio y colocó a su izquierda, sobre la pila de «Asuntos examinados», el resumen de los delitos más importantes del día anterior. Ninguna de las veinticuatro comisarías que vigilaban aquella ciudad de setecientos mil habitantes había registrado un hecho notable que mereciera la intervención de su departamento. Un homicidio en la trifulca de unos artesanos borrachos (el homicida había sido detenido en el mismo lugar del crimen). Sendos atracos a dos cocheros de punto (¡que se las compusieran los agentes de barrio!). Y la desaparición de setenta y cinco mil ochocientos cincuenta y tres rublos con cuarenta y siete kopecs de la caja del Banco Rusoasiático (el caso quedaba en manos de Anton Semionovich, de la sección de delitos económicos).
Gracias a Dios, habían dejado de enviarle a la Dirección los asuntillos sin importancia: pequeños hurtos callejeros, criadas ahorcadas o recién nacidos abandonados en un zaguán. Ya le bastaba con darse por enterado del «Resumen policial de sucesos» que las secciones despachaban todas las tardes.
Ksaveri Feofilaktovich bostezó a sus anchas y por encima de sus quevedos de carey lanzó una mirada displicente en dirección al escribano, el funcionario de decimocuarta clase Erast Petrovich Fandorin, que repetía por tercera vez el informe manuscrito semanal destinado al jefe de la policía.
«¡Así aprenderá! – pensó Grushin-. ¡Es preciso acostumbrar a los dedos inexpertos a escribir con esmero desde muy pronto! ¡En el futuro me lo agradecerá! ¡Vaya moda ésa que han adoptado de utilizar el plumín! ¡Y ese informe no es precisamente para cualquiera, sino para el mismísimo jefe! ¡Ni lo pienses, pichoncito! ¡Tú con cuidado y a la antigua, con la pluma de ganso y todas esas espirales y adornitos! Su excelencia se crió en los tiempos del zar Nikolai Pavlovich, cuando el orden y el respeto a los superiores eran cuestiones sagradas.»
Ksaveri Feofilaktovich deseaba lo mejor para aquel muchacho y por eso se compadecía paternalmente de él. Porque, la verdad sea dicha, el destino había tratado con excesiva crueldad a su joven escribano. Había quedado huérfano a los diecinueve años. Después de perder a su madre de muy niño, su padre, un cabeza loca, estiró la pata tras invertir todo su dinero en sueños y castillos de naipes. Había amasado un dineral en los años de la fiebre del ferrocarril, pero después se arruinó en los de la fiebre bancaria. ¡Cuánta gente de fortuna se había visto en el arroyo de un año a aquella parte, cuando los bancos comenzaron a quebrar, uno tras otro! De pronto, los pagarés más sólidos se convirtieron en basura. Y así fue como el señor Fandorin, teniente retirado, la palmó del susto de la noche a la mañana dejando en herencia a su único hijo tan sólo papel mojado. El pobre muchacho tendría que haber completado sus estudios en el gimnasio e incluso haber ido a la universidad. Pero en lugar de eso se había visto obligado a abandonar la casa paterna y a ganarse el pan de cada día con el sudor de su frente. Ksaveri Feofilaktovich carraspeó, compungido. El huérfano había aprobado la oposición a funcionario de registro, una prueba muy sencilla para un chico tan instruido como él. Pero… ¿qué mosca le habría picado para ingresar precisamente en la policía? Habría hecho mejor entrando en el departamento de estadística o en los juzgados. ¡Tenía demasiados pájaros en la cabeza!
«¡Todos soñamos con apresar al enigmático ladrón de las joyas de la Corona! Pero, pichón mío, en nuestro trabajo nunca tropezamos con casos así. Lo que solemos hacer aquí es desgastar el forro de los pantalones en la silla, y escribir y escribir sumarios sobre cómo, por ejemplo, el pequeño burgués Golopuzov, borracho como una cuba, mató a hachazos a su mujer legítima y a sus tres hijitos.»
Pese a que el joven Fandorin no llevaba aún tres semanas en la policía, Ksaveri Feofilaktovich, experimentado detective y perro viejo en el oficio, ya estaba convencido de que el muchacho no servía para aquel menester. Demasiado tierno, demasiada educación exquisita.
No había transcurrido todavía su primera semana de trabajo cuando Grushin le ordenó que le acompañara al escenario de un crimen (en concreto, el asesinato de la tendera Krupnova, muerta a cuchilladas). Fandorin se puso lívido en cuanto vio el cadáver y escapó al patio horrorizado y apoyándose en las paredes. La verdad es que el aspecto de la difunta no era como para abrir el apetito: tenía el cuello rebanado de oreja a oreja, la lengua fuera y los ojos abiertos como platos, y estaba rodeada de un mar de sangre. Por ese motivo, el propio Ksaveri Feofilaktovich hubo de llevar la investigación y, además, redactar el protocolo de las diligencias.
Afortunadamente, el caso resultó facilón. Kuzikin, el portero de la finca, tenía una mirada tan asustada y huidiza, que Grushin ordenó al momento a uno de sus agentes que lo agarrara de la solapa y lo metiera en chirona. El sospechoso llevaba ya dos semanas en el calabozo y, aunque seguía negándolo todo, no importaba: al final acabaría declarándose culpable. A juicio de nuestro comisario nadie más había podido degollar a la pobre mujer; el olfato profesional, con treinta años de servicio a sus espaldas, no le fallaba nunca.
Pero Fandorin sí que servía para las labores burocráticas. Era trabajador, despabilado, escribía sin faltas de ortografía, dominaba el ruso y, por si fuera poco, poseía unas excelentes maneras. Todo lo contrario de aquel borracho amargado, Trofimov, que ocupaba su puesto hasta hacía un mes y había sido degradado del oficio de escribiente al de ayudante de segunda en la comisaría del barrio de Jitrovka. ¡Que se emborrachara allí y maldijera todo lo que quisiera a la jefatura!
Grushiri, algo enfadado, repiqueteó con los dedos en la mesa, tapizada con el típico paño impersonal de las oficinas estatales. Sacó el reloj del bolsillo de su chaleco (¡uf, aún quedaba mucho rato para la hora del almuerzo!) y echó mano con decisión del último número del Boletín de Moscú .
–Bien, veamos con qué nos sorprenden esta vez -dijo en voz alta.
En su mesa, el joven escribiente apartó la odiosa pluma de ganso. Sabía que ahora su jefe se pondría a leer en voz alta los titulares de las noticias más importantes y que salpicaría la lectura con sus comentarios. Era una costumbre de Ksaveri Feofilaktovich. – ¡ Vea, Erast Petrovich! ¡Eche un vistazo a lo que ponen en la primera página! ¡EL CORSÉ NORTEAMERICANO LORD BYRON,
La cintura en pulgadas.
El ancho de hombros en sazhenes. – ¡Sí, Y el tamaño del titular en arshinas! Y más abajo, ¡mira lo que ponen con letras pequeñitas!
El zar ha viajado a Ems. – ¡Pues claro! ¡No podía ser de otra manera! ¡Cómo se va a comparar nuestro zar con esa gran figura de lord Byron!
Los refunfuños del bonachón Ksaveri Feofilaktovich provocaron en el escribiente una reacción extraña. Algo pareció turbarle, porque enrojeció de pronto y sus largas pestañas de doncella temblaron con un aleteo de culpabilidad.
Bueno, y ya que hablamos de pestañas, lo ideal ahora sería describir con detalle a Erast Petrovich. Al fin y al cabo, va a desempeñar un papel decisivo en los sorprendentes y temibles acontecimientos que están por suceder. Era un joven de muy buen ver, con el cabello oscuro (del que se enorgullecía en secreto) y los ojos azules (aunque quizá hubiera sido mejor que fueran también oscuros). Era de gran estatura y tenía la piel muy blanca y las mejillas siempre encendidas por un fastidioso rubor. Ya puestos, aprovechemos la ocasión para revelar la causa que turba en este preciso momento a nuestro escribiente. Y es que el joven decidió anteayer gastarse un tercio de su primer sueldo en ese corsé que tan envidiablemente describe el diario. Sí, hoy es el segundo día que el chico va enfundado en su Lord Byron y se somete a indecibles tormentos en aras de la belleza masculina; en este preciso instante empieza a temer (sin ningún fundamento) que quizá el perspicaz Ksaveri Feofilaktovich ha adivinado la causa del porte tan caballeresco que luce su subordinado y se propone tomarle el pelo.
Pero el comisario sigue leyendo el diario:
Salvaje actuación de los soldados turcos en Bulgaria -¡Bueno, no creo que sea la lectura más apropiada para antes del almuerzo!…
MOSCÚ
–Mmm… … ¡Todos los moscovitas se lo agradecemos sinceramente!… ¿Dónde estarán nuestros Owens y Esthers rusos? – ¡Bueno, que los huerfanitos queden con Dios!… Vaya, vaya, ¿qué tenemos por aquí?
Ayer, en los Jardines de Alejandro, ocurrió un lamentable incidente, ejemplo patente de los cínicos valores que animan a nuestra juventud patria. A la vista de todos los que paseaban por allí, se suicidó de un tiro el señor N., un agraciado joven de veintitrés años, estudiante de la Universidad de Moscú y heredero único de una fortuna millonaria. – ¡Vaya!
Según declaraciones de los testigos, el joven fanfarroneó públicamente antes de cometer tan absurdo acto, blandiendo su revólver en el aire. Al principio, los presentes interpretaron su conducta como una bravuconada de borracho. Pero el señor N. no bromeaba y, tras descerrajarse un tiro en la cabeza, murió en el acto. En un bolsillo del suicida se encontró una nota de contenido escandalosamente ateo, lo que demuestra a las claras que la decisión de N. no fue fruto de un arrebato momentáneo ni estuvo provocada por la locura. De manera que esta epidemia de suicidios irracionales, tan en boga hoy día y que hasta ahora era azote exclusivo de la ciudad de Petropol, ha llegado hasta las mismas murallas de nuestra madre Moscú. ¡Oh tempora, oh mores!… ¿Hasta qué límites de incredulidad y nihilismo ha llegado nuestra dorada juventud para hacer de su propia muerte una bufonada? Si ésa es la relación que mantienen nuestros Brutos con su vida, ¿podrá sorprendemos que no den un céntimo por la de otras personas más dignas que ellos? ¡Cuán oportunas son aquí las palabras del honorable Fiodor Mijailovich Dostoievski en su reciente libro Diario de un escritor , aparecido en mayo: «Buenos, amables, honrados (¡todo eso sois!), pero ¿adónde vais?, ¿por qué os resulta tan querida esa oscura y lejana tumba? ¡Mirad, en el cielo brilla un claro sol de primavera, los árboles se han cubierto de hojas! ¡Y vosotros ya estáis cansados, sin apenas haber vivido!»
Ksaveri Feofilaktovich se sorbió la nariz, emocionado, y miró severamente de reojo a su joven ayudante, por si éste hubiera advertido su pasajera flaqueza. Después, ya dueño de sí, prosiguió su lectura.
–Y etcétera, etcétera, etcétera… Pues no veo por qué sacan eso de los tiempos que corren ahora. ¡ Vaya cosa! En Rusia se comentan los caprichos de los señoritos ociosos desde tiempos inmemoriales. ¿Una herencia millonaria? ¿Quién sería ese hombre? ¡Los bribones de los policías de barrio informan de cualquier tontería, pero, luego, un asunto como éste ni lo mencionan. ¡Como para confiar en ese resumen policial que nos envían! Aunque, la verdad sea dicha, este caso está tan claro como el agua. Se ha pegado el tiro delante de varios testigos… Pero resulta curioso… Esa zona de los Jardines de Alejandro está adscrita a la segunda comisaría urbana… Vamos a ver, Erast Petrovich, no por razones de servicio, sino de amistad, ¿por qué no se da una vuelta por allí, por la calle Mojovaya? Como si se tratara de un control rutinario. Averigüe quién era ese señor N. Y lo más importante, pichón mío, recuerde copiar la nota de despedida del suicida, que se la quiero enseñar esta tarde a mi Evdoquia Andreevna. A ella le gustan estos asuntillo s sentimentales.
No se fatigue demasiado y regrese cuanto antes.
Esas últimas palabras sonaron ya a espaldas del funcionario de registro, que tenía tanta prisa por abandonar su triste mesa forrada de hule que casi se olvidó de coger la gorra.
El funcionario de la Secreta fue conducido nada más llegar ante el jefe de la comisaría. Pero éste, al comprobar que le habían enviado a un emisario de tan ínfimo rango, juzgó indigno informarle personalmente y mandó que llamaran a su ayudante. – ¡Le atenderá Ivan Prokofievich! – dijo el comisario al joven en tono cordial, pues, aunque subalterno, era un enviado de la Dirección Central-. Él le enseñará y le contará todo lo relativo a este asunto. Estuvo ayer en la casa del finado… ¡Y preséntele mis más humildes respetos a Ksaveri Feofilaktovich!
Sentaron a Fandorin detrás de un alto pupitre y le llevaron la gruesa carpeta relativa al caso. Erast Petrovich leyó el título:
Asunto: Suicidio del honorable y linajudo ciudadano Piotr Aleksandrov Kokorin, de 23 años, estudiante de la Facultad de Derecho de la Universidad Imperial de Moscú.
Abierto el día 13 de mayo de 1876.
Cerrado el… del mes de…de 18…
Con dedos temblorosos por la impaciencia, el escribiente desanudó las cintas del legajo.
–Era hijo de Aleksander Artamonovich Kokorin -le explicó Ivan Prokofievich, un chupatintas alto y flacucho de gesto torcido, similar al de una cabra rumiando-. Un hombre riquísimo. Un industrial. Murió hace tres años. Dejó toda su fortuna a su hijo. El universitario podía vivir y divertirse todo lo que quisiera. ¿Qué echará de menos la gente así?
Erast Petrovich, sin saber qué responderle, se limitó a asentir y se sumergió en la lectura de las declaraciones de los testigos presenciales. Había bastantes, alrededor de una decena, pero la más completa se basaba en las afirmaciones de Elizaveta van Evert-Kolokoltseva, de diecisiete años, hija de un consejero privado en activo, y en las de su institutriz, la señorita Emma Pful, de cuarenta y ocho, con las que el suicida había conversado justo antes de pegarse el tiro. Lo cierto es que Erast Petrovich no extrajo nada de aquellas declaraciones que no conozca ya el lector. Los testigos repetían más o menos lo mismo, se diferenciaban sólo por sus dotes intuitivas. Unos aseguraban que el aspecto del joven los había inquietado inmediatamente («Sus ojos enloquecidos me helaron la sangre», declaraba la esposa de un consejero titular, señora Jokriakova, antes de afirmar que sólo había visto al suicida de espaldas). Otros testigos, por el contrario, aseguraban que el disparo les había cogido desprevenidos.
Al final del expediente se encontraba la importante nota del suicida, un arrugado papel azul con un monograma.
Erast Petrovich clavó los ojos en aquellos renglones irregulares (seguramente, el joven los había escrito hecho un manojo de nervios). ¡A ustedes, señores que me sobreviven!
Si están leyendo ustedes esta breve misiva, querrá decir que los he abandonado y que ya conozco ese secreto de la muerte vedado para ustedes tras una puerta con siete precintos. Yo ya soy libre, pero ustedes siguen penando en esa vida llena de temores. Sin embargo, apuesto a que allá donde me encuentre ahora, desde donde, como dijo el príncipe danés, ningún viajero ha regresado nunca, reina la nada más absoluta. Y a aquel que no esté de acuerdo conmigo le ruego, por merced, que lo compruebe personalmente. Por lo demás, no tengo ningún asunto que tratar con ustedes, y si escribo esta nota es para que a nadie se le ocurra que pongo fin a mi vida por una estupidez sentimental. Me da asco ese mundo suyo y, por mi honor, que esa razón tan simple basta para explicar lo que he hecho. La prueba de que no soy una bestia redomada se halla en el cartapacio de cuero.
Piotr Kokorin «No parece que estuviera tan loco», fue lo primero que pensó Erast Petrovich. – ¿Qué querría decir con eso del «cartapacio de cuero»? – preguntó el joven.
El ayudante del comisario se encogió de hombros:
–El suicida no llevaba ningún cartapacio encima. Pero ¿qué quiere? Evidentemente, no estaba en sus cabales. A lo mejor quiso hacer algo y luego cambió de idea, o se olvidó.
No hay duda de que este señor estaba loco. ¿Ha leído cómo giró el tambor del revólver? Por cierto, en el cargador sólo había una bala de las seis que podía llevar. Yo creo que, en realidad, no pretendía suicidarse. Yo diría que quería poner a prueba su temple, darle más emoción a su vida. Para que las cenas le resultaran más apetitosas, y las juergas, más picantes. – ¿Sólo una bala de seis? ¡Pues ya tuvo mala suerte el pobre! – Erast Petrovich se compadeció del difunto, mientras todavía analizaba la frase relativa al cartapacio-. ¿Dónde vive? Vivía, quiero decir…
–En un piso de ocho habitaciones, en una casa nueva y muy lujosa, en la calle Ostayenka -respondió Ivan Prokofievich, encantado de poder compartir sus impresiones-. Había heredado de su padre la casa familiar, al otro lado del río Moscova. Una auténtica mansión con edificios anexos. Pero a él no le gustaba vivir en ese ambiente de comerciantes burgueses y se fue de allí. – ¿Y no han encontrado ningún cartapacio de cuero en su piso?
El ayudante del comisario pegó un respingo. – ¿Cree usted que debíamos haber practicado un registro en toda regla? Es que a un piso así, con tantas habitaciones, da miedo mandar a los agentes. Ahí hasta el mismo diablo puede perderse. Y, además, ¿para qué…? Yegor Nikiforovich, el juez de instrucción del distrito, le dijo al criado que disponía de un cuarto de hora para recoger sus cosas (naturalmente, en presencia de un guardia para evitar que sisara algo), y luego me ordenó precintar la puerta. Hasta que aparezcan los herederos. – ¿Y quiénes son los herederos? – se interesó Erast Pe trovich.
–En eso hay un poco de lío. El criado dice que Kokorin no tenía hermanos ni hermanas, sólo unos parientes lejanos a los que ni siquiera dejaba entrar en su casa. ¿Quién pillará esa fortuna?… -Ivan Prokofievich suspiró con envidia-. Da miedo imaginarlo… Y, además, no es asunto nuestro. Pronto aparecerán los albaceas o el abogado de la familia. Aún no ha pasado ni un día. El cadáver sigue en la morgue de la comisaría. Quizá mañana Yegor Nikiforovich cierre el caso y la situación comience a aclararse.
–De todos modos, aquí hay algo raro -observó el joven escribiente, arrugando el entrecejo-. Si en su carta póstuma menciona el cartapacio, algún motivo tendría. Tampoco esa expresión de «bestia redomada» está muy clara. ¿Y si en ese cartapacio guardara algo importante?… Actúen ustedes como quieran, pero yo, en su lugar, ordenaría de inmediato un registro en ese piso. Me da en la nariz que esa nota se escribió expresamente para mencionar el cartapacio. Aquí hay un secreto, palabra de honor.
Erast Petrovich se sonrojó temiendo que aquella mención a un secreto pudiera resultar infantil, pero el ayudante del comisario no advirtió nada extraño en ello.
–Sí, como mínimo habría que echar un vistazo a los documentos de su despacho -convino-. Yegor Nikiforovich siempre anda con prisas. Como tiene ocho hijos, trata de acabar rápidamente las investigaciones y los registros para irse cuanto antes a casa. Ya es viejo, le queda un solo año para la jubilación, qué quiere… Señor Fandorin, ¿y si fuéramos nosotros? Los dos juntos, a echar una ojeada. Después pondré un nuevo precinto y asunto resuelto. A Yegor Nikiforovich no le importará. Al contrario, agradecerá que no le hayan molestado innecesariamente. Le diré que fue una petición de la Dirección de la Policía Secreta, ¿qué le parece, eh?
A Erast Petrovich le pareció que al flaco subordinado del comisario únicamente le interesaba admirar la magnificencia de aquel piso con más detenimiento, y que el solo hecho de poner un nuevo precinto era para él suficiente tentación. Verdaderamente, todo aquello olía a misterio.
El mobiliario del piso del fallecido Piotr Kokorin (que ocupaba toda una suntuosa planta de un edificio muy lujoso situado al lado de la Puerta Prechistentky) no impresionó mucho a Fandorin; en los buenos tiempos, él había vivido en hogares tan espléndidos como aquél. De ahí que el funcionario de registro no se entretuviera en el vestíbulo de mármol, donde un espejo veneciano de dos metros de altura colgaba de la pared y unas molduras doradas adornaban el techo, y que pasara directamente al salón. Éste era amplio, tenía seis grandes ventanas y estaba decorado a la última moda del estilo ruso: baúles pintados, paredes revestidas de roble y una estufa recubierta con elegantes azulejos.
–Ya le dije que podía permitirse vivir en la opulencia -le cuchicheó el guía justo detrás de la nuca, bajando la voz no sé sabe por qué razón.
En aquel momento Erast Petrovich se parecía extraordinariamente a un setter al que sueltan por primera vez en el bosque al cumplir un año, y que enloquece al oler el rastro profundo y seductor de la presa cercana. Volvió la cabeza a izquierda y derecha y luego señaló con precisión:
–Esa puerta de ahí, ¿es la del despacho?
–Exacto, así es. – ¡Entremos, pues!
No emplearon mucho tiempo en la búsqueda del cartapacio de cuero porque estaba allí mismo, en el centro del macizo escritorio, entre un tintero de malaquita y un cenicero de nácar con forma de concha marina. Pero antes de que las impacientes manos de Fandorin rozaran la rugosa piel marrón, su mirada se posó sobre una fotografía con marco de plata, colocada en el lugar más visible de la mesa. El rostro que mostraba el retrato le fascinó de tal manera que se olvidó hasta del cartapacio: era una Cleopatra de cabello lujuriante, con un cuello largo orgullosamente sinuoso y un asomo de crueldad dibujado en la caprichosa línea de los labios. La figura le miraba de perfil con sus enormes ojos negros. Pero lo que más cautivó al funcionario de registro fue la expresión de firme y serena autoridad que emanaba de la mujer, tan inusual en el rostro de una muchacha (por algún motivo ignoto, Fandorin deseaba a toda costa que la fotografía correspondiese a una doncella y no a una mujer casada).
–Hermosa -silbó quedamente Ivan Prokofievich, que se encontraba a su lado-. ¿Quién será?, permítame… y sin el más mínimo temblor, extrajo del marco aquel mágico rostro con su sacrílega mano y volvió la fotografía del revés. Allí, con una caligrafía ancha y sesgada, aparecía escrito:
A Piotr K.
Y Pedro salió y lloró amargamente. Si amas, no remegues.