Ivan Prokofievich lo abrió y extrajo una única hoja. Estaba escrita en aquel papel azul que tan bien conocía ya Erast Petrovich, pero esta vez había un sello notarial y varias firmas abajo. – ¡Magnífico! – El policía movió la cabeza con satisfacción-. ¡También hemos encontrado el testamento! Resulta curioso.
El ayudante del comisario apenas tardó un minuto en leer el documento, tiempo que a Erast Petrovich se le antojó una eternidad, y si no se atrevió a mirar por encima del hombro del agente, fue porque lo consideró indigno de su persona. – ¡Vaya faena! ¡Menudo regalito para los parientes! – exclamó Ivan Prokofievich, quien, por lo visto, gozaba incomprensiblemente con el mal ajeno-. ¡Jesús con Kokorin! ¡Los ha dejado a todos con un palmo de narices! ¡A nuestra manera, a la rusa! Aunque, eso sí, con un tono poco patriótico.
Y ahora queda clara esa expresión, «una bestia redomada».
Cegado por la impaciencia, y violando todas las normas del respeto y la buena educación, Erast Petrovich arrebató la hoja de un manotazo a su superior en grado y leyó lo siguiente:
Lego todos mis bienes materiales, cuya entera relación queda en manos de mi apoderado Semien Ejimovich Berenzon, a la señora baronesa Margaret Esther, súbdita de la Gran Bretaña, para que haga uso de ellos del modo que mejor disponga con el fin de cubrir las necesidades de formación y educación de los niños huérfanos. Estoy convencido de que la señora Esther los utilizará de manera mucho más filantrópica, sensata y honrada que nuestros generales.
Este mi testamento es último y definitivo, tiene fuerza legal y sustituye a todas mis anteriores disposiciones testamentarias.
Como albaceas, designo al abogado Semien Efimovich Berenzon y al alumno de la Universidad de Moscú, Nikolai Stepanich Ajtirtzev.
Existen dos copias de este testamento: una queda en mi poder y la otra se confía, para su custodia, al despacho del abogado Berenzon.
Moscú, a 12 de mayo de 1876.
Piotr Kokorin
Capítulo
Segundo
Donde sólo hay
diálogos
–¡Como usted quiera, Ksaveri Feofilaktovich, pero es algo
extraño! – repitió Fandorin, con vehemencia-. ¡Aquí hay algún
secreto, palabra de honor! – y recalcó obstinadamente-: ¡Sí, señor,
eso, un secreto! Juzgue usted mismo. Se suicida de un modo absurdo,
casi al azar, con una sola bala en el tambor del revólver, como si
en realidad no quisiera acabar con su vida. ¡Vaya mala suerte! Y
después está ese tono que emplea en la carta de despedida.
Coincidirá conmigo en que la escribe como de paso) a toda prisa, y,
sin embargo, habla en ella de un asunto muy importante. Un asunto
verdaderamente serio. – La voz de Erast Petrovich zumbó con la
emoción-.
Pero de eso ya le hablaré más tarde, por ahora me atengo sólo
al testamento. ¿Es que no le resulta sospechoso? – ¿Qué le parece
sospechoso en ese documento, pichón mío? – preguntó tranquilamente
Grushin, mientras hojeaba con aburrimiento el «Resumen policial de
sucesos» del día anterior.
Aunque no carecía de cierto interés, aquel boletín llegaba
habitualmente por la tarde, pues pocas veces contenía algún caso de
verdadera importancia. Era una miscelánea de asuntos banales, una
completa tontería, que de vez en cuando recogía algo curioso. El
resumen mencionaba el suicidio en los Jardines de Alejandro, pero,
tal y como Ksaveri Feofilaktovich suponía, sin aportar el más
mínimo detalle y, obviamente, sin el texto de la carta de
despedida. – ¡Precisamente esto! Kokorin se disparó como si la cosa
no fuera en serio, pero a pesar de su tono provocador el testamento
está formalizado con todos los detalles legales: ante notario, con
las firmas de los testigos y la designación de los albaceas. –
Fandorin hizo crujir los dedos de la mano-. ¡Y, caramba, la fortuna
que deja es enorme! Me he informado bien: dos talleres, tres
fábricas, casas en varias ciudades, unos astilleros en Libava y
medio millón de rublos sólo en bonos del Tesoro del Banco del
Estado. – ¡Medio millón! – gimió Ksaveri Feofilaktovich olvidándose
del boletín-. ¡Pues ya tiene suerte esa inglesa, pero que muy buena
suerte!
–A propósito, ¡explíqueme usted qué pinta aquí esa lady
Esther! ¿Por qué testó a favor de ella y no de otro? ¿Qué relación
había entre Kokorin y Esther? ¡Eso es lo que habría que
aclarar!
–Kokorin dijo por escrito que no se fiaba un pelo de esas
sanguijuelas del gobierno, y como desde hace meses todos los
periódicos vienen poniendo por las nubes a esa inglesa… No,
querido, mejor acláreme esto otro. ¿Qué le pasa a su generación
para que dé tan poco valor a la propia vida? Un ligero contratiempo
y, ¡pumba!, a pegarse un tiro. Además con esa presunción, con ese
énfasis, con ese desprecio hacia todo el mundo. ¿Y qué méritos han
hecho ustedes para menospreciamos de esa manera, dígame, qué
méritos? – comenzó a enfadarse Grushin, recordando de pronto con
qué insolencia y falta de respeto le había hablado el día anterior
por la tarde su querida hija de dieciséis años, una mocosa que aún
cursaba estudios en el gimnasio.
Pero la pregunta era más retórica que otra cosa, porque al
honorable comisario le interesaba poquísimo la opinión que el
escribiente pudiera tener al respecto y se enfrascó de nuevo en la
lectura del boletín.
Erast Petrovich, por el contrario, se exaltó aún
más.
–Precisamente sobre esa cuestión quería hablarle. Fíjese en
alguien como Kokorin. El destino se lo ha dado todo: riqueza,
libertad, educación y belleza. – Lo de la belleza lo suponía, pues
no tenía la menor idea del aspecto físico del finado-. Pero, a
pesar de eso, se pone a jugar con la muerte y al final se suicida.
¿Quiere usted saber por qué? Pues porque a nosotros, los jóvenes,
nos asquea este mundo de ustedes: eso es textualmente lo que puso
Kokorin en su nota, aunque no profundizó en la cuestión. Sus logros
(una exitosa carrera profesional, honores y dinero) no significan
nada para muchos de nosotros. No soñamos con eso. ¿Cree usted que
se escribe tanto sobre esa epidemia de suicidios porque sí? Los
jóvenes más preparados de nuestra generación se matan porque aquí
les falta oxígeno espiritual, y ustedes, padres de la sociedad,
siguen sin extraer ninguna lección de ello.
Estaba claro que todo aquel énfasis acusatorio apuntaba
directamente contra Ksaveri Feofilaktovich, puesto que no se oteaba
ningún otro «padre de la sociedad» por los alrededores. Pero
Grushin no se ofendió lo más mínimo y, por el contrario, cabeceó
con cierta complacencia.
–A propósito de escasez de oxígeno espiritual-apuntó
irónicamente el comisario antes de empezar a leer el resumen de
sucesos-: «A las diez de la mañana, en el callejón Chijachevsky
(tercer sector del distrito Meshansky), se ha descubierto el cuerpo
ahorcado del zapatero remendón Ivan Yeremeev Buldiquin, de
veintisiete años. Según el barrendero del patio de la finca, Piotr
Silin, la causa del suicidio ha podido ser "la falta de recursos
del finado para continuar la borrachera".» Como usted dice, se van
los mejores. Y sólo nosotros, los viejos estúpidos, nos quedamos
aquí.
–Ríase usted -dijo amargamente Erast Petrovich-, pero en
Petersburgo y en Varsovia prácticamente todos los días se matan
universitarios, e incluso alumnos de gimnasio; se envenenan, se
pegan un tiro o se arrojan al agua para morir ahogados. Y a usted
le resulta gracioso…
«Arrepiéntase, Ksaveri Feofilaktovich, antes de que sea
demasiado tarde» pensó con rencor, a pesar de que hasta aquel
momento nunca le había pasado por la cabeza la idea del suicidio.
El joven era demasiado vitalista. Se hizo un breve silencio,
durante el cual a Fandorin le asaltó la imagen de una modesta tumba
sin cruz al otro lado de la verja de una iglesia, mientras Grushin,
por su parte, seguía con el dedo los renglones del texto o pasaba
ruidosamente las páginas del boletín.
–De cualquier forma, no me negará que es un auténtico
disparate -volvió a rezongar el policía-. ¿O es que han perdido
todos la chaveta? Oiga estos dos informes. Uno, del tercer sector
del distrito Miasnitzky, en la página ocho, y el otro, del primer
sector del distrito Rogoshky, en la página nueve. Escuche: «A las
doce horas y treinta y cinco minutos, Fedoruk, el vigilante del
subdistrito, acudió al callejón Podkolokolny, junto a la sede de la
Sociedad Moscovita de Seguros contra Incendios, a petición de la
terrateniente de Kaluga, Avdotia Filipovna Spitzina (que reside
temporalmente en el hotel Boyarsky). La señora Spitzina declaró que
un señor bien vestido y de unos veinticinco años había intentado
suicidarse ante sus propios ojos allí mismo, al lado de la entrada
de la librería sita en ese callejón. El joven se llevó la pistola a
la sien, pero el arma falló y el frustrado suicida optó entonces
por alejarse del lugar. La señora Spitzina insistió en que la
policía debía buscar al joven y entregárselo a las autoridades
religiosas, para que éstas le impusieran la debida penitencia
eclesiástica. La petición de búsqueda no se cumplimentó por
ausencia de hecho delictivo.» -¿Lo ve? ¡Qué le decía yo! – exclamó
Erast Petrovich, que sentía plenamente justificadas sus palabras. –
¡Espere, jovencito, que esto no es todo! – le contuvo el
comisario-. Siga escuchando. Página nueve. «Informa el agente
Semionov, del distrito Rogoshky, que a las once horas fue llamado
por el ciudadano Nikolai Kukin, comerciante de la tienda de
comestibles Brikin e Hijos, situada enfrente del puente que cruza
el río Maly Yauza. Kukin declaró que unos minutos antes un
estudiante se había encaramado al pretil del puente y se había
acercado una pistola a la cabeza, mostrando a las claras su
intención de pegarse un tiro. Kukin oyó el chasquido metálico del
percutor, pero el disparo no se produjo. Después el estudiante
saltó a la calzada y se alejó caminando rápidamente por la calle
Yauzkaya. No se pudo encontrar a más testigos del incidente. Kukin
ha solicitado oficialmente la instalación de un puesto de policía
en ese puente, ya que el año pasado una joven de dudosa reputación
puso fin a su vida tirándose al río justo en ese lugar, a causa de
lo cual el negocio perdió clientela.»
–No comprendo nada -dijo Fandorin abriendo los brazos-. ¿Qué
tipo de ritual es éste? ¿No estaremos ante una hermandad de
suicidas? – ¡Qué hermandad ni qué ocho cuartos! – Ksaveri
Feofilaktovich pronunció la frase lentamente, pero aceleró el ritmo
a medida que se enardecía-. Nada de hermandad, señor mío, todo es
mucho más sencillo. Hasta el detalle ese de girar el tambor del
revólver, que antes no comprendía, lo veo ahora claro. Todos estos
presuntos suicidas son el mismo hombre, nuestro estudiante Kokorin
haciendo de las suyas.
Mire hacia aquí -dijo levantándose de la mesa y acercándose
con excitación al mapa de Moscú que colgaba de la pared, al lado de
la puerta-. Éste es el puente del río Maly Yauza.
Desde aquí, nuestro hombre se fue caminando por la calle
Yauzkaya, y anduvo vagando por ahí una hora más o menos, hasta que
lo vemos aparecer de nuevo aquí, en el callejón Podkolokolny, cerca
de la sede de la compañía de seguros.
Allí asustó a la terrateniente Spitzina. Luego continuó en
dirección al Kremlin. Y ya pasadas las dos de la tarde, llegó a los
Jardines de Alejandro, donde su viaje terminó de la manera que
usted y yo conocemos. – ¿Pero con qué fin? ¿Qué significado tiene
todo esto? – preguntó Erast Petrovich, examinando el
mapa.
–Lo que signifique no es asunto mío. Pero lo que ocurrió sí
que me lo imagino. Nuestro acaudalado estudiante, juventud dorada,
decidió decirnos a todos adieu . Pero antes de morir quiso poner a
prueba sus nervios. Lo he leído en algún sitio, se llama la «ruleta
americana». Inventaron el juego en América, los buscadores de oro
de los ríos del norte. ¡Metes una bala en el tambor del revólver,
lo giras y bang! Si tienes suerte, ganas la banca; si no la tienes,
con Dios y muy buenas.
Así que nuestro estudiante salió de excursión por Moscú a
tentar al destino. Es muy posible que nuestro amigo no se disparara
tres veces sino muchas más, y que los testigos no llamaran a la
policía. Sólo esa terrateniente, salvadora de almas, y Kukin, por
puro interés comercial, decidieron alertamos. Pero sólo Dios sabe
cuántos intentos hizo Kokorin. O quizá se hiciera esta apuesta:
juego con la muerte equis número de veces Y ¡basta! Si sobrevivo,
querrá decir que así lo quiere el destino… ¡Pero eso son sólo
elucubraciones mías! La conclusión es que lo que ocurrió en los
Jardines de Alejandro no fue el mero resultado de un golpe de mala
suerte. Sencillamente, a las dos de la tarde el estudiante ya había
agotado toda su buena fortuna.
–Ksaveri Feofilaktovich, ¡es usted un verdadero talento
analítico! – exclamó Fandorin con sincera admiración-. Ahora
también yo lo veo claro.
Aun proviniendo de un neófito, el merecido halago fue muy del
agrado de Grushin. – ¿Lo ve? También se aprende algo de los viejos
estúpidos… -alegó con voz aleccionadora-. Si hubiera trabajado
usted en la policía en mis tiempos, no en estos cultísimos tiempos
de ahora, sino en los años del zar Nikolai
Pavlovich…
Entonces no se hacía distinción entre policía secreta y no
secreta, ni se había creado nuestra Dirección en Moscú, ni tampoco
había secciones de instrucción. Lo mismo buscabas hoy a un asesino,
que mañana vigilabas el mercado poniendo firmes a los vendedores,
que al día siguiente recorrías las tabernas expulsando a los
indocumentados. Pero desarrollábamos nuestras dotes de observación,
de penetración psicológica en las personas, y también, claro, nos
curtíamos el pellejo, porque sin una piel bien dura no se puede
trabajar en este oficio -terminó el comisario, con intención de
lanzar una indirecta. Pero advirtió que su escribiente apenas le
escuchaba y en cambio fruncía el entrecejo, sumergido en sus
pensamientos, al parecer no muy agradables-. Bueno, ¿y en qué está
pensando ahora? Suéltelo.
–Pues en que no logro captar el sentido de todo
esto…
–Fandorin arqueó nerviosamente sus dos hermosas cejas
formando dos medias lunas-. Ese Kukin dice que el del puente era un
estudiante… -¡Pues claro, un estudiante! ¿Quién si no?.. – ¿Y cómo
pudo saber Kukin que Kokorin era un estudiante? Vestía levita y
sombrero… En los Jardines de Alejandro ninguno de los testigos
presenciales le tomó por un estudiante… En sus declaraciones todos
hablan de «un joven» o de «un señor». ¡En fin, es un
enigma!
–En su cabeza sólo parece haber lugar para enigmas -recalcó
Grushin, moviendo la mano-. Lo que sucede es que Kukin es tonto de
remate, y nada más. Observó que el individuo era joven y vestía de
civil y ya está, supuso que era un estudiante. O quizá el hombre,
que atiende a tantos clientes de la mañana a la noche, hizo memoria
y recordó haberlo visto antes en su tienda.
–Kukin nunca verá entrar en su tienda a un cliente como
Kokorin -replicó razonablemente Erast Petrovich. – ¿Pues qué
conclusión saca usted de todo esto?
–Que no estaría mal interrogar con más detalle a la
terrateniente Spitzina y al comerciante Kukin. Naturalmente,
Ksaveri Feofilaktovich, usted no está para ocuparse de estas
tonterías, pero si me lo permitiera, yo mismo… -Tan fuerte era el
deseo de que Grushin accediera a su petición, que Erast Petrovich
se irguió en su silla.
En un primer momento Ksaveri Feofilaktovich pensó mostrarse
severo con su subordinado, pero después cambió de idea. ¡No estaba
mal que el chico comenzara a husmear en el trabajo de calle y
adquiriera práctica en los interrogatorios de testigos! ¡A lo mejor
echaba seso y aprendía el oficio!
Por tanto, acabó diciendo con voz grave:
–De acuerdo, no se lo prohíbo. – Y, adelantándose a la
exclamación de regocijo que estaba a punto de salir de los labios
del funcionario de registro, añadió-: Pero antes permítase terminar
ese informe para su excelencia. Y otra cosa, pichón mío. Son las
tres pasadas. Yo ya me marcho a casa, pero mañana quiero que me
explique usted sin falta por qué razón ese tal Kukin tomó a nuestro
hombre por un estudiante.
Capítulo
Tercero
Donde hace su aparición el estudiante
encorvado
Desde la calle Miasnitzkaya, donde tenía su sede la Dirección
de la Policía Secreta, hasta el hotel Boyarsky, en el que según el
resumen policial «residía temporalmente» la terrateniente Spitzina,
se tardaba a pie unos veinte minutos, y Fandorin decidió ir
caminando pese a su angustiosa impaciencia.
El torturador Lord Byron, que oprimía sin piedad los costados
del escribiente, había abierto un agujero tan sustancial en su
presupuesto, que el alquiler de un coche de punto podía tener
consecuencias críticas hasta en su ración
alimentaria.
Sin dejar de masticar la empanadilla de cartílagos de
esturión que había comprado en la esquina del callejón Gusianitkov
(no olvidemos que a causa de su excitación detectivesca Erast
Petrovich se había quedado sin almuerzo), el funcionario caminaba a
paso ligero por el bulevar Chistaprudny. Allí, unas ancianas
antediluvianas, ataviadas con abrigos y cofias, se entretenían
tirando migajas de pan a las palomas, gordas e insolentes, que las
rodeaban. Calesas y faetones pasaban al trote por la calzada
adoquinada, alcanzaban a Fandorin y le dejaban luego atrás, lo que
despertó en él un franco resentimiento. ¡Un detective no podía
hacer bien su trabajo, de ninguna manera, sin disponer de un coche
de caballos trotones! Al menos, el hotel Boyarsky quedaba cerca, en
el barrio de Pokrovkaj pero de allí al río Yauza, a la tienda de
Kukin, perdería andando otra buena media hora.
«Esta lentitud es peor que la misma muerte -se exasperó Erast
Petrovich (en verdad, exagerando un poco)-. El señor jefe escatima
tanto el dinero público que ni ha pensado en darme cinco altines
para el transporte. Pero la Dirección sí que le asigna a él ochenta
rublos mensuales para pagarse un coche permanente. Ahí están los
privilegios de los jefazos: ellos regresan a casa en coche de
caballos y nosotros tenemos que usar las piernas incluso cuando
estamos de servicio.»
Pero a su izquierda, por encima del tejado del café Sume,
empezaba ya a asomar el campanario de la iglesia de la Trinidad,
muy cerca de la cual se encontraba el hotel Boyarsky. Y Fandorin
aceleró el paso, saboreando de antemano un más que posible avance
en sus investigaciones.
Media hora después, caminando más despacio y con aspecto
agotado, el escribiente bajó por el bulevar Pokrovsky, donde ya no
eran unas nobles ancianas sino las mujeres de los comerciantes
burgueses las que alimentaban a las palomas, eso sí, tan orondas y
descaradas como las del bulevar Chistaprudny.
La conversación con la testigo Spitzina había resultado poco
eficaz. Erast Petrovich la había alcanzado en el último momento,
justo cuando la terrateniente se aprestaba a subir al carruaje que
la llevaba de vuelta a su residencia de Kaluga.
Por razones pecuniarias, la terrateniente seguía viajando a
la antigua, no en ferrocarril sino en coche y con sus propios
caballos.
Sin duda la suerte sonreía a Fandorin, porque si la
terrateniente hubiera debido apresurarse para llegar a la estación,
difícilmente habría podido conversar con ella. Pero el testimonio
de aquella testigo tan locuaz, a quien Erast Petrovich abordó con
admirable tiento, sólo le llevó a una conclusión: Ksaveri
Feofilaktovich tenía razón. El hombre que había visto Spitzina era
el mismo Kokorin. Se había fijado en su levita, en el sombrero
redondo y hasta en los botines de charol con botoncitos, que ningún
otro testigo de los Jardines de Alejandro había mencionado en sus
declaraciones.
Todas sus esperanzas quedaban ahora depositadas en Kukin,
aunque Grushin seguramente también tendría razón ahí. El
comerciante habría hablado sin pensar lo que decía, y ahora, por
sus palabras, estaba él allí, pateándose Moscú de cabo a rabo y
arriesgándose a ser el hazmerreír del comisario.
La entrada a la tienda de comestibles Brikin e Hijos, una
puerta acristalada con la figura de un dulce grabada encima, daba
directamente a la calle que corría paralela al río. Desde allí se
veía el puente a un palmo de distancia. Fandorin advirtió esta
circunstancia al instante, como también advirtió que las ventanas
de la tienda estaban abiertas de par en par (a causa del calor, era
evidente). Por eso Kukin había podido escuchar perfectamente el
golpe metálico del percutor, pues el pretil de piedra del puente no
quedaba a más de quince pasos. Desde la puerta de la tienda le
observaba, intrigado, un hombre de unos cuarenta años vestido con
una camisa roja, un chaleco negro de paño, unos pantalones de
terciopelo y unas botas hasta la rodilla. – ¿Puedo ayudarle en
algo, apreciado señor? – le preguntó éste-. ¿Se ha extraviado su
excelencia? – ¿Kukin? – le interpeló Erast Petrovich, severo,
sospechando que las aclaraciones del comerciante iban a servirle de
muy poco.
–Así es. – El tendero se puso en guardia y arqueó sus
pobladas cejas. Pero luego cayó en la cuenta de la personalidad de
su visitante-. Usted, señor mío, debe de ser de la policía. Muy
agradecido. No pensé que se darían tanta prisa en atender mi
petición. El señor agente del subdistrito me dijo que la pondría en
conocimiento de la jefatura, pero no esperaba, de ningún modo
esperaba… Pero ¡qué hacemos aquí en la puerta! Por favor, entre en
la tienda. Estoy tan agradecido, tan agradecido…
El comerciante saludó con una inclinación y entreabrió la
puerta, invitando a pasar a su visitante con un ademán de
deferencia. Pero Fandorin no se movió del sitio. Por el contrario,
dijo con voz grave:
–Kukin, soy de la policía secreta, no de la comisaría. Me han
encargado la búsqueda de ese estu… de ese hombre del que le habló
al agente del subdistrito.
–Ah, ¿de ese «eskubiante»? – sugirió solícito el hombre-. Por
supuesto que me acuerdo de él. Vaya susto, Dios me perdone. Cuando
le vi trepar al pretil del puente y apoyar el arma en la cabeza,
casi me desmayo. Pensé: esto es el fin, otra vez lo del año pasado,
ni regalando el pan volveré a recuperar la clientela. ¿Qué culpa
tenemos nosotros? ¿Por qué acuden a este lugar, como las moscas a
la miel, para acabar con su vida? ¡Que se vayan al río Moscova, que
es más profundo, tiene puentes más altos y… -¡Calle, Kukin! – le
cortó Erast Petrovich-. Es mejor que me describa a ese estudiante.
Qué ropa vestía, qué aspecto tenía y por qué dedujo que se trataba
precisamente de un estudiante.
–Pues porque llevaba todo lo que puede llevar un «eskubiante»
-se extrañó el tendero-. Por el uniforme, por los botones, por los
lentes en la nariz… -¿Uniforme? – se enervó Fandorin-. ¿Es que iba
de uniforme? – ¡Pues claro! – exclamó Kukin, mirando compasivamente
al confuso funcionario-. Si no, ¿cómo hubiera deducido yo que se
trataba de un «eskubiante»? ¿Qué se cree usted, que no sé
distinguir por el uniforme a un «eskubiante» de un
oficinista?
Erast Petrovich se quedó sin palabras ante una apreciación
tan lógica. Extrajo de su bolsillo un lápiz y una hermosa libreta y
empezó a anotar las declaraciones del comerciante.
Fandorin había comprado aquel cuadernillo antes de entrar a
trabajar en la policía secreta. Lo llevaba encima desde hacía tres
semanas y no había podido estrenarlo hasta aquel momento, aunque
desde la mañana había rellenado ya algunas páginas con su letra
menuda.
–Dígame qué aspecto tenía ese hombre.
–Pues el de un hombre corriente. Poco agraciado, con algunas
espinillas en la cara. Usaba lentes, como le he dicho… -¿Qué tipo
de lentes? ¿Gafas o quevedos?
–De esos que cuelgan de una cinta.
–Entonces, quevedos -escribió Fandorin apresuradamente con su
lápiz-. ¿Algún detalle más?
–Andaba bastante encorvado. Los hombros le llegaban casi a la
altura de la coronilla. Por lo demás, era como cualquier otro
«eskubiante», ya le digo…
Kukin miró perplejo al funcionario, que permanecía en
silencio, entornando los ojos, moviendo los labios y pasando
adelante y atrás las hojas de la libreta… Era evidente que alguna
idea le rondaba la cabeza.
«Uniforme, con espinillas, quevedos, muy encorvado», había
escrito en la libreta. Textualmente «con algunas espinillas», pero,
bueno, eso no tenía importancia. En la relación policial de los
objetos personales que Kokorin llevaba encima no se decía nada de
unos quevedos. ¿Los habría perdido? Era posible. Los testigos
tampoco los habían mencionado. Era cierto que los policías apenas
les habían interrogado sobre la apariencia exterior del suicida…
¿Para qué?.. ¿Encorvado?
Humm… «El Boletín de Moscú lo describía como "un mocetón de
buena presencia" -recordó Fandorin-. Pero el redactor del periódico
no había presenciado los hechos ni había visto a Kokorin, de modo
que pudo sacar esa frase de su propia cosecha, para impresionar.
Pero todavía queda lo del uniforme, y eso sí que no tiene vuelta de
hoja. Si Kokorin estuvo en el puente, está claro que, por lo que
fuera, decidió mudarse de ropa y ponerse la levita; y eso tuvo que
hacerlo entre las once de la mañana y la una y media de la tarde.
Pero ¿dónde se cambió? Desde el Yauza hasta Ostayenka, y de vuelta
hasta la Sociedad Moscovita de Seguros contra Incendios hay un buen
trecho, por los menos hora y media si se va a
pie.»
Entonces Fandorin comprendió, con una sorda opresión en la
boca del estómago, que aquello sólo tenía una solución: coger al
comerciante Kukin por la pechera y llevado a la comisaría de la
calle Mojovaya para proceder a la identificación del cadáver. Erast
Petrovich se imaginó por un instante aquel cráneo destrozado con su
costra seca de sesos y sangre, y por una asociación mental
inmediata su recuerdo voló al cuerpo acuchillado de la tendera
Krupnova, que aún seguía provocándole terribles pesadillas. No, la
idea de ir a la morgue no le apetecía lo más mínimo. Pero era
evidente que entre el estudiante del puente del río Maly Yauza y el
suicida de los Jardines de Alejandro había alguna relación, y debía
desvelarla a toda costa. ¿Qué otra persona podía confirmarle si
Kokorin tenía espinillas, caminaba encorvado y usaba o no quevedos,
para no tener que recurrir a la morgue?
«Bueno, la terrateniente Spitzina, por ejemplo. Pero a estas
horas ya estará a punto de cruzar el puesto de control del camino
que lleva a Kaluga. También el ayuda de cámara del muerto. ¿Cómo se
apellidaba? Bah, da igual, el juez de instrucción lo ha echado de
la casa, y ahora vete a saber dónde encontrarlo. Quedan los
testigos de los Jardines de Alejandro, sobre todo las dos señoras
con las que habló Kokorin antes de morir. Seguro que ellas se
fijaron en todos los detalles. Las anoté en la libreta. Aquí están:
"La hija de un c.p.a. Eliz. Aleksandrovna von Evert-Kolokoltseva,
17 a., señorita Emma Gotlibovna Pful, 48 a., Malaya Nikitskaya,
domo part."»
Ahora sí que no podía ahorrarse el alquiler de un coche de
caballos.
El día había sido largo. Pero el vigoroso sol de mayo, que
parecía no cansarse de iluminar la ciudad de las cúpulas doradas,
descendía ya lentamente y con desgana hacia la línea de los tejados
cuando nuestro Erast Petrovich, con veinte kopecs menos en sus ya
de por sí empobrecidos bolsillos, saltó del coche de punto justo al
lado de una suntuosa villa con fachada de molduras, columnas
dóricas y escalinata de mármol.
El viajero se detuvo indeciso al bajar del coche, y el
cochero aseveró:
–No lo dude, ésa es la casa del general. Ya llevo algunos
años arreando este coche de caballos por todo
Moscú.
«¿Y si no me permiten la entrada?» Erast Petrovich sintió un
estremecimiento sólo de pensar en aquella posible humillación. Pero
asió el resplandeciente aldabón de cobre de la puerta y golpeó con
él dos veces. Al momento, esa puerta maciza adornada con unas
broncíneas cabezas de león se abrió de par en par. Tras ella
apareció el portero de la casa, embutido en una elegante librea con
galones dorados. – ¿Para el señor barón? ¿Del ministerio? –
preguntó, solícitamente-. ¿Le anuncio o sólo desea entregar un
mensaje? Pero pase usted.
El visitante notó que el ánimo le flaqueaba en aquel inmenso
vestíbulo, iluminado de manera radiante por una araña de cristal y
varios faroles de gas.
–En realidad, quería ver a Elizaveta Aleksandrovna -aclaró-.
Soy Erast Petrovich Fandorin, de la policía secreta. Se trata de un
asunto urgente. – ¿De la policía secreta? – El portero arrugó la
frente con un gesto desdeñoso-. ¡No será por el incidente de ayer!
¡Ni lo piense! La señorita se pasó medio día llorando
desconsoladamente y luego durmió muy mal. No voy a anunciarle ni a
dejarle pasar. Su excelencia ha amenazado con arrancarle la cabeza
a ese comisario de distrito que ayer estuvo martirizando a
Elizaveta Aleksandrovna con sus preguntas. ¡Dígnese salir a la
calle, vamos, márchese! – y el canalla empezó a ayudarse con su
oronda barriga para empujarle hacia la salida. – ¿Y la señorita
Pful? – intentó angustiosamente Erast Petrovich-. ¿Emma Gotlibovna,
de cuarenta y ocho años?
Podría al menos intercambiar algunas palabras con ella. ¡Se
trata de un asunto oficial!
Mayestático, el portero dio un chasquido con los labios. –
¡Sea! Si va a hablar con ella, le dejaré pasar. Diríjase por allí,
debajo de la escalera. Por el pasillo, la tercera puerta a la
derecha. Allí está la habitación de la
institutriz.