Le abrió la puerta una mujer alta y huesuda, que miró al recién llegado fijamente con sus redondos ojos castaños.

–Fandorin, de la policía. ¿Es usted la señora Pful? – pronunció con voz insegura Erast Petrovich. Después lo repitió en alemán, por si acaso-:

Polizeiamt. Sind sie Fraulein Pful. Guten Abend! – ¡Buenas tardes! – le respondió secamente la esquelética mujer-. Sí, yo soy Emma Pful. Pase usted. Siéntese ahí; en esa silla.

Fandorin tomó asiento donde le ordenaban, en una silla de rejilla y respaldo curvo situada junto al escritorio, sobre el que reposaban ordenados unos libros de texto y diversos montones de papel de escribir. La habitación era bonita y luminosa, pero demasiado aburrida, como si le faltara vida.

Tres tiestos con unos espléndidos geranios, dispuestos en el alféizar de la ventana, constituían la única mancha de color en toda la estancia. – ¿Viene usted por el asunto de ese joven estúpido que se suicidó? – preguntó la señorita Pful-. Ya respondí ayer a todas las preguntas del señor agente, pero si usted quiere plantearme algunas más, puede hacerla. Comprendo muy bien cuán importante es el trabajo de la policía. Mi tío Gunter se jubiló con el grado de Oberbajtmeister en la policía de Sajonia.

–Yo soy oficial de registro -aclaró Erast Petrovich, que no deseaba que le tomaran por un sargento de la policía-funcionario de decimocuarta clase.

–No se preocupe, sé distinguir los grados administrativos -asintió la alemana señalando con el dedo la presilla que lucía el joven en su uniforme-. Bien, señor oficial de registro, le escucho.

En ese preciso instante, sin que mediara ningún golpe de aviso, la puerta se abrió y una muchacha rubia, con un encantador rubor dibujado en la cara, irrumpió corriendo en la habitación. – ¡Fraulein Pful!

Morgen fahren wir nach Kuntsevo! ¡Palabra de honor! ¡Papaíto ha dado su permiso! – dijo atropelladamente desde el umbral. Pero al ver al extraño se azoró y se calló, confusa, aunque sus bellos ojos grises miraron al funcionario con viva curiosidad.

–Las baronesas bien educadas no corren, caminan -la reprendió la institutriz con fingida severidad-. Sobre todo si ya han cumplido los diecisiete años. Si caminase usted en vez de correr, habría tenido tiempo suficiente para advertir la presencia de un joven desconocido y saludarle como es debido. – ¡Buenas tardes, señor! – susurró la maravillosa visión.

Fandorin se levantó de un salto y saludó con una reverente inclinación, pero de pronto se sentía torpe. La muchacha le resultaba muy atractiva y el pobre escribiente se asustó ante el riesgo de enamorarse perdidamente de ella en el acto.

Era algo que debía evitar a todo trance, porque una princesa así nunca estaría a su alcance. No lo habría estado en la época de prosperidad, y mucho menos lo estaría ahora. – ¡Buenas tardes! – respondió con tono áspero, arrugando adustamente el entrecejo.

Y añadió para sí mismo: «¿En qué lastimosa situación me ha dejado usted, padre? ¡Menudo petimetre para la hija de un general! ¡Por favor, señora, no me espere! ¡Con años y años de servicio sólo alcanzaría el triste grado de consejero titular!»

–Soy el funcionario de registro Fandorin, Erast Petrovich, de la Dirección de la Policía Secreta -siguió, utilizando el tono más oficial que pudo encontrar-. Estoy realizando una investigación suplementaria con respecto al lamentable incidente ocurrido ayer en los Jardines de Alejandro y necesito imperiosamente hacerles varias preguntas más. Pero como la circunstancia es tan pesarosa y comprendo cuán tristemente la ha afectado, me contentaría con la conversación que pudiera mantener a solas con la señora Pful.

–Sí, fue terrible. – Los ojos de la muchacha, ya de por sí enormes, se agrandaron aún más-. En realidad, yo cerré los ojos y no vi casi nada. Después perdí el conocimiento… ¡Pero estoy muy interesada en el caso! Fraulein Pful, ¿podría quedarme? ¡Por favor! ¡Al fin y al cabo soy tan testigo como usted!

–Personalmente, y en beneficio de la investigación, yo también preferiría que la señora baronesa estuviera presente -accedió Fandorin.

–El orden es el orden -asintió con la cabeza Emma Gotlibovna-. Yo, Liza, siempre le repito:

Ordnung muss sein .

Siempre hay que respetar la ley. Así que puede quedarse.

Lizanka (así llamaba ya en sus adentros a Elizaveta Aleksandrovna un ardientemente entregado Fandorin) se sentó con satisfacción en un diván de cuero y fijó sus ojos con suma atención en nuestro héroe.

Fandorin logró controlarse y, volviéndose hacia fraulein Pful, le rogó:

–Por favor, ¿podría describirme a aquel señor? – ¿El que se pegó el tiro? – quiso precisar ella-.

Na ja .

Ojos marrones, pelo castaño, bastante alto, no tenía bigote, barba ni patillas; el rostro joven, pero no demasiado agradable. Ahora, le diré como iba vestido…

–Ya me lo contará más adelante -la interrumpió Erast Petrovich-. Ha dicho que su rostro no era demasiado agradable. ¿Por qué? ¿Tenía espinillas?

La alemana le miró sin contestar.

–Pickeln -le tradujo Lizanka ruborizándose. – ¡Ah, sí, «espinillas»! – La institutriz repitió expresivamente la palabra que no había comprendido al principio-.

No, aquel señor no tenía espinillas. Su piel lucía fresca y saludable. Era la expresión de su cara lo que no resultaba agradable. – ¿Por qué?

–Era maligna. Miraba como si no deseara matarse a sí mismo sino a otra persona. ¡Oh, fue una pesadilla! – se excitó Emma Gotlibovna al recordado-. ¡En primavera, con aquel día tan soleado, con todos aquellos señores y señoras paseando tranquilamente por el parque, en aquel fabuloso jardín repleto de flores!…

La forma de pronunciar esas palabras ruborizó a Erast Petrovich, que le echó un vistazo de reojo a Lizanka. Pero la muchacha hacía ya mucho tiempo que se había acostumbrado al peculiar acento de su institutriz, y continuaba escuchándola con extasiada atención. – ¿Llevaba quevedos? Quizá no los llevara puestos en aquel momento y le colgaran del bolsillo… ¿con una cinta de seda? – Fandorin lanzaba sus preguntas una tras otra-. ¿No le pareció que el joven era algo encorvado? Otra pregunta más. Ya sé que vestía levita, pero ¿no había nada en su aspecto que le pudiera confundir con un estudiante? Por ejemplo, ¿unos pantalones de uniforme? Quizá no reparase en ello…

–Yo siempre me fijo en todo -respondió la alemana con dignidad-. Sus pantalones eran de buena lana, a cuadros. No llevaba quevedos. Encorvado, en absoluto. Tenía una figura muy bonita. – De repente se quedó algo pensativa y acto seguido preguntó-: ¿Encorvado, con quevedos y estudiante? ¿Por qué ha mencionado usted precisamente esos detalles? – ¿Por qué me lo pregunta? – se puso a su vez en guardia Erast Petrovich.

–Porque resulta extraño. Efectivamente, cerca de allí había otro joven. Un estudiante encorvado con quevedos. – ¿¡Cómo!? ¿Dónde? – gimió Fandorin.

–Ese joven estaba…, jenseits …, al otro lado de la verja, en la calle. Observaba la escena de pie. Yo pensé que el estudiante se acercaría a ayudarnos y nos libraría de aquel terrible señor. Iba muy encorvado. Me fijé en eso después de que el suicida se pegara el tiro, porque el estudiante dio media vuelta y echó a correr a toda prisa. Fue entonces cuando advertí lo encorvado que era. Es lo que ocurre si a los niños no se les enseña a sentarse bien desde muy pequeños. Sentarse correctamente es muy importante. Mis alumnos siempre se sientan como es debido. Fíjese en fraulein baronesa. ¿Ve lo erguida que mantiene la espalda? ¡Qué bonita!

Elizaveta Aleksandrovna enrojeció de pronto, pero con tanta gracia que Fandorin perdió el hilo de la conversación por un momento, pese a que la información que le estaba proporcionando la señorita Pful era de excepcional importancia.

Capítulo Cuarto
Donde se habla de la mortífera fuerza de la belleza


A las once de la mañana del día siguiente, Erast Petrovich llegó al edificio amarillo de la universidad, en la calle Mojovaya, no sólo con el beneplácito de su jefe sino incluso con una dotación de tres rublos para sus gastos extraordinarios.

Su misión era sencilla, pero exigía una buena dosis de suerte: se trataba de encontrar al estudiante encorvado, poco agraciado y cubierto parcialmente de espinillas, usuario de unos quevedos que pendían de una cinta de seda. Era además posible que aquel sospechoso caballero no cursara sus estudios precisamente en la sede universitaria de la calle Mojovaya sino, por ejemplo, en la Escuela Superior Técnica, en la Academia Forestal o en cualquier otro centro de estudios, como el Instituto de Agrimensores. Sin embargo, Ksaveri Feofilaktovich (que ahora miraba a su joven ayudante con una admiración no exenta de cierta satisfacción íntima) estuvo absolutamente de acuerdo con la hipótesis de Fandorin, según la cual existía una probabilidad considerable de que el encorvado, igual que el fallecido Kokorin, estudiase en esa universidad y, además, en la misma Facultad de Derecho.

Vestido de civil, Erast Petrovich subió precipitadamente los pulidos peldaños de hierro de la escalinata de la puerta principal y pasó por delante de un barbudo conserje vestido con una librea verde. Después se sentó, todo lo cómodamente que pudo, en el alféizar semi circular de una ventana desde la que se dominaba a la perfección no sólo el vestíbulo con su guardarropía, sino también el patio y las entradas de las dos alas laterales. Era la primera vez, desde que murió su padre y su vida se desvió del recto y claro camino que parecía trazado para él, que Erast Petrovich contemplaba aquellos luminosos muros amarillos de la universidad sin sentir cierta pesadumbre sentimental por todo lo que habría podido hacerse realidad y, al final, no había fraguado. Pero aún estaba por ver cuál de las dos variantes sería más atractiva y útil para la sociedad: la empollona actividad estudiantil o la severa vida del agente secreto, responsable de tareas tan decisivas como peligrosas. (De acuerdo, quitemos lo de «peligrosas», pero desde luego extraordinariamente reservadas y comprometidas.) Más o menos una cuarta parte de la población estudiantil que cruzaba el campo visual de nuestro atento vigía utilizaba quevedos, y la mayoría pendían precisamente de unos lacitos de seda. Uno de cada cinco alumnos adornaba su fisonomía con cierta cantidad de espinillas. Y también había demasiados encorvados. Sin embargo, esas tres características hacían lo indecible por evitarse las unas a las otras y no coincidir en un mismo sujeto.

Pasada la una de la tarde, el hambriento Fandorin extrajo de su bolsillo un bocadillo de salchichón y reparó sus fuerzas. Para entonces Erast Petrovich ya había tenido tiempo más que suficiente de entablar unas amistosas relaciones con el conserje barbudo, quien, tras insistir en que le llamara Mitrich, no desaprovechó la ocasión para dar al joven unos valiosísimos consejos sobre su posible ingreso en la «nuversidad». Fandorin se había presentado al viejo parlanchín como un chico de provincias, ilusionado por lucir en el futuro aquellos exclusivos y prestigiosos botones grabados con el escudo universitario.

Pero en ese momento sopesaba si no sería más provechoso cambiar de versión y preguntarle a Mitrich, así, a bocajarro, si conocía a algún encorvado «espinilloso» entre la población estudiantil. Entonces el conserje, por enésima vez a lo largo de la mañana, adoptó una actitud profesional, se quitó la gorra de la cabeza para saludar y abrió la puerta.

Mitrich repetía este procedimiento siempre que un profesor o un estudiante adinerado pasaba por delante de él con la clara intención de salir a la calle, recibiendo por ello, de cuando en cuando y como compensación, una moneda de uno y a veces hasta de cinco kopecs. En ese instante, Erast Petrovich miró hacia atrás y vio acercarse hacia la salida a un estudiante que acababa de recoger en el guardarropa una lujosa capa de terciopelo con corchetes en forma de garras de león. Sobre la nariz del galán brillaban unos quevedos, y en su frente se destacaba una buena veta de rosadas espinillas.

Fandorin se estiró cuanto daba de sí intentando distinguir algo sospechoso entre el ropaje, pero el cuello alzado y la maldita esclavina de la capa le impidieron establecer un diagnóstico mínimamente veraz.

–Buenas tardes, Nikolai Stepanich. ¿Le busco una calesa? – saludó el conserje con una reverencia.

–Hola, Mitrich. ¿Ha dejado de llover? – preguntó el «espinilloso» con voz aguda-. Entonces caminaré un poco, así estiro las piernas. – y con dos dedos, que llevaba embutidos en unos guantes blancos, dejó caer una moneda en la palma de la mano que le tendía el conserje. – ¿Quién es ése? – preguntó en un susurro Erast Petrovich mirando atentamente la espalda del elegante joven-. ¿No iba encorvado?

–Nikolai Stepanich Ajtirtzev, un auténtico ricachón, de sangre principesca -informó Mitrich respetuosamente-.

Siempre que pasa me suelta diez kopecs como mínimo.

Fandorin notó una excitación repentina. «¡Ajtirtzev! ¿No era ése el albacea que figuraba en el testamento?»

Mitrich volvió a inclinarse con reverencia ante otro de sus clientes, un melenudo catedrático de física, y cuando se giró de nuevo se encontró con una sorpresa: al respetuoso chico de provincias parecía habérselo tragado la tierra.


***

La negra capa de terciopelo era visible desde lejos, y Fandorin alcanzó al sospechoso en un abrir y cerrar de ojos. Pero no se atrevió a abordarlo: ¿qué pretensión concreta podía presentarle a aquel Ajtirtzev? Además, en el supuesto de que el comerciante Kukin y la señorita Pful lo reconocieran (y Erast Petrovich suspiró penosamente una vez más al recordar a su Lizanka), ¿qué lograría con ello? ¿No sería mejor estrategia practicar una vigilancia estrecha sobre el «objetivo», como recomendaba el maestro Fouché, aquel insuperable corifeo de la profesión policial?

Fue dicho y hecho. Sobre todo porque el seguimiento se presentaba de lo más fácil: Ajtirtzev se encaminaba sin prisa alguna, a ritmo de paseo, hacia la calle Tvierskaya; nunca se volvía para mirar atrás, y sólo de cuando en cuando desviaba la vista para contemplar a las guapas modistillas con las que se cruzaba. Erast Petrovich, cobrando ánimo, se acercó varias veces con sigilo casi hasta su misma altura, y en una ocasión llegó a escuchar incluso cómo el estudiante silbaba despreocupadamente el aria de Smith en La bella persa . Era evidente que el fallido suicida (en el supuesto de que fuera él) se sentía de muy buen humor. El estudiante se detuvo ante la expendeduría de tabacos Korfa y observó durante un buen rato las cajas de puros expuestas en la vitrina, pero no llegó a entrar en el local. A Fandorin le asaltó la sospecha de que el objetivo estaba haciendo tiempo para acudir a una cita. Su sospecha adquirió mayor fundamento cuando Ajtirtzev, tras consultar su reloj de oro y cerrar la tapa, apresuró un poco el paso, caminando acera arriba y cambiando de repertorio: ahora silbaba el más enérgico «Coro de los niños» de la recién estrenada Carmen .

Al girar por el callejón Kamergersky, el estudiante dejó de silbar y se puso a andar tan deprisa que Erast Petrovich prefirió rezagarse un poco a seguir su ritmo, puesto que la situación hubiera resultado muy extraña. Por fortuna, el objetivo, poco antes de llegar a la altura del salón de moda femenina D' Arzens, volvió a aminorar el paso y poco después se paró completamente. Fandorin decidió cruzar de acera y establecer su puesto de observación junto a una panadería que exhalaba un apetitoso aroma de bollería recién horneada.

Durante quince o quizás veinte minutos, Ajtirtzev, mostrándose cada vez más nervioso, anduvo de un lado a otro, cerca de las ovaladas puertas de roble del local, entre un trasiego de señoras que entraban con aire atareado y los chicos de reparto, que salían llevando en sus brazos cajas y paquetes profusamente adornados. Alineados en la calzada aguardaban varios carruajes, algunos con escudos nobiliarios grabados sobre las puertas barnizadas. A las dos y diecisiete minutos en punto (Erast Petrovich consultó la hora en el reloj de la vitrina), el estudiante dio de repente un salto y se lanzó hacia una hermosa dama que salía de la tienda en aquel momento, tocada con un sombrero del que pendía un velo. Ajtirtzev se quitó la gorra y comenzó a hablar con la dama agitando los brazos. Entonces Fandorin, con fingido aire aburrido, cambió nuevamente de acera. ¿Acaso no podía él también echar un vistazo al escaparate del D'Arzens?

–Ahora no tengo tiempo para usted -pudo escuchar la respuesta de la voz cantarina de la dama, emperifollada a la última moda de París con un vestido de cola en moaré de color lila-. Más tarde. Venga pasadas las siete, como siempre, y tomaremos una decisión sobre ese asunto.

Y sin dedicarle una mirada más al excitado Ajtirtzev, se dirigió hacia un faetón de dos plazas descubierto. – ¡Pero Amalia! ¡Amalia Kazimirovna, por favor!… -gritó el estudiante tras ella-. ¡En cierto modo, contaba con una explicación privada por su parte! – ¡Después, después!..,-repuso la dama sin volverse-. ¡Ahora tengo prisa!

Entonces una suave brisa levantó el vaporoso velo de su rostro y Erast Petrovich se quedó petrificado. Los oscuros ojos lánguidos, aquel óvalo egipcíaco, el caprichoso pliegue de los labios los había visto antes en algún sitio, y una vez visto un rostro así jamás se podía olvidar. ¡Era ella, la misteriosa A.B., la misma que conminaba al infeliz Kokorin a no renegar nunca del amor! El caso parecía tomar ahora un rumbo y un color completamente distintos. Perplejo, Ajtirtzev hundió feamente la cabeza entre los hombros y permaneció inmóvil en la acera (encorvado, completamente encorvado), mientras el carruaje se alejaba con lentitud, transportando a aquella emperatriz egipcia hacia la calle Petrovka. Había que tomar una decisión rápidamente, y Fandorin, considerando que el estudiante ya no ofrecía nada, resolvió abandonado. Echó a correr hacia la esquina de la calle Bolshaya Dimitrovka, donde había varios simones aparcados en fila. – ¡Policía! – susurró a un adormilado cochero con gorra y caftán de algodón-. ¡Arree rápido tras aquel carruaje! ¡Pero muévase! ¡No tema, le pagaré bien!

Al oír aquello, el cochero se desperezó, se remangó con un celo exagerado, alzó las riendas y, para darle más entusiasmo a la cosa, lanzó también un grito. Con la agitación, los cascos del caballo pinto comenzaron a retumbar sobre el pavimento adoquinado.

Pero un poco más allá, en la esquina con Roshdestvenky, una carreta cargada con listones de madera se cruzó a lo ancho de la calle y cerró el paso por toda la calzada. Erast Petrovich, con los nervios a flor de piel, saltó rápidamente del coche y se puso de puntillas para ver la dirección que tomaba el faetón, que había logrado rebasar por los pelos el obstáculo. Erast hizo bien, porque pudo observar cómo el carruaje doblaba por la calle Bolshaya Lubianka.

Pero todo se solucionó, gracias a Dios Misericordioso, porque lograron alcanzar el faetón en la calle Srietenka, justo a tiempo, antes de que girara por un callejón estrecho y de suelo irregular. Las ruedas brincaban sobre los baches.

Fandorin, al advertir que el faetón se detenía, golpeó la espalda del cochero indicándole que siguiera hacia delante para no levantar sospechas. Al pasar volvió disimuladamente el rostro hacia el lado opuesto. Pero por el rabillo del ojo alcanzó a ver la puerta de un pulcro hotelito de piedra y a un lacayo grandullón, vestido con librea, que recibía con una ceremoniosa inclinación a la dama vestida de lila. Nada más torcer en la siguiente esquina, Erast Petrovich despidió al cochero y lentamente, como si pasease, comenzó a caminar en dirección contraria. Llegó frente al hotelito. Ahora podía contemplarlo a sus anchas: bajo el tejado de color verde había una buhardilla; las ventanas tenían cortinas y había un porche de entrada. Sobre la puerta se veía una placa de cobre con algo escrito, ilegible desde aquella distancia.

Entonces vio al barrendero del barrio, con un delantal y una capucha en la cabeza, sentado con aire aburrido en un banco pegado a la pared. Nuestro Erast Petrovich se dirigió hacia él.

–Dime, amigo, ¿de quién es esta casa? – preguntó como de pasada, mientras sacaba del bolsillo una moneda de veinte kopecs.

–Se sabe de quién -respondió vagamente el barrendero, siguiendo con interés el rumbo que tomaban los dedos de Fandorin. – ¡Anda, toma esto! ¿Quién es la señora que ha llegado hace un momento?

El barrendero se apoderó de la moneda y respondió con tono circunspecto:

–La casa es de la generala Maslova, pero no vive aquí y la alquila. La que acaba de llegar es la inquilina, la señora Beyetzkaya, Amalia Kazimirovna. – ¿Y quién es? – insistió Erast Petrovich-. ¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí? ¿Recibe en casa a mucha gente?

El barrendero le miró sin decir palabra, pero moviendo los labios. Su cerebro parecía atareado en una labor algo confusa. – ¡Ahora te lo diré, señorón! – respondió levantándose de repente del banco y cogiendo a Erast con fuerza de la manga-. ¡Espera un poco!

Arrastró hasta el porche a Erast Petrovich, que forcejeaba y se resistía, y golpeó la puerta con el badajo de la campanita de bronce. – ¡¿Pero qué haces?! – se asustó el agente secreto, mientras intentaba en vano liberarse-. ¡Ya te daré yo! ¡No sabes con quién te la estás jugando!…

La puerta se abrió y en el umbral apareció el gigantón que vestía la librea, con unas enormes patillas de color arena y el mentón bien afeitado. Se veía a la legua que no era de sangre rusa.

–Este tipo ha venido a interesarse por Amalia Kazimirovna -comenzó a delatar con voz meliflua el vil barrendero-. Ha querido sobornarme con dinero, pero yo no lo he cogido. Así que he decidido, John Kadich -continuó dirigiéndose al portero-, que…

El mayordomo (se trataba sin duda del mayordomo, porque era inglés) examinó al retenido con una mirada impasible de sus ojillos mordaces. A continuación, sin decir palabra, soltó al judas una moneda de cincuenta kopecs y se apartó, dejando paso. – ¡Es evidente que se trata de un malentendido! – dijo.

Fandorin sin conseguir recobrarse del todo-. lts ridiculous!

A complete misunderstanding! – continuó, pasándose al inglés.

–Nada, nada…

Haga el favor y entre, haga el favor -masculló a sus espaldas el barrendero.

Y, cogiéndole también de la otra manga para mayor seguridad, empujó a Fandorin hacia dentro.

Erast Petrovich se encontró de sopetón en un vestíbulo amplio, justo enfrente de un oso disecado que sostenía una bandeja de plata entre sus garras, donde, al parecer, los recién llegados depositaban sus tarjetas de visita. Los ojos de cristal del peludo animal observaron al confundido funcionario sin el menor asomo de compasión. – ¿Quién? ¿Para qué? – preguntó el mayordomo, concisamente y con un fuerte acento, ignorando por completo el perfecto inglés de Fandorin.

Erast Petrovich calló, intentando ocultar a toda costa su identidad.

–What's the matter, John?

–Desde dentro llegó la sonora voz que ya conocía Fandorin. La dueña de la casa había tenido tiempo de despojarse del sombrero y el velo, y se hallaba de pie en medio de una escalera completamente alfombrada, que con toda seguridad debía conducir a la buhardilla-. ¡Pero si es el joven moreno! – exclamó la mujer burlonamente dirigiéndose a Fandorin, que la miraba como si quisiera devorada-. Advertí su presencia desde el primer momento, allí, en la calle Kamergersky. ¿Le parece bien mirar tan fijamente a una dama desconocida? ¡Muy osado es usted! ¡Me ha seguido! ¿Quién es, un estudiante o simplemente un tuno?

–Fandorin, Erast Petrovich -respondió él sin saber cómo completar su presentación.

Pero Cleopatra ya estaba interpretando a su manera a su inesperada visita.

–Me gusta la gente atrevida. – Sonrió ligeramente-. Y mucho más, si es tan guapa. Pero eso de espiar no está bien.

Si mi persona le interesa tanto, regrese esta tarde. Ahora espero una visita. Venga a verme y podrá saciar su curiosidad. ¡Ah, y vístase de frac! ¡ Soy muy liberal en el trato, pero a los hombres, si no son militares, los prefiero con frac! ¡Es la norma!

Por la tarde, Erast Petrovich estaba hecho un figurín. El frac paterno le quedaba algo ancho de hombros, es cierto, pero la buena de Agrafena Kondratievna, secretaria del gobierno provincial, a quien Fandorin alquilaba una habitación, se lo arregló. Le ajustó las costuras con unos alfileres y el frac quedó perfecto, sobre todo si no se lo abotonaba. Un surtido guardarropa, dotado, entre otras cosas, nada menos que con cinco pares de guantes blancos, era la única fortuna que el hijo había heredado del desafortunado inversor bancario. Las mejores prendas eran, sin duda, un chaleco de seda de la casa Burges y unos zapatos de charol de Pirrone.

Tampoco estaba mal, y además conservaba casi nuevo, un sombrero de copa de la firma Blanne, aunque se le deslizaba hacia abajo hasta casi taparle los ojos. Pero eso no supondría un gran problema: se lo entregaría al lacayo tan pronto como entrara, y asunto resuelto. Erast Petrovich decidió prescindir del bastón porque quizá fuera de mal gusto. Se observó varias veces, por delante y por detrás, ante el descantillado espejo que había en el oscuro vestíbulo y quedó muy satisfecho, en especial de su talle, torneado a la perfección por el rudo Lord Byron. En el pequeño bolsillo del chaleco depositó el rublo de plata que había recibido de Ksaveri Feofilaktovich para sufragar la compra de un ramo de flores «que sea decoroso, pero sin excesos»). ¡Pero qué excesos se podía uno permitir con tan sólo un rublo!, suspiró Fandorin. Al final decidió añadir otros cincuenta kopecs de su propia pecunia.

«Con eso llegará para unas violetas de Parma.»

No obstante, por culpa del ramo de flores tuvo que renunciar al coche de caballos, y cuando Erast Petrovich llegó al palacio de Cleopatra (éste era el apodo que mejor cuadraba a Amalia Kazimirovna Beyetzkaya), eran las ocho y cuarto de la tarde.

Los invitados ya se encontraban reunidos. El escribiente, a quien había franqueado la entrada una doncella, oyó desde el vestíbulo el rumor de varias voces masculinas, y entre ellas, de cuando en cuando, la «otra», la mágica, argentina y cristalina voz de la anfitriona. Erast Petrovich se demoró un poco en el umbral para hacer acopio de todo su valor, y una vez decidido entró en el salón confiando en dar una impresión de hombre experimentado y mundano. Esfuerzo inútil, porque ninguno de los congregados se volvió para mirar al recién llegado.

Fandorin contempló el salón. El mobiliario estaba compuesto por unos cómodos divanes de tafilete y unas elegantes mesitas y sillas aterciopeladas, todo con mucho estilo y a la última moda. En el centro del salón, acariciando con sus pies la piel de tigre extendida sobre el suelo, estaba la señora de la casa ataviada a la española, con un vestido escarlata con corpiño y unas camelias de color amapola enredadas en el pelo. Se la veía tan hermosa que Erast Petrovich se quedó sin resuello. No se apresuró a examinar a los invitados, aunque advirtió de reojo que todos eran hombres y que Ajtirtzev también estaba allí, sentado un poco aparte y con el rostro muy pálido. – ¡Aquí tenemos a un nuevo aspirante! – exclamó Beyetzkaya, con una sonrisa burlona, dirigiéndose a Fandorin-.

Ahora sí que formamos una demoníaca docena. No le vaya presentar a todos mis invitados porque resultaría muy largo, pero hágalo usted mismo. Recuerdo que era usted estudiante, pero he olvidado su apellido.

–Fandorin -pió Erast Petrovich con voz temblorosa y traicionera, y repitió otra vez, ahora con más firmeza-:

Fandorin.

Todos se giraron hacia él pero le observaron con indiferencia, dejando claro que el joven recién llegado no les producía el más mínimo interés. Pronto resultó evidente que en aquella sala había un único centro de atención. Los invitados apenas hablaban entre sí, sino que se dirigían preferentemente a la anfitriona, y todos, incluido el viejo de aspecto grave que llevaba una estrella de brillantes en la pechera, porfiaban por su atención e intentaban eclipsar a los otros, aunque fuera por un instante. Sólo dos de los reunidos se comportaban de un modo diferente: el taciturno Ajtirtzev, que estiraba continuamente el brazo en busca de una copa de champaña, y un oficial de húsares, un joven de aspecto saludable, con unos ojos alocados y algo saltones y una sonrisa que, al tiempo que elevaba su negro bigote, descubría unos dientes blanquísimos. Parecía que se aburría bastante. Apenas miraba a Amalia Kazimirovna y examinaba al resto de los presentes con una sonrisa burlona y desdeñosa. Estaba claro que Cleopatra sentía preferencia por aquel insolente; se dirigía a él con un simple «Ippolit» y un par de veces le lanzó unas miradas de tal calibre que el corazón de Erast Petrovich comenzó a lloriquear melancólicamente.

Pero al instante volvió a latirle a toda prisa, cuando uno de los invitados, un orondo señor con una cruz blanca al cuello, dijo aprovechando una pausa:

–Aunque hace un momento nos ha prohibido usted, Amalia Kazimirovna, chismorrear sobre Kokorin, lo cierto es que hoy me he enterado de algo verdaderamente curioso sobre ese caso.

Calló un segundo, muy satisfecho por el efecto que habían causado sus palabras: todos los presentes se volvieron hacia él.

–No nos deje con el alma en vilo, Anton Ivanovich, cuéntenos -dijo sin poder aguantar más un gordo de frente abultada, un abogado de los prósperos, a juzgar por su aspecto.

–Sí, por favor, no prolongue nuestro sufrimiento -insistieron los demás.

–Pues resulta que no se pegó un tiro así, sin más, sino jugando a la «ruleta americana». Me lo han comentado hoy mismo en la secretaría del gobernador general -informó el rollizo pavoneándose-. ¿Saben de qué les hablo?

–De sobra -respondió Ippolit, encogiéndose significativamente de hombros-. Coges un revólver y metes una sola bala. Un juego bastante tonto pero excitante. Es una pena que lo hayan ideado los norteamericanos y no nosotros. – ¿Y qué pinta en todo esto la ruleta, conde? – no comprendió al pronto el viejo de la estrella. – ¡Que lo mismo da que sea impar que par, o rojo que negro, con tal de que no salga el cero! – chilló Ajtirtzev, que se echó a reír con afectación y miró con expresión desafiadora a Amalia Kazimirovna (al menos, así se le antojó a Fandorin).

–Creo que lo he advertido antes: a quien hable de este asunto lo echaré de casa. – La anfitriona estaba enfadada en serio-. ¡Y para siempre! ¡No es tema de corrillos!

Se hizo un silencio algo embarazoso. – ¡No creo que se atreva usted a expulsarme a mí! – afirmó entonces Ajtirtzev con el mismo tono desenfadado-.

Sin duda, me he ganado con creces el derecho a decir lo que me plazca. – ¿Y eso por qué razón, si me permite preguntárselo? – terció un rechoncho capitán, vestido con el uniforme de la Guardia, que se levantó bruscamente.

–Pues porque el niñato está más borracho que una cuba -respondió con ganas de pelea el tal Ippolit, a quien el viejo había atribuido un momento antes el título de conde-. Deme su permiso, Amelia, y lo mando a tomar aire fresco.

–Cuando necesite su intervención, Ippolit Aleksandrovich, se lo haré saber de inmediato -replicó Cleopatra, no sin veneno, abortando la confrontación de raíz-. Y como veo que son incapaces de sacar un tema de conversación que resulte interesante, les propongo que juguemos a las prendas.

La última vez resultó muy divertido, cuando Frol Luckish perdió y tuvo que bordar una flor en el bastidor y se pinchó todos los dedos con la aguja.

Todos rieron con alborozo, salvo un señor con una barba recortada en círculo al que el frac sentaba realmente mal.

–Y por si fuera poco, mi buena Amalia Kazimirovna, se burlan de este pobre comerciante. Me lo tengo merecido, por tonto -se desahogó con humildad el aludido, que recalcó la última «o» de su frase-. Sólo pagan los que juegan honestamente. Pero donde las dan las toman, como dice el refrán. El otro día fui yo quien se arriesgó en el juego, así que no estaría mal que hoy fuese usted quien se arriesgara. – ¡Tiene razón el consejero de Comercio! – exclamó el abogado-. ¡Menudo talento! Sí, que Amalia Kazimirovna nos muestre su valentía. ¡Señores, propongo lo siguiente! Aquel de nosotros que saque la prenda podrá exigir de nuestra radiante anfitriona…, bueno…, algo especial. – ¡Muy bien! ¡Bravo! – lo apoyaron los demás. – ¿Pero qué motín es éste? ¿La revuelta de Espartaco? – se echó a reír la deslumbrante señora de la casa-. Bien, ¿qué quieren que haga? – ¡Se lo diré! – volvió a entrometerse Ajtirtzev-. Deberá usted responder con absoluta sinceridad a cualquier pregunta que se le haga. Sin andarse con rodeos ni jugar al gato y al ratón. Y obligatoriamente a solas. – ¿Por qué a solas? – protestó el capitán-. Todos estaríamos encantados de escucharla.

–Porque en presencia «de todos» no resultaría -consintió Beyetzkaya con una mirada cargada de ira-. Está bien, de acuerdo, juguemos a ser sinceros y como usted propone.

El conde se levantó con aire burlón y exclamó, tartajeando al estilo parisino:

–J'en ai le frisson que d'y penser!

Pero será la verdad de ella, señores. Y ¿quién necesita esa verdad? Juguemos, mejor, a la ruleta americana. ¿Qué, no les entusiasma la propuesta?

–Ippolit, creo que lo he dicho bien claro -le arrojó un rayo la diosa-. ¡No pienso repetirlo! ¡Ni una palabra sobre eso!

Ippolit se calló inmediatamente e incluso se llevó un dedo a la boca para indicar su absoluta mudez.

Entre tanto, el ágil capitán ya había reunido todas las prendas en su gorra militar. Erast Petrovich entregó el pañuelo de batista de su padre, bordado con sus iniciales: «P.E»

Se decidió que la mano inocente fuese el glabro Anton Ivanovich, que en primer lugar sacó el objeto que era de su propiedad, un puro, y con voz insinuadora preguntó: -¿Qué le dará a esta prenda?

–«El agujero de un ocho de pan» -respondió Cleopatra, vuelta de cara a la pared.

Y todos los presentes, salvo el orondo Anton Ivanovich, se carcajearon maliciosamente. – ¿Ya esta otra? – inquirió él, sin darse por aludido y mostrando el lápiz de plata del capitán.

–La nieve del año pasado.

Luego siguieron, por este orden, un reloj de medallón «las orejas de un pez»), un naipe ( «mes condoléances» ), una cajita de fósforos «el ojo derecho de Kuzov»), una boquilla de ámbar («una pretensión rechazada»), un billete de cien rublos («tres veces nada»), un pequeño peine de carey («cuatro veces nada»), una uva («la cabellera de Orest Kirilovich»; hubo una risotada general dirigida hacia el señor calvo que lucía la cruz de Vladimir en su ojal) y un clavel «a ése nada y por nada en el mundo»). En la gorra quedaban ya sólo dos prendas: el pañuelo de Erast Petrovich y la sortija de oro de Ajtirtzev. Cuando en los dedos del capitán apareció la resplandeciente sortija, el estudiante dio un paso hacia delante y Fandorin vio cómo su frente sembrada de espinillas se perlaba de sudor. – ¿Y qué le ofreceremos a ésta? – preguntó, tomándose su tiempo, Amelia Kazimirovna, a quien por lo visto ya comenzaba a fastidiarle la diversión-. No, nada. Será para el último -concluyó, mortificante.

Entonces todos se volvieron hacia Erast Petrovich; ahora sí, por primera vez, lo observaban con verdadero interés.

Durante los últimos minutos, a medida que aumentaban sus posibilidades de éxito en el juego, había estado meditando febrilmente qué haría en caso de que la suerte le sonriera.

Ahora todas sus dudas se habían disipado. Así lo había decidido el azar.

Entonces Ajtirtzev se levantó bruscamente, corrió hacia él y le susurró con vehemencia:

–Cédame su puesto, se lo ruego. ¡Qué le importa a usted! ¡Está aquí por primera vez! ¡Sin embargo, mi suerte…! ¡Se lo compro! ¿Cuánto quiere? ¿Quinientos, mil rublos? ¿Qué dice? ¿Quiere más?

Pero con una serena resolución de la que él mismo se sorprendió, Erast Petrovich lo apartó a un lado, se levantó del asiento y, dirigiéndose a la anfitriona, tras saludarla con una respetuosa inclinación, le preguntó: -¿Qué sitio prefiere?

Ella miró a Fandorin con alegre curiosidad. Una mirada cara a cara que producía vértigo.

–Sentémonos allí mismo, en aquel rincón. Da miedo quedarse a solas con un joven tan osado como usted…

Sin hacer caso de las jocosas risas del resto de los contertulios, Erast Petrovich siguió a la mujer hasta el rincón más apartado de la sala y los dos tomaron asiento en un diván con respaldo. Amalia Kazimirovna introdujo un cigarrillo alargado en una boquilla de plata y, tras prenderlo con la llama de una vela, inspiró suavemente el humo.

–Dígame, ¿cuánto dinero le ha ofrecido Nikolai Stepanich por ocupar su puesto? Le he visto hablarle al oído.

–Mil rublos -respondió Fandorin con sinceridad-. Y me ha propuesto todavía más.

Los ojos de ágata de Cleopatra brillaron maliciosamente. – ¡ Vaya, cuánta impaciencia la suya! ¿Y acaso a usted le sobran los millones?

–No, soy pobre -contestó humildemente Erast Petrovich-. Pero me parece ruin comerciar con la suerte.

Los invitados, convencidos ya de que no llegarían a escuchar nada, habían dejado de prestarles atención y comenzaban a conversar entre sí, en grupos, aunque miraban de cuando en cuando hacia el rincón.

Mientras, Cleopatra estudiaba a su momentáneo dueño con un aire burlón que no trataba de ocultar. – ¿Tiene algo que preguntar?

Erast Petrovich titubeó. – ¿Me responderá con franqueza?

–La honradez es cosa de honrados, y esa cualidad no abunda demasiado en nuestros juegos -sonrió Beyetzkaya con una amargura apenas perceptible-. Mas le prometo ser franca. Sólo le pido que no se haga excesivas ilusiones y que tampoco pregunte tonterías. Le tengo por una persona atractiva.

Fandorin, sin pensárselo mucho, se lanzó al ataque: -¿Qué sabe usted sobre la muerte de Piotr Aleksandrovich Kokorin?

La anfitriona no se asustó ni se estremeció, pero a Erast Petrovich le dio la impresión de que sus ojos se empequeñecían. – ¿Y qué interés tiene usted en ello?

–Se lo diré después. Antes, respóndame.

–Está bien, se lo contaré. A Kokorin lo mató una señora muy cruel. – Beyetzkaya bajó un instante sus espesas y negras pestañas y le lanzó por ellas una mirada abrasadora, tan rápida como una estocada de esgrima-. Y esa señora se llama «amor». – ¿Amor por usted? ¿Solía venir él a su casa?…

–Sí, lo hacía. Y también es cierto que aquí, aparte de mí, no podía enamorarse de nadie más. A no ser que se prendara de Orest Kirilovich. – Y se echó a reír. – ¿Es que no siente usted ninguna lástima por Kokorin? – inquirió Fandorin, sorprendido por tanta impasibilidad.

La reina egipcia se encogió de hombros con indiferencia.

–Cada uno es dueño de su destino. Pero, perdone, ¿no son ya demasiadas preguntas? – ¡No! – reaccionó rápidamente Fandorin-. ¿Qué tuvo que ver Ajtirtzev en todo esto? ¿Y cómo se explica su testamento en favor de lady Esther?

De improviso, las voces del resto de los comensales se alborotaron y Fandorin volvió la cabeza hacia ellos, irritado. – ¿Así que no le gusta mi tono? – interpelaba, en voz muy alta, Ippolit al borracho Ajtirtzev-. ¿Y esto te gusta, cobarde?

Golpeó al estudiante en la frente, con la palma de la mano, al parecer sin demasiada fuerza. Pero el feo Ajtirtzev voló hasta un sillón, se desplomó en él y se quedó allí sentado, pasmado y perplejo. – ¡Un momento, conde, eso no se hace! – Erast Petrovich se lanzó hacia ellos-. Que usted sea más fuerte no le da derecho a…

Pero sus confusas palabras, a las que el conde no prestó la más mínima atención, fueron ahogadas por la sonora voz de la anfitriona. – ¡Ippolit, fuera de aquí! ¡Y no pongas un pie en esta casa hasta que estés sobrio!

El conde se encaminó ruidosamente hacia la puerta lanzando improperios. Después, los demás invitados miraron con curiosidad a Ajtirtzev, que, derrumbado y con un aspecto verdaderamente lastimoso, no hacía intento de levantarse.

–Usted es el único de los presentes que parece humano -murmuró Amalia Kazimirovna a Fandorin mientras salían hacia el pasillo-. Lléveselo, por favor. Y no lo deje abandonado en cualquier sitio.

John, que había cambiado la librea por una levita negra con pechera almidonada, apareció al instante en el pasillo. El grandullón ayudó a Fandorin a llevar al estudiante hasta la puerta y, una vez allí, le encasquetó a éste el sombrero de copa. Beyetzkaya no salió a despedirlos y Erast Petrovich, al ver el sombrío rostro del lacayo, comprendió que había que irse.

Capítulo Quinto
Donde a nuestro héroe le suceden graves percances


Ajtirtzev se reanimó un poco al respirar el aire fresco de la calle, y como ya se mantenía firme en sus propias piernas y no daba bandazos, Erast Petrovich consideró innecesario sostenerlo por el codo más tiempo.

–Vayamos caminando hasta la calle Srietenka -propuso-. Allí le dejaré en un coche de caballos. ¿Está lejos su casa? – ¿Mi casa? – Bajo la luz desigual de un farol de queroseno, el pálido rostro del estudiante parecía una máscara de cera-. ¡No, a mi casa de ningún modo! Vayamos a otro sitio, ¿quiere? Necesito hablar con alguien. Usted ha visto… cómo se han portado conmigo. ¿Pero cómo se llama usted? ¡Ah, ya recuerdo! Fandorin, un apellido gracioso. Yo me llamo Ajtirtzev. Nikolai Ajtirtzev.

Erast Petrovich le saludó con una pequeña inclinación mientras se afanaba en resolver un difícil problema de conciencia: ¿era honesto aprovecharse del lamentable estado en que se encontraba Ajtirtzev para sonsacarle información, aunque fuera precisamente él, el mismo encorvado, quien insistía en sincerarse?

Decidió que sí, que podía hacerla. Además, su entusiasmo policial era ya irrefrenable.

–El Crimea queda por aquí cerca -cayó en la cuenta Ajtirtzev-. No es necesario coger un coche, se puede ir a pie.

Es un antro, pero tienen un vino excelente. ¿Vamos allá, quiere? Yo invito.

Fandorin no se resistió, y los dos hombres, lentamente (el estudiante todavía se tambaleaba un poco), se pusieron a caminar por aquel oscuro callejón hacia el fondo, donde brillaban las luces de la calle Srietenka.

–Usted, Fandorin, me tendrá por un cobarde, ¿verdad? – preguntó directamente Ajtirtzev, con la lengua un poco trabada-. ¿Por qué no he retado en duelo al conde, me he tragado la ofensa y he fingido estar borracho? No soy un cobarde, y si le contara algo, se convencería usted… Sepa que me ha provocado a propósito. Sin duda ha sido ella quien le ha incitado, para librarse de mí y no pagarme la deuda… ¡Ah, esa maldita mujer, usted no la conoce bien!… ¡Y para Zurov matar a un hombre es lo mismo que aplastar una mosca!

Todas las mañanas dedica una hora a hacer prácticas de tiro.

Aseguran que es capaz de acertar a una moneda de cinco kopecs a veinte pasos de distancia. ¿Le parece que eso sería un duelo? Él no correría ningún peligro. Un asesinato, así habría que llamarlo. Y lo más importante es que él no tendría problemas, saldría del atolladero. De hecho, se las ha sabido arreglar más de una vez. Marchándose, dándose una vuelta por el extranjero. Pero yo quiero vivir, me lo he merecido.

En la calle Srietenka giraron hacia otro callejón, uno más entre tantos, aunque éste iluminado por farolas de gas y no de queroseno. Un poco más adelante, apareció una casa de tres pisos con las ventanas radiantemente iluminadas. «Éste debe de ser el Crimea», pensó Erast Petrovich con el corazón desbocado, pues había oído hablar mucho de aquel conocido burdel de Moscú.

Nadie salió a recibirles al porche, que era amplio y estaba iluminado con lámparas. Ajtirtzev, con gesto rutinario, empujó una gran puerta, adornada con dibujos, que cedió fácilmente, y al punto un fuerte olor a calor, bebida y cocina, cilmente, y al punto un fuerte olor a calor, bebida y cocina, así como un estruendo de voces y chirridos de violines, acudieron a su encuentro.

Tras dejar sus sombreros de copa en el guardarropa, los jóvenes cayeron en manos de un vivaracho camarero, vestido con una camisa de color escarlata, que, tras dirigirse a Ajtirtzev con el tratamiento de «excelencia», les prometió la mejor mesa, una especialmente reservada para ellos.

La mesita quedaba al lado de la pared, gracias a Dios lejos del escenario, donde un coro gitano cantaba y tocaba panderetas.

Erast Petrovich, cliente neófito en un antro de perdición como aquél, miró con curiosidad en todas direcciones. El público era de lo más variopinto y no había nadie que no estuviera borracho. Entre la clientela abundaban los grandes comerciantes y los inversores de Bolsa, los nuevos ricos del régimen, todos con el pelo engominado. Sin embargo, también se veían señores de indudable origen nobiliario e incluso advirtió el brillo de la insignia de oro de un oficial del séquito del zar en una de las mesas. Pero fueron las chicas, que se sentaban en cualquier mesa al mínimo gesto de los clientes, las que provocaron mayor interés en el funcionario de registro. El escote de sus vestidos hizo que se sonrojara, y las faldas tenían unas cisuras tan profundas, que mostraban desvergonzadamente sus redondeadas rodillas, ceñidas con medias caladas. – ¿Qué, no puede apartar la vista de las chicas? – sonrió maliciosamente Ajtirtzev tras encargar vino y comida al camarero-. Después de conocer a Amalia, yo no las tengo ya por mujeres. ¿Cuántos años tiene usted, Fandorin?

–Veintiuno -respondió Erast Petrovich añadiéndose uno.

–Pues yo veintitrés, y le aseguro que he vivido demasiadas experiencias. No malgaste la vista en las mujeres que se venden porque no se merecen ni el dinero ni el tiempo que se emplea en ellas. Además, después da asco. ¡Puestos a amar, que sea a una reina! Pero para qué le diré yo estas cosas… Si apareció usted ayer en casa de Amalia, sería por algo. ¿Ya lo ha hechizado? Le gusta coleccionar y renovar cuanto antes las piezas de su muestrario.

Elle ne tense qu'a exciter les hommes! , como dice la opereta… Pero todo tiene su precio, y yo ya he pagado el mío. ¿Quiere que le cuente una historia? ¿Sabe?, hay algo que me gusta en usted: esa manera suya de guardar silencio. Creo que le resultará útil conocer cómo es verdaderamente esa mujer. Espero que lo tenga en cuenta antes de que le sorba el seso, como me ocurrió a mí. ¿O ya se lo ha sorbido, Fandorin? ¿Qué le susurró a ella en aquel rincón?

Erast Petrovich bajó los ojos.

–Escuche -dijo Ajtirtzev comenzando su relato:-.

Hace unos momentos me ha tomado usted por cobarde porque he dejado marchar a Ippolit sin retarle. Pero es que yo acabo de participar en un duelo, un duelo que ningún Ippolit de esos podrá nunca imaginar siquiera. Recordará usted que ella ha prohibido terminantemente hablar de Kokorin. ¡Cómo no! Tiene la conciencia manchada con su sangre; sí, su conciencia. Y también lo está la mía, sin duda. Pero yo al menos he expiado ya ese pecado con un susto de muerte. Kokorin y yo estudiábamos juntos el mismo curso en la universidad, y también él visitaba la casa de Amalia. Fuimos muy buenos amigos, pero luego, por su causa, nos convertimos en adversarios. Kokorin era más desenvuelto que yo y su rostro era más agradable que el mío, pero, entre nous , un comerciante siempre será un comerciante, un plebeyo, por mucho que estudie en la universidad. ¡Cuánto se divirtió Amalia a nuestra costa! Unas veces le prefería a él; otras, a mí. Tan pronto te llamaba Nikolai e incluso te tuteaba, igual que si fueras su favorito, como luego, por cualquier bagatela, caías en desgracia. Entonces te ordenaba que no aparecieras por su casa durante una semana y de nuevo te llamaba de «usted», de nuevo «Nikolai Stepanich». Ésa es su política, y quien pica su anzuelo ya nunca se suelta. – ¿Y ese Ippolit qué relación tiene con ella? – preguntó Fandorin con cautela. – ¿El conde Zurov? No lo sé a ciencia cierta, pero debe de haber algo especial entre ellos… A veces es él quien la domina, y otras parece lo contrario… No es que Zurov sea celoso, la cuestión no es ésa. Amalia no le permitiría nunca a nadie que sintiese celos por ella. ¡Ya le digo que es una reina!

Calló un instante porque en la mesa vecina un grupo de comerciantes bebidos empezó a dar gritos. Se marchaban ya y discutían quién debía pagar la cuenta. Cuando salieron, los camareros retiraron el mantel sucio en un abrir y cerrar de ojos y colocaron uno nuevo. Un minuto después, la mesa que había quedado libre ya estaba ocupada por un nuevo cliente, un funcionario, borracho como una cuba, con unos ojos blanquísimos, casi transparentes (por lo visto, a causa de la cogorza). Pronto, una rolliza muchacha de pelo castaño acudió revoloteando hacia el juerguista, lo abrazó por los hombros y luego cruzó las piernas de una manera muy vistosa: tanto, que Erast Petrovich se quedó con los ojos clavados en aquella rodilla fuertemente ceñida por la media roja.

El estudiante, entre tanto, ventiló de un trago su copa de vino renano, hincó el tenedor en un bistec sanguinolento y continuó:

–Usted cree que Pierre Kokorin se pegó el tiro por un amor desgraciado, ¿verdad? Pues está en un error. Fui yo quien lo mató. – ¡¿Cómo dice?! – exclamó Fandorin, sin dar crédito a sus oídos.

–Lo que ha oído. – Ajtirtzev asintió orgullosamente con un movimiento de cabeza-. Ahora se lo contaré todo. Usted quédese ahí sentado, bien calladito y sin molestarme con sus preguntas. »Sí, yo lo maté, y no me arrepiento en absoluto. Lo maté honestamente, en un duelo. Sí, honestamente. Porque un duelo más honrado que el nuestro no ha existido nunca. Cuando dos personas están en la línea asignada para el tiro siempre hay engaño: uno dispara mejor y el otro peor; o uno es gordo y, por tanto, resulta más fácil acertar en su cuerpo; o el otro ha pasado la noche en vela y le tiemblan las manos. Pero el duelo que hubo entre Pierre y yo careció de engaño. »Todo empezó mientras paseábamos los tres juntos en calesa por Sokolniki. Ella dijo de pronto: "Ya me estoy cansando de ustedes dos, niños ricos y depravados. ¡Ojalá se matasen el uno al otro!" Y el bruto de Kokorin le respondió:

"Sería capaz de matar, pero sólo si obtuviera una recompensa suya." Y yo añadí: "También yo lo haría por un premio como ése, una compensación que fuera imposible dividir entre los dos. Uno de nosotros daría con sus huesos en una fría tumba, a menos que cediera su empeño a favor del otro." ¿Comprende ahora en qué estado había quedado nuestra antigua amistad? »Ella preguntó: "¿Pero tanto me aman ustedes?" Y él respondió: "Más que a la vida." Yo me expresé en términos similares. "Está bien -añadió ella-, si algo valoro en un hombre es su valentía: así todo resulta más sencillo. Bueno, entonces oigan mi voluntad. Si uno mata al otro, su coraje será recompensado…, y ya saben ustedes a qué recompensa me refiero." Y se rió. "¡Pero menudo par de charlatanes! – dijo a continuación-. Ni uno ni otro son capaces de matar a nadie. Ustedes no tienen otro interés que no sea el dinero de sus padres." Yo me encolericé: "De Kokorin no puedo salir fiador, pero por lo que a mí respecta le juro que por ese premio de usted no tendría piedad ni de mi vida ni de la de ningún otro." »Ella me interrumpió, enfadada: "¡Basta, me aburren con sus cacareos! Decidido entonces: se matarán el uno al otro.

Pero no en duelo, porque, de hacerlo así, me acarrearían inevitablemente un gran escándalo, además de que es un procedimiento poco seguro. Puede que uno de ustedes le agujeree al otro tan sólo la mano y el vencedor se presente ante mí exigiendo su recompensa. No. Uno tendrá la muerte y el otro el amor. Que decida el destino. Échenlo a suertes. El que pierda se suicidará. Pero antes deberá escribir una nota explicativa para que nadie pueda pensar que se suicidó por mi culpa… ¿Qué? Ya no los veo tan valientes. Si se acobardan, les ruego, por vergüenza, que dejen de visitar mi casa. De todo se puede sacar algún provecho." Entonces Pierre me miró y dijo: "No sé qué pensará Ajtirtzev, pero yo no voy a echarme atrás." Así fue como se decidió todo.

El estudiante calló, humillado. Luego, animándose de nuevo, llenó su copa hasta el borde y se la bebió de un trago.

En la mesa vecina, la muchacha de las medias rojas soltó una sonora carcajada: el de los ojos blancos le susurraba algo al oído. – ¿Y qué me dice del testamento? – preguntó Erast Petrovich, mordiéndose la lengua al instante, porque nada hacía suponer que él debiera estar al tanto de aquella cuestión.

Pero Ajtirtzev, abstraído en sus recuerdos, se limitó a sacudir la cabeza con indolencia. – ¡Ah, sí, el testamento!… También fue idea suya: «¿No quisieron ustedes comprar mis favores con dinero? – continuó-. Pues, de acuerdo, que sea con dinero, pero no con los cien mil rublos que Nikolai Stepanich me ofreció en cierta ocasión.» »Era verdad; yo le había hecho aquella oferta y ella estuvo a punto de expulsarme de su casa. "Ni tampoco con doscientos mil. Que sea con toda su fortuna. El que muera, que se vaya al otro mundo completamente desnudo. Pero yo no necesito para nada su dinero -añadió-. Estoy dispuesta a regalárselo a quien sea. Esa fortuna se destinará a un buen fin: a un monasterio o algo parecido. Que sea como una indulgencia para perdonar el pecado mortal del suicida. Seguro que harán una buena vela con su millón de rublos. ¿No se suele decir eso, Petrusha?" Pero Kokorin era ateo, y de los más radicales. Así que pegó un salto: "¡A quien sea, menos a los popes! – dijo-. Antes prefiero testar a favor de las muchachas caídas en la perdición, para que se compren una máquina de coser y puedan cambiar de oficio. De esa forma no quedaría una sola mujer haciendo la calle en todo Moscú, y hasta quizá levantaran una estatua en memoria de Piotr Kokorin."

Pero Amalia no estuvo de acuerdo: "A una mujer libertina ya no hay manera de reformarla. Habría que haberla educado antes, siendo niña." Entonces Kokorin dio un manotazo en el aire: "Bueno, pues para los niños huérfanos. A un orfanato cualquiera." El rostro de Amalia se iluminó: "¡Qué hermoso gesto el tuyo, Petrusha! ¡Seguro que así perdonarán tu pecado! Ven aquí, que vaya darte un beso." La carantoña me enfureció. "Pues yo digo que tu millón se lo echarán al bolsillo los mandamases del orfanato. ¿No has leído lo que escribe la prensa de esos asilos estatales? ¿Lo mal que tratan allí a los niños? Harías mejor dándoselo a esa inglesa, a la baronesa Esther, al menos ella no lo robará." Entonces Amalia también me besó a mí: "¡Muy bien, dejemos a nuestros compatriotas con un palmo de narices!" »Esta escena tuvo lugar el sábado, hacia las once de la mañana. El domingo, Kokorin y yo acordamos todos los detalles. Fue aquélla una conversación extraña. Él estuvo todo el tiempo galleando, soltando baladronadas. Yo guardaba silencio. Apenas nos miramos a la cara. Yo me sentía como atolondrado… Llamamos a un notario y redactamos el testamento con todos los requisitos legales. Pierre consta en el mío como testigo y albacea, igual que yo en el suyo. Al notario le dimos cinco mil rublos cada uno para que no se fuera de la lengua.

Tampoco creo que a él le interese mucho ir hablando por ahí de este asunto. Luego decidimos (fue Pierre quien lo propuso) encontramos a las diez de la mañana en la plaza Taganka (yo vivo en la calle Gonchamaya). Los dos llevaríamos en el bolsillo un revólver de seis disparos, mas con una sola bala en el tambor. Caminaríamos por separado, pero manteniéndonos siempre el uno a la vista del otro. Luego lo echaríamos a suertes. El que perdiera sería el primero en dispararse. Kokorin había leído en algún sitio lo de la "ruleta americana" y le gustaba la idea. "En nuestro honor, Kolia, seguro que hasta le cambian de nombre.

'La ruleta rusa', dirán.

Ya verás… -comentó él. Y añadió-: Pero eso de dispararse en casa ha de ser un poco aburrido. ¿No sería mejor pasear por ahí y ofrecer un poco de espectáculo?" En todo estuve de acuerdo. A mí me daba igual. No me importa reconocerlo ahora: estaba completamente asustado. Me decía una y otra vez:

"Perderás." En mi cabeza martilleaban dos palabras: lunes, trece, lunes, trece… Pasé la noche en vela. Incluso pensé en huir al extranjero. "¡Pero cómo -me dije-, y dejarlos a los dos juntos y riéndose de mí!…" En fin, decidí quedarme. »Y esto fue lo que pasó a la mañana siguiente. Pierre llegó vestido como un figurín, con un chaleco blanco y de muy buen humor. Solía tener casi siempre buena suerte, y por eso, supongo, creería que la fortuna también iba a sonreírle en esa ocasión. Tiramos los dados en mi despacho. Él sacó nueve y yo tres. La verdad, no me sorprendió. "Yo no voy a ningún sitia -le dije-, prefiero matarme aquí." Así que giré el tambor y apoyé el cañón a la altura del corazón. Pero él me detuvo: "¡Quieto! No te dispares en el corazón. Si la bala sale torcida, tardarás en morir y sufrirás mucho. Mejor en la sien o en la boca." "Gracias por el consejo", le respondí; pero en aquel momento lo odié tanto que estuve a punto de pegarle un tiro, así, sin mediar duelo alguno. Pero seguí su consejo.

Nunca olvidaré aquel chasquido, el primero. Retumbó allí, junto a la oreja, de una manera que…

Ajtirtzev se contrajo convulsivamente y volvió a llenarse la copa. La cantante, una gitana gorda con un chal dorado, entonó con voz grave una tonada lánguida que estremecía el alma.

–Escuché la voz de Pierre: «Bueno, ahora me toca a mí.

Salgamos a la calle.» »Sólo entonces comprendí que seguía vivo. Caminamos hasta la colina Shvivaya. Desde allí arriba hay una buena vista de la ciudad. Kokorin iba delante. Yo, unos veinte pasos atrás. Se detuvo un momento, de pie junto al precipicio. Yo no le distinguía la cara. Levantó la mano con la que asía el revólver para que yo lo viese, giró el tambor y se lo llevó a la sien muy rápido: luego se oyó un chasquido. Yo sabía de antemano que no le pasaría nada, ni me imaginaba esa posibilidad. Tiramos los dados de nuevo: ¡y me tocó a mí otra vez!

Bajé hasta el río Yauza. Por allí no había un alma. Me subí al pretil del puente, pues pensaba que así caería al agua en caso de… Mas otra vez tuve suerte. Nos alejamos de aquel lugar.

Fue entonces cuando Pierre dijo: "Esto se está haciendo un poco aburrido. ¿Por qué no asustamos a la gente?" La verdad es que siempre mantuvo el tipo, eso hay que reconocerlo. Salimos a un callejón, por el cual ya paseaban algunas personas y también circulaban algunos carros. Yo crucé a la otra acera. Desde allí vi a Kokorin quitarse el sombrero, inclinarse ceremoniosamente y saludar a izquierda y derecha. Y luego levantar la mano y girar el tambor… ¡Pero tampoco ocurrió nada! Tuvimos que escapar de allí a toda prisa. Gritos, alboroto, mujeres chillando… Entramos en un patio de la calle Maraseika. Tiramos los dados de nuevo, ¿y qué cree que sucedió?.. ¡Pues que de nuevo me toco a mí! ¡A él dos seises y a mí dos unos, palabra de honor! "Éste sí que es el final", pensé, finito. El resultado no podía ser más simbólico. Él tenía toda la suerte del mundo; yo, ninguna. »La tercera vez me disparé al lado de San Cosme y San Damián, en la misma iglesia en que me bautizaron. Entré en el atrio, donde están los pobres pidiendo limosna. Le di un rublo a cada uno y me quité la gorra… Abrí los ojos: ¡seguía vivo!…

Un mendigo se acercó y me dijo: "Si el alma duele, Dios perdona"… "Si el alma duele, Dios perdona": esa frase se me ha quedado grabada en la memoria. Bueno, nos alejamos corriendo de allí. Kokorin escogió esta vez un lugar más elegante, justo al lado del pasaje comercial Galafteievsky. Entró en una pastelería de la calle Niglinniaya y se sentó a una mesa.

Yo me quedé fuera, de pie, pegado al escaparate. Le comentó algo a una señora que se sentaba en la mesa vecina y ella sonrió. Luego sacó el revólver y apretó el gatillo. Vi cómo lo hacía. Bueno, pues la dama de al lado se echó a reír aún con más ganas. Piotr escondió el revólver, volvió a conversar con la señora y terminó de beberse el café. Yo me había quedado de una pieza. No sentía nada. Recuerdo que sólo pensé, con fastidio: "¡Vaya, otra vez a lanzar los dados!" »Los tiramos de nuevo en Ojotny, junto al hotel Loscutny, y allí le tocó a él ser el primero. Yo saqué un siete y él un seis. Un siete y un seis, tan sólo un punto de diferencia. Caminamos juntos hasta la taberna Gurovsky, y justo en el lugar donde están construyendo el Museo de Historia, nos separamos. Él entró en los Jardines de Alejandro, caminando por el paseo arbolado, y yo anduve por la acera, al otro lado de la verja. Lo último que me dijo fue: "Somos unos idiotas, Kolia. Si me libro esta vez, lo mando todo al diablo." Yo quise detenerlo, le juro por Dios que quise detenerlo, pero no lo hice. ¿Por qué?… Ni yo mismo lo sé. Miento, sí que lo sé… Una idea cobarde se me cruzó por la cabeza. "Que gire otra vez el tambor -me dije-, y después ya veremos. A lo mejor se acaba el juego…" Sólo a usted, Fandorin, se lo he confesado.

Ahora, todo me da igual.

Ajtirtzev bebió otro trago. Tenía los ojos enrojecidos y turbios bajo los lentes. Fandorin, conteniendo la respiración, aguardó a que siguiera pese a que ya sabía lo que iba a escuchar. Nikolai Stepanich sacó un puro del bolsillo y prendió una cerilla para encenderlo con una mano temblorosa. Era sorprendente lo mal que encajaba aquel puro tan grueso y largo en su feo rostro infantil. Luego, apartando de un manotazo la nube de humo que se había formado junto a sus ojos, Ajtirtzev se levantó bruscamente. – ¡Camarero, la cuenta! No aguanto aquí ni un minuto más. Demasiado ruido, se ahoga uno -dijo, a la vez que se arrancaba la corbata de seda del cuello de la camisa-. Vamos a otro sitio. O, si lo prefiere, demos un paseo.

Se detuvieron un momento en el porche. El callejón estaba solitario y oscuro. No había una sola casa con las ventanas iluminadas, salvo el Crimea. La llama de gas de la farola más cercana oscilaba, trémula.

–O «quifá fea» mejor «irfe a cafa» -pronunció incorrectamente Ajtirtzev, apretando con fuerza el puro entre los labios-. Allí, a la vuelta de la «efquina», debe de haber algún carruaje.

Justo en aquel momento, la puerta del antro se abrió y salió al porche el vecino de la mesa contigua, el funcionario de los ojos blancos, con la levita vuelta hacia un lado. El hombre hipó ruidosamente, metió la mano en el bolsillo de su uniforme oficial y sacó un puro. – ¿Po-podrían, por favor, dar-darme fuego? – preguntó, acercándose a los jóvenes.

Fandorin creyó apreciar en su voz un ligero acento, estonio o quizá finés.

Ajtirtzev se palmeó un bolsillo y luego el otro. Se escuchó el sonido de las cerillas al agitarse dentro de la caja.

Erast Petrovich esperaba pacientemente. De pronto, en el hombre de los ojos blancos se produjo un cambio extraño.

Como si se hubiese encogido y se inclinara un poco hacia un lado. Un instante después, una ancha y corta hoja de cuchillo pareció crecer de su mano izquierda, y el funcionario, con un movimiento parco y electrizante, se la clavó a Ajtirtzev en el costado derecho.

Los acontecimientos que siguieron ocurrieron muy deprisa, en dos o tres segundos, pero a Erast Petrovich se le antojó que el tiempo se había detenido. Reparó en muchos detalles, pensó muchas cosas, pero fue incapaz de realizar el menor movimiento, como si el reflejo de la luz en aquella hoja de acero le hubiera hipnotizado.

Lo primero que Fandorin pensó fue: «Se la ha clavado en el hígado.» Y a su memoria, sin saber por qué, acudió de golpe una frase del manual de biología de cuando estudiaba en el gimnasio: «Hígado: víscera de un cuerpo vivo que separa la sangre de la bilis.» Después vio cómo Ajtirtzev moría. Erast Petrovich nunca había presenciado la agonía de un hombre, pero por alguna razón comprendió al momento que Ajtirtzev estaba muerto. Sus ojos se hicieron como de vidrio, los labios se le hincharon convulsivamente, y de ellos comenzó a manar un hilo de sangre de color cereza oscuro.

Muy lentamente, incluso con elegancia, o así al menos juzgó Fandorin, el funcionario extrajo del cadáver el cuchillo, que ya había perdido su brillo inicial, y comenzó a volverse despacio, muy despacio, hacia Erast Petrovich. Su rostro quedó muy cerca del suyo: unos ojos claros en los que las pupilas eran unos pequeños puntos negros, y unos labios delgados y exangües. Éstos se movieron ligeramente y pronunciaron de un modo muy claro: «Azazel.» Y, justo en ese momento, el tiempo recuperó su normal dimensión, se encogió como un resorte y, abrasando como el fuego, se estrelló contra el costado derecho de Erast Petrovich. Y lo hizo de una forma tan violenta que éste se desplomó de espaldas y se golpeó fuertemente en la nuca con el borde de la barandilla del porche.

«¿Pero qué ocurre aquí? ¿Qué es eso de "Azazel"? – pensó Fandorin-. ¿Estoy soñando? – continuó-. Ha sido él, el cuchillo ha topado con mi Lord Byron. Barbas de ballena.

Talla en pulgadas.»

La puerta del local se abrió entonces de pronto, con un empujón, y un grupo de juerguistas bulliciosos se precipitó al porche lanzando risotadas. – ¡Señores, menudo lío borodino hay montado aquí! – gritó alegremente la voz de un comerciante ebrio-. ¡Pobrecillos, se han quedado sin fuerzas! ¡Si es que no saben beber!…

Erast Petrovich se incorporó un poco, mientras se palpaba con la mano el costado caliente y húmedo y trataba de localizar al funcionario de los ojos blancos.

Pero allí ya no había ningunos ojos blancos. Ajtirtzev, en cambio, sí que yacía en el mismo sitio donde había caído, atravesado a lo largo de los escalones, cabeza abajo. Su sombrero de copa, tras rodar un trecho, también seguía allí, inmóvil, a poca distancia. Pero el funcionario había desaparecido sin dejar rastro, como si se hubiera esfumado en el aire.

En la calle, débilmente alumbrada por las farolas, no se veía un alma. De pronto, éstas empezaron a comportarse de una manera asombrosa, empezaron a dar vueltas y más vueltas.

Durante un segundo un gran resplandor lo iluminó todo y luego, inmediatamente, se hizo la oscuridad más completa.


Capítulo Sexto
En el que aparece el «hombre del futuro»


–Pero quédese en la cama, pichón mío, quédese en la cama -dijo desde el umbral Ksaveri Feofilaktovich, cuando Fandorin, confuso, sacó una pierna del duro diván en el que estaba recostado-. ¿Qué le ha ordenado el doctor? Lo sé todo, me he informado. Después del alta en el hospital, reposo absoluto durante dos semanas para que la herida cicatrice como debe ser y ese cerebro conmocionado vuelva a su sitio. Y usted todavía no lleva en cama ni diez días.

El jefe se sentó y se secó la purpúrea calva con un pañuelo a cuadros. – ¡Uf, cómo calienta este solecito, ya lo creo que calienta!… Le traigo un bizcocho de mazapán y cerezas frescas. ¡Ande, coma! ¿Dónde se lo dejo?

El comisario paseó la vista por el destartalado cuartucho donde residía el oficial de registro. No había sitio donde dejar el pequeño envoltorio con las viandas: el enfermo estaba acostado en el diván, en la silla se sentaba el mismo Ksaveri Feofilaktovich y en la mesa se amontonaban los libros.

No había más muebles en la pequeña habitación, ni siquiera un armario: las numerosas prendas que componían el guardarropa paterno heredado colgaban de unas alcayatas clavadas en las paredes. – ¿Qué, le duele un poquito?

–Nada en absoluto -mintió a medias Erast Petrovich-.

Ojalá me quiten los puntos mañana. Un corte poco profundo, aquí, a la altura de las costillas. Por lo demás, estoy bien.

Tengo la cabeza completamente sana. – ¡Pero de qué se preocupa, hombre! ¡Usted está de baja! ¡Y, además, no pierde nada de sueldo! – Ksaveri Feofilaktovich frunció el entrecejo con sentimiento de culpa-. No se habrá enfadado conmigo, alma mía, porque haya tardado tanto en visitarle, ¿verdad? Seguro que se ha formado una mala opinión de este pobre viejo. Habrá pensado: «Se dio prisa en ir a visitarme al hospital porque tenía que redactar el informe, pero ahora que ya no le hago maldita la falta no asomará ni la nariz para tener más noticias mías.» ¡Pues se equivoca!

Le pedí al médico que me mantuviera informado sobre su salud, aunque, eso sí, hasta hoy no he dispuesto del tiempo necesario para venir a verle. ¡Menudo lío hay armado en la Dirección! ¡De día y de noche, a todas horas en la oficina! ¡Palabra de honor! – El comisario miró a todos lados y luego bajó la voz y habló en tono confidencial-. Ese Ajtirtzev, ¿sabe usted?, no era un cualquiera, sino el mismísimo nieto de su eminencia el canciller Korchakov, ni más ni menos. – ¡No me diga! – exclamó Fandorin.

–Su padre, que está casado en segundas nupcias, es nuestro embajador en Holanda. El chico vivía en Moscú en la antigua casa de su tía, la princesa Korchakova, un auténtico palazzo , que ya era de su propiedad, en la calle Goncharnaya.

La princesa falleció el año pasado y le legó a él toda su fortuna, que se sumó a la que ya había recibido de su difunta madre. ¡Uf, menudo alboroto se ha armado en la Dirección, ya le digo! Al principio, el asunto quedó bajo el control directo del gobernador general, el mismísimo príncipe Dolgoruki.

Pero, la verdad, no teníamos ni idea de por dónde meter mano al caso. Nadie ha visto al asesino a excepción de usted, claro está. Y, por si fuera poco, la Beyetzkaya ha desaparecido sin dejar huella, aunque eso ya se lo comuniqué en mi anterior visita. Su casa está completamente vacía, ni criados ni papeles, nada..Y ahora cualquiera la encuentra! No sabemos quién es ni de dónde venía. En su pasaporte figuraba que era una noble lituana, por lo que pedimos informes a Vilna, pero allí nos dijeron que en la ciudad no constaba nadie con ese nombre..y así estábamos! Hasta que la semana pasada su excelencia me llamó a su despacho: «Perdóname, Ksaveri -me dijo-, te conozca desde hace mucho tiempo y sabes que estimo tu honestidad. Pero este asunto te viene demasiado grande. Así que nos van a mandar de San Petersburgo a un investigador con funciones especiales que estará a las órdenes directas del jefe de la Gendarmería y de la Tercera Sección: su altísima eminencia, el general de campo Mizinov, Lavrentii Arkadevich.» ¿Qué, no te hueles al pájaro? Uno de los nuevos, un raznochinetz , un hombre del futuro. Un partidario de la aplicación exclusiva de métodos científicos en la investigación criminal. Un experto en casos difíciles. En una palabra, ¡ni tú ni yo hacemos pareja con él!

Ksaveri Feofilaktovich hizo una mueca irónica.

–Así que él es un hombre del futuro, y yo, Grushin, un hombre del pasado. ¡Buenas las tenemos! «Llegará dentro de tres días -siguió diciéndome-, el miércoles día veintidós por la mañana. Se llama Ivan Frantzevich Brilling y tiene el título de consejero de Estado.» ¡A los treinta y tantos años de edad!… Y ha empezado a trabajar con nosotros. ¡Y de qué manera! Para que se forme una idea, hoy, que es sábado, ya estábamos todos en el trabajo a las nueve de la mañana. Y ayer estuvimos reunidos hasta las once de la noche, haciendo esquemas. Recuerda usted la cantina donde tomábamos el té, ¿verdad? Bueno, pues han quitado de allí el samovar y en su sitio hay ahora un telégrafo y, a su cargo, un telegrafista de guardia las veinticuatro horas del día. Mandas un telegrama a Vladivostok o a Berlín, a donde quieras, y tienes la respuesta al instante. Ha despedido a la mitad de nuestros agentes y los ha sustituido por otros que ha traído de Peter y que sólo le obedecen a él. Conmigo tampoco se ha andado con chiquitas. En la entrevista que tuvimos me analizó igual que se analiza un papel al trasluz. Yo pensé: «Bueno, también está dispuesto a jubilarme a mí.» Pero no, al parecer el comisario Grushin sigue siendo útil… ¡Caramba, si para eso precisamente he venido a verle, pichón mío! – se acordó de pronto Ksaveri Feofilaktovich-. Para prevenire. Hoy va a venir a verle en persona, desea interrogarle él mismo. Pero usted no se preocupe, porque no tiene nada de qué culparse. Incluso ha sido herido en acto de servicio. Pero estando las cosas como están, intente no dejarme en mal lugar. ¿Quién podía imaginarse que el asunto tomaría estos derroteros?

Erast Petrovich paseó una mirada triste por su miserable habitación. ¡Pues sí que iba a llevarse una buena impresión aquel hombre tan importante de San Petersburgo! – ¿Y no sería mejor que me presentara yo en la Dirección? La verdad es que me siento perfectamente. – ¡Ni se le ocurra! – exclamó el comisario, agitando los brazos. ¿Acaso quiere delatarme? ¿Que sepa que he venido para avisarle? ¡Quédese en la cama! Tiene su dirección anotada y vendrá hoy mismo, sin falta.

El «hombre del futuro» llegó por la tarde, pasadas las seis, de manera que Erast Petrovich tuvo tiempo de organizarse concienzudamente. Le dijo a Agrafena Kondratievna que esperaba la visita de un general y le pidió que Malashka fregara el vestíbulo, ocultara el baúl carcomido que se encontraba allí, y, lo más importante, ni se le ocurriera preparar la sopa de coles que solían cenar. El herido también hizo limpieza general en su cuarto: colocó de forma más presentable las prendas colgadas de los clavos y metió los libros debajo de la cama, dejando únicamente sobre la mesa una novela francesa, los Ensayos filosóficos , de David Hume, en inglés, y las Memorias de un detective parisino , de Jean Debré. Luego decidió quitar el libro de Debré y sustituirlo por Las instrucciones para una respiración correcta , del célebre brahmán hindú señor Chandra Johnson, obra que le servía de guía para realizar cada mañana su reparadora sesión de gimnasia mental. Así comprendería aquel especialista en casos difíciles que el inquilino de la habitación podía ser un hombre pobre, pero de ningún modo un hombre abandonado. Para acentuar la gravedad de su herida, Erast Petrovich acercó la silla al diván, colocó sobre ella una redoma medio llena de cierta mixtura (que pidió prestada a Agrafena Kondratievna), y se tumbó después de vendarse la cabeza con una bufanda blanca. En fin, quería provocar una impresión bien explícita: padecimiento y dolor, sí, pero sobrellevados con entereza.

Por fin, cuando ya estaba medio muerto de aburrimiento y cansado de mantener aquella posición, alguien llamó a la puerta levemente. Acto seguido, sin esperar ninguna respuesta, un señor con aspecto enérgico entró en la habitación.

Vestía una chaqueta cómoda y ligera y unos pantalones claros, y no iba tocado. Sus cabellos, de color castaño claro y cuidadosamente peinados, dejaban al descubierto una frente sublime; en las comisuras de su boca, que expresaba una gran firmeza de carácter, se dibujaban dos pliegues burlones, y su barbilla, bien rasurada y marcada por un hoyuelo central, denotaba un tremendo aplomo. Unos perspicaces ojos grises recorrieron con rapidez la estancia y luego se detuvieron en Fandorin.

–Está claro que no necesito presentación alguna -dijo el invitado con tono divertido-. En líneas generales, usted ya sabe de mí, aunque quizá desde una perspectiva algo desfavorable. ¿Se ha quejado Grushin del telégrafo? – Erast Petrovich parpadeó varias veces, pero no contestó a la pregunta-. El método deductivo consiste precisamente en eso, mi muy querido Fandorin: en la reproducción de un cuadro general por medio de algunos detalles baladíes. Lo que importa es no perder la medida, no llegar a una conclusión errónea, si es que la información de que se dispone permite distintas interpretaciones. Pero bueno, ya hablaremos de eso con más profundidad en otro momento, tenemos tiempo. En lo que se refiere a Grushin, mi deducción es bien sencilla. Punto uno. Su patrona me ha saludado inclinándose hasta casi rozar el suelo, además de darme el trato de «excelencia». Y, como usted podrá comprobar, mi grado administrativo no está asociado en absoluto con ese tratamiento, del que al menos hasta el día de hoy no disfruto, sino con el de «ilustrísimo». Ese es el punto dos. Punto tres. Grushin es el único a quien comenté mi intención de venir a visitarle. Punto cuatro. Es fácilmente comprensible que el señor comisario sólo pueda interpretar mi función y cometido desde una perspectiva poco favorable.

Y, por último, es imposible que el telégrafo (ese instrumento que, como usted admitirá, resulta imprescindible en la moderna ciencia detectivesca y que, por su novedad, ha dejado una huella ciertamente indeleble en todo el personal de su Dirección) no haya provocado algún comentario de nuestro trasnochado Ksaveri Feofilaktovich. Y ése era el punto cinco. ¿No estoy en lo cierto?

–Sí que lo está -no pudo evitar responder un impresionado Fandorin, traicionando vergonzosamente al bueno de Ksaveri Feofilaktovich. – ¿Y a usted qué le sucede? ¿Tan joven y ya con hemorroides? – preguntó el avispado visitante, depositando la mixtura sobre la mesa, tras observada, y sentándose en la silla.

–No -se ruborizó al instante Erast Petrovich, traicionando también, de paso, a Agrafena Kondratevna-. Esto es…

Bueno…, la patrona, que se ha equivocado otra vez de medicina. Ella, ilustrísimo señor, siempre anda metiendo la pata. Es una vieja tonta…

–Comprendo. Bueno, llámeme Ivan Frantzevich o, aún mejor, simplemente chief , al fin y al cabo, vamos a trabajar juntos. He leído su informe -continuó Brilling sin la más mínima pausa-. Un informe sensato. Muy detallado. Muy perspicaz. Su intuición me ha sorprendido gratamente, y sepa que esa cualidad es la más valiosa de todas en nuestro oficio. A veces, sin tener todavía la menor idea de cómo se va a desarrollar una situación, el olfato te indica las medidas que debes tomar. ¿Cómo adivinó usted que su visita a casa de la Beyetzkaya podía resultar peligrosa? ¿Por qué consideró oportuno ceñirse ese corsé defensivo?.. ¡Bravo, le felicito de veras!

Erast Petrovich enrojeció aún más que en la ocasión precedente. – ¡Sí, menudo ingenio el suyo! Por supuesto, no le hubiera salvado de una bala, pero contra un arma blanca resultó de lo más útil. Ordenaré que se haga un gran pedido de esos corsés para que los utilicen nuestros agentes cuando sean enviados a misiones peligrosas. ¿De qué marca es?

Fandorin respondió tímidamente: -Lord Byron.

–Lord Byron -repitió Brilling, tomando nota en una pequeña agenda de piel-. Y ahora, dígame, ¿cuándo podrá reincorporarse al trabajo? Tengo excelentes perspectivas para usted. – ¡Santo Dios, mañana mismo! – exclamó impetuosamente Fandorin, mirando con amor a su nuevo jefe o, mejor dicho, a su chief -. Mañana iré corriendo al médico para que me quite los puntos y entonces estaré a su disposición.

–Bien, estupendo. Vamos a ver, ¿cómo describiría usted a la Beyetzkaya?

Ante aquella pregunta, Erast Petrovich se aturulló y, ayudándose de gestos excesivos, comenzó su exposición de una manera harto incoherente:

–Ella… Ella es una mujer muy especial. Una Cleopatra.

Una Cannen… Posee una belleza indescriptible, pero su secreto no radica ahí… Más bien, en su magnética mirada. No, tampoco es eso… Sí, quizá sea que en ella se intuye una fuerza descomunal. Una fuerza que le permite jugar con todo el mundo. Y a un juego con reglas nada claras, que se convierte en un juego cruel. En mi opinión, es una mujer muy depravada y, al mismo tiempo…, del todo inocente. Como si la hubieran educado mal desde la infancia. No sé cómo explicárselo… -y Fandorin enrojeció otra vez, al darse cuenta de que no estaba diciendo más que tonterías. Pero terminó sus conclusiones-: En fin, me refiero a que tengo la impresión de que no es tan malvada como quiere parecer.

El consejero de Estado miró escrutadoramente al joven y silbó con picardía:

–Vaya, vaya… Así me lo había imaginado. Ahora veo que Amalia Beyetzkaya es realmente un ejemplar peligroso… Sobre todo para los jóvenes románticos en período de maduración sexual.

Satisfecho del efecto que la broma había causado en su interlocutor; Ivan Frantzevich se levantó de la silla y echó un vistazo a su alrededor. – ¿Cuánto paga usted por esta leonera? ¿Diez rublos? – Doce -contestó Erast Petrovich con dignidad.

–Conozco la situación. Yo también viví así en otros tiempos, cuando estudiaba en el gimnasio de la famosa ciudad de Jarkov. Porque yo también perdí a mis padres en mi más tierna infancia, como usted. Pero bueno, eso incluso resulta positivo en la formación de la propia personalidad. De acuerdo con el cuadrante administrativo, su sueldo, si no me equivoco, estará en torno a los treinta y cinco rublos, ¿no es así?

–De nuevo se interesó por algo el consejero de Estado sin transición alguna.

–Más una prima trimestral por trabajos suplementarios.

–Bien, ordenaré que le abonen quinientos rublos de recompensa a cargo del fondo especial. Por el celo profesional que ha demostrado y por el peligro que ha corrido. Bueno, pues hasta mañana. Venga a verme en cuanto pueda. Trabajaremos con algunas variaciones.

Y la puerta se cerró a espaldas de aquel extraordinario visitante.

Era cierto que la Dirección de la Policía Secreta estaba verdaderamente distinta. Unos hombres desconocidos trotaban por los pasillos con carpetas bajo el brazo e incluso los compañeros de siempre andaban ahora a paso ligero, bien derechos y sin contonearse como antes. En el salón de fumadores -¡oh, milagro!– no había un alma. Por curiosidad, Erast Petrovich examinó también la antigua sala de té y comprobó que, ciertamente, sobre la mesa, en lugar del habitual samovar y las tazas, había ahora un aparato Baudeau y un telegrafista, vestido con chaqueta de uniforme, que dirigió al recién llegado una mirada severa e interrogante.

El estado mayor del instructor había asentado sus reales en el antiguo despacho del jefe de la Dirección, pues el señor coronel había sido destituido de su cargo el día anterior. Erast Petrovich, todavía algo pálido tras la dolorosa retirada de los puntos de la herida, llamó a la puerta antes de entreabrir y echar una ojeada al interior. El despacho también había cambiado radicalmente. Los cómodos sillones de piel que lo habían amueblado hasta entonces habían desaparecido y ahora ocupaban su lugar tres filas de sillas corrientes. Pegadas a la pared, se veían dos pizarras de tipo escolar, completamente emborronadas con no se sabe qué esquemas. Parecía que en el despacho acabase de terminar una reunión de trabajo: Brilling se limpiaba las manos manchadas de tiza con un trapo y los funcionarios y los agentes se dirigían hacia la puerta, conversando entre sí con aire preocupado.

–Entre, Fandorin, entre, no remolonee ahí, en el umbral -apremió el nuevo propietario del despacho a un Erast Petrovich otra vez intimidado-. ¿Qué? ¿Han terminado de remendarle? ¡Estupendo! Usted trabajará directamente a mis órdenes. No vaya asignarle ninguna mesa porque apenas va a tener tiempo de utilizarla. Es una pena que se haya retrasado un poco. Acabamos de mantener una interesante discusión sobre el «Azazel» que usted hizo constar en su informe.

–Entonces, ¿realmente existe esa palabra? ¿No lo oí mal? – preguntó Erast Petrovich-. Me temía que hubieran sido imaginaciones mías.

–No, no fue una figuración suya. Azazel es el nombre del ángel caído. ¿Qué nota sacó usted en Religión? ¿Le suena algo lo de los corderos sacrificados para la absolución de los pecados? Bueno, no sé si se acordará, pero los corderos eran dos. Uno se sacrificó a Dios para la redención de los pecados, y el segundo, a Azazel para que no se irritara. Según escriben los judíos en el Libro de Enoc, Azazel enseña a los seres humanos todo tipo de maldades: a los hombres, a pelear y fabricar armas, y a las mujeres, a pintarse la cara y envenenar a los frutos de sus entrañas. En una palabra, Azazel es el demonio rebelde, el alma de la expulsión. – ¿Y qué significa todo eso?

–Uno de los catedráticos de la Universidad de Moscú ha desarrollado una completa teoría personal e hipotética sobre el asunto. La de la existencia de una organización secreta judía. En ella se hablaría del sanedrín hebraico y de la sangre de los niños cristianos. Según su versión, la Beyetzkaya se habría convertido en hija de Israel y Ajtirtzev sería como el cordero llevado al altar de los sacrificios del dios hebreo. En suma, un completo absurdo. Yo conozco muy bien esos desvaríos antisemíticos por mi experiencia en San Petersburgo. Siempre que ocurre una desgracia y no se conocen bien sus causas, se empieza a hablar al momento del sanedrín judío. – ¿Y qué versión propone usted…, chief? – preguntó Fandorin con un cierto estremecimiento interior, provocado por aquella inusual fórmula de tratamiento a un superior.

–Acérquese y eche un vistazo a esto -respondió Brilling, aproximándose a una de las pizarras-. Estos cuatro círculos de aquí arriba representan otras tantas versiones diferentes sobre el caso. Como verá, dentro del primer círculo hay un signo de interrogación. Es la hipótesis más improbable de todas: según ella, el asesino actuó solo y tanto Ajtirtzev como usted fueron víctimas casuales. Se trataría de un maníaco o de alguien enloquecido por lo demoníaco. Pero esta versión no tiene ningún sentido, a menos que ocurran otros crímenes similares. He pedido informes por telégrafo a todas las provincias, por si hubieran ocurrido en otros sitios asesinatos similares. Mas dudo mucho del éxito de esta interpelación porque, si semejante maníaco hubiera actuado antes, yo ya estaría al tanto. El segundo círculo, el que está señalado con las letras «AB», es la versión relacionada con Amalia Beyetzkaya. Sin duda, ella resulta sospechosa. A Ajtirtzev ya usted los pudieron seguir fácilmente en el trayecto que hay entre su casa y el Crimea. Y, por si fuera poco, también está la cuestión de la huida. Lo que no queda claro es el móvil del crimen.

–Que haya huido significa que está mezclada en el asunto -repuso Fandorin con vehemencia-. Y, en ese caso, el hombre de los ojos blancos no habría actuado en solitario.

–Pero ese hecho no está ni mucho menos demostrado.

Sabemos que la Beyetzkaya era una impostora y que residía aquí con pasaporte falso. Pero podría tratarse de una simple aventurera. También resulta perfectamente creíble que viviera a costa de algunos de sus ricos protectores. Pero de ahí a participar en el asesinato por medio de un experto en esas lides va un gran trecho. Porque, según su informe, el asesino no era un aficionado cualquiera, sino un verdadero profesional del crimen. Y, ciertamente, esa cuchillada en el hígado fue un auténtico trabajo de orfebrería. He ido a la morgue y he examinado a Ajtirtzev. Si usted no hubiera llevado ese corsé, se hallaría ahora en el mismo lugar, y la policía podría haber llegado a la conclusión de que se encontraba ante un robo o una pelea entre borrachos. Pero, volviendo a la Beyetzkaya, quizá se enterara de lo ocurrido por alguno de sus criados. Al fin y al cabo, el Crimea se encuentra sólo a unos minutos a pie de su casa. Es fácil que al organizarse un alboroto tan grande, con tanta policía y tantos mirones entre los desvelados vecinos, alguno de sus criados, el barrendero del patio, por ejemplo, corriera a toda prisa a informada de lo sucedido, al comprobar que el muerto era Ajtirtzev, uno de los invitados que la Beyetzkaya había tenido esa misma noche. Y es probable que ella decidiera desaparecer inmediatamente temiendo, con toda la lógica del mundo, una investigación policial y el consiguiente e inevitable descubrimiento de su falsa identidad. Tuvo tiempo de sobra. Su Ksaveri Feofilaktovich no acudió a su casa con la orden de registro hasta la tarde del día siguiente. Sí, ya sé, ya sé… Usted había sufrido una conmoción cerebral y tardó en recuperar el conocimiento. Y, luego, ya se sabe…, mientras redactaban el informe y el comisario se rascaba la cabeza pues… En fin, resumiendo, ya he cursado una orden de busca y captura contra la Beyetzkaya, pero dudo mucho que se haya quedado en Moscú; ni siquiera creo que esté en territorio ruso. Bromas aparte, hace ya diez días que sucedió todo esto. También hemos confeccionado una lista de los invitados que solían frecuentar su casa, en su mayoría personas muy importantes, y en este sentido debemos actuar con suma delicadeza. De entre todas esas personas, sólo sospecho seriamente de una.

Ivan Frantzevich señaló con el puntero el tercer círculo, en cuyo interior estaban escritas las letras «CZ».

–El conde Zurov, Ippolit Aleksandrovich. Parece claro que era el amante de la Beyetzkaya. Un hombre amoral por completo: jugador, pendenciero, un sinvergüenza en toda regla… El típico personaje norteamericano de Tolstoi. Hay pruebas indirectas contra él. Se sabe que salió de la casa muy enfadado y después de tener un altercado con la víctima. Punto uno. Tuvo posibilidades y tiempo de acechados a ustedes, seguirlos y, después, enviar al matón. Punto dos. El barrendero de su zona declaró que Zurov regresó a su casa hacia el amanecer. Punto tres. El móvil, aunque muy endeble, también existe: los celos o un deseo de venganza casi enfermizo, quizá hasta hubiera algo más. Pero también aquí surge una duda de mucho peso: Zurov no es de ésos a los que les gusta matar por encargo. Aunque también es cierto que, según los informes de la policía, a su alrededor siempre revolotean todo tipo de personajes oscuros. Por todo eso, esta versión goza de cierta verosimilitud. Y será precisamente usted, Fandorin, quien se encargue de investigarla. Zurov ya está siendo vigilado por un grupo de agentes, pero usted va a actuar en solitario, un método para el que está muy capacitado. Los detalles de su trabajo a este respecto los perfilaremos más tarde.

Ahora pasemos a la última teoría. Yo trabajaré en ella personalmente.

Erast Petrovich arrugó la frente intentando comprender qué podían significar las iniciales «ON» que veía en el otro círculo.

–Organización nihilista -aclaró su chief -. Este caso presenta ciertos elementos de carácter conspirador, y no me refiero a los de contenido antisemita, sino a algo de mayor gravedad. Justo por eso me han enviado a mí a Moscú. Bueno, es verdad que también me lo pidió el canciller Korchakov.

Como usted sabrá, Nikolai Ajtirtzev era hijo de su difunta hija. Pero este asunto puede resultar más difícil de lo que parece a simple vista. Los revolucionarios rusos se encuentran al borde de la escisión. Los más impacientes y decididos de estos nuevos Robespierres han comenzado a aburrirse ya de la labor de instruir a las masas campesinas: un proceso largo y meticuloso que puede prolongarse durante generaciones. La bomba, el puñal y el revólver les resultan mucho más atractivos. Yo soy de la opinión de que en Rusia se producirá muy pronto un gran derramamiento de sangre. En comparación con lo que está por venir, lo ocurrido hasta ahora son sólo fuegos de artificio. El terror que tiene como objetivo las clases dirigentes puede adquirir un carácter masivo. De un tiempo a esta parte, yo me vengo ocupando, en la Tercera Sección, de los asuntos relacionados con los grupos terroristas más activos y extremistas. Mi jefe, Lavrentii Arkadevich Mizinov, que dirige la Gendarmería y la Tercera Sección, me ha encargado investigar qué se esconde detrás del grupo Azazel que ha surgido aquí, en Moscú. El demonio es un símbolo muy revolucionario. Como ve, Fandorin, la suerte de toda Rusia está en esta carta. – Del habitual tono burlón de Brilling no quedaba ni rastro; en su voz primaba ahora el ensañamiento-. Si este tumor no se extirpa ahora, en sus albores, dentro de unos treinta años, si no antes, esos románticos que ahora nos dan trabajo nos organizarán una revolución de tal magnitud que la guillotina francesa no parecerá en comparación más que una broma de niños. No nos permitirán envejecer tranquilamente, acuérdese de mis palabras. ¿Ha leído usted la novela Los demonios , del señor Dostoievski? ¿No? ¡Una pena! En ella hace un pronóstico calcado de lo que le digo.

–Entonces, ¿sólo baraja estas cuatro versiones? – inquirió Erast Petrovich, algo indeciso. – ¿Acaso le parecen pocas? ¿Hemos olvidado alguna otra? Hable, hable, en asuntos de trabajo no hago caso de los galones -le animó el chief -. Y no tema hacer el ridículo, eso sería algo natural, con su juventud. Es preferible decir una tontería que dejar escapar algo importante.

Fandorin, al principio algo turbado, pero después cada vez con más ardor, comenzó su exposición:

–Me parece, su ilustrísi…, quiero decir, chief , que se olvida usted, muy ligeramente, de esa lady Esther. Ella, lo comprendo, es una señora muy honorable y muy respetable, pero… ¡en ese testamento se habla de millones! Y en él no consta ningún beneficio ni para la Beyetzkaya, ni para el conde Zurov, ni tampoco para los nihilistas, a menos que se tenga en cuenta que la fortuna se destina a fines sociales… Y aunque sigo sin comprender qué pinta realmente aquí esa lady Esther, de todos modos, y aun en el supuesto de que no pintara nada, creo que sería conveniente… Porque usted sabe que existe un principio básico en toda investigación criminal: cui prodest , investiga a aquel que resulte beneficiado.

–Le agradezco la traducción -reaccionó Ivan Frantzevich con una respetuosa inclinación que confundió a Fandorin-. Un comentario absolutamente legítimo. Mas le recuerdo que, en el relato de Ajtirtzev que usted mismo recoge en su informe, ese extremo parece aclararse con todo detalle.

El nombre de la baronesa Esther surgió por casualidad. Yo no la he incluido en mi lista de sospechosos porque, en primer lugar, el tiempo es oro y, en segundo lugar, resulta además que yo ya conozco a esa dama y tuve el placer de saludarla personalmente. – y Brilling sonrió con benevolencia-. Por lo demás, usted, Fandorin, está formalmente en lo cierto. Y no quisiera influirle lo más mínimo con mis conclusiones. Piense siempre usted mismo, con su propia cabeza, y no crea a nadie a pies juntillas. Vaya a ver a la baronesa e interróguela sobre todo cuanto considere oportuno. Estoy seguro de que la entrevista con esa mujer, entre otras cosas, se le antojará muy grata. En el servicio municipal de guardia le darán la dirección de lady Esther en Moscú. ¡Ah, y otra cuestión! Antes de salir, pásese por el servicio de vestuario para que le tomen medidas. A partir de ahora, no es necesario que venga al trabajo con uniforme. Preséntele mis respetos a la baronesa y cuando regrese, ya con más elementos de juicio, entraremos en materia; es decir, comenzaremos a ocupamos del conde Zurov.


Capítulo Séptimo
Donde se confirma que la pedagogía es la madre de las ciencias


La dirección que el servicio de información municipal facilitó a Erast Petrovich correspondía a un gran edificio de tres pisos que, a primera vista, guardaba semejanza con un cuartel a pesar del jardín que lo rodeaba y del aire hospitalario de sus puertas, abiertas de par en par.

Era el último «esthernado» que había inaugurado la baronesa británica. Un criado ataviado con una elegante levita azul con galones plateados surgió del interior de una garita pintada a rayas e informó amablemente a nuestro hombre de que milady no residía allí, sino en un ala de la vivienda que tenía entrada por el siguiente callejón, girando a la derecha.

Fandorin observó a una bandada de chicos, vestidos con uniforme azul, que salía corriendo por las puertas del edificio y, entre gritos, comenzaba a desperdigarse por el césped y a jugar al marro. El criado no mostró ninguna intención de llamar al orden a la joven pandilla y, al advertir la mirada sorprendida de Fandorin, aclaró:

–No lo tienen prohibido. En la hora de recreo pueden hacer lo que quieran, siempre que no causen desperfectos.

Ésas son nuestras instrucciones.

Era evidente que los huérfanos gozaban allí de total libertad, y no como los alumnos del gimnasio provincial, entre los que hasta hace muy poco se podía contar nuestro oficial de registro.

Congratulándose por la suerte de aquellos. angelitos, Erast Petrovich comenzó a bordear la cerca del jardín en la dirección que le habían indicado.

Al doblar la esquina, pasó a un callejón tan arbolado y sombrío como todos los de aquel barrio de Jamovniki; presentaba una calzada polvorienta y aparecía sembrado por unos tranquilos chalecitos con pequeños jardines y frondosos álamos, de los que pronto empezarían a revolotear las pelusillas blancas. El ala de dos plantas donde vivía lady Esther se unía al resto del edificio por medio de una larga galería. Un conserje de aspecto grave, con unas patillas relucientes y bien cardadas, se calentaba al sol junto a una placa de mármol en la que se podía leer «Esthernado N° 1 de Moscú. Dirección». Fandorin no había visto un conserje tan majestuoso como aquél, con sus medias blancas y su sombrero de tres picos con escarapela dorada, ni en las puertas de la mismísima residencia del gobernador general.

–Hoy no es día de visita -indicó aquella especie de jenízaro poniendo un brazo por delante, como si fuera una barrera de paso-. Vuelva mañana. De diez a doce para asuntos oficiales, y de dos a cuatro para asuntos particulares.

Resultaba evidente que Erast Petrovich seguía sin establecer buenas relaciones con la tribu de los conserjes. Quizá la causa estuviese en que su atuendo carecía del empaque suficiente o quizá algo en su cara no acababa de cuadrar.

–Policía secreta. Quiero ver a lady Esther. Se trata de un asunto urgente -soltó, saboreando por anticipado las genuflexiones que se apresuraría a dedicarle a continuación ese zoquete con galones dorados.

Pero el roquete no se inmutó lo más mínimo.

–Hablar, ni piense en hablar con su excelencia, no le dejaré pasar. En todo caso, puedo avisar a mister Cunningham.

–No tengo nada que tratar con ningún mister Cunningham. – Erast Petrovich enseñó los dientes-,-. ¡Anda, pedazo de bestia, ve a avisar inmediatamente a la baronesa si no quieres pasar la noche en la comisaría! Y dale este recado: de la Dirección de la Policía Secreta, por un asunto oficial urgente.

El conserje examinó al irritado funcionario con una mirada sombría, pero al final desapareció tras la puerta. Y el muy miserable no le invitó a pasar.

Esperar, tuvo que esperar un buen rato, y cuando Fandorin ya se disponía a entrar en la casa sin permiso, la jeta ceñuda del conserje con patillas asomó de nuevo por detrás de la puerta.

–Recibirle, está dispuesta a recibirle, pero apenas comprende el ruso y mister Cunningham está ocupado y no puede servirles de intérprete. Si usted hablara francés, quizá… -Por la voz se deducía que el conserje creía poco factible aquella posibilidad.

–Puedo hablar también inglés -le espetó secamente Erast Petrovich-. ¿Hacia dónde tengo que ir?

–Yo le acompañaré. Sígame.

Fandorin siguió al jenízaro y los dos hombres atravesaron primero un vestíbulo muy pulcro cuyas paredes estaban tapizadas con tela de damasco, y luego un corredor inundado de sol, con una hilera de altas ventanas holandesas. Al final del pasillo llegaron a una puerta pintada de blanco y ribeteada de dorado.

Erast Petrovich no temía en absoluto una conversación en inglés. Había pasado parte de su infancia al cuidado de Lizabeth (la señorita Jayson, cuando estaba enfadada), una niñera inglesa de pura cepa, solterona amable y solícita, aunque extremadamente severa, a la que correspondía tratar de «señorita» y no de «señora» por respeto a su honorable profesión. Lizabeth acostumbró a su pupilo a levantarse a las seis y media de la mañana en verano y a las siete y media en invierno; a hacer gimnasia hasta sudar la gota gorda y a asearse luego con agua fría; a lavarse los dientes contando mentalmente hasta doscientos; a no comer nunca hasta hartarse y otras mil cosas, imprescindibles todas para llegar a ser un auténtico gentleman.

Una suave voz de mujer respondió al golpe en la puerta:

–Come in! Entrez!

Erast Petrovich entregó la gorra al conserje y abrió.

Entró en un despacho amplio y amueblado con opulencia, donde destacaba un inmenso escritorio de madera roja, emplazado en el lugar más privilegiado. Una señora con el cabello gris y un aire muy familiar, además de agradable, se sentaba al otro lado. Sus ojos, de un azul vivísimo, derrochaban inteligencia y una extremada afabilidad tras unos quevedos dorados. A Fandorin le cayó bien inmediatamente aquel rostro feo pero extraordinariamente vivaz, con una naricilla de pato y una boca ancha y risueña.

Fandorin se presentó en inglés, callando por el momento el verdadero motivo de su visita.

–Su pronunciación es excelente, sir -le alabó lady Esther en el mismo idioma, pronunciando con gran claridad cada sonido-. Espero que nuestro fiero Timothy…, Timofei, no le haya asustado en exceso. Para serle sincera, hasta yo misma le tengo algo de miedo, pero con frecuencia visitan nuestra Dirección personas importantes, y en esos casos Timofei es irreemplazable, mucho mejor que cualquier mayordomo inglés. ¡Pero siéntese, joven! Mejor allí, en ese sillón; estará mucho más cómodo. ¿Así que trabaja en la policía secreta?

Una interesante profesión, sin duda. ¿Y su padre, a qué se dedica?

–Mi padre falleció. – ¡Oh, cuánto lo siento, sir! ¿Y su madre?

–También está muerta -rezongó Fandorin, un poco disgustado por el rumbo que había tomado la entrevista. – ¡Pobre muchacho! ¡Imagino lo solo que debe de sentirse! Llevo cuarenta años dedicándome a los niños que se encuentran en su misma situación, ayudándoles a escapar de su soledad y a encontrar su propio camino. – ¿A encontrar su camino, milady? – Erast Petrovich no comprendió del todo. – ¡Oh, sí! – se animó lady Esther al abordar el que, evidentemente, era su tema de conversación preferido-. La búsqueda del propio camino es lo más importante en la vida de un hombre. Estoy absolutamente convencida de que cada persona es un talento irrepetible, de que en cada uno de nosotros hay depositado un don divino. La tragedia de la humanidad reside, precisamente, en que nosotros no sabemos ni intentamos descubrir y formar ese don que cada niño tiene.

Creemos que un genio es algo puntual, incluso un milagro de la naturaleza, pero ¿qué es un genio, en realidad? Pues, simplemente, un hombre con suerte. Un hombre cuyo destino se conformó de tal manera que las mismas circunstancias de su vida le empujaron a la correcta elección del camino que debía seguir. Un ejemplo clásico: Mozart. Su padre era músico; por eso desde su más temprana infancia estuvo inmerso en un medio que alimentó modélicamente el talento natural que él ya poseía. Pero imagínese usted ahora que Wolfgang Amadeus hubiese nacido en el seno de una familia campesina. En ese caso, quizá no hubiera pasado de ser un miserable pastor que entretendría a sus vacas con la cautivadora música de su caramillo. Y si hubiera nacido en la familia de un militar inculto y grosero, seguro que habría cuajado en un oficialillo de tres al cuarto, apasionado por las marchas militares. ¡Oh, créame usted, joven! ¡Todos los niños, todos sin exclusión alguna, ocultan un tesoro! Pero es necesario saber excavar hasta él para descubrirlo. Ignoro si habrá oído hablar de Mark Twain, un escritor norteamericano, un señor muy amable y cordial. Pues bien, hace tiempo yo le sugerí el argumento de un relato, en el que cada hombre era valorado no por los logros reales que había conseguido, sino por su potencial, por el talento que la naturaleza había depositado en él. La novela descubría entonces que el estratega militar más insigne de todos los tiempos era en realidad un sastrecillo desconocido que ni tan siquiera había hecho el servicio militar; y que el pintor más dotado de la tierra era un zapatero remendón que no había cogido un pincel en toda su vida. Pues bien, mi sistema educativo está ideado con el objetivo de que el futuro gran general se dedique indefectiblemente a la profesión militar, y el pintor con talento acceda a su debido tiempo al manejo de los colores. Mis pedagogos se dedican a palpar paciente y atentamente la estructura espiritual de cada uno de nuestros pupilos, hasta encontrar en ellos esa chispa divina. ¡Y le aseguro que en nueve de cada diez casos la encuentran! – ¡Ah!, entonces no todos la tenemos -constató Fandorin levantando solemnemente un dedo.

–Todos, querido joven, absolutamente todos la poseemos, pero nosotros, los pedagogos, no siempre somos lo bastante hábiles para encontrarla. También puede ocurrir que el joven posea un talento que no tenga aplicación en el mundo actual. Ese hombre quizá hubiese sido imprescindible en la sociedad primitiva o, tal vez, su genio sólo sea verdaderamente útil en un remoto futuro, para una disciplina que hoy nos resulta imposible suponer siquiera.

–En lo relativo al futuro estoy de acuerdo, porque no me atrevo a opinar. – Fandorin comenzó a seguir la conversación, interesándose, aunque a su pesar, por el tema que se le proponía-. Pero hay algo que no entiendo en lo que dice sobre la sociedad primitiva. ¿A qué talentos en concreto se refiere usted?

–Ni yo misma lo sé, jovencito mío -sonrió cautivadoramente lady Esther-. Pero imagínese, por ejemplo, el don de adivinar en qué sitio se puede hallar agua bajo tierra. O el talento de oler a distancia a la fiera en el bosque. O, quizá, la capacidad de distinguir las raíces comestibles de las que no lo son. Sólo sé una cosa, y es que, en aquellos lejanos tiempos, personas así debieron ser reconocidas como auténticos genios, mientras que si el señor Darwin o Herr Schopenhauer hubieran nacido en las cavernas, posiblemente habrían sido considerados unos tontos de capirote por el resto de la tribu. Y también esos niños, a los que hoy tenemos por deficientes mentales, tienen sus dones. Es cierto que quizá sus talentos no sean de carácter racional, pero eso no implica qué sean menos valiosos. En Sheffield tengo un «esthernado» especial para los niños que han sido rechazados por la pedagogía tradicional. ¡Dios mío, qué prodigiosas genialidades muestran esos niños! Por ejemplo, hay allí un chico que con trece años cumplidos aún no ha aprendido a hablar, pero que, sin embargo, tiene el don de curar cualquier dolor de cabeza con un simple contacto de la palma de su mano. Otro, completamente mudo, es capaz de aguantar la respiración cuatro minutos y medio. Y un tercero es capaz de calentar un vaso de agua sólo con la mirada. ¿Se lo imagina? – ¡Verdaderamente, resulta increíble! Pero, dígame, ¿por qué solo habla usted de niños? ¿Y las niñas?

Lady Esther suspiró y abrió los brazos.

–Tiene razón, amigo mío. También deberíamos trabajar con las niñas. Pero mi experiencia me dice que los talentos depositados en la naturaleza femenina adquieren a menudo tal carácter, que dudo que la moral de la sociedad actual esté preparada para asumirlos como debiera. Vivimos en el siglo de los hombres, téngalo en cuenta. En una sociedad dirigida exclusivamente por hombres, una mujer extraordinaria y con talento sólo provoca recelo y animadversión. Y yo no quiero que mis discípulas se sientan infelices. – ¿Cómo está organizado su sistema? ¿De qué manera llevan ustedes a cabo, califiquémoslo así, esa selección infantil? – preguntó Erast Petrovich con viva curiosidad. – ¿De veras le interesa? – se alegró la dama-. Pues acompáñeme al centro de enseñanza y podrá conocerlo usted mismo.

Con una agilidad impropia de sus años, lady Esther saltó del sillón dispuesta a guiarle y mostrarle sus instalaciones.

Fandorin le hizo una leve inclinación de respeto y milady le condujo hasta el edificio principal, recorriendo primero un pasillo y luego una larga galería. Mientras se dirigían hacia allá, le explicó:

–Este centro es completamente nuevo; hace sólo tres semanas que lo hemos abierto y el trabajo está empezando ahora. Mis colaboradores han rescatado de las inclusas, y en algunos casos directamente de la calle, a unos ciento veinte niños huérfanos, de edades comprendidas entre los cuatro y los doce años. Si el niño sobrepasa ese límite de edad resulta muy difícil conseguir algo de él porque ya tiene formada su propia personalidad. En un primer paso, se forman grupos con los niños separados por edades, grupos de los que se ocupa un profesor especializado en esa franja. La obligación principal del profesor consiste en familiarizarse con sus alumnos y asignarles gradualmente diversas tareas, al principio poco complicadas. Esos ejercicios son como juegos, pero nos ayudan a determinar fácilmente las distintas inclinaciones naturales de cada muchacho. En una primera etapa hay que averiguar el campo concreto en que cada niño muestra su mayor capacidad: el corporal, el cerebral o el intuitivo. Después, se divide otra vez a los niños en grupos, pero ya no por edades sino en virtud de sus cualidades innatas: grupos de racionalistas, artistas, maestros de manualidades, líderes, deportistas, etcétera… El perfil de cada niño se va concretando progresivamente con más exactitud y con los mayores se comienza a trabajar ya individualmente. Llevo cuarenta años dedicándome a los niños, y no puede imaginarse cuántos avances han experimentado en las más diversas actividades. – ¡Un proyecto grandioso, milady! – exclamó, entusiasmado, Erast Petrovich-. ¿Dónde encuentra usted a tantos expertos pedagogos?

–Pago muy bien a mis profesores, pues la pedagogía es la más importante de las ciencias -aseguró la baronesa con una convicción absoluta-. Además, muchos de mis antiguos pupilos expresan su deseo de continuar en los «esthernados», ya en calidad de educadores. Cuestión perfectamente comprensible porque, al fin y al cabo, el «esthernado» es para ellos la única familia que han conocido.

Entraron en una amplia sala de recreo a la que daban las puertas de varias aulas.

–Vamos a ver, ¿a cuál de ellas le llevo? – se preguntó, pensativa, lady Esther-. ¿Por qué no a la sala de física? Justo ahora está impartiendo allí su clase el célebre profesor Blank, un antiguo alumno del «esthernado» de Zúrich, un físico genial. Le convencí para que viniese aquí, a Moscú, e instalé un laboratorio destinado a sus experimentos en el campo de la electricidad. Al mismo tiempo, y como compensación, debe mostrar a los niños todo tipo de artificios físicos que puedan despertar en ellos el interés por esta ciencia.

La baronesa llamó a una de aquellas puertas y los dos entraron en el aula. Una docena y media de niños, de once o doce años, con una letra «E» mayúscula dorada cosida al cuello de sus uniformes azules, permanecían sentados en sus pupitres. Todos observaban, conteniendo la respiración, cómo un joven hosco, con unas enormes patillas y vestido con una levita bastante sucia y una camisa algo ajada, hacía girar una rueda de cristal que lanzaba chispas azuladas.

–Ich bin sehr beschaftigt, milady! – gritó con despecho el doctor B1ank-.

Spater, spater! – y pasando a un ruso lamentable, continuó, dirigiéndose a los niños-: ¡Agora, señores míos, ustedes ver una pequeña y auténtica arco iris! Su nombre: Blank Regenbogen, la «arco iris de Blanb. Esto yo inventar cuando ser tan joven como ustedes.

Y de pronto, entre aquella extraña rueda y la mesa, completamente ocupada por toda clase de instrumentos físicos, se extendió un pequeño pero brillantísimo arco iris con sus siete colores, y los chiquillos comenzaron a dar silbidos de admiración.

–Está un poco loco, pero es un verdadero genio -le susurró lady Esther a Fandorin.

Justo en ese momento, oyeron un agudo grito infantil que parecía provenir del aula vecina. – ¡Dios mío! – exclamó milady llevándose una mano al corazón-. ¡Viene del gimnasio! ¡Vamos, rápido!

Corrió hacia el pasillo y Fandorin fue detrás de ella.

Juntos irrumpieron en un auditorio vacío e iluminado, con el suelo casi totalmente cubierto por unas esteras de piel. A lo largo de las paredes se sucedían los más variados instrumentos gimnásticos: cuadros suecos, anillas, gruesas maromas, trampolines de salto… Varios floretes y máscaras de esgrima colgaban junto a guantes de boxeo y todo tipo de pesas. Un grupo de chiquillos de entre siete y ocho años se apelotonaba alrededor de una de las esteras. Erast Petrovich los apartó y vio en el suelo a un niño que se retorcía de dolor. Se inclinaba sobre él, solícitamente, un joven de unos treinta años vestido con prendas deportivas y coronado por una cabellera rizada y tan pelirroja que parecía de fuego; tenía los ojos verdes y un rostro resuelto y pecoso. – ¡Vamos, vamos, querido! – decía en ruso, con un ligero acento de otro sitio-. Enséñame la pierna y no temas, no voy a hacerte daño. Compórtate como un hombre y aguanta. Fell from the rings, milady -informó a la baronesa-. Weak hands. I am afraid the ankle is broken. Would you please tell mister Izyumoff?

Milady asintió en silencio e, indicándole con un gesto a Erast Petrovich que la siguiera, salió rápidamente del gimnasio.

–Voy a avisar al doctor, al señor lziumov -dijo precipitadamente-. Solemos tener percances como éste: los niños, niños son… El profesor se llama Gerald Cunningham y es mi mano derecha. Es un antiguo alumno del «esthernado» de Londres. Un pedagogo brillante. Dirige la filial rusa de nuestra organización. Ha aprendido su lengua en apenas medio año. A mí, en cambio, se me da muy mal. Gerald abrió el «esthernado» de Petersburgo el otoño pasado. Va a quedarse un tiempo aquí, en Moscú, hasta que las cosas empiecen a rodar con normalidad. Sin él, es como si me quedara sin manos.

De pronto se detuvo ante una puerta sobre la que un letrero rezaba: «Médico.»

–Y ahora le pido que me disculpe, sir, pero tenemos que concluir nuestra entrevista. En otra ocasión será, ¿de acuerdo? Venga mañana y acabaremos de hablar. Porque usted habrá venido a visitarme por algún asunto concreto, ¿no?

–Nada importante, milady -se sonrojó Fandorin-. En realidad, yo… Bueno, vendré algún día de éstos. Le deseo que tenga éxito en sus actividades benéficas.

Se despidió con una torpe reverencia y comenzó a alejarse a toda prisa. Erast Petrovich se sentía muy avergonzado.

–Qué, ¿ha cogido al criminal con las manos en la masa? – le preguntó el chief , alzando la vista de unos extraños diagramas que observaba, y recibiendo alegremente al avergonzado Fandorin. Las cortinas del despacho estaban corridas. Sobre la mesa había una lámpara encendida, porque al otro lado de la ventana ya empezaba a anochecer-. ¡Déjeme adivinar! Milady no ha oído el nombre de Kokorin en su vida, el de Beyetzkaya menos aún, y la noticia del suicidio la ha afectado terriblemente. ¿Estoy en lo cierto?

Erast Petrovich se limitó a suspirar.

–Conocí a esa señora en Petersburgo -siguió el chief -.

Nuestra Tercera Sección fue la que se encargó de estudiar su solicitud para iniciar las actividades pedagógicas de su organización en Rusia. ¿A que le ha soltado ese discurso sobre los genios que se ocultan en el interior de las personas subnormales? Pero basta, pongámonos a trabajar. Siéntese y acérquese a la mesa -ordenó el chief con un gesto a Fandorin-. Todavía le queda por delante una noche muy entretenida.

Erast Petrovich sintió un cosquilleo en el pecho, agradable e inquietante al mismo tiempo. Así le influía en el ánimo la peculiar relación que mantenía con el señor consejero de Estado.

–Su blanco de tiro es Zurov. Usted lo conoce y alguna idea se habrá hecho de él. Como sabe, no es difícil llegar a su presencia, no necesita ninguna recomendación especial. Su casa es un garito de juego y, a su modo, también un centro de conspiración. El lugar abunda en militares, húsares y varios miembros de la guardia personal del zar, pero también suele merodear por allí algún que otro elemento del hampa.

Zurov poseía antes una casa similar a ésa en Petersburgo, pero después de que la policía le hiciera una visita, trasladó su domicilio a Moscú. Es un sujeto licencioso y lleva tres años ausente de su regimiento con un permiso indefinido. Bien, ahora le detallaré el objetivo de su misión. Acérquese a él cuanto pueda, estudie su círculo de amistades. ¿Quién le asegura que no puede toparse allí con ese sujeto de los ojos blancos que usted tan bien conoce? Si fuera así, no actúe por su cuenta. Con un tipo como ése no podrá arreglárselas solo.

Aunque no creo que se lo encuentre… Tampoco excluyo que sea el mismo conde quien muestre interés por su persona: de hecho, ya le vio en casa de la Beyetzkaya y ella no es alguien indiferente para Zurov. Actúe según las circunstancias. Pero, eso sí, no se comprometa demasiado en el asunto. Con un hombre como ése, las bromas pueden resultar caras. Acostumbra a hacer trampas en el juego o, como dice la gente del mundillo, «abusa del tontorrón» y, si le cogen con las manos en la masa, busca abiertamente la querella. En su cuenta constan oficialmente una decena de duelos, pero en realidad habrán sido muchos más. Y seguramente habrá herido a más de uno sin mediar siquiera un duelo. En el año setenta y dos, y es sólo un ejemplo, en la feria de Nishny Novgorod, tuvo una discusión con el comerciante Svichov a causa de las cartas. El conde perdió los estribos y tiró al barbudo comerciante por la ventana. ¡Desde un segundo piso! La víctima lo pasó muy mal; durante un mes no pudo hablar, sólo berreaba de dolor. Pero el conde salió del atolladero sin ningún problema. Tiene familiares influyentes en las altas esferas del poder. Bueno, ¿y qué es esto? – preguntó Ivan Frantzevich poniendo sobre la mesa un mazo de naipes y pasando de un tema a otro sin transición alguna, como era habitual en él.

–Una baraja de cartas -respondió Fandorin, sorprendido. – ¿Usted juega?

–No, nunca. Mi padre me prohibió incluso tocarlas con la mano. Solía decirme que a las cartas ya había perdido lo suyo, lo mío y todo lo que pudieran perder las tres generaciones siguientes de los Fandorin. – ¡Es una pena! – exclamó Brilling, visiblemente preocupado-. Si no sabe jugar, pocas migas podrá hacer usted con el conde. Está bien, coja papel y vaya tomando apuntes…

Cuatro horas después, Erast Petrovich ya distinguía sin problemas los distintos palos de la baraja, así como qué naipe valía más y cuál menos. Eso sí, se confundía un poco con las figuras: siempre olvidaba si era el caballo el que mataba a la sota, o viceversa.

–No tiene usted remedio -recapituló el chief -. Pero no todo está perdido. El preferance y otros juegos inteligentes como ése no son frecuentes en la casa del conde. Allí prefieren otros juegos más primitivos: cuanto más rápidos sean y más dinero muevan, mejor. Mis agentes me han informado de que el conde tiene especial predilección por el stosh , en su variante más sencilla. Ahora le enseñaré las reglas de ese juego. El que da las cartas tiene la banca. El otro juega contra ella. Los dos disponen de su propia baraja. El que juega contra la banca saca una carta de su baraja, supongamos que sea el nueve, y la deja sobre el tapete, así, boca abajo.

–Quiere decir del revés, con ese lado del dibujo rameado hacia arriba, ¿no? – precisó Fandorin.

–Exacto. Entonces el que juega contra la banca hace su apuesta: diez rublos, por ejemplo. El otro comienza a mover la banca: coge la carta que está arriba, en su baraja (que se llama «frente»), y la pone a su derecha; coge la segunda (el «libro antiguo») y la coloca a su izquierda.

«Frente-der; libro antiguo-izq», escribió aplicadamente Erast Petrovich en su cuaderno de notas.

–Entonces el que juega contra la banca levanta su nueve. Si resulta que la «frente» es también un nueve, sea del palo que sea, el que tiene la banca gana la apuesta. Eso es lo que se llama «matar el nueve». Entonces la banca, es decir, la suma sobre la que se apuesta, aumenta. Si el nueve es el «libro antiguo», es decir, la segunda carta, entonces gana el que juega contra la banca: es lo que se llama «pillar el nueve». – ¿Y si en ese par de cartas no sale ningún nueve?

–Si eso ocurre, el que tiene la banca levanta otro par de cartas, y así sucesivamente hasta que aparezca un nueve.

Y eso es todo el juego. Como ve, más sencillo imposible; pero le advierto que aquí se puede perder hasta la camisa. Sobre todo si el que juega contra la banca siempre dobla la apuesta.

Por tanto, métase esto en la cabeza: usted sólo debe jugar con la banca. Ya sabe, es muy sencillo: pone una carta a la derecha, otra a la izquierda; una a la derecha, otra a la izquierda. El que tiene la banca nunca va a perder más de lo que se apostó la primera vez. Así que contra la banca nunca juegue, y si le toca ese puesto porque lo echen a suertes, empiece el juego con una apuesta lo más baja posible. En el stosh no se pueden hacer más de cinco salidas: cuando termina la quinta, la banca se embolsa todo lo que hay en la mesa. Ahora vaya a caja y que le den doscientos rublos: para financiar las pérdidas. – ¡¿Doscientos de golpe?! – exclamó Fandorin.

–Nada de «doscientos de golpe», sino «nada más que doscientos». Haga lo imposible para que esa cantidad le dure toda la noche. Si la pierde rápidamente, no tiene por qué abandonar el lugar en el acto, puede quedarse allí un poco, conversando. Pero sin levantar sospechas, ¿está claro? Irá a jugar allí todas las tardes, hasta que consiga algún resultado en la investigación. Si se confirmara que Zurov no está implicado en el asunto, no se preocupe, eso también es un resultado. Una posibilidad menos.

Erast Petrovich movió los labios, leyendo en silencio la chuleta que se había confeccionado en el cuaderno.

–«Corazones», ¿así es como se llaman los corazones rojos?

–Exacto. A veces también les dan el nombre de «demonios» o cuori , de la palabra francesa coeur . Vaya ahora también a la sección de vestuario. Ya le tienen preparado un traje a medida, y para mañana a la hora del almuerzo tendrá un guardarropa entero: así podrá vestir de civil en cualquier ocasión que se le presente. ¡En marcha, Fandorin! Tengo otros muchos asuntos que atender. Cuando acabe en casa de Zurov, regrese aquí. Sea la hora que sea. Pasaré toda la noche aquí, en la Dirección.

Y con estas palabras, Brilling escondió la nariz entre los papeles.


Capítulo Octavo


En el que un valet de picas sale a destiempo


En la sala, saturada de humo de tabaco, los jugadores se distribuían en torno a seis mesas de juego tapizadas en verde.

En algunas se congregaban hasta cuatro personas, en otras sólo dos. Y también los mirones se repartían entre las mesas, para seguir el juego de pie, como es habitual. Éstos escaseaban donde se apostaba bajo, y aumentaban allá donde la «aguja» se disparaba hacia arriba. En la casa de juego del conde no se servían ni vino ni entremeses. En caso de necesitarlos, el cliente podía salir al salón de las visitas y mandar a un lacayo a buscar lo que quisiera a la taberna más próxima.

Pero los que utilizaban este servicio pedían exclusivamente champaña, y solían hacerlo sólo cuando la suerte les sonreía con una buena racha. De todos los rincones de la sala llegaban unas bruscas exclamaciones que dejaban por ignorantes a quienes no conocían la jerga de los naipes:

–Je coupe!

–Je passe . – ¡Otro par!

–Retournez la carte!

–Pero, señores, ¡las cartas ya están echadas! – ¡Mato el seis!

Pero donde más concurrencia había era alrededor de una mesa donde dos personas apostaban una contra otra con especial fuerza. Llevaba la banca el propio anfitrión, y contra ella jugaba un sudoroso señor que vestía una levita muy estrecha, tal y como marcaba la última moda. Era evidente que a éste último la suerte no le acompañaba: estaba muy excitado y se mordía los labios. Por el contrario, el conde era la sangre fría en persona, y la única mueca que se permitía era una sonrisa de azúcar que surgía bajo su fino bigotito negro, mientras inspiraba el humo de una combada pipa turca. Sus dedos, bien cuidados y cubiertos de rutilantes sortijas, apartaban las cartas con mucha donosura: una a la derecha, la otra a la izquierda.

Entre los mirones, humildemente en la fila de atrás, se encontraba un joven de pelo negro y mejillas sonrosadas. La expresión de su rostro delataba bien a las claras su inexperiencia en los juegos de azar. Cualquier hombre experimentado deduciría al momento que el muchacho procedía de buena familla, que era la primera vez que ponía sus pies en un garito como aquél, y que todo lo que veía le producía una gran extrañeza. Algunos de los jugadores veteranos, con el pelo bañado en brillantina, tentaron varias veces al joven para que «clavara el ojo en algún naipe», pero pronto se sintieron decepcionados, pues las apuestas del novato eran invariablemente de cinco rublos, lo cual manifestaba claramente su decidido propósito de no «pringarse» excesivamente en eljuego. El avezado músico ambulante Gromov, bien conocido por todo el mundillo del juego de Moscú, le puso un cebo al jovenzuelo y se dejó ganar los primeros cien rublos. Pero sus esfuerzos resultaron baldíos, porque al rapaz de mejillas sonrosadas no se le encandilaron los ojos ni le temblaron las manos. El nuevo cliente era a todas luces un jugador de vuelo corto, un auténtico «cobardica».

Mientras tanto, Fandorin (pues, naturalmente, de él se trataba) se esforzaba en deslizarse por la sala como una sombra, intentando que su presencia no llamara la atención de nadie. Pero esta labor de disimulo no le sirvió de gran cosa, pues no descubría nada muy interesante. En un momento dado, observó que un señor con la presencia de un pavo real escamoteaba una moneda de diez rublos de una mesa y que luego se alejaba con mucha dignidad. Escuchó la discusión de dos oficiales jóvenes que murmuraban en voz cada vez más alta en el pasillo, pero lo que oyó Erast Petrovich le resultó indescifrable: el teniente de dragones aseguraba con vehemencia que él no era el muñeco de nadie y que tampoco solía contar mentiras a sus amigos, y el corneta de húsares le echaba en cara que no era más que un «tontarrón».

Era evidente que Zurov, a cuya espalda Fandorin fue tomando posiciones poco a poco, se sentía en aquel ambiente como pez en el agua, y no como un pez cualquiera, sino más bien como un tiburón nadando en una piscina. Una palabra suya era suficiente para abortar de raíz cualquier amago de escándalo, y, en una ocasión, bastó un gesto del conde para que dos musculosos lacayos cogieran por los codos a un vocinglero que se resistía a calmarse y le pusieran inmediatamente en la calle. En cuanto a Erast Petrovich, el conde no se decidía a admitir su presencia, pese a que el joven advirtió varias veces que Zurov le dirigía subrepticiamente una mirada rápida y hostil.

–Es un cinco, señor mío -informó Zurov, y por algún motivo estas palabras turbaron al otro jugador hasta la desazón.

–Doblo el pato -gritó el otro con voz temblorosa, doblando dos bordes de su carta.

Se oyó un murmullo entre los mirones, y el individuo sudoroso, apartándose un mechón de pelo de la frente, arrojó sobre la mesa una pila de billetes irisados. – ¿Qué significa «pato»? – preguntó Erast Petrovich, avergonzado y a media voz, a un viejecito con la nariz roja que estaba a su lado y le pareció el más inofensivo de los presentes.

–Eso significa cuadruplicar la apuesta -le explicó el vecino, de buen grado-. Quiere tomar la revancha completa en el último par de cartas.

El conde exhaló una bocanada de humo con indiferencia y descubrió el naipe de la derecha, un rey, y el de la izquierda, un seis.

El que jugaba contra la banca mostró el as de corazones. Zurov asintió con la cabeza y en el acto levantó a la derecha el as de picas y a la izquierda el rey de corazones.

Fandorin oyó cómo alguien murmuraba, admirado: -¡Menudo artista!

Daba pena mirar al jugador sudoroso. Siguió con la vista el montón de billetes que cambiaban de propiedad, arrastrados por el codo del conde, y preguntó tímidamente: -¿Me permitiría usted que jugara a crédito?

–No, no se lo permito -respondió Zurov con indolencia-. ¿Y bien, quién de entre ustedes desea jugar, señores?

Su mirada se detuvo bruscamente en Erast Petrovich.

–Usted y yo nos conocemos, ¿no es verdad? – preguntó el anfitrión con una sonrisa de desagrado-. El señor Fedorin, si no me equivoco.

–Fandorin -corrigió Erast Petrovich, ruborizándose lamentablemente.

–Perdón. ¿Y qué hace usted aquí mirando todo el rato con sus impertinentes? ¿Sabe?, no estamos en ningún teatro.

Ya que ha venido, siéntese a jugar. ¡Tenga la merced! – acabó, señalándole la silla que había quedado libre.

–Elija usted la baraja -le susurró el simpático viejete a Fandorin en la oreja.

Erast Petrovich tomó asiento y, siguiendo el consejo, exigió con tono decidido:

–Le pido, excelencia, que me permita tener la banca. A fin de cuentas, soy novato en estas lides. Y también escogeré las barajas… Ésta y ésta otra -dijo, tomando de la bandeja los dos mazos de naipes que se encontraban en la parte inferior.

Zurov le lanzó una sonrisa aún más desagradable:

–Qué remedio, señor novato, aceptemos sus condiciones; pero sólo con una por mi parte: si hace saltar la banca, no se vaya a toda prisa. Concédame también a mí la posibilidad de tenerla. ¿Qué apostamos?

Fandorin vaciló, y el arrojo le abandonó tan súbitamente como antes le había asaltado. – ¿Cien rublos? – preguntó con timidez. – ¿Bromea? Esto no es una taberna.

–Bueno, que sean trescientos. – y Erast Petrovich colocó en la mesa todo el dinero que llevaba consigo, incluidos los cien rublos que había ganado minutos antes..

–Le jeu n'en vaul pas la chandelle -dijo el conde encogiéndose de hombros-. Bien, como apuesta inicial, vale.

Extrajo una carta de su baraja y arrojó negligentemente sobre ella tres billetes de cien rublos.

–Voy a por todo.

La «frente» a la derecha, recordó Erast Petrovich, y depositó cuidadosamente a su derecha la dama de corazones, y a su izquierda, el siete de picas.

Ippolit Aleksandrovich dio la vuelta con dos dedos a su carta y arrugó un poco el entrecejo. Era la dama de rombos (rojos). – ¡Vaya con el novato! – silbó alguien-. ¡Con qué facilidad ha pescado la dama!

Fandorin barajó torpemente los naipes. – ¡Voy a todo! – dijo el conde con tono burlón tirando seiscientos rublos sobre la mesa-. ¡Bah, si no te arriesgas, nunca beberás champaña!

«¿Cómo se llamaba la carta que se colocaba a la izquierda?» Erast Petrovich no lograba recordarlo. «Sí, ésta se llama "frente", pero ¿y la segunda…? ¡Demonios, qué situación tan incómoda!» ¿Cómo iba a preguntarlo? Y mirar la chuleta parecería poco serio. – ¡Bravo! – gritaron los espectadores-. Conde, c'es! Un jeu intéressant , ¿no lo cree?

Fue entonces cuando Erast Petrovich descubrió que había ganado de nuevo. – ¡Bueno, basta ya de «francesear»! ¡La verdad, qué estúpida costumbre ésa de meter en el habla rusa frasecitas en francés! – Zurov, enojado, se volvió hacia el que había hablado, a pesar de que él mismo utilizaba continuamente giros franceses-. ¡Dé cartas, Fandorin, dé cartas! Que un naipe no es un caballo, y antes del amanecer la suerte caerá de mi lado. ¡Voy a por todo!

A la derecha, un valet , la «frente»; a la izquierda, un ocho. «Y esto se llama…»

Ippolit Aleksandrovich levantó un diez. Y Fandorin le pisó de nuevo en la cuarta mano.

La mesa ya estaba cercada de mirones por todas partes, y la buena suerte de Erast Petrovich fue valorada en todo su mérito. – ¡Fandorin, Fandorin!… -farfulló distraídamente Zurov tamborileando con los dedos sobre su baraja.

Al fin se decidió a extraer un naipe y apartó de su montón dos mil cuatrocientos rublos.

El seis de picas apareció en la «frente» ya en el primer par de cartas. – ¡¿Y qué apellido es ese que usted gasta?! – exclamó el conde, que se había enfurecido de pronto-. ¡Fandorin! ¿Viene de los griegos o qué? ¡Fandorakis! ¡Fandoropulos! – ¿Y por qué de los griegos? – Erast Petrovich se ofendió. Aún tenía frescas en la memoria las burlas que le hacían los compañeros de su clase a costa de su apellido («el Avellano», ése era el mote que le habían endosado a Fandorin en sus tiempos de gimnasio)-. Mi familia es tan rusa como pueda serlo la suya, conde. Ya hubo Fandorines que lucharon al servicio de Aleksei Mijailovich. – ¡Por supuesto! – terció con viveza el viejo de las narices coloradas, el que con tan buena intención había aconsejado antes a Erast Petrovich-. Y en tiempos de la zarina Catalina la Grande también existió un Fandorin que dejó escritas unas memorias interesantísimas.

–Memorias, memorias, y yo ahora dando vueltas en la noria… -rimó Zurov con tono hosco, poniendo una colina de billetes sobre la mesa-. ¡A por la banca entera! ¡Dé usted cartas, el demonio se lo lleve!

–Le dernier coup, messieurs! – dijo uno de los mirones.

Todos contemplaron con avidez los dos montones de billetes arrugados, de los cuales era igual de voluminoso el que había ganado la banca como el que aún le quedaba a su contrincante.

En un silencio sepulcral, Fandorin abrió dos barajas nuevas intentando recordar la palabra que buscaba desde hacía rato. «¿Fambruesa? ¿Limonero?»

A su derecha levantó un as, a su izquierda otro más. Zurov sacó un rey. A la derecha una dama, a la izquierda un diez. A la derecha un valet, a la izquierda otra dama. «¿Y qué valía más: el vale! o la dama?» A la derecha un siete, a la izquierda un seis. – ¡No me echen el resuello en el cogote! – gritó el conde con rabia, y los mirones retrocedieron y se apartaron un poco de él.

A la derecha un ocho, a la izquierda un nueve. A la derecha un rey, a la izquierda un diez. ¡Un rey!

Alrededor de la mesa, la gente aullaba y reía. Ippolit Aleksandrovich permaneció sentado, como si le hubiera dado un pasmo.

«Libro antiguo -recordó súbitamente Erast Petrovich, y sonrió satisfecho-. La carta de la izquierda se llama "libro antiguo". ¡Vaya nombre tan raro!»

De pronto, Zurov se inclinó sobre la mesa y, con unos dedos que parecían de acero, apretó las mejillas de Fandorin, formándole una trompeta con los labios. – ¡No se atreva a reírse con ese tono burlón! ¡Si ha ganado una buena cantidad de dinero, al menos compórtese civilizadamente! – gruñó el conde con voz rabiosa, acercándose a él hasta casi rozarle.

Sus ojos, inyectados en sangre, infundían pavor. De repente, le propinó a Fandorin un manotazo en la barbilla y se echó hacia atrás, se retrepó en la silla y cruzó las manos chulescamente sobre el pecho. – ¡Eso ya es demasiado, conde! – exclamó uno de los oficiales. – ¿Le parece, acaso, que esté huyendo? – susurró Zurov entre dientes sin apartar la vista de Fandorin-. Si alguien se siente ofendido, aquí estoy yo, dispuesto a lo que guste.

Un silencio sepulcral reinó de pronto.

A Erast Petrovich le zumbaban horriblemente los oídos, pero sólo temía una cosa: quedar como un cobarde. Bueno, y también que su voz temblara y le delatase.

–Usted es un canalla indecente y lo único que pretende es no pagar su deuda -le espetó Fandorin sin poder impedir que le temblara la voz, aunque eso ya no importaba-. Le reto a duelo. – ¿Qué, haciéndose el héroe delante del público? – preguntó Zurov, haciendo una mueca con los labios-. Pues ya veremos cómo baila delante del cañón de una pistola. Bien, que sea a veinte pasos, y en línea. Cada uno podrá disparar cuando quiera, pero luego, sin falta, deberá volver a la línea. ¿No tiene miedo?

«Sí que lo tengo -pensó Erast Petrovich-. Ajtirtzev aseguró que el conde era capaz de acertarle a una moneda de cinco kopecs a veinte pasos de distancia, pero no dijo que apuntara a la frente. Será peor si sólo me da en el vientre.»

Fandorin se contrajo convulsivamente. Nunca había tocado una pistola de duelo. En cierta ocasión, Ksaveri Feofilaktovich le llevó al campo de tiro de la policía a disparar con un Colt, pero lo de ahora era muy diferente. «Me matará, y moriré por nada. Sabe hacer bien su trabajo, no hay duda.

Delante de un montón de testigos. Una pelea jugando a las cartas, un caso de lo más habitual. El conde pasará un mes arrestado en la comisaría, y luego, a la calle. Tiene parientes poderosos, y Erast Petrovich, a nadie. Meterán al oficial de registro en un ataúd de tablas, abrirán un agujero en la tierra y nadie le acompañará en el entierro. Bueno, quizá Grushin y Agrafena Kondratievna. Lizanka leerá la noticia en el periódico y puede que piense, de pasada: "¡Vaya, con lo delicado que parecía ese policía, y tan joven!" Pero ni eso siquiera, por que seguro que Emma no le permite hojear ningún periódico. Y el chief , como si lo estuviera oyendo, seguro que dirá: "Y yo que creí en él, en ese idiota; pero va y cae en la trampa como un chorlito! ¡Se le antojó un duelo… y se fue a criar malvas!" y encima soltará un escupitajo, lo estoy viendo.» -¿Por qué calla? – preguntó Zurov con una sonrisa cruel-. ¿Se le han pasado las ganas de disparar?

Pero justo en aquel momento Erast Petrovich tuvo una idea auxiliadora. «El duelo no puede celebrarse ahora mismo: lo más pronto, mañana al amanecer. Naturalmente, salir corriendo ahora y pedir ayuda al chief sería una cobardía indigna. Pero Ivan Frantzievich ha dicho que había otros policías trabajando en la pista de Zurov. Es posible que aquí mismo, en esta sala, el chief tenga a alguno de sus muchachos.» El reto debía mantenerlo, estaba en cuestión su palabra. Pero nada impedía que dentro de unas horas, al amanecer, la policía visitase de improviso al conde y lo arrestase por mantener abierto un garito de juego. ¿Qué culpa tendría Fandorin en eso? Además, a lo mejor ni llegaba a enterarse: el mismo Ivan Frantzevich se haría cargo de la situación y actuaría en consecuencia sin necesidad de consultar con él.

Tenía, pues, la salvación al alcance de la mano. Pero la voz de Erast Petrovich adquirió de pronto vida propia, una total independencia de la voluntad de su propietario. Parecía como si se hubiera impregnado de algo extraordinario y, cosa curiosa, dejó de temblarle en aquel preciso instante:

–No, no he perdido las ganas. Pero ¿por qué dejarlo hasta mañana? Celebrémoslo ahora mismo. ¿Acaso no dicen, conde, que usted dispara todas las mañanas a monedas de cinco kopecs, precisamente a una distancia de veinte pasos?

–Zurov comenzó a ponerse rojo como un tomate-. ¡Pues probemos ahora de otra manera, si no se acobarda! – «¡Mira qué a propósito viene aquí el relato de Ajtirtzev, como anillo al dedo! ¡Ni siquiera hay que inventar nada! ¡Todo está pensado ya!»-. Nos lo jugamos a suertes, y quien pierda sale al patio y se pega un tiro. Sin líneas de duelo que valgan. Así nadie podrá pedirle cuentas al que sobreviva. El hombre tuvo mala suerte y fue y se pegó un tiro, ocurre muchas veces. Y estos señores aquí presentes darán su palabra de guardar el secreto. ¿No es así, caballeros?

Los señores de la sala comenzaron a discutir. Mantenían opiniones diferentes; unos manifestaban su disposición inmediata a prestar el juramento, y otros, por el contrario, proponían que se olvidara la disputa y se bebiera por la resolución del pleito. Un comandante con unas enormes orejas llegó a exclamar: «¡Vaya bravura la de este muchacho!» Y la frase infundió aún más ardor a Erast Petrovich. – ¿Y bien, conde? – interpeló con temeraria petulancia, definitivamente sin freno alguno-. ¿Acaso encuentra más fácil acertar a una moneda de cinco que a su propia cabeza? ¿O acaso no le gusta mancharse?

Zurov permanecía callado, mirando con curiosidad al envalentonada joven, aunque parecía como si también calculase algo. – ¡Qué remedio me queda! – exclamó al fin con una sangre fría poco habitual-. ¡Acepto la propuesta! Jean!

Un presto lacayo acudió rápidamente a la llamada del conde. Ippolit Aleksandrovich le ordenó:

–Un revólver, una baraja nueva y una botella de champaña. – y luego le musitó algo más al oído.

A los dos minutos, Jean regresó con una bandeja. El lacayo tuvo que abrirse paso a codazos, porque ahora sí que todos los presentes se habían congregado en torno a la mesa.

Con un movimiento ágil y relampagueante, Zurov abrió el tambor del Lefaucheux de doce tiros y mostró que todas las balas estaban en su sitio.

–Aquí está la baraja. – Sus dedos abrieron con un agradable chasquido la tupida envoltura de las cartas-. Ahora me toca a mí repartir las cartas. – y se echó a reír, pasando, al parecer, a una fase de excelente estado de ánimo-. Las reglas son sencillas: el primero que saque una carta de palo negro será el que se meta una bala en el cerebro. ¿Está de acuerdo?

Fandorin asintió con la cabeza en silencio. Pero de pronto comprendió que Zurov iba a engañado, a embaucarlo monstruosamente en un abrir y cerrar de ojos, y que ya podía considerarse hombre muerto, con más seguridad todavía que en un duelo a veinte pasos. Sí. El taimado Ippolit había jugado mejor que él, le había ganado definitivamente la partida.

Qué fácil le resultaría a un tahúr de su calibre sacar el naipe salvador, y mucho más utilizando su propia baraja! ¡Seguro que tenía un montón de cartas marcadas!

Mientras tanto, Zurov, tras santiguarse con mucho arte de cara a la galería, levantó el primer naipe. Salió la dama de rombos rojos. – ¡Ésta es Venus! – Sonrió el conde con descaro-. ¡Mi eterna protectora! Su turno, Fandorin.

Protestar o discutir a aquellas alturas resultaba humillante. La petición de una baraja nueva, demasiado tardía. Y la lentitud en levantar la carta, vergonzosa.

Entonces Erast Petrovich alargó la mano y levantó el valet de picas.


Capítulo Noveno


Donde a la carrera de Fandorin se le abren fabulosas perspectivas


–Y éste es Momo, es decir, el loco -aclaró Ippolit, regodeándose en la frase-. Ah, pero llega tarde. ¿Qué, beberá algo de champaña para infundirse valor o prefiere salir inmediatamente al patio?

Erast Petrovich permanecía sentado con la cara muy roja. Le ahogaba la rabia, pero no contra el conde sino contra sí mismo, por ser tan idiota. Un tonto como él no merecía vivir.

–Prefiero hacerlo ahora, aquí mismo -masculló en un arranque de furor, decidiendo que al menos le ensuciaría la casa a su anfitrión-. Y que ese criado suyo tan hábil friegue luego el suelo. En cuanto al champaña, permítame rechazarlo, me da dolor de cabeza.

Y, con la misma gravedad, intentando no pensar en nada, Fandorin cogió el pesado revólver, levantó el percutor y, tras dudar un segundo en qué sitio sería mejor pegarse el tiro -aunque eso poco importaba-, se metió el cañón en la boca y, contando mentalmente «tres, dos, uno», apretó el gatillo con tanta fuerza que se aplastó la lengua con el cañón del arma.

Pero ésta no se disparó, tan sólo se oyó un chasquido seco.

Sin comprender muy bien lo que pasaba, Erast Petrovich apretó otra vez el gatillo, y de nuevo se oyó el chasquido, sólo que en esta ocasión el cañón le rechinó en los dientes. – ¡Bueno, basta, ya es suficiente! – dijo Zurov, que le quitó la pistola de las manos y le palmeó la espalda con fuerza-. ¡Qué chico tan valiente! ¡Ha apretado el gatillo sin tomar siquiera un trago para infundirse ánimos, sin la menor histeria! Qué excelente generación es esta que nos viene pisando los talones, ¿eh, señores? Jean, sirve champaña a nuestros invitados! ¡Fandorin y yo brindaremos con nuestras copas en señal de amistad!

Embargado por una extraña abulia, Erast Petrovich le hizo caso. Bebió con indolencia el líquido burbujeante hasta apurar la copa y, con la misma apatía, se besó con el conde, quien le pidió que a partir de entonces le llamara simplemente Ippolit. Los presentes gritaban y reían alborozados, pero sus voces llegaban a Fandorin de una manera un poco confusa. El gas del champaña le hacía cosquillas en la nariz y se le saltaron las lágrimas. – ¡Vaya con Jean! – rió el conde a carcajadas-. No ha necesitado más que un minuto para suprimir todas las asperezas. Menudas mañas se gasta, ¿eh, Fandorin?

–Sí, es un verdadero talento -convino Erast Petrovich con displicencia. – ¡Bueno, bueno! ¿Y tú cómo te llamas?

–Erast.

–Ven conmigo, Erast de Rotterdam, acompáñame a mi despacho a brindar con coñac. ¡Ya estoy harto de ver a estos jetas de aquí!

–Erasmo -corrigió mecánicamente Fandorin. – ¿Cómo, qué dices?

–Que no es Erast, sino Erasmo. – ¡Ah, perdona! No lo había oído bien. ¡Venga, vamos, Erasm!

Fandorin, obediente, se levantó y siguió a su anfitrión.

Tras recorrer un largo pasillo que dejaba a los lados varias habitaciones, llegaron por fin a un despacho de planta circular. Allí reinaba un caos enorme: chibuquíes, pipas de fumar y alguna que otra botella vacía tirada en el suelo; unas espuelas de plata enseñoreándose de la mesa, y, en un rincón, una elegante silla de montar inglesa, arrumbada allí por alguna razón inexplicable. Erast Petrovich no comprendía por qué motivo el conde había bautizado aquel cuarto con el nombre de «despacho», puesto que por allí no se veía ningún libro ni pertenencia personal relacionada con la escritura.

–Bonita silla de montar, ¿eh? – alardeó Zurov-. La gané ayer en una apuesta.

Llenó las copas con un vino de color castaño, escanciando directamente de una panzuda botella. Luego se sentó al lado de Fandorin y, con voz muy seria, íntima incluso, comenzó a perorar: -¡Oye, perdóname por la broma que te he gastado! Me aburro, Erasm. Siempre hay mucha gente a mi alrededor, pero ningún hombre de verdad. Tengo veintiocho años, Fandorin, pero me pesan como sesenta. Sobre todo por las mañanas, al despertarme. Las tardes y las noches, bueno, se pueden soportar más o menos: monto un poco de ruido, hago algunas calaveradas. Pero la verdad es que me siento asqueado.

Antes no me pasaba, pero ahora todo me resulta cada vez más desagradable. ¿Me creerías si te dijera que hace un rato, cuando sacábamos las cartas, pensé de pronto que estaría bien eso de pegarme un tiro de verdad? Aunque así, entiendes, ha sido más emocionante… ¿Por qué sigues tan callado?

Olvídalo, Fandorin, no sigas enfadado conmigo. No sabes cuánto me gustaría que dejaras de guardarme rencor. ¿Qué puedo hacer para que me perdones, eh, Erasm?

Erast Petrovich, con una voz estropajosa pero perfectamente nítida, le espetó al instante:

–Háblame de ella. De la Beyetzkaya.

Zurov se apartó de la frente un mechón de pelo. – ¡Ah, sí, me había olvidado! ¡Tú también formas parte de la cola del vestido! – ¿De qué, dices?

–Bueno, así es como lo llamo yo. Amalia es una auténtica reina, ya sabes, y siempre necesita tener una buena cola. De hombres, me refiero. Cuanto más larga, mejor. Deseo darte un buen consejo: quítatela de la cabeza si no quieres perderte. Olvídate de ella.

–No puedo -respondió honestamente Erast Petrovich.

–Todavía eres un niño de pecho y Amalia es muy capaz de llevarte a la fosa, como ya ha hecho con tantos. Quizá por eso se haya encaprichado de mí, porque no me dejo arrastrar. y es que yo no necesito a nadie para cavarme mi propia sepultura. Seguro que no sería tan profunda como la de ella, pero no importa, bastaría para mí. – ¿Tú la amas? – preguntó abiertamente Erast Petrovich con el derecho de una persona ofendida.

–Más bien le tengo miedo -sonrió, lúgubremente, Ippolit-. La temo más que la quiero. Además, no creo que a eso se le pueda llamar amor. ¿Has fumado opio alguna vez?

Fandorin negó con la cabeza.

–Si lo pruebas, ya nunca lo sueltas. Pues ella es como el opio. ¡No me suelta! Sé que me desprecia, que me tiene por poca cosa, pero también sé que ha visto algo en mí. ¡Para mi desgracia! ¿Sabes?, me alegro de que se haya ido. ¡Con Dios y muy buenas! A veces he llegado a pensar en matar a esa bruja. Sería capaz de ahogarla con mis propias manos, así dejaría de mortificarme. Y ella lo sabe perfectamente, porque ¡hermano mío, Amalia es muy lista! Quizá por eso me quiera: porque sabe que juega con fuego; ahora lo apago, ahora lo enciendo. Y siempre tiene muy presente que si el fuego se convierte en un incendio, ella también perderá la cabeza. ¿Si no, qué otra cosa podría querer de mí?

Erast Petrovich pensó con envidia que el hermoso Ippolit, aquel loco temerario, tenía muchas cosas que interesaban a las mujeres sin necesidad de ningún incendio. Estaba seguro de que a un hombre como él nunca le faltaría la compañía femenina. ¿Por qué poseerían ese don los hombres calavera?

Pero esa reflexión no tenía nada que ver con sus pesquisas.

Su deber consistía ahora en hacer preguntas que ayudaran a resolver el caso. – ¿Quién es ella realmente? ¿De dónde viene?

–No tengo ni idea. No le gusta dar explicaciones. Sólo sé que creció en algún lugar del extranjero. En Suiza, creo, en un internado, o algo parecido. – ¿Dónde está ahora? – preguntó Erast Petrovich sin hacerse demasiadas ilusiones.

Pero Zurov tardó bastante en responder, y a Fandorin se le heló la sangre aguardando. – ¿Tan atrapado te tiene? – se interesó hoscamente el conde, y una mueca, pasajera y hostil, descompuso su bello y caprichoso rostro. – ¡Sí!

–Está claro, la mariposa que se siente atraída por la luz de la vela no puede evitar quemarse…

Ippolit comenzó a buscar algo en la mesa, entre barajas de cartas, pañuelos arrugados y facturas de tiendas. – ¿Dónde se habrá metido, demonios? ¡Ah, ya recuerdo!… -Abrió un cofrecito japonés barnizado que presentaba una mariposa nacarada en la tapa-. Toma. Llegó por correo.

Con manos temblorosas, Erast Petrovich cogió un sobre estrecho, donde con trazo oblicuo e impetuoso aparecía escrito: «Para su excelencia el conde Ippolit Zurov, callejón Jacob-Apostolsky, residencia privada.» A juzgar por el matasellos, la carta había sido enviada el 16 de mayo, el mismo día de la desaparición de la Beyetzkaya.

En su interior había una nota, corta y sin firma, escrita en francés:

Me veo obligada a partir sin despedirme de ti. Escríbeme a Londres, Gray Street, hotel Winter Queen, a la atención de la señorita Olsen. Espero noticias. Y no te atrevas a olvidarme. – ¡Ya lo creo que me atreveré! – aseguró Ippolit en un tono ardiente y amenazador que se desvaneció de inmediato-. Al menos, por intentarlo que no quede… Puedes llevártela, Erasm. Haz con ella lo que quieras… Pero, ¿adónde vas?

–Me marcho -contestó Fandorin, guardándose el sobre en el bolsillo-. Tengo prisa.

–Como desees. – El conde movió compasivamente la cabeza-. Adelante, vuela hacia el fuego. Es tu vida, no la mía.

Una vez en el patio, Jean alcanzó a Erast Petrovich con un paquetito en la mano.

–Tome, señor, se lo olvidaba. – ¿Qué es? – le miró enfadado un Fandorin con prisas. – ¿Bromea? Son sus ganancias. Su excelencia me ordenó que le alcanzara sin falta y se lo entregara.

Erast Petrovich tenía un sueño muy extraño.

Estaba sentado ante su pupitre, en la clase de su gimnasio provincial. A menudo le asaltaban sueños inquietantes y desagradables como aquél. Todavía era un estudiante «navegando a merced de la tormenta», delante de la pizarra, en la clase de física o de álgebra. Pero esta vez no se trataba de un simple sueño melancólico, sino de algo verdaderamente espantoso. Fandorin no podía comprender la causa del miedo que le atenazaba. Porque ahora no estaba de pie, junto a la pizarra, sino sentado a su pupitre y rodeado por sus compañeros de curso: Ivan Frantzevich; Ajtirtzev; un joven agraciado de frente alta y pálida, ojos castaños y mirada insolente (Erast Petrovich reconoció en él a Kokorin); otros dos estudiantes con sus mandiles blancos, y alguien más, que estaba vuelto de espaldas.

Fandorin temía a este último y procuraba no mirarle. En cambio, volvía continuamente la cabeza para ver a las dos muchachas que también se encontraban en el aula: una era morena y la otra rubia. Estaban sentadas a sus pupitres, con sus delicadas manos colocadas modosamente hacia delante.

Una de las jóvenes era Amalia, y la otra, Lizanka. La primera le observaba con sus ojitos negros y ardientes, y le sacaba la lengua, mientras la segunda le sonreía con timidez, entornando sus sedosas pestañas.

Erast Petrovich advirtió de pronto que la persona que estaba de pie, junto a la pizarra, era lady Esther, y al instante lo comprendió todo: era aquel nuevo método pedagógico inglés que permitía a los chicos y a las chicas estudiar juntos. Y estaba muy bien. Pero lady Esther, como si hubiera leído sus pensamientos, sonrió sombríamente y dijo: «No, esto no es un curso mixto, sino una clase de huérfanos. Todos ustedes son huérfanos y mi obligación es conducirlos por el buen camino.» «Perdone, señorita -intervino Fandorin, sorprendido-, pero a mí me consta que Lizanka no es huérfana, sino la hija de un consejero en activo.» «¡Ah, my sweet boy! – sonrió la dama, con una expresión aún más afligida-. Cierto, pero es una víctima inocente, y eso es lo mismo que quedarse huérfano.» Fue entonces cuando aquel alumno terrorífico, el que se sentaba más adelante y le daba la espalda, se volvió poco a poco y, mirándole fijamente a los ojos, le susurró: «Me llamo Azazel y yo también soy huérfano. – Le guiñó los ojos con complicidad y, ya completamente desatado, continuó, ahora con la voz de Ivan Frantzevich-: Por eso, mi joven amigo, me veo obligado a matarle, muy a mi pesar… ¡Eh, Fandorin, no se quede ahí sentado como un bobo! ¡Fandorin!» -¡Fandorin! – alguien zarandeó por el hombro a Erast Petrovich, que seguía sumido en aquella torturadora pesadilla-. ¡Despierte, que ya es de día!

Erast se sobresaltó, dio un respingo y giró la cabeza. Sí, se había quedado dormido en el despacho del chief , en la silla y apoyando la cabeza sobre la mesa, completamente rendido.

Las cortinas estaban descorridas y una radiante luz matutina entraba a raudales por la ventana. De pie, a su lado, se hallaba Ivan Frantzevich, que por alguna razón iba vestido como un pequeño burgués: gorra con visera de tela, caftán fruncido y unas botas de fuelle, por cierto, completamente manchadas de barro. – ¿Qué, no ha podido esperarme y se ha dormido como un ceporro? – preguntó alegremente el chief -. Perdóneme el disfraz, pero tuve que ausentarme repentinamente por un asunto impostergable. Venga, lávese un poco y reaccione de una vez. ¡Rápido!

Camino del lavabo, Fandorin comenzó a recordar los sucesos de la noche anterior y cómo, tras abandonar apresuradamente la casa de Ippolit, brincó a una calesa y ordenó al somnoliento cochero que le condujera a la calle Miasnitzkaya.

Estaba impaciente por comunicarle al chief el éxito obtenido, pero no encontró a Brilling en su despacho. Hizo una gestión urgente y luego se sentó a esperar en la oficina. Pero poco a poco, sin apenas advertirlo, se quedó completamente dormido.

Cuando regresó al despacho, Ivan Frantzevich ya se había cambiado de ropa: ahora vestía un traje claro y bebía un té con limón. Otro vaso humeaba en un portavasos de plata frente a él, y a su lado, también sobre la mesa, había una fuente con rosquillas y unos bollitos de pan.

–Desayunemos mientras hablamos -propuso el chief -.

Ya estoy al tanto de sus aventuras de anoche, pero tengo algunas preguntas que formularle. – ¿Quién le ha informado? – preguntó compungido Erast Petrovich, que ya se había hecho la agradable idea de contárselo todo, omitiendo, eso sí, algunos detalles.

–Había otro de mis hombres en la casa de Zurov. He vuelto hace más de una hora, pero me dio pena despertarle, o sea, que me he sentado a leer el informe del otro agente.

Una lectura verdaderamente entretenida. Tanto, que ni me he acordado de cambiarme de ropa.

A continuación, golpeó con la mano unas hojas rellenas con letra menuda.

–Es un oficial muy sensato, pero redacta con un estilo terriblemente florido. Se tiene por un talento literario; escribe en los periódicos con el pseudónimo de «Máximus Perspicaz» y sueña con hacer carrera de censor. Escuche esto, verá qué interesante. Vamos a ver, ¿dónde está?.. ¡Ah, aquí!

Descripción del objetivo. Nombre: Erasm van Dorn o van Doren (oído al vuelo). Edad: no más de veinte años. Descripción física: altura, 1,77 metros; constitución corporal, delgada; cabello, liso y moreno; sin barba ni bigote, y tampoco parece que se los haya afeitado; ojos de color azul muy vivo, demasiado próximos a la nariz, algo oblicuos en los vértices; la piel, blanca y limpia; la nariz fina y proporcionada; las orejas, pequeñas, bien pegadas atrás, con los lóbulos cortos. Un detalle característico: tiene las mejillas siempre ruborizadas. Impresiones personales: un típico representante de nuestra depravada y licenciosa, excelsa joven generación, con un instinto poco común en un novato como él. Después de los acontecimientos ya mencionados, se retiró en compañía del jugador al despacho de este último. La entrevista duró veintidós minutos. Hablaron en tono calmo, con algunas pausas. Detrás de la puerta resultaba casi imposible escuchar nada, pero pude distinguir claramente la palabra «opio» y, después, algo más referente a un «juego». Consideré absolutamente necesario someter a seguimiento a Van Doren, pero éste, al parecer, advirtió mi presencia y, con gran habilidad, supo desembarazarse de mí tomando una calesa. Propongo que…

–El resto carece de interés -dijo el chief mirando con curiosidad a Erast Petrovich-. Bueno, dígame, ¿de qué opio hablaron allí? Ande, no me torture más, estoy en ascuas…

Fandorin resumió brevemente lo tratado en la entrevista con Ippolit y después le mostró la nota manuscrita. Brilling le escuchó concentrado y con suma atención, le hizo algunas preguntas esclarecedoras y luego permaneció en silencio, de pie junto a la ventana. Calló un buen rato, un minuto más o menos. Erast Petrovich aguardó sentado, también en silencio, temiendo interrumpir e! razonamiento mental de su chief, pese a que tenía algunas observaciones que hacer.

–Estoy muy satisfecho de usted, Fandorin -manifestó al fin el chief abandonando su ensimismamiento-. Ha demostrado una eficacia impresionante. Veamos, en primer lugar, está claro que Zurov no tiene relación alguna con el crimen y que tampoco ha sospechado lo más mínimo de su verdadera identidad. De otra manera, ¿cree que le habría facilitado la dirección de Amalia? Eso, por tanto, nos permite desechar completamente nuestra tercera hipótesis. En segundo lugar, ha dado usted pasos de gigante en la versión relativa a la Beyetzkaya. Ahora ya sabemos dónde encontrar a nuestra dama. ¡Bravo! Pondré a trabajar a todos los agentes que han quedado libres, incluido usted mismo, en la investigación de la cuarta teoría, que ahora sí parece la más importante. – y apuntó con un dedo en dirección a la pizarra, allí donde, rodeadas por un círculo, las iniciales «ON» destacaban con el blanco de la tiza.

–Pero ¿qué dice? – preguntó, inquieto, Fandorin-.

Chief , si me permite…

–Esta noche he seguido una pista muy interesante que me ha llevado a una dacha de las afueras de Moscú -informó Ivan Frantzevich, sin poder ocultar su satisfacción (ahora se explicaba por qué tenía las botas manchadas de barro)-. Era el punto de reunión de un grupo de revolucionarios y, ciertamente, de los más peligrosos. Por lo visto, incluso Ajtirtzev estaba conectado con el grupo. Trabajaremos sobre esa pista. Todos los agentes de que pueda disponer serán pocos. A mi entender, a la variante Beyetzkaya le falta toda perspectiva. Al menos, no será la que nos conduzca al éxito de esta operación. Pediremos a nuestros colegas ingleses, por vía diplomática, que retengan a esa señorita Olsen para conseguir algunas aclaraciones, y ahí acabará todo. – ¡De ninguna manera! ¡Precisamente eso es lo que no hay que hacer! – gritó Fandorin, y lo hizo con tanta vehemencia que dejó a Ivan Frantzevich con la boca abierta. – ¿Y por qué no? – ¿Pero es que no ve usted que en este caso todo confluye hacia un mismo punto? – repuso Erast Petrovich, hablando rápidamente para evitar que le interrumpiera-. Es cierto que no tengo mucha idea sobre los nihilistas esos, y comprendo que se trata de algo muy importante. Pero la variante Beyetzkaya también tiene su importancia, también es una cuestión de estado. Mire, Ivan Frantzevich, vea en qué situación nos encontramos. Punto uno. La Beyetzkaya ha huido a Londres. – Ni él mismo se daba cuenta de hasta qué punto había asimilado la forma de expresarse de su chief -.

Su mayordomo, también de nacionalidad inglesa, tiene una pinta de lo más sospechosa: un tipo como ése es capaz de degollar a cualquiera sin pestañear siquiera. Punto dos. El hombre de los ojos blancos, el que mató a Ajtirtzev, hablaba con acento extranjero y también tenía el aspecto físico de un inglés. Punto tres. Y por último, punto cuatro. Lady Esther es sin duda una buenísima persona, pero también es inglesa, y, dígase lo que se diga, ¡se ha hecho con toda la herencia de Kokorin! ¡Porque resulta evidente que la Beyetzkaya inclinó intencionadamente a sus admiradores a testar en favor de la baronesa!

–Stop, Stop… -Brilling frunció el entrecejo-. ¿Adónde quiere llegar usted? ¿A un asunto de espionaje? – ¡Está clarísimo!

–Erast Petrovich pegó una palmada-.

Chanchullos ingleses. Usted sabe perfectamente cómo están en la actualidad nuestras relaciones con Inglaterra. No quiero decir que lady Esther esté implicada en esto. Seguramente no sabrá nada. ¡Pero pueden estar utilizando su institución como tapadera, como un caballo de Troya para penetrar en Rusia!

–Pues claro -sonrió irónicamente el chief-. Como la reina Victoria y el señor Disraeli han conseguido tan poco oro en África y tan pocos diamantes en la India, deberemos darles como limosna la fábrica de paños de Petrusha Kokorin y las tres mil de si atinas de tierra de Nikolenka Ajtirtzev.

Fue entonces cuando Fandorin descubrió el as que guardaba en la manga: -¡Ni fábrica ni dinero! ¿Recuerda usted el inventario de sus propiedades? ¡Al principio tampoco yo caí en la cuenta!

Kokorin era dueño, entre otras muchas empresas, de un astillero en Libava, y allí van muchos de los pedidos militares del gobierno. Me he informado sobre el asunto. – ¿Y cuándo ha tenido tiempo para eso?

–Mientras le esperaba. Pedí informes por telégrafo al Ministerio de la Marina. Allí también hacen guardia por la noche.

–Bueno, ¿y qué más?

–Pues que Ajtirtzev, además de esas desiatinas de tierra, varias casas y otros capitales, también posee una explotación petrolífera en Bakú, que heredó de su tía. Y he leído en los periódicos cuántas ganas tiene Inglaterra de echarle el guante al petróleo del Caspio. ¡Y por esa vía lo conseguirán, y por los medios más legales! Lo habían planeado para no perder de ningún modo: o el astillero de Libava o el petróleo del Caspio. ¡Resultara como resultara, los ingleses se llevaban algo! Usted haga lo que quiera, Ivan Frantzevich, para eso es el chief -se acaloró Fandorin-, pero yo no pienso dejar este asunto así como así. Cumpliré todas las tareas que usted me encomiende, pero en mi tiempo libre seguiré escarbando en esta hipótesis. ¡Y escarbaré hasta verificarla!

El chief se acercó otra vez a la ventana y su silencio fue entonces todavía más prolongado. Erast Petrovich sentía los nervios a punto de estallar, pero se mantenía firme en su actitud.

Por fin, Brilling suspiró y comenzó a hablar lentamente, titubeando, como si aún estuviera pensando qué decisión debía tomar.

–Estoy convencido de que es un disparate. Edgar Allan Poe, Eugene Sue. Coincidencias sin sentido. Pero tiene usted razón en algo: no vamos a dirigir petición alguna a los ingleses… Ni tampoco a nuestra representación diplomática, a la embajada rusa en Londres. Si está usted en un error, y estoy seguro de que lo está, quedaremos ante ellos como unos tontos de remate. Y suponiendo que estuviese usted en lo cierto, nuestra embajada tampoco podría hacer nada: los ingleses ocultarían a la Beyetzkaya o mentirían. Además, nuestros representantes consulares tienen las manos atadas: son personajes importantes, nunca podrían pasar desapercibidos… ¡Ya está! ¡Decidido! – resolvió Ivan Frantzevich, levantando enérgicamente el puño-. Usted me vendría de perlas aquí, en casa, pero, como dice el refrán, nadie te va a querer a la fuerza… He leído su expediente. Sé que, además del francés y el alemán, también domina usted el inglés. ¡Que Dios le acompañe! ¡Marche a Londres y busque a su femme fatale !

No le pondré trabas con instrucciones concretas, confío en su intuición. En nuestra embajada hay un empleaducho de escasa envergadura: se apellida Piyov. Ocupa un modesto puesto de escribiente, parecido al que tenía usted aquí antes de mi llegada, pero también se encarga de otros asuntos. Aunque en el Ministerio de Asuntos Exteriores figura como secretario provincial, por nuestra línea, la de la Policía Secreta, tiene una graduación de mayor trascendencia. Es un hombre de talento, muy polifacético. Cuando llegue allí, vaya a verle inmediatamente, se las sabe todas. Pero, créame, estoy convencido de que va a Londres para nada. Mas, al fin y al cabo, se ha ganado usted el derecho a equivocarse. Eche un vistazo a Europa y dese una vueltecita por ahí a cuenta del erario público. Aun que, según mis informes, ahora dispone usted de cierta fortuna personal, ¿no es así? – El chief señaló con la cabeza el paquetito que estaba sobre la mesa.

Todavía aturdido por la propuesta del chief , Erast Petrovich se sobresaltó. – ¡Oh, perdone! Sí, es lo que gané en el juego. Nueve mil seiscientos rublos. Los he contado. He querido entregarlo en la caja, pero estaba cerrada. – ¡Váyase al cuerno! – rechazó Brilling-. ¿Está usted en sus cabales? ¿Qué imagina que va a anotar el cajero en el libro de ingresos? ¿«Ganancias obtenidas por el funcionario de registro Fandorin en el juego del stosh »?.. Pero, humm, aguarde un momento. La verdad es que resultaría bastante sospechoso enviar al extranjero por razones de servicio a un simple escribiente.

Se sentó en la mesa, mojó la pluma en el tintero y empezó a escribir, leyendo al mismo tiempo en voz alta:

–Veamos.

«Telegrama urgente. Al canciller Mijail Aleksandrovich Korchakov en persona. Una copia para el general-edecán Lavrentii Arkadevich Mizinov. Excelentísimo señor, en interés del asunto que usted ya conoce, y también en reconocimiento a los servicios excepcionales prestados, solicito que, fuera del sistema de promoción administrativa y sin considerar los períodos necesarios de servicio, ascienda al funcionario de registro Erast Petrovich Fandorin al puesto de consejero titular. Solicito también que Fandorin sea adscrito temporalmente al Ministerio de Asuntos Exteriores en el puesto de correo diplomático de primera categoría.» Esto es para que no lo retengan en la frontera -aclaró Brilling-.

Bueno. Fecha y firma. Por cierto, tendrá usted que distribuir efectivamente el correo diplomático a su paso por Berlín, Viena y París. Así mantendrá su misión en secreto y no levantará sospechas indeseables. ¿Y bien? ¿Alguna objeción?

–Los ojos de Ivan Frantzevich brillaban con picardía.

–Ninguna, señor -balbuceó Erast Petrovich, todavía incapaz de asimilar el curso de los acontecimientos.

–Desde París viaje hasta Londres de incógnito. ¿Cómo diablos se llama ese hotel que ha mencionado?

–Winter Queen, «Reina de Invierno».


Capítulo Décimo


Donde aparece un portafolios azul


El día 28 de junio por el calendario occidental, el 16 por el ortodoxo, un poco antes del atardecer, un coche de caballos de alquiler se detuvo frente al hotel Winter Queen, en Gray Street. El cochero; con sombrero de copa y guantes blancos, saltó del pescante, desplegó el escaloncito y, con una inclinación respetuosa, abrió la pequeña puerta barnizada de negro, en la que se leía:


DUNSTER DUNSTER

Since 1848

London Regal Tours Lo primero que asomó por la portezuela del coche fue una bota de viaje de tafilete, tachonada con unos pequeños clavos de plata. Tras ella, saltó ágilmente a la acera un joven gentleman de aspecto saludable, con unos exuberantes bigotes que no se correspondían con su rostro juvenil, un sombrero tirolés con pluma y un ancho capote alpino. El joven miró a su alrededor, contempló la tranquila callejuela, en la que no se veía nada especial, y con cierto desasosiego dirigió la vista hacia el edificio del hotel. Se trataba de una villa poco hermosa, con cuatro pisos de estilo georgiano, que evidentemente había conocido tiempos mejores.

Retardando el paso, el gentleman masculló en ruso: -¡Adelante! ¡Pase lo que pase!

Y tras pronunciar esta enigmática frase, subió los peldaños de la escalinata y entró en el vestíbulo.

Un segundo después, del pub situado justo enfrente salió un individuo vestido con una capa negra, que se encasquetó hasta los ojos una gorra alta con visera brillante y comenzó a pasearse despacio por delante de la puerta del establecimiento.

Sin embargo, esta curiosa circunstancia pasó desapercibida para el forastero, que ya se encontraba de pie junto al mostrador del hotel. Miraba el retrato descolorido de una dama de la época medieval, provista de un magnífico pecho, que a todas luces era la Reina de Invierno en persona. El somnoliento conserje que estaba tras el mostrador saludó al extranjero con indiferencia, pero al advertir que daba al botones un chelín de propina por llevarle su único saco de viaje, le saludó otra vez, entonces mucho más afable. Dejó el simple tratamiento de sir y se dirigió al recién llegado con el más respetuoso de your honour .

El joven preguntó si había habitaciones libres, exigió la mejor, que dispusiera de agua caliente y periódicos, y se inscribió en el registro de huéspedes con el nombre de Erasm von Dorn, de Helsilngfors. Después de eso, y de recibir, sin hacer nada especial y sin ningún mérito, una propina de medio soberano, el conserje comenzó a tratar a aquel chiflado forastero de your lordship .

Mientras tanto, la cabeza del señor «Von Dorn» se veía asaltada por dudas de gran calado. Le resultaba difícil imaginar que la majestuosa Amalia Kazimirovna se alojase en aquel hotelucho de tercera categoría. Algo parecía no cuadrar en todo aquello.

Sumido en esa confusión, llegó incluso a preguntar al conserje, que ya se doblaba completamente en señal de reconocimiento, si existía en Londres otro hotel que se llamase de la misma manera, recibiendo de éste la confirmación jurada de que en Londres no había, ni había habido nunca, a lo largo de los tiempos, otro Reina de Invierno. La única excepción era el que ocupaba antes aquel mismo lugar y había quedado reducido a cenizas en un gran incendio, hacía más de un siglo. ¿Sería posible que todo hubiera resultado en balde? ¿Aquella gira de veinte días dando vueltas por Europa entera, los bigotes postizos, aquel fastuoso coche de caballos alquilado en la estación de Waterloo en lugar de un cabriolé ordinario, y, por último, aquel inútil medio soberano de propina?

«Pues ya que te han hecho este regalo, pichón mío, termina tu trabajo», se dijo Erast Petrovich (aunque viaje de incógnito, seguiremos llamándole así). – ¿Podría decirme, si es tan amable, si está registrada aquí cierta persona, una tal señorita Olsen? – preguntó con fingida indolencia, acodándose en el mostrador.

La respuesta, pese a ser realmente predecible, encogió de tristeza el corazón de Fandorin.

–No, milord, ninguna señorita con ese apellido se hospeda ahora con nosotros, ni se ha hospedado nunca.

Leyendo el desconcierto que dejaban traslucir los ojos del huésped, el conserje guardó una pausa lo bastante expresiva y luego añadió, pudoroso:

–Sin embargo, el nombre que su excelencia ha citado no me resulta del todo desconocido.

Erast Petrovich se inclinó ligeramente y sacó de su bolsillo otra moneda de oro. – ¡Hable!

El conserje se inclinó hacia delante y, esparciendo un tufillo de agua de colonia barata, cuchicheó:

–A nuestro hotel llegan muchas cartas dirigidas precisamente a esa señorita. Y todas las noches, a las nueve, viene un cierto mister Morbid, un mayordomo o un criado a juzgar por su aspecto, y las recoge. – ¿Un individuo enorme, con unas grandes patillas rubias y con cara de no haberse reído nunca? – inquirió al punto Erast Petrovich.

–Sí, milord, el mismo. – ¿Y llegan con mucha frecuencia esas cartas?

–Muy a menudo, casi todos los días, muchas veces más de una. Hoy, por ejemplo -y el conserje miró significativamente hacia atrás, en dirección a un armario con celdillas-, nada menos que tres.

La insinuación fue cazada al vuelo.

–Yo echaría un vistazo a esos sobres. Por simple curiosidad, ya sabe -observó Fandorin, golpeando el mostrador con el consiguiente medio soberano.

Los ojos del conserje adquirieron un brillo febril y entonces sucedió algo increíble, fuera de toda lógica, pero en extremo agradable.

–Es cierto que tenemos este procedimiento estrictamente prohibido, milord, pero… Si se trata sólo de echarle una ojeada a los sobres…

Erast Petrovich cogió ansiosamente las cartas, pero se encontró con una irritante sorpresa: los sobres no tenían remite. Quedaba claro, pues, que la tercera moneda de oro se había invertido en vano. El chief , cierto, justificaba cualquier gasto, pero siempre «dentro de unos límites razonables y en interés de la investigación en curso»… ¿Habría algo en el matasellos?

Éstos pusieron a cavilar a Fandorin. Una de las cartas había sido remitida desde Stuttgart, otra desde Washington, y la tercera, nada más y nada menos que desde Río de Janeiro. ¡Caracoles! – ¿Hace mucho tiempo que miss Olsen recibe aquí su correspondencia? – preguntó Erast Petrovich, mientras calculaba mentalmente cuánto podrían tardar las cartas en cruzar el océano. ¡Y había que añadir el tiempo que se habría empleado en comunicar a Brasil aquella dirección de Londres! Resultaba extraño, de cualquier forma, pues la Beyetzkaya habría llegado a Londres haría sólo unas tres semanas, como máximo.

La respuesta fue del todo inesperada:

–Desde hace mucho, milord. Las cartas ya llegaban cuando entré a trabajar en el hotel, y hará ya unos cuatro años.

–Imposible. ¿No se estará usted confundiendo?

–Se lo aseguro, milord. Mister Morbid sí hace poco tiempo que está a las órdenes de miss Olsen, quizá sólo desde comienzos del verano. Al menos hasta entonces era mister Moebius quien venía a recoger las cartas, y antes que él lo hacía mister…, humm, vaya, discúlpeme, he olvidado cómo se llamaba. Tengo motivos, porque aquel gentleman era muy discreto y muy poco hablador.

Erast Petrovich sentía unos terribles deseos de husmear dentro del sobre, pero tras tantear a su informador con aire escrutador, concluyó que quizá fuera preferible no marear más la perdiz. Y en ese preciso momento, a nuestro recién horneado consejero privado y mensajero diplomático de primera categoría le vino a la cabeza una idea mucho mejor. – ¿Dice usted que mister Morbid suele venir cada noche a las nueve?

–Como un reloj, milord.

Fandorin puso encima del mostrador el cuarto medio soberano e, inclinándose, empezó a murmurar algo al oído del feliz conserje.

Empleó el tiempo que quedaba hasta las nueve de la manera más provechosa posible.

Lo primero que hizo fue engrasar y cargar su Colt de mensajero diplomático. Después se dirigió al cuarto de baño y, presionando por turno los pedales de agua fría y caliente, llenó la bañera en unos quince minutos. Pasó media hora remoloneando placenteramente en el agua, y cuando ésta se enfrió, ya tenía ideado definitivamente su futuro plan de acción.

Después de pegarse nuevamente los bigotes y de recrearse un momento delante del espejo, Fandorin se vistió como lo haría un inglés del montón: sombrero hongo negro, chaqueta negra, pantalones negros y corbata también negra.

En Moscú quizá le hubieran tomado por el carpintero de una funeraria, pero en Londres se suponía que pasaría completamente inadvertido. Además, todo ocurriría de noche, así que bastaría con ocultarse las solapas de la camisa bajo la pechera y meterse los puños de las mangas por dentro para diluirse en el abrazo de la oscuridad, y eso era importantísimo para el plan que se había propuesto.

Le quedaba aún una buena hora y media para dar un paseo de reconocimiento por los alrededores del hotel. Erast Petrovich caminó por Gray Street y luego la abandonó y tomó una calle mucho más ancha, llena de carruajes que iban en una y otra dirección. Casi al instante topó con el famoso teatro Old Vic, que estaba reseñado en la guía de la ciudad con todo detalle. Anduvo un poco más y -¡oh, milagro!– divisó el perfil familiar de la estación de Waterloo, desde donde el carruaje había tardado nada menos que cuarenta minutos en llevarle al hotel Reina de Invierno. El bellaco del cochero le había cobrado cinco chelines. Un poco más adelante apareció el Tamesis, gris y hostil en la penumbra del crepúsculo. Contemplando sus aguas sucias, Fandorin sintió un escalofrío y, sin saber por qué, un lóbrego presentimiento le embargó el ánimo. Se sentía bastante incómodo en aquella ciudad ajena.

Los transeúntes que se cruzaban con él miraban siempre al frente y nadie hacía el menor intento por encarar su rostro, algo del todo inimaginable en Moscú. Pese a ello, a Fandorin no le abandonaba una extraña sensación, como si alguien le clavase una mirada enemiga en la espalda. El joven se volvió varias veces y en una ocasión le pareció ver a un tipo vestido de negro retroceder y ocultarse tras una columna en la que se anunciaba la programación teatral. Erast Petrovich decidió dominarse; se recriminó su suspicacia y no volvió a mirar atrás. ¡Aquellos malditos nervios! Incluso comenzó a dudar si no sería mejor posponer la ejecución de su plan a la tarde siguiente. Así, por la mañana podría ir a la embajada y entrevistarse con el enigmático escribiente Piyov, del que le había hablado el chief.

Pero aquella medrosa cautela se le antojó un sentimiento vergonzoso, y, además, tampoco quería perder más tiempo. Bastante eran ya las tres semanas malgastadas en naderías.

El viaje por Europa había resultado menos agradable de lo que el entusiasmado Fandorin había supuesto al principio.

El territorio situado al otro lado de la fronteriza ciudad de Bershbolov le agobió porque, sorprendentemente, era muy distinto de los ilimitados horizontes de sus modestos campos patrios. Erast Petrovich miraba por la ventanilla del tren, esperando continuamente que aquellas aldeas tan limpias y aquellas ciudades de juguete terminaran por pasar de una vez y comenzara a verse un paisaje normal. Pero a medida que el tren se alejaba de la frontera rusa, las casas se hacían aún más blancas y las pequeñas ciudades más pintorescas.

Fandorin se fue sintiendo paulatinamente más triste, pero no se permitió las lágrimas. «Al fin y al cabo, no es oro todo lo que reluce», se dijo. Mas no logró reprimir la repulsa que le atenazaba el alma.

Después, nada, se acostumbró y empezó a parecerle que Moscú no era mucho más sucia que Berlín, y que el Kremlin y sus iglesias de cúpulas doradas eran tan hermosas como los alemanes nunca serían capaces de imaginar. Lo que le importunó entonces fue otro asunto: el agregado militar de la embajada rusa, a quien Fandorin entregó un paquete sellado con un precinto, le ordenó que no continuara su viaje y que aguardara allí una correspondencia secreta que debería entregar en Viena. La espera se alargó una semana y a Erast Petrovich comenzaron a fastidiarle aquellos paseos por la umbrosa Unter den Linden y la emocionada contemplación de los rollizos cisnes de los parques berlineses.

Lo mismo se repitió en Viena, sólo que allí fueron cinco los días que tuvo que esperar la llegada del paquete dirigido al agregado militar en París. Erast Petrovich se desesperaba sólo de pensar que quizá «miss Olsen», cansada de no recibir noticias de su Ippolit, se decidiera a abandonar el hotel, lo cual significaría perderla definitivamente de vista. Impaciente y nervioso, Fandorin pasó largas horas sentado en los cafés, comiendo pasteles de almendras sin parar y bebiendo litros y litros de crema de soda.

Pero fue en París donde por fin se decidió a tomar la iniciativa. No permaneció más de cinco minutos en la legación rusa. Los suficientes para entregarle al coronel el correo diplomático correspondiente y comunicarle, perentoriamente, que tenía a su cargo una misión especial y no se entretendría allí ni una hora. Como castigo al tiempo inútil que había perdido, ni siquiera se permitió conocer París. Se limitó a recorrer en fiacre, de camino hacia la Estación del Norte, los nuevos bulevares que acababa de tender el barón Haussman.

Ya tendría tiempo de visitar la ciudad en su viaje de regreso.

A las nueve menos cuarto Erast Petrovich se hallaba ya sentado en el vestíbulo del Reina de Invierno, agazapado detrás de un The Times al que había hecho un pequeño agujero para poder observar mejor. El simón que había alquilado de antemano para evitar imprevistos esperaba en la calle. Obedeciendo sus instrucciones, el conserje no sólo evitaba mirar al huésped ataviado con vestimenta veraniega que leía el periódico, sino que se afanaba además por darle la espalda de manera ostensible, volviéndose hacia el lado opuesto.

A las nueve y tres minutos repicó la campanita de la entrada, la puerta se abrió de par en par y un hombre de tamaño gigantesco, embutido en una librea gris, ingresó en el vestíbulo. ¡Era él, «John Karlich»! Fandorin aplastó literalmente la nariz contra la página del periódico, donde se publicaba la crónica del reciente baile de gala celebrado en el palacio del príncipe de Gales.

Pero el conserje reaccionó de un modo ruin. En contra de lo pactado, no sólo miró de reojo hacia donde se encontraba Von Dorn, aquel huésped que había decidido enfrascarse a deshoras en la lectura, sino que el muy miserable comenzó además a mover sus peludas cejas de arriba abajo para llamar la atención del gigante. Pese a ello, gracias a Dios, el objetivo no advirtió la señal o bien consideró indigno por su parte girarse hacia donde le indicaban.

El simón alquilado le vino de perlas porque pronto pudo comprobar que el mayordomo no había llegado a pie, sino en un «egoísta», un cochecito de una sola plaza con un brioso caballo negro uncido a su pescante. También le vino como anillo al dedo la repentina lluvia que comenzó a caer, pues «John Karlich» tuvo que levantar la capota de cuero, y por mucho que quisiera ya no podría descubrir a su perseguidor.

El cochero del simón no se sorprendió lo más mínimo cuando recibió la orden de seguir al hombretón de la librea gris. Hizo restallar su largo látigo y el plan ideado por Fandorin entró en la primera fase.

Había anochecido. Aunque las farolas brillaban en las calles, Erast Petrovich, que desconocía por completo la ciudad, no tardó en desorientarse, hecho un lío por culpa de las manzanas de edificios idénticos de aquella ajena y amenazadora ciudad silenciosa. Pronto las casas comenzaron a resultar más bajas y escasas. En la oscuridad, los contornos de los árboles parecían navegar. Y al cabo de otros quince minutos surgieron las primeras villas rodeadas de jardines. El «egoísta» se detuvo en una de ellas, y la silueta gigantesca, bajando del vehículo, abrió unas altas puertas enrejadas. Fandorin se asomó por la ventanilla del simón y vio cómo el cochecito cruzaba la cerca y las puertas enrejadas se cerraban de nuevo tras él.

El perspicaz cochero del simón refrenó el caballo, se volvió hacia Fandorin y preguntó: -¿Debería informar a la policía de este viaje, sir?

–Tome esta corona y resuélvalo usted mismo -le respondió Erast Petrovich, decidido ya a ordenar al cochero que no le esperara: se le antojaba demasiado listo.

Además, ni él mismo sabía cuándo estaría de regreso.

Ante él se materializaba la más completa incertidumbre. No le resultó difícil saltar la valla. En los años escolares había tenido que salvar obstáculos más altos.

El jardín atemorizaba con sus sombras y las ramas de los árboles le azotaban la cara. Delante de él, a través de los árboles, divisó de manera imprecisa el contorno blanquecino de una casa de dos pisos con el tejado curvo. Intentando por todos los medios hacer el menor ruido posible, Fandorin alcanzó los últimos arbustos (olían a lilas, que sin duda serían de una variedad inglesa) y se puso a explorar el terreno. No se trataba de una simple casa, sino más bien de una villa.

Había un farol junto a la puerta de entrada. Las ventanas de la planta baja estaban iluminadas, pero allí, con toda seguridad, se encontrarían las habitaciones destinadas a la servidumbre. Mucho más seductora se mostraba la ventana iluminada del segundo piso (el primer piso según los ingleses, como recordó en aquel instante). ¿Pero cómo llegar hasta allí? Tuvo suerte, porque una tubería del agua pasaba muy cerca y, por si fuera poco, la pared estaba cubierta por una especie de planta trepadora, a primera vista perfectamente asible. Las habilidades desarrolladas durante la infancia iban a resultarle otra vez de mucha utilidad.

Como una sombra oscura, Erast Petrovich salvó de un salto la distancia que le separaba de la pared de la casa y, ya allí, zarandeó la cañería. Parecía bastante sólida y no tintineó contra la pared. Era de vital importancia evitar cualquier ruido sospechoso, así que la escalada resultó más lenta de lo que hubiera deseado. Por fin, tanteó con el pie el alero, que, afortunadamente rodeaba todo el segundo piso. Y Fandorin, agarrándose con cuidado de la hiedra (o de la parra salvaje, o de las lianas, o de lo que diablos fueran aquellos serpenteantes tallos), empezó a acercarse sigilosamente, pasito a pasito, a aquella íntima ventana.

En un primer momento se sintió profundamente decepcionado, porque en la habitación no había nadie. Una lámpara con una tulipa rosa alumbraba un elegante escritorio con algunos papeles encima, y en un rincón se veía la forma blanca de lo que al parecer era una cama. Así que nada aclaraba si aquello era un despacho o un dormitorio. Erast Petrovich esperó unos cinco minutos, pero allí dentro siguió sin ocurrir nada, a excepción de que una mariposa nocturna, revoloteando con sus aterciopeladas alas, fue a posarse sobre la lámpara. ¿Tendría que dar marcha atrás y desandar lo trepado? ¿No sería mejor idea arriesgarse y penetrar en la estancia?

Empujó ligeramente el batiente de la ventana y éste se entreabrió sin oponer resistencia. Entonces Fandorin dudó de nuevo, sin dejar de recriminarse tanta moratoria e indecisión. Pero resultó que hizo bien en demorarse un poco, pues la puerta se abrió de repente y en la habitación entraron dos personas: un hombre y una mujer.

A Erast Petrovich estuvo a punto de escapársele un grito de victoria. Reconoció a la mujer, ¡era la Beyetzkaya! Llevaba los cabellos peinados con sencillez y ceñidos por una cinta color escarlata, una bata de encaje y un abigarrado chal gitano echado sobre los hombros, y a Fandorin le pareció de una belleza deslumbrante. ¡Ah, a una mujer como aquélla podía perdonársele cualquier pecado!

Amalia Kazimirovna se volvió hacia el hombre -cuyo rostro permanecía en la oscuridad, pero que a juzgar por su corpulencia no podía ser otro que mister Morbid- y le preguntó, en un inglés irreprochable (¡una espía, sin duda era una espía!):

–Entonces, ¿era él?

–Sí, madame. No tengo la más mínima duda. – ¿Por qué está tan seguro? ¿Le ha visto usted?

–No, madame. Hoy era Frantz quien estaba de guardia.

Me ha dicho que el muchacho ha llegado a las siete. Su descripción coincide en todo, incluso usted misma acertó con lo de los bigotes.

La Beyetzkaya soltó una carcajada.

–Sin embargo, no debemos subestimarle, John. Ese jovenzuelo es de la raza de los afortunados, y yo conozco muy bien a ese tipo de hombres: son imprevisibles y muy peligrosos.

Erast Petrovich sintió un estremecimiento en la boca del estómago. ¿Hablaban de él? No, de ninguna manera, no podía ser.

–No tiene importancia, madame. Usted no tiene más que mandar… Frantz y yo iríamos allí y acabaríamos de una vez. Habitación quince, segundo piso. ¡Exacto! Justo la habitación quince, en el tercer piso (en el segundo, según los ingleses). Erast Petrovich concluyó que hablaban de él. Pero ¿cómo lo habían averiguado? ¿Quién se lo había dicho? Y Fandorin, a pesar del dolor, se arrancó de un tirón aquel ignominioso, inútil bigote.

Amalia Kazimirovna, o cómo realmente se llamara, frunció el entrecejo. Su voz adquirió un timbre metálico. – ¡Ni se le ocurra! Yo soy la culpable y yo misma enmendaré mi error. Sólo he confiado en un hombre en una ocasión… Pero hay algo que no comprendo, ¿por qué no nos han informado de su llegada desde la embajada?

Fandorin aguzó el oído. «¡Así que también los nuestros, los de la embajada rusa! ¡Parece mentira! ¡Y hasta Ivan Frantzevich lo ponía en duda! ¡Continúa, di quién es!»

Pero la Beyetzkaya cambió de tema. – ¿Había alguna carta?

–Hoy tres, madame, ni más ni menos. – y el mayordomo le entregó los sobres con una reverencia.

–Muy bien, John, puede irse a dormir. Hoy ya no le necesito para nada -replicó ella reprimiendo un bostezo.

Cuando la puerta se cerró detrás de mister Morbid, Amalia Kazimirovna tiró las cartas sobre el escritorio despreocupadamente y se acercó a la ventana. Fandorin reculó sobre el alero y el corazón comenzó a latirle completamente desbocado. Mirando distraídamente con sus enormes ojos la llovizna y la oscuridad, la Beyetzkaya (de no ser por los cristales, podría haberla tocado sólo con alargar la mano) musitó en ruso, con aire pensativo: -¡Qué aburrimiento tan grande, que Dios me perdone!

Quedarse aquí sentada, sin hacer nada y siempre quejándose…

Luego empezó a comportarse de una manera bastante extraña. Se dirigió hacia un coqueta aplique que había en la habitación, con forma de Eros, y apretó con un dedo el culito de bronce del infantil dios del amor. Entonces, el aguafuerte que colgaba cerca (por lo visto, con alguna escena de caza) se desplazó silenciosamente hacia un lado y dejó al descubierto una pequeña puerta de cobre con una manecilla redonda. La Beyetzkaya sacó una mano delicada y desnuda de la vaporosa manga de su bata, giró la manecilla de allí para acá y de aquí para allá, y la puertecilla se abrió con un rasgueo melódico.

Erast Petrovich aplastó la nariz contra el cristal, temiendo perderse lo más importante.

Amalia Kazimirovna, más parecida que nunca a una reina egipcia, alargó con gracia la mano, extrajo algo del interior de la caja fuerte y se volvió. En sus manos había un portafolios de terciopelo azul.

Se sentó junto al escritorio y de la cartera sacó un gran sobre amarillo, y del sobre, una hoja de papel escrita con letra menuda. Rasgó con un abrecartas los sobres recibidos y se puso a transcribir algo de las cartas a la hoja. Eso no le ocupó más de dos minutos. Luego, tras introducir las cartas y la hoja de nuevo en la cartera, la Beyetzkaya encendió un cigarrillo delgado y con boquilla, y aspiró varias bocanadas profundas, mirando pensativamente a algún lugar perdido en el espacio.

A Erast Petrovich se le había entumecido la mano con la que se agarraba a los tallos de la planta trepadora, la culata del Colt se le clavaba dolorosamente en el costado y comenzaba a sentir molestias en las plantas de los pies, como si los tuviera dislocados. No podría mantenerse en aquella postura mucho tiempo más.

Por fin Cleopatra apagó el cigarrillo, se levantó y se dirigió hacia el rincón más alejado y oscuro de la estancia.

Abrió una puerta pequeña, la cerró tras de sí y empezó a escucharse el ruido de agua corriendo. Claro, allí debía de encontrarse el baño El portafolios azul seguía yaciendo de manera tentadora sobre el escritorio, y como todo el mundo sabe que las mujeres suelen emplear mucho tiempo en su toilette, pues… Fandorin empujó el batiente, apoyó la rodilla en el alféizar de la ventana y se introdujo velozmente en la habitación. Sin dejar de echar vistazos constantes al baño, donde, como antes, seguía oyéndose el correr del agua, Fandorin se aplicó a la tarea de extraer el contenido del portafolios.

Encontró dentro un buen montón de cartas, además del sobre amarillo que acababa de ver. Éste mostraba una dirección:

Mister Nicholas M. Croog. Poste restante, l'Hótel des Postes. S. Petersbourg. Russie.

El asunto ya no iba tan mal. Dentro del sobre había unas hojitas con unos recuadros escritos en inglés con aquel trazo oblicuo que tan bien conocía Erast Petrovich. En la primera columna figuraba anotado un número; en la segunda, el país; en la tercera, un puesto o una graduación; en la cuarta, la fecha, y en la quinta, otra fecha más: días de junio en orden creciente. Así, por ejemplo, las tres últimas anotaciones que, a juzgar por la frescura de la tinta, acababan de ser transcritas, aparecían de la siguiente manera: