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CAPÍTULO 9
e adentré en el agua para llegar hasta el dragón. Era distinto a los demás, más parecido a una orca, de un azul casi negro por el lomo y blanco por el estómago. Una hilera de escamas oscuras le recorría el lomo, cada una terminada en punta, desde el hocico hasta la cola. Era muy delgado, incluso más que el dragón negro. Los colmillos eran prominentes. Aunque tuviera la boca cerrada, le salían de la mandíbula superior y llegaban hasta más allá de la inferior, resaltando contra el pecho blanco.
—¿Cuántos tipos diferentes de dragones hay? —le pregunté.
—Seguramente alrededor de veinticinco. ¿Por qué?
—Simple curiosidad. ¿A ti no te interesa?
—No. ¿Por qué? ¿Debería? Cada uno de nosotros está preparado para diferentes cosas. Yo soy cazador y me alimentos de tiburones. Crin Roja, el primero que conociste, casi es exclusivamente vegetariano. Gran Buceador, el que es negro, en fin, creo que su nombre ya lo dice todo. Las crines plateadas siguen las algas arrastradas por las corrientes. Yo, en cambio, cazo y soy más fiero. Al contrario que las crines plateadas, no temo las tormentas, soy veloz, un nadador muy resistente, y me muevo… viajo… entre los perdidos.
—¿Eso quiere decir que estoy perdida?
—Por ahora sí, pero te llevaré a tu casa con tu familia.
—A Tintagel no.
—¡No! Igrane tiene que explicarnos muchas cosas antes de que la honremos con nuestra confianza de nuevo. Ahora sube. Tenemos que recorrer una gran distancia antes de que caiga la noche.
Lo obedecí.
Me había atado las flores a la cintura. Su fragancia me envolvía. En realidad, aquél era un lugar lleno de flores. Crecían por todas partes. Las playas estaban repletas de ellas a partir de la marca más alta de la marea, flores doradas sobre carnosos tallos.
De los bordes de los acantilados por los que pasábamos colgaban violetas. Arbustos de flores blancas se aferraban con raíces retorcidas a las escarpaduras de piedra que daban al mar.
Otras parecían amapolas, de colores brillantes, blanco, rojo, naranja, azul, y todas las tonalidades intermedias. Caían en cascada por los escarpados acantilados, entre las puntiagudas rocas. Sus pétalos eran finos y suaves, y era evidente que esas flores duraban menos de un día, pues el agua que el dragón surcaba estaba salpicada de ellos. Todo esto sólo lo podía vislumbrar entre los jirones de niebla que cubrían el mar, como las nubes que ascienden desde la tierra en un día soleado.
El dragón, que, por cierto, era el nadador más rápido y resistente que yo había visto hasta el momento, esquivaba a veces los jirones de niebla para disfrutar del calor del sol; y en otras ocasiones se apresuraba a través de ellos, y yo quedaba cegada por aquel vapor espeso y sorprendentemente fresco.
—¿Dónde estamos? ¿Y por qué estamos aquí? ¿Cómo iremos a casa?
El dragón bufó y profirió un sonido de impaciencia.
—No tengo respuesta para todas esas preguntas. Por lo menos ninguna que tenga sentido para mí, así que mucho menos para ti. Los filósofos de la naturaleza tienen varias teorías que no tengo intención de discutir ahora. —Esta información me la proporcionó con el tono altanero que correspondía—. Pero basta con decir que esto no es un sitio, y que no estamos en ningún lugar.
—Muy esclarecedor.
—¡Ja! Si te crees que no es una buena explicación, espera a oír las de nuestros filósofos de la naturaleza. Pero nosotros lo llamamos el reino del ave con garras.
—Eso ya tiene más sentido.
Aquel pájaro tenía garras, y dientes.
—Sí —dijo el dragón—, hubo un tiempo en que así era, pero ahora ya no. Aunque todavía podemos venir a admirar sus flores y sorber la miel que las abejas hacen con ellas.
—¿Abejas?
Mientras salíamos de un banco de niebla cerca de un acantilado, vi las abejas allí mismo. Abejas de todas las formas y todos los tamaños anidadas en huecos bajo los salientes o en pequeñas cuevas que daban al mar. Algunas, no mayores que moscas, eran amarillas, anaranjadas, violeta y muy rápidas. También había otras negras, lilas, amarillas y rojas, y casi del tamaño de un pulgar.
—No te equivoques —me dijo el dragón—. Las más peligrosas son las pequeñas, y te picarán hasta que veas las estrellas. Las grandes y negras se defienden de otra manera, pero a cambio te ofrecen beber de sus panales. ¿Ves los panales?
Sí los veía. Algunos alcanzaban casi los dos metros, y estaban protegidos bajo los salientes de los acantilados. Eran obras magníficas de las abejas gigantes, de todos los amarillos imaginables, recorriendo la gama del rojo al marrón: dorado anaranjado, amarillo oscuro, amarillo verdoso, amarillo ligeramente más verdoso, brillantes como las flores que crecían pegadas a la piedra gris y negra.
—El pájaro con garras caza las pequeñas, pero está en una especie de tregua con las grandes, y ellas se lo agradecen dándole miel para sus crías. Pero te lo repito, no hagas muchas preguntas o puede que nos envíen de vuelta. No creo que te gustaran unas vacaciones en Tintagel.
—No. —Me estremecí al pensarlo—. Pero este reino del pájaro con garras tiene que ser algún sitio.
El dragón se echó a reír.
—Sólo para tu mente limitada, como para la mía —añadió en un arranque de humildad—. Pero piensa en el reino de la posibilidad. Dirías que es vastísimo, ¿verdad? Todas esas cosas que pudieron ser y aquellas que alguna vez existieron. Nuestros filósofos de la naturaleza creen que cualquier cosa que logró existir, se hizo con un lugar en ese reino. Y allí permanecerán independientemente del tiempo, ya que el tiempo no existe donde están.
Puse los ojos en blanco.
—Suena como el «posible» de Kyra.
—¿Mmm?
—Me dice que examine mi pureza lo más posible, y que luego examine al candidato posible.
—¿«Posible» como eufemismo de órganos reproductores humanos?
—Sí.
—Debería daros vergüenza jugar con el lenguaje de esa manera. Pero entonces los filósofos de la naturaleza dirían que vosotros, los primates, tenéis ese don especial. Pero yo me alegro de que nosotros tengamos nuestro equipamiento dentro del cuerpo. Ya está todo dicho. Me voy a sumergir, así que coge aire. Y mantén la boca cerrada. Si intentas hablar bajo el agua, te ahogarás.
Tenía razón, me ahogaría. Es que no estábamos hablando con la mente, sino que los dos emitíamos sonidos. Él podía seguir articulándolos bajo el agua, pero yo no. Estoy segura de que algún tipo de contacto mental facilitaba nuestro entendimiento, pero los detalles eran verbales.
Tomé una buena bocanada de aire y nos sumergimos. No buceamos. No sé cómo lo hacen, pero es muy eficaz. He visto que las serpientes hacen lo mismo; aunque no pretendo comparar a las serpientes con los dragones, al menos si hay alguno cerca. No lo haré porque los dragones consideran a las serpientes un ser vivo inferior, pero no me cabe la menor duda de que utilizan unos principios comunes.
Allí abajo el mundo era azul y silencioso, aunque el sol lucía sobre el agua, y sus rayos dorados penetraban las profundidades. Nos sumergimos más y más, a través de una gruta que conducía a lo que me pareció una cueva oscura del acantilado. El reino de la posibilidad, todo lo que alguna vez existió, tenía su lugar allí. ¿Significaba eso que mi madre estaba aún en algún lugar de aquel reino? No tenía más que unos pocos recuerdos borrosos de ella, y ni siquiera estaba segura de que fueran mis recuerdos o sólo algo que Dugald me contó cuando ya era más mayor.
Tenía las manos frías, y el rostro delgado y cansado. Me tenía cogida en brazos, mostrándome a Dugald, y decía: «Es tan valiente que ni siquiera llora cuando la toco con mis manos heladas».
Más tarde supe que se estaba muriendo.
Si lo que decía el dragón era cierto, algún día podríamos encontrarnos las dos más allá de este mundo y hablar. El cielo, Dugald me hablaba sobre el cielo. Pero ni siquiera él estaba seguro de que todo el mundo fuera allí. En la iglesia se discute mucho sobre ese tema: quién tiene derecho a ir al cielo, quién no, y adónde van estos últimos. Pero el reino de la posibilidad parecía un lugar mucho más abierto. Tal vez ella estuviera allí.
Entonces llegamos a la entrada de la cueva y una profunda oscuridad nos envolvió.
Cerré los ojos. Lo mejor cuando no ves nada es cerrar los ojos.
Todo nuestro clan tuvo una gran discusión sobre este tema. Kyra decía que resultaba reconfortante. El Vigilante Gris opinaba que los humanos siempre prefieren la ilusión del control, y Dugald que despertaba el resto de sentidos. Zarpa Negra decía que todos ellos podían tener razón, y que por qué no podíamos pasarnos la velada comiendo carne de venado asada sin intentar resolver nosotros mismos los grandes interrogantes del universo. Que él y madre ya estaban preparados, y nunca antes en su vida había visto un grupo de gente tan pleiteadora. Y que callásemos de una vez y le dejásemos comer en paz y dormir un rato.
Sea como sea, cerré los ojos. Cuando lo hice, sentí que mi brazo cobraba vida, y supe que estaba brillando, porque el fuego se reflejaba a través de mis párpados. Pero no estaba asustada ni sentía la necesidad de tomar más aire.
Cuando salimos a la superficie, el aire era tan borrascoso como saturado el del otro lugar, y después del calor, sentí la brisa fresca acariciándome la piel. Abrí los ojos y vi que estábamos cerca de la costa, nadando entre el oleaje. No había rastro de humanos. El bosque llegaba hasta la arena de la playa.
El dragón se estremeció de forma extraña.
—¿Ya estamos en casa?
—No —me respondió, y en su voz se adivinaba auténtico miedo—. Tendríamos que haber llegado, pero no ha sido así, y no sé por qué. ¿Lo ves? Esto es Tintagel.
Era cierto. Aunque yo apenas podía distinguir el paisaje de la costa rocosa, que estaba, como el resto que pude ver en tierra, poblada por un denso bosque.
El sol se ponía por Occidente y daba una luz extraña sobre el océano, la playa y el bosque. Yo soy una hembra de lobo, en primer lugar y por encima de todo. Dugald educó mi mente. Kyra y Maeniel me enseñaron todo lo que necesitaba para sobrevivir. Pero madre me dio su corazón.
Ella vive en mí, y para un lobo la máxima principal es «lo primero es lo primero».
Apenas tenía con qué cubrirme. Mi vestido había ardido y lo que quedaba sólo me llegaba hasta las rodillas. Ya tenía frío, y si intentaba navegar sobre el dragón toda la noche, seguramente moriría congelada.
—Iré a la orilla y encenderé un fuego —le dije al dragón—. Si pudieras pescar para mí un pez o dos, te estaría muy agradecida.
—Piensa en el peligro. El peligro. Nadie sabe con seguridad qué acecha en ese bosque.
Asentí.
—Pero también corro peligro por el frío, y el sol ya se está poniendo. —Levanté la mano derecha—. El fuego siempre viene conmigo, al igual que a ti te protege la grasa bajo la piel. Es imprescindible que yo también encuentre esa protección antes de que sea de noche.
No hizo ninguna objeción más y nadó hacia la playa.
Localizamos una cueva resguardada del viento. Había cogido algunas piedras en la playa e hice un agujero para el fuego. La madera que encontré prendió con facilidad y con las ascuas cociné el pescado que había atrapado el dragón.
Después me acomodé en el lugar más caliente que encontré y me dormí.
Me desperté a mitad de la noche. Todo estaba completamente a oscuras, y sólo se oía el susurro del viento en el bosque. Hacía mucho que el fuego se había extinguido, pero las piedras conservaban algo de calor. Tenía sed. Había envuelto el pez en algas para hacerlo al vapor, con mucha sal. Había sido tal el esfuerzo que sólo lo quería comer así. Pero eso me había provocado sed y toda el agua que me rodeaba era salada.
Me adentré en el mar. Tenía que orinar y no quería dejar huellas. Por la mañana esparciría las piedras del fuego para que la marea las arrastrase, y borraría cualquier marca que hubiera dejado en la playa. ¿Y entonces qué? No estaba muy segura, pero sabía que preocuparme de esas cosas en ese momento seguramente no me serviría de nada.
Volví a la playa. Cada vez tenía más sed. A ambos lados de la playa reinaba la más absoluta de las oscuridades. Ninguna luz. Llegué a la conclusión de que eso era lo que me inquietaba. Cerca de los humanos siempre hay luces: antorchas, chimeneas, candiles, velas. Incluso los pescadores se alumbran cuando están en el mar, colocan una antorcha en la popa cuando pescan de noche. Pero en aquel lugar, nada.
No tenía miedo a la oscuridad y veía bastante bien en ella. Pero aquella negrura era abrumadora. Me sentí como cuando viajaba por el páramo con Zarpa Negra y Maeniel.
Ya no soplaba viento, así que, aunque estaba mojada, no tenía frío. Me tumbé y traté de dormirme, pero la sed aumentaba, atormentándome.
Acabé por levantarme. De nada servía esperar. Por la mañana no tendría agua fresca más cerca que en ese momento. Tendría que recorrer el mismo camino a lo largo de la playa, buscando la desembocadura de un arroyo o un riachuelo. Podía buscarlo ahora sin ningún problema. Tal vez fuese hasta más seguro así. Maeniel me enseñó a moverme en la oscuridad, y a no llevar siempre una luz conmigo, como hace la mayoría de los humanos.
Incluso las criaturas salvajes se asustan en lo más profundo de la noche; pero para un animal como el lobo, que puede ver con el hocico y las orejas, la Tierra bajo su manto de sombras es tan acogedora como una casa con la chimenea encendida y la puerta cerrada con llave, además de mucho más variada e interesante.
Por la noche no soy tan hábil como Maeniel, pero tampoco lo hago nada mal si me esfuerzo.
Así que comencé a caminar por la playa. Me dirigí hacia el cabo donde estaba Tintagel, mientras me preguntaba durante todo el camino dónde estaba y cómo había llegado a ese lugar concreto. No estaba segura, pero me parecía que me había desplazado en el tiempo.
Ese temor me puso los pelos de punta. Había oído a Dugald contar esos hechizos, y que los druidas contrarios a Patricio se lo habían intentado hacer, y cómo había tenido que luchar para regresar. Pero entonces recordé una cosa más que me había dicho Dugald: el universo tiene sus propias leyes y normas. Por ejemplo, si saltas desde un lugar alto, te caes. Y Ella, la madre infinita, no ve con buenos ojos a aquellos que violan las leyes. Seguramente había sido Merlín quien me había enviado allí, y tendría que haber manipulado la maquinaria del cosmos para lograrlo. Ella, que no piensa pero existe, intentaría devolver las cosas a su lugar, y en algún momento me devolvería a mi hogar, igual que las ramas atascadas en un río acaban siendo liberadas y continúan su descenso hacia la llamada del mar.
Lo supe, alzando la vista hacia los acantilados bajo la luz fantasmagórica de las estrellas. No había luna, pero es así como sabes que el universo brilla con su propia luz; como hacía la costa de lo que había sido, o sería, Dumnonia. Supe que el nivel del mar era más bajo. Rompía contra los acantilados más allá de la playa. El tupido bosque que bordeaba en ese momento estaba sumergido en mi época, y Tintagel era una isla, no una península como ahora.
Tuve que vadear aguas más profundas. Las corrientes habían arrastrado a la playa un montón de tablas, justo en la lengua de tierra donde lo que era Tintagel empezaba.
Allí me encontré con el dragón. Flotaba entre las olas de aquel mar negro, con la cabeza apoyada contra su espalda como un pájaro durmiendo. Se despertó cuando me oyó chapotear alrededor.
—¿Es que estás loca, como el resto de tus semejantes? —me preguntó con acritud.
—No, es que me muero de sed. Estaba buscando algo de agua dulce.
Soltó un profundo suspiro.
—Perfecto, deambulando por el bosque de noche. ¿Cómo podré defenderte si te encuentras con una criatura mucho más grande que quiere comerte?
—No soy tan fácil de servir en un plato —le respondí gravemente—. Y, además, si vamos a partir mañana, tendré que encontrar algo para beber.
—No lo había pensado. ¿Por qué no puedes beber agua salada como cualquier ser normal?
—No lo sé. ¿Por qué tú no puedes beber agua dulce?
—Sí que puedo, pero la verdad es que la encuentro un poco sosa.
—Bueno, tengo que encontrar un arroyo o un riachuelo. Si no, mañana tendré algún problemilla.
Volvió a soltar un profundo suspiro y empezó a olfatear el aire. Sabía que el Vigilante Gris podía oler el agua, y, de manera más limitada, yo también. Así que me imaginé que los dragones compartirían esa habilidad.
—¡Ya está! Hay un manantial en ese promontorio. —Hizo un gesto con la cabeza hacia Tintagel—. Pero no puedes llegar hasta él, porque está tras los árboles.
—Entonces no queda otro remedio. Tendré que subir entre los árboles.
—No puedes. Mira el arbusto al límite del bosque.
—Seguramente sólo es una pantalla. Crece fuerte en el lindero, pero bajo los árboles hay muy poca luz, y la tierra estará desnuda.
Así que me adentré en el bosque y comprobé que estaba en lo cierto, bajo los árboles estaba muy oscuro, pero era mucho más fácil avanzar. Tenía que rodear los claros. Estaban cubiertos de helechos y zarzamoras.
No había rastro de ningún camino. Subí la pendiente, esperando que el manantial naciera de las rocas que con grandes esfuerzos veía sobre mí. Sin embargo, tenía alguna pista, pues el olor a humedad se hacía cada vez más fuerte a medida que subía.
El terreno se iba haciendo más escarpado, y los árboles ya no eran más que unas sombras grandes y silenciosas. Allí era imposible que crecieran los altos pinos, los fresnos y los robles que había más abajo.
Caminaba entre los abedules, fantasmagóricos bajo la tenue luz de las estrellas, y los serbales cargados de flores claras. Al alejarme del tupido bosque, volví a sentir el viento. Miré hacia las estrellas, con la intención de leer en ellas y saber cuánto faltaba para el amanecer. Todo empezó a dar vueltas alrededor. Aquéllas no eran mis estrellas.
La verdad es que las diferencias eran mínimas. Más bien se trataba de detalles pequeños y sutiles, pero allí estaban, y me asustaron, porque las estrellas cambian muy lentamente. El Vigilante Gris me dijo que sí cambiaban, pero se necesitaba más de lo que dura una vida humana para apreciar los cambios. Noche tras noche nos tumbábamos en la ladera de la montaña y él y Kyra me enseñaban a reconocerlas, y marcábamos las horas nocturnas con la salida o la puesta de las Siete Hermanas y la extraña belleza de la Estrella Polar. Kyra me enseñaba las historias de su pueblo, porque conocían la configuración de todas las estrellas y tenían canciones para cada una. El salmón, el guerrero, la doncella, y todas las demás. Y aprendí la sabiduría popular que permitía al pueblo de Kyra navegar entre las islas cerca de la costa. Los reinos del hielo y la nieve en el norte y los reinos de la miel, el vino y el aceite en el sur, de donde una vez vinieron los romanos.
Pero como Kyra decía, mucho tiempo atrás no había romanos, y su pueblo navegaba con sus barcas por donde quería y comerciaba con lo que quería. Igual que hacen ahora los vénetos.
Ni una sola vez en toda mi vida dejé de poder mirar al cielo, de día o de noche, y, teniendo en cuenta la estación, saber dónde estaba y en qué momento. Hasta ese día.
Estaba muy asustada. Un terror puro se apoderó de mí cuando comprendí la situación, y sentí la piedra en el estómago del miedo profundo, mortal. Pero no soy tonta. Además, me crié con cuatro seres (una mujer, dos hombres y un lobo) nada amigos de los ataques de histeria. Encontré una piedra plana en la que sentarme y apoyé la cabeza en las rodillas. Al momento ya me había recuperado.
Volví a mirar al cielo y descubrí que no todos los cambios eran tan profundos. Además, no tenía ninguna cita urgente a la que acudir. Si me equivocaba un poco en qué momento me encontraba, tampoco pasaría nada. «No mucho, una hora o dos para que amanezca», pensé.
Seguí mi camino hacia el olor a humedad, y vi bajo la luz de las estrellas el débil resplandor de las cascadas, donde el manantial daba a una charca entre las rocas. Por alguna razón, me sentía incómoda y temblaba. Y entonces recordé el consejo de Maeniel: «Ten cuidado cuando te acerques al agua de noche». Sabía por propia experiencia que era el lugar favorito de los depredadores. Él mismo, cuando cazaba solo, se había apostado en lugares así. Estaba cerca de una cima, y antes de que llegara a la charca ya no crecían más árboles. Era una cuenca de piedras puntiagudas. No podía llegar hasta el agua desde donde me encontraba porque la pendiente casi caía en vertical. Era imposible a no ser que quisiera darme un remojón. Calculé que tenía que rodear la charca e ir hasta el otro extremo, donde se podía acceder al agua desde una franja de arena.
¿Por qué no me levantaba e iba hacia allí? ¿Por qué me agazapaba entre las piedras como un ratón?
Cuando intenté ponerme de pie, se me dispararon todas las alarmas del instinto.
Juro por mi vida que a día de hoy todavía no puedo explicar qué fue lo que me puso en guardia. Y fue esa vida sobre la que juro la que precisamente salvé.
En ese mismo instante apareció una pequeña manada de ciervos. Casi no tenían cornamenta, dos machos a los que apenas les asomaba y otro al que ya le asomaban cuatro puntas.
Este último, que ya era mayor y estaba más seguro de sí mismo, agachó la cabeza para beber en primer lugar, mientras sus compañeros miraban alrededor nerviosamente.
No pude ver de dónde salió. Simplemente apareció allí, entre las tinieblas abalanzándose sobre el ciervo que estaba bebiendo. Hundió sus garras en la garganta de su víctima.
Los otros dos ciervos salieron volando, literalmente. No sabéis lo rápido y lejos que puede brincar un ciervo cuando está asustado. En un momento estaban en el aire, al siguiente en el centro de la charca. Debía de ser poco profunda, porque desde allí se impulsaron hacia las rocas entre las que yo me ocultaba. Uno de los cascos me golpeó cerca del omóplato, aunque en el momento no me di cuenta. Al día siguiente me vi la marca negra y azul con forma de pezuña sobre la espalda. Al momento ya no quedaba ni rastro de los dos animales.
Lo único que recuerdo es que tenía muchísimo miedo de que aquella criatura los siguiera y me encontrara.
Pero no, por lo visto con una presa ya tenía suficiente.
Vi morir al ciervo, con el pánico reflejado en los ojos durante un instante mientras le aplastaba la garganta. Pero entonces aquel animal se la arrancó con sus fauces y el ciervo murió.
Un segundo más tarde aquella cosa desapareció, invisible entre los arbustos y los abedules que crecían al otro lado de la charca.
Durante un buen rato me quedé allí temblando. Ya no tenía sed, y ni siquiera sentía el frío amanecer. Simplemente me quedé allí, agradecida por seguir con vida. Agradecida por no haber rodeado la charca y no haber llegado hasta el otro lado para beber antes de que el ciervo lo hiciera.
Entonces ocurrió un pequeño milagro. La mayoría de las personas no los notan, pues suceden todos los días. Se llama amanecer. Donde segundos antes reinaba la oscuridad, descubrí de repente que podía ver, aunque el mundo siguiera arropado entre sombras grises. Los colores empezaban a asomar entre las oscuras formas que se ocultaban entre las sombras.
Primero el marrón de los troncos de los árboles, las ramas y las hojas muertas que cubrían el suelo. Después el verde descubrió las hojas, el follaje de las ramas, los esbeltos tallos de las aneas majestuosas en los márgenes de la charca, los grupos de lirios… y ella.
La vi con el primer rayo, verde grisáceo y resplandeciente bajo las débiles brumas. La Doncella de las Flores. Primero la confundí con una zarzamora enroscada sobre un gran sauce junto a las cascadas. Su piel eran los delicados pétalos blancos de las flores de la enredadera en primavera; las ramas del sauce que llegaban hasta el suelo, su melena.
El resto tenía la forma de un resplandeciente membrillo reclinado como las crueles enredaderas con pinchos. Volví a mirar sus ojos cariñosos.
—La charca no está profanada —susurré.
No contestó, no estoy muy segura de que pudiera. Están tejidas en la trama y la urdimbre del universo. Su tiempo no es el nuestro. Para ellas cada mañana es la primera mañana. Cada primavera es la primera y la última que conocerá el mundo. Ésa es la razón de que el hombre lo suficientemente tonto para amarlas nunca sobreviva. Siempre es traicionado, aunque sea un dios. Ella lo abandonará y su corazón se consumirá en adoración y nostalgia.
Los pétalos blancos que formaban su cara, cuello y pecho se hincharon al mismo tiempo que el viento de la mañana dio su primera bocanada y movió los frágiles tallos. Sus ojos hablaron, se posaron sobre la neblina que se fusionaba con briznas de plata en un camino que se alejaba de la charca, cuesta abajo, la luz cada vez más intensa.
Dos opciones. Regresar con mi amigo nadador a través del bosque. Huir. Muy, muy tentadora.
«Haz lo que la Doncella de las Flores te dice. Enfréntate a tu destino». Estaba condenada a ser una sirvienta, afanándome en la cocina mientras un cocinero me regaña, una de las criadas más bajas de una gran casa, ayudando a preparar banquetes a los que nunca asistiré. O la segunda esposa de un gran señor, más insignificante todavía. Haciendo reverencias a mis superiores con humildad, criando a tantos niños como mi marido me permitiese tener, y educarlos en el respeto hacia su padre.
No, cuando me negué a soportar la maldición del Señor de los Muertos e insulté a la reina de Britania en su propio salón, ya había elegido. Mejor seguía el camino.
Los músculos del estómago me temblaban de miedo, y tenía las piernas y los brazos entumecidos por el frío. «Esperar no servirá de nada», pensé. Por lo menos el ciervo nunca llegó a saber qué lo atacó. Espero que si ése es mi destino, a mí me suceda lo mismo.
La opción de los guerreros. ¡En marcha!
Corrí por el sendero que descendía por la falda bajo la luz cada vez más grisácea. Se me olvidó el cansancio, volaba sobre el camino. Parecía que el instinto me dictaba dónde poner los pies.
Los abedules que bordeaban el camino dieron paso a pinos, más tarde a unos robles bajos de ramas gruesas. Cuando llegué a campo abierto, plateado por la neblina, empecé a correr más despacio. Me atreví a echar un vistazo detrás de mí y comprobé que nada me seguía.
Cada vez iba más lenta, hasta que simplemente caminaba.
Vi ante mí una casa de labranza. Reconocí el estilo. Era redonda, el techo de paja con forma de cono que se levantaba casi desde el suelo.
Pero sabía que ya nadie construía casas así. El poste central era un roble, un ejemplar gigantesco y muy viejo. Las ramas se alzaban sobre el tejado, y los grupos de grandes hojas parecían nubes verdes.
También el tejado de paja estaba vivo. Estaba cubierto con trigo tierno y no muy crecido. El trigo tierno es una planta propia de climas calientes y secos. No sirve para hacer harina para el pan, pero sí para una masa que se puede comer con sopa o guisos. La planta todavía estaba verde como la hierba y no había empezado a apuntar. Gracias a que estaba sobre el tejado de la casa, no estaba en contacto con la humedad del suelo, que lo echaría a perder.
En los campos se mezclaban los cultivos: avena, centeno, trigo y cebada. Ya no quedan muchos agricultores que cultiven cebada. Pero antiguamente se hacía, y aún lo siguen haciendo los más pobres en las tierras de los pictos y de Caledonia; pues la cebada se da tan bien como la avena cuando hace demasiado frío y hay demasiada humedad para el trigo. El cultivo de varias cosas siempre te dará algo, aunque sea un mal año.
A un lado de la casa había otra construcción redonda, ésta más endeble que la principal, que daba cobijo a vacas, ovejas, gallinas y ocas. A los cerdos, tanto antes como ahora, se les deja que se alimenten libres en el bosque.
Había un hogar en el centro, ya que por un agujero del tejado salía un débil hilo de humo.
Entré. No había lo que se dice puertas, los muros no eran más que un entramado de adobe y cañas. Una mujer y una vaca ocupaban el centro de la estancia, el lugar más caliente junto al hogar. En cuanto la vi supe quién era.
Me agaché cerca del hogar. La vaca estaba de parto y parecía que ya quedaba poco. La mujer le daba agua de un caldero.
—Saludos, bienaventurada señora. Al igual que la vaca, tengo sed. Además de estar cansada, hambrienta y helada.
—De acuerdo —contestó la mujer.
Entonces, sin pronunciar una palabra más, ordeñó la vaca y llenó un cuenco de leche. La leche recién ordeñada no suele ser la mejor de las bebidas. Normalmente desprende un olor muy fuerte, pero ésta era muy buena, templada, dulce y deliciosa. También era más espesa de lo normal, con mucha nata.
Bebí y sentí que el calor volvía a mi cuerpo, recorriéndome los brazos y las piernas hasta los dedos. Cuando acabé el cuenco, amablemente me sirvió otro.
Al otro lado de la habitación, las gallinas y las ocas hacían ruidos mientras se iban despertando y comenzaban a picotear su lecho de paja. Una de las gallinas fue pavoneándose hacia la puerta.
—No, pequeña. Es demasiado pronto. Los halcones todavía estarán de caza.
La gallina se dio la vuelta y regresó al nido.
Vacié el cuenco por segunda vez y se lo alargué. Me sentía mucho mejor, revitalizada.
—No has comido —me dijo la mujer.
—No —contesté, y estuve a punto de añadir: «No, gracias», pero pensé que mejor sería mostrarse un poco más respetuosa. No todos los días se tiene el privilegio de estar con una diosa.
De todos modos ella me respondió:
—Sí, mejor que te esfuerces por portarte bien. Y no, no todos los días se tiene ese privilegio. Además, yo soy tu amiga. Yo envié al ciervo. Así que te equivocas. Sí que te ayudé cuando lo necesitaste.
—No creo que el ciervo se alegrara tanto.
—«Descarada», la taimada reina de Britania tenía razón sobre eso, y quizá sobre más cosas. Lo eres. Y te diré que cuando el ciervo se presente ante mí, que tiene tanto derecho como tú, le concederé un favor.
—¿Qué era aquella criatura?
—Él, porque es un macho, es el sirviente del hombre, ¿debería llamarlo hombre? En realidad no es humano. Pero lo llamaré así para que nos entendamos mejor. «Hombre» es lo que mejor se adecua a mis Propósitos. Ese hombre quería, y todavía quiere, poseer el manantial sagrado. Tiene, como insinúan sus guardianes, poderes especiales. Él dejó a aquella criatura allí hace mucho tiempo.
—¿Para protegerlo?
—¡No! —Parecía enojada—. No necesita que lo protejan. La Donella de las Flores es su mejor guardiana. Dejó allí a esa vil criatura para alejar a todos los visitantes. Cuando el rey vino a celebrar los ritos, lo atacó y lo echó.
—El rey es el esposo destinado a la Doncella de las Flores. Está mal.
—Sí. ¿Por qué crees que estoy aquí? No sólo lo echó de allí, sino que mató a su hijo mayor e hirió a su esposa. Un gran dolor inunda el corazón de mi pueblo. Reniegan del rey y su familia. Huyeron, dejándolos aquí solos. Creen que esta tierra está maldita.
Me levanté. Ya había entrado en calor. Me senté en un taburete para ordeñar que había cerca del hogar.
Ella hizo un gesto y el fuego empezó a crepitar. Me daba calor.
—No puedo creer que se me haya llamado para nada —le dije.
Se rió. La vaca dio un mugido y asomó el ternero.
Hice ademán de levantarme.
—No seas tonta. Soy la partera de todos los seres vivos.
Un segundo después el ternero ya estaba sobre la paja.
La vaca sabía lo que tenía que hacer. Se volvió y empezó a lamer el ternero.
La mujer no estaba dispuesta a ocuparse de la placenta. La hizo desaparecer en una nube de vapor, dejando que la vaca lavara tranquilamente a su cría y la empujara suavemente contra su ubre cuando hubo terminado.
—Quieres que lo mate, ¿verdad? —pregunté.
Me dedicó una sonrisa resplandeciente.
—Sí.
—Necesitaré algo de acero.
—Estas gentes no conocen el hierro. Lo que tienen es bronce, que, por otro lado, es excelente. Las hachas por lo menos.
—Con un hacha no, nunca podré acercarme lo suficiente.
—Por desgracia tienes razón —admitió pesarosa, mientras acariciaba el lomo de la vaca, que era como un saco de huesos.
Era obvio que se trataba de una vaca lechera. La miré con adoración y me percaté de que los efectos del nacimiento del ternero habían desaparecido, y el aparato bajo la cola por el que la cría (una hembra, por cierto) había pasado había vuelto a su tamaño y su disposición normal.
—No tengo la más mínima idea de cómo lograr tal hazaña. Pero supongo que si las historias de Kyra sirven de algo, se me ocurrirá alguna cosa. Me imagino que debo estar a tu servicio. Las historias también son bastante explícitas en ese punto.
—Es cierto.
—¿Un año y un día?
—No estarás aquí tanto tiempo —fue su respuesta.
Reflexioné sobre todo esto mientras preparaba el desayuno para la familia. Cuando entramos a la casa estaba claro que todavía estaban acostados. La construcción era redonda como el establo, como ya he dicho.
Abrió las puertas, que eran cuatro, como era costumbre en las casas nobles, una en cada punto cardinal. Nos quedamos quietas disfrutando de la brisa de la mañana, contemplando los campos verdes y dorados.
—Estoy impresentable —dije.
—Eso tiene fácil solución.
Me tocó la cabeza, y el cabello se me sujetó en un moño sobre la nuca. Después cogió una tela de araña que había en una esquina de una de las puertas. Se convirtió en una redecilla de seda que me cubrió el moño.
Dio unos pasos atrás para contemplar su obra.
—Eres hermosa —dijo misteriosamente—. Es mejor que no te quedes aquí mucho tiempo. Tienen otro hijo, por no mencionar al señor en persona, que una vez que se haya recuperado de su pena, puede posar sus codiciosos ojos sobre ti, con la idea de que podrías ser una buena segunda esposa.
—El vestido. Esto no son más que trapos.
Y así era. Lo que una vez había sido la manga derecha colgaba hecha trizas, y la tela estaba sucia a causa de todas mis aventuras.
—Mmmm. Necesita unos cuantos arreglos.
Desaté las flores que llevaba a la cintura. Estaban seguras en su bolsa de tela.
Ella percibió su perfume.
—¡Ah, ese olor! Hace mucho que han desaparecido del mundo de los seres vivos, pero fueron, en su tiempo, uno de los obsequios más hermosos de la creación. Dime, ¿por qué las cogiste?
—No lo sé. El instinto. Son maravillosas, no únicamente por su perfume y su belleza. Es algo típico de los humanos, me parece, intentar llevarnos con nosotros las maravillas que descubrimos.
—Algo positivo y negativo a la vez de la personalidad de tus semejantes —acordó ella.
—No hice daño a nadie —protesté—. Había muchísimas.
—Sí, ya lo veo.
La enagua rota y mugrienta desapareció. En su lugar llevaba un vestido verde claro. Era de confección muy simple, dos trozos de lino unidos por los hombros y los laterales, con agujeros para los brazos y la cabeza. Pero la tela era bonita, con una buena caída, y me favorecía. Me llegaba justo por debajo de las rodillas, y se ajustaba en la cintura con un cinturón de piel adornado con nudos de bronce.
—Guarda las flores. Tienen muchos poderes, y uno de ellos, no poco importante, es la verdad.
—La verdad. La verdad, ¿eh? Bueno, la verdad es que lo mejor que podría utilizar sería una lanza resistente con la punta de hierro y un hacha arrojadiza del mismo metal. Los disfraces están muy bien, pero lo que más falta me hace son las armas.
Sollozó.
—Está fuera de mi alcance. Atraviesa mis armas como si estuvieran hechas de humo. No pude ayudar a esas gentes cuando las atacó por primera vez.
—¿Saben quién eres?
—Ella sí, la esposa. Dije que era su hermana, y no tiene ninguna hermana. El resto de la familia aceptó mi historia.
Con la puerta abierta, la habitación se estaba quedando fría. Me di cuenta de que era el hogar adecuado para un gran señor. Redondo, como ya he dicho, con un roble, un árbol enorme en el centro.
El hogar estaba cerca del roble, pero lo suficientemente alejado para que el árbol no sufriera con las llamas. Estaba encima de una plataforma de piedra.
Alrededor del hogar central el suelo era de madera, y éste era el tipo de suelo que llegaba hasta los muros de piedra que soportaban el tejado. Estaban blanqueados y, como era costumbre, cubiertos de tapices. No eran del rojo vivo, bronce, negro y naranja propios de las tierras altas, sino amarillos pálidos, verdes azulados y marrones con toques grises y negros.
—Pertenecen a las ricas tierras de labranza de los valles, con árboles y praderas húmedas de tierra oscura. Sus espíritus son más tranquilos que el tuyo, no están tan atormentados por conflictos y problemas. Él debe casarse con la Doncella de las Flores o la tierra se precipitará a la ruina y la desolación.
—¿Y el dragón? Me está esperando.
—Ya me encargué de eso. En estos momentos nada con un grupo de ballenas grises, aprendiendo sus canciones, al amanecer, cuando las primeras luces transforman el agua en un espejo de colores y reflejos.
Fui presentada a la familia.
El señor era alto y delgado, tirando a rubio. Tenía graves heridas en el hombro y el brazo. Sus ojos eran dos pozos donde se reflejaba su dolor. Me acordé de que había visto a pájaros carroñeros volar en círculo sobre una placa de piedra cerca de la costa. Su hijo había muerto.
Hice una reverencia.
—Mi señor.
—Éste es Risderd —dijo ella.
Alargó la mano izquierda.
—Me temo que no estoy preparado para recibir invitados.
Estaba tumbado de espaldas sobre la cama. Su mujer descansaba a su lado.
—Ella, mi Aine, está dormida. Anoche sufrió mucho. Os lo ruego, dejadla descansar ahora.
—Por supuesto —respondí muy suavemente—. Y no soy vuestra huésped, aunque tengo el honor de ser vuestra sirvienta, por el momento.
—Una muchacha muy educada —susurró a mi señora.
—Sin duda. Estaba en lo cierto.
El hijo pequeño, que no debía de tener más de diez años, dormía al lado de sus padres. Tenía una magulladura bastante importante en la frente y en la mejilla. Estaba sollozando.
—Mi hermano… —dijo—. Dormíamos juntos. Me desperté y alargué la mano hacia su sitio, pero ya no está.
Me alejé de la zona de la casa donde dormían y volví junto al hogar. Era extraño, pero ya estaba familiarizada con los utensilios de cocina. Un molinillo, un trébede, una piedra para amasar y una olla de bronce. Sólo una diferencia. Kyra y yo cocíamos el pan sobre una piedra caliente, mientras que ellos utilizaban un cuenco de arcilla con un dibujo por la parte de abajo.
En un tarro de arcilla con tapa estaba el trigo y la cebada. También había agua del manantial, que pasaba al lado de la casa en forma de arroyo. Encontré una jarra para la leche y una vasija con mantequilla en agua, para que se mantuviera fría.
Molí el grano, que no era tarea fácil, pero el molinillo era tan bueno que acabé enseguida.
Mezclé la leche y la mantequilla como en casa, con la única diferencia de que esta mezcla tenía más trigo, porque éstos eran buenos campos de labranza, no como los de las tierras altas, frías, lluviosas, siempre cubiertas por la niebla. Puse las gachas sobre las brasas para que se hicieran y, mientras, empecé a hacer el pan.
Un par de brazos pequeños, calientes y suaves me cogieron por el cuello. Aquellos bracitos no me sobresaltaron ni me asustaron. Recordé que «la señora» había dicho que había dos niños. La pequeña olía a pan recién hecho. Y a sueño.
—¿Mi tía ha ido a la buscarte? —me preguntó.
—Sí, supongo que puede decirse así.
Entonces dejé caer el pan sobre la tabla de amasar, me sacudí la harina de las manos y, dándome la vuelta, la abracé.
La niña estaba un poco mimosa. Se ponen así cuando están asustados.
La senté en mi regazo y terminé de amasar el pan del desayuno. A continuación rocié aceite sobre un cuenco de mármol que encontré cerca del fuego, di forma redonda a la masa y la metí en el cuenco, que coloqué sobre el fuego.
—Eso ha sido un descuido por tu parte —dijo mi señora, y me di cuenta de que había estado observándome todo el tiempo—. Tendrías que haber calentado el cuenco antes.
—Ya lo sé. El pan podría pegarse. Kyra no me habría dejado hacerlo. Pero… —dudé un momento, después tiré del pan con las yemas de los dedos, un truco más difícil de lo que parece.
—No se ha pegado —dije.
La niña seguía en mi regazo, pues yo estaba sentada con las piernas cruzadas junto al hogar.
—Mmmm… —dijo mi señora—. Descarada o no, eres una jovencita muy bien criada.
—Eso espero. Kyra, madre y Dugald lo hicieron lo mejor que pudieron. Pero eso no es lo más importante, ¿no? —dije mientras sacaba el pan del cuenco y metía más masa.
—No —respondió mientras servía un poco de las gachas que había hecho en un cuenco—. Me temo que necesitarás algo más que buenas maneras y ser trabajadora para dominar esta situación.
Di la vuelta al pan que se estaba haciendo, que ya tenía una fina corteza dorada en uno de los lados. Cuando también se hizo el otro, lo puse en un plato con el primero.
Ella, que hasta entonces había estado agachada a mi lado, se levantó.
—Serviré a la familia, voy a ver si puedo hacer que coman algo.
—Yo también tengo hambre —dijo en voz baja la niña desde mi regazo.
—Ya lo sabemos, pequeña —le dije.
Mi señora me alcanzó un pequeño cuenco de cerámica decorado con ondas blancas y el dibujo de un pez en negro en el fondo.
—¡Ése es el mío! —exclamó la niña.
—Sí, también lo sabemos —le respondí.
—Papá dice que tengo que comerlo todo hasta que vea el pez. Así que no eches tanto que no pueda llegar hasta el fondo —añadió con tono imperioso.
—No lo haré —le prometí, mientras servía gachas en el cuenco y lo enfriaba con un poco de leche.
Después cogí un trozo de masa más pequeño que los demás y lo puse al fuego. Mi señora regresó.
—El señor se está recuperando bien. Pero su esposa tiene fiebre y el niño se volvió contra la pared en cuanto entré y dijo que no quería comer nada. Pero se la voy a llevar de todos modos.
—¿Cómo se llama? —pregunté señalando a la niña.
La pequeña me miró fijamente con cara de desaprobación.
—Sé mi nombre, y yo misma podría decírtelo si te molestaras en preguntármelo.
Mi señora se echó a reír.
—Mis disculpas. ¿Cómo te llamas?
—Treise.
—Es un buen nombre para ti, significa «fortaleza».
—Ya lo sé, por eso me lo puso papá. Dijo que ya sabía muchas cosas desde muy pequeña.
La besé en la cabeza y la senté a mi lado. Le di las gachas y saqué el pan del cuenco. Soplé para enfriarlo.
Ella alargó el brazo.
—Puedo hacerlo yo misma. No lo comeré hasta que se enfríe.
—Muy bien —le contesté, pero esperé unos minutos para dárselo porque no me fiaba del todo de que lo hiciera.
Pero me equivocaba. Se aseguró de que estaba frío y entonces empezó a comer las gachas mojando el pan.
La señora llenó más cuencos con gachas y cogió más pan. Sirvió al resto de la familia.
Cuando volvió, tomó su desayuno conmigo y después fregamos la olla donde había hecho las gachas con pan y mantequilla.
—Aquí tendría que haber más gente. Sirvientes, doncellas, guardianes. Ésta es una casa noble —me quejé—. No puedo encargarme de todo yo sola.
—¿Qué? ¿Ya estás agobiada por el trabajo? —me preguntó sarcásticamente—. Además, éste no será tu trabajo. Ya te dije lo que tenías que hacer. En realidad no se espera que seas su sirvienta, sino su salvadora.
Entonces se levantó y cogió los platos que habíamos utilizado para lavarlos en el arroyo.
«Su salvadora», pensé, y puse los ojos en blanco. Qué alegría. No sabía por dónde empezar. La cabeza me daba vueltas, pensando sin parar. Maeniel, Zarpa Negra, madre y yo habíamos salido a cazar muchas veces. ¡Caballos! Sí, los romanos los montaban, aunque nosotros a veces nos alimentábamos de los ponis salvajes que vivían en los yermos. Había grandes felinos, aunque ya no quedaban muchos a veces se encontraban algunos, y a veces había que matarlos. Leones, osos y jabalíes.
Por ejemplo el año anterior tuvimos que dar caza a un oso. El animal estaba tullido, otro cazador le había herido en una pata delantera. Ya no era más que un peligro para las ovejas, pero no era un adversario que se pudiese menospreciar.
Aquello no era como esas jornadas de caza de la aristocracia, sin ningún peligro y todo precioso, tras las cuales vuelves a casa, donde te espera una buena cena y una cama caliente; sino expediciones extenuantes por las zonas más inexploradas de las tierras altas.
Una vez Zarpa Negra y yo perseguimos a un ciervo durante dos días porque Maeniel, nuestro cazador supremo, nos repetía hasta la saciedad que debíamos acabar lo que empezábamos y nunca dejar a un animal malherido que muriera después de una larga agonía.
Mi mente repasaba trampas, fosas y cepos. A otro oso lo habíamos atrapado en una fosa. Las preferencias de éste no eran las ovejas, sino los pastores. Aquélla me pareció la mejor solución. Una fosa llena de estacas afiladas.
Pero eso implicaba que tendría que seguir a la criatura y aprender algo sobre sus costumbres.
Maeniel había hecho eso en el caso del oso sediento de sangre. El problema era que yo no me puedo transformar en lobo, y aunque puedo ser casi tan silenciosa como ellos, si aquella criatura se percataba de mi presencia, me convertiría en su próxima merienda. El riesgo era tan grande que no aguantaría lo suficiente para saltar la trampa.
Sacudí la cabeza. Mal. Muy mal.
—Estás preocupada —dijo Treise.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo veo en tu cara. Mi padre dice que preocuparse no sirve para nada bueno, así que déjalo.
La señora seguía en el arroyo ocupándose de los platos del desayuno.
—¿Puedo salir fuera a jugar?
—No —le respondí demasiado rápido, y entonces me di cuenta de que podría alarmar a la niña.
Yo estaba asustada, pero no transmitiría mi miedo a la niña, al menos no del todo. Le podía decir que tuviera cuidado, pero no asustarla tanto que se quedara inmovilizada por el terror.
Una vez fui testigo de una discusión sobre ese mismo tema a tres bandas entre Kyra, Maeniel y Dugald.
—Vivir implica un riesgo, y tiene que aprender a enfrentarse con él de forma racional —opinaba Maeniel.
Dugald estaba más a favor de aterrorizarme sobre ciertas cosas, pero Maeniel no veía ninguna ventaja en ese planteamiento. No estoy muy segura de lo que defendía Kyra, excepto que dijo: «El paraíso del ignorante es un paraíso al fin y al cabo. Yo no habría conocido la felicidad si me hubieran dicho cómo terminaría». Después se puso a llorar y todos dejaron de discutir e intentaron consolarla.
Bueno, riesgos no era lo que me faltaban en ese momento. Pero, sobre todas las demás, la actitud que prefería era la de Maeniel. Mientras viva, viviré. Mientras tanto, había mucho que hacer.
Había que limpiar las cenizas del hogar y ordenar los utensilios de cocina. La señora volvió con los platos, y había que ponerlos en su sitio, cerca del fuego. Se guardaban cerca del gran árbol que ocupaba la parte central.
Tenía que hacer una ofrenda junto al tronco: aceite, vino y pan. Barrer el suelo de madera, alimentar a los animales, airear las camas y lavar la ropa sucia que hubiera. Más tarde tendría que resolver la comida ligera que se tomaba al caer la tarde y otra más consistente por la noche. Y además, que no era algo como para olvidarse, descubrir la manera de matar a aquella maldita criatura.
—¿Qué tengo que hacer? —le pregunté a la señora.
—Yo iré a ocuparme de los animales, y lavaré la ropa. Traeré leche. ¿Sabes batirla y hacer requesón?
—Sí, gracias a Kyra sé hacer todas las cosas propias de las mujeres.
—Muy bien. También puedes barrer el suelo y regar el huerto. —Señaló la puerta del sur.
Un gran huerto resplandecía bajo el sol. Algunas de las plantas empezaban a marchitarse.
—Está cercado, pero ¿y los ciervos? —pregunté—. No tienen perro.
Se rió con una risa poco agradable.
—Hace unas pocas semanas había dos. Pero desaparecieron.
—¡Oh!
—Cuando se haga más tarde tenemos una tarea más peligrosa. Tenemos que ir a recoger bellotas, un saco entero para los cerdos. Los que quedan. Sólo quedan dos machos, la cerda y su cría desaparecieron más o menos cuando los perros.
—¡Oh! —repetí, y no paraba de pensar en la pequeña—. Madre mía.
Sentí a Treise contra mi vestido y me cogió la mano izquierda con fuerza. Mi señora encontró mi exclamación infantil muy divertida y dejó que se le escaparan unas cuantas carcajadas.
—Treise, quédate cerca de mí. Hoy voy a necesitar tu ayuda. Salgamos a regar el huerto —dije.
Treise me soltó la mano, pero me seguía tan cerca que parecía mi sombra.
El huerto estaba en una cuesta poco empinada y bien explotada. El arroyo corría cerca, en su camino hacia el mar.
Aquel hombre era un buen agricultor. Me gustan los huertos, y Kyra y yo habíamos tenido uno cerca de casa, en una de las terrazas de la costa. Cultivábamos puerros, cebollas, nabos, ajos, romero, salvia, zanahorias y verduras. Allí tenían un clima mucho más templado y la tierra era más rica que la nuestra. Y él la había sabido explotar.
El cultivo estaba plantado en hileras altas, y pude descubrir la razón cuando llegué a la verja. Habían construido un pequeño dique para desviar el cauce del arroyo hacia el huerto y así regarlo cuando hacía calor y estaba un poco seco, como sucedía en ese momento. Al otro lado del arroyo habían construido un vivero que consistía en un estanque de tierra, para tener peces.
Era un lugar bonito, aunque peligroso. Estaba rodeado de aneas, berros y lirios acuáticos amarillos. Un grupo de sauces mimbreros crecía en un extremo cercano al bosque. Los árboles hacían sombra.
Me dio un escalofrío y volví a concentrarme en mi trabajo. Levanté la tajadera y el agua empezó correr por una zanja que conducía al huerto.
Busqué con la mirada una puerta. La verja era un lío de bayas cubiertas con espinos y flores blancas. Cogí a Treise de la mano y empecé a seguir la verja, mirándola atentamente. No encontré ninguna entrada, y el sendero cada vez se acercaba más al bosque. Así que volví sobre mis pasos hasta que llegamos a la zanja. Pensé que tendría que decidir si el huerto ya estaba bien regado desde fuera, y buscar más tarde la puerta, entonces Treise me tiró de la mano.
—Mira, qué divertido. Nunca había visto algo así. ¿De qué son? —Señalaba unas huellas grandes de tres pies sobre el barro, cerca del agua.
No seré muy dura conmigo misma. Me parece que cualquiera habría tardado lo mismo en estudiar las huellas y llegar a la conclusión que era evidente. Todavía estaba desconcertada cuando vi por el rabillo del ojo que algo se movía, la cabeza enorme de un reptil cayendo no sobre mí, sino sobre el bocado mucho más tierno que estaba a mi lado, Treise.
Apreté su mano y la lancé bajo los espinos que cubrían la verja.
—¡Gatea bajo los espinos! —grité.
Entonces aquel animal me mordió en el hombro derecho y sentí que unas garras ásperas me cogían por la cintura.
«¡Voy a morir! Pero antes le heriré», pensé.
No soy muy alta. Podía ver el ojo, bajo la luz del sol, amarillo nacarado como oro fundido, con la pupila como la de una víbora. La mandíbula abarcaba todo mi hombro y el pecho derecho. Me imaginé que sus dientes amarillentos, largos y afilados, me triturarían el hueso. Trituraron algo, pero no el hueso.
Estaba muerta. Sabía que aunque aquella criatura no me comiera, moriría a causa de las heridas.
«¡Hiérele! ¡Haz que lo pague caro!», me retumbaba en el cerebro.
Moví el brazo derecho dentro de la mandíbula del animal y sentí la carne de su cuello. Se me oscureció la vista al lanzar todo el poder que tenía en mi mano derecha.
El mundo desapareció. ¿Cómo se siente un rayo cuando relampaguea entre las nubes hacia la tierra? Yo lo sé, porque por un momento fui el canal de ese poder salvaje, voraz y abrasador.
Incluso desde el lugar remoto al que mi alma había huido, oí el grito de aquella cosa. Golpeé el suelo con fuerza, y me di cuenta de que, igual que un depredador que se mete un insecto nocivo en la boca y se da cuenta demasiado tarde de que no es comestible, el animal me había escupido y huía, cruzando el estanque hacia el bosque.
Me senté. Quería estar segura de que todavía podía. Entonces me di cuenta de que la coraza verde que había protegido mi mano derecha de los espinos ahora se extendía por todo el cuerpo. Un magnífico patrimonio. Si mi padre no me dejaba nada más, aquello bastaría para demostrar su reconocimiento.
Casi no me atrevía a mirarme el hombro y la mano derecha. No habían corrido demasiada suerte. En el hombro y el pecho tenía magulladuras profundas, el rojo se había vuelto morado.
Mientras me observaba, las enredaderas verdes que me cubrían la piel volvieron a su color de siempre, más pálido.
Cuando levanté la vista, ella estaba allí con Treise en brazos, y mirándome asombrada.
—En todos los años que he perseguido a esa bestia y he intentado destruirla, nunca había visto un superviviente que además lograse hacerle tanto daño.
—Está vivo, así que también puede morir. Creo que puedo descubrir cómo, pero necesitaré tu ayuda.
Me ayudó a levantarme, y fui hasta la casa. Cuando crucé la puerta, Treise gritó y alargó los brazos hacia mí.
La cogí y le di un beso.
—Haz las ofrendas —me dijo la señora.
Ven, Treise —dije a la niña—. Tenemos que dar gracias.
La conduje hacia el árbol. Un roble centenario, cuyas raíces se agarraban a la tierra como garras o dedos nudosos. Disfrutaba de un lugar en el centro de la casa, rodeado de guijarros, seguramente de la playa, que adoquinaban el suelo. Sobre las raíces se alzaba el poderoso tronco, la parte central tan ancha como la distancia de la cabeza a los pies de un hombre alto. Entre dos raíces, los guijarros formaban una vasija para las ofrendas.
La señora llevó miel, aceite e hidromiel.
Me arrodillé y senté a Treise sobre una de las raíces. Alcé los brazos en la postura de invocación. Todavía no había dejado de temblar. El hombro derecho del vestido estaba rasgado, y las heridas me cubrían todo el hombro y el pecho derecho. Los colmillos de aquella criatura no habían llegado a clavarse del todo, pero tenía arañazos profundos en muchos sitios y la sangre me corría sobre el estómago y la ingle. Por algunas partes goteaba sobre los guijarros.
—Estoy viva, y por eso doy las gracias.
Fuera, el viento murmuraba entre los árboles y parecía que me estaba contestando.
—Ahora debo matarlo —continué—, pero no invocaré tu bendición en la muerte. Sabes tan bien como yo que hay veces que es necesario.
Tras estas palabras ofrecí la miel, el aceite y el hidromiel a las raíces. Era un obsequio, un simple obsequio, de lo que poseemos a lo que representaba el árbol.
Treise estaba callada. Estaba sentada sin moverse, mirándome con sus enormes ojos oscuros.
Cuando terminé, la levanté, me incorporé y miré a la mujer.
Ella asintió con un gesto de aprobación. Como virgen pertenecía a ella, y, de algún modo, ella a mí.
—¿Hay un taller? —pregunté.
—Claro. Todas las casas de labranza tienen uno. Pero recuerda que no tienes mucho tiempo.
—¿Cómo? ¿Y cuánto?
—¿Cómo? —Se quedó pensando un momento—. ¿Has visto alguna vez cómo se curva un árbol joven para hacer una trampa?
—Sí —respondí desconcertada.
—Bueno, pues algo así hice con el mundo para traerte aquí. Aunque las fuerzas implicadas son enormes, ceden bajo mi presión. Tarde o temprano se liberarán, como el árbol, saltarán y te devolverán a tu hogar. ¿Cuánto…? Como mucho unos días.
—Entonces debemos darnos prisa. ¿Dónde está el taller?
Treise me condujo a él.
Los talleres son necesarios en todas las casas de labranza. Hay que reparar las herramientas, arreglar los arneses, hacer el jabón, secar el mimbre y cortarlo a la medida necesaria, hacer leña de los troncos, secar la madera para hacer verjas, curtir la piel, tejer las redes y alisar los anzuelos; los mil y un trabajos que surgen en una casa de campo.
El rey era un hombre ordenado. Las herramientas colgaban de un banco limpias y relucientes, cada una en su sitio. A lo largo de otro muro estaban apiladas las cosas que quedaban de las matanzas y la siega, lo que sobraba en los días de rutina de la vida de toda casa de labranza: madera, pieles, cuernos, tendones, huesos, tarros con grasa, piezas de madera demasiado buena para ser leña, demasiado pequeñas para hacer muebles.
Aquello era todo lo que necesitaba.
Le describí lo que quería construir.
—Nunca vi un arma así —me respondió.
—Me parece que todavía no hay ninguna en el mundo, y si la hay, son muy pocas y están muy lejos.
Asintió.
—Por eso te fui a buscar. Necesitaba ideas nuevas.
Nos pusimos manos a la obra.
Había un torno. Yo empecé a hacer la primera pieza más importante con un trozo de madera de fresno que encontré. Ella comenzó a dar forma al tendón y los cuernos. Treise se sentó en el suelo e hizo panes con barro.
La madera era tan dura como la piedra. Tuve que afilar varias veces la navaja de bronce, pero al final logré darle la forma que quería.
Ella había trabajado con el tendón y los cuernos. Me agaché al lado de Treise y extendí todas las piezas en el suelo, intentando recordar con exactitud cómo las unía Maeniel.
—Necesito cola —dije—. Ahora necesito cola.
—¿Cómo se hace la cola? —preguntó Treise.
—Con los cuernos, las pieles y las pezuñas de los animales. Lo más importante son las pezuñas.
Risderd tenía muchas.
—También necesitaremos una olla.
La señora me miró exasperada. Las dos estábamos sucias y sudábamos.
—Ahora cola —dijo.
—Es de la única manera que sé hacerlo.
—Pues tendrás cola. Pero ahora vamos, hay que atender a la familia.
Risderd estaba levantado y deambulaba por la casa. Cuando lo vio cerca del hogar, la señora me arregló el vestido y el peinado.
—He venido a buscarte, Eline. Mi esposa se encuentra muy mal y tiene mucha fiebre.
Las dos fuimos a donde la mujer dormía. Tosía y se movía, los vendajes del brazo se le habían aflojado y estaban empapados de sangre.
—Estate tranquila —dijo mi señora, y posó la mano sobre la frente de la mujer.
La esposa del principal se incorporó y le cogió la mano.
—Eres amable, y cuando me tocas, me baja la fiebre. Pero —continuó con expresión interrogante—, yo no tengo ninguna hermana.
—Sí, sí, sí que la tienes —le aseguró—. Pero en su momento, cuando llegó el momento de su encarnación, no vivió lo suficiente para respirar. Pero te quiere y ha sido durante mucho tiempo tu hermana, y lo volverá a ser, cuando sea el momento. Me pidió que te ayudara. Y ya es el momento. Me estoy batiendo con ese ser tenebroso, Bade. Ésa es su criatura.
—¿Por qué nos acosa de esa manera?
—Ssshh…, hermana. No atormentes tu alma —besó a Aine en la frente y se dirigió a mí—. Tráeme algo de sopa y agua.
Lo de la sopa era fácil. Ya la había preparado a fin de que estuviera lista para la cena. Lo del agua, eso me daba algo más de miedo.
Me acerqué al hogar y serví algo de sopa en un cuenco. Se lo di a Treise, diciendo que se lo llevara a su madre, y cogí un caldero de madera.
Risderd estaba sentado en la mesa baja donde la familia acostumbraba a comer.
—Yo en tu lugar no saldría afuera. Algo, no puedo decir el qué, vive entre los juncos al lado del estanque. Le gusta el pescado.
—Ya veremos —contesté, y salí con paso resuelto.
Fui al arroyo, pero no por donde pasaba cerca del huerto. Sumergí el caldero justo sobre el estanque de patos, y después volví a la casa. Sentí sus ojos clavados en mí, y la inteligencia fría y cautelosa que se escondía tras ellos. El principal tenía razón, los juncos se movieron como si algo me observara entre ellos.
Tal vez los peces fueran presas más fáciles. Yo lo había herido.
Llevé el agua, y ella le lavó la cara a Aine.
Las dos juntas preparamos la comida para los hombres. Finn, el niño más mayor, salió. Me di cuenta de que el principal había cerrado la puerta del oeste, que miraba a las montañas, por donde volaban los pájaros carroñeros, y recordé a su otro hijo.
—¿Cómo se llamaba? —pregunté.
—Ardal, «valeroso». Y su valentía hacía justicia a su nombre. Si él no se hubiese sacrificado, ninguno de ellos habría podido sobrevivir.
Cuando servimos al señor y su hijo, se levantó y nos hizo una reverencia.
—Os ruego que compartáis con nosotros la cena, en muestra de gratitud por vuestra ayuda a mí y a mi esposa.
Envió a Treise con su madre, diciéndole que nos llamase si Aine necesitaba algo.
Nos sentamos en los cojines de lino que rodeaban la mesa baja.
Yo había hecho requesón, sopa y pan y bebimos, como correspondía en una mesa de un hombre distinguido, hidromiel.
Hidromiel, sí… bueno, hidromiel… hay de muchos tipos. Aquél era el de otoño, con un toque de manzana silvestre, cereza, membrillo e incluso algo de trigo y cebada, aunque con la suficiente miel para que se diferenciara de la cerveza. Era una bebida rica y embriagadora, más adecuada para una fiesta que para un funeral.
El señor alabó nuestras cualidades como amas de casa. Me agradeció que hubiera regado el huerto, pero no hizo mención a lo que había sucedido mientras me encargaba de esa tarea. Era imposible que no se hubiese dado cuenta de que todo mi costado derecho estaba cubierto de heridas. Hablamos de caza, pues el guiso era de liebre. Sobre la caza mayor y menor que había en la zona, y las maneras de cazar o colocar trampas. El ganado, del que se sentía muy orgulloso, y la ternera recién nacida, que añadía valor a su vacada.
Empecé a pensar que los problemas lo habían vuelto loco, que no entendía bien la situación en la que él y su familia se encontraban.
Sin embargo había algo en lo que Kyra, Dugald y el Vigilante Gris siempre estaban de acuerdo, y era la cortesía. Uno se la debía a sí mismo y a los demás.
Él estaba representando el papel de anfitrión perfecto, y nosotros por nuestra parte éramos los huéspedes encantadores. Y entre todos mantuvimos una conversación superficial y divertida hasta que terminamos de comer.
Cuando nos ofreció un surtido de frutos secos fritos con sal, Finn se levantó, tembloroso, se dirigió a la puerta occidental y tras abrirla, miró hacia las montañas.
—Propongo —dijo a su padre con una voz que resonó por toda la habitación— que subamos allí y nos unamos a él.
Sentí que se me erizaban los pelos de la nuca. Y es que sabía perfectamente lo que quería decir, aunque no suele pasar. Dugald me había dicho que no era una costumbre muy común, más frecuente en la antigüedad. A veces una persona cercana al hombre o mujer que había muerto no quería dejarlo viajar solo, e iba a donde estaba el cadáver y se unía a él. No sé qué método utilizaban, normalmente se dejaba que él mismo escogiera la forma de morir.
No creo que importara, siendo un solo ser con los cuervos, las águilas y las moscas. Según Dugald, el rito es siempre voluntario. Ni siquiera en los relatos más antiguos había oído hablar de ningún tipo de coerción.
—¡No! —dijo el señor también con voz atronadora—. Ya sabes lo que tengo que hacer. Y harás lo que te diga si eres un hijo leal, porque serás lo único que dejen.
La luz proveniente del oeste alumbraba la casa. Venía cargada de su belleza y su fortaleza… El tronco negro de su árbol protector, los colores preciosos de los estandartes y los tapices, los suelos pulidos, los muebles tallados con maestría que capturaban la unidad del tejido de la vida…
Finn volvió a la mesa y nos dio la espalda, mirando a su padre, con los puños cerrados.
—Esa cosa te matará.
Risderd sonrió, demostrando en cada gesto su nobleza.
—Tal vez. En realidad, casi seguro, pero mi honor exige que recoja el hidromiel de primavera y dé la bienvenida a mi prometida. Cumpliré con mi honor. Si la muerte no es más que un sueño, siempre hay un despertar. Si no es así, entonces, el durmiente descansará para siempre en paz. Sea como sea, no importa.
»Como eres mi hijo leal —continuó—, me obedecerás. Como soy tu rey, me obedecerás. Como me quieres, me obedecerás —añadió con un tono más tierno.
Finn no decía nada y sacudía la cabeza. El rostro de Risderd era la representación del poder y la belleza bajo la luz dorada.
—Cuando ya esté hecho —siguió diciendo a su hijo—, llevarás a tu madre y tu hermana al lugar donde viva ahora mi pueblo. Y tienes que estar orgulloso, pues eres el último descendiente. Tu madre y tu hermana tendrán buenos matrimonios. Ahora ve y descansa, porque mañana reuniremos las posesiones que podamos, y pasado mañana emprenderé mi camino. Si no vuelvo, sabrás lo que tienes que hacer.
La expresión de Finn iba cambiando. Parecía que quisiese decir muchas cosas, pero Risderd lo había acorralado, según su punto de vista, ante dos invitadas. El pequeño era demasiado tímido para hablar en esas circunstancias y expresar su terrible dolor por, según nuestro punto de vista, la inútil muerte de su padre.
Ella se levantó y yo me apresuré a seguirla. De ninguna manera se podía interpretar como un gesto irrespetuoso hacia ellos.
—Mi señor, ¿querréis comer algo más tarde? —le preguntó.
—Me parece que no —contestó. Se notaba que tenía los músculos agarrotados, se iba recuperando de sus heridas—. Creo que dormiré para guardas fuerzas para mañana. Tendré mucho que hacer…
Ahora el sol entraba por la puerta de Occidente, y la luz era tan brillante que no la podía mirar de frente, como si el cielo acariciara con su resplandor la placa que cubría a su hijo.
—Casi ya no vuelan —dijo en un tono que pretendía ser neutral.
Yo sabía que los huesos del muchacho debían de ser un montón de restos rojizos sobre el suelo.
—Le pondremos bajo el hogar —dijo Finn.
—No. Tú —dijo Risderd enfatizando esa palabra—, tú y yo sabemos que él no había planeado estar ahí. Lo mezclaremos con miel, hidromiel, aceite y especias, sándalo y mirra, lo haremos todo polvo y lo quemaremos. Después dejaremos que el viento se lleve las cenizas a la costa. No lo dejaré aquí, con el tejado y los muros cayéndose, buscándonos en vano.
La luz que entraba en la casa se hacía cada vez más tenue, pues el sol empezaba a ponerse lentamente tras una montaña a lo lejos.
—Si pudieses cerrar la puerta a la oscuridad…
—Lo haré, mi señor —contestó ella haciendo una reverencia.
Yo también hice una reverencia mientras Risderd se iba, apoyado en el hombro de su hijo.
—¡Oh, Dios! —exclamé.
—¿Sí?
—Tengo una idea.
—Menos mal, ya era hora. A mí no se me ocurre nada. Cerremos las puertas y vayamos al taller antes de que este tonto se mate. Se esfuerza por conseguirlo antes de que pueda salvarlo.
—He oído hablar de ese hidromiel. Un buen trago de ese brebaje y esa cosa no se tendrá molestar en comerlo —dije—. Además, llevo todo el día preguntándome por qué esa criatura no hace una visita a la casa.
—No puede entrar en la sombra del árbol. El roble es sagrado y no se puede profanar, ni siquiera Bademagus.
—Ahora es de noche. El roble no proyecta ninguna sombra.
—No importa. Todo a lo que el árbol dio sombra en algún momento está a salvo.
—Menos mal, no me gustaría tener que confiar en estas puertas. No parecen muy resistentes.
—Tampoco puede atraparnos en el taller. Vamos.
Fuimos, e hicimos la cola. No era una tarea demasiado agradable. Es pegajosa, y se engancha en el pelo, debajo de las uñas, en la piel, en la ropa. Ella también era de gran ayuda a la hora de limpiar. Podía hacer desaparecer todas las cosas desagradables con sólo mover una mano. Hacía eso cuando le caía sobre el vestido algún manchurrón.
—Eres una diosa. ¿Por qué no puedes matarlo sin más?
—Una diosa —repitió, interesada, mientras yo trenzaba los tendones, y luego éstos con el cuero—, así me llaman esos griegos. Vivía en una cueva donde construyeron la ciudad. A-thena. La «A» indica género femenino.
—Ya lo sé, Dugald intentó enseñarme algo de griego. ¿De verdad convertiste a aquella tonta en araña?
—Me declaro inocente. No voy a negar que de vez en cuando hice algunas cosillas desagradables. A ver quién quiere ser una diosa si no puedes hacer la vida desagradable, y a veces incluso corta, a algún que otro mamón. Como Bademagus, por ejemplo, que quería robarme mis pozos sagrados.
Rechinó los dientes.
—No se me pondrá al alcance de la mano. Y lo comprendo perfectamente. Lo convertiré en un charquito de meados, si es que alguna vez tengo la oportunidad, claro.
—Estás muy lejos de casa.
—La distancia es relativa. ¿Qué es lo que has oído acerca de esa historia?
Me había pillado.
—La muchacha dijo que era mejor tejedora que tú.
Dejó escapar una risita.
—Menuda proeza. Cualquier humano lo es. Mírate a ti.
—Extiende un dedo —le pedí—. Tengo que hacer un lazo. Maeniel me enseñó.
—Sí, pero eres lo suficientemente inteligente para hacer las cosas sin tener que seguir el método que aprendiste cuando llega el momento.
—Eso espero.
—Y yo.
Puso el dedo sobre la cuerda y yo hice el nudo.
—Ya está hecha la mitad. Ahora el otro —dije.
—Todo lo que hice por esos griegos fue mantener la paz. No anduve haciendo el tonto convirtiendo a nadie en no sé qué. ¿Sabes lo que se les da bien a las diosas?
—No —respondí.
—Hay algo que siempre hay que hacer para que los acontecimientos sigan su curso. Una piedra balanceándose en lo alto de una montaña puede caer hacia la derecha o hacia la izquierda, a no ser… ¿qué?
Se me erizó el cabello.
—A no ser que le des un empujoncito —dije, aunque estaba pensando que ella podría empujar montañas.
—Pobrecita —dijo dándome palmaditas en la mejilla—. No soy una compañía muy agradable, ¿verdad? En fin, la manera más fácil de decirlo es que di a esos ingeniosos y exasperantes griegos un empujoncito. Propicié una tregua en mi santuario, porque algunos idiotas me recordaban un poco a tu pueblo; cuando no estaban de cháchara, estaban luchando. Necesitaban dar un descanso a sus temperamentos belicosos, para que se concentraran en otras cosas. Y mi plan funcionó. Por otra parte, disfrutaba con sus ofrendas, me gustaban los vestidos nuevos (las mujeres me hacían uno todos los años) y, en general, me agradaba su compañía. Eran unos individuos muy estimulantes, y cuando las cosas estaban así de tranquilas, miré más allá del mar Egeo.
»Me pidieron que adivinara el futuro —continuó—. No soy mejor que la mayoría para esas cosas, pero, desgraciadamente, hay veces que es bastante fácil. Recuerdo una cosa graciosa, una mujer casada con, no uno, sino tres amantes.
Me eché a reír.
—Como ves, algunas cosas deberían ser obvias.
—Entonces explícame por qué Risderd tiene que morir si no consigo matar al monstruo.
Se alejó de mí, fuera del haz de luz de la lámpara.
—Porque es rey, señor, marido… las palabras son limitadas.
—Intenta superarlas.
Se echó a reír.
Dejé el arco en el suelo, y me puse de cuclillas, rodeando las rodillas con los brazos, mientras daba golpecitos en el suelo cubierto de polvo con los dedos.
—¿Por dónde podría empezar? —Se volvió un poco hacia mí, hasta quedar de perfil—. ¿Con la explicación de reyes? No, sería demasiado larga y complicada. Lo haré sencillo. Debe casarse con la Doncella de las Flores. Eso era lo que intentaba hacer cuando Bade envió al monstruo para matarlo. Su pueblo, los atrovintos, son buenos guerreros, pero huyeron como villanos en cuanto Risderd fracasó en su misión. Sólo queda él y su familia.
»Su boda con la Doncella de las Flores —continuó— legalizaría las propiedades que su pueblo tiene por aquí. Sus tierras, en otras palabras. Su fracaso significa que no pueden exigir el derecho a tener estas tierras.
Dio una patada contra el suelo y señaló hacia abajo.
—Esta misma tierra. La unión con la Doncella de las Flores les proporcionaría su propiedad. Ella representa la soberanía. Si él fracasa, queda mermado; lo convierte en algo parecido al Rey Pescador, que no podía explotar la tierra bajo ningún concepto. Y si él no puede, su pueblo tampoco.
»Cree que lo mejor para él es la muerte —siguió explicándome—. De ese modo, el pueblo puede elegir otro principal, tal vez uno que pueda derrotar al monstruo. Por eso beberá el hidromiel de primavera, irá hasta donde mora esa criatura…
—Esa cosa horrible lo destrozará —terminé yo la frase.
—Así es —respondió.
—¿Y qué pasará después?
—Mmmm. —Se lo pensó con cuidado—. Cuando muera, su pueblo huirá, dejando a Bade como único poseedor de estas tierras. Intentarán comenzar una nueva vida en otro lugar.
Miré el arco. Estaba terminado, la vara central conectada al tendón y los huesos elásticos, y las partes torneadas a cada extremo estaban también atadas y sujetas con cola. Siguiendo el proceso normal de construcción, los nudos se cortarían una vez que la cola estuviera seca, pero yo lo había preparado de tal manera que pudieran dejarse. La cola tardaba una semana o más en secarse, y después de todo lo que había pasado aquel día sabía que no dispondría de tanto tiempo.
—Una herramienta muy poderosa, ésa —dijo señalándolo.
—Sí. Lanza flechas con una fuerza increíble. Sobre todo si lo utilizas de cerca, que es lo que pienso hacer. Ahora necesito flechas.
Había estado un tiempo sopesándolo, y había terminado por decidir que prefería la calidad a la cantidad. Necesitaba que aquellas flechas se clavaran muy hondo. Aquella criatura no era un ciervo que saldría huyendo. Tenía la impresión de que podría acribillar a aquel bicho con tantas flechas que acabara pareciendo un alfiletero, que aun así seguiría atacando y suponiendo un peligro, aunque ya no fuera letal.
Empezamos a hacer flechas, y dejamos de hablar tanto, porque las dos estábamos muy ocupadas. Tallé las puntas de hueso de la manera que Maeniel me había dicho que eran las mejores para las lanzas, si es que no se tiene metal. Y en aquel lugar no había.
Con hueso o piedra se hacen triángulos anchos, pero muy finos, y después se afilan las puntas y los lados. Parecen hojas, sólo los extremos son afilados como navajas. No es necesario molestarse en hacer púas, porque penetran muy profundo, y el impacto y la hinchazón evitan que se puedan arrancar con facilidad.
Mi señora también trabajaba. El bronce es el metal más difícil de afilar, así que ella lo afilaba mientras yo tallaba.
Cuando terminamos ya estaba casi amaneciendo, y sólo tenía cuatro flechas. Pero pensé que podrían bastarme. No me entretuve en hacerles muescas, porque no iban a ir muy lejos y no quería darles efecto.
—Será mejor que duermas un poco —me dijo, mirándome desde la muela.
Me miré los dedos, llenos de ampollas y heridas, y coloqué las flechas en la mesa de trabajo.
Me acercó una manta, me envolví en ella y me dispuse a acostarme allí mismo.
Algo me vino a la memoria. «Se dice que sólo un héroe puede salvar al Rey Pescador».
Alcé la vista y sus ojos brillaban de forma extraña, un poco como los de los dragones a la luz del sol, un fuego opalescente bajo la última luz parpadeante de la lámpara.
—¿Por qué crees que Dis Pater envió al jabalí para buscarte?
No respondí.
No recuerdo haberme acostado, sólo que sus ojos eran dos lagos de luz y oscuridad, un mar de sueños y pesadillas. Me sumí en ellos.