CAPÍTULO 1
Cornualles, Inglaterra. Tintagel, año de Nuestro Señor 470
l barco arribó al muelle.
Más altas aún que la fortaleza, las rocas se alzaban sobre los dos hombres que estaban en cubierta.
—Nunca ha sucumbido a ningún asalto —dijo el capitán a Maeniel.
—No cuesta creerlo —respondió Maeniel, observando los impresionantes muros de piedra y madera de la parte más alta.
—Ni siquiera el César osó asediarlo —continuó el capitán—, o al menos eso dicen.
Aunque la primavera ya había llegado al continente, en Britania el viento todavía era helado, sobre todo el proveniente del mar. Maeniel se envolvió aún más en su manto. Sabía que el capitán se moría de curiosidad por saber quién era él y en qué consistía su misión, pero se había negado a decir más de lo que fuera absolutamente necesario. Las Personas a las que servía necesitaban toda la protección posible. No solo por los recaudadores de los impuestos imperiales, sino también por los caudillos bárbaros que tan diligentemente servían a los intereses de aquellos que monopolizaban los últimos vestigios del poder romano. Seguramente el capitán tenía amigos en todos los puertos a los que habían llamado los vénetos. Era difícil lograr que una carta llegara a Roma en un año, pero los rumores se propagaban tan rápido como el fuego entre la maleza.
—No pude dejar de sorprenderme cuando me permitieron traerlo hasta aquí, continuó diciendo el capitán.
—Tengo asuntos que resolver con Vortigen —respondió Maeniel.
El capitán se rió.
—Me encanta el modo en que dice eso, como si fuera un campesino yendo a la feria a comprarse un caballo. Un pequeño asuntillo, nada fuera de lo normal. Vortigen es el gran rey de Inglaterra, y parece que lo conoce por su nombre. No, no, mi señor Maeniel, no hay nada raro en todo eso. Sin embargo, anoche hubo mucho movimiento por aquí. Estuve llevando a gente durante todo el día, uno tras otro. Vos sois el último. Disfrute del banquete, mi señor.
Maeniel asintió sonriendo.
—Gran rey o no, espero que sepa lo que está haciendo. Todos esos sajones… —dijo el capitán, pronunciando con desprecio la palabra «sajones».
Uno de los marineros echó el ancla y acercó el barco al muelle, mientras otros dos amarraban el barco de proa y popa a las anillas de hierro clavadas en la piedra.
—¡No! —gritó el capitán—. Dejad eso, navegaremos con la marea. No me quedaría aquí esta noche por nada del mundo.
Alzó la vista hacia la fortaleza con los ojos semicerrados. El hombre que sujetaba el barco contra el muelle lo miró extrañado.
—Creí que disfrutaríamos de la hospitalidad del rey.
—Esta noche no, no me quedaré —respondió el capitán—. Y no me pregunte la razón.
Maeniel saltó desde la borda al muelle.
—Regresa a la Galia, ¿verdad? —preguntó al capitán.
—Así es.
—Vaya —dijo el marinero—, tantas complicaciones para nada. Podríamos quedarnos por lo menos esta noche y mañana recoger un cargamento.
—No —insistió el capitán—, llegaremos a Vennies al amanecer. Más vale que lo hagamos así.
Una docena de hombres estaban en los remos, su compañero se encogió de hombros y desatracó el barco.
—¡Tendremos que emplearnos a fondo! —gritó el capitán a la tripulación—. Pero mañana por la mañana estaremos en casa. Todos los casados podréis tirar a los amantes de vuestras mujeres por la ventana y echar una cabezadita. Nos han pagado en monedas de oro por esta jornada y todo el mundo recibirá su parte.
Después se fueron, alejándose con la marea de la tarde.
Maeniel cerró los ojos. La brisa le traía una mezcla de olores: sal, carne y distintas especias; la brea quemada de las antorchas que encendieron en lo alto de la muralla el olor de los cuerpos que se hacinaban en los barrios de piedra y que no tenían la costumbre de lavarse demasiado a menudo; el sudor y el perfume; los distintos olores del lino; la seda y la lana. Ésta era una reunión de la alta aristocracia.
Pero algo más flotaba en el aire, algo que su conciencia se resistía a admitir en ese momento, una advertencia. Sí, era una advertencia. En ocasiones los hombres sienten esas cosas. Era cierto que había pagado al capitán en monedas de oro para que lo trajera a Tintagel, en el reino de Dumnonia, pero el marino podría haberse quedado a pasar la noche e intentar conseguir un cargamento. De hecho, el capitán no había desperdiciado las ocasiones de ganar dinero una vez que llegaron a Britania, recogiendo a viajeros a lo largo de toda la costa y llevándolos hasta la isla. Pero con la caída del sol había empezado a ponerse nervioso. Maeniel conocía los síntomas a la perfección. Al capitán se le erizó el cabello de la nuca, tal y como le pasó a Maeniel la primera vez que vio la fortaleza. El capitán no habría podido decir por qué, y tampoco Maeniel. Si le dejaran escoger, Maeniel el Lobo se habría ido de allí. No sería una huida exactamente, pero aquel sentimiento «no del todo bueno» era algo que el lobo no quería tener cerca, ya que no era posible pasarlo por alto ni tampoco resolverlo. Pero los humanos, y eso era él en ese momento, con sus citas predeterminadas y sus encuentros planificados no solían atender la conciencia oculta que rondaba, que rondaba al lobo.
Un criado apareció a su lado e hizo una reverencia.
—Mi señor —se comportaba de esa manera a la vista de la túnica de seda de Maeniel y su pesado manto de terciopelo—, mi señor, ¿habéis venido al banquete?
Maeniel asintió.
—La escalera se encuentra a vuestra izquierda, os conducirá a la ciudadela; pero antes de que vayáis, si fuerais tan amable de entregarme vuestra espada…
Maeniel se sintió aún más incómodo. Por un momento pensó en negarse, pero en la creciente oscuridad adivinó las figuras de dos hombres detrás del criado y pensó que debían de ser miembros de la guardia real.
—¿Soy yo la única persona que ha de entregar su arma? El criado volvió a hacer una reverencia.
—No, mi señor. No se permite que nadie vaya armado en los encuentros con el rey, al menos esta noche. Se guardarán en las cámaras de la fortaleza y mañana serán devueltas. La guardia las custodiará durante toda la noche.
Maeniel se soltó el cinto de la espada.
—Quiero ver dónde la guardas.
El criado sonrió, con cierta condescendencia, pero respondió:
—Como queráis, señor.
A continuación abrió los ojos con asombro al ver la empuñadura. Estaba recubierta con una malla de oro, una malla muy gruesa, el criado nunca antes en su vida había visto tal cantidad de oro junto.
—Parece antigua.
—Lo es —respondió Maeniel.
—La empuñadura…
—La empuñadura no tiene importancia, la hoja sí que la tiene. —Al decir esto, Maeniel sacó la mitad de la hoja de la vaina. La luz de las antorchas de lo alto de las murallas formaba un arco iris en el acero.
Los dos soldados que estaban tras el sirviente intentaban ver la hoja por encima de su hombro, pero lo único que lograban ver era su reflejo.
—Un arma así sólo puede hacerla un dios —dijo uno de ellos.
Maeniel la miró con expresión triste.
—No fueron dioses, sino hombres los que la hicieron y llevaron antes de que los romanos llegaran a la Galia. Pero dejemos este tema y, por favor, cuidad de ella.
Entregó al sirviente el cinto, la espada y la funda.
—Mi maestro me otorgó las armas y yo las respeto.
A continuación se dio la vuelta y comenzó a subir la escalera. El sirviente caminaba sosteniendo la espada, tras él los soldados.
Desde la escalera Maeniel podía contemplar la inmensidad del océano. El sol no era más que un globo anaranjado entre las nubes rosáceas en el horizonte, pero como se preparaba un banquete, las antorchas alumbraban todos los rincones. El sirviente se detuvo antes de llegar al final.
—La fortaleza se construyó en forma de anillos, cada nivel se alza sobre el anterior.
En ese momento Maeniel sintió la magia, parecía que siempre le ocurría cuando menos se lo esperaba. Ese anillo tenía una superficie mayor que los demás y en él habían plantado un jardín. Había grandes superficies de cultivo sobre la arcilla y urnas enormes que contenían pequeños árboles y arbustos. Un murete que llegaba hasta la cintura rodeaba el jardín, y los árboles y enredaderas crecían pegados a él, tan frondosas éstas que casi colgaban hasta el siguiente nivel. Había rosas, muchísimas rosas, blancas, amarillas y ropas. Granados, avellanos y frambuesos, que cubrían la cerca con sus tallos espinosos. Todavía no habían dado fruto, pero estaban en flor, y las florecillas blancas se veían aquí y allá como estrellas entre las enredaderas. En las zonas de arcilla rebosaban diferentes hierbas: romero, hierbabuena (que crecía en cualquier sitio con agua y sol), poleo-menta, menta verde y menta blanca, cebollas, puerros, ajos, coles y mostaza, que ofrecía al viento nocturno y a la brisa marina sus flores amarillas en forma de cruz.
—Un jardín en el cielo —dijo Maeniel.
—Así es. ¿Sois un maestro?
—¿Un maestro? —preguntó Maeniel sorprendido—. ¿Un maestro de qué?
—De la magia, señor —aclaró el sirviente, y después señaló a los soldados. Estaban subiendo el último tramo de escalones, que conducía a la torre interior que se alzaba sobre ellos.
—Ni siquiera se han dado cuenta de que no les seguimos y anunciarán al rey nuestra llegada. Él se lo agradecerá. Siempre es muy educado y ni siquiera les hará notar su distracción. La mayoría de las personas ni siquiera ve este jardín, y los que lo hacen creen que es una extravagancia del gran rey tener estas pocas flores y un huerto cerca de la puerta principal. Lo llevaré hasta la sala de las armas.
—Sí —respondió Maeniel—, bajo el rosal.
—Detrás —lo corrigió el sirviente, pues había macizos de rosales blancos a lo largo de toda la parte interior del muro.
Maeniel vio el muro y la entrada oculta por la magia, y él y el sirviente, que en ese momento Maeniel ya sabía que no era un simple criado, entraron.
¿Era por la mañana o por la tarde? No podía saberlo con seguridad, y el lobo no se lo dijo. El sol lucía en el horizonte, atravesando con sus rayos la neblina de la inmensa sala.
«Inmensa —pensó Maeniel—, ¿por qué inmensa?». La neblina era tan espesa que apenas podía distinguir la puerta por la que acababa de entrar, pero sentía que se trataba de un espacio enorme y vacío, de techos altos, ventanas enormes que se asomaban al cielo cargado de nubes, sacudido por los vientos que con sus severas corrientes descendentes traían frío y humedad, mientras que las corrientes ascendentes estaban cargadas de calor, del hedor de la selva, del bosque y las marismas, y un relámpago a punto de cernerse y desgarrar tierra y cielo. La neblina que lo rodeaba no llegaba a ser niebla ni tampoco rocío, sino unas nubes dispersas que cubrían aquella tierra estival.
—No sois un hombre como los demás —dijo el sirviente.
—No —respondió Maeniel tan opaco como las nubes, y también de un azul intenso, del color de la plata y anaranjado bajo la luz del nuevo sol, ¿o era el antiguo?, que ardía junto a él—, soy un lobo que a veces adquiere la apariencia de un hombre. Dime, ¿aquí está amaneciendo o atardece?
—Aquí no existe un «aquí», y no es ni lo uno ni lo otro, sino las dos cosas al mismo tiempo. ¿Deseáis algún mal a mi señor?
—No, he venido con la esperanza de que él pudiera ayudarme…
El sirviente lo detuvo con un gesto.
—No necesito saber nada más. Hay aquí quien le desea enfermedad y penurias. Se le ha advertido, pero la necesidad de establecer la paz ha prevalecido sobre el peligro. Yo no puedo hacer más que aconsejar precaución. —Alzó la espada frente a él y se oyó un repique, como si una gran campana hubiera sonado, antes de que el arma desapareciera—. En dos días le será devuelta. Esté donde esté, la tendrá. Su hoja está templada con el amor de quien la hizo. Su sangre se mezcló con el acero fundido como una ofrenda, haciéndola resistente ante cualquier magia, excepto la vuestra. No importa lo que yo haga, no lograré retenerla aquí por mucho tiempo. Es suya en más de un sentido.
Instantes después, ambos subían los escalones que conducían a la puerta de Vortigen.
—Ni siquiera los muertos pueden permanecer mucho tiempo a las puertas del cielo —continuó el sirviente—. Sólo las aves lo dominan. Por eso son sagradas para ella, aquella que te dio rostro y forma. A lo largo del tiempo ha tenido un solo nombre, la Señora.
Llegaron al final y ante ellos apareció el gran salón de Vortigen. Cuando Maeniel se volvió para mirar, el sirviente había desaparecido.
El salón del banquete ocupaba la zona más alta de la fortaleza, una cúpula entera de piedra.
«Está vitrificada —pensó Maeniel—, una casa de cristal».
Había oído contar el proceso, pero nunca lo había visto. En su origen los muros eran de madera, y la cúpula de arena y otros silicatos. Con un fuego controlado se había convertido la arena en un material similar a la obsidiana, y cuando la madera había ardido apareció una gran burbuja de cristal. Ése era el salón de Vortigen. La parte interior y exterior de los muros estaba pulida, y se habían abierto espacios para la puerta y la chimenea en lo alto.
Era magnífico.
Maeniel entró por la puerta en forma de arco. La parte de la cúpula de cristal próxima a la chimenea era transparente, pero al ser de noche sólo las estrellas se veían a través de ella. Se reflejaban en el suelo de piedra pulida como una catarata resplandeciente. El hogar se encontraba en el centro, tres escalones conducían hasta donde el fuego ardía, calentando toda la estancia. La sala era muy grande, pero aun así las llamas se reflejaban en el suelo negro y los muros mate. Además, innumerables velas ardían, cada una de ellas sostenida por altos soportes situados detrás de una mesa que circundaba casi toda la sala.
No pocas personas estaban ya reunidas allí, deambulando por la estancia mientras bebían a sorbos vino servido en copas romanas de cristal y charlaban con amigos y desconocidos. No hacía mucho, Maeniel había visto por primera vez en el continente el nuevo sistema de hogares. Él prefería los hogares centrales, pero necesitaban demasiado combustible. Estaba seguro de que en un tiempo no muy lejano el mundo se calentaría únicamente con aquellas chimeneas. Sin embargo, había algo democrático en los hogares tradicionales, pues se podía caminar alrededor y sentirse a gusto; mientras que con las chimeneas sólo aquellos que lograban sentarse más cerca disfrutaban del calor y la luz, y el resto quedaba condenado a la creciente oscuridad y frío. Así visto, era igual a lo que sucedía a lo largo y ancho del agonizante Imperio romano.
Una bella sirvienta, de pelo rubio y ojos azules bordeados por largas pestañas, le ofreció una copa de vino. La copa era de cristal y su estructura de oro, pero cuando la joven se acercó para servirle el vino, se sorprendió a sí mismo temblando de miedo. Entonces vio el collar que llevaba la muchacha, y se fijó en que todas las otras mujeres lucían collares similares. La joven ofreció conducirlo hasta el rey y Maeniel la siguió.
El hombre que imaginó que sería Vortigen estaba sentado a la mesa, justo enfrente a la puerta. Cuando llegaron ante él, la joven volvió a atender al resto de invitados. Maeniel se arrodilló.
—Levántate —dijo Vortigen—, así sólo puedo verte los ojos. Por favor, ven aquí y siéntate a mi lado.
Maeniel se levantó y asintió, mientras observaba que la mesa —una auténtica obra de arte, de madera de roble y tallada con el dragón real— estaba dividida en seis partes, con una pequeña separación entre ellas que permitían a los invitados pasar. La joven que le había conducido hasta el rey caminaba entre los invitados con su jarro de cristal, llenando las copas de los pocos que habían tomado asiento.
—Es hermosa —dijo el rey preocupado—, ¿la quieres?
—No. —La respuesta de Maeniel fue rotunda, incluso demasiado vehemente.
El rey le hizo un gesto tranquilizador, y Maeniel se disculpó inmediatamente.
—Lo siento —dijo con más suavidad, y a continuación repitió, intentando parecer apenado—. No.
—Si lo que dice la carta sobre ti es cierto, entiendo que puedas encontrarla inquietante. Todas ellas son esclavas, ya me entendéis, mis hijos y yernos las compraron especialmente para la ocasión en Anglia, Sussex y Essex. Ninguna mujer ha sido invitada al banquete. La única razón de que estas mujeres se encuentren aquí es para servir a los invitados.
—Claro —respondió Maeniel.
Observó detenidamente a las personas que seguían llegando a la sala. Cada uno de aquellos hombres parecía tener de uno a cuatro sajones en su séquito. Maeniel rodeó la mesa y se sentó al lado del rey.
—Con vuestro permiso, mi señor.
Vortigen quitó importancia a sus disculpas con un gesto y le puso la mano en la rodilla.
—Y ¿cómo se encuentra mi viejo amigo y corresponsal, el obispo de Aries?
—Está bien, y os envía recuerdos.
—¿Todavía se relaciona con los bagandas?
—Así es, y en su nombre he venido. Me han dicho que sus actividades son todavía más frecuentes en este reino.
—Es cierto. Por esa razón mis hijos han traído a los sajones desde sus tierras a lo largo de toda la costa… para acabar con la hermandad de los bagandas.
Maeniel asintió.
—Al igual que los galos, que utilizaron a los francos para recaudar los impuestos y reprimir la rebelión de su propio pueblo.
El rey asintió con tristeza.
—En calidad de gran rey les advertí que los asaltos en la costa cesarían y los cultivos serían más rentables si disminuían los impuestos en vez de aplastar a su propio pueblo utilizando a los sajones como mercenarios. Pero lo único que han aprendido de los romanos es a destrozarlo todo y el modo de sacar el máximo provecho. Sólo permanecen fieles a sus propios intereses. Y ahora nos invaden tribus provenientes del continente, y la gente abandona sus casas y huye. La situación en el norte es diferente, nos hemos defendido rápidamente. —Tras suspirar prosiguió—: Ya no me quedan fuerzas. Durante toda mi vida he luchado contra la derrota.
De hecho, la verdad es que el mismo Maeniel lo notaba débil. Aunque sabía que no tenía más de cuarenta años, mechones canosos aclaraban el pelo del rey y profundas arrugas de fatiga, que ningún descanso podría disipar, le marcaban el rostro.
—Todo lo que los romanos hicieron fue saquear —dijo Maeniel—. Y todo lo que consiguieron fue romper los lazos que unían a los señores con su pueblo, y acabar con el derecho de esos hombres y mujeres a que, al menos, el más insignificante de esos grandes señores respondiera por sus actos. Los caciques, los tiranos y los bárbaros son las marionetas que les proporcionan placer. Los pequeños comerciantes y artesanos, habilidosos o no, no tienen ninguna importancia para ellos. Los romanos valoran la belleza, pero la convierten en su esclava; pues bien es cierto que en sus tierras el cantante, el músico, el bailarín, el escultor y el pintor son todos esclavos, al igual que los intelectuales, prelados y cualquier otra persona que no comparta con ellos la devoción por el arte de la guerra y la opresión. Ése ha sido y sigue siendo su legado, y tendremos que combatir esa maldición lo mejor que podamos.
—Todo lo que dices es cierto. Ya veo cuál es la fuente de inspiración de muchos de los argumentos del bueno del obispo.
—He tenido mucho tiempo para meditar —respondió Maeniel—. Pero tal vez éste sea el momento en el que podamos acabar con esta decadencia. Incluso en la Galia los bagandas han mantenido la esperanza, el deseo de resistir, de seguir con vida.
—No puedo ofreceros ninguna ayuda. Si mi familia llegase a saber que he recibido a un emisario de los bagandas, a un seguidor de Pelagius, tendría muchos más problemas con mis sucesores de los que ya tengo ahora. Me temo incluso que no tengo ni oro ni hombres que poner al servicio de vuestro distinguido señor. Pero hablaremos de esto más tarde, y quizás encuentre algo que ofreceros. Lo que no puedo concederos es un asiento a mi lado, pero os colocaré al final de la mesa, cerca de la puerta.
Maeniel asintió.
—Me siento muy honrado de encontrarme aquí, sea cual sea mi lugar en la mesa —murmuró.
El número de invitados seguía creciendo. Entró en la sala un hombre corpulento con espada y acompañado por tres guerreros sajones. El sirviente que había recogido la espada de Maeniel lo seguía.
—Va armado —dijo Maeniel.
Vortigen observó a su invitado con tristeza.
—Por supuesto. Nadie osaría retirar su espada. Es Merlín, o simplemente el merlín. Igual que yo soy Vortigen, y el Vortigen.
—Me confundís.
—Es un acertijo —respondió Vortigen.
—He oído hablar de Merlín. Es el líder de los druidas en Britania, además de arzobispo de Canterbury.
—El mismo.
—Es muy joven para ostentar tales cargos.
Era cierto que el hombre que Maeniel observaba tenía un aspecto joven. Era moreno, como tantos britanos del norte, y sin embargo de apariencia albina, de piel pálida y fina como el alabastro, ojos azules, grandes y penetrantes. La melena oscura le llegaba hasta los hombros. Sus ropas eran magníficas, de acuerdo con su alto rango. Lucía pantalones de montar de ante oscuro, polainas sujetas con ligas cruzadas y una túnica de seda del color de la medianoche bordada con estrellas de oro. El cinto de la espada estaba recubierto de diferentes tipos de ópalo y oro. Se cubría con un manto de terciopelo de color escarlata.
—Es el reino de la medianoche de Dis Pater en la Tierra —susurró Maeniel.
—No hables así —le respondió Vortigen, e hizo un gesto contra el mal de ojo.
Merlín no tardó en demostrar qué y quién era, pues sin dilación se dirigió al hogar, no para rodearlo como los simples mortales hacen, sino para cruzarlo. Descendió los tres escalones y atravesó el fuego. Maeniel y Vortigen pudieron ver cómo caminaba sobre el lecho de brasas.
«No le pueden quemar», pensó Maeniel. En ocasiones aquellos que tienen poderes especiales pueden caminar a través del fuego sin quemarse si son lo suficientemente rápidos, sin embargo, sus ropas no suelen gozar de la misma inmunidad. «Seguro que la túnica y el manto se prenden». Pero no fue así, y con desprecio, como si quisiera acabar con cualquier posible duda sobre su destreza con la magia, se detuvo y con el pie apartó a un lado un gran tronco de roble ardiendo.
Una cascada de chispas flotó en el aire y lo rodeó como luciérnagas en un crepúsculo estival, pero Maeniel pudo ver que ninguna le causaba ningún daño. No había rastro de quemaduras en su piel, ni tampoco en sus ropas, y si fuera un simple mortal tendría que tenerlas, pero no era así. Cuando llegó al otro lado y subió los tres peldaños, él mismo se presentó ante Vortigen, que en ese momento estaba de pie, delante de su asiento en la mesa. No se arrodilló ante él, y Maeniel recordó que en algunas tierras de los celtas había una ley que decía que ni siquiera un rey podía hablar antes que el druida. Un murmullo de sobrecogimiento recorrió la sala, seguido de aplausos.
Merlín frunció el entrecejo.
—Bienvenido seas, Merlín —dijo Vortigen—. ¿Has venido a divertirnos con tus trucos de prestidigitador?
Maeniel notó que lo había herido.
—¿Trucos de prestidigitador, mi señor Vortigen?
Maeniel percibió la insolencia tras las palabras «mi señor».
—¿Por qué llevas espada? Creo recordar que prometiste entregarla para asistir a esta reunión. Nuestro pacto era que no hubiera armas. En ese momento el sirviente apareció detrás de Merlín. Parecía que había llegado hasta allí sin que nadie se percatara. Hizo una gran reverencia.
—¿Mi señor? —preguntó—. Creo que es la misma conversación que mantuvimos en las escaleras.
Merlín se dio la vuelta y miró al sirviente; estaba de espaldas a Maeniel, pero éste pudo ver el efecto de esa mirada, pues el criado retrocedió dos pasos. Para Maeniel eso se reveló como un nuevo tipo de poder.
Merlín volvió a dirigirse a Vortigen.
—¿Qué significa esto, mi señor y rey, que no confías?
—No. No hay excepciones. Entrega las armas o vete —dijo Vortigen, señalando la puerta.
Merlín se desprendió el cinto.
—Entrégasela a Vareen.
El sirviente hizo una reverencia y cogió el cinto de las manos de Merlín. Al hacerlo, Maeniel vio en su cara una mueca de dolor, oyó un silbido y llegó hasta él el olor a carne quemada. El rostro de Vareen palideció.
—No es necesario que castigues a mis sirvientes porque estés furioso conmigo —dijo Vortigen.
—Creo que sí lo es. Es necesario imponer disciplina a quien se cree superior a lo que realmente es, agotando la paciencia de aquellos que están muy por encima de ellos.
El rostro de Vareen se relajó.
—Un contratiempo sin importancia, una nimiedad, en realidad.
Sonrió mirando a Maeniel y, dándose la vuelta, se dirigió a la puerta.
Merlín observó con atención la sala y a continuación saludó a cada uno de los hombres que allí había, hasta que sus ojos se posaron en Maeniel. Parecía que también a él le iba a saludar dé manera mecánica, pero su mirada volvió a él casi sin querer.
—Creo que ya conozco a todos los presentes… excepto a uno. Al entrar me pareció que mantenías con él una conversación importante. ¿Interrumpo?
—De ningún modo, es un simple mensajero de un viejo amigo, Cosmos, el obispo de Aries. Me trae noticias suyas y una carta.
—¿Cuál es su nombre?
Una súbita tensión cruzó el aire. Maeniel abrió la boca para presentarse él mismo, pero Vortigen se le adelantó.
—Se le conoce como el Vigilante Gris.
Merlín sonrió, o sería más apropiado decir que hizo una mueca que mostraba los dientes.
—¿Vigilante? Me pareció oír que era un mensajero.
—También a veces cumple esa función, pero creo que deberíamos tomar asiento. El banquete está a punto de comenzar. Mi señor Merlín, puedes sentarte a mi izquierda, el lugar de honor. El Vigilante Gris se pondrá a mi derecha.
Para Maeniel supuso una agradable sorpresa. Vortigen le había dicho que debería sentarse al final de la mesa, ¿a qué se debía ese cambio de planes?
Merlín volvió a repetir aquella mueca. Maeniel no se sentía precisamente como en casa. ¿De verdad creían los humanos que con esas sonrisas se podía engañar a alguien? En ese momento Maeniel comprendió por qué se sentía tan incómodo. En aquella sala había tanto odio que bastaría para hacer arder toda Britania.
Aquél era un pensamiento profético, pero no lo sabía. Se volvió a preguntar por qué los humanos tratan siempre de ocultar su desprecio mutuo bajo comportamientos sociales hipócritas. Si él sintiera lo mismo que la mayoría de los humanos sentían por alguna persona o cosa en particular, se habría alejado lo más posible del objeto de su odio con tal de evitarlo. Pero allí estaban ellos, todos reunidos estudiando cuál sería la manera más eficaz de matarse entre sí. Tenía la certidumbre de que no lo harían allí, pero aparte de ese detalle, sabía que más valía no apostar en todo lo demás.
Uno de los inmensos sajones que acompañaba a Merlín se sentó al otro lado de Maeniel.
—Ese asiento es de mujeres —dijo, señalando el lugar que ocupaba Maeniel.
—No lo dudo —respondió Maeniel.
—Si la reina estuviera aquí, se sentaría en ese mismo lugar.
—Pero como no está, yo le guardaré el sitio.
—¿No te sientes ofendido? Muchos hombres lo estarían si les dices que están sentados en un sitio de mujeres. No querrían que nadie creyese que se les puede tratar como a mujeres. —El sajón sonrió con malicia.
—En este momento no me interesa ofenderme, sino comer hasta hartarme. Estoy hambriento, así que insúltame después de cenar, entonces ya tendré tiempo de ocuparme de ti.
—Tal vez vuelva a insultarte después de la cena, y también te trataré como a una mujer. —Se rió de su propia estupidez y dio un codazo a su vecino de mesa, otro de los enormes sajones de Merlín.
Maeniel, que no quería tener problemas en la mesa del rey, observó al sajón con una mirada larga, lenta y evaluadora.
—Tiene ojos de lobo —dijo el sajón, ya sin sonreír—. Yo he matado lobos.
—Y yo hombres —le respondió Maeniel.
Sintió el peso de la mano del sajón en su pierna. Maeniel bajó la suya y un instante después sujetaba aquella mano que había estado sobre su muslo entre los omóplatos del propio sajón. Con su mano libre, éste intentaba alcanzar el cuchillo que había sobre la mesa.
—Ni lo intentes —lo advirtió Maeniel—. Puedo romperte la muñeca y lo haré.
El sajón se quedó quieto. Parecía que nadie se había dado cuenta de lo que ocurría. Los sirvientes estaban repartiendo las copas y las mujeres las llenaban tras ellos con la mirada baja. Vortigen miraba al frente con una leve sonrisa en los labios, a su lado Merlín observaba a Maeniel por el rabillo del ojo.
—Más vale que no perturbes la tranquilidad del rey, de lo contrario te rebanaré el cuello con tu propio cuchillo de mesa —dijo Maeniel quedamente.
El sajón no respondió.
Maeniel le llevó el codo casi hasta el punto de dislocación. El sudor comenzó a cubrir el rostro del sajón.
—Haz lo que te dice.
—Era la voz de Merlín.
—Sssssí… —La palabra silbaba como vapor saliendo de una tetera. Maeniel soltó el brazo del sajón, y éste gimió aliviado.
Vortigen murmuró con suavidad.
—Y zurdo, además.
Maeniel permanecía en silencio, pero algo en el rostro de Merlín le resultaba desagradable. Era como si aquel hombre, sacerdote, druida o lo que fuera, tuviera una expresión de satisfacción; y a Maeniel no le gustaba. No, no le gustaba en absoluto.
Vareen puso una copa ante él. La muchacha que lo seguía llevaba el mismo collar que el resto, pero parecía que no hacía caso de su situación o no tenía miedo, pues desprendía un olor que a Maeniel le recordó al del agua clara y fría, y algo más concreto, tal vez romero. Le sonrió al llenarle la copa, y cuando Maeniel se encontró con su mirada encontró en ella algo especial.
«Vaya, soy siempre muy susceptible. Muchas cosas me molestan de los humanos, pero de sus mujeres, jamás», pensó. A la joven le bailaba en los ojos una sonrisa para él. El obispo lo había advertido sobre las mujeres. Él no le prestaba mucha atención, pero al final siempre seguía su consejo. «Pero para ellas, las más bellas, siempre he sido un lobo. Es mucho más fácil tratar con mis compañeros grises».
—No la reconozco —susurró el sajón—. No es una de las que yo traje.
Se dirigía a su compañero, sentado a su lado. La rabia que había sentido Maeniel cuando el sajón le tocó sin permiso había hecho que sus sentidos estuviesen alerta.
—Maldita sea —contestó el otro sajón también entre susurros—. Debe de ser una de las de Vareen. Me pregunto cuántas habrá logrado infiltrar entre los invitados.
—No lo sé —le respondió el sajón estremeciéndose.
—¿Has visto un fantasma, Cara Chata? —se burló el otro guerrero—. Seguro que ese cerdo tragón del britano no te ha retorcido tanto el brazo.
Maeniel se dio cuenta de que hablaban en voz baja y en su propia lengua, y no dudó de que así se sentían seguros. No sólo pensaban que nadie podría oír sus murmullos, sino que, aunque no fuese así, sería imposible que los entendieran. Alcanzó la copa el primero, se la llevó a los labios y bebió.
«Muy bueno», pensó.
—Es de una de las villas romanas de la Galia.
—No sé por qué tiene tanta fuerza —continuó Cara Chata—. No es tan corpulento ni musculoso.
—Ves magia por todas partes.
—Eso es porque esos druid…
—Cállate.
Maeniel vio que Cara Chata pegaba un brinco al recibir la patada de su compañero por debajo de la mesa.
—No hables de eso.
Maeniel tomó media copa más de vino, pero fue la última porque notó que estaba empezando a hacerle efecto; sin embargo parecía que era al único que le pasaba. Todos los invitados vaciaban sus copas de buena gana, y las mujeres hacían una ronda tras otra sirviendo más vino. Merlín se levantó. Sostenía una gran copa entre las manos, con complicadas filigranas en los extremos y rubíes engarzados. Algo en esos rubíes hería los ojos de Maeniel. Sobresalían de manera extraña.
—Brindemos por nuestro rey y por la paz tan duramente ganada que disfrutamos en esta isla. —Merlín alzó la copa hacia Vareen y le ordenó—: Llénala.
Mientras Vareen se acercaba, Maeniel se dio cuenta antes que ningún otro de que lo que Merlín sostenía entre las manos no era una copa, sino una serpiente brillante, dorada y con ojos de rubí. Vareen lanzó un grito cuando el animal se lanzó hacia él y le clavó los colmillos en la muñeca. En ese preciso instante, Maeniel notó el frío filo introduciéndose en su cuerpo. Se dio la vuelta. Cara Chata hundía un cuchillo de hoja larga, de esos característicos del pueblo sajón, en su vientre, justo por debajo de las costillas. Con una mano Maeniel agarró el hombro del sajón, y con la otra le cogió la mandíbula. Con una doble maniobra le rompió el cuello.
En toda la estancia se oían los gritos de los hombres que eran asesinados. Cuando el primer sajón se desplomó, Maeniel vio que otro apuñalaba a Vortigen por la espalda. Lo apartó de un golpe y evisceró al asesino del rey.
El lobo despertó y saltó desde las profundidades de la mente, obligando a Maeniel a que se produjera la transformación con tal de salvar su vida. Un segundo después, el lobo gris se colocó ante el asiento del rey. Estaba confundido. No conocía más que a Vortigen en aquella sala, y éste yacía muerto. Antes de que Maeniel lo matara, el asesino había cumplido su misión. Estaba seguro de que todo eso era cosa de Merlín. El lobo quería la cabeza del druida.
Algo golpeó a Maeniel como un garrote, haciéndole tambalearse, la serpiente rodeaba su cuerpo con dos vueltas. Volvió la cabeza y dos ojos rojos y centelleantes se clavaron en los suyos. A continuación lo atacó, clavándole los colmillos en las paletillas.
Si Maeniel hubiera podido gritar, lo habría hecho. En vez de eso, se convirtió de nuevo en humano. Incluso Merlín parecía asombrado ante la visión. Un poderoso guerrero desnudo lo separaba del fuego, con la piel deslumbrante por las llamas y una poderosa maquinaria de músculos bajo ella.
Vareen, moribundo, lo vio. ¡Venganza! Los mismos dioses reclamarían venganza por lo que el druida había hecho. Merlín lo había planeado todo con la ayuda de los sajones y de los grandes señores que vendían a sus propias gentes y traicionaban al gran rey. Utilizó sus últimas fuerzas para llegar a la mente del lobo y enviarle un mensaje, que era como una pequeña luz entre la confusión. «Lánzala al fuego».
Vareen yacía en los brazos de la esclava que había servido el vino a Maeniel. La muchacha olía a mar.
Ambos oyeron el grito de Merlín.
—¡No!
Se protegió la cara con los brazos, en el momento en que Maeniel se liberaba de la serpiente lanzándola, junto con mucha de su propia sangre y piel, al corazón de la hoguera. Se produjo una explosión, y salieron disparados hacia el techo troncos y trozos de la serpiente. Comenzaron a llover esquirlas de cristal como pequeños cuchillos de colores grisáceos sobre culpables e inocentes.
Las esquirlas atravesaron un brazo a Merlín y le hicieron cortes en el rostro.
El mago pegó un grito y se desplomó, al igual que docenas de sus hombres, algunos muertos y otros todavía con vida, sobre sangre y tripas, tirados junto a sus propias víctimas.
La muchacha, sosteniendo el cuerpo de Vareen entre sus brazos, sonrió e hizo un extraño gesto a Maeniel.
El viento alzó a Maeniel. Se sentía como si estuviera atrapado en los rápidos de algún río, precipitándose a la nada mientras el veneno de aquella criatura mágica salía de su cuerpo. Y después volaba sobre las nubes. Durante unos instantes vio un mar levantándose, moviéndose, agitándose entre espuma a la luz de la luna. Estaba tan alto que no podía decir si volaba o si caía.
Lo abandonó todo, voluntad, memoria y por último hasta la conciencia, para entregarse a la nada.
Maeniel pensó que ella suponía algo agradable para un lobo maltrecho y tirado en un espeso bosquecillo de serbal. Había llegado hasta allí en algún momento de la noche, o al menos eso fue lo primero que se le ocurrió al despertarse entre los árboles.
La sed le había arrancado del primario mar de oscuridad. Todo lo que había tenido lugar en el banquete de Vortigen parecía un recuerdo remoto o los últimos vestigios de una pesadilla. El hecho de soñar es común a todas las criaturas de sangre caliente, e incluso como lobo, Maeniel ya estaba acostumbrado a las pesadillas. Se levantó tambaleándose, sintiendo todavía un intenso dolor en el hombro, y fue en busca de agua.
La encontró a los pies de la colina, un manantial que rebosaba en una pila de piedra.
Bebió. La sed era una tortura abrasadora, pero bebió demasiado y su estómago devolvió el líquido sobre unos helechos, a la orilla del riachuelo. Descansó un momento y sintió que un auténtico pavor invadía su mente. Recordó la serpiente dorada de ojos rojos y centelleantes. ¿Había logrado matarla? Ella sí había matado a Vareen. De hecho, Merlín había puesto toda su atención en acabar con Vareen, considerándolo mayor amenaza que Vortigen.
Dios mío, tal vez nunca pudiera comer ni beber, pues lo devolvería todo. Moriría en medio de grandes tormentos. La sed le quemaba los labios como una brasa ardiendo. ¿Y si nunca lograra calmar esa sed? Pero él era fuerte. La mayoría de los caninos lo son, y él no se abandonaría al pánico tan fácilmente. «Descansa y deja que tu estómago haga lo mismo». Así lo hizo, y después de poco tiempo volvió a beber, esta vez más lentamente, y no se produjo ninguna reacción.
Se quedó allí durante el resto de la noche, durmiendo a ratos y bebiendo cuando se despertaba, hasta que se sintió más recuperado. Se despertó con las primeras luces. Había oído hablar de la gran Muralla de Adriano, que unía un mar con el otro por la parte más estrecha de la isla. Maeniel tardó un momento en darse cuenta de que era esa muralla lo que estaba contemplando, o al menos lo que quedaba de ella, construida en medio del campo. La muralla, el terraplén y la zanja, y en una colina cercana un castillo cubierto por la maleza y pequeños arbustos.
Durante unos minutos se preguntó cómo había podido llegar tan lejos de Tintagel, casi al otro extremo del reino, pero una serpiente que iba a beber lo distrajo. A Maeniel se le puso la piel de gallina y echó a correr dando un bramido desgarrador y amenazante. La serpiente, un ejemplar vulgar de anillos verdes, se asustó y se escondió entre la hierba. Allí se quedó, mirándolo atenta entre los tallos. Maeniel recordó su propia sed de la noche anterior y sintió pena por el animal, así que se quedó quieto y no hizo más ruidos que la asustasen. Al poco tiempo, la serpiente, envalentonada, volvió deslizándose entre las juncias tras las que se escondía y, acercando la cabeza al agua, comenzó a beber.
Maeniel se sintió realmente confundido, cuando la serpiente se dio la vuelta, lo miró y dijo:
—Tranquilo, espérame aquí.
«Lo que faltaba, ahora oigo voces», pensó.
«No, no es eso. Cállate y obedece», le dijo su parte lobo. Estaba tan malherido y débil que todo lo que podía hacer era obedecer, y cayó en un ligero sueño.
Estaba despierto cuando una hembra de liebre y sus crías se pararon a beber, y también cuando aparecieron un semental y tres yeguas que vagaban por las colinas. Pero ni siquiera se movió y permaneció cerca del macizo de rosas salvajes donde descansaba. Se sentía demasiado débil para ir tras ellos y convertirlos en su almuerzo, y mucho menos los caballos, que estaban muy inquietos por alguna razón. Temblaban de miedo.
En ese momento apareció ella, y era una estampa realmente agradable para sus ojos. Una joven loba, con las tetillas rebosantes de leche y carne en el estómago para sus crías. Bebió y sus ojos se encontraron con los suyos por encima del agua. Dio un pequeño respingo y luego rodeó el pozo para mirarlo bien.
—Madre —le dijo Maeniel—, dame un poco de lo que tienes en el estómago. Estoy muy débil.
—Tengo que cuidar de mis cachorros.
—Te compensaré una vez que haya recuperado mis fuerzas.
La hembra tomó una decisión.
—No todos los días se encuentra a un extraño descansando bajo un matorral. ¿Te quedarás conmigo o volverás con los tuyos?
—Los míos se encuentran muy lejos de aquí y no creo que pudiera encontrarlos.
—Tratas de ganar tiempo como si fueras un… —No sabía exactamente con qué compararle.
Maeniel levantó la cabeza. Ella significaba la vida.
—Me quedaré.
La hembra bajó el hocico y él lo lamió. La loba regurgitó toda la carne y, al comer, Maeniel sentía que la vida volvía a su cuerpo como la lluvia empapa la tierra tras una larga sequía. Cuando se puso en pie, estaba delgado, pero sano y aún hambriento.
Ella se había sentado y había estado observando cómo engullía la carne.
—Bien —le dijo.
Maeniel recordó lo asustados que estaban los cuatro caballos. Estaba convencido de saber la razón. El viento le susurraba muchas cosas.
—¿Osos? —preguntó a la hembra. (Los lobos son muy lacónicos).
—Sí. —Lo que quería decir: «Sí, hay osos merodeando por aquí».
—Ven conmigo.
Ella vaciló un momento.
—Yo te protegeré.
—Parece que no te costaría demasiado.
No lejos del manantial, la ladera se recortaba convirtiéndose un profundo acantilado. El oso había conseguido su presa arrinconando a los caballos en el acantilado.
Uno de los animales había muerto.
El oso comió de su grupa, luego se fue en busca de su cueva. Todavía quedaba mucha carne en el cuerpo del animal muerto. La hembra se sentó, y alzando el hocico dio un aullido de aviso.
Ella y Maeniel comenzaron a comer. Él empezó por la grupa, donde ya había comido el oso, y le dejó a ella las paletillas. Según las leyes de los lobos, ella tenía derecho a comer todo la que pudiera para así alimentarse a sí misma y a sus crías.
Sus dos hermanos llegaron un poco después, pero para entonces Maeniel ya se había saciado y estaba limpiándose.
Los lobos lo miraron.
La hembra levantó la cabeza y les habló:
—No os preocupéis por él. Además, necesito un compañero y él lo será.
Los hermanos estudiaron a Maeniel y éste hizo lo mismo. Siendo muy, muy optimistas se podía calcular que no tenían más de dos años. Ella tendría la misma edad; en una manada bien organizada y segura aún no debería haber tenido crías, pero algo les había sucedido.
—¿Hombres? —preguntó Maeniel.
Los hermanos se miraron entre sí.
—Sí.
—Me uniré a vosotros. Yo puedo aportar lo que sé.
—¿Conoces a los hombres y puedes predecir sus extraños comportamientos? —preguntó uno de los hermanos.
—Sí, no se me da nada mal. —Maeniel esperaba paciente a que terminaran de olfatearle desde el hocico hasta la cola. Después de todo, ellos eran los que se habían unido a la comida de su hermana.
Maeniel se sentó y golpeó el suelo con la cola de vez en cuando. Estudió las diferentes alternativas. ¿Por qué no? Ellos necesitaban su ayuda. El amor entre los lobos no daba tantas satisfacciones como el de los humanos, pero, Dios mío, la de complicaciones que conllevaba el deseo humano. Tenía otras obligaciones, pero no sabía cómo encontrar el camino de vuelta a Francia, o si ni siquiera podría lograrlo. Incluso si así fuera, tardaría meses o años en atravesar aquel país sacudido por la guerra. Si lo que había sucedido la noche anterior era una señal de cómo estaban las cosas en Britania, no era un buen sitio para encontrar ayuda. Además de tener una deuda de gratitud con la hembra lobo, estaba cansado de los humanos.
«Necesito un descanso —pensó—. He hecho todo lo que he podido por los bagandas, ya no puedo darles más. Me quedaré».
Tras estas consideraciones, ya había tomado una decisión. Se levantó cuando la hembra terminó y la acompañó hasta la guarida para alimentar a las crías. «Será agradable volver a tener una familia. Hace ya tanto tiempo». En vez de sentir resentimiento y cansancio, descubrió que la compañía de la hembra le aliviaba el espíritu, y se sintió muy agradecido.