CAPÍTULO 19

rturo había percibido su presencia. Y, lo que es más, sabía a grandes rasgos quiénes eran. Se había dado cuenta de que no eran Merlín ni Igrane. Pensó que Morgana debía de haber encontrado un modo de observarlo. No lo sorprendía, pero no creía que ni siquiera ella pudiese llevarlo de vuelta, no con tanta facilidad.

Recordó la vasija al pie del precipicio. Intentó alejar de su mente la aprehensión que le causaban esas cosas. El manto cubierto de estrellas de Igrane siempre le había dado escalofríos. Y sabía que en el espejo veía cosas que le decían los movimientos de los demás. Lo utilizaba para aterrorizarlo cuando era un niño. Le decía que jamás podría escapar a su mirada.

Una noche, despierto en mitad de la noche por culpa de una pesadilla, había confesado sus temores a Morgana. Desde entonces había empezado a confiar un poco más en ella. Nadie en su fortaleza le ponía las manos encima llevado por la furia. Más tarde descubrió que ella había prohibido que nadie lo tocase. No era una costumbre corregir a los niños golpeándolos, entre su pueblo no, pero los sajones y los romanos eran muy violentos con sus pequeños. Y por eso esas órdenes no provocaron resentimientos.

Además, como la mayoría de los niños maltratados, él se portaba terriblemente bien. Así que cuando empezó a confiar en Morgana, ella tuvo mucho cuidado de no traicionar esa confianza. Le indicó las limitaciones del espejo de Igrane, y él estaba razonablemente seguro también gracias a que ella lo había protegido con un tipo de encantamiento que impedía a Igrane encontrarlo mientras estuviera bajo sus cuidados.

Sonrió un poco al recordarlo, y después volvió a sus reflexiones sobre la vasija, como la posibilidad de que le pudiera servir de alguna ayuda. Llegó a la conclusión de que no lo sabría sin investigar más.

Balin interrumpió su reflexión.

—Allí están.

Arturo vio una columna de humo blanco que salía de un bosquecillo de robles jóvenes que había cerca.

—No esperan nuestra visita —dijo Arturo—. ¿Cuántas muertes serán necesarias?

—Ésa es una pregunta bastante extraña viniendo de ti.

—No estoy por matar a no ser que sea necesario. Si esos tres hubiesen pertenecido a mi guardia más leal, los habría ejecutado si hubiesen abusado aunque fuese de una esclava, como hicieron con tu mujer. Aunque sea triste, hay criaturas que es mejor eliminar de la superficie de la tierra. En el mejor de los casos, ese tipo de comportamiento demuestra una peligrosa falta de autocontrol. La primera cualidad de un guerrero es el autocontrol.

—Sí —respondió Balin lentamente.

—Voy a ver cuántos son.

—¿Puedo acompañarte? —preguntó Balin humildemente.

—Sí, el resto esperad aquí.

Arturo se movía silenciosamente. Tan sigilosamente que dejó estupefacto a Balin. Seguía su mismo camino, evitando pisar las hojas secas, y las ramas que pudiesen crujir bajo sus pies. Poco después, estaban en el límite del claro, bajo la sombra alargada de los esbeltos robles, observando a dos hombres que estaban sentados cerca de una hoguera, en el centro de la arboleda.

Las cosas se solucionaron muy deprisa. Los dos hombres no querían luchar contra Arturo, y entregaron las armas prácticamente al momento.

Arturo observó a los tres jinetes. Los muertos.

—¿Realmente están muertos? —preguntó a Balin.

—Sí.

Uno de los prisioneros, un hombre corpulento con la nariz rota, intervino:

—A mí me dan escalofríos. Ella… —señaló la torre— es su señora ahora.

—¿Ella vive en la torre? —preguntó Arturo.

El otro prisionero, un pelirrojo muy robusto, contestó:

—Dudo que «vivir» sea la palabra correcta. Me azotarán por rendirme tan fácilmente, pero sobreviviré. Ya no quiero seguir formando parte de esto.

—Entiendo que ninguno de los dos es un devoto seguidor del rey Bade —dijo Arturo.

Se miraron entre sí, luego a Arturo y a Balin.

—¿De dónde diablos es? —preguntó el pelirrojo.

—Yo… no… no estoy muy seguro, Firinne —respondió Balin al pelirrojo.

Al menos es sincero —dijo Arturo—. Yo tampoco lo sé.

—No —continuó Firinne—, no somos devotos seguidores del rey Bade. Somos sus prisioneros y esclavos, igual que Balin es… o era. ¿Lo consiguió Eline?

—Sí. Bax nos guió entre los pantanos. Sabe dónde están las zonas secas, los carnívoros lo temen, y también encontró el camino a través de la barrera de espinos. Tardamos tres días, pero lo conseguimos.

—Dios, me alegro.

—¿Por qué no os quedáis? —preguntó Balin.

—Sí —preguntó Arturo—. ¿Por qué no? ¿Para qué vais a volver y que os castiguen?

—Mi mujer y mi hijo están allí —dijo Firinne—. Ellos son la garantía de mi regreso. Además, vivo bastante bien. Los soldados del rey no tienen mala vida. Eline era una de las cuidadoras de los perros del rey. Él… —señaló a Balin— trabajaba los campos. Sin mujer, dormía en los barracones. Si Eline no se lo hubiese llevado con ella, todavía seguiría allí. Ella y ese perro fueron los que le sacaron.

Balin parecía avergonzado.

—¡Firinne!

El de la nariz rota intervino:

—No hacía falta que insultaras al pobre hombre delante de su jefe de batalla.

—¿Eso eres? —preguntó Firinne—. ¿El jefe de batalla? Más bien tienes aspecto de un forajido sin suerte.

Arturo echó la cabeza para atrás y se rió. «¿Hacía cuánto que no me reía así?», pensó.

—Bueno, sólo hay que mirarlo —dijo Firinne—. Lleva la ropa bastante limpia, pero está punto de caerse a pedazos. Y un pájaro podría anidar en su barba. Si ni siquiera lleva armas.

Arturo se acarició la barba y sonrió.

—No las necesito.

—Es verdad —dijo Balin, y señaló los tres cadáveres a caballo—. Se ha encargado de esos tres.

Firinne y su compañero se quedaron callados.

—Por eso te dije que no ofreciéramos resistencia —dijo Nariz Rota—. Cuando lo vi, tuve un presentimiento.

—Vale, muy bien, yo los maté. Y ahora, ¿cómo me deshago de ellos? Por lo visto con matarlos no basta.

Balin le respondió con una pregunta.

—¿Eres bueno con la honda?

—Aceptable, sólo aceptable.

Balin le entregó su honda y, sorprendentemente, algunos proyectiles de plomo.

—Vacíales la calavera —dijo Nariz Rota.

Arturo asintió y miró al que estaba más lejos, el que tenía la herida de la espada en la espalda.

—Uno.

Balanceó la honda.

La cabeza del cadáver explotó.

—Dos. —Arturo se volvió hacia el de las cuencas vacías. Tenía la cara vuelta hacia ellos, hasta que se quedó sin cabeza.

—Tres —dijo Arturo.

Los puntos del cuello saltaron, y la cabeza quedó colgando grotescamente hacia un lado, sujeta sólo por la piel, antes de deslizarse por la silla.

—Tenías razón. Mejor no ofrecer resistencia —dijo Firinne.

—Ahora llama a los demás —dijo Arturo—. Agrupad el ganado y enterrad o quemad esa carroña, lo que sea con tal de librarnos de ellos. Y contadme sin avergonzaros cómo es el rey Bade, cómo esclaviza a sus hombres, cómo los controla y por qué.

La historia resultó sorprendentemente familiar a Arturo. Muchas de las familias más poderosas que poseían tierras entre los romano-britanos no eran mucho mejores que ese rey Bade. El cual tenía, para ser justos, la excusa de no ser humano.

Eso fue algo en lo que todos los presentes estuvieron de acuerdo. No era humano, aunque ninguno se sentía con fuerzas para adivinar qué podría ser. ¿Un demonio? ¿Algún tipo de dios?

La palabra «demonio» era muy amplia: ángeles caídos, espíritus de muertos malignos, espíritus malvados en general, y una clase más de seres en los que casi todo el mundo creía. Espíritus de la tierra, indiferentes a la bondad o a la maldad de los humanos, que tienen sus propias prioridades.

Conocía la versión de Morgana de los hombres ciegos y el elefante, y estaba seguro de que ninguno de los individuos con los que estaba hablando tenía pruebas suficientes para hacer una hipótesis razonable sobre la naturaleza del rey. Se pusieron de acuerdo en uno de sus rasgos: era extremadamente cruel.

Se mantenía separados a hombres y mujeres. Dada la naturaleza de las personas, las medidas tomadas por las clases dominantes de Bade a menudo fracasaban. Pero se mataba a los niños nacidos de tales uniones, normalmente en abortos causados por las cuidadoras de perros como Eline. Se hacía aplastando el feto en el vientre de la madre, un procedimiento terriblemente doloroso para la mujer, a la que no se le daba nada para aliviar su dolor, aunque seguramente el feto ya hubiera muerto a causa de las drogas preparadas por las mujeres de los perros, como se las llamaba.

Sí, aquellos individuos con mayores cualidades, a los que Bade encontraba más útiles que al resto, disfrutaban de mejor trato y más privilegios, como tiempo libre, o poder aprender a leer y escribir, más alimentos e incluso cierta libertad de movimiento. Además, el derecho de disfrutar de la compañía del sexo contrario de vez en cuando. En ningún momento se permitía explícitamente a las cuidadoras de perros tener amantes, pero normalmente (siempre a escondidas, por si acaso) los tenían.

Eline lo tenía. Balin. Compartieron abrazos a escondidas durante casi un año. Entonces ella descubrió que estaba embarazada. Tenía una salida fácil: podía informar a la encargada de las mujeres, tomar las drogas y abortar. O podía intentar escapar.

Las mujeres controlaban los perros, pero éstos eran los verdaderos luchadores. Eran los dientes de Bade.

—Eso es lo que son los perros —dijo Balin a Arturo—, los dientes de Bade. Por alguna extraña razón lo encuentra divertido. Nadie sabe por qué. Los perros están obsesionados con las mujeres. Los perros guardianes son machos, todos machos. Las hembras sólo se utilizan para reproducirse. Y matarán al instante cuando su cuidadora lo ordene. Y así es, Dios mío, vaya si lo hacen.

Todos asintieron antes estas palabras. Para entonces todos los hombres y la mayoría de las mujeres habían cruzado el río, y estaban agrupando el ganado y llevándolo a sus casas. Todos distinguían a sus animales, normalmente hasta los conocían por sus nombres. La mayoría eran vacas con terneros que todavía tenían que amamantar. Casi todos eran de color fresa, con orejas rojas, vacas lecheras preciosas. En su mundo se sentía mucho respeto por vacas así, y la mayoría de las vacadas pertenecía a familias muy poderosas. Pero Balin le explicó que todo el ganado de ese lugar era así, y Arturo recordó la leche tan cremosa y buena que había tomado en la casa. Era una buena raza de vacas lecheras.

—Así que las mujeres mantienen el orden entre los esclavos —dijo Arturo.

Balin asintió.

—Supongo que puede decirse de esta manera. —No parecía muy dispuesto a adoptar ese punto de vista—. Sin embargo, no funciona exactamente así.

—Díselo —dijo Firinne—. No hagas que parezcamos peor de lo que somos. Los hijos de las cuidadoras de perros no siempre mueren. Se permite que algunas, las que consideran de más confianza, los tengan. Sus hijos pertenecen al rey. Yo soy uno de ésos. Mi madre es la esposa del jefe, mi mujer una de las cuidadoras. Si no vuelvo, mi madre perderá su posición. Mi esposa se convertirá en una de las mujeres de consuelo y mis hijos morirán, pues todavía no tienen edad de trabajar, ninguno llega a los ocho años. No puedo hacer eso a mi madre y a mi mujer. Espero sobrevivir a los azotes. Pero aunque no sea así, al menos ellas estarán a salvo.

—¿Mujeres de consuelo? —preguntó Arturo.

—La mayoría de los hombres no tienen mujer propia. ¿Tú qué crees? —le preguntó Nariz Rota como respuesta.

Caradog se adelantó hasta el grupo de hombres que rodeaban a Arturo.

—Dijiste que los enterráramos, pero esos cadáveres siguen moviéndose.

—Enterradlos de todos modos —contestó Balin—. Lo mismo pasa con las serpientes cuando les cortas la cabeza. Pero mueren con la puesta de sol, y lo mismo pasará con esos tres.

Para la puesta de sol no faltaba mucho. En ese momento la mayoría del ganado ya se había ido guiado por sus dueños. Sólo Balin, Caradog y los dos sirvientes de Bade acompañaban a Arturo.

Balin miraba hacia la torre con aprensión.

—Seguro que ella se enoja con nosotros. Mejor cruzamos el puente al atardecer. Firinne, si vamos a regresar, mejor partir ahora y salir de su valle.

Firinne y su compañero de la nariz rota empezaron a recoger apresuradamente sus pertenencias del campamento. Arturo se quedó mirando la torre al otro extremo del valle. La luz se había vuelto de un naranja intenso, y la torre brillaba como un dedo de oro cubierta de vegetación, un extraño esplendor y belleza en la oscuridad.

Sólo cuando Arturo dejó de mirar al reluciente chapitel se dio cuenta de lo cerca que estaba la noche. Vio cómo las sombras habían empezado a condensarse en las zonas en penumbras debajo de los árboles. La pradera seguía reluciendo, la larga hierba brillante bajo los rayos del sol que se ponía en occidente, pero en las partes más espesas el bosque ya se preparaba para dar la bienvenida a la noche.

Arturo empezó a caminar hacia la torre, su sombra en movimiento parecía un dedo sobre la hierba que señalaba el Este.

—¡Deténte! —exclamó Balin—. Ir allí significa la muerte.

—¿Quién lo dice? —preguntó Arturo sin darse la vuelta ni aminorar el paso.

—¡Todos! —gritó Balin, y empezó a correr tras Arturo.

Cuando casi lo hubo alcanzado, Arturo volvió a hablar, de nuevo sin volverse o aminorar la marcha.

—Vete a casa, amigo mío. Si intentas detenerme, te heriré. No te mataré. Tengo mucho respeto por esa buena mujer que tienes. Pero te heriré. Tengo gravedad. Vete a casa. Tu mujer te necesita. Nadie ni nada me necesita a mí.

—¿Por qué? ¿Por qué? —gritaba Balin, justo detrás de Arturo.

—No tengo tiempo para explicártelo. Necesitaría demasiado tiempo.