CAPÍTULO X

La ceremonia se celebró con sencillez. Fueron testigos el capitán Gilbert Ellis y el sargento Hugh Lynn, apadrinando a los contrayentes Elena Waring y Joss Temple.

En la casa del inspector, todos brindaron por la felicidad de los novios.

El ambiente, de grata intimidad, fue roto por el repiqueteo del timbre del teléfono. Hugh Lynn descolgó el aparato, tendiendo el auricular a Steve.

—Es para usted.

Asombrado, el joven le tomó, inquiriendo:

—¿Quién llama?

—John Ritter —le respondió una voz conocida al otro lado del hilo—. No me atrevo a presentarme ahí pero quiero que sepas que Madeleine y yo te deseamos lo mejor. Reharemos nuestras vidas.

—Me alegro. Dile que se ponga.

Hubo una breve pausa al otro extremo del hilo.

—Hola, Steve. Te has ganado la dicha. Perdóname si indirectamente te hice algún daño. Ya has oído a John. Adiós.

—Suerte.

Waring colgó el auricular, quedando unos segundos pensativo. Elisa le preguntó:

—¿Quién era?

—Un buen amigo. El pasado acaba de morir.

Bebieron en silencio. Steve, atrayendo hacia sí a la que ya era su esposa, dijo:

—Siento no poderte ofrecer un porvenir mejor. Es lo único que me apesadumbra.

Joss Temple, que le había escuchado, consultó en alta voz:

—¿Le damos ya la sorpresa?

Todos asintieron, alegres. El inspector ordenó:

—Vayamos allá.

—¿De qué se trata, Elena?

—No debo decírtelo. No me pongas en un compromiso.

En dos automóviles descendieron por la Wester Avenue, doblando por la calle Dieciséis hasta la avenida Island, deteniéndose ante un moderno garaje.

—Es tuyo, Steve. En los tres meses que guardaste cama, Gilbert, Hugh y yo nos preocupamos de instalarlo. Hemos invertido nueve mil dólares de la recompensa, que a ti sólo pertenece. Los otros mil están a tu nombre en el First National Bank. ¿Qué te parece? Es nuestro regalo de boda.

Steve Waring, incapaz de pronunciar ni una sola palabra, estrechó emocionado las manos de los tres hombres y luego recorrió el moderno taller y las instalaciones, encontrándolas perfectas. Se volvió a Elisa.

—¿Sabías tú algo?

—No —intervino Joss Temple—. La Fortuna premia tus horas de angustia…

Los esposos se miraron sonrientes, felices. Les aguardaba un futuro de dicha…

FIN