CAPÍTULO IV
Steve despertó muy tarde y se dirigió en pijama en busca de Madeleine para que le zurciera el roto del pantalón. Temiendo ser recibido a balazos llevaba la «Parabellum» en la funda sobaquera, sobre la camiseta. Le sorprendió la sonrisa de William Sperling y su ofrecimiento al saber lo que pretendía.
—Ve a mi cuarto. Tenemos aproximadamente las mismas proporciones. Coge el traje que más te agrade.
Waring le obedeció y veinte minutos después escuchaba las palabras del «boss»:
—He hablado con el jefe. Óyeme sin interrumpirme.
William hizo una pausa.
—¡No sé hasta qué punto estarás enterado de las leyes que rigen el mundo del hampa! Pese a los esfuerzos de la Comisión Senatorial de Investigación del Crimen, los sindicatos ejercen una influencia decisiva en el gobierno de la nación. Grupos de «gangsters» organizan campañas electorales y practican el soborno en las más altas esferas. Los indeseables se han agrupado en dos organizaciones poderosas que no entorpecen su mutua labor. Han dividido en zonas el país. Si alguna diferencia surge, la mafia, la famosa sociedad secreta siciliana, juzga en justicia. Ella es la que cierra los labios de amigos y enemigos, liquidando al imprudente que se atreve a confiarse a la policía.
Sperling, vanidoso de sus conocimientos sobre el llamado «segundo gobierno», calló unos minutos ofreciéndole a Waring un cigarrillo. Con mayor énfasis continuó:
—El jefe no quiere nada con los sindicatos y ha montado un negocio por su propia cuenta. Varios «gangs» trabajan para él, que se cuida mucho de no interponerse en el camino de los magnates del crimen. Estos fingen ignorarlo para no buscar más complicaciones. ¿Oíste hablar del contrabando de brillantes?
¡Brillantes! Una luz acababa de encenderse en la memoria de Waring. Esa palabra la había escuchado en el domicilio de Forrest. Recordó: «Te diré dónde debes ocultarlos. En tu pelo…, en el tacón de tus zapatos…». ¡Por fin! Ésas eran las secretas actividades del abogado.
—Hace unos meses descubrieron un importante envío en la carrocería de un automóvil. Al parecer ha habido un soplo y esperan en la estación de Illinois a uno de nuestros hombres que consiguió desembarcar en Nueva York sin ser molestado. He querido ponerte en antecedentes porque la prudencia aconseja que seamos nosotros dos los que intervengamos. Después de comer te explicaré el plan. El tren llega a la una. ¿Algún reparo?
—Ninguno. ¿Quieres llamar a Madeleine?
William hizo un gesto y se levantó. La voz de la muchacha se dejó oír.
—No hace falta.
Con estudiados ademanes, la mujer besó al «gángster» en las mejillas, sentándose. Sperling, halagado por la desacostumbrada caricia, lo hizo junto a ella, Waring inquirió:
—Quisiera teñirme el pelo de rojo. Necesito también una crema que cambie el color de mi piel y unas gafas con cristal sin graduar. ¿Puedes proporcionármelo?
La joven, sonriendo, replicó:
—No, en este momento; pero iré a comprarlo. Así aprovecharé para reponer mi tocador. ¿Has desayunado?
—Aún no.
—Habrás de conformarte con unos sándwichs de mantequilla y mermelada y zumos de fruta.
Madeleine salió, sonriendo al «boss», que, muy ufano, dijo a Steve:
—¿Ves? Hay que conocerlas. Necesitan una mano dura que las gobierne. Son todas iguales.
—Te equivocas, William. Ella no es como las demás. Cuida de no equivocarte.
—No te entiendo.
—Ni lo pretendo tampoco. Dame otro cigarrillo.
—Quédate con el paquete. Voy a la calle. No te muevas hasta que regrese.
Asombrado por la inusitada generosidad del «gángster», Waring asintió:
—Descuida. No soy tan necio como para exponerme a que me cojan.
Una vez solo, Steve meditó sobre la razón por la que Sperling se mostraba tan satisfecho y una sospecha le hizo crispar los labios en un rictus de crueldad.
* * *
Eran las once y media de una noche lluviosa. Un «Cadillac» negro volaba en dirección a Michigan City en el estado vecino de Indiana. Lo conducía William Sperling acompañado de un hombre pelirrojo, con gruesas gafas de concha. Recién afeitadas las mejillas, el bigote comenzaba a sombrearle el labio superior endureciendo aún más el rostro de Steve Waring.
—Ya llegamos —dijo el «boss»—. En este cruce de vías el tren pasa muy despacio y es fácil saltar a él desde el puente de señales. El guardagujas se halla en aquella caseta y acciona automáticamente el cambio. No nos verá. Tenemos tiempo de tomar un trago. Ese endiablado clima de Chicago es capaz de terminar con el hombre más fuerte. ¿Llevas gabardina?
—Sí; pero no la que me diste. Era demasiado clara para exponerme con ella. Traigo una oscura.
—Buena previsión. Con razón el jefe te mima tanto. Me ha recomendado que cuide de ti.
—Lo dudo. ¿No será que pretendes confiarme?
Sperling quedó desconcertado, no sabiendo qué responder a una pregunta que era casi una acusación. Steve le vigilaba. El «gángster» rompió en una risa falsa.
—¡Qué cosas se te ocurren, Waring! ¿Crees que siendo así íbamos a confiarte una fortuna en joyas? Sal. Conviene que tomemos posiciones. Vigilaré al empleado no se le ocurra aparecer estropeándolo todo.
—De acuerdo.
Con el sombrero hasta las orejas y las solapas del impermeable ocultándole el rostro, Steve se separó del «boss» encaminándose a un arco de hierro en el que había numerosas señales luminosas.
Utilizó una escalera dispuesta para efectuar cambios y reparaciones y minutos después se hallaba tendido de bruces detrás de una gruesa viga de madera. Para no ser visto por el conductor del tren se incorporaría cuando la máquina hubiese pasado. Una leve llovizna le azotaba. Distinguió a su compañero agazapado detrás de unos fardos de mercancías.
Esperó, sintiendo más fuerte el latido del corazón. Lejos, silbó una locomotora. El momento se acercaba.
Alzó la cabeza. Como un gigantesco gusano de luz el tren se aproximaba reduciendo progresivamente la velocidad.
No tan despacio como le asegurara Sperling pasó la máquina entre un ruido inmenso de hierros. Steve vaciló unos segundos y ellos fueron causa de que estuviera a punto de fracasar en la primera misión que le confiaban.
Venciendo el temor que le dominaba saltó sobre el techo del último vagón, asiéndose desesperadamente al reborde de uno de los ventiladores.
Con un esfuerzo sobrehumano consiguió ponerse de rodillas. Vio a William saludándole con la mano. El rostro del bandido se había abierto en una sonrisa feroz.
Steve recordó las instrucciones recibidas. Tenía que llegar al segundo coche de cabeza y descolgarse a la tercera ventanilla a una hora exacta.
Con evidente riesgo de la vida, arrastrándose, llegó al lugar elegido. Muchas veces estuvo a punto de estrellarse al saltar de uno a otro vagón. Miró al reloj. Faltaban cuatro minutos.
Ató una cuerda a un gancho lateral y aguardó con inquietud. ¿No sería todo una farsa de Sperling para deshacerse de él?
El tren aumentaba la velocidad en las proximidades del límite de los Estados de Indiana e Illinois. Durante varios kilómetros las vías bordeaban el lago Michigan.
Waring, decidido a no dejarse cazar, asió la cuerda con firmeza, deslizándose. No fue necesario que bajara mucho. Una mano asomó tendiéndole un maletín, que se apresuró a recoger. El plan se realizaba a la perfección.
Subió intentando abrir la pequeña valija, cerrada con llave. No podía entretenerse en utilizar la ganzúa y poniéndose en pie se decidió. Su cronómetro le indicaba que era el momento propicio.
Tomó impulso y al pasar el convoy un estrecho puente, sobre el Michigan, se lanzó a las aguas del lago. En el aire, como una ráfaga, le asaltó el temor de chocar contra rocas sumergidas, pero no fue así. Apenas sintió en su cuerpo el frío del líquido elemento braceó, saliendo a flote.
Se admiró de no estar muerto. La empresa que acababa de culminar con éxito bien podría calificarse de suicida.
Avanzó unos metros. El ruido de una motora te convenció de que se había tirado con matemática exactitud.
La luz de un reflector le iluminó, cegándole. Oyó que le llamaban por el falso nombre adoptado en el mundo del hampa:
—¡Mac!… ¡Mac!…
—Aquí estoy, muchachos.
—Danos el maletín. Subirás mejor.
Waring alzó los ojos distinguiendo a dos hombres del «gang». Uno esgrimía una pistola. El pensamiento de que iban a matarle se adueñó de él. No perdió la serenidad.
—No me molesta. Ayudadme.
Mientras se izaba a bordo observó que el «gángster» armado se apartaba para precisar la puntería. La sospecha se convirtió en certeza y con increíble agilidad se escudó detrás del que le ayudara a entrar en la motora, el cual recibió los proyectiles en su cuerpo.
Soltó el maletín de las joyas y sacó su «Parabellum». Tiró una sola vez alcanzando a su enemigo en el pecho. Steve se acercó al que quiso matarle, que yacía en el fondo de la canoa, preguntándole:
—¿Quién ordenó mi muerte? ¡Contesta!
—El «boss». Nos aseguró que sería fácil.
El herido jadeó. Hablar le costaba trabajo. Prosiguió:
—Sperling es peor que una hiena. No te fíes de él. Un coche aguarda en Lake Shore Drive, a la altura del parque Lincoln. Hará señales con los faros. No tenía nada contra ti. Me limitaba a obedecer.
—Lo sé —respondió Waring para tranquilizarle—. Pondré a toda marcha la canoa para que te curen lo antes posible.
Así lo hizo y la gasolinera emprendió una veloz carrera dejando tras de sí una ancha estela de espuma.
A la altura del puerto, Steve paró el motor, dejando que la embarcación se deslizase con el impulso adquirido y aprovechó esos minutos para examinar al «gángster» que le hiciera tan interesantes confidencias. Estaba muerto, con la mirada fija en un cielo cubierto de negros nubarrones.
Pensando en su propia seguridad arrojó los cadáveres y a la luz de su linterna examinó el fondo de la canoa decidido a hundirla apenas la abandonase.
Abrió el maletín, tras forcejear en la cerradura, quedando asombrado de lo que contenía. Tubos de carmín para los labios, cajas de polvos, frasquitos de esencia y, en suma, un muestrario completo de perfumería. Lo cerró, poniendo otra vez en marcha la motora. No tardó en divisar el macizo muro que separa y protege Lake Shore Drive del lago.
Encendió la linterna esperando la señal, que no tardó en producirse. Los faros de un automóvil iluminaron el agua y hacia allí se encaminó no sin antes, ayudándose de una barra de hierro destrozar dos tablas, muy cerca de unas escaleras de piedra. Saltó a ellas en el preciso instante que la lancha se hundía. Un hombre salió a su encuentro.
—¿Y los demás? —le preguntó.
—Murieron. Tuvimos un tiroteo con la policía. Llevadme junto al jefe.
Recordó entonces que quizá su «Parabellum» se habría inutilizado con el agua, pero, no obstante, apretó la culata entre sus dedos.
En el interior del vehículo, conducido por el mismo que bajó al embarcadero, sintió por vez primera un estremecimiento. Las ropas se secaron en su cuerpo con el leve aire de la noche.
Se extrañó que no hubieran mandado más «gangsters», manifestándolo así al que conducía.
—No te sorprenda. Contaban con los que han caído.
El automóvil corría por la avenida de Chicago. Steve reparó que se dirigían al barrio comercial y en su corazón se abrió un recuerdo al penetrar por La Salle. Se detuvieron en el mismo portal por donde desapareciera la gentil Elisa Robin.
Siempre con la maleta en la mano, en el ascensor, Waring siguió al que le guiaba hasta el cuarto piso. El chofer abrió la puerta con un llavín, pero no entró.
Atravesó el vestíbulo llegando a una especie de despacho donde Steve sufrió un gran sobresalto al ver a una muchacha.
—¡Usted! —dijo ella.
—Sí. Siento encontrarla en este lugar. ¿Está sola?
—No —respondió William Sperling, que llegaba en ese momento—. Enhorabuena.
El joven no respondió. Ignoraba si su arma funcionaría en caso necesario. Se contuvo merced a un supremo esfuerzo, sentándose.
—Dadme un buen trago de whisky. Estoy aterido de frío.
La mujer se levantó a servirle. El «boss» se acercó para tomar entre sus manos el maletín. Waring le cortó en seco.
—No tengas prisa. No voy a estafaros. De pretender hacerlo rae hubiera sido fácil huir. Eres demasiado impulsivo para mandar. Siéntate también o habré de levantarme. Estoy en inferioridad de condiciones si hemos de enredarnos a tiros.
William echó a broma las palabras de Steve.
—¡Qué cosas se te ocurren! Hay quinientos de gratificación por el trabajo.
—No eres muy generoso que digamos. ¿No le parece, señorita? Es usted muy buena fisonomista. Espero que no lo sea tanto la policía. Me ha reconocido pese a mi disfraz.
—¡Pobre disfraz! —se burló Sperling—. Has perdido las gafas y tu tez ha recobrado el color.
—Te equivocas. Las guardo en su estuche y providencialmente no se han roto.
La muchacha explicó al «gángster».
—Es el hombre de que te hablé.
El «boss» no respondió, malhumorado. Steve, depositando el maletín sobre una mesa, dijo:
—Deseo que le abráis en mi presencia.
—Esperemos al que trae la llave. Toma otra copa.
—Gracias.
El joven, sin una palabra, apuró la bebida y acomodándose en uno de los rincones sacó la «Parabellum», desmontándola hábilmente. Hizo un único comentario:
—Conviene tener dispuestos los colmillos por si hay que morder.
Una vez el arma en disposición de disparar metió una bala en la recámara. Luego, seguro de sí, inquirió:
—¿No te interesa la suerte de los que me acompañaban, William?
—Supongo que no les habrá sucedido nada. Tenían orden de no venir aquí.
—¿Y de nada más?
Desconcertado, el «gángster» repuso:
—No te entiendo.
—Sería estupendo que no mintieras. Tuve que matarlos para impedir que me asesinaran. ¿Interesante? Uno de ellos habló antes de morir. Me aseguró que tú…
Calló, jugando con la pistola. Sperling, muy pálido, no le perdía de vista.
—Continúa —apremió con voz ronca.
—Poco queda. Sigues la historia con demasiada atención para no ser culpable de lo de que un hombre moribundo te acusa: ¡de haber decretado mi muerte!
Sus palabras sonaron como trallazos. Elisa se revolvió inquieta en el asiento.
Hubo un largo silencio. Los sentidos se afinaban en espera de lo que parecía inevitable.
La tensión fue rota por el repiqueteo intermitente del timbre. Los tres miraron a la puerta en la que apareció un hombre joven, de rostro anguloso. Su cara expresaba alegría.
—Ya estoy aquí, amigos. ¡Buen chasco se han llevado los que me aguardaban! Supongo que tú eres el que recogió la maleta, ¿no?
—Sí.
—Te portaste bien. Llevábamos más velocidad de la prevista debido a unos minutos de retraso que ganamos a la altura del lago. Me llamo George Sprigg.
—Yo, Mac Pardee.
Los dos hombres se estrecharon la mano. Steve pensó si no sería aquél el jefe, pero desechó pronto la idea. Según Madeleine no se mostraba a nadie.
El recién llegado procedió a abrir el maletín sacando los productos de belleza. William, inquieto, preguntó:
—¿No te habrán seguido?
—No. Quedaron tan apabullados que se les quitó el deseo de seguir trabajando.
Waring guardó la pistola en el bolsillo exterior de la americana, manteniéndola empuñada y en disposición de hacer fuego. No era necesaria la precaución porque Sperling estaba ocupado ayudando a George Sprigg. Éste indicó:
—Quitad las barras de carmín y deshacedlas con los dedos. Hay una piedra pequeña en cada una. Yo me ocuparé de la esencia.
Con una pequeña navaja arrancó la etiqueta de caucho de un tapón. A los ojos asombrados de Steve apareció un brillante.
—Muy ingenioso —comentó.
—Los «sabuesos» lo hubieran descubierto también.
Los frascos, de distinta anchura de cuello, dejaron paso a cajas de polvos. George deshizo las borlas en cuyo interior venía el contrabando.
Media hora después, mientras se lavaban las manos en una palangana que llevó Elisa, el «boss» dijo gozoso:
—Hay más de cuarenta piedras. ¡Una verdadera fortuna!
—Sí —replicó fríamente el contrabandista de joyas—. He terminado mi trabajo. Dame la «pasta» y me largo. ¿No sabéis quién puede haber dado el «soplo» a la «bofia»? Si no me doy cuenta en Buffalo de que me seguían, me caigo con todo el equipo.
William sacó del bolsillo de su americana un grueso fajo de billetes, que distribuyó entre Elisa y George, entregando unos cuantos a Waring. Éste preguntó:
—¿Qué os lleváis vosotros?
—Tres mil —respondió Sprigg con una chispa de ironía en sus pupilas.
—Entonces me faltan dos mil quinientos. ¡Venga!
El tono imperativo no dejaba lugar a dudas. El «gángster» sacó más dinero, dándoselo al joven, que inquirió de nuevo:
—¿Puedo confiar en que os estaréis quietos mientras le doy una paliza a un traidor?
—Desde luego —contestó Elisa Robin.
Waring, volviéndose a Sperling, habló:
—Diste orden de que me liquidaran porque no tienes valor para hacerlo cara a cara. Quiero machacarte esos labios de cerdo.
El «boss», airado, llevó su mano derecha a la funda sobaquera. Antes de que lograra asir la pistola, ya estaba encañonado por la «Parabellum».
—Desármale, George. Lucharemos de hombre a hombre.
El aludido obedeció. Odiaba a William por su despótica autoridad.
—Podéis pegaros a gusto. No hay inquilinos en el piso de abajo.
Waring entregó su arma a Elisa.
—Te ofrezco mi vida. A pesar de todo tengo fe en ti.
Relampaguearon peligrosamente los ojos de George Sprigg. Amaba a la muchacha. Apartó a un lado la mesa.
Steve y Sperling, frente a frente, se observaron con ferocidad. Fue el «gángster», el primero en atacar, abalanzándose ciegamente contra su enemigo, que se apartó, no sin propinarle un fuerte izquierdazo en una oreja.
—Eres muy torpe para enfrentarte conmigo. Pesas demasiadas… arrobas.
El insulto encolerizó más a William, cuyos brazos se movieron intentando alcanzar al joven en la mandíbula. Éste, en un ágil juego de piernas, se echó atrás para descargar luego un terrible «uppercut» que derribó al jefe de la cuadrilla de pistoleros.
Esperó a que se incorporara, y sus puños machacaron virtualmente el rostro de Sperling, que, sabiéndose perdido, en un esfuerzo desesperado, consiguió apresar a Waring de la cintura, derribándole. Steve respiró el aliento del miserable, y en su rostro cayeron algunas gotas de la sangre que al «gángster» le corría por las cejas. Sintió que unos dedos de hierro se aferraban a su garganta, y sabiendo desesperada su situación, pretendió evitar, sin conseguirlo, la mortal tenaza.
Su vista comenzó a enturbiarse. ¡Era el fin! La cara de William se agigantaba en sus pupilas, entre velos grises y rojizos.
Recordó una llave de «jiu-jitsu» y alzó la mano derecha golpeando con los dedos índice y corazón los ojos de Sperling, que se echó a un lado gritando de dolor.
Steve aprovechó la oportunidad para ponerse en pie. Por un momento temió haber dejado ciego al hombre, que gemía. Se convenció de que no era así al verle pasar al ataque.
Deseando terminar la dura lucha, esquivó la acometida y de un formidable derechazo dejó al «boss» inconsciente.
—Gracias, Elisa. Cuando se despierte, le dices que estoy en el hotel de la avenida Archer.
Y con una leve inclinación de cabeza salió a la escalera, alcanzando la calle.
Se reprochó no haber adelantado ni un paso en sus investigaciones, creándose, en cambio, la enemistad de un tipo tan peligroso como William. Se propuso comenzar la noche próxima sus intentos de rehabilitación, y con un recuerdo para su hermana Elena, que estaría sufriendo por su causa, entró en el cuartel general del «gang» encaminándose a su dormitorio. Por fortuna no vio a Madeleine. Considerábase incapaz de fingir un amor que no sentía. Aquella mujer sólo le inspiraba lástima…