CAPÍTULO II

—Esto es todo, Joss. ¡Te juro por lo más sagrado que he dicho la verdad!

—Lo sé, Steve. Tranquilízate. Es un feo asunto, pero buscaremos una solución. Va a amanecer dentro de media hora. Cuando los periódicos publiquen la noticia me personaré en Jefatura para enterarme de los detalles. A la vista de ellos decidirás. Ya te dije que has venido en el peor momento. Voy a Washington en el avión de las tres de la tarde. No puedo aplazar el viaje.

Los dos hombres callaron. Estaban en una confortable sala del piso que en Wester Avenue tenía alquilado Joss Temple, inspector del F. B. I. y gran amigo de los Waring.

—¿Le has dicho algo a tu hermana?

—No. ¡Me duele darle ese disgusto!

—Debiste hacerlo. Hay muchas cosas extrañas en tu relato. ¿Por qué acudió la policía si no oyeron el disparo? ¿Quién la avisó?

—Tal vez el mayordomo.

—Entonces, ¿a qué obedece su huida, expuesto a que le acusen por un delito que no cometió? ¿Estás seguro de que Emily llamó a Douglas estafador y criminal? No nos calentemos la cabeza con absurdas hipótesis. Te convendría dormir. Iré a los talleres de «La Tribuna» para que me den el primer ejemplar. Vendré tarde. He de arreglar algunas cosas de mi viaje.

Steve Waring vaciló.

—Verás… No te molestes por lo que voy a decirte, Joss… ¿No me denunciarás?

El inspector del Federal Bureau of Investigation repuso, grave de rostro:

—No seas niño. Apelaremos a legítima defensa. La declaración de Emily Bolt te favorecerá, si es que no ha muerto. El caso cae fuera de la jurisdicción del F. B. I. Te daré un buen consejo y quedarás en libertad de seguirle o no. Para todos será como si no nos hubiéramos visto nunca.

—Dame tu palabra.

—La tienes ya. Toma un trago de whisky. Te reanimará. Hasta luego.

—Adiós.

Steve Waring, confortado por las palabras de su amigo, se dirigió al dormitorio, tendiéndose en la cama sin desnudarse. Exhausto por la larga vigilia y las emociones se quedó pronto dormido, aunque su descanso fue turbado por terribles pesadillas.

Le zarandearon bruscamente, haciéndole despertar. Ante el joven se hallaba un Joss Temple desconocido. Su rostro, de facciones enérgicas, reflejaba una seriedad desusada.

—¡Dúchate! —le ordenó.

El agua fría devolvió a Steve la completa lucidez.

Entró en el cuarto de estar. El inspector le esperaba, hosco el semblante.

—¿Por qué me has mentido? —increpó.

Desconcertado, Waring no supo qué responder.

—Te aseguro que…

—No sigas si no vas a decirme la verdad. Asesinar a un hombre por la espalda y herir a una mujer es indigno. Da gracias que no haya traído conmigo a la policía.

—¿Quieres explicarte mejor, Joss? ¡No te entiendo! —exclamó angustiado Steve.

—Es bien fácil —repuso Temple con ironía—. El mayordomo se despidió hace una semana. Hay testigos. La casa ha sido robada. El abogado llamó por teléfono a la policía, gritando: «¡Vengan pronto a Halsted Street, al número 15! ¡Quieren matarme! Intentó decir más, pero el sargento Hugh Lynn que recogió el aviso dice que oyó un grito de agonía y el ruido de un cuerpo al caer. ¿Por qué le mataste? ¿Es posible que seas tan miserable?».

El inspector cogió al muchacho de los dos brazos, zarandeándole. Steve, con los ojos llameantes de ira, se desasió:

—¡Suelta! ¿Para qué me cuentas ese hatajo de embustes? Allí no ocurrió otra cosa que lo que te he dicho. Me da lo mismo que lo creas o no.

Temple, pasándose la mano por los ojos, se disculpó:

—Perdona. No es hora de reproches sino de soluciones. Pienso que me sigues mintiendo, pero aunque fuese verdad…

—¿Qué? —inquirió Waring.

—Ningún jurado del mundo te absolvería. Es demasiado inverosímil.

—Emily lo demostrará.

—Quizá a esta hora haya muerto. En el hospital de San José, adonde le trasladaron, no tienen esperanza. El criado, según afirma la policía, partió para California, ignorándose sus señas. Han encontrado un candelabro manchado de sangre y en él tus huellas. Los de la Metropolitana suponen que el móvil del crimen ha sido el robo. Te han identificado. A las diez en punto de la mañana se presentó en Jefatura el dueño del night-club donde pasaste la noche para informar que allí estuvo Douglas Forrest y que salió con Emily y un desconocido. La muchacha, en su delirio, ha repetido varias veces tu nombre. No les fue difícil localizarte. Después de la guerra todos tenemos una ficha militar, en la que constan las huellas dactilares de cada uno. Lo tuyo ha sido más fácil todavía. En la Delegación de Industria del Ejército del Aire poseen un historial completo de tus servicios como mecánico en aeródromos de campaña. ¡No te queda más remedio que entregarte! Los periódicos publican tu fotografía ordenando que se te capture vivo o muerto. ¡Pobre Elena!

Desconcertado, Steve no respondió. Con dedos temblorosos extrajo un cigarrillo de su pitillera, ofreciéndole otro a Joss. Luego habló:

—Escúchame, Temple. Hay algo raro que no consigo apresar. No te mentí. El mayordomo, que al parecer nadie ha visto más que yo, se llamaba… —el joven hizo un esfuerzo mental—. ¡¡Wheaton…!! Eso es… Forrest nos dijo que era un enfermo… Emily y Douglas hablaron. No puedo recordar de qué…

El inspector observaba la desesperación que iba invadiendo a su amigo. Sus sospechas comenzaron a disiparse. ¿Cómo sabía Waring el nombre del criado?

—¡Sigue! —le apremió.

Gruesas gotas de sudor caían por las mejillas de Steve, que, al fin, se declaró vencido.

—¡No puedo, Joss…! Hay un velo negro que me envuelve. Al entrar en la biblioteca, Forrest me ofreció un doble de whisky y me hundí en uno de los sillones. No dormía y escuché lo que hablaban, aunque no recuerdo todo lo que dijeron. ¡Estaba celoso de Douglas! Emily me defendió.

Las manos del muchacho cayeron a lo largo del cuerpo, agotado por la tensión nerviosa. Temple le miró con pena, murmurando:

—Te creo, Steve. Si Emily muere y no localizan a ese mayordomo, irás a la silla eléctrica.

—¡¡No!!

—Nadie te creerá. Las pruebas son demasiado concluyentes. ¡Si encontrásemos a Wheaton! Carecemos —de otra descripción que no sea la de un individuo delgado, de aspecto enfermizo. Así hay millones en los Estados Unidos. Además, de nada se le acusa. No lo entiendo. Por primera vez en mi vida me siento torpe, incapaz de resolver una incógnita. ¡Le mataste tú! ¿Por qué acumular esa serie de pruebas, innecesarias para condenarte? Tu única salvación estribaba en legítima defensa y no puedes demostrar que el abogado intentara agredir a Emily. No había nadie en la casa más que vosotros tres. Han desaparecido joyas y dinero, se ignora en qué cuantía. El mayordomo ha desaparecido. Dicen que marchó hace una semana. Judicialmente tú has sido el ladrón y el asesino. ¿7 la pistola de la muchacha?

—Aquí la tengo, Tómala.

—¡Lleva tus huellas! ¿Tocó Forrest el arma?

—Creo que no. Vi que la sujetaba de la muñeca para que no le matase.

—Es una prueba más contra ti. Dámela. La haré desaparecer. Y ahora mi consejo. Antes de dártelo quiero que sepas una cosa, para que no dudes de mi lealtad. Tu hermana y yo pensamos casarnos. Formaré parte de vuestra familia. Entrégate, Steve. Te prometo encargarme particularmente de tu caso a mi regreso de Washington.

—¡No! —negó el joven con energía—. Pueden mandarte, como otras veces, lejos de los Estados Unidos y tardar meses en regresar… Aún no comprendo por qué ingresaste en el F. B. I.

—Aborrezco a los malhechores y no tengo carácter para envejecer en un destacamento militar. Por eso pedí el retiro del Ejército. Ambiciono servir a mi patria con riesgo de mi propia vida. Hazme caso. Nadie escapa de la justicia. Te perseguirán implacablemente y cuando te detengan tu huida será un nuevo testimonio de culpabilidad.

—Lo sé, pero yo encontraré a ese Wheaton aunque se esconda debajo de la tierra. ¿Quién es el testigo que afirma salió para California?

—El viejo del hotel contiguo. ¿Por qué lo preguntas?

Waring no respondió directamente a su amigo, limitándose a expresar sus ideas en alta voz.

—El me dirá la verdad aunque tenga que arrancársela con las tiras del pellejo. Adiós, Temple. Gracias por todo.

—Espera. No te vayas aún. No apruebo tu conducta. En el único sitio que no te buscarán será aquí. Me juego mi carrera, pero eres el hermano de la que será mi mujer. Prométeme una cosa.

—Di.

—Que te entregarás a la justicia el mismo día que yo comience a investigar. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, Joss.

—Quédate. Sal únicamente por la noche y procura que no te sigan.

—Así lo haré.

Los dos amigos se fundieron en un abrazo emocionado. El inspector del F. B. I. dejó sobre la mesa dos billetes de cien dólares.

—Necesitarás dinero. ¡No se te ocurra visitar a Elena! Te cogerían.

Una vez solo, Steve Waring se acostó de nuevo, despertando a las diez de la noche.

En un cajón de la mesilla vio una «Parabellum» en una funda sobaquera. Quitándose la americana se ciñó las correas, comprobando después el funcionamiento del arma.

Si quería demostrar que la honorabilidad de Douglas Forrest era una máscara hipócrita, era preciso que ingresara en algún «gang» de la ciudad, frecuentando el trato de indeseables. No se le ocultaban los riesgos de lo que se disponía a hacer, pero todo era preferible a morir en la «silla». Por otra parte el subconsciente le gritaba que Wheaton estaba en Chicago.

Ya en Wester Avenue, la importante arteria que corta la ciudad de norte a sur, con el ala del sombrero sobre el rostro, tomó un taxi dando las señas de una taberna en las inmediaciones del Canal de Michigan. Allí esperaba encontrar a un compañero del Ejército que fue arrestado varias veces en los distintos aeródromos por sustraer piezas que luego vendía en talleres particulares. No pensaba decirle la verdad.

Abonó el importe de la carrera al conductor. Luego se internó en un asotanado establecimiento en el que se reunían indeseables de todas las especies.

Se acodó en el mostrador, pidiendo un doble de aguardiente. Preguntó al que despachaba, un sujeto de pésima catadura, con una cicatriz en la mejilla derecha.

—¿Ha venido John Ritter?

El interpelado le miró de arriba a abajo.

—No le conozco.

—De todas formas dígale que le espera Waring. No tengo prisa.

Se sentó en una mesa situada en uno de los rincones menos iluminados, contemplando el aspecto del local.

Descargadores de las gabarras que surcaban el Canal de Michigan, marinos de distintas nacionalidades, obreros portuarios, mujeres fáciles… Lo más bajo de Chicago parecía haberse dado cita en la taberna.

Desde su observatorio vio que el del mostrador cuchicheaba con uno de los dependientes, señalándole. Minutos después le hacían señas para que se acercara.

—Entre.

No preguntó, limitándose a obedecer. Siempre precedido por el mozo, anduvo por un estrecho pasillo, deteniéndose ante una puerta.

—Ahí te esperan.

Steve llamó con los nudillos, abriendo a continuación. Un hombre, de unos treinta años, pulcramente vestido, salió a recibirle.

—No creí lo que me dijeron —saludó cordial—. Pasa y siéntate. Celebro verte. Voy a presentarte a una buena amiga, Lucy Breek. Mientras te avisaban le dije quién eres. Toma una copa.

—Gracias.

Estrechó la mano que le tendía una muchacha joven, de cuerpo escultural y rostro bello. La mujer le observaba con manifiesta curiosidad. Dijo:

—¿Todos tus amigos son tan guapos, John?

—No lo dudes, monada. ¿Qué es lo que quieres, Steve? Te has metido en un buen lío. Leí los periódicos.

—Sí; de eso quería hablarte.

—Empieza cuando quieras.

Waring dirigió una significativa mirada a Lucy Breek, que no aparentó reparar en ella.

—Es que… —empezó.

—No te importe que esté la muchacha. Sabe tanto de mis negocios como yo mismo.

—A tu gusto. Huelgan los preliminares. Estaba enamorado de Emily Bolt y…

—No sigas. El tipo ese se la llevó por dinero y le mataste, robando para completar la faena. ¿Me equivoco?

—Sólo en parte. Necesito que me ayudes.

El semblante de Ritter se crispó en una mueca irónica.

—¿A esconderte?

—No. A ingresar en algún «gang» bien organizado donde se gane «pasta». Di el primer paso y he de continuar. No soy un cobarde.

—No necesitas decírmelo, Steve. Aún me parece recordar la noche que me salvaste la vida. ¿No te lo conté nunca, Lucy?

—No.

—Iba en un aparato en calidad de mecánico y al tomar tierra capotó, incendiándose. Waring se metió entre las llamas para sacarme. Sin él hubiera muerto. Has hecho bien en acudir a mí. Te presentaré al jefe. Me agradecerá que te lleve. Al «boss» le gustan los valientes. Por otra parte, con tus credenciales no puedes traicionarnos. Celebraré que trabajemos juntos. Hay mucho que hacer en Chicago. ¿Llevas armas?

Steve se desabrochó la americana, mostrando la pistola. John comentó:

—Veo que no descuidas detalle. ¿No te importa estar con nosotros un rato? Aún es temprano.

—Lo siento por si os estorbo.

Fue Lucy Breek la que respondió, sonriéndole:

—No te preocupes. Te buscaré una amiguita.

—Por ahora prefiero estar solo. Ha armado mucho revuelo el asunto.

Bebieron unos vasos de whisky. La mujer observaba a Waring, cuyo aspecto contrastaba con el de Ritter. Steve era distinguido. John, en cambio, pese a su traje de corte impecable, resultaba tosco, sin elegancia.

Charlaron un poco de todo. Del «Loop», de las luchas entre los distintos «gangs» y de los esfuerzos de la policía para cortar el creciente «gangsterismo».

—Somos más listos que ellos. Además, el soborno nos abre las puertas. ¿Vamos?

Ritter se había levantado. Lucy, besándole, rogó:

—Ven pronto, querido. No puedo vivir sin ti.

Pero sus ojos no se apartaban de Waring, que rehuyó la mirada.

Ya en la calle, en un coche de alquiler, se dirigieron a la avenida Archer. John dijo a Steve:

—Paga tú. Estarás en fondos.

—No puedo quejarme.

Anduvieron unos metros, deteniéndose en un hotel de dos plantas. Ritter pulsó un timbre y dos hombres fueron a abrirles.

—Hola, John —dijo uno de ellos—. El «boss» te aguarda. ¿Quién es ese tipo?

—Mírale bien la cara. ¿No la has visto en los periódicos?

El que primero había hablado silbó.

—¿Cómo le encontraste? Hace un rato asegurábamos que tenía que ser un tío con agallas el que se cargase a Forrest. Pasad. Los muchachos se alegrarán de verle.

Cruzaron un amplio jardín, entrando en la casa. En una gran habitación, varios hombres, en mangas de camisa, charlaban y bebían. Las conversaciones cesaron.

Un individuo corpulento se levantó al distinguir a Steve. Ritter se dirigió a él.

—Hola, Jefe. Quiere trabajar para nosotros. Es un antiguo amigo. No es preciso que diga su nombre. Toda la ciudad le conoce.

El «boss», tendiendo su mano a Waring, le invitó:

—Siéntate, muchacho —luego, volviéndose a una mujer de extraordinaria hermosura que tocaba al piano una de las composiciones más en boga, dijo—: Calla un momento, Madeleine.

La muchacha obedeció, con un rictus de contrariedad en sus labios perfectos. Steve habló:

—Sé que sólo me cazarían en cualquier golpe. Por eso quiero unirme a vosotros. ¿Ves algún inconveniente?

—Ninguno. Me llamo William Sperling. Te voy a presentar a tus nuevos compañeros —lo hizo. Al llegar a la joven advirtió—: Es Madeleine Greeve. Acostúmbrate a no mirarla ni aun cuando la tengas delante. Puede ser peligroso.

—Entendido.

—Permanecerás aquí unos días, los necesarios para desorientar a los de la Metropolitana. Necesitaba un hombre como tú, inteligente y audaz. Hay un gran negocio en perspectiva.

Steve Waring sonrió. La primera parte de su plan se realizaba sin tropiezos.