CAPÍTULO VI

—No conseguí nada, ni aun siquiera la prueba de que Douglas Forrest era un miserable. Sin embargo, el corazón me dice que encontraré al mayordomo en los bajos fondos de la ciudad. No quise comprometerte, Joss, y no utilicé tu departamento. ¿Qué tal el viaje?

—Bien. Regresé anoche de Washington. Me han encargado la captura de los asesinos de un compañero. No sabes lo que te agradezco los informes. ¿No imaginas la identidad del jefe?

Steve Waring bebió despacio un sorbo de whisky, meditando mucho la respuesta.

—No. Hubo un momento que llegué a pensar en George Springg, pero es demasiado cobarde. ¿Te ocupaste de lo mío?

—Sí. Me entrevisté con el capitán Gilbert Ellis, de la Metropolitana, un viejo amigo. Por él sabía tu visita al hotel contiguo. No debiste matar al viejo. Los otros dos eran «gangsters». El carecía de antecedentes criminales.

Waring saltó de su asiento.

—No lo hice, Temple.

—Tu situación se ha complicado con el nuevo delito que te imputan. No ha sido posible conocer la identidad del anciano y la policía investiga el paradero de los arrendatarios del hotel para resolver tal incógnita. La recompensa complica más la cuestión.

Se hizo el silencio. En el despacho del inspector, los dos hombres reflexionaban. Fue Waring el primero en hablar.

—¿Quién ha dado ese dinero? La Prensa se limita a comunicar la noticia.

—El propio Forrest —fue la desconcertante réplica—. En su testamento hay una cláusula curiosa que copié para leértela —sacó un papel del bolsillo—. Dice así: «En mi profesión de criminalista tuve la desgracia de crearme enemistades de indeseables. Por si me asesinaran, ordeno dispongan de mil dólares como premio a conceder al que aprese a mi matador. Si tardaran más de cuarenta y ocho horas en descubrirle, se incrementará en nueve mil más. El resto de mi fortuna la dejo a la Junta Protectora de Animales, siempre más nobles que los hombres»… Es grande la recompensa para que nadie resista la tentación de denunciarte. En su casa encontramos una pistola a la que le faltaba una cápsula.

—¿La «Germán Luger»?

—No. Ésa no había sido disparada. Una de mujer, y un pañuelo con manchas de sangre y las iniciales E. B., Emily Bolt. La policía no ha logrado identificar el arma.

Waring, con ansiedad, inquirió:

—¿Qué tal sigue?

—Mal. La tensión disminuye. Se prevé un próximo fin.

—¡Pobre!

—Tu hermana no se separa de ella. Cree que la mataste tú.

—¡Yo no lo hice! —gritó Steve—. Me limité a darle a Forrest un golpe con el candelabro.

—Te equivocas. Fueron dos.

Waring abrió mucho los ojos. Su rostro se tornó lívido para después enrojecer. Cogió a Joss fuertemente por los hombros.

—¡Alguien estuvo detrás de mí! ¡Yo no le maté!

—Tranquilízate. Por desgracia sólo hay tus huellas en el bronce. ¿Tienes seguridad de lo que afirmas?

—Completa. ¿Dices que había sangre en el teléfono?

—Sí, y ello justifica la tesis policial. Douglas fue muerto cuando intentaba comunicar, después de haber sido herida la muchacha.

En el cerebro de Steve comenzaba a hacerse la luz.

—Ya sé por qué arrastraron el cuerpo hasta el dormitorio. ¡Yo no maté a Forrest! Fue Wheaton, el mayordomo. Sin duda, creyéndole muerto, comenzó a desvalijar la casa. Entonces oyó hablar a su amo y descargó el mazazo mortal. Luego, para desorientar a todos, le escondió debajo de la cama, huyendo.

—Hay que demostrarlo. No entregándote a las autoridades reconociste tu culpabilidad.

La sonrisa cruel de Waring desconcertó a su amigo.

—Yo descubriré al asesino. Te lo aseguro.

Joss movió dubitativamente la cabeza.

—Eso será si antes no te cogen o te matan. Ñame atrevo a darte ningún consejo. No es mala tu caracterización. ¡Lucha!

—Gracias, Temple. Mañana salgo para Nueva York. A mi regreso vendré a notificarte lo que haya. Te —dejo.

—Adiós.

Se abrazaron, deseándose suerte. Temple advirtió:

—Procura tirar siempre el primero si se trata de indeseables. Cuida de no enfrentarte a la policía.

—Lo procuraré.

Waring abandonó la casa. Amanecía.

En un taxi se dirigió al cuartel general del «gang». Todos dormían, menos el hombre de guardia. Atrancó su habitación por dentro y se dispuso a descansar.

Le despertaron unos fuertes golpes en la puerta. Malhumorado preguntó:

—¿Quién es?

—Sperling. Salimos dentro de media hora.

—Voy para allá.

Se vistió rápidamente y, metiendo una bala en la recámara de la «Parabellum», entró en el comedor. William y su amigo John Ritter le saludaron.

Almorzó con apetito, sin cambiar palabra con sus compañeros. Apenas hubo terminado se puso en pie.

—Cuando queráis.

Los tres «gangsters» montaron en un «Cadillac». Ritter conducía.

—¿Vienes con nosotros, John?

—Sí.

El vehículo, a moderada velocidad, atravesó Chicago. Una vez en Lake Shore Drive, enfilaron hacia Milwaukee, en Wisconsin.

Sperling fumaba en silencio, visiblemente preocupado.

—¿Sale algo mal? —inquirió Waring.

—No. Me parece estúpido ir hasta un hidroavión que nos aguarda en el lago a plena luz del sol. El jefe lo ha dispuesto así y hay que obedecer. Me temo lo peor.

Contra las predicciones del «boss», treinta minutos después volaban sobre la ciudad.

Cruzaron el lago Erie. El bimotor no fue molestado por las autoridades aéreas de los aeródromos de Pensilvania. Ritter pilotaba.

—¿Vamos muy deprisa? —interrogó el «boss».

—A doscientos cincuenta kilómetros por hora.

William consultó su cronómetro.

—Acorta la velocidad. Quiero llegar al Atlántico avanzada la noche.

John obedeció. El «boss» iba de buen humor. Waring decidió aprovechar el momento sicológico.

—¿Conoces a un tal Wheaton? Sé que habita en Chicago y que está enfermo. Me gustaría ayudarle. Debe trabajar para algún «gang».

—¿Wheaton?… Es la primera vez que oigo ese nombre.

—Estaba de criado con Douglas. Desapareció la noche del asesinato. Temo que le capturen y le obliguen a decir más de lo que sabe. Su único amigo era un viejo del chalet inmediato y le mataron.

El rostro de Sperling se abrió en un gesto de sorpresa.

—Ignoraba lo que acabas de decirme. Pregunta a Elisa y a George Springg. Vivían allí antes de partir para Europa.

El corazón de Steve latió acelerado. ¡Eran ellos a quienes buscaba la policía!

No hablaron más. La noche había caído cuando John Ritter interrumpió el silencio.

—Dentro de cuarenta minutos llegaremos a Nueva York. ¿Vuelo sobre la ciudad?

—No. Desvíate al sur, entre Trenton y Filadelfia. Una vez en el mar te daré instrucciones…

* * *

El trasatlántico «Libertad» avanzaba con todas las luces encendidas. Los salones de cubierta hallábanse repletos de un público ansioso de divertirse en las últimas horas de travesía.

Dos orquestas se turnaban para no dar reposo a los bailarines.

Un hombre bebía muy despacio una copa de coñac, que calentaba en sus anchas manos. Su rostro serio contrastaba con el de sus compañeros, un joven matrimonio sudamericano que regresaba de una «tournee» por Europa.

—¿Le ocurre algo, Winslow? —inquirió la mujer.

—Un poco de jaqueca.

—Pruebe a ver si se le quita bailando. ¿No me desairará?

—No, Raquel. Es un verdadero placer.

La pareja se confundió con las muchas de la pista.

—Un telegrama para el señor Winslow —dijo un camarero—. ¿No está con ustedes?

—Sí. Danza con mi señora. Déjelo en la mesa. Yo se lo daré.

Puso un dólar en las manos del sirviente, que se retiró.

Tras convencerse de que nadie le observaba, el sudamericano pasó una fina navaja por el pegado borde del papel, desdoblándolo. Leyó:

«Vigile bien. Intentan desembarcar la mercancía antes de llegar a puerto. Se ignora el procedimiento».

No llevaba firma. El individuo masticó un pequeño trozo de miga, restos de la cena, pegando de nuevo el mensaje. Después lo colocó junto a la copa de Winslow mientras su rostro reflejaba preocupación.

Terminada la pieza, Raquel regresó con su acompañante.

—¿Ves, querido? ¡Se ha curado! No hay nada como una buena inyección de «swing».

—Lo celebro. Trajeron un telegrama.

Llenó las copas de champaña, empujando la suya con el codo. El licor manchó el papel.

—¡Perdone!, Winslow. Soy muy torpe.

—No se preocupe.

Con precaución, pues se había mojado por completo, extendió el mensaje sobre la mesa.

—Discúlpenme. Son asuntos de negocios.

Leyó su contenido bajo la inquisitiva mirada del sudamericano, y luego se levantó.

—He de ir a mi camarote. Dentro de un rato me reuniré con ustedes.

Hizo una leve inclinación de cabeza, saliendo a cubierta. ¡Se aproximaba el fin del viaje y podía considerarse fracasado! A pesar de la inestimable ayuda del capitán, no le fue posible localizar a los contrabandistas de joyas.

Tim Winslow, del F. B. I., perteneciente a la Oficina de Narcóticos, solicitó voluntario una misión que, si bien escapaba a los fines de su Departamento, entró de lleno, ya en ruta, con el asesinato de un miembro del Federal Bureau of Investigation.

Acodado en la barandilla de popa miró la ancha estela que dejaba el buque a su paso.

—¿Muy preocupado?

Winslow se volvió, distinguiendo al primer oficial, un virginiano de sonrisa cordial.

—Sí. Pronto llegaremos a Nueva York y habré de presentarme a mis jefes con las manos vacías.

—Tal vez porque no haya en el barco nada con qué llenárselas. Las autoridades aduaneras son muy rigurosas.

—Lo dudo. Tenemos buenos informes. Lea.

Le tendió el telegrama. En ese momento un avión pasó sobre el barco. El agente elevó su mirada a la altura. El aparato llevaba las luces encendidas y se perdió a lo lejos. Una idea cruzó como una ráfaga el cerebro de Tim Winslow.

—¿Y el capitán? —inquirió.

—En la cabina de mando.

—Voy a reunirme con él. Si observara algo extraño, avíseme.

—Lo haré con mucho gusto.

El agente del F. B. I, ascendió por una escalera metálica y, tras caminar unos metros por un estrecho pasillo, llegó a una habitación donde el timonel orientaba el rumbo de la nave bajo la vigilancia de los oficiales.

El capitán del «Libertad», Dryden Sands, le recibió cordialmente.

—Le esperaba. Me mostraron una copia del mensaje.

—Sí. Nos sobrevoló un avión. ¿No utilizarán un procedimiento semejante?

—Lo dudo. Desde aquí puede vigilar. Así me hace compañía.

—¡Quiera Dios que no sea inútil la espera!

* * *

John Ritter advirtió a sus compañeros:

—Ahí está.

William Sperling y Steve Wering miraron. A sus pies, como un gigantesco monstruo, avanzaba el trasatlántico.

—Crúzalo. Aún nos sobran treinta minutos.

El «boss» sacó un mapa, entregándoselo al piloto.

—A las tres en punto amara en el lugar indicado con una cruz.

El «gángster» permaneció unos momentos pensativo. Después, sin una palabra, se dirigió a la popa del avión sacando un bote de materia plástica y dos remos.

—Nos acompaña la suerte, Waring. Creo que todo irá bien.

El aludido asintió, examinando su pistola en un gesto teatral que agradó al sanguinario William.

—No hará falta, muchacho; pero conviene ir prevenidos. Fumemos. El tabaco es un buen calmante para los nervios.

El «hidro» describió varios círculos, posándose suavemente en el agua.

—Vamos —ordenó Sperling—. El mar en calma es nuestro mejor aliado.

Pusieron a flote la embarcación, montando en ella. A lo lejos se divisaban las luces del navío.

—Necesitaremos nervios de acero. Estamos dentro de la hora.

—¿Cómo pudo el jefe precisarla? —inquirió Steve con curiosidad.

—En el barco hay dos agentes nuestros que desde las tres a las cuatro de la madrugada vigilarán el costado de estribor del buque. Está previsto el posible retraso. En cuanto a la ruta, es difícil que se desvíe. Va en línea recta a Nueva York. Ocúpate de que no nos atropelle el barco, pero no te separes mucho.

Steve no contestó, contemplando con inquietud la mole que avanzaba hasta ellos. Distinguía perfectamente las luces de los camarotes.

De dos vigorosas remadas se apartó a la derecha gritando a Sperling:

—¡Agárrate bien!

El agua que desplazaba el transatlántico hizo moverse a la frágil embarcación. El «boss», al ver ante sí el navío, encendió repetidas veces su linterna. Le contestaron del mismo modo y algo, iluminado tenuemente, cayó a unos metros de distancia.

Bogaron hacia el objeto que flotaba. Una detonación les hizo comprender que habían sido descubiertos.

Llegaron a un salvavidas, al que había atado un pequeño maletín y una linterna encendida, que el «gángster» se apresuró a apagar lanzando un juramento. Una bala silbó peligrosamente sobre su cabeza.

Pese a que Waring se había esforzado en alejarse del barco, se vieron envueltos en el remolino de agua que dejaba el «Libertad». Sperling gritó algo que Steve no pudo oír…

* * *

Se disponía Tim Winslow a abandonar el puesto de mando, cuando el piloto dijo:

—Luz a estribor, mi capitán.

Los dos hombres distinguieron un leve parpadeo.

—¡Es una señal! —exclamó excitado el agente del F. B. I.—. ¡Arrojan algo al mar y una lancha se acerca a recogerlo!

Sacó la pistola, haciendo fuego varias veces. Observó el ventanillo del camarote de primera de donde tiraron el salvavidas.

—¡No se escaparán! —rugió.

Descendió veloz por las escalerillas, alcanzando el paseo de cubierta. Raquel, su amiga sudamericana, le interceptó el paso:

—¿Va muy deprisa, Winslow?

—Sí… Es algo urgente.

—Quisiera hacerle una consulta. Mi marido…

—¡No puedo atenderla ahora!

Quiso apartar a la muchacha con el brazo, pero ella se colocó frente a él.

—Escúcheme. Todo puede esperar cuando se trata de una mujer bonita…

Rudamente, el agente del Federal Bureau of Investigation la empujó a un lado. Un pasajero, agarrándole por las solapas, le detuvo:

—¡Sólo un canalla maltrata a una mujer!

Perdido el dominio de sus nervios, Winslow golpeó con el puño cerrado el mentón de un individuo corpulento vestido de etiqueta, que retrocedió unos pasos para abalanzarse contra su agresor, apresándole por la cintura.

Rodaron, pegándose con ferocidad. Raquel gritó histéricamente, y del salón inmediato salió un grupo de hombres que separaron a los contendientes.

El del F. B. I, quiso marcharse, pero se lo impidieron, cogiéndole del brazo.

—¡Quieto! Ha de ir a presencia del capitán. Me parece, señor Winslow, que se ha comportado muy a la ligera. Teníamos mejor concepto de usted. ¿Es cierto que empujó a la señora?

Airado por su fracaso, el aludido respondió con brutalidad:

—Sí, ¡por cien mil diablos! ¡Lo único que siento es no haberla tirado al mar!

—¿A mi esposa? —inquirió una voz detrás de él—. Tendrá que darme una explicación en tierra.

—Las que desee.

La llegada del capitán calmó los excitados ánimos. El detective de a bordo, que aún sujetaba a Winslow por el brazo, explicó lo ocurrido.

—Le impedí que se alejara.

—Mal hecho. Navegamos en aguas jurisdiccionales de los Estados Unidos. Le sobran motivos para proceder así. Despejen, señores. No ha ocurrido nada. ¿Quiere acompañarme a mi camarote?

El agente accedió, marchando en pos de Dryden Sands. Una vez solos, Winslow refirió lo sucedido, escuchando un único comentario.

—Demasiadas coincidencias. Vigílelos.

—Será inútil. Carezco de pruebas para detenerles.

Salieron a cubierta. Un hidroavión describió un círculo alrededor del barco, como si se burlara de los defensores de la ley. Luego, con las luces apagadas, se dirigió a Nueva York.

—Telegrafíe comunicando lo ocurrido, capitán. Ahí van los contrabandistas.

* * *

William Sperling, gozoso, ordenó:

—A todo motor, John.

Apenas volaron sobre tierra, de los flotadores del hidro surgieron dos ruedas, accionadas mecánicamente desde el cuadro de mandos.

—Aterriza en esa granja. Dentro de poco el cielo se poblará de aviones en nuestra búsqueda.

Ritter obedeció y el aparato fue escondido en un pajar. Un individuo salió a recibirles.

—¿Sin novedad? —inquirió.

—Sin novedad. ¿El automóvil?

—Preparado. Yo mismo conduciré.

Minutos después un «Studebaker» corría por la carretera de Nueva Jersey rumbo a la estación de ferrocarril de Kingston, donde llegaron con las primeras luces del alba.

Con un rugido de la poderosa máquina, se detuvo el tren, en el que montaron Ritter, Sperling y Waring. Un mozo les llevó a un departamento de primera.

Una vez solos, el «boss», complacido, invitó:

—Bien. Creo que nos merecemos un trago.

Del bolsillo trasero del pantalón sacó un aplastado frasco de whisky ofreciéndoselo a los dos hombres, que bebieron.

El tren arrancó entre un chirrido de hierros.

—Un dinero fácilmente ganado —comentó John.

—No hay que cantar victoria todavía —advirtió William—. La parte más difícil está hecha, pero queda llegar a Chicago. Nos dividiremos.

Con una pequeña llave que extrajo del bolsillo del chaleco abrió el maletín, sacando seis paquetes.

—Dos para cada uno. Son petacas de puros llenas de piedras. Los del barco prescindieron del «camouflaje» por demasiado voluminoso.

—¿De qué forma consiguieron comunicar con ellos sin despertar sospechas? —preguntó Waring.

—En clave, en un mensaje familiar. No me importa decíroslo porque cesaremos en estas actividades durante algunos meses, hasta que se olviden de nosotros. Las órdenes son las siguientes. Yo me apearé en Cleveland y entraré en Chicago en uno de los autobuses de la línea regular. Tú, Waring, saltarás en Toledo, dirigiéndote por carretera a Detroit, donde entregarás la mercancía a un individuo llamado Peufield. La consigna es: «Un buen viaje el de tierra y mar». Ya te daré sus señas. Después tomarás el tren de las nueve. Tú, Ritter, continuarás en el departamento. ¿Alguna pregunta?

—No, por mi parte. La cosa está clara —respondió Steve.

—Demasiado —comentó John—. Me toca la peor parte. Tal vez en Chicago me aguarde la policía.

—No digas bobadas. Si nos separamos es para que nunca nos puedan capturar a los tres juntos, perdiéndose todo el contrabando. Nadie sospecha que viajamos en tren. Si alguna denuncia hay será para un hidroavión que se hartarán en buscar las escuadrillas militares. Dos muchachos te esperarán en el andén.

Oyóse una campanilla anunciando el primer turno de desayuno. William previno:

—Iremos separados al comedor. Tengo un hambre de lobo…

* * *

Muchas horas después, ya en el ferrocarril que desde Detroit le llevaría a Chicago, fueron aumentando los recelos de Steve Waring. Era muy extraño que de los tres él fuera el único que no entraba en la ciudad con las joyas. ¿Acaso desconfiaban? No. Sin duda era para que la policía no se apoderase más que de su persona.

Cenó en el coche restaurante, deseando hallarse en Michigan City para continuar el viaje por carretera, cosa que hizo, respirando con alivio.

El coche de alquiler era moderno y el incentivo de una propina impulsaba al chofer a aumentar más y más la velocidad.

—Lléveme a la estación de Illinois.

Steve había ganado quince minutos al ferrocarril. Necesitaba comprobar si eran ciertas sus sospechas.

Sin apearse del vehículo esperó, en las inmediaciones de los andenes. Vio junto al suyo tres automóviles vacíos de la Patrulla Móvil. Se apeó decidido, advirtiendo al conductor:

—Cuando llegue el tren ponga el motor en marcha. Se trata de un grave asunto.

Penetró por la puerta principal, que comunicaba con un rellano, adornado con flores y plantas. Preguntó a uno de los empleados:

—¿Por qué vía llega el tren de Detroit?

—Por la segunda.

—Gracias.

Desde su observatorio se divisaba perfectamente el andén. Peufield le entregó el billete con reserva que correspondía al segundo vagón a partir de la máquina.

Paseó, con ademán despreocupado, fumando un cigarrillo. No había mucha gente y le pareció distinguir entre los que aguardaban a algunos hombres con aspecto de policías. Asimismo, en las distintas puertas de salida de los andenes, había grupos de agentes. Era indudable la traición.

El silbido de una locomotora le hizo reaccionar. El tren avanzaba, acortando la marcha hasta detenerse por completo. Entonces sucedió algo impresionante.

Media docena de individuos saltaron a la segunda unidad, pistola en mano, mientras por todas partes surgían uniformes que rodeaban el convoy:

Juzgó peligroso aguardar más y montó de nuevo en el taxi.

—Al barrio comercial.

El chofer no contestó, preocupado en ganar lo antes posible la West 12th Street.

Tan abstraído iba en sus no muy gratos pensamientos, que tardó en darse cuenta de que el automóvil iba en dirección contraria a la que indicara. Tecleó con los dedos en los cristales, diciendo:

—Oiga, amigo. Se equivoca de camino.

—No lo creas, Steve. Quiero charlar un rato contigo.

—¡Joss Temple! ¿Cómo adivinaste?

—Te vi salir del coche y me fue fácil convencer al conductor para que me permitiera ocupar su puesto. Hube de dejarle mi carnet y con él la seguridad de que cobraría. Vamos a mi casa.

—No. Echa una ojeada. Un automóvil no nos pierde de vista.

En efecto. El inspector pudo comprobar que eran seguidos y aumentó la marcha, con una sonrisa en el rostro.

—Les daremos un buen chasco. Nos detendremos en el Auditórium. Hay tantas salidas que se necesitan diez hombres para guardarlas. Al parecer sólo pretenden saber dónde vas.

—¿No será la policía?

—No. Sin duda se trata de tus «amigos» —subrayó irónicamente la palabra—. ¿Qué tal fue todo?

—Admirable. Me estoy convenciendo de que vuestro Departamento es más torpe de lo que aparenta.

El rostro de Temple se ensombreció.

—Ya me lo dirás al final. ¡Salta! Te aguardo en Wester Avenue. Suerte.

Waring tardó unos segundos en alcanzar la entrada principal del Auditórium, en la calle del Congreso. Después cruzó el patio, con pavimento de mosaico, y penetró en el gran edificio de diez pisos y cien metros de fachada. Rápido se dirigió a la salida de la avenida Michigan, y allí, luego de convencerse de que no era seguido, tomó un taxi, ordenando:

—A la Wester. Le diré dónde ha de parar…

* * *

El agente Tim Winslow, acodado en la barandilla del puente, esperaba con la llegada del amanecer el arribo al puerto de Nueva York. El gran faro de la estatua de la Libertad guiaba en la noche al trasatlántico «Libertad».

El hombre del F. B. I, meditaba sobre la extraña actitud de Raquel. Como el capitán creía que eran demasiadas coincidencias para atribuirlas a la casualidad. La mujer, sin duda, esperaba a que bajase para entretenerle y que su cómplice huyera, haciendo desaparecer las posibles pruebas condenatorias.

Absorto en sus pensamientos, no sintió a su espalda los pasos furtivos de dos individuos. Uno de ellos le golpeó en la cabeza con una porra de goma; pero Winslow, que intuyó el peligro en el último instante, habíase vuelto, esquivando en parte la acometida. Medio aturdido, alzó la pierna derecha, propinando un brutal puntapié en el estómago a uno de los atacantes, que gimió de dolor. El agente del Federal Bureau of Investigation, apoyando la espalda en una de las columnas, alzó los brazos en un desesperado gesto de defensa. No pudo evitar que le pegaran de nuevo en la frente. Su vista se nubló.

Quiso gritar y la voz se estranguló en su garganta. ¡Había llegado el final! Era mejor así que confesar su derrota.

Un mazazo brutal en los sesos le derribó inconsciente.

—Era un tipo duro —comentó uno de los agresores.

—Tírale al mar. Un buen bocado para los peces.

Se agacharon para consumar el crimen, pero el ruido de un hombre que se acercaba les hizo correr a esconderse detrás del esquinazo formado por el camarote del segundo oficial.

Tratábase de un marinero, que se inclinó sobre el caído, gritando algo. Minutos después el lugar se llenaba de tripulantes. Tim Winslow acababa de salvar milagrosamente la vida…