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La ciudad de los muertos

El silencio que el 2 de febrero reinaba en la ciudad arruinada era sobrenatural para los que se habían acostumbrado a la destrucción como a un estado natural. Grossman se refirió a montículos de escombros y cráteres de bombas tan profundos que los rayos del sol invernal con sus ángulos bajos no parecían nunca llegar al fondo, y de «raíles de tren, donde los vagones están boca arriba, como caballos muertos».

Unos 3500 civiles fueron puestos a trabajar en cuadrillas de enterradores. Apilaban los cadáveres alemanes congelados como troncos al lado del camino, y aunque tenían unas cuantas carretas arrastradas por camellos, la mayor parte del trabajo de limpieza era realizado con trineos y carretillas improvisadas. Los alemanes muertos fueron llevados a los búnkeres, o lanzados a la gran zanja antitanque excavada el verano anterior. Más tarde, 1200 prisioneros alemanes fueron puestos a hacer el mismo trabajo, utilizando carretas tiradas por hombres en vez de caballos. «Casi todos los miembros de estas cuadrillas de trabajo —informó un prisionero de guerra— pronto se murieron de tifus». Otros («docenas cada día», según el oficial de la NKVD en el campo de Beketovka), fueron ejecutados por sus escoltas en el camino al trabajo.

La horripilante huella del combate no desapareció de inmediato. Después de que el Volga se deshelara en primavera, bultos de piel ennegrecida y coagulada fueron encontrados en la orilla del río. El general De Gaulle, cuando se detuvo en Stalingrado de camino a Moscú en diciembre de 1944, se sorprendió al descubrir que todavía se estaban desenterrando cuerpos, pero esto iba a continuar por varias décadas. Casi todas las obras en los edificios hallaban restos humanos de la batalla.

Más asombrosa que el número de muertos resulta la capacidad de supervivencia humana. El comité del Partido en Stalingrado realizó reuniones en todos los distritos «liberados de la ocupación fascista», y rápidamente organizó un censo. Encontraron que al menos 9796 civiles habían vivido durante el combate, en medio de las ruinas del campo de batalla. Entre éstos había 994 niños, de los cuales sólo nueve se reunieron con sus padres. La amplia mayoría fue enviada a los orfanatos del estado o se les dio trabajo en despejar la ciudad. El informe no dice nada de su estado físico o mental, presenciado por una asistente de Estados Unidos, que llegó poco después del combate a distribuir ropa: «La mayoría de los niños —escribió— habían estado viviendo en el terreno durante los cuatro o cinco meses de invierno. Estaban hinchados de hambre. Se encogían en los rincones, con miedo de hablar, incluso de mirar a la gente a la cara».

El comité del Partido de Stalingrado tenía prioridades más elevadas. «Las autoridades soviéticas fueron inmediatamente restablecidas en todos los distritos de la ciudad», informó a Moscú. El 4 de febrero, los comisarios del Ejército Rojo hicieron un mitin político para «la ciudad entera», tanto civiles supervivientes como soldados. Esta asamblea, con largos discursos en honor al camarada Stalin y su conducción del Ejército Rojo, era la versión del Partido de una misa de acción de gracias.

Las autoridades no permitieron que los civiles que habían escapado al margen oriental retornaran a sus casas, porque era necesario quitar las bombas que no habían explosionado. Los equipos de limpieza de minas tenían que preparar un patrón de «corredores especiales de seguridad». Pero pronto muchos lograron deslizarse por el Volga helado sin permiso. Aparecieron mensajes escritos con tiza en los edificios arruinados, testificando que numerosas familias habían quedado rotas por el combate: «Mamá, estamos bien. Búscanos en Beketovka. Klava». Muchas personas no descubrieron si sus parientes estaban vivos o muertos hasta después de que la guerra terminó.

Un gran contingente de prisioneros alemanes, muchos de los cuales estaban demasiado débiles para tenerse en pie, se vieron también obligados a asistir al mitin político de Stalingrado y a oír las largas arengas de tres de los principales comunistas alemanes: Walter Ulbricht, Erich Weinert y Wilhelm Pieck.

El estado de la mayoría de prisioneros en el momento de la rendición era tan lastimoso, que era previsible una considerable tasa de mortalidad para las siguientes semanas y meses. Es imposible calcular cuánto fue agravado esto por los malos tratos, la brutalidad ocasional y, sobre todo, por las deficiencias logísticas. De los 91 000 prisioneros tomados al final de la batalla, casi la mitad había fallecido en el momento en que empezó la primavera. El propio Ejército Rojo reconoció en informes posteriores que las órdenes para el cuidado de los prisioneros habían sido ignoradas, y que es imposible decir cuántos alemanes fueron ejecutados sin control durante la rendición o inmediatamente después, con frecuencia en venganza por la muerte de parientes o camaradas.

La tasa de mortalidad en los llamados hospitales era aterradora. El sistema de túneles en la garganta del Tsaritsa rebautizado como «Hospital de prisioneros de guerra n° 1» siguió siendo el más grande y horrible, aunque sólo fuera porque no habían quedado edificios en pie que ofrecieran alguna protección contra el frío. Las paredes rezumaban agua, el aire estaba poco menos que contaminado, reciclaje malsano de la respiración humana, con tan escaso oxígeno que las pocas lámparas de aceite, hechas de latas, titilaban y se apagaban constantemente, dejando los túneles en la oscuridad. Cada galería no era más ancha que las víctimas tendidas allí, una al lado de otra, en la húmeda tierra removida del suelo del túnel, de modo que era difícil, en la penumbra, no tropezar o pisar algún pie que sufría de congelamiento, provocando roncos alaridos de dolor. Muchas de estas víctimas de congelamiento murieron de gangrena porque los cirujanos no daban abasto. Otra cuestión es si hubieran sobrevivido a una amputación en su debilitado estado y sin anestesia.

La condición de muchos de los 4000 pacientes era penosa en grado sumo y los doctores se veían impotentes pues los hongos se propagaban en la carne podrida. Casi no había vendas ni medicamentos. Las úlceras y las llagas abiertas ofrecían puntos fáciles de entrada al tétanos generado por la suciedad. La instalación sanitaria, que consistía en un único cubo para veintenas de hombres afectados por la disentería, era incalificable, y por la noche no había lámparas. Muchos hombres estaban demasiado débiles para levantarse del suelo y no había suficientes camilleros para responder a los constantes gritos pidiendo ayuda. Los camilleros, ya débiles por la desnutrición y pronto acosados también por la fiebre, tenían que sacar agua contaminada del barranco.

Los doctores carecían incluso de una lista fiable de los nombres de los pacientes, por no hablar de recetas médicas adecuadas. Las tropas rusas de la segunda línea, y también los miembros de las unidades de ambulancia, habían robado el equipo médico y las medicinas, incluidos los analgésicos. El capellán protestante de la 297.ª división fue muerto por la espalda por un mayor soviético cuando se inclinaba para ayudar a un hombre herido.

Los oficiales médicos rusos estaban espantados por las malas condiciones. Algunos eran comprensivos. El comandante ruso compartía sus cigarrillos con los doctores alemanes, pero otros miembros del personal soviético intercambiaban pan por los relojes que hubieran escapado a las primeras rondas de saqueo. Dibold, el doctor de la 44.ª división de infantería, contaba cómo, cuando una cirujana del ejército, alegre y con una cara colorada de ancestro campesino, vino a negociar por los relojes, un joven austriaco de una familia pobre le mostró un reloj de plata, una reliquia familiar que sin duda le entregaron al marchar a la guerra, y a cambio recibió media hogaza de pan que el joven dividió entre otros hombres, quedándose con la porción más pequeña para él.

La miseria también sacó la escoria a la superficie. Ciertos individuos explotaron el desamparo de sus antiguos camaradas con una desvergüenza antes inimaginable. Los ladrones robaban a los cadáveres y a los pacientes más débiles. Si alguno tenía un reloj, un anillo de matrimonio o cualquier otro objeto de valor, pronto se lo arrebataban en la oscuridad. Pero la naturaleza tiene su propia forma de justicia poética. Los ladrones de los enfermos rápidamente se convirtieron en enfermos de tifus, víctimas de los piojos infectados que venían con el botín. A un intérprete, conocido por sus infames actividades, se le encontró, cuando murió, una gran bolsa de anillos de oro que escondía.

Primero, las autoridades soviéticas no proporcionaron ninguna ración. Los archivos de la NKVD y del Ejército Rojo muestran ahora que, incluso aunque se sabía que la rendición era inminente, no se habían hecho prácticamente preparativos para custodiar a los prisioneros, por no hablar de alimentarlos. El comunista alemán, Erich Weinert, asegura que la nieve alta impidió el transporte de suministros, pero esto es poco convincente. El problema real era una mezcla de indiferencia brutal y de incompetencia burocrática, sobre todo la descoordinación entre el ejército y la NKVD.

Había también una profunda resistencia a ofrecer raciones a los prisioneros alemanes cuando la Unión Soviética padecía una escasez tan desesperada de alimentos. Muchos soldados del Ejército Rojo estaban muy desnutridos, por no hablar de los civiles, de modo que la idea de dar algún alimento a los invasores que habían saqueado el país parecía casi perversa. Las raciones finalmente comenzaron a llegar a los tres o cuatro días; para entonces los hombres no habían comido prácticamente nada durante casi dos semanas. Incluso para los enfermos había poco más que una hogaza de pan para diez hombres, más algo de sopa hecha de unos cuantos granos de mijo y pescado salado. Hubiera sido irreal esperar un mejor trato, especialmente si uno considera el historial de la Wehrmacht en el trato de sus propios prisioneros, tanto militares como civiles, en la Unión Soviética.

Lo que más temían los doctores para sus pacientes, sin embargo, no era a la muerte por inanición, sino a la epidemia de tifus. Muchos habían esperado un brote en el Kessel cuando aparecieron los primeros casos, pero no se habían atrevido a expresar sus preocupaciones pues temían que se desatara el pánico. En el sistema de tuneles, continuaban aislando las diferentes enfermedades según iban apareciendo, fuera difteria o tifus. Rogaron a las autoridades que procuraran centros de despiojamiento, pero muchos soldados del Ejército Rojo y casi todos los civiles de la región estaban todavía infestados.

No es sorprendente que muchos murieran. Parecían quedar pocas razones para luchar por la vida. La perspectiva de ver otra vez a la familia era remota. Alemania estaba tan lejos que podría haber estado en otro mundo, un mundo que ahora parecía tener más que ver con la pura fantasía. La muerte prometía una liberación del sufrimiento, y hacia el final, sin dolor y sin fuerzas, no había más que un sentimiento de flotante ingravidez. Era más probable que sobrevivieran aquellos que luchaban, fuese por fe religiosa, o por una obstinada negativa a morir en esa sordidez, o por estar decididos a vivir para el bien de sus familias.

La voluntad de vivir desempeñaba un papel igual de importante en aquellos que fueron llevados a los campos de prisioneros. Los que Weinert llamó «fantasmas harapientos que cojeaban y arrastraban los pies» seguían al hombre que iba delante. Tan pronto como el esfuerzo de la marcha calentaba sus cuerpos, podían sentir que los piojos se volvían más activos. Algunos civiles les arrebataban las mantas de la espalda, les escupían en la cara o les tiraban piedras. Era mejor estar adelante en la columna, y lo más seguro, estar cerca de uno de los escoltas. Algunos soldados junto a los que pasaban, en contra de las órdenes del Ejército Rojo, disparaban por divertirse a las columnas de prisioneros, exactamente como los soldados alemanes habían disparado a los prisioneros del Ejército Rojo en 1941.

Los más afortunados fueron llevados directamente a uno de los campos de agrupamiento designados en el área, aunque variaban mucho en la distancia. Los de la bolsa septentrional, por ejemplo, fueron llevados a Dubovka, a 20 km al norte de Stalingrado. Tardaron dos días. Durante la noche, fueron llevados a edificios arruinados sin techo, destruidos por la Luftwaffe, como sus guardias no dejaban de recordarles.

Miles, sin embargo, fueron llevados a lo que sólo puede llamarse marchas de la muerte. La peor, sin alimento ni agua a temperaturas que oscilaban entre los 25 y 30 grados bajo cero, seguía un rumbo zigzagueante desde el barranco del Tsaritsa, a través de Gumrak y Gorodishche, y terminaban al cabo de cinco días en Beketovka. De vez en cuando escuchaban disparos en el aire helado, cuando otra víctima se desplomaba en la nieve incapaz de caminar más. La sed era una amenaza tan grande como la debilidad por el hambre. Aunque rodeados de nieve, sufrían el destino del Viejo Marinero, sabiendo los peligros de consumirla.

Rara vez había un refugio disponible para la noche, de modo que los prisioneros dormían juntos sobre la nieve. Muchos se despertaban para encontrar a sus camaradas cercanos muertos y congelados tiesos junto a ellos. En un intento de impedirlo, uno del grupo era designado para permanecer despierto listo para despertar a los otros después de media hora. Entonces todos se movían enérgicamente para reactivar la circulación. Otros ni siquiera se atrevían a acostarse. Esperando dormir como los caballos, se paraban juntos en un grupo con una manta sobre la cabeza para conservar algo del calor de la respiración.

La mañana no traía ningún alivio, sino el horror de la marcha hacia adelante. «Los rusos tenían métodos muy simples —señaló un teniente que logró sobrevivir—. Aquellos que podían caminar, fueron llevados. Aquellos que no, fuera por las heridas o la enfermedad, los mataban o los dejaban sin comida para que se murieran». Habiendo captado esta lógica brutal, estaba listo para cambiar su jersey de lana por leche y pan de una campesina rusa en la parada de la noche, porque sabía que de otro modo se caería de debilidad al día siguiente.

«Nos pusimos en marcha con 1200 hombres —relataba un soldado de la 305.ª división de infantería— y sólo un décimo cerca de 120 hombres, quedaron vivos para cuando llegamos a Beketovka».

El ingreso al principal campo en Beketovka era otra entrada que merecía la inscripción: «Al entrar aquí dejad toda esperanza».

A su llegada, los guardias revisaban otra vez si los prisioneros tenían objetos valiosos, luego los hacían quedarse de pies para la «inscripción». Los prisioneros pronto descubrieron que estar de pie en el clima helado durante horas y horas, desfilar en grupos de cinco hombres para el «conteo», sería un castigo diario. Finalmente, después de que la NKVD realizó un procesamiento inicial, fueron llevados a cabañas de madera, donde metieron de cuarenta a cincuenta hombres por habitación, «como arenques en un barril», recordaba un superviviente. El 4 de febrero, un oficial de la NKVD se quejaba al cuartel general del frente del Don de que la situación era «sumamente crítica». Los campos de Beketovka habían recibido 50 000 prisioneros, «incluidos también enfermos y heridos».

Las autoridades del campo de la NKVD estaban abrumadas. No tenían transporte motorizado en absoluto y trataban de pedir al ejército un camión por los menos. El agua finalmente fue traída al campo en barriles de hierro en carretas tiradas por camellos. Un doctor austriaco prisionero apuntaba su primera impresión: «Nada de comer, ni de beber, nieve sucia y hielo color amarillo-orina ofrecían el único alivio a una sed insoportable… Cada mañana más cadáveres». Después de dos días, los rusos proporcionaron una «sopa», que no era más que un saco de salvado vaciado en agua caliente. La rabia por las condiciones hizo que algunos prisioneros se sacaran piojos del cuerpo para tirárselos a los guardias. Dichas protestas provocaron ejecuciones sumarias.

Desde el comienzo, las autoridades soviéticas se dispusieron a dividir a los prisioneros de guerra, primero según nacionalidad, después según afiliación política. Los prisioneros rumanos, italianos y croatas recibieron el privilegio de trabajar en la cocina, donde los rumanos en particular se propusieron vengarse de sus antiguos aliados. Los alemanes no sólo los habían metido en este infierno, sino que también, según creían, habían reducido sus suministros en el Kessel para alimentar mejor a sus propias tropas. Bandas de rumanos atacaban a los alemanes que individualmente recogían comida para su cabaña y se la quitaban. Los alemanes en represalia enviaban escoltas a guardar a los portadores de su comida.

«Después vino otra sorpresa —relató un sargento mayor de la Luftwaffe—. Nuestros camaradas austríacos súbitamente dejaron de ser alemanes. Se llamaban "Austritsf" esperando recibir un mejor trato, cosa que efectivamente ocurría». Los alemanes se sentían amargados de que «toda la culpa de la guerra se atribuyera a aquellos de nosotros que seguían siendo "alemanes", particularmente desde que los austriacos, con un interesante giro de la lógica, tendían a culpar a los generales prusianos, más que al austriaco Hitler, por su situación.

La lucha por sobrevivir seguía siendo de suma importancia. «Cada mañana los muertos eran colocados fuera del bloque de barracas», escribía un oficial de blindados. Estos cadáveres congelados y desnudos eran después amontonados por cuadrillas de trabajo en una línea siempre en expansión a un lado del campo. Un doctor estimó que en Beketovka la «montaña de cuerpos» era «de unos 90 m de largo y dos de alto». Al principio, de cincuenta a sesenta hombres morían cada día, estimaba un suboficial de la Luftwaffe. «No nos quedaban ya lágrimas», escribió después. Otro prisionero empleado como interprete por los rusos logró más tarde leer el «registro de defunciones». Apuntó que hasta el 21 de octubre de 1943, habían muerto sólo en Beketovka 45 200. Un informe de la NKVD reconoce que en todos los campos de Stalingrado, 55 228 prisioneros habían muerto hacia el 15 de abril, pero uno no sabe cuántos fueron capturados entre la operación Urano y la rendición final.

«El hambre —comentó el doctor Dibold— cambiaba la psicología y el carácter visiblemente en los patrones de comportamiento e invisiblemente en los pensamientos de los hombres». Tanto los soldados alemanes como los rumanos recurrieron al canibalismo para mantenerse con vida. Se hirvieron finas tajadas de los cuerpos congelados. El producto final era ofrecido como «carne de camello». Aquellos que la comían eran rápidamente reconocibles, porque su complexión adquiría un tinte rojo, en vez de la palidez verde grisácea de la mayoría. Se informó de casos en otros campos en y alrededor de Stalingrado, incluso en un campo de prisioneros capturados durante la operación Urano. Una fuente soviética informa de que «sólo a punta de pistola pudieron los prisioneros ser forzados a desistir de esa barbarie». Las autoridades ordenaron más alimento, pero la incompetencia y la corrupción frenaban cualquier medida.

El efecto acumulado del agotamiento, el frío, la enfermedad y la inanición deshumanizaba a los prisioneros de otros modos. Con tal abundancia de casos de disentería, se dejaba que se ahogaran aquellos que desfallecían y caían por el hueco de las letrinas, si todavía vivían. Su terrible destino fue ignorado arriba. La necesidad de que otros que padecían disentería usaran la letrina era mucho más urgente.

Curiosamente, la letrina salvó a un joven teniente muerto de hambre, un conde cuya familia poseía castillos y propiedades. Escuchó al pasar a un soldado decir algo en el inconfundible dialecto de su distrito, y rápidamente llamó preguntando de dónde era. El soldado le dio el nombre de un pueblecito cercano. «¿Y quién es usted y de donde viene?», le preguntó a su vez. El oficial se lo dijo. «¡Oh sí! —rió el soldado—. Lo conozco. Solía verlo a usted pasar en su Mercedes deportivo rojo, saliendo a cazar liebres. Bueno, aquí estamos juntos. Si tiene hambre, quizá le pueda ayudar». El soldado había sido escogido como camillero en el hospital de la prisión, y como tantos prisioneros morían antes de que tuvieran oportunidad de comer su ración de pan, había logrado acumular una bolsa de sobras de cortezas de pan para compartir con otros después de cada jornada de servicio. Esta intervención absolutamente inesperada salvó la vida del joven conde.

La supervivencia ocurría a veces en contra de lo previsible. Los primeros en morir eran generalmente aquellos que habían sido grandes y de constitución fuerte. El hombre pequeño y delgado siempre tenía mayores posibilidades. Tanto en el Kessel como después en los campos de prisioneros, las raciones igualmente diminutas estaban casi dirigidas a invertir la norma de la supervivencia de los más aptos, porque no se hacía concesión al tamaño del individuo. Es interesante en hecho de que en los campos soviéticos de trabajo, sólo los caballos eran alimentados según su tamaño.

Cuando llegó la primavera, las autoridades soviéticas comenzaron a reorganizar la población de prisioneros de guerra en la región. Unos 235 000 antiguos miembros del VI ejército y del 4.° ejército blindado, incluidos aquellos capturados durante la operación de intento de liberación de Manstein en diciembre, así como los rumanos y otros aliados, habían sido retenidos en cerca de veinte campos y hospitales de prisioneros en la región.

Los generales fueron los primeros en salir. Su destino era un campo cerca de Moscú. Partieron en lo que los jóvenes oficiales llamaban cínicamente el «tren blanco», porque sus vagones eran muy cómodos. Causaba gran resentimiento el hecho de que aquellos que habían dado órdenes de luchar hasta el fin no sólo habían sobrevivido a su propia retórica, sino que ahora disfrutaban de condiciones mejores que sus hombres. «Es el deber de un general permanecer con sus hombres —comentó un teniente—, no irse en un cochecama». Las posibilidades de sobrevivir resultaron brutalmente dependientes del rango. Más del 95 por ciento de soldados y suboficiales murieron, el 55 por ciento de oficiales de baja graduación y sólo el 5 por ciento de altos oficiales. Como los periodistas extranjeros habían notado, pocos altos oficiales mostraban signos de inanición después de la rendición, de modo que sus defensas no estaban peligrosamente debilitadas como lo estaban las de sus hombres. El trato de privilegio que recibían los generales, sin embargo, era un testimonio revelador del sentido de jerarquía de la Unión Soviética.

Pequeños grupos de oficiales fueron enviados a los campos en la región de Moscú, tales como Lunovo, Krasnogorsk y Suzdal. Aquellos seleccionados para una «educación antifascista» fueron enviados al monasterio fortificado de Yelabuga, al Este de Kazán. Las condiciones de transporte no eran por cierto equiparables a las que se ofrecieron a los generales. De un convoy de 1800 hombres en marzo, murieron 1200. Además del tifus, la ictericia y la difteria, apareció ahora el escorbuto, la hidropesía y la tuberculosis. Y tan pronto llegó de lleno la primavera, los casos de malaria aumentaron rápidamente.

La diáspora de soldados y oficiales de baja graduación fue considerable: 20 000 fueron enviados a Bekabad, al Este de Tashkent; 2500 a Volsk, al nordeste de Saratov; 5000 a Astracán por el Volga; 2000 a Usman, al norte de Voronezh; y otros a Basianovski, al norte de Sverdlovsk, Oranki cerca de Gorki y también a Karaganda.

Cuando los prisioneros eran registrados antes de partir, muchos escribieron «trabajador agrícola» como profesión con la esperanza de ser enviados a una granja. Los fumadores empedernidos recogían estiércol de camello y lo secaban para tener algo que fumar durante el camino. Después de la experiencia de Beketovka, estaban seguros de que lo peor había terminado, y la perspectiva de movimiento y cambio tiene su propio atractivo, pero pronto descubrieron su equivocación. Cada vagón de ferrocarril, con hasta cien hombres metidos en cada uno, tenía sólo un hueco en el medio del suelo como letrina. El frío era terrible, pero la sed era otra vez la peor desgracia, pues recibían pan seco y pescado salado para comer, pero poca agua. Se desesperaron tanto que lamían la condensación congelada en las partes metálicas en el interior del vagón. En las paradas donde se les dejaba fuera, los hombres no podían resistir coger puñados de nieve para metérselos a la fuerza en la boca. Muchos murieron a causa de esto, por lo general tan calladamente que sus camaradas sólo se dieron cuanta de que había muerto mucho después. Sus cuerpos eran entonces amontonados cerca de la puerta corrediza del vagón, listos para ser descargados. «Skolko kaputt?», gritaban los guardas soviéticos en su alemán macarrónico en las paradas: «¿Cuántos muertos?».

Algunos trayectos duraban hasta veinte días. El transporte pasando por Saratov, después a través de Uzbekistán hasta Bekabad, estaba entre los peores. En un vagón sólo quedaron vivos ocho hombres de 100. Cuando los prisioneros finalmente llegaron al campo de recepción con vista a las montañas de Pamir, descubrieron que había sido establecido para la construcción de una presa hidroeléctrica cercana. Su alivio al oír que por fin iban a ser despiojados, pronto se tornó en consternación. Fueron torpemente afeitados al rape, lo cual «sólo podía compararse al esquileo de las ovejas», y luego se les roció polvo. Algunos murieron por las primitivas sustancias químicas usadas.

No había cabañas donde vivir, sólo búnkeres de tierra. Pero la peor sorpresa fue el cabo alemán que se había unido a los soviéticos como guarda comandante. «Ningún ruso me trató con tanta brutalidad», escribió el mismo prisionero.[33] Por fortuna, el movimiento entre campos en este Gulag paralelo era frecuente. Desde Bekabad, muchos fueron a Kokant o, lo mejor de todo, a Chuama, donde había instalaciones médicas mucho mejores, e incluso una piscina toscamente improvisada. Los prisioneros italianos allí estaban ya bien organizados, cogiendo espárragos para complementar la sopa.

Aquellos que se quedaron en Stalingrado encontraron que el campo de agrupamiento en Krasnoarmeisk se había convertido en un campo de trabajo. La comida al menos había sido mejorada con kasha (alforfón) y sopa de pescado, pero el trabajo era con frecuencia peligroso. Cuando llegó la primavera, muchos de ellos fueron puestos a trabajar en la recuperación de las embarcaciones hundidas en el Volga por la Luftwaffe y el ejército alemán. El gerente ruso de un astillero, estremecido por la cantidad de prisioneros que morían en este trabajo, se lo dijo a su hija pidiéndole que guardara el secreto.

El control de la NKVD sobre Stalingrado no se había aflojado. Los prisioneros alemanes que trabajaban en ambos márgenes del Volga habían advertido que el primer edificio en la ciudad que fue reparado había sido el cuartel general de la NKVD, y casi de inmediato hubo colas de mujeres fuera con paquetes de comida para los parientes que habían sido arrestados. Los antiguos soldados del VI ejército adivinaron que ellos también permanecerían presos allí por muchos años. Mólotov confirmó después sus temores, declarando que ningún alemán vería su hogar hasta que Stalingrado no hubiera sido reconstruida.