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Fortalezas de hierro
y escombros

«¿Se convertirá Stalingrado en un segundo Verdún? —escribía el coronel Groscurth el 4 de octubre—. Eso es lo que uno se pregunta con gran interés». Después del discurso de Hitler en el Palacio de los Deportes de Berlín cuatro días antes, asegurando que nadie los sacaría de su posición en el Volga, Groscurth y otros intuyeron que al VI ejército nunca se le permitiría interrumpir esta batalla, fueran cuales fueran las consecuencias. «Se ha convertido incluso en una cuestión de prestigio entre Hitler y Stalin».

El gran asalto alemán contra el distrito fabril del norte de Stalingrado había comenzado ya el 27 de septiembre, pero hacia el final del segundo día, las divisiones alemanas sabían que les aguardaba todavía el combate más duro. El complejo Octubre Rojo y la fábrica de armas Barrikadi se habían convertido en fortalezas tan letales como las de Verdún. En todo caso, eran más peligrosas porque los regimientos soviéticos estaban muy bien escondidos.

Los oficiales de la 308.ª división de fusileros siberianos de Gurtiev, al llegar a la fábrica Barrikadi y sus vías férreas, recorrieron «el bosque oscuro y prominente de los talleres de reparación, los rieles brillantes y húmedos ya afectados por el óxido en algunos tramos, el caos de los vagones de carga destrozados, las pilas de vigas de acero desperdigadas confusamente en un patio tan grande como la plaza de la ciudad, los montones de carbón y escoria rojiza, las potentes chimeneas agujereadas en muchos sitios por los proyectiles alemanes».

Gurtiev designó dos regimientos para defender la planta, y el tercero para proteger el flanco que incluía el profundo barranco que iba hasta el Volga desde la urbanización donde vivían los trabajadores, que ya estaba en llamas. Pronto se le llamó «el barranco de la muerte». Los siberianos no perdieron el tiempo. «En lugares silenciosos cavaban la tierra pedregosa con sus picos, en los muros de los talleres cortaban troneras, hacían refugios subterráneos, búnkeres y trincheras de comunicación». Un puesto de mando fue instalado en una larga plataforma de hormigón que estaba debajo de las grandes naves. Gurtiev era famoso por ser un severo instructor de las tropas. Cuando esperaban en reserva al Este del Volga, los hacía cavar trincheras, después traía tanques para que pasaran sobre ellas. «Plancharlas» era el mejor modo de enseñarles a hacerlas muy hondas.

Por suerte para los siberianos, sus trincheras estaban listas para el momento en que llegaron los Stukas. Los «gritones» o los «músicos», como los rusos llamaban a los bombarderos que bajaban en picado con sus sirenas aullantes, causaron menos bajas de lo habitual. Los siberianos habían hecho sus trincheras angostas, para reducir la exposición a las esquirlas de las bombas, pero las continuas ondas de las explosiones de las bombas hacía que la tierra vibrase como en un terremoto y les causaban dolor de estómago. La fuerte percusión dejó a todos sordos temporalmente. A veces la onda expansiva era tan intensa que rompía los vidrios y hacía que las radios se resintonizasen.

Estos ataques aéreos de debilitamiento, llamados «calentamientos caseros», duraron casi todo el día. A la mañana siguiente, los patios de la Barrikadi fueron bombardeados a poca distancia por cuadrillas de Heinkel 111 y con la artillería y morteros otra vez. De pronto, los cañones alemanes cesaron de disparar. Incluso antes del grito de advertencia: «¡Preparaos!», los siberianos se aprestaron, sabiendo muy bien los que la inquieta tregua anunciaba. Momentos después oyeron el chirrido metálico y rechinante de las orugas de los blindados en los escombros.

La infantería alemana descubrió al cabo de pocos días que la división siberiana de Gurtiev no se había sentado a esperarlos. «Los rusos atacan cada día con la primera y la última luz», informó un suboficial de la 100.ª división de cazadores. La política horrorosamente derrochadora de Chuikov de contraataques repetidos pasmó a los generales alemanes, aunque se vieron obligados a reconocer que desgastaba a sus tropas. La medida defensiva más exitosa, sin embargo, era la artillería pesada en el margen oriental del Volga, una vez que se coordinaron los planes de hacer fuego.

En la planta Octubre Rojo, los destacamentos de la 414.ª división antitanque habían escondido cañones de 45 mm y 96 mm en los escombros, utilizando los montones de desechos de metal como camuflaje y protección. Estaban situados para disparar desde distancias tan cortas como 135 m o menos. Hacia el amanecer del 28 de septiembre, dos regimientos de la 193.ª división de fusileros habían cruzado también el Volga y preparado sus posiciones con rapidez. El «calentamiento casero» fue realizado por ataques masivos de Stukas al día siguiente. El avance alemán hizo que fueran urgentemente necesarios refuerzos adicionales. La 39.ª división de guardias fusileros fue enviada al otro lado pese a que sólo tenía un tercio de la fuerza adecuada.

Los ataques alemanes se hicieron más duros en octubre, especialmente cuando fueron reforzados por la 94.ª división de infantería y la 14.ª división blindada así como por batallones de ingenieros combatientes enviados especialmente por aire. En el lado soviético, las unidades estaban completamente fragmentadas y con frecuencia tenían todas las comunicaciones bloqueadas, pero los individuos y los grupos seguían luchando sin órdenes. En el sector de Barrikadi, el zapador Kossichenko y un anónimo conductor de tanque, cada uno con el brazo destrozado, sacaban los pasadores de las granadas con los dientes. Por la noche, los zapadores continuamente corrían adelante llevando más minas antitanques, dos a la vez, «sosteniéndolas bajo el brazo como barras de pan», para enterrarlas en las ruinas de los accesos. Los ataques alemanes, escribió Grossman, fueron finalmente frenados por la «dura, empecinada obstinación siberiana». Un batallón alemán de zapadores, en un único ataque que realizó en este momento, sufrió un 40 por ciento de bajas. El comandante regresó de visitar a sus hombres callado e inmutable.

Las divisiones de Chuikov estaban muy maltratadas, exhaustas y muy escasas de municiones. Sin embargo el 5 de octubre, el general Golikov, el subcomandante de Yeremenko, cruzó el río para transmitir la orden de Stalin de que la ciudad debía ser defendida y de que las partes ocupadas por los alemanes debían ser recuperadas. Chuikov obvió una disposición tan irrealizable. Sabía que la única oportunidad de resistir dependía de bombardeos masivos de la artillería del otro lado del río. Los alemanes pronto hicieron irrelevantes las exhortaciones de Yeremenko. Después de un día relativamente tranquilo, el 6 de octubre, lanzaron un fuerte asalto contra la planta de tractores de Stalingrado con la 14.ª división blindada atacando desde el sudoeste y la 60.ª división motorizada desde el oeste. Uno de los batallones de la 60a fue virtualmente destruido por salvas de katiushas disparadas desde la máxima distancia. La elevación extra necesaria fue lograda sosteniendo los camiones de lanzamiento de modo que las ruedas traseras colgaran sobre la elevada orilla del Volga. Entretanto, parte de la 16.ª división blindada atacó el suburbio industrial de Spartakovka, al norte, haciendo retroceder a los restos de la 112.ª división de fusileros y a la 124.ª brigada especial. El ejército de Chuikov, ahora en un área drásticamente reducida a lo largo del margen occidental, percibía que estaba siendo implacablemente desplazado hacia el río.

Los pasos del Volga se hicieron cada vez más vulnerables con el perímetro del 62.° ejército tan drásticamente reducido. Las baterías alemanas e incluso el fuego directo de las ametralladoras alcanzaban los puntos de desembarco. Un estrecho pontón desde la isla de Zaitsevski hasta el margen occidental había sido edificado por un batallón de barqueros del Volga de Yaroslavl. Esto permitía que una constante corriente de cargadores parecida a la de las hormigas cruzara durante la noche llevando raciones y municiones. Su pequeño tamaño reducía el blanco, pero para aquellos que andaban sobre las planchas constantemente moviéndose, las bombas que explosionaban en el río a los costados del puente hacían aterrador cada trayecto. Las barcas de carga todavía eran necesarias para los objetos más grandes y pesados, así como para evacuar a los heridos. Los tanques de reemplazo eran llevados al otro lado con gabarras. «Tan pronto como anochece —escribía Grossman— los hombres responsables del paso del río salen de los subterráneos, búnkeres, trincheras y refugios ocultos».

Cerca de los puntos de desembarco en el margen oriental había panaderías de campaña en búnkeres, cocinas subterráneas que proporcionaban comida caliente en termos, e incluso casas de baño. Pese a tales comodidades relativas, el régimen en el margen oriental era casi tan duro como en la misma ciudad. Los barcos de carga y sus tripulantes, reclutados en la 71a compañía especial de servicio, estaban directamente bajo las órdenes del nuevo comandante de la NKVD, el mayor general Rogatin, que también tenía el mando de la oficina militar del distrito fluvial.

Las tasas de bajas entre las tripulaciones de las embarcaciones fluviales eran comparables a las de los batallones en la línea del frente. Por ejemplo, el vapor Lastochka («la golondrina»), mientras evacuaba a los heridos, recibió diez impactos directos en un solo trayecto. Los miembros que quedaban de la tripulación reparaban los agujeros durante el día, y estaban listos para navegar otra vez al día siguiente. Las pérdidas también podían ser grandes por los accidentes debidos a la premura. El 6 de octubre, un bote sobrecargado se volcó y dieciséis hombres de veinte se ahogaron. Poco después, otra nave desembarcó en la oscuridad en un lugar equivocado y treinta y cuatro personas perecieron en un campo minado. Aunque un poco más tarde para aquel día, el incidente indujo a las autoridades a «cercar los campos minados con alambres de púas».

La tensión del trabajo con frecuencia llevaba a embriagarse si había la oportunidad. El 12 de octubre, cuando las tropas de la NKVD realizaban una revisión sin previo aviso de las casas en la aldea de Tumak a la orilla del río, encontraron una «escena vergonzosa». Un capitán, un comisario, un sargento de los almacenes, un cabo de la flotilla del Volga y el secretario local del Partido Comunista habían «bebido hasta quedar inconscientes», como decía el informe, y estaban en el piso «durmiendo con mujeres». Pese a estar totalmente ebrios fueron llevados ante «el jefe de las tropas de la NKVD, el mayor general Rogatin».

Hubo otros extraños escándalos en tierra también. El 11 de octubre, en medio de la lucha por la planta de tractores de Stalingrado, los T-34 de la 84.ª brigada de tanques, con soldados de la 37.ª división de guardias fusileros aferrados a las torretas y cubiertas de los motores, contraatacaron a la 14.ª división blindada en el lado sudoeste de la fábrica. Ambas divisiones soviéticas habían acabado de llegar al margen occidental. El conductor de un tanque, que no pudo ver por el visor de la escotilla el hueco dejado por una bomba, se hundió allí. Según el informe «el comandante de la compañía de infantería, que estaba borracho», se puso furioso con la sacudida que recibieron y se bajó de un salto. «Corrió frente al tanque, abrió la escotilla y disparó dos tiros, matando al conductor».

En esa segunda semana de octubre, hubo una tregua en el combate. Chuikov sospechó correctamente que los alemanes estaban preparando un ataque aún mayor, probablemente con refuerzos.

Paulus estaba bajo tanta presión de Hitler como Chuikov lo estaba de Stalin. El 8 de octubre, el grupo de ejércitos B, por órdenes del cuartel general del Führer, había dado instrucciones al VI ejército de preparar otra gran ofensiva contra el norte de Stalingrado que comenzara como máximo hacia el 14 de octubre. Paulus y su estado mayor en el cuartel general estaban consternados por las bajas. Uno de sus oficiales anotó en el diario de guerra que la 94.ª división de infantería había quedado reducida a 535 soldados en la línea del frente, «¡lo que significa un promedio de fuerza combatiente por cada batallón de tres oficiales, once suboficiales y sesenta y dos hombres!». También dijo que la 76.ª división de infantería estaba «fuera de combate». Sólo la 305.ª división de infantería, reclutada en las costas septentrionales del lago Constante, podía ser integrada al VI ejército para reforzar las formaciones más comprometidas.

Los alemanes, con octavillas y provocaciones en voz alta, no hacían ningún secreto de sus preparativos. La única interrogante era su objetivo preciso. Las compañías de reconocimiento de las divisiones soviéticas salían cada noche a capturar tantas «lenguas» como fuera posible. Desgraciados centinelas o portadores de raciones eran traídos para someterlos a interrogatorios intensivos, y el prisionero, por lo general, debido al absoluto terror que la propaganda nazi sobre los métodos bolcheviques le provocaba, sólo tenía muchas ansias de hablar. La sección de inteligencia del cuartel general del 62.° ejército pronto concluyó a partir de una nueva combinación de fuentes que la principal ofensiva se dirigiría otra vez contra la planta de tractores. Los trabajadores que quedaban allí y en la Barrikadi, que habían estado reparando tanques y cañones antitanques durante el combate, fueron enrolados en los batallones de la línea del frente o, en el caso de los obreros especializados, evacuados al otro lado del Volga.

Por suerte para el 62.° ejército, sus análisis de inteligencia resultaron correctos. Los objetivos alemanes eran despejar la fábrica de tractores y la fábrica de ladrillos en su lado sur, para luego abrirse paso hacia el margen del Volga. La arriesgada decisión de Chuikov de traer regimientos del Mamaev Kurgan al sector septentrional valió la pena. Sin embargo, se horrorizó al saber que la Stavka había reducido el cupo de munición de artillería para el frente de Stalingrado. Este era el primer indicio de que un gran contraataque estaba preparándose. Stalingrado, advirtió de repente con ambigua emoción, ahora representaba el cebo de una enorme trampa.

El lunes 14 de octubre, a las seis de la mañana (hora alemana), la ofensiva del VI ejército se inició en un frente estrecho, utilizando cada Stuka disponible de la IV flota aérea del general von Richthofen. «Todo el cielo estaba repleto de aviones —escribió un soldado de la 389.ª división de infantería, que esperaba para salir al ataque—, todos los cañones antiaéreos disparaban, las bombas caían rugiendo, los aviones se estrellaban, era una enorme obra dramática que seguíamos con sentimientos encontrados desde nuestras trincheras». El fuego de la artillería alemana y los morteros derribaban los refugios subterráneos y las bombas de fósforo prendían fuego en el material combustible que quedaba.

«El combate asumió proporciones monstruosas más allá de toda posibilidad de medida —escribió uno de los oficiales de Chuikov—. Los hombres en las trincheras de comunicación se tambaleaban y caían como si estuvieran en la cubierta de un barco durante una tormenta». Los comisarios claramente sentían un impulso de hacerse poéticos. «Aquellos de nosotros que han visto el oscuro cielo de Stalingrado en estos días —escribió Dobronin a Shcherbakov en Moscú— nunca lo olvidarán. Es amenazador y severo, las llamas purpúreas lamen el cielo».

La batalla comenzó con el ataque principal contra la planta de tractores desde el sudoeste. Al mediodía, parte del XIV cuerpo blindado reinició su empuje hacia el norte. Chuikov no dudó. Empeñó su principal fuerza acorazada, la 84.ª brigada de tanques, contra el principal asalto de las tres divisiones de infantería encabezadas por la 14.ª división blindada. «El apoyo que nos daba la artillería pesada era insólitamente fuerte —escribió un suboficial de la 305.ª división de infantería—. Varias baterías de Nebelwerfer, el bombardeo en cadena de los Stukas y de cañones de asalto autopropulsados en cantidades nunca vistas antes bombardearon a los rusos, que en su fanatismo opusieron una tremenda resistencia».

«En una batalla terrible, agotadora —escribió un oficial de la 14.ª división blindada—, en la superficie y en el subsuelo, en las ruinas, los sótanos y las alcantarillas de la fábrica. Los tanques subían montículos de escombros y chatarra, y se arrastraban chirriando a través de talleres destruidos caóticamente y disparaban a bocajarro en estrechos patios. Muchos de los tanques temblaban o explosionaban a causa de la fuerza de una mina enemiga que estallaba». Las bombas que daban en las instalaciones sólidas de hierro de los talleres de la fábrica generaban lluvias de chispas que se veían a través del polvo y el humo.

La resistencia de los soldados soviéticos era efectivamente increíble, pero simplemente no podía soportar la fuerza en un punto central del ataque. Durante la primera mañana, los blindados alemanes penetraron, aislando a la 37.ª división de guardias de Zholudev y a la 112.ª división de fusileros. El general Zholudev quedó enterrado vivo en su búnker por una explosión, un destino frecuente durante ese día terrible. Los soldados lo sacaron y lo llevaron al cuartel general del ejército. Otros empuñaron las armas de los muertos y siguieron luchando. Los blindados alemanes cubiertos de polvo se estrellaban contra las grandes naves de la planta de tractores, como monstruos prehistóricos, rociaban ráfagas de ametralladora por todas partes, y machacaban las esquirlas de vidrio de los tragaluces destrozados bajo sus orugas. Durante la lucha a corta distancia que siguió, no había líneas del frente claras. Los grupos de guardias de Zholudev que habían sido rebasadas podían atacar repentinamente como salidos de ninguna parte. En tales condiciones, un sensato oficial médico alemán estableció su estación de vendaje de avanzada en un horno de fundición.

Hacia el segundo día de la ofensiva, el 15 de octubre, el cuartel general del VI ejército se sintió capaz de hacer constar que: «La mayor parte de la fábrica de tractores está en nuestras manos. Hay sólo algunas bolsas de resistencia que han quedado tras el frente». La 305.ª división de infantería forzó a los rusos a retirarse al otro lado de las líneas de ferrocarril en las fábricas de ladrillo. Esa noche, después de la irrupción de la 14.ª división blindada en las fábricas de tractores, su 103.° regimiento blindado de granaderos cruzó audazmente hacia la orilla del Volga cerca de los tanques de petróleo, hostigado por la infantería soviética que atacaba desde los barrancos. Afortunadamente para el 62.° ejército, Chuikov había sido convencido de trasladar el cuartel general, porque las comunicaciones eran muy deficientes. La lucha apenas si había disminuido. La 84.ª brigada de tanques afirmaba haber destruido «más de treinta tanques fascistas medianos y grandes» frente a la pérdida de dieciocho suyos. Las pérdidas humanas de la brigada estaban «todavía siendo calculadas» cuando el informe llegó dos días después. Aunque la cifra de tanques alemanes era casi con seguridad optimista, los jóvenes comandantes de la brigada demostraron una estimulante valentía ese día.

El comisario de un regimiento de artillería ligera, Babachenko, fue convertido en Héroe de la Unión Soviética por su valentía cuando la batería quedó aislada. El mensaje de despedida de los defensores recibido por radio en el cuartel general decía: «Cañones destruidos. Batería rodeada. Continuaremos luchando y no nos rendiremos. Saludos a todos». Sin embargo, utilizando granadas, fusiles y metralletas, los artilleros rompieron el cerco del enemigo e hicieron una nueva posición contribuyendo a restaurar la línea de defensa del sector.

Hubo casos de valentía anónima no celebrada de los soldados rasos («verdadero heroísmo masivo», como lo expresaban los comisarios). Hubo también casos pregonados de valor individual, como el de un comandante de una compañía de la 37.ª división de guardias fusileros, el teniente Gonichar, que con una ametralladora capturada y sólo cuatro hombres, logró dispersar una fuerza alemana atacante en un momento crítico. Nadie sabe cuántos soldados del Ejército Rojo murieron ese día, pero 3500 heridos fueron llevados al otro lado del Volga esa noche. Los camilleros, totalmente agotados, sufrieron tantas bajas que muchos de los heridos se arrastraron solos hasta el margen del río.

Los comandantes alemanes en la estepa pedían constantemente noticias de los avances en la ciudad. «Los muros de las fábricas, las líneas de ensamblaje, la entera superestructura se derrumba bajo la tormenta de bombas —escribió el general Strecker a un amigo—, pero el enemigo simplemente reaparece y utiliza estas ruinas recientemente creadas para fortificar sus posiciones defensivas». Algunos batallones alemanes se quedaron en cincuenta hombres. Enviaban los cadáveres de sus compañeros por la noche para que fueran enterrados. Inevitablemente, un cierto cinismo surgió en las filas alemanas respecto a sus superiores. «Nuestro general —escribió a su familia un soldado de la 389.ª división de infantería— se llama Jeneke (Jaenecke), recibió la Cruz de Hierro anteayer. Ahora ha conseguido su objetivo».

Durante los seis días de lucha desde el 14 de octubre, la Luftwaffe mantuvo turnos de aviones que atacaban los pasos del río y las tropas. «La ayuda de nuestros cazas es necesaria», comentó el departamento político del frente de Stalingrado en una crítica en clave de la aviación del Ejército Rojo enviada a Moscú. En efecto, el 8.° ejército del aire había disminuido a menos de 200 aeronaves de todos los tipos, de las cuales sólo dos docenas eran cazas. Sin embargo, incluso los pilotos de la Luftwaffe compartían la creciente sospecha de las tropas de tierra de que los defensores rusos de Stalingrado podían resultar invencibles. «No puedo comprender —escribió uno a su familia— cómo los hombres pueden sobrevivir en ese infierno, y sin embargo los rusos se instalan firmes en las ruinas, y en huecos y sótanos, y en un caos de esqueletos de acero que solían ser fábricas». Estos pilotos también sabían que su efectividad pronto disminuiría rápidamente a medida que las horas de luz diurna se acortaran y el clima empeorara.

La exitosa ofensiva alemana en el Volga justo bajo la planta de tractores de Stalingrado aisló por completo a los restos de la 112.ª división de fusileros y a las brigadas de milicias que se habían enfrentado al XIV cuerpo blindado en el norte y en el oeste. Mientras los restos asediados de la 37.ª división de guardias fusileros de Zholudev continuaban luchando en la planta de tractores, los restos de otras formaciones eran empujadas hacia el sur. La gran amenaza para la supervivencia del 62.° ejército era una ofensiva alemana en el margen del río, que aislaba a la división de Gorishni desde la retaguardia.

El nuevo cuartel general de Chuikov estaba en peligro constante. Su grupo de defensa inmediata se enzarzaba frecuentemente en el combate. Como el 62.° ejército perdía la comunicación con tanta frecuencia, Chuikov pidió permiso para que un grupo del cuartel general de retaguardia cruzase al margen izquierdo, mientras un grupo de vanguardia, incluido todo el consejo militar, permanecía en el margen oriental. Yeremenko y Jruschov, que sólo estaban pendientes de la reacción de Stalin, se negaron en redondo.

También el 16 de octubre los alemanes avanzaron desde la fábrica de tractores hacia la planta de Barrikadi, pero la combinación de tanques rusos enterrados en los escombros y las chillonas salvas de cohetes Katiusha lanzadas desde el margen del río interrumpieron sus ataques. Esa noche, el resto de la 138.ª división de fusileros fue traída del otro lado del Volga. Cuando avanzaban hacia delante después del desembarco, tuvieron que pasar por encima de «cientos de heridos que se arrastraban hacia el embarcadero». Las nuevas tropas fueron situadas en una línea oblicua de defensa al norte de las fábricas de Barrikadi.

El general Yeremenko también cruzó el río esa noche para evaluar la situación por sí mismo. Apoyándose pesadamente en un bastón después de las heridas del año anterior, subió cojeando la orilla hasta los búnkeres atestados del cuartel general del 62.° ejército. Los cráteres y troncos destrozados de los refugios que habían recibido impactos directos dejaban poco a la imaginación. Los objetos y los individuos por igual estaban cubiertos de polvo y ceniza. El general Zholudev estalló en lágrimas, al recordar la destrucción de su división en la fábrica de tractores. Sin embargo, al día siguiente, después del regreso de Yeremenko, el cuartel general del frente tuvo que advertir a Chuikov que incluso habría menos municiones disponibles.

Después de que los alemanes aislaran a las fuerzas soviéticas al norte de la planta de tractores de Stalingrado en la noche del 15 de octubre, Chuikov recibió pocas noticias alentadoras de ellos, sólo «muchos pedidos» del cuartel general de la 112.ª división de fusileros y de la 115.ª brigada especial para que se les permitiera retirarse al otro lado del Volga. Ambos cuarteles generales al parecer dieron «información falsa», afirmando que sus regimientos habían sido prácticamente eliminados. Este pedido de retirada, equivalente a traición después de la orden de Stalin, fue rechazado. Durante una pausa en el combate varios días después, Chuikov envió al coronel Kaminin al enclave para examinar el estado de sus regimientos. Encontró que la 112.ª división de fusileros todavía tenía 598 hombres vivos, mientras que la 115.ª brigada especial tenía 890. El veterano comisario, según el informe, «en vez de organizar una defensa activa… no salió de su búnker y presa del pánico trató de convencer a su comandante de retirarse al otro lado del Volga». Por «su traición a la defensa de Stalingrado» y «excepcional cobardía», los acusados oficiales y comisarios de alta graduación fueron llevados más tarde ante la corte marcial por el consejo militar del 62.° ejército. Su destino no ha quedado registrado, pero no podían esperar mucha compasión de Chuikov.

Se organizaron ofensivas de distracción el 19 de octubre a cargo del frente del Don hacia el noroeste y por el 64.° ejército hacia el sur. Estos esfuerzos aliviaron la presión sobre el 62.° ejército sólo durante unos pocos días, pero el respiro posibilitó a los regimientos destruidos ser llevados al otro lado del Volga para reorganizarlos con refuerzos. La ayuda espiritual llegó en una forma extraña. Se difundieron rumores de que el camarada Stalin en persona había sido visto en la ciudad. Un viejo bolchevique que había luchado en el sitio de Tsaritsin afirmaba incluso que el gran jefe había aparecido en su antiguo cuartel general. La visita, evocadora de la milagrosa aparición de Santiago al ejército español cuando combatía a los moros, no tenía ningún sustento en la realidad.

Un civil importante, sin embargo, estaba particularmente ansioso por visitar el margen occidental en este momento. Era Dmitri Manuilski, el veterano responsable del Komintern para los asuntos alemanes, que había hecho un intento fracasado con Karl Radek de iniciar una segunda revolución alemana en octubre de 1923, antes de que Lenin expirase por fin. Más tarde fue el ucraniano principalmente responsable de la devastación realizada por Stalin en Ucrania en 1933. Manuilski tenía un interés especial que se manifestaría posteriormente, pero Chuikov rechazó firmemente sus solicitudes de visitar el margen occidental.

En Berlín, el humor de Goebbels vacilaba otra vez entre la convicción de que la caída de Stalingrado era inminente (dio órdenes el 19 de octubre de que todos los que habían recibido la Cruz de Hierro debían ser traídos para ser entrevistados por la prensa) y momentos de prudencia. Preocupado porque el pueblo alemán pudiera sentirse decepcionado por el lento avance, pensaba que debía hacerle recordar cuánto habían avanzado los ejércitos alemanes en sólo dieciséis meses. Dio órdenes de que se pusieran señales en todas las ciudades de Alemania mostrando la distancia hasta Stalingrado. Tres días más tarde ordenó que nombres como Octubre Rojo y Barricada Roja fueran evitados a toda costa cuando se informaba sobre la dura lucha, por si acaso eso animaba a «los círculos contagiados de comunismo».

Durante las grandes batallas por el sector industrial septentrional de la ciudad, la lucha casa por casa, con ataques y contraataques locales, había continuado en los distritos del centro. Uno de los episodios más famosos de la batalla de Stalingrado fue la defensa de la «casa de Pavlov», que duró cincuenta y ocho días.

A fines de septiembre, una patrulla del 42.° regimiento de guardias se había apoderado de un edificio de cuatro plantas que daba a una plaza, situado a unos 275 m de los altos de la orilla del río. Su comandante, el teniente Afanasev pronto fue herido en el combate, así que el sargento Jakov Pavlov asumió el mando. Descubrieron que varios civiles habían permanecido en el sótano durante todo el combate. Uno de ellos, Mariya Ulianova, tuvo un papel activo en la defensa. Los hombres de Pavlov destruyeron los muros del sótano para mejorar sus comunicaciones, y abrieron boquetes en las paredes, para tener mejores aspilleras para las ametralladoras y los fusiles antitanques de largos cañones. Cada vez que los blindados se acercaban, los hombres de Pavlov se dispersaban, fuera por el sótano o por el piso superior, desde donde podían dispararles de cerca. La tripulación del blindado no podía elevar sus principales armas lo bastante para responder. Chuikov después gustaba hacer ver que los hombres de Pavlov mataron a más soldados enemigos de los que los alemanes perdieron durante la toma de Paris. (Jakov Pavlov, convertido en Héroe de la Unión Soviética, más tarde se convirtió en el Archimandrita Kirill en el monasterio de Sergievo —antes Zagorsk— donde atrajo un gran número de fieles que nada tenían que hacer con su fama de Stalingrado. Está ahora muy delicado).

Otra historia, que es más una viñeta entresacada de cartas, se refiere al teniente Charnosov, un observador de artillería del 384.° regimiento de artillería. Su última carta a su esposa dice: «¡Hola, Shura! Envío besos para nuestros dos pajarillos, Slavik y Lidusia. Tengo buena salud. Me han herido dos veces, pero son sólo arañazos, así que todavía dirijo la batería muy bien. La época del combate duro ha llegado a la ciudad de nuestro amado jefe, a la ciudad de Stalin. Durante estos días de duro combate estoy vengando a mi querido pueblo natal de Smolensko, pero por la noche voy al sótano donde dos niños rubios se sientan en mi regazo. Me recuerdan a Slavik y Lida». En su cuerpo se encontró la carta anterior de su esposa: «Estoy muy feliz de que estés luchando tan bien —había escrito ella— y que te hayan premiado con una medalla. Lucha hasta la última gota de sangre y no los dejes tomarte prisionero, porque el campo de prisioneros es peor que la muerte».

Este intercambio epistolar fue considerado ejemplar, y era también característico del momento. Podían ser genuinos, pero como muchos otros sólo revelaban una verdad parcial. Cuando los soldados se sentaban en un rincón de sus trincheras o en un subterráneo mal iluminado a escribir a sus familias, con frecuencia tenían dificultades para expresarse. La hoja, que sería más tarde doblada en un triángulo, porque no había sobres, parecía a la vez demasiado grande y demasiado pequeña para sus propósitos. La carta resultante se ceñía por tanto a tres temas principales: preguntas por la familia en casa, tranquilidad («Estoy bien, todavía vivo»), y preocupación por la batalla («estamos constantemente destruyendo sus tropas y equipos, Día y noche, no los dejamos en paz»). Los soldados del Ejército Rojo eran muy conscientes de que los ojos de toda la nación estaban puestos sobre ellos, pero muchos debieron de haber arreglado parte de sus cartas porque sabían que los departamentos especiales censuraban cuidadosamente el correo.

Incluso si deseaban escapar escribiendo a sus esposas o novias, la batalla permanecía siempre con ellos, en parte porque la valía de un hombre se definía por la opinión de sus camaradas y el comandante. «Mariya —escribió un tal Kolia—, pienso que recordarás nuestra última noche juntos. Porque ahora, en este minuto, hace exactamente un año que nos separamos. Y era muy difícil para mí decirte adiós. Es muy triste, pero teníamos que separarnos porque era el mandato de la patria. Cumplimos esa orden tan bien como pudimos. La patria exige que aquellos de nosotros que están defendiendo esta ciudad resistamos hasta el fin. Y vamos a cumplir dicha orden».

La mayoría de soldados rusos parecía haber subsumido sus sentimientos personales dentro de la causa de la gran guerra patria. Podrían haber temido más al censor que a sus homólogos alemanes, sus cerebros podrían haber sido efectivamente lavados por el régimen estalinista, y sin embargo el sentido de abnegación aparece como mucho más que una consigna ideológica. Parece casi atávico, una obligación moral de enfrentarse al invasor. «La gente podría reprocharme —escribió un teniente del Ejército Rojo en Stalingrado a su novia de unas pocas semanas— si leyeran esta carta la razón de que estoy luchando por ti. Pero no puedo distinguir dónde terminas tú y donde comienza la patria. Tú y la patria sois lo mismo para mí».

Un estudio de las cartas familiares escritas por los oficiales y soldados de los dos bandos es muy ilustrativo. En muchas cartas de alemanes en Stalingrado de esta época, hay una nota herida, desengañada e incluso incrédula sobre lo que está pasando, como si ésta no fuera ya la misma guerra en la que se habían embarcado. «Muchas veces me pregunto —escribía un teniente alemán a su esposa— para qué todo este sufrimiento. ¿Se ha vuelto loca la humanidad? Esta época terrible marcará a muchos de nosotros para siempre». Y pese a la propaganda optimista de la inminente victoria en Alemania, muchas esposas intuían la verdad: «No puedo dejar de preocuparme. Sé que estas combatiendo constantemente. Seré siempre tu fiel esposa. Mi vida pertenece a ti y a nuestro mundo».

Había también un sorprendente número de soldados rusos descontentos, que, o se olvidaban de que sus cartas eran censuradas, o estaban tan desanimados que ya no les importaba. Muchos se quejaban del rancho. «Tía Liuba —escribía un joven soldado—, por favor, envíame algo de comida. Me da vergüenza pedírtelo, pero el hambre me obliga a hacerlo». Muchos admitían que estaban reducidos a comer animales muertos y otros decían a sus familias que los soldados enfermaban «debido a la mala comida y a las condiciones insalubres». Un soldado enfermo de disentería escribió: «Si las cosas siguen así, será imposible evitar una epidemia». La predicción del soldado pronto resultó correcta. En el hospital 4169, los soldados con tifus fueron rápidamente puestos en cuarentena. Los doctores pensaban que «los heridos cogieron el tifus de los lugareños en el camino al hospital y que se difundiría desde allá».

Así como había quejas por la mala comida y las malas condiciones, también aparecieron fuertes signos de derrotismo. Los comisarios, siempre listos a saltar sobre sus sombras en la noche estalinista, estaban claramente desconcertados con los resultados de la censura postal de la NKVD. «Sólo en el 62.° ejército, en la primera quincena de octubre, se divulgaron secretos militares en 12 747 cartas», informó el departamento político a Moscú. «Algunas cartas contienen claros enunciados antisoviéticos, alabando al ejército fascista y flaqueando en la fe en la victoria del Ejército Rojo». Citaban unos cuantos ejemplos: «Cientos y miles de personas mueren cada día —escribía un soldado a su esposa—. Ahora es todo tan difícil que no veo una salida. Podemos considerar que Stalingrado está prácticamente perdido». En un momento en que la mayoría de civiles rusos habían estado viviendo de poco más que de sopas hechas de ortigas y hierbajos, un soldado del 245.° regimiento de fusileros escribía a su familia: «En la retaguardia deben de estar pregonando que todo debería ir para el frente, pero en el frente no tenemos nada. La comida es mala y hay muy poca. Las cosas que dicen no son verdad». Casi toda forma de honestidad en una carta familiar era fatal. Un teniente que escribió que «los aviones alemanes son muy buenos… Nuestros artilleros antitaéreos derriban sólo unos cuantos» fue también identificado como un traidor.

El peligro no estaba sólo con los censores. Un joven ucraniano muy ingenuo, reclutado como refuerzo para la división de Rodimtsev, dijo a sus compañeros que no debían creer todo lo que les decían del enemigo: «En el territorio ocupado, tengo a mi padre y a una hermana, y los alemanes no matan ni roban a nadie. Tratan bien a la gente. Mi hermana ha estado trabajando para los alemanes». Sus camaradas lo arrestaron en el acto. «La investigación prosigue», concluía el informe a Moscú.

Una forma de represión en el Ejército Rojo estaba en efecto suavizándose en este momento. Stalin, en una política deliberada de mejorar la moral, había ya anunciado la concesión de premios con un aire decididamente reaccionario, tales como las órdenes de Kutuzov y Suvorov. Pero su reforma más obvia, anunciada el 9 de octubre fue el decreto 307, que restableció el mando único. Los comisarios fueron rebajados a un papel asesor y «educativo».

Los comisarios se horrorizaron al descubrir cuánto los odiaban y despreciaban los oficiales del Ejército Rojo. Se decía que los oficiales de los regimientos de aviación fueron particularmente insultantes. El departamento político de Stalingrado deploraba la «actitud absolutamente incorrecta» que había aparecido. Un comandante de un regimiento dijo a su comisario: «Sin mi permiso, usted no tiene derecho a entrar y hablar conmigo». Otros comisarios encontraron que su «nivel de vida disminuyó», ya que fueron «obligados a comer con los soldados». Incluso los jóvenes tenientes se atrevían a comentar que no veían motivos para que los comisarios siguieran recibiendo el sueldo de oficiales, «porque ahora ya no eran responsables de nada, leerán el periódico y se irán a la cama». Los departamentos políticos eran considerados ahora un «apéndice innecesario». Decir que los comisarios estaban acabados, escribió Drobonin a Shcherbakov en un claro intento de conseguir apoyo, era «un enunciado contrarrevolucionario». Dobronin había ya revelado sus propios sentimientos, cuando, antes de octubre, informó, sin crítica, de que un soldado había dicho: «Han inventado las órdenes de Kutuzov y Suvorov. Ahora debería haber las medallas de San Nicolás y San Jorge, y será el fin de la Unión Soviética».

Los principales premios comunistas (Héroe de la Unión Soviética, la Orden de la Bandera Roja, la Orden de la Estrella Roja) eran todavía, desde luego, tomados muy seriamente por las autoridades políticas, incluso si la Estrella Roja se había convertido en algo como una ración estajanovista dada a todo hombre que destruyera un tanque alemán. Cuando, en la noche del 26 de octubre, el jefe del departamento de personal del 64.° ejército perdió un maletín que contenía cuarenta insignias de la orden de la Bandera Roja, mientras esperaba el transbordador para cruzar el Volga, suscitó una tremenda consternación. Podría pensarse que se habían perdido los planes de la defensa de todo el frente de Stalingrado. El maletín finalmente fue encontrado a 3 km del lugar al día siguiente. Sólo faltaba una medalla. Pudo haber sido un soldado que llegó a la conclusión (quizá entusiasmado con la idea después de unos cuantos tragos), de que sus esfuerzos en el frente habían sido poco reconocidos. El jefe del departamento de personal fue llevado ante un tribunal militar con el cargo de «descuido criminal».

Los soldados, por otra parte, tenían un actitud mucho más vigorosa hacia estos símbolos de valor. Cuando uno de ellos recibía una condecoración, sus camaradas la ponían en una jarra de vodka, que tenia que beber, atrapando la medalla entre los dientes, hasta la última gota.

Las auténticas estrellas estajanovistas del 62.° ejército no eran en realidad los destructores de tanques, sino los francotiradores. Se promovió un nuevo culto de la actividad del francotirador, y cuando llegaba el vigésimo quinto aniversario de la Revolución de Octubre, la propaganda alrededor de este arte tétrico llegó al frenesí, con «una nueva oleada de competencia socialista por matar el mayor número de fritzes». Un francotirador que llegara a cuarenta muertos recibía la medalla «al valor», y el título de «noble francotirador».

El francotirador más famoso de todos, aunque no el de la mayor marca, fue Zaitsev de la división de Batiuk, que, durante las celebraciones de la Revolución de Octubre, elevó su cuenta de muertos a 149 alemanes (prometió lograr 150, pero le faltó uno). El de mayor puntuación, identificado sólo como «Zikan», mató a 224 alemanes hasta el 20 de noviembre. Para el 62.° ejército, el taciturno Zaitsev, un pastor de las laderas de los Urales, representaba mucho más que un héroe deportivo. Las noticias de los nuevos puntos añadidos a su marca pasaban de boca en boca por todo el frente.

Zaitsev, cuyo nombre en ruso significa «liebre», fue encargado de entrenar a los jóvenes francotiradores, y sus pupilos se hicieron conocidos como zaichata o «lebratos». Era el inicio del «movimiento de francotiradores» en el 62.° ejército. Se organizaron conferencias para difundir la doctrina del «francotiradorismo» y el intercambio de ideas sobre la técnica. Los frentes del Don y del sudoeste adoptaron el «movimiento de francotiradores», y produjeron sus tiradores estrella, tales como el sargento Passar del 21.° ejército. Especialmente orgulloso de sus tiros a la cabeza, fue acreditado con 103 muertos.

Los francotiradores no rusos fueron merecedores de elogio: Kucherenko, un ucraniano, que mató a diecinueve alemanes, y un uzbeco de la 169.ª división de fusileros que mató a cinco en tres días. En el 64.° ejército, el francotirador Kovbasa (la palabra ucraniana para «salchicha») trabajaba para una red de por los menos tres trincheras conectadas, una para dormir y dos para disparar. Además, excavó posiciones falsas al costado de los destacamentos vecinos, donde instaló banderas blancas atadas a palancas, que podía agitar desde lejos con cuerdas. Kovbasa afirmaba orgullosamente que tan pronto un alemán veía que una de sus banderolas se agitaba, no podía evitar salir de su trinchera para ver mejor, y gritar: «Rus, komm, komm!»; Kovbasa entonces le disparaba desde un ángulo. Danielov, del 161.° regimiento de fusileros, también cavó falsas trincheras y confeccionó espantapájaros con trozos de equipo del Ejército Rojo. Esperaba entonces a los soldados alemanes bisoños para dispararles. Cuatro de ellos fueron sus víctimas. El sargento mayor de la 13.ª división de guardias fusileros, Dolimin, instalado en un ático, escogía a los artilleros de una ametralladora enemiga y un cañón de campaña. Los blancos más apreciados eran, sin embargo, los observadores de la artillería alemana. «Por dos días (el cabo Studentov) siguió a un oficial de observación y lo mató al primer disparo». Studentov juró subir su marca de 124 alemanes hasta 170 para el aniversario de la Revolución.

Todos los francotiradores tenían sus propias técnicas y sus escondrijos favoritos. «El noble francotirador» Ilin, que fue acreditado con «185 fritzes», algunas veces utilizó un viejo cañón o tubería como escondrijo. Ilin, un comisario del regimiento de guardias fusileros, operaba en el sector Octubre Rojo. «Los fascistas deberían conocer la fuerza de las armas en las manos de los superhombres soviéticos», proclamó, prometiendo entrenar diez nuevos francotiradores.

Algunas fuentes soviéticas aseguran que los alemanes trajeron al jefe de su escuela de francotiradores para cazar a Zaitsev, pero éste los despistó. Zaitsev, después de una caza de varios días, descubrió al parecer su escondite bajo una lámina de chapa de zinc y lo mató de un tiro. La mira telescópica del fusil de su presa, presuntamente el trofeo más preciado de Zaitsev, se expone todavía en el museo de las fuerzas armadas de Moscú, pero esta espectacular historia es poco convincente en lo fundamental. Vale la pena advertir que no hay mención en los informes a Shcherbakov, aunque casi todos los aspectos del «francotiradorismo» eran descritos con gusto.

Grossman estaba fascinado con el carácter y la vida de los francotiradores. Llegó a conocer bien a Zaitsev y a varios otros, incluido Anatoli Chekov. Chekov había seguido a su padre, un borracho, a trabajar en una planta química. Había «conocido los aspectos oscuros de la vida» desde la infancia, pero también descubrió su pasión por la geografía y ahora soñaba con diferentes partes del mundo en los largos días en sus escondites, esperando que apareciera una víctima. Chekov resultó ser uno de esos asesinos con talento natural que las guerras producen. Había sobresalido en la escuela de francotiradores y, a los veinte años, en Stalingrado, parecía no experimentar el miedo, «así como el águila nunca teme a las alturas». Poseía una rara habilidad para camuflarse en escondrijos en la cima de los edificios altos. Para impedir que el reflejo de la boca de su arma delatara su posición, improvisó un dispositivo para ocultarlo colocado al final del cañón y nunca disparaba con poca luz. Una precaución adicional para reducir la visibilidad del reflejo era tratar de tener como fondo una pared blanca.

Un día, llevó a Grossman con él. Los blancos más fáciles y más comunes eran los soldados que traían los recipientes de alimentos a las posiciones de la línea del frente. No pasó mucho tiempo antes de que apareciera un infante para entregar las raciones. Utilizando la mira telescópica Chekov apuntó 5 cm. por encima de la punta de la nariz. El soldado alemán cayó para atrás, dejando caer el recipiente de comida. Chekov temblaba de emoción. Apareció un segundo soldado. Chekov le disparó. Luego un tercer alemán se arrastró hacia delante. Chekov lo mató también. «Tres», murmuró Chekov para sí mismo. La puntuación total sería registrada más tarde. Su mejor marca fue diecisiete en dos días. Acertarle a un hombre que llevaba botellas de agua era una prima, comentó Chekov, ya que forzaba a los demás a beber agua contaminada. Grossman planteó la pregunta de si ese muchacho que soñaba en lugares remotos y «que no mataría una mosca», no era «un santo de la guerra patriótica»[22].

El culto del francotirador produjo imitadores con armas diferentes. Manenkov, de la 95.ª división de fusileros, adquirió renombre con su largo y pesado fusil PTR (antitanque). Se convirtió en un Héroe de la Unión Soviética después de destruir seis blindados en el combate alrededor de la fábrica de cañones Barrikadi. Un teniente Vinogradov en la 149.ª división de artillería se hizo famoso como el mejor lanzador de granadas. Cuando él y veintiséis hombres quedaron aislados sin comida durante tres días, el primer mensaje que pasó fue un pedido de granadas, no de rancho. Incluso herido y sordo, Vinogradov era «todavía el mejor cazador de fritzes». Una vez logró acechar y matar a un comandante de compañía alemán y coger los papeles de su cadáver.

Cuando las divisiones alemanas se abrían paso hacia el sur desde la fábrica de tractores hasta la línea de defensa de la fábrica de Barrikadi, Chuikov, en la noche del 17 de octubre, cambió su cuartel general una vez más. Terminó en la orilla del río a la altura del Mamaev Kurgan. Una sólida fuerza de alemanes irrumpió hasta el Volga al día siguiente, pero fueron forzados a retroceder con un contraataque.

Las únicas noticias tranquilizadoras eran del coronel Kaminin, enviado al reducto de resistencia que quedó al norte de las fábricas de tractores en Rinok y Spartakovka. La situación había sido restablecida y las tropas estaban en general luchando con bravura. Había todavía problemas con las brigadas de las milicias. En la noche del 25 de octubre, una sección entera de la 124.ª brigada especial, «anteriormente trabajadores en las fábricas de tractores», se disponía a pasarse a los alemanes. Sólo un único centinela estaba contra la idea, pero había consentido unirse a ellos cuando lo amenazaron. Ya en tierra de nadie, el centinela pretendió tener un problema con un escarpín y se detuvo. Aprovecho la oportunidad para escapar de los otros y corrió de regreso a las líneas rusas. Los desertores le dispararon, pero sin éxito. El centinela, soldado D., llegó a su regimiento sano y salvo, aunque fue después arrestado y llevado ante una corte marcial «por no tomar medidas decisivas para informar a sus comandantes del crimen proyectado e impedir a los traidores que desertasen».

La batalla de desgaste continuó alrededor de la fábrica Barrikadi y la Octubre Rojo, con ataques y contraataques. Un puesto de mando de un batallón de la 305.ª división de infantería, según un oficial, estaba «tan cerca del enemigo que el comandante del regimiento podía escuchar al otro lado del teléfono el «Urrah!» ruso. Un comandante ruso de regimiento, sin embargo, estaba en medio del combate. Cuando su cuartel general fue tomado, dio su propia posición por radio para un bombardeo de Katiushas.

Los soldados alemanes tuvieron que admitir que «los perros luchan como leones». Sus propias bajas subieron rápidamente. Los gritos de «Sani! Hilfe!» de los heridos se convirtieron en parte de la escena casi tanto como las explosiones y el rebote de las balas en los escombros. Sin embargo, el 62.° ejército quedó reducido a varias cabezas de puente en el margen occidental, nada más que unos pocos cientos de metros. Las calles fueron tomadas, las posiciones soviéticas incluso empujadas más cerca del Volga, la fábrica de cañones Barrikadi parcialmente ocupada. El último punto de paso del 62.° ejército estaba directamente bajo el fuego de la ametralladora, y todos los refuerzos habían sido puestos en ese sector para salvarlo. Las divisiones soviéticas quedaron reducidas a unos cientos de hombres cada una, pero todavía resistían. «Nos sentíamos en casa en la oscuridad», escribió Chuikov.

«Padre —escribió un cabo alemán a su familia—, usted siempre me decía: "Sé leal a nuestra bandera, y triunfarás". Nunca olvidaré estas palabras porque ha llegado el tiempo de que todo hombre sensato en Alemania maldiga la locura de esta guerra. Es imposible describir los que está pasando aquí. Toda persona en Stalingrado que todavía tiene cabeza y manos, hombres y mujeres, continúa luchando». Otro soldado alemán también escribía a su familia con un humor amargo: «No os preocupéis, no os apenéis, porque cuanto antes esté bajo tierra, menos sufriré. Con frecuencia pensamos en que Rusia debería capitular, pero este pueblo ignorante es demasiado estúpido para darse cuenta de ello». Un tercer soldado contemplaba las ruinas alrededor de él: «Aquí una frase del Evangelio me viene muchas veces a la mente: no dejaré piedra sobre piedra. Aquí esto es verdad».