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«Rendirse es imposible»

El frente en la estepa había estado comparativamente tranquilo durante la primera semana de enero. La mayor parte del tiempo, se había oído poco más que el crujido amortiguado del fusil del francotirador, la esporádica ráfaga de disparos de ametralladora, y el lejano silbido en la noche de una bengala de alarma elevándose: todo lo que un teniente llamaba «la habitual melodía del frente». Después de la transmisión y el lanzamiento de octavillas del 9 de enero, los soldados alemanes sabían que la ofensiva final era inminente. Los centinelas, tiritando incontrolablemente, tenían un motivo más poderoso para permanecer despiertos.

Un soldado le comentó a un capellán en sus rondas poco antes de la ofensiva: «Sólo un poquito más de pan, Herr Pfarrer, suceda luego lo que sea». Pero la ración de pan acababa de ser reducida a sesenta y cinco gramos. Todos sabían que tendrían que enfrentarse al ataque soviético débiles por el hambre y la enfermedad y con pocas municiones, aun cuando no comprendieran completamente la razón.

Reinaba el fatalismo («uno hablaba de la muerte exactamente como de un desayuno») aunque también había un deseo de creer. Los soldados rasos creían las historias del cuerpo blindado de las SS y de refuerzos que vendrían por aire. En la 297.ª división de infantería, los soldados continuaban convencidos «de que la fuerza de liberación había ya llegado a Kalach… las divisiones Grossdeutschland y Leibstandarte». Una bomba estrella vista en el oeste fue interpretada enseguida como una señal de ellas. Incluso los oficiales jóvenes eran mal informados por sus superiores, como un teniente dijo al interrogador de la NKVD. Aún en la primera semana de enero, el comandante de un regimiento de la 371.ª división de infantería todavía les decía: «La ayuda está cerca». La sorpresa fue grande cuando supieron «por fuentes informales» (es de suponer que era el personal de la Luftwaffe) del fallido intento de rescatarlos y de la retirada del grupo de ejércitos del Don hacia el oeste.

La NKVD, por otra parte, también se estremeció al conocer la cifra de rusos que luchaban ahora por los alemanes en la línea del frente en Stalingrado, no sólo trabajando como hiwis desarmados. Los relatos alemanes efectivamente parecen indicar que una proporción considerable de los hiwis adscritos a las divisiones del VI ejército en el Kessel estaban ahora luchando en la línea del frente. Muchos oficiales dieron testimonio de su habilidad y lealtad. «Los tártaros eran especialmente valientes —informó un oficial en el distrito fabril de Stalingrado—. Como artilleros antitanques que utilizaban un arma rusa capturada, se sentían orgullosos de todo tanque ruso que alcanzaban. Estos hombres eran fantásticos». El grupo de combate del teniente coronel Mader, basado en dos regimientos de granaderos de la 297.ª división de infantería en el extremo sur del Kessel, contenía no menos de 780 «rusos deseosos de combatir», que eran casi la mitad de su fuerza. Se les confió papeles clave. La compañía de ametralladoras tenía doce ucranianos «que se comportaban realmente bien». Su mayor problema, fuera de la falta de alimento, era la escasez de municiones. Los nueve cañones de campaña del grupo de combate tenían una ración promedio de un proyectil y medio por cada uno al día.

La operación Koltso, o «Anillo», comenzó temprano el domingo 10 de enero. Rokossovski y Voronov estaban en el cuartel general del 65.° ejército cuando la orden de «¡Fuego!» fue dada en la radio a las 6.05, hora alemana. Los cañones rugieron, rebotando en sus cureñas. Los cohetes Katiusha chillaban en el cielo dejando densas estelas de humo. Los 7000 cañones, lanzagranadas y morteros continuaron por cincuenta y cinco minutos en lo que Voronov describió como «un incesante retumbar de truenos».

En toda la estepa cubierta de nieve aparecieron fuentes negras, destruyendo el paisaje blanco. El bombardeo era tan intenso que el coronel Ignatov, un comandante de artillería, observó con sombría satisfacción: «Hay sólo dos modos de escapar de un ataque de este tipo, la muerte o la locura». En un intento de mostrarse despreocupado, el general Edler von Daniels dijo en una carta a su esposa que había sido un «domingo muy inquieto». El regimiento de granaderos de su división en la línea del frente no estaba de un humor para frivolidades, al encontrarse muy vulnerable en sus posiciones preparadas apresuradamente. «Las reservas de munición del enemigo —escribió el comandante— eran tan grandes, que nunca habíamos experimentado algo así».

La protuberancia sudoeste del Kessel, el «saliente de Marinovka», defendida por las divisiones 44.ª, 29.ª motorizada y 3.ª motorizada de infantería, fue fortificada en el último momento por parte de la 376a división. Todos los regimientos estaban desesperadamente escasos de fuerzas. La 44.ª división de infantería tenía que ser reforzada con artilleros e incluso con los batallones de ingenieros. Se asignaron varios blindados y armamento pesado al sector. Justo detrás de la posición del batallón de zapadores había dos cañones autopropulsados de asalto y un cañón antiaéreo de 88 mm. Pero en el bombardeo los zapadores vieron su propio cuartel general del batallón volar en pedazos. «Nadie salió con vida», escribió uno de ellos. «Durante una hora, cien cañones de varios calibres y los órganos de Stalin dispararon», relató un teniente de la misma división. «El búnker oscilaba continuamente con el bombardeo. Después los bolcheviques atacaban en masas aterradoras. Tres oleadas de hombres avanzaron, sin acobardarse ni un momento. Las banderas rojas se mantuvieron en alto. Cada 50 o 100 m había un tanque».

Los Landser, que apenas podían meter sus dedos hinchados por el frío en el gatillo, disparaban desde hoyos sin profundidad contra los fusileros que avanzaban por los campos nevados con las largas bayonetas caladas. Los T-34 rusos, algunos llevando infantes trepados como monos en el lomo de un elefante, se abrían paso en la estepa. Los fuertes vientos que traspasaban la ropa habían hecho volar la nieve, descubriendo las puntas del pasto descolorido de la estepa. Los morteros rebotaban en el suelo helado y explotaban como neumáticos, causando muchas más bajas. Las defensas de la 44.ª división de infantería pronto fueron aplastadas, y sus supervivientes, una vez en la intemperie, quedaron a merced del enemigo y de los elementos.

Por la tarde, las divisiones de infantería motorizadas 29.ª y 3.ª en la principal protuberancia del saliente comenzaron a encontrarse flanqueadas. En la 3.ª división de infantería motorizada, los soldados de reemplazo estaban apáticos. «Algunos de ellos estaban tan exhaustos y enfermos —escribió un oficial—, que pensaban sólo en deslizarse a la retaguardia por la noche, y yo sólo podía mantenerlos en sus puestos a punta de pistola». Otros relatos sugerían que muchas ejecuciones sumarias fueron llevadas a cabo en esta fase final, pero no hay cifras disponibles.

La compañía improvisada de granaderos blindados, de tropas de la Luftwaffe y de cosacos del sargento mayor Wallrawe aguantó hasta las diez de la primera noche, cuando recibió la orden de retroceder porque el enemigo la había rebasado. Logró tomar una posición al norte de la estación de Karpovka, pero pronto fue obligada a retroceder otra vez. «¡A partir de ese día, no tuvimos ni un búnker abrigado, ni comida caliente ni paz!», escribió Wallrawe.

Estas divisiones debilitadas, con pocas municiones, no tenían la menor oportunidad frente a los ataques masivos de los ejércitos soviéticos 21.° y 65.°, apoyados por los ataques de los aviones del 16.° ejército del aire. Los alemanes habían fortificado Marinovka y Karpovka en el lado sur del saliente con nidos de ametralladoras y emplazamientos de cañones, pero esto servía de poco, pues las principales acometidas venían del puente del saliente. Los intentos alemanes de contraataque con grupos esporádicos formados por sus blindados restantes y su debilitada infantería estaban condenados al fracaso. Los rusos utilizaban un intenso fuego de mortero para separar a la infantería de los blindados y luego aniquilaban a los supervivientes a campo abierto. En Rusia, el departamento político del frente del Don machacaba el lema: «¡Si el enemigo no se rinde, debe ser destruido!».

Mientras los ejércitos 65.° y 21.° atacaban el «saliente de Karpovka» ese primer día, el 66.° ejército atacaba a la 16.ª división blindada y a la 60.ª de infantería motorizada en el punto extremo septentrional, donde los ondulados montes tenían manchas de color amarillo negruzco, pelados por el fuego de los morteros de trinchera soviéticos. Los blindados restantes del 2.° regimiento blindado una vez más disparaban con buena puntería contra las oleadas de T-34 que cargaban a campo abierto, y forzaban a los supervivientes a retirarse.

Entretanto, en el sector sur, el 64.° ejército comenzó a bombardear a la 297.ª división de infantería, y al 82.° regimiento rumano adscrito a ella. Poco después de que comenzara el bombardeo, el coronel Mader recibió una llamada del oficial del estado mayor de la división: «Esos cerdos rumanos huyeron». El batallón más lejano se había retirado, dejando un vacío de 800 m de ancho en el flanco de su grupo de combate. Los rusos, al ver la oportunidad, enviaron tanques y abrieron una profunda brecha en la línea. La posición de toda la división estaba en peligro, pero su batallón de zapadores, dirigido por el mayor Gotzelmann, en un contraataque casi suicida logró sellar el agujero por un tiempo.

Esta división, parcialmente austriaca, que no había sufrido como las otras que se retiraron al otro lado del Don, logró mantener una sólida defensa. En los dos días siguientes, rechazó a la 36.ª división de guardias fusileros, a la 422.ª división de fusileros, a dos brigadas de infantes de marina y a una sección del 13.° cuerpo de tanques. Cuando un soldado «con antecedentes penales» trató de pasarse a los rusos, fue abatido por sus propios camaradas antes de que llegara a las líneas enemigas. Pero a los pocos días, después de intensos esfuerzos propagandísticos, más de cuarenta desertaron hacia el bando enemigo.

El principal esfuerzo soviético estaba concentrado en el avance desde el oeste. Hacia el fin de la segunda mañana, el 11 de enero, Marinovka y Karpovka fueron recuperadas. Los vencedores contaron 1600 cadáveres alemanes.

Tan pronto como terminó el combate, aparecieron campesinas como salidas de ninguna parte y se abalanzaron sobre las trincheras alemanas para buscar mantas, fuese para sus propias necesidades o para intercambiarlas. Erich Weinert, que acompañaba el avance de las tropas, vio que los soldados rusos lanzaban los archivos de los camiones capturados en el cuartel general de modo que pudieran utilizar ellos mismos los vehículos. «Karpovka parece como un enorme mercado de segunda mano», escribió. Pero entre el caos de material militar abandonado y destruido, vio los efectos del horrible bombardeo inicial. «Los muertos yacen, grotescamente retorcidos, con las bocas y los ojos todavía abiertos de horror, rígidos, congelados, con los cráneos partidos y las vísceras sacadas fuera, la mayoría de ellos con las manos y pies todavía empapados de ungüento anticongelante amarillo».

La resistencia del VI ejército, considerando su debilidad física y material, fue asombrosa. La medida más patente la dan las bajas que inflingió a los rusos durante los primeros tres días. El frente del Don perdió 26 000 hombres y más de la mitad de su fuerza de tanques. Los comandantes soviéticos hicieron poco esfuerzo por reducir las bajas. Sus hombres proporcionaban un blanco fácil al avanzar en línea extendida. Bultos marrones de rusos muertos quedaban esparcidos por la estepa cubierta de nieve. (Los trajes de camuflaje blancos estaban reservados sobre todo a las compañías de reconocimiento y a los francotiradores). Los soldados y oficiales rusos descargaban su rabia en los prisioneros alemanes, esqueléticos y piojosos. Algunos fueron muertos en el acto. Otros murieron mientras los obligaban a marchar en pequeñas columnas, al alcanzarlos las ráfagas de ametralladora que los soviéticos les disparaban. En una ocasión, el comandante herido de una compañía shtraf obligó a un oficial alemán apresado a arrodillarse ante él en la nieve, y luego de gritar las razones por las que buscaba venganza, lo mató de un disparo.

Durante las primeras horas del 12 de enero, los ejércitos soviéticos 65.° y 21.° llegaron al margen occidental del helado río Rossoshka, eliminando así el saliente de Karpovka. Aquellas tropas que retrocedieron manteniendo todavía la voluntad de luchar tuvieron que llevarse a pulso sus cañones antitanque. En algunos casos, los prisioneros rusos fueron otra vez utilizados como animales de tiro, y se les hacía trabajar hasta morir. Era tanto el frío y el suelo se había helado hasta tal punto que (anotó el general Strecker) «en vez de cavar trincheras, nuestros soldados levantaban terraplenes y búnkeres de nieve». Los granaderos de la 14.ª división blindada «resistieron encarnizadamente, aun cuando no tenían prácticamente municiones, allí en la estepa helada a la intemperie».

Pocos miembros del VI ejército tenían ánimo para celebrar el quincuagésimo aniversario de Goering ese día. La escasez de combustible y municiones era catastrófica. El cuartel general del VI ejército no exageraba en su mensaje de la mañana siguiente al general Zeitzler: «Las municiones se están acabando». Cuando el grupo mixto de Wallrawe, que ocupaba las antiguas posiciones rusas del verano pasado, se vio ante otro ataque importante en la mañana siguiente pudo «abrir fuego sólo de cerca porque carecía de municiones».

La falta de combustible en esta retirada hacía la evacuación de los heridos más difícil que nunca. Los pacientes inválidos se helaban sin más a la intemperie, apilados en camiones que de un frenazo se habían atascado en la nieve. Aquellos «soldados con las caras color azul negruzco» que llegaban al aeródromo de Pitomnik se sentían sacudidos por la escena. «El aeródromo —anotó un joven oficial— era un caos: montones de cadáveres abandonados que los hombres habían sacado de los búnkeres y tiendas que albergaban a los heridos; los ataques rusos; los bombardeos; los aviones de carga Junkers aterrizando».

Los heridos leves y los enfermos fingidos, que semejaban una horda de mendigos harapientos, trataban de acercarse al avión cuando aterrizaba, en un intento de abordarlo. La carga no descargada era puesta a un lado o saqueada en busca de alimento. Los más débiles de esta horda eran atropellados. La Feldgendarmerie, que rápidamente perdía el control de la situación, abría fuego en numerosas ocasiones. Muchos de los malheridos con pases de salida legítimos dudaban de poder escapar en algún momento de este infierno.

En el ínterin, el sargento mayor Wallrawe había recibido un disparo en el estómago. Por lo general, en el Kessel esto era una sentencia de muerte, pero se salvó gracias a su determinación. Dos de sus cabos lo sacaron de su posición y lo pusieron en un camión con otros heridos. El conductor se dirigió directamente al aeródromo de Pitomnik. Cuando sólo faltaban 3 km se quedaron sin combustible. En esas circunstancias el conductor tenía órdenes de destruir el vehículo. No podía hacer nada por los heridos, que fueron «dejados a su suerte». Wallrawe, pese al intenso dolor de la herida, sabía que moriría a no ser que lograra subir a un avión. «Tuve que arrastrarme el resto del camino hasta el aeródromo. Para entonces había anochecido. En una gran tienda recibí algún auxilio médico. Las bombas de un repentino ataque aéreo cayeron entre las tiendas del hospital destruyendo algunas». En el caos subsiguiente, Wallrawe logró subir en un «Ju» que salía a las tres de la madrugada.

En Pitomnik una coincidencia fortuita podía salvar la vida de un herido, mientras que se dejaba a cientos morirse en la nieve. Alois Dorner, un artillero de la 44.ª división de infantería que había sido herido en la mano y el muslo izquierdo por las esquirlas de una bomba, estaba espantado con las escenas de Pitomnik. «Aquí reinaba la mayor miseria que he visto en toda mi vida. Un inacabable quejido de los heridos y moribundos… muchos de los cuales no habían recibido ningún alimento durante días. No se daba más comida a los heridos. Las vituallas estaban reservadas para los combatientes». (Es difícil decir hasta qué punto se trataba de una política oficial. Los altos oficiales del cuartel general del VI ejército lo negaron enérgicamente, pero algunos comandantes subordinados parecen haberla instituido con su propia autoridad). Dorner, que no había comido desde el 9 de enero, estaba también esperando a morirse, cuando en la noche del 13 de enero, el piloto austriaco de un Heinkel 111 pasó cerca y le preguntó por casualidad de dónde era. «Soy de cerca de Amstetten», respondió. Su compatriota austriaco llamó a otro miembro de la tripulación y juntos llevaron a Dorner al avión.

En el flanco norte, la 16.ª división blindada y la 60.ª división de infantería motorizada habían sido obligadas a retroceder, dejando una brecha en ese sector, mientras que en el mismo Stalingrado, el 62.° ejército de Chuikov atacaba a la 100.ª división de cazadores y a la 305.ª división de infantería, recuperando varias manzanas de casas. Entretanto, el avance soviético principal desde el oeste continuaba, en medio de una nevada, aplastando el lado oeste del Kessel. La 29.ª división de infantería fue efectivamente batida. La carencia de combustible forzó a la 3.ª división de infantería motorizada a abandonar sus vehículos y armamento pesado y a retirarse a pie por la espesa nieve. Había poca esperanza de establecer una nueva línea de defensa en plena estepa cuando los soldados no tenían fuerzas para cavar.

Los ejércitos soviéticos 65.° y 21.° avanzaron hacia Pitomnik, apoyados por los ataques de los ejércitos 57.° y 64.° en el flanco sur, donde la 297.ª división de infantería, incluido el grupo de combate de Mader, fue obligada a retroceder. Su vecina a la derecha, la 376.ª división de infantería de Edler von Daniels, estaba aislada. Temprano en la tarde del 14 de enero, el cuartel general del VI ejército comunicaba: «La 376.ª división de infantería ha sido destruida. Es probable que el aeródromo de Pitomnik sólo sea utilizable hasta el 15 de enero».

Las noticias de los ataques soviéticos con tanques causaron ahora una ola de terror en las filas alemanas. Apenas si quedaban cañones antitanque con munición. Nadie tuvo tiempo para recordar la manera en que habían despreciado a los rumanos por esa misma reacción sólo dos meses antes.

En este momento bastante tardío de la batalla, Hitler decidió que el VI ejército debería recibir más ayuda para aguantar. Sus motivos eran casi con toda seguridad ambivalentes. Podía estar genuinamente conmocionado al saber por el capitán Behr cuán poca ayuda les llegaba, pero debe también de haber deseado asegurarse de que Paulus no tuviera ninguna excusa para rendirse. Su solución —una maniobra característica que desataba gran actividad con pocos resultados tangibles— fue establecer un «estado mayor especial» bajo el mariscal de campo Erhard Milch para supervisar la operación de suministro aéreo. Un miembro del estado mayor de Milch describió esta maniobra extemporánea como «una excusa de Hitler para poder decir que había hecho todo lo posible para salvar a los soldados en el Kessel».

Albert Speer acompañó a Milch al aeródromo, cuando iba a despegar para asumir el nuevo papel. Milch prometió que trataría de encontrar a su hermano y de hacer que saliera del Kessel, pero ni Ernst Speer y ni siquiera los restos de su unidad pudieron ser hallados. No quedaba nadie: «Desaparecidos dados por muertos». La única huella, según Speer, era una carta que llegó por vía aérea, «desesperada de la vida, furiosa con la muerte, y resentida conmigo, su hermano».

Milch y su plana mayor llegaron a Taganrog creyendo que habían logrado mucho, pero como escribió un alto oficial de transporte de la Luftwaffe, «una mirada a la situación existente fue bastante para convencerlos de que nada más podía hacerse con los inadecuados recursos disponibles».

La mañana del 15 de enero, su primer día de trabajo, no significó un inicio alentador. Milch recibió una llamada del Führer exigiendo que se aumentaran los vuelos del puente aéreo sobre Stalingrado. Como para subrayar sus esfuerzos, Hitler concedió ese día a Paulus las hojas de roble a su Cruz de Hierro. A la hora del almuerzo Goering llamó a Milch para prohibirle que volara al Kessel. Fiebig entonces informó de que Pitomnik había caído en manos de los rusos (este anuncio suyo era un poco prematuro) y que los radiofaros en Gumrak todavía no habían sido instalados, lo que significaba que los aviones de transporte no podían ser despachados.

Los Messerschmitts 109 que quedaban en Pitomnik salieron de a la mañana siguiente poco después del amanecer, cuando ya se veía a los rusos avanzando. Aquellos que se desviaron al aeródromo de Gumrak aterrizaron para encontrar una gruesa capa de nieve, que no había sido despejada. Al medio día, Gumrak también estaba bajo el fuego de la artillería y los Messerschmitts y los Stukas despegaron del Kessel por última vez obedeciendo órdenes de Richthofen. Paulus protestó en vano.

Ese día un batallón de la 295.ª división de infantería se rindió en masa. La octavilla de Voronov prometiendo un trato correcto a los prisioneros pareció tener cierto efecto. «No tenía sentido huir —dijo el comandante del batallón durante el interrogatorio del capitán Diatlenko—. Les dije a mis hombres que nos rindiéramos para salvar vidas». Este capitán, que había sido profesor de inglés, agregó: «Me siento muy mal porque éste es el primer caso de un batallón entero de tropas alemanas que se rinde».

Otro comandante de batallón que se rindió después con la 305.ª división de infantería en Stalingrado habló de las «condiciones insoportables en nuestro batallón». «No podía ayudar a mis hombres y evitaba encontrármelos. En todas partes en nuestro regimiento oía a los soldados hablar del sufrimiento, del frío y el hambre. Cada día nuestro oficial médico recibía docenas de bajas por congelamiento. Debido a que la situación era tan catastrófica, consideré que la rendición del batallón era la mejor salida».

El aeródromo de Pitomnik y su hospital de campaña fueron abandonados con enorme sufrimiento. Aquellos que no podían ser trasladados fueron dejados allí al cuidado de un doctor y un camillero por lo menos, la práctica normal en una retirada. El resto de los heridos fue cojeando o gateando, o los arrastraron en trineos por el camino agrietado de hielo duro como el hierro que al cabo de 13 km llegaba a Gumrak. Los pocos camiones que quedaron con combustible fueron atacados con frecuencia pese a que estaban llenos de heridos. Un capitán de la Luftwaffe informó de las condiciones a lo largo del camino el 16 de enero, el día en que cayó Pitomnik: «Denso tráfico en un solo sentido formado por soldados en retirada que parecen unos verdaderos vagabundos. Sus pies y manos están envueltos en jirones de mantas». Por la tarde registró un «aumento considerable de rezagados de varias armas que han perdido supuestamente contacto con sus unidades, mendigando comida y refugio».

A veces el cielo se despejaba por completo, y el sol reflejándose en la nieve era cegador. Cuando caía la noche, las sombras se volvían de un azul acerado, aunque el sol en el horizonte fuera de color rojo encendido. La condición de casi todos los soldados, no sólo los heridos, era terrible. Cojeaban con los pies congelados, tenían los labios cuarteados por la helada, sus rostros presentaban un aspecto cerúleo, como si la vida ya se les escapara. Hombres desfallecidos se desplomaban en la nieve para no levantarse más. Aquellos que necesitaban más ropa desnudaban a los cadáveres tan pronto como podían apenas morían: una vez que un cuerpo se congelaba, era imposible desvestirlo.

Las divisiones soviéticas no estaban muy lejos. «Hace un frío extremado —anotaba Grossman mientras acompañaba el avance de las tropas—. La nieve y el aire frígido te helaba las narices. Los dientes te duelen. Hay alemanes congelados, sus cuerpos intactos, por el camino que seguimos. No fuimos nosotros los que los matamos. Fue el frío. Llevan botas malas y malos abrigos. Sus túnicas son delgadas y parecen de papel… Hay huellas de pies por toda la nieve. Nos dicen cómo los alemanes se retiraron de los pueblos a la vera de los caminos, y de los caminos a los barrancos, lanzando sus armas». Erich Weinert, con otra unidad, observó a los cuervos merodeando, bajando luego para picotear los ojos de los cadáveres.

En cierto momento, al acercarse a Pitomnik, los oficiales soviéticos comenzaron a comprobar su rumbo porque habían divisado lo que parecía ser una aldea en la estepa, aunque ninguna estaba indicada en sus mapas. Cuando llegaron más cerca, vieron que se trataba de un gran vertedero militar, con blindados destruidos, camiones, aviones destrozados, carros motorizados, ametralladoras, semiorugas, remolcadores de artillería y casi todo elemento de equipo imaginable. La mayor satisfacción para los soldados rusos provenía de ver los aviones abandonados e inutilizados cerca del aeródromo de Pitomnik, especialmente los enormes Focke-Wulf Cóndor. Su avance hacia el Este en dirección a Stalingrado generaba bromas constantes de estar «a la retaguardia de los rusos».

Durante esta etapa de la retirada, las esperanzas alemanas en las divisiones blindadas de las SS y en los refuerzos aerotransportados finalmente murieron para la mayoría de los hombres. Los oficiales sabían que el VI ejército estaba realmente sentenciado. «Varios comandantes —refería un doctor— vinieron y nos imploraron que les diéramos veneno para suicidarse». Los doctores se sentían tentados también por la idea del olvido, pero tan pronto como la consideraban cuidadosamente, sabían que su deber era permanecer con los heridos. De los 600 médicos del VI ejército, ninguno con capacidad de trabajo salió.

Las salas de heridos en este momento estaban tan repletas que los pacientes compartían las camas. Con frecuencia, cuando un hombre gravemente herido era traído por sus camaradas, un doctor les hacia señas para que se retiraran porque tenía ya demasiados casos desesperados. «Al vernos ante tanto sufrimiento —relataba un sargento de la Luftwaffe—, tantos hombres angustiados, tantos muertos, y convencidos de que no había posibilidad de ayuda, sin una palabra nos llevamos al teniente de nuevo con nosotros. Nadie sabe los nombres de todos los desdichados que, apiñados en el suelo, desangrados hasta morir, helados, muchos sin un brazo o una pierna, murieron finalmente porque no había auxilio». La escasez de escayola hacía que los médicos recurrieran al papel para juntar las extremidades rotas. «Los casos de trauma postoperatorio aumentaron muchísimo», apuntaba un cirujano; los casos de difteria también. La peor parte era la proliferación de piojos en los heridos. «En la mesa de operaciones tuvimos que quitar los piojos de los uniformes y la piel con una espátula y tirarlos al fuego. Tuvimos también que sacarlos de las cejas y las barbas donde se habían arracimado como uvas».

«El llamado hospital» en Gumrak estaba incluso peor que el de Pitomnik, en buena parte porque estaba saturado por los ingresos. «Era una especie de infierno», informó un oficial herido que se había retirado del saliente de Karpovka. «Los cadáveres yacían en montones al lado del camino, donde los hombres habían caído y expirado. Nadie se preocupaba ya. No había vendas. El aeródromo estaba siendo bombardeado, y cuarenta hombres estaban aglomerados en un búnker hecho para diez, que temblaba con cada explosión». El capellán católico en el hospital era llamado el «rey de la muerte de Gumrak» porque daba la extremaunción a más de 200 hombres por día. Los capellanes, después de cerrar los ojos del muerto, solían partir la mitad inferior del disco de identidad del soldado como prueba oficial de defunción. Pronto se encontraron con los bolsillos llenos.

Los doctores de alrededor también trabajaban en los «barrancos de la muerte» con los heridos que yacían en los túneles excavados en las laderas para los caballos. Para un doctor, el lugar, con su cementerio precisamente encima, era el Gólgota. Este puesto central de socorro y centro para las heridas de cráneo tuvo que ser abandonado, dejando atrás a los heridos más graves. Cuando los rusos llegaron unos pocos días más tarde, ametrallaron a la mayoría de las figuras vendadas. Ranke, un interprete de la división, que sufría de una herida en la cabeza, se levantó y les gritó en ruso. Estupefactos, los soldados dejaron de disparar y lo llevaron ante su comisario, que a su vez lo envió a los alemanes que se retiraban para que les exigiera la rendición.

Si los soldados rusos abrigaban ánimos de venganza, los cadáveres congelados de prisioneros del Ejército Rojo en la intemperie eran una razón para inflamar más su rabia. Los supervivientes estaban tan hambrientos que cuando sus salvadores les dieron pan y salchichas de sus raciones la mayoría murieron de inmediato.

El Kessel se habría derrumbado mucho más rápido si algunos hombres no hubieran mantenido una fe incondicional en la causa por la que estaban luchando. Un sargento de la Luftwaffe con la 9.ª división antiaérea escribió a su familia: «Estoy orgulloso de contarme entro los defensores de Stalingrado. Pase lo que pase, cuando sea la hora de morir, habré tenido la satisfacción de haber tomado parte en el punto más oriental de la gran batalla del Volga en defensa de mi patria, y de haber dado la vida por el Führer y por la libertad de nuestra nación». Incluso en este momento final, la mayoría de las unidades combatientes continuaban mostrando una tenaz resistencia, y había ejemplos de notable coraje. El general Jaenecke informó de que «un ataque de veintiocho tanques rusos cerca de la estación de Bassagino fue detenido por el teniente Hirschmann, que manejaba un cañón antiaéreo completamente solo. Destruyó quince T-34 en este encuentro». En este momento final de la batalla, la jefatura marcaba la diferencia como nunca antes. La apatía y la autocompasión eran los peligros más grandes, tanto para el orden militar como para la supervivencia personal.

En los sectores que aún no habían sido penetrados, los hombres hambrientos estaban demasiado extenuados para salir del búnker a ocultar sus lágrimas de sus camaradas. «Estoy pensando en ti y en nuestro hijito —escribió un soldado alemán desconocido en una carta que nunca llegó a su esposa—. La única cosa que me queda es pensar en ti. Me es indiferente todo lo demás. Pensar en ti me destroza el corazón». En las trincheras de la línea de fuego, los hombres estaban tan fríos y débiles que sus lentos y descoordinados movimientos hacían que pareciesen estar bajo los efectos de una droga. Sin embargo, un buen sargento mantenía un control sobre ellos, asegurándose de que todavía limpiaran sus fusiles y que guardaran las granadas a mano en las hornacinas excavadas.

El 16 de enero, poco después de la captura de Pitomnik, el cuartel general del VI ejército envió un mensaje, quejándose de que la Luftwaffe sólo los aprovisionaba por paracaídas. «¿Por qué no fueron desembarcados los suministros esta noche en Gumrak?». Fiebig explicó que las luces de aterrizaje y las radios de control de tierra no estaban funcionando. Paulus parecía no conocer el caos en el aeródromo. La opinión de la Luftwaffe era que los equipos de descarga estaban mal organizados y los hombres demasiados débiles para trabajar adecuadamente («completamente apáticos»). La disciplina se había roto entre los heridos leves así como entre los rezagados y desertores atraídos por el aeródromo y la promesa de salvación. Los «perros con dogal» de la Feldgendarmerie estaban comenzando a perder el control sobre la muchedumbre de soldados hambrientos, desesperados por escapar. Según los informes de la Luftwaffe, muchos eran rumanos.

Hacia el 17 de enero, el VI ejército había sido forzado a replegarse en la mitad oriental del Kessel. Comparativamente hubo pocos combates en los siguientes cuatro días, mientras Rokossovski trasladaba sus ejércitos para la arremetida final. Aunque la mayoría de regimientos alemanes en el frente seguían las órdenes, la desintegración se aceleraba en la retaguardia. El jefe oficial del departamento de intendencia constataba que «el ejército no está ya en situación de aprovisionar a sus tropas». Casi todos los caballos habían sido comidos. Casi no quedaba pan (congelado, era llamado «Eisbrot»). Sin embargo, había almacenes llenos de comida, guardados por oficiales de intendencia con excesivo celo, que los rusos capturaron intactos. Algunos que tenían autoridad, quizá inevitablemente, abusaron de su posición. Un doctor después contó que uno de sus superiores, ante sus propios ojos, «alimentaba a su perro con pan untado con abundante mantequilla cuando no había ni un solo grano disponible para los hombres en el puesto de socorro».

Paulus, convencido de que el fin se acercaba, había enviado un mensaje el 16 de enero al general Zeitzler recomendando que a las unidades todavía capaces de combatir debería permitírseles salir hacia el sur, porque permanecer en el Kessel significaba su captura o la muerte de hambre y frío. Aun cuando no consiguió una réplica inmediata de Zeitzler, se emitieron órdenes preparatorias. La noche siguiente, el 17 de enero, un oficial del estado mayor con la 371.ª división de infantería dijo al teniente coronel Mader que: «Con la contraseña "León" todo el Kessel se abrirá paso en todos los flancos. Los comandantes de regimiento deben reunir grupos de combate de unos doscientos de sus mejores hombres, informar al resto de la línea de la marcha y escapar».

Una serie de oficiales habían ya comenzado a «considerar modos de escapar al cautiverio ruso que nos parecía peor que la muerte». Freytag-Loringhoven, de la 16.ª división blindada, tenía la idea de utilizar algunos de los jeeps americanos capturados de los rusos. Su idea era usar uniformes del Ejército Rojo y algunos de sus hiwis de más confianza, que deseaban escapar de la venganza de la NKVD, en un intento de escurrirse entre las líneas enemigas. Esta idea llegó al estado mayor de la división, incluido su comandante el general Angern. Incluso el comandante del cuerpo, el general Strecker, estuvo brevemente tentado al conocerla; pero, como oficial con fuertes valores tradicionales, la idea de dejar a sus soldados era imposible. Un grupo del XI cuerpo hizo posteriormente el intento, y una serie de otros pequeños destacamentos, algunos en esquís, escaparon al sudoeste durante los últimos días del Kessel. Dos oficiales del estado mayor del VI ejército, el coronel Elchlepp y el teniente coronel Niemeyer, jefe de inteligencia, murieron en plena estepa.

Está claro que Paulus nunca consideró la idea de abandonar a sus tropas. El 18 de enero, cuando el último correo de Alemania se distribuyó en algunas divisiones, escribió sólo una línea de despedida a su esposa, que un oficial llevó. Sus medallas, su anillo de boda y su sortija de sello también fueron enviados, pero estos objetos fueron al parecer tomados por la Gestapo después.

El general Hube recibió órdenes de salir de Gumrak a la mañana siguiente temprano en un Focke-Wulf Cóndor para unirse al estado mayor especial de Milch. El 20 de enero, después de su llegada, despachó a su vez una lista de «oficiales enérgicos y de confianza» que deberían ser enviados con él. No es para sorprenderse quizá que la mayoría no fueran especialistas en suministros ni en transporte aéreo, sino oficiales de su propio cuerpo blindado, especialmente de su antigua división. Hube, sin duda, se sentía justificado, puesto que el cuartel general del VI ejército había estipulado que los especialistas en blindados estaban entre aquellos que tenían derecho a ser evacuados por aire.

Los oficiales del estado mayor general especializados también fueron incluidos en la categoría de especialistas, pero la prioridad más curiosa de todas era la que podría ser mejor definida como el Arca de Noe del VI ejército. El sargento mayor Philipp Westrich, de la 100.ª división de cazadores, cuyo oficio era colocar tejas, fue «sacado del Kessel por vía aérea el 22 de enero de 1943 por orden del VI ejército, que pedía un hombre de cada división». El teniente coronel Mader y dos suboficiales fueron seleccionados en la 297.ª división de infantería, y así continuaba la lista, división por división. Hitler, que había dado al VI ejército por muerto, estaba ya considerando la idea de reconstruir otro VI ejército, un huevo del ave fénix arrebatado al fuego. El 25 de enero la idea se convirtió en un plan en firme. El jefe de ayudantes de Hitler, el general Schmundt, recordaba: «El Führer decretó la reforma del VI ejército con una fuerza de veinte divisiones».

Los oficiales mensajeros, que llevaron documentos vitales, habían sido seleccionados por razones compasivas. El príncipe Dohna-Schlobitten, que salió el 17 de enero, recibió la tarea del cuartel general del XIV cuerpo de blindados, no porque fuera el oficial jefe de inteligencia, sino porque tenía más hijos que los demás oficiales del estado mayor. Poco después, el cuartel general del VI ejército insistió en que los oficiales que salían por avión como especialistas debían operar también como mensajeros. El capitán von Freytag-Loringhoven, seleccionado debido a su hoja de servicios como comandante de un batallón blindado, recibió primero la orden de recoger los despachos y otros documentos del cuartel general del ejército. Allí vio a Paulus, que «parecía completamente doblado bajo la responsabilidad».

En el aeródromo de Gumrak, después de una larga espera, salió hacia uno de los cinco bombarderos Heinkel, escoltado por la Feldgendarmerie, que tuvo que empujar a los heridos y enfermos a punta de metralleta. En el momento de salir del Kessel tenía inevitablemente sentimientos ambivalentes. «Me sentía muy mal de dejar a mis camaradas. Por otra parte, era la única oportunidad de sobrevivir». Había tratado también de sacar al conde Dohna (un primo lejano del príncipe Dohna), pero estaba demasiado enfermo. Aunque bien metido en el avión, con unos diez soldados heridos, Freytag-Loringhoven podía ver que no estaban fuera de peligro. Su Heinkel permanecía estático junto a la pista de despegue mientras otros cuatro despegaron. Un surtidor se había atorado al repostar. Las bombas de la artillería comenzaron a caer más cerca. El piloto dejó el surtidor, y corrió a la cabina de mando. Despegaron, elevándose lentamente, con la pesada carga de heridos, sobre las nubes bajas. Alrededor de los 1800 m, el Heinkel repentinamente salió de la nube a un «maravilloso sol», y Freytag-Loringhoven fue uno más que sintió como «si hubiera vuelto a nacer».

Cuando aterrizaron en Melitopol, las ambulancias del hospital de la base estaban esperando a los heridos, y un coche del estado mayor se llevó a Freytag-Loringhoven al cuartel general del mariscal de campo Manstein. No se hacía ilusiones sobre su aspecto. Estaba en «un estado muy malo». Aunque era un hombre alto, bien constituido, se había quedado en los 54 kg de peso. Tenía las mejillas huecas. Como los demás en el Kessel, no se había afeitado durante muchos días. Su mono negro de blindado estaba sucio y roto, y sus botas de campaña estaban envueltas en harapos para protegerse del congelamiento. Stahlberg, el ayuda de campo de Manstein, inmaculado en su uniforme gris de campaña, claramente se sintió desconcertado. «Stahlberg me miró y vi claramente que se preguntaba: "¿Tiene piojos?" (y yo de veras tenía piojos), me estrechó la mano muy cautelosamente».

Stahlberg lo llevó directamente a ver a Manstein, que le dio una bienvenida mucho más calurosa. El mariscal de campo se levantó inmediatamente de su escritorio y vino a estrecharme la mano sin ningún reparo aparente. Tomó los partes y preguntó exhaustivamente al joven capitán sobre las condiciones en el Kessel. Con todo, Freytag-Loringhoven percibió que era esencialmente «un hombre frío».

Manstein le dijo a Freytag-Loringhoven que los adscribiría al estado mayor especial del mariscal de campo Milch para mejorar el puente aéreo. Se presentó primero al capitán general von Richthofen, que acababa de reconocer su llegada y le dijo que estaba muy ocupado para verlo. El mariscal de campo Milch, por su parte, «un viejo nazi» que no esperaba que le agradase, resultó «mucho más humano». Estaba horrorizado del aspecto de Freytag-Loringhoven. Después de preguntar sobre las condiciones de Stalingrado, Milch dijo: «Ahora debe usted comer una buena comida».

Dio órdenes de que Freytag-Loringhoven recibiera raciones especiales de carne, mantequilla e incluso miel. El extenuado joven comandante de blindados fue llevado después a uno de los compartimentos dormitorio del tren de lujo. «Era la primera cama que había visto en nueve meses. No me preocupaban mis piojos. Me tiré sobre las sábanas blancas y decidí posponer mi visita a la estación de despiojamiento para primera hora de la mañana siguiente. La comodidad y el calor —se estaba a 20 grados bajo cero afuera— era un contraste increíble».

Aquellos oficiales que iban a trabajar en el estado mayor especial de Milch estaban desorientados al principio por su cambio hacia otro mundo de abundancia y posibilidades. Pero no tenían una idea de lo que podían y no podían esperar de un puente aéreo. «¿Es posible llevar por aire los tanques de uno en uno?», fue una de las preguntas de Hube en su primera reunión con Milch.

El mismo Milch, como cualquier otro que no había puesto un pie en el Kessel, todavía no podía captar cuán terribles eran las condiciones dentro de él. Al recibir el mensaje de Paulus el 18 de enero de que el VI ejército sólo sería capaz de aguantar unos pocos días porque estaban prácticamente sin combustible y municiones, dijo a Goering en una conversación telefónica: «Los de la Fortaleza parecen haber perdido el valor». Manstein era de la misma opinión, agregó. Ambos parecían haber adoptado instintivamente una política de simpatía por los individuos a la vez que se distanciaban de los horrores sufridos por el abandonado ejército.

Las repercusiones más amplias del desastre inminente se dejaron a cargo del cuartel general del Führer y del ministerio de propaganda en Berlín. «El Kessel de Stalingrado está llegando a su fin —había declarado Goebbels en su conferencia ministerial tres días antes—. La prensa alemana debe preparar una apropiada cobertura del triunfal resultado de esta gran batalla en la ciudad de Stalin, si fuera necesario con suplementos». La «victoria» tenía presuntamente un simbolismo moral.

Helmuth Groscurth, jefe del estado mayor de Strecker y el miembro más activo de la oposición al régimen en el Kessel, estaba decidido a que los hechos del desastre fueran comunicados a los altos oficiales para motivarlos a la acción. Arregló una salida de uno de sus colegas de confianza, el mayor conde Alfred von Waldersee. Waldersee debía ir directamente al estado mayor del ejército, en la Bendlerstrasse de Berlín, para ver al general Ulbricht, un antiguo miembro de la oposición, y después al general retirado Beck, con el mensaje de que «sólo un ataque inmediato» contra Hitler podía salvar ahora al VI ejército. Beck pidió a Waldersee que fuera directamente a Paris a ver al general von Stülpnagel y al mariscal de campo von Rundstedt. La réplica de éste fue «tan deprimente» que Waldersee perdió toda esperanza de lograr alguna cosa.

Groscurth envió una última carta a su hermano el 20 de enero, cumpleaños de su hija Susi, «quien pronto ya no tendrá más un padre, como miles de otros niños», escribió. «El tormento continúa y empeora cada hora. Nos presionan hacia el área más estrecha. Lucharemos sin embargo hasta el último cartucho, como se ha ordenado, particularmente desde que nos han dicho que los rusos han estado matando a todos los prisioneros, de lo cual dudo… La gente no tiene idea de lo que está ocurriendo aquí. No se cumple ni una sola promesa».

El cuartel general del VI ejército sentía que el estado mayor de Milch no apreciaba cuán mal estaban las cosas. «No queda ni un solo hombre sano en el frente —informó ese día— todos por los menos sufren de congelamiento. El comandante de la 76.ª división de infantería de visita en el frente ayer se encontró con que muchos soldados se habían congelado hasta morir».

La ofensiva soviética comenzó otra vez con renovada fuerza en esa mañana del 20 de enero. El 65.° ejército atacó por el noroeste de Gonchara, que fue capturada esa noche. Gumrak, a sólo unos pocos kilómetros de distancia, era el principal objetivo.

La evacuación del aeródromo y cercano cuartel general la noche siguiente fue caótica pues las baterías Katiusha abrieron fuego. Esa noche, el cuartel general de Milch recibió un mensaje del cuartel general del VI ejército: «El aeródromo de Gumrak inutilizado desde el 22 de enero a las 4.00. A esa hora el nuevo aeródromo de Stalingradski estará despejado para aterrizar». Esto era ser optimista. La pista de aterrizaje era impracticable para los aviones grandes. El general Paulus para entonces era totalmente fatalista, y casi con toda seguridad sufría de una honda depresión. Un mayor de la Luftwaffe que acababa de retornar del Kessel informó al mariscal de campo Milch de que Paulus le había dicho: «Cualquier ayuda que llegue desde ahora en adelante vendrá demasiado tarde. Lo teníamos claro. A nuestros hombres no les quedan fuerzas». Cuando el mayor trató de informarle de la situación general para el grupo de ejércitos del Don, había contestado: «Los muertos ya no tienen interés en la historia militar».

Debido a la falta de combustible, 500 hombres heridos fueron abandonados en el hospital de campaña de Gumrak. Cuando amaneció la mañana del 22 de enero, podía verse en lontananza a la infantería rusa, avanzando a lo ancho «como en la caza de la liebre». Cuando el enemigo se acercaba a tiro de fusil, los oficiales de la 9.ª división antiaérea que habían sido responsables del aeródromo se apretujaron en el último vehículo, un coche del estado mayor. A unos 100 m más allá encontraron a un soldado del hospital de campaña, cuyas dos piernas habían sido amputadas, que trataba de avanzar impulsándose en un trineo. Los oficiales de la Luftwaffe se detuvieron, y ataron el trineo en la parte de atrás del coche tal como lo pidió, pero se volcó tan pronto arrancaron otra vez. Un teniente sugirió que se agarrara a la parte delantera, ya que no había espacio dentro. El hombre herido se negó a retenerlos por más tiempo. Estaban ya al alcance de la infantería rusa. «¡Déjenme! —gritó—. De todas formas no tengo ninguna posibilidad». Los oficiales de la Luftwaffe sabían que decía la verdad. Quien no pudiera caminar en este momento estaba muerto. Continuaron su camino y el soldado inválido se sentó acurrucado en la nieve al borde del helado camino, esperando que los rusos llegaran y lo liquidaran.

Es muy probable que los mataran como a muchos otros heridos al borde del camino. El escritor comunista Erich Weinert alegó que los «inválidos abandonados» cojeando detrás de sus camaradas habían sido alcanzados por los «cañonazos del Ejército Rojo que avanzaba». La verdad era que el Ejército Rojo, como la Wehrmacht, no garantizaba el futuro de los enemigos heridos. Los informes de que los 500 dejados en el hospital de campaña de Gumrak al cuidado de dos camilleros enfermos y un capellán de división fueron masacrados son, no obstante, inexactos. El Ejército Rojo los dejó para que se las arreglaran solos con «agua de la nieve y caballos muertos». Aquellos que sobrevivieron fueron trasladados al campo de Beketovka diez días después.

El espectáculo de la derrota se hacía más terrible cuanto más se acercaban los soldados que se retiraban hacia Stalingrado. «Hasta donde la vista alcanza, yacen soldados aplastados por tanques, heridos gimiendo inútilmente, cadáveres congelados, vehículos abandonados por falta de combustible, cañones y diversos equipos destrozados». Al lado del camino, un caballo muerto al que le habían cortado la carne de los costados. Los soldados soñaban con la llegada de un paquete de provisiones lanzado en paracaídas, pero tales paquetes, o habían sido tomados al aterrizar, o se habían perdido en la estepa nevada.

Aunque el derrumbe en el centro no podía ser contenido, en muchos sectores los grupos de combate alemanes efectuaron una retirada combatiendo encarnizadamente. La mañana del 22 de enero temprano, los restos de la 297.ª división de infantería fueron expulsados del sector de Voroponovo hacia los suburbios del sur de Stalingrado. El mayor Bruno Gebele y los supervivientes de su batallón esperaban el siguiente ataque. Su único apoyo de artillería consistía en varios obuses de montaña dirigidos por un sargento, a quien se le dijo que mantuviera el fuego hasta que los rusos estuvieran a entre 180 y 225 m de distancia. Poco antes de las siete de la mañana, cuando los restos del batallón de Gebele refugiados del fuego de artillería en su búnkeres, un centinela dio la alerta: «Herr Major, sie kommen!».

Gebele sólo tuvo tiempo de gritar «Raus!». Sus soldados se lanzaron a sus posiciones de fuego. Una masa de infantes con trajes blancos de camuflaje cargaba contra ellos, aullando «Urrah! Urrah! Urrah!». Los primeros estaban a sólo 35 m de distancia cuando los granaderos alemanes abrieron fuego con sus metralletas, fusiles y pistolas ametralladoras. Los rusos sufrieron terribles bajas. «La primera oleada fue liquidada o se la dejó allí tirada, la segunda también, y entonces vino una tercera oleada. Frente a nuestra posición los muertos soviéticos se apilaban y servían como una especie de muro de sacos de arena para nosotros».

Los rusos no dejaron de atacar. Simplemente cambiaron de dirección, y se concentraron en los destacamentos del flanco. A las 9.30, atacaron a los rumanos de la izquierda. Un cartucho antitanque le dio al segundo en el mando de Gebele, que estaba de pie junto a él, matándolo al instante. Gebele mismo sintió un fuerte impacto en el hombro izquierdo. Una bala de la misma ráfaga de la ametralladora había también matado a su principal escribano, Feldwebel Schmidt, al atravesar su casco de acero. Gebele, indignado, apoyando una carabina en el muro de nieve frente a él, pudo disparar unos cuantos tiros con su hombro y brazos sanos.

Otra oleada de infantería rusa vino contra ellos. Gebele gritó a sus restantes hombres que dispararan otra vez. Un sargento del estado mayor disparaba un mortero ligero, pero el campo de tiro era tan corto que el viento contrario hizo que un par de bombas cayeran en sus propias posiciones. Finalmente, habiendo aguantado durante siete horas, Gebele vio que la bandera rusa había aparecido en una torre de agua en su retaguardia. Habían sido rebasados. Reunió a los últimos supervivientes de su batallón, y los condujo hacia el centro de Stalingrado. Dentro de la ciudad, las escenas de destrucción y derrumbe bélico los estremecieron. «Hacía un frío espantoso —escribió uno de ellos—, y rodeados por tal caos, parecía que el mundo estuviera a punto de acabarse».

Ese 22 de enero, un día después de que Goebbels hubiera preparado la administración teatral de la tragedia de Stalingrado llamando a la «guerra total», el VI ejército recibió el mensaje de Hitler que sellaba su destino. «Rendirse es imposible. Las tropas han de luchar hasta el fin. Si es posible, que se defienda la Fortaleza reducida con tropas capaces aún de combatir. La valentía y la tenacidad de la Fortaleza han dado la oportunidad de establecer un nuevo frente y de lanzar contraataques. El VI ejército ha desarrollado así su aportación histórica en el pasaje más grande de la historia alemana».