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BERLÍN Y MOSCÚ, 1945

El 1 de febrero de 1945, Olga Chejova regresó en tren a Berlín de un nuevo rodaje en Praga. Fue el mismo día que las unidades de vanguardia del 1.º frente bielorruso del mariscal Zhúkov cruzaron las heladas aguas del Oder para tomar las cabezas de puente de la ribera occidental. El Ejército Rojo se encontró, así, a cien kilómetros de Berlín. Las noticias hicieron cundir el pánico en la capital nazi. Tal como lo habría expresado el Ministerio de Propaganda, las hordas de mongoles se hallaban a las puertas.

Lo que más preocupaba a Olga era su familia: su hija, Ada, y su nieta, Vera. Con todo, había comenzado también a profesar un cariño extremo a otro joven oficial llamado Albert Sumser. Al igual que algunos de sus anteriores amantes, Bert era mucho menor que ella —dieciséis años, para ser más exactos—. Era entrenador del equipo olímpico de atletismo, y la había conocido en una fiesta celebrada en Wannsee, cerca de Potsdam, donde se hallaba en calidad de oficial del servicio de transmisiones. No tenía la menor idea de quién era ella, pero había sido el único hombre que se había levantado al verla entrar en la sala, y no tardaron en entablar conversación. Ella le ofreció su tarjeta de visita y le invitó a llamarla, y él, sin atreverse «a pensar siquiera en tratar de conquistar a una mujer tan hermosa», se presentó en su casa de campo de estilo ruso con un par de patos salvajes que había abatido «en lugar de rosas rojas». Dada la escasez de alimentos, la siempre pragmática Olga Chejova agradeció sobremanera tal gesto, y supo apreciar sus buenos modales. A principios de la primavera de 1945, cuando Bert cayó enfermo, la actriz recorrió a pie el camino que la separaba del cuartel de Potsdam en que estaba alojado para llevarle comida. La ida y la vuelta sumaban veinte kilómetros a través del pinar de Königswald sin medio de locomoción alguno, ya que a esas alturas no disponía de gasolina para el coche. Su relación, «basada por entero en la iniciativa de ella», se hizo, sin duda, más intensa a causa de los peligros y las dificultades del momento.[1]

Todo apunta a que Olga rechazó varias ofertas de evacuación, resuelta como estaba a permanecer con su hija y su nieta en la casa de Gross Glienecke. Al marido de Ada, un ginecólogo llamado Wilhelm Rust, lo habían llamado a filas para que hiciese de médico para la Luftwaffe, y se hallaba en el norte, adscrito al cuartel del general Stumpff, quien más tarde firmaría, con el mariscal de campo Keitel, la rendición final ante el mariscal Zhúkov. Su hija Vera —a la que, tal como cabe predecir, habían bautizado también como Olga— no tenía más que cuatro años. En abril, cuando Zhúkov lanzó, finalmente, la gran ofensiva contra Berlín, todo lo que sabían del paradero de Wilhelm era que su hospital de campaña se había trasladado más al norte, a la ciudad báltica de Lübeck.

Olga y Ada habían estado hablando de si no sería más conveniente que desertara el esposo de ésta, y de si serían capaces de ocultarlo con éxito en Gross Glienecke, aunque la despiadada ejecución que reservaban la SS y la Feldgendarmerie a quienes abandonaban su puesto las hicieron desistir de tal idea. Para empeorar aún más las cosas, la base aérea de la Luftwaffe en Gatow se hallaba a poco más de un kilómetro de distancia. Tal como refirió más tarde Olga a los oficiales del SMERSH que la entrevistaron en Moscú, «convinimos en que se rendiría en cuanto tuviese la oportunidad y mencionaría el parentesco que lo unía a mí, de modo que yo pudiese avalarlo».[2] En aquel momento, todos suponían que Lübeck caería a manos del Ejército Rojo, y el «aval» que se disponía a ofrecerle Olga Chejova sólo podía deberse a su intercesión ante las autoridades soviéticas. El hecho es muy significativo, porque da fe de la influencia que ella se sabía capaz de ejercer en Moscú.

El problema que podía plantearse, y en el que tal vez ella no había parado mientes, estaba relacionado con la posibilidad de que, por motivos de seguridad, todos los departamentos y organizaciones que integraban los servicios soviéticos de espionaje no dispusiesen de la misma información. Beria era, por mediación de Mariya Garikovna y Liev, el principal protector con que podía contar Olga en este sentido; pero ni él ni su subordinado inmediato, Merkulov, con quien había hablado en noviembre de 1940, habían informado siquiera al Primer Directorio de la NKVD acerca de la identidad de determinados agentes. Y no cabe duda de que el SMERSH, la organización de contra-espionaje adscrita al Ejército Rojo, no sabía nada al respecto.

Esta última entidad estaba encabezada por el antiguo subdirector de Beria, Viktor Semionovich Abakumov, ascendido por orden de Stalin para compensar así el poder de aquél. El 14 de febrero, dos semanas exactas después del regreso a Berlín de la actriz, el director del SMERSH se convirtió en el primer oficial soviético que entró en el cuartel general secreto de Hitler en Prusia Oriental, conocido como la Wolfsschanze.[3] Tras su visita, elaboró un informe por demás detallado para Stalin, sin olvidar remitir una copia a Beria, cuya antipatía resultaba demasiado peligroso granjearse.

En tanto que la población berlinesa, y en especial la femenina, sentía estar viviendo a la sombra de un volcán a punto de entrar en erupción, los moscovitas ansiaban la paz que, por fin, parecía estar al alcance de la mano.

«Ya estamos soñando con Crimea —escribió Sofía, la amiga de la tía Olia, a Vova Knipper el 2 de abril—. Liova tiene pensado pasar cuatro semanas allí dentro de poco. Ha tenido mucho trabajo y necesita descansar. Ayer interpretaron lo último que ha compuesto para la Orquesta Sinfónica, y él mismo se encargó de dirigirla».[4] Liev había regresado a Moscú tras actuar de comisario en los Balcanes, donde, con toda certeza, había puesto su excelente alemán al servicio de la caza de espías fascistas.

Su hermana, mientras tanto, se estaba preparando en Gross Glienecke para la tormenta que se avecinaba. Igual que muchos de sus conciudadanos, comenzó a enterrar en el jardín los objetos de plata y todo lo que tuviese algún valor, y dispuso en el sótano las reservas de agua y alimento necesarias para resistir un asedio. Dados sus conocimientos de ruso, los vecinos, incluidos el embajador de Afganistán y Carl Raddatz y su esposa, quisieron saber si se podrían unir a ella y a sus acompañantes una vez llegado el Ejército Rojo, ya que sería la única persona capaz de comunicarse con los ocupantes.[5]

La gran acometida tuvo su inicio en el frente del Oder antes del alba del 16 de abril. Las tres generaciones de las Chejova, refugiadas más allá del perímetro occidental de Berlín, no oyeron siquiera el brutal bombardeo; pero en las afueras orientales de la ciudad, la vibración producida por los proyectiles fue tal que los muros temblaron, los cuadros cayeron al suelo y los teléfonos comenzaron a sonar solos.

Goebbels y su esposa, Magda, hicieron una última visita a su casa de Schwanenwerder, a orillas del lago. Mientras ella hacía un inventario del contenido de aquel edificio al que sabía que no regresaría, su marido se dedicó a destruir su correspondencia y demás objetos personales. Fue entonces cuando mostró a un colega que había ido a despedirse la fotografía dedicada de Lida Baarova, que había mantenido oculta en su escritorio desde 1938. «Mire —le dijo—: aquí tiene a una mujer de belleza perfecta». Acto seguido, la arrojó al fuego.[6]

El viernes, 20 de abril, Goebbels asistió al cumpleaños de Hitler: la última recepción del régimen nazi, celebrada en la Cancillería, edificio en el que las bombas ya habían hecho mella. Era un día espléndido, el «clima del Führer», tal como determinaba cierta superstición nazi. Sin embargo, las fuerzas aéreas estadounidenses tampoco habían pasado por alto la efemérides, por lo que sus Flying Fortress no tardaron en surcar el cielo para llevar a cabo una penúltima incursión. A la celebración asistieron todos los dignatarios de la Wehrmacht y el Partido Nazi, y Goering se presentó tras haber dinamitado Karinhall, su casa de campo, construida en un estilo caracterizado por su vulgaridad. Ribbentrop también se hallaba presente, arrogante e incómodo. La ocasión hacía pensar en la postrera reunión de una sociedad anónima corrupta que se dispusiese a liquidar su negocio: los directores no veían el momento de escabullirse, sin más preguntas rondándoles la mente que la de si su fundador, al que debían todo, huiría de la ciudad o se quedaría para saltarse la tapa de los sesos.

Los allí congregados eran los hombres con los que se había relacionado Olga Chejova durante su período de mayor esplendor. Y este hecho vuelve a suscitar la pregunta de si no sería una simple «aventurera», tal como pensaba la tía Olia, más que una espía consagrada de la Unión Soviética. Como sucede a menudo, ninguna de las distintas versiones nos permite conocer toda la verdad. Si había aceptado asistir cuando la invitaban a recepciones nazis era, en parte, con la intención de salvaguardar su carrera profesional, mas también llevada por la curiosidad. No era fascista ni comunista. Tal como testificó al ser interrogado por el SMERSH un militante blanco que la conocía, sus ideas políticas pertenecían, más bien, a la época anterior al nazismo.[7] Al igual que su madre, despreciaba a Hitler y a quienes lo rodeaban, aunque sabía que no tenía más remedio que trabajar con ellos. Aborrecía en lo más hondo su antisemitismo, y había prestado su ayuda a un actor judío llamado Kaufmann y a su familia. Para responder de forma sencilla, habría que decir que, desde la ruptura de su matrimonio con Misha Chejov, Olga se había convertido en una resuelta superviviente dispuesta a llegar a cualquier acuerdo que fuese necesario. A pesar de sus defectos, de los cuales no eran pocos los que tenían que ver con su relación con la verdad, siguió siendo, en todo momento, una mujer valiente y de recursos que buscaba, por encima de todo, proteger a su familia y a sus amigos más allegados.

Aquel mismo 20 de abril, Olga Chejova volvió a visitar, tras una larga caminata, el cuartel de Bert Sumser. «He de hablar contigo —le dijo—. ¿Qué piensas hacer cuando acabe la guerra? ¿O es que prefieres morir? Yo quiero salvarte; ven y quédate conmigo: yo te esconderé». Él decidió seguirla: huyó del acantonamiento en una motocicleta del ejército en el preciso instante en que su unidad salía para defender Potsdam de las tropas soviéticas que estaban a punto de rodear Berlín. Hitler había dado a la reducidísima división acaudillada por el general Helmuth Reymann el nombre, exagerado hasta el absurdo, de grupo de ejércitos del Spree. El cambio de denominación, empero, no hizo gran cosa para ayudar a sus integrantes cuando se encontraron con el 3.° y el 4.° ejércitos blindados de guardias soviéticos, que avanzaban desde el sureste.

A Olga también la preocupaban, en aquel momento, su hermana, Ada, y Marina Ried, hija de ésta, que vivían en un lugar aún más separado de la ciudad. Sin embargo, ellas dos fueron las primeras de la familia en ser liberadas por el Ejército Rojo. «¡Querida, querida tía Olia! —exclamaba Ada el 26 de abril, cabe suponer que inmediatamente después de la llegada de las tropas soviéticas—: Me he sentado a escribirte en cuanto he tenido la oportunidad. Seguimos vivas y gozamos de buena salud. Es cierto: los milagros existen. Aún no sé nada de Olga ni de Olechka, que siguen en Glienecke. Estoy viviendo con Marina y su esposo cerca de Berlín, pues todo lo que teníamos en la ciudad ha quedado destruido por las bombas. Mamá murió hace dos años». Y así prosigue su atropellada carta, que termina con estas palabras: «Estoy tan emocionada que apenas puedo escribir».[8] No se sabe cómo logró Ada que el envío llegase a su destinataria. Tal vez se las ingenió para persuadir a algún joven oficial soviético de que no había nada de malo en remitir una carta a la viuda del gran Antón Pavlovich Chejov.

Stalin había ordenado a los mariscales Zhúkov y Konev poner cerco a la ciudad, con la doble intención de evitar la huida de los dirigentes nazis y la entrada de los estadounidenses llegados del suroeste. Hacinados como estaban en su diminuto refugio antiaéreo, lo primero que oyeron Olga Chejova y sus compañeros debió de ser la batalla por el campo de aviación de Gatow, librada el 26 de abril, de la que apenas los separaba una estrecha barrera de pinos. Allí, una mezcla de cadetes de la Luftwaffe y ancianos de la milicia Volkssturm aumentó al máximo la inclinación de los cañones de sus baterías antiaéreas de 88 milímetros para desafiar a los carros blindados rusos que avanzaban por entre el caos de aviones destrozados y carbonizados. Lograron resistir la mayor parte del día.

Las tropas soviéticas procedían del 47.° ejército, que había avanzado hacia el norte de Berlín a través de Oranienburg antes de dirigirse, imparable, al sur a fin de encontrarse con el 3.º ejército de guardias blindado en los aledaños de Potsdam. Llegada la noche siguiente, los soldados soviéticos se desplegaron en abanico y registraron la zona en busca de alemanes rezagados. Llevaban el rostro cubierto por la suciedad de los últimos diez días de combate.

La versión que presenta Olga Chejova de su llegada tiene un característico aire melodramático. Los lanzacohetes katiuska se han sumido en el silencio, y sólo se oye algún que otro disparo aislado. Un soldado del Ejército Rojo aparece de súbito en la entrada del sótano. Lleva la frente teñida de sangre. Se tambalea, y pueden apreciar que está herido de muerte. Les apunta con su ametralladora, pero cuando parece estar a punto de apretar el gatillo, se derrumba, sin vida, a sus pies. No hay duda de que Olga se dejó llevar por sus instintos cinematográficos. Los camaradas del combatiente muerto irrumpen en el refugio, y uno de ellos exclama en tono acusador: «¡Habéis matado a Kolia!». Entonces, los llevan a todos a la kommandatura soviética. «La sentencia fue de ejecución —escribió—; como en una película».[9] Sin embargo, a juzgar por la situación del momento, si los soldados hubiesen albergado la menor sospecha de que habían acabado con la vida de su compañero, no habrían dudado un instante en acribillar a todos los que se hallaban en la casa. Por otra parte, resulta muy extraño que se hubiese establecido una kommandatura local antes de garantizar la seguridad de la zona.

Más convincente resulta la versión de Albert Sumser. Según él, se encontraban sentados en la casa a la espera de los primeros rusos. Él estaba al lado de Olga y tenía en el regazo a su perrito Kuki. Los primeros soldados, sorprendidos al oírla hablar en ruso, llamaron a una comisaria. Recuerda su cabello, negro y lleno de grasa, sus enormes pechos y, por encima de todo, su carácter furibundo. A voz en grito, la comisaria acusó a Olga de traición a la patria, tras lo cual la agarró del cuello sin dejar de amenazarla con potentes bramidos. Por fortuna, la interrumpió la llegada de un coronel que exigió saber lo que estaba sucediendo. Olga se identificó al punto, y el oficial se volvió hacia la comisaria y, con voz estentórea, la tachó de estúpida e ignorante y le preguntó si no había oído nunca el apellido Chejov. Le ordenó salir y puso a dos soldados de guardia frente a la casa. Es evidente que informó de su descubrimiento al alto mando, y el servicio de contra-espionaje del SMERSH no tardó en conocer los hechos.[10]

A la noche siguiente se detuvo bajo los altos pinos que crecían frente a la casa un coche del estado mayor en el que viajaban dos oficiales soviéticos. Olga Chejova recibió instrucciones de tomar algunos de sus efectos y acompañarlos. La actriz se despidió de su hija, de su nieta y de Bert Sumser, a quien, pese a hallarse en edad militar, no habían hecho prisionero. Los dos oficiales la llevaron al cuartel general del 1.º frente bielorruso del mariscal Zhúkov, instalado en la antigua escuela de ingenieros militares de Karlshorst, en el otro extremo de Berlín, por lo que fue necesario dar un amplio rodeo a fin de evitar la batalla que seguía librándose en el centro de la ciudad y sus alrededores.

En Karlshorst, la interrogó, al día siguiente, 29 de abril, el coronel Shkurin, del SMERSH, durante una sesión extraña por lo contenida e incompleta.[11] Da la impresión de que el oficial hubiese recibido órdenes de entrevistarse con ella por pura formalidad. No debe olvidarse que, en aquel tiempo, los militantes blancos hallados en Berlín eran ejecutados en el acto o arrestados para acabar convertidos en «polvo de campo de concentración» en el Gulag. La mañana del día 30, se introdujo en un sobre el interrogatorio del coronel Shkurin junto con una carta firmada por el teniente general Alexandr Anatolievich Vadis, director de la unidad del SMERSH adscrita al 1.º frente bielorruso. Dos días más tarde, apremiado por numerosas llamadas de teléfono y radio procedentes de Moscú, Vadis quedó al cargo de la búsqueda del cadáver de Hitler en la Cancillería del Reich.

El sobre que contenía los documentos relativos a Olga Chejova fue entregado a su oficial de escolta y remitido a Viktor Semionovich Abakumov, jefe del SMERSH, que había recibido la Orden de Kutuzov de 1.ª Clase el 21 de abril y no tardaría en ser ascendido a coronel general, aun a pesar de que los únicos disparos que había oído en su vida fuesen los del pelotón de fusilamiento.[12] Chejova y su escolta subieron a un vehículo del estado mayor, probablemente un Willys estadounidense, que los llevó, en dirección este, a Poznan, capturada tras un brutal asedio a finales de febrero, donde la esperaba un avión llegado de Moscú.

Veinticinco años después de haber partido de la Estación de Bielorrusia, Olga se encontró pisando, de nuevo, el suelo de Moscú. Según miembros del servicio soviético de espionaje, la llevaron, «para un encuentro de setenta y dos horas» a un piso franco de la NKVD situado en el centro de Moscú que empleaba Abakumov para sus aventuras ilegítimas. De hecho, su costumbre de llevar a «actrices, esposas infieles, secretarias y visitas del extranjero» a estos centros clandestinos, de todos conocida en la organización, ponía en peligro engrosando la lista de cargos presentados más tarde contra él —en este caso, por no observar los «principios morales del comunismo»—.[13]

El general Iván Serov, jefe de la NKVD en Berlín, escribió el 2 de febrero de 1948, al ser atacado por Abakumov —casi con toda seguridad a instancia de Stalin—, una carta de denuncia remitida al dirigente soviético en la que aseguraba que, a finales de 1941, mientras se libraba la batalla de Moscú, aquél había pasado la mayor parte de su tiempo encerrado con diversas amantes en el hotel Moskva.

«Que dé cuentas Abakumov al Comité Central del cobarde proceder de que dio muestras durante el peor momento de la guerra, cuando los alemanes se hallaban cerca de Moscú. Iba de un lado a otro, como el gallina que es, y no dejaba de rezongar y suspirar pensando en lo que podría sucederle, aunque no movía un dedo para ayudar. Su comportamiento pusilánime tuvo una influencia negativa en sus subordinados del departamento. Nos envió a su servil criado Ivanov, que se ocupaba de sus asuntos personales, con el recado de que había que tomarle las medidas para hacerle unas botas con las que poder huir de Moscú. Los generales que permanecieron en la capital fueron testigos de su conducta. Que rebata Abakumov las pruebas que demuestran que, durante las fechas de mayor desesperación del conflicto, elegía, en Moscú, a muchachas casquivanas para llevarlas al hotel Moskva».[14]

En mayo de 1945, el aludido contaba treinta y siete años. Encarnaba «la imagen ideal de un miembro de la Cheka»: alto, apuesto y dotado de unos labios sensuales y «una hermosa mata de pelo negro».[15] Era, al igual que Beria, adicto al sexo, si bien no recurría a la violación tanto como aquél, a quien también se asemejaba en lo sádico, toda vez que, como él, disfrutaba por demás torturando a sus víctimas. Solzhenitsin recuerda que, a fin de no estropear la alfombra persa de su despacho, «se desplegaba sobre ella una sucia estera salpicada de sangre» antes de introducir al desdichado recluso de turno.[16]

A Abakumov lo obsesionaban también las estrellas del cine y el teatro, lo que acaso justifique, en parte, su interés por Olga Chejova, aun a pesar de que, a la edad de cuarenta y siete, la actriz fuese diez años mayor que él. Más tarde, hizo arrestar al general V. V. Kriukov, apuesto comandante de caballería y amigo íntimo del mariscal Zhúkov, para torturarlo personalmente y ordenar después que llevasen a su presencia a su esposa, Lidia Ruslanova, la cantante más célebre de Rusia. Ella lo rechazó, y Abakumov la envió directamente a un campo de trabajo del Gulag.

No hay indicios claros de que Olga tuviera trato sexual con Abakumov, ya por coacción, ya porque ella considerara que tal relación podría proporcionarle una garantía necesaria. Tal vez no sucediese nada entre ambos, aunque, si Abakumov hubiera sido consciente de que la actriz gozaba de la protección de Beria, lo más probable es que, para acostarse con ella, hubiese solicitado antes el beneplácito de éste. En aquel momento, Abakumov no habría querido correr el riesgo de provocar su hostilidad.[17] Las dos cartas que le envió Olga Chejova tras este encuentro y que ha revelado el KGB junto con el resto de documentos distan mucho de ser concluyentes, a pesar de que en una de ellas pregunte: «¿Cuándo vamos a reunirnos?», y de que ambas tengan el mismo encabezamiento: «Queridísimo Vladimir Semionovich».[18] Ni siquiera ese «Queridísimo» demuestra gran cosa, toda vez que puede haber sido fruto de la efusión profesional de una actriz. Por otra parte, el que se refiera a él como Vladimir y no como Viktor parece indicar que el oficial soviético extendía también al ámbito no militar su costumbre de emplear un nombre de guerra.

La narración que hace Olga de su estancia en Moscú resulta significativa por su carácter evasivo y anodino, cuando podía haber fraguado una fabulosa historia melodramática como había hecho con sus aventuras en la Alemania nazi. Asegura haberse alojado con la esposa de un oficial del Ejército Rojo que seguía desaparecido en Alemania. Allí recibía, según su versión, constantes visitas de encantadores oficiales que hablaban varios idiomas. Con ellos charlaba y jugaba al ajedrez antes de que la acompañaran al Kremlin para que fuese interrogada con la única intención de completar detalles relativos al círculo de Hitler.

Es bien cierto que Stalin consideraba prioritario interrogar a todo aquel que hubiese mantenido una estrecha relación con el Führer, porque seguía obsesionado con su enemigo y por saber la fuente de su gran predicamento sobre el pueblo alemán. La copia de la declaración manuscrita de la actriz que entregó el KGB a Vova Knipper cuando se estaba desmoronando el régimen soviético tiende a respaldar esta afirmación. Con todo, el contenido del documento dista de ser exhaustivo, y en cualquier caso, ha de tenerse en cuenta que lo escribió para el SMERSH, el servicio de contra-espionaje militar, y no para el Departamento Exterior de la NKVD o para los más allegados a Beria. No es la primera vez, ni será la última, que el KGB se dedica a jugar, de un modo vergonzoso, con una publicación muy selectiva de material secreto.[19]

Sea como fuere, lo cierto es que aun esta limitadísima selección basta para poner de relieve que los mandamases de los servicios de inteligencia soviéticos tomaron muy en serio a Olga Chejova —uno no puede menos de evitar pensar, incluso, que la tomaron demasiado en serio—. Valga para confirmarlo, cumplidamente, el tratamiento de personaje ilustre que se le brindó al regresar a Berlín unas ocho semanas más tarde.[20]

Durante el tiempo que estuvo alojada en el citado apartamento moscovita tras su estancia en el primer piso franco, la actriz hizo ver que estaba escribiendo un diario y lo mantenía oculto, convencida, sin duda, de que los hombres del SMERSH que la custodiaban darían con él y lo leerían en secreto. «No cabe dudar de que todo lo que escribió Olga Chejova —supondría Sergo Beria años después— estaba pensado para que lo leyesen los hombres de Abakumov. Por lo que parece, éstos creyeron de verdad que la mujer sería lo bastante ingenua para tener un diario mientras vivía en un piso franco del servicio de información militar». Olga, «actriz de talento —concluiría— no era, ni podía ser, una persona ingenua».[21]

El general de división Utejin, director de la sección de contra-espionaje exterior del SMERSH, citó en otro documento un extracto de aquel supuesto diario secreto. «Los rumores que corren en torno a mi persona son dignos de una novela —había escrito ella—. Por lo que se ve, hay quien dice tener información de que yo era íntima de Hitler. ¡Dios mío, cómo me he reído! ¿De dónde saldrán tantos infundios y qué pueden pretender? ¡No son más que calumnias increíbles y despreciables! Cuando una tiene la conciencia limpia, no hay nada que pueda afectarla. Con lo maravilloso que resulta decir la verdad… En fin: el tiempo dirá si me creen o no».[22]

Mientras Olga Chejova se hallaba bajo la protección del SMERSH sucedió en Moscú algo aún más extraordinario: la tía Olia recibió una llamada telefónica de un oficial del Ejército Rojo al que ni siquiera conocía que le dijo que le traía un paquete procedente de Berlín. La anciana, a la que, después de haber visto a su sobrina tras la representación de El jardín de los cerezos, debía de inquietar la llegada de cualquier cosa procedente de la capital alemana, pidió a una amiga de la familia, llamada Sofia Stanislavovna, que recogiese el envío.

El paquete estaba dirigido a Olga Knipper-Chejova. La destinataria lo abrió, leyó la carta que lo acompañaba y no pudo menos de exclamar alarmada: «¡Si no es para mí!». El envoltorio contenía vestidos de noche, y la misiva estaba firmada por Ada, la hija de Olga Chejova, que los había enviado convencida de que a su madre la habían llevado a la Unión Soviética para que actuara en calidad de invitada en el Teatro del Arte de Moscú.[23]

La tía Olia telefoneó a Kachalov para ponerlo al corriente de lo sucedido, y le preguntó si sabía si su sobrina había recibido invitación alguna para actuar en la Unión Soviética. El actor, que tenía amistad con el gobernador militar de Berlín, el celebérrimo general Berzarin, se las ingenió para ponerse en contacto telefónico con él. Para consternación suya, sin embargo, su amigo le espetó con cierta animosidad: «No sé nada de Olga Chejova. ¡Y no vuelvas a llamarme! Olvídate de eso». Confundida y alarmada a la par, la tía Olia creyó tener razones más que suficientes para partir al punto en dirección a Crimea y quemar, una vez allí y ayudada por la tía Masha, todo el correo recibido de sus sobrinas afincadas en Alemania.

Pese a las vacaciones pasadas en su adorada Crimea, la anciana actriz no tardó en caer enferma de gravedad. Es imposible determinar si su dolencia se vio precipitada por las tensiones de las experiencias vividas durante los años anteriores. Liev estaba con ella, y cuando Vova Knipper escribió a la tía de ambos desde Moscú para comunicarle su compromiso con Margo, fue él quien respondió:

Querido Vova:

He leído yo tu carta a la tía Olia, pues guarda cama desde el día 6. El de su septuagésimo quinto cumpleaños, que celebramos el 22, fue un día triste. El 23 se sometió a una operación, y ha pasado dos semanas con treinta y ocho y treinta y nueve de fiebre. Ahora, por fin, comienza a recobrarse de la intervención. Creemos que podrá salir del hospital para el día 30. Nos alegramos mucho por ti, y nos complace que la familia de Margo te haya recibido con tanto cariño. Eso quiere decir que no vas a estar tan solo ahora que has vuelto a Moscú. Suerte que has completado tus estudios: hoy en día es necesario tener cierta formación, sobre todo si quieres ser actor. No tenía ni idea, dicho sea de paso, de que te interesara la profesión. Es un oficio sacrificado, y vas a tener que trabajar duro para moldearte. Deberás leer muchísimo y cultivar tu pensamiento, y por encima de todo, habrás de tener en cuenta los factores que más importan en toda ocupación artística: disciplina interior, dominio de uno mismo y capacidad para resistir el fracaso, que a menudo es más frecuente que el éxito aun por lo que respecta a los actores de mayor talento. Sin embargo, ya has visto lo que era capaz de hacer tu padre, y la tía Olia sigue pisando las tablas. Los Knipper son gente trabajadora, y perseveran hasta que consiguen lo que se proponen. Y ya está bien de sermones. Voy a ir a Moscú en torno al 10 de octubre, y la tía Olia llegará después, cuando se encuentre mejor. Recibe besos de su parte y un apretón de manos de la mía. Saluda a Margo por mí, porque no tengo su número de teléfono. Tuyo,

Liev Knipper [24]

Tal vez la tía Olia tuviese otra razón para no contestar en persona. Al parecer, habían llegado a sus oídos inquietantes rumores que afirmaban que Vova no había sabido desenvolverse demasiado bien durante la guerra, y en el seno de la familia pesaba sobre él cierta sensación de deshonra. Con todo, hubo algo que, al menos, había logrado infundir en ella no poca tranquilidad en la época en que vivían: con motivo de su septuagésimo quinto cumpleaños, el Comité Central dispuso que se le concediese la Orden de Lenin, lo que, al margen del prestigio que iba ligado al galardón, constituía una señal inequívoca de que los Knipper no se hallaban bajo amenaza de la NKVD.

El misterio de Olga Chejova
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