El estado español es como la Estrella de la Muerte
«No se ofusque con este terror tecnológico que ha construido. La posibilidad de destruir un planeta es insignificante comparada con el poder de la Fuerza».
DARTH VADER
UNA NAVE SOBRE EL CIELO DE MADRID
El siempre brillante Ennio Flaiano escribió en 2009: «La Italia è un paese dove sono accampati gli italiani». De manera similar, pero ante una realidad absolutamente contraria, se expresaba Manuel Azaña. Decía Azaña que España no era un estado como los demás. Que quien había constituido la esencia del Estado español era un fantástico y sostenido ejercicio de usurpación por parte de unas castas casi eternas que, como lo describió perfectamente, vivían «acampados sobre el estado». Dicho de manera más juvenil sería como la inmensa nave de Independence Day o, para los lectores de edad provecta, algo parecido a aquella nave nodriza de la mítica serie V, que flota sobre el cielo de Madrid vigilante y cerrada sobre sí misma y come ratones. O todavía mejor. El estado español es como la Estrella de la Muerte de La guerra de las galaxias (que ahora la juventud llama Star Wars).
Desde que Sargón inventó eso del imperio en el siglo XXIII a. C., ningún imperio ha arruinado al pueblo que lo patrocinaba a excepción del imperio español. Dicho de otro modo: el imperio, como idea general, se construye para enriquecer al pueblo que lo impulsa. Parece lógico que los romanos aprovecharan el suyo para embellecer Roma. El Imperio azteca facilitó que a la hora de arrancar el corazón a un tipo y lanzarlo pirámide abajo, la víctima fuera de una tribu sujeta a su dominio. Los ingleses expoliaron todo el mundo, exterminaron pueblos y razas, y gracias a su dolor han llevado al mundo una bonita y confortable civilización hecha de parlamentarismo y galletitas. Buena parte de los negocios de Francia, por ejemplo, provienen hoy de la explotación encubierta de su antiguo imperio africano, lo que llaman la «Françafrique». Pero, de una manera insólita, el Imperio castellano arruinó Castilla. No en el declive de sus fuerzas, sino en el cénit de su poder. El Imperio español no fue negocio, lo cual es bastante sorprendente porque tenía a su alcance la mayor cantidad de plata disponible que ningún país podía haber soñado. En general, las explicaciones dadas a este misterio son relativamente pobres. Que si el nulo espíritu mercantil por culpa del catolicismo frente al weberiano espíritu del capitalismo protestante… Que si el coste de mantenimiento del mismo imperio tragaba los recursos que generaba… Incluso se ha dado una explicación étnica resaltando el espíritu quijotesco de los naturales, más aficionados a la gloria eterna que a la cuadratura de balances.
La manera más común de construir un imperio (si no se es español) es poquito a poco. Desde que John Dee le metió en la cabeza a la reina Isabel I de Inglaterra la jugosa idea de rular los mares hasta su máxima extensión pasaron tres siglos bien buenos.
El imperio clásico siempre se construye igual. Un núcleo territorial de poder con una cohesión cultural que va añadiendo y consolidando más territorio a través de una firme voluntad inspirada (normalmente) por un dios protector «Gott Mitt uns», Dios con nosotros, que era la frase que se leía en las hebillas de los cinturones de los soldados alemanes del XIX y XX. Pero el caso del Imperio español fue exactamente al revés. La vocación de consolidación peninsular de los Reyes Católicos, que habría sido una buena base para construir un imperio, murió de éxito repentinamente, por decirlo así. El descubrimiento de América, y sobre todo la herencia habsburgiana en Europa, expandió por dinamitación el proyecto de Fernando e Isabel. Al contrario de los imperios portugués, francés, inglés o los más modestos veneciano o sueco, el Imperio español no fue hijo del esfuerzo, más bien parece producto de una rifa envenenada. De un artículo de Juan-José López Burniol en La Vanguardia del 19 de enero de 2013 extraigo un montón de citas interesantes: el historiador Santos Juliá sostiene, en su trabajo Historias de las dos Españas, que en el siglo XIX «España no llega a ser una nación porque no hay un pueblo, y ni nación ni pueblo existen porque no hay Estado. Habrá que crear, por tanto, un Estado que no sea ya el de las familias acampadas sobre el país, el gerente de una sociedad de socorros mutuos que decía Ortega, o la finca privada que veía Araquistáin», que fue un político socialista de los años treinta. Dice López Burniol que esta élite, la tripulación de la Estrella de la Muerte, nunca supo distinguir entre negocios y política, entendida como juego de relaciones con el poder. Escribe que se aprovecharon: «… en beneficio de sus intereses privados, de un modelo de desarrollo económico cerrado y focalizado en un Estado vetusto (…) asistidas por los altos funcionarios y defendidas por la cúpula militar».
En esta misma línea se encuentra un libro clarividente de Óscar Pazos: Madrid es una isla (Libros del lince, 2013) que tiene como subtítulo «El estado contra la ciudadanía» o, traducido al lenguaje de este libro: La Estrella de la Muerte contra los… ejem, ewoks; es decir, los españolitos. Y este es el dibujo preciso de lo que, en este libro, llamamos Madrit, el Reino o la Indisoluble. Un lugar flotante y distante de donde bajan a la tierra española funcionarios, políticos, periodistas y militares que han «controlado», más que gobernado, el territorio peninsular. Un grupo que, como los lagartos de la serie V, se ha mezclado entre los españoles con una fisonomía de ciudadanos normales, pero ejerciendo el espíritu imperial de los viejos señores feudales, o, como describió muy bien Gaziel, un «Estado endogámico que habita en el aislamiento tibetano».
Hay un término que se ha puesto muy de moda en el mundo de la economía política a raíz del libro Por qué fracasan las naciones, de Acemoglu y Robinson. Es el de «élites extractivas». En España, estas élites no provienen del capitalismo industrial, ni suben hambrientas de ningún ascensor social; se fabrican dentro de los laboratorios de la misma Estrella de la Muerte. Pazos describe muy bien cómo Universidad, derecho y cultura han sido en España diseñados, colocados y vinculados a los intereses de renovación y dominio de la Nave y no del país. La descripción que hace Pazos en Madrid es una isla sobre, por ejemplo, la relación España–EU, confirma este paisaje: «Sin embargo, el Estado español continúa empeñado en dirigir y administrar el país como siempre lo ha hecho, como si no pasara nada, defendiendo a diestro y siniestro su potestad absoluta para negociar en nuestro nombre sin siquiera consultarnos (…) Madrid hace su política comunitaria —la que le interesa— de una manera ajena —y fatalmente contraria— a los intereses de los ciudadanos españoles y europeos».
El palco del Bernabéu, como gran crucero de combate de la flota imperial, fue la condensación simbólica de aquella España neoimperial que soñaba reconquistar Latinoamérica y ser championslij dentro de Europa. Era el nido en que las nuevas élites extractivas se encontraban con el viejo capitalismo castizo y el eterno concepto de España como la Idea.
UN IMPERIO IDEAL, NO TERRITORIAL
El Imperio británico tenía una idea clara y nacional. Había un pueblo escogido por Dios y el comercio para llevar la civilización al mundo, mientras la riqueza del mundo se llevaba hacia Inglaterra. Como dijo Lord Palmerston, Gran Bretaña no tiene amigos permanentes, tiene intereses permanentes. El Imperio español y su configuración psíquicoestatal, que llega hasta hoy, fue todo lo contrario. La idea matriz del imperio fue la defensa del catolicismo. Es decir, no se trataba de la supremacía de una nación o de un territorio, se trataba de una idea. Y de una idea, en sentido literal, sin límites, universal (katholikós). El Imperio español no tenía ni amigos ni intereses, tenía una misión. Los pueblos, los territorios, su explotación racional o su cohesión política no eran temas para España. Cuando esta idea decae, España se queda sin nada que hacer en el concierto de las potencias. Había despreciado la industria para favorecer las armas. Había prohibido la ciencia y el estudio para lograr la ortodoxia y el pensamiento único. Y se había mostrado inflexible con todos los territorios bajo su dominio, porque con ideas como Dios y el honor no se negocia.
Esta capacidad de «leer» los territorios y los pueblos se volvió contra la península al perder las colonias. Lo que no supo hacer como imperio, tampoco lo supo hacer como estado-nación. La Estrella de la Muerte, la administración, la nobleza, el ejército y las oligarquías imperiales continuaron despreciando el territorio en favor de la fantasía, arrinconaron el negocio en favor de la limpieza y la hidalguía. Por ello, el Estado fallido dejó el gobierno del territorio al cacique, y el imaginario de unidad a la radialidad. Todos los caminos hacia el centro. Es decir, todo hacia dentro, nada hacia fuera. Que no se escape nada ni nadie. No se comercia, no se transacciona, no se intercambia ni se cede. La España del siglo IX se ensimisma. Se encierra como una monja vieja, asustada por el ruido del vapor y la razón.
Que la España que hay que defender es solo una Idea más que un conjunto de pueblos, ciudadanos, tierras y recursos es una realidad viva. Defender La Idea De España (LIDE) es, bien lo sabemos, más importante que defender a España y a los españoles, la gente.
Porque en España, en la Administración General del Estado, en el AGE, no vive nadie, no hay escuelas ni hospitales. Es un espacio blindado en el que solo se hospedan ideas. Grandes ideas, indisolubles, inamovibles ideas flotantes. Ideas imperiales a pesar de todo.
MADRID, LA BRASILIA DEL SIGLO XVI
Todas las grandes capitales europeas —Londres, Lisboa, París, Roma, Atenas, Venecia, Viena…— se encuentran en una vía fluvial o en una ruta comercial o, directamente, en un puerto de mar. Hasta el advenimiento de los vuelos comerciales era inconcebible plantear el futuro económico de un reino sin estar cerca del agua. Incluso Pedro el Grande de Rusia tuvo que construir una ciudad nueva, San Petersburgo, para poder desarrollar una economía que la centralidad de Moscú no podría haber dinamizado nunca.
¿Qué hizo la élite del Imperio católico encarnada en el siniestro y torpe Felipe II? Negar la evidencia y fijar la Corte en el lugar más inaccesible. Madrid ya era un nudo de comunicaciones, pero entre las dos Castillas. Pensemos que, hasta hace poco más de un siglo, el transporte terrestre era lento, inseguro e infinitamente menos rentable que el naval. Madrid está en la periferia del mar. Así que más que trasladar la capital a un sitio natural de gobierno, Felipe II la escondió del mundo.
El general Juscelino Kubitschek decidió que, para superar la rivalidad entre Sao Paulo y Rio, y rebajar la absoluta influencia de las ciudades de la costa en Brasil, trasladaría la capital hacia el interior, en la selva. De esta visión sale Brasilia. Algo parecido fue el Madrid de Felipe II. La diferencia es que en aquellos años llevar la capital no solo al interior sino a 655 metros de altitud (es, después de Andorra la Vella, la capital más alta de Europa), era convertir la Corte en invisible, inaccesible. Dicho de manera juvenil, lo que se hizo fue trasladar la Corte a Hogwarts.
Se trataba precisamente de proteger la Idea imperial del comercio, de las influencias extranjeras, de las nuevas ideas. Se trataba de demostrar que el Imperio católico solo necesitaba un lugar elevado para estar más cerca de Dios y lejos de las corruptas rutas comerciales. Se trataba de ir en contra del curso general de las ideas.
El caso es que el Estado español, creado a partir de la Corte, nace negado al mundo y reconcentrado sobre su propio discurso. Su aversión al mar no es una curiosidad ni un tic histórico. Como ejemplo actual, la apuesta del AVE que no nació como una necesidad de conectar la península con el exterior (aeropuertos/puertos/Francia) sino de conectarse con ella misma. Se trataba de construir España con trenes en lugar de con política o con instituciones. Pereza mental y plusvalías, ese fue el plan desde el 96. Y así, en más de veinte años no se ha completado ni una sola vía que salga del Estado, que acoja otras voces y otros paisajes. El solipsismo del Reino era necesario para preservar la LIDE. Han construido un estado a partir del búnker, con un centro inaccesible; sin mar, sin ríos y sin extranjeros. Vuelvo a Óscar Pazos: «Esta disociación de un Madrid centrípeto en un país centrífugo, este Madrid tanto más hegemónico en España como más débil en el exterior, fue la evidencia temprana de una patología política que la capital española sufrió durante siglo y medio».
César Molinas, en un polémico artículo publicado en El País en el 2012, resumió también esta idea del Madrid-Camelot: «La única razón para ir a Madrid era ver al rey. Al calor de la corte se desarrolló en España un capitalismo castizo, mal llamado capitalismo financiero, basado en la captura de rentas y en la proximidad al poder, y que sigue siendo hoy día la forma de capitalismo dominante en nuestro país».
En España, a diferencia del resto del mundo, lo que es rentable no es encontrarse cerca de una fuente de energía, de las materias primas, de una ruta de comercio o de un centro de saber. La riqueza se da por proximidad con el poder mismo. Un poder que extrae renta, pero no la cultiva. Que reconoce la proximidad del que manda, pero no el talento o la rentabilidad. Que premia la fidelidad a la Idea más que la creación de nuevas ideas.
Josep Maria Bricall decía que este poder de La Indisoluble: «aprovecha los privilegios especiales que suelen ostentar las capitales políticas para fortalecer un único polo de concentración territorial en Madrid», una idea de España, un solo polo, un solo centro, un solo discurso, un solo poder.
Y mientras tanto, y citando a Vicens Vives: «La burguesía asumió el poder (solo) en las provincias periféricas […] mientras que el resto de España conservaba un régimen agrario primitivo [en el que] la aristocracia seguía siendo la espina dorsal del país».
Todo esto no ha sido por incapacidad política como algunos dicen, ni por pereza manufacturera, ni por la presión del catolicismo. El motivo es que la articulación de un estado único peninsular se hizo a partir de una idea gestionada por un durísimo núcleo de poder aristocrático/funcionarial. Una idea que ha cerrado los ojos a los países españoles y se ha dedicado a pisarlos.
Habrá quien diga que todo eso es pasado, historia y que bordeo el irritante victimismo. Sin embargo, los tics, los modos y el norte de la tripulación de la Estrella de la Muerte no se han modulado ni un ápice en estos años de contacto con el mundo mundial. Lo explicaba Xavier Vidal Folch (nada sospechoso de independentismo) en su artículo de El País, en julio del 2013, sobre la recién creada Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIRF). Según la nueva ley, todas las Administraciones supervisadas, incluida la del Gobierno central o Administración General del Estado (AGE) deberán costear su funcionamiento (art. 11). Pero solo podrán ser castigadas aquellas que no sean la AGE (art. 4). ¿Cómo? Mediante «medidas coercitivas» no solo simbólicas (advertencias públicas), sino también dinerarias. De modo que no estamos ante un organismo que controle a todas las Administraciones, sino a todas menos a una. Existe una administración que encarna al estado mismo, a la LIDE precisamente porque es la única no territorial.
La AGE es poder en esencia, no en contingencia territorial. Y las administraciones que tratan con humanos, bosques y terrenos son las dudosas, las manirrotas, las sediciosas… Podríamos decir, citando a San Agustín, que hay una Administración Pagana (que paga y que gestiona el pagus, el territorio) frente a una Administrationis Dei, una administración celestial, regida por la casta hereditaria de mandarines/sacerdotes ajenos al mundo y volcados al santo espíritu del Estado.
Dado que la fundación de aquella/esta España se basa en una idea, una idea que recibe el apoyo del mismo Dios padre, y no en unos territorios que lo pactan ni en una necesidad de objetividad política y ni siquiera en un proceso natural, el camino natural de ese Estado fue la intolerancia. Los estados basados en ideas sublimes suelen ser de una crueldad de lo más terrena: la república virtuosa de Robespierre, el paraíso del proletariado Stalinista o la utopía de la pureza rural de Pol Pot son algunas muestras contemporáneas.