¿Y qué es el federalismo?
«Sin ver su ideal realizado, muere el federal honrado».
AUCA DE LA PRIMERA REPÚBLICA
Josep Pla ya advertía a los catalanes el 18 de septiembre de 1931 que «la clase dominante en Cataluña ha creído siempre que la Constitución española sería federal, y en este punto se ha equivocado absolutamente». Muchos catalanes, a saber por qué narices, siempre hemos tenido la esperanza de que cada cambio de régimen en el Estado nos traería un federalismo que llevarnos a nuestras ansiosas bocas. Sin ser exhaustivos, ya pasó en los años 1868, 1873, 1931, 1977, y volvió a ocurrir con el Estatut del seis. Somos gente con una tendencia centenaria a, como se dice en catalán, «dar caridad al demonio» y mantener la ilusión algo infantil siempre que se nos habla del tema federal. Arcadi Espada, que es un señor muy de la broma, tuvo la ocurrencia de bautizar al Reino como: «El estado más descentralizado del mundo». Y muy probablemente esta vez tenga hasta razón. España es uno de los estados unitarios más descentralizado. Por ello, uno de los argumentos utilizados a menudo por la facción más comprensiva con las preocupaciones catalanas es aquel de: «pero qué más quieres si ya tenéis más competencias que algunos estados federales». A pesar de este «consuelo comparativo-competencial», no se puede definir en absoluto al Reino como «federal». Todo lo contrario. Para ejemplificar, les propongo repasar juntos algunas constituciones del extranjero, de las federales fetén, para ver si se parecen al cabalístico y nigromántico hechizo IUNEPCI que invocó la creación del Reino.
Así, en la constitución alemana leemos que: «Los alemanes —y da la lista completa de todos los estados— han consumado, en libre autodeterminación, la unidad y la libertad de Alemania». Como se ve, la unidad no viene sugerida por ninguna zarza ardiente. Se trata de la voluntad de cada uno de los estados que —utilizando su inalienable autodeterminación— deciden unirse. De hecho, el texto afina más y dice que son los alemanes de cada uno de los estados, es decir, conjuga de forma elegante la voluntad individual de cada alemán con la colectiva, mencionando cada estado federado. Y fijémonos en el verbo, que es bastante interesante: han consumado. Es decir, se trata de un proceso negociado, consensuado y culminado, consumado en plena libertad. Recordemos que en Alemania existen dos estados libres, unas cuantas ciudades estado y una variedad (cada vez menos, eso sí) de articulaciones administrativas. Y que, por ejemplo, Baviera tuvo rey, rey de verdad, en el trono, hasta el 1918.
Vamos ahora al artículo 3 de la constitución suiza de 1949. Dice: «Los cantones son soberanos en los límites de la Constitución Federal y, como tales, ejercerán todos los derechos no delegados al poder federal». De nuevo, territorios con una soberanía plena que, voluntariamente y a través del acuerdo de todos los territorios que supone la constitución, renuncian a parte de esta soberanía. Aquí ya aparece un concepto clásico de las constituciones federales: todo lo que no es competencia exclusiva del estado federal es de los estados federados. Queda muy clarito en la constitución argentina del 94. Veamos, artículo 121: «Las provincias conservan todo el poder no delegado por esta Constitución al Gobierno federal». No hace falta pasarse treinta años negociando competencias, chalaneando entre territorios ni chantajeando votos. El gobierno federal define lo que le compete y el resto, para las regiones que pueden dictar su constitución sin tener que pasar por Buenos Aires y sin que Alfonso Guerra les pase el cepillo a sus estatutos, como dice el 123: Cada provincia dicta su propia constitución y además se organiza como quiere sin Ley de unidad de mercado, ni medias tintas ni pelendengues. «(Las provincias) Eligen sus gobernadores, sus legisladores y demás funcionarios, sin intervención del Gobierno federal». Y como guinda final: «Las provincias podrán crear regiones para el desarrollo económico» (gran tabú del Título VIII español) «y podrán también celebrar convenios internacionales». ¡Oh, anatema!
Más «polite», más educada, es la constitución de Canadá que, después de enumerar las provincias a federar dice: «[ … ] have expressed their Desire to be federally united into One Dominion under the Crown». Es decir, «expresan su deseo». Son los territorios, una vez más, los que son protagonistas del acto de unión. En este caso mediante un «deseo» que en España ni se pregunta ni se presume. Los países multinacionales adoptan formas diversas. Muy interesantes son las nuevas constituciones de países americanos donde se reconoce la existencia de pueblos originarios o, dicho a la europea, naciones dentro de naciones. Una de las menos extremas en este sentido es la de México de 2001, donde leemos: «Esta constitución reconoce y garantiza el derecho de los pueblos y las comunidades indígenas a la libre determinación y, en consecuencia, a la autonomía para: I. Decidir suspensión de formas internas de convivencia y organización social». Es decir, existe en la nación mexicana una libre determinación para los pueblos indígenas pero no según un sistema cerrado de formas centralizadas, sean reservas o autonomías, sino para «decidir las formas internas de convivencia».
Un caso más complejo es el de la Constitución de Bolivia del 2008, que se define como un Estado: «Unitario Social de Derecho, Plurinacional, Comunitario». Cruce de cables para un español. Es unitario pero multinacional a la vez. Y define el país: «La nación boliviana está conformada por la totalidad de las bolivianas y los bolivianos, las naciones y pueblos indígenas originarios campesinos y las comunidades interculturales y afrobolivianas que en conjunto constituyen el pueblo boliviano». En este punto, siempre he pensado que los catalanes deberíamos haber optado por el indigenismo en lugar de por el nacionalismo de carácter burgués y europeo. Los pueblos originarios, como se los llama ahora, siempre han sido vistos con más simpatía que las pequeñas naciones blancas. Y como toda reserva india, quizás el señor Adelson nos habría montado el Eurovegas a nosotros, dada la tradición que hay en EE.UU. de instalar los casinos entre indígenas.
Como se ve, el mundo tiene menos miedos y tabús a la hora de organizarse que esta mezcla entre sanedrín fariseo y partida de casino provincial que constituyen los guardianes de la Constitucionalidad-no-nacionalista. Vistos los resultados, creo que está claro que siempre es más recomendable hacer las constituciones después de una revolución. Salen más alegres, liberales y con empuje. El derecho a la búsqueda de la felicidad de la constitución americana es hijo de ese subidón de optimismo ilustrado que les permitió enfrentarse al Rey. Y aquel: «Italia repudia la guerra» del artículo 11 de la constitución italiana de 1947 es el testimonio vivo y moral de la victoria de los partisanos sobre el fascismo.
La española parecía una hija bastante alegre de un espíritu que se creyó revolucionario. Pero no lo fue. Era hija de un armisticio, no de una victoria. Hija de la transacción, no de la transición. Pacto entre los poderes franquistas y militares (los llamados fácticos) y unas fuerzas democráticas que, aunque libres y llamativas, no eran ni lo suficientemente fuertes ni lo suficientemente incorruptibles.
Podía haber salido bien. Hacer que nacionalidad y nación se convirtieran en sinónimos fértiles. Apoyarnos en lo que era diverso por encima de lo que era indisoluble. Pero ha ido como ha ido. Tal y como ya avanzó el Borbón en su discurso de proclamación hablando de la consti: «[…] nos permite reconocer, dentro de la unidad del Reino y del Estado, las peculiaridades regionales, como expresión de diversidad de los pueblos que constituyen la sagrada realidad de España».
La realidad, es decir, la unidad de España, es obviamente sagrada. Y lo que se «nos permite reconocer» es obviamente, y la palabra es perfecta, las «peculiaridades regionales». La gaita, la jota, el derecho civil catalán, la txapela y la Generalitat.
SE NECESITARÍA (TAMBIÉN) UNA GEOGRAFÍA FEDERALISTA
Para que haya federalismo lo primero que se debe tener es una geografía federal. En general, los estados federales tienen una visión particular del territorio. Una visión antagónica al dogma parisino que obsesiona a las élites españolas y que con tanto acierto describió Germà Bel en su libro España capital París. En España, debido a la manía borbónica de dividir la creación divina entre centro y periferia, entre capital y provincias, el despilfarro del territorio peninsular y sus potencialidades económicas ha sido fatal. Los estados federales han hecho, precisamente, lo contrario. Equilibrar el territorio a través de la dispersión administrativa. Veamos unos cuantos ejemplos. Alemania, configurada históricamente en estados separados, creó una red de ciudades importantes que la República Federal ha sabido respetar con gran inteligencia. El Banco Central y el centro financiero están en Frankfurt. Stuttgart es una capital industrial, como Múnich, donde se halla la sede del BND, los servicios de inteligencia del Estado. (¿Alguien se imagina el CNI en Vitoria o Barcelona?). Una parte de la administración sigue en Bonn, la antigua capital, y el Tribunal Constitucional está en Karlsruhe, aunque hay dependencias federales del Tribunal Supremo en Erfurt, Kassel o Leipzig. Hamburgo es la capital marítima, y en Berlín se encuentra el Parlamento. Y a pesar de ser la capital, ni mucho menos es la ciudad más rica, más bien sufre dificultades financieras crónicas. No sé si recuerdan una propuesta del presidente Maragall de hace años en la que planteaba una especie de co-capitalidad. ¿Y recuerdan que Zapatero consintió que la Comisión del Mercado de Telecomunicaciones (CMT) se trasladase a Barcelona? Pues la reacción de los obedientes funcionarios fue ejemplarizante: su director, Carlos Bustelo, lo calificó de «deportación» y Esperanza Aguirre puso el grito en el cielo por el expolio y la «dispersión» que suponían.
El sistema de ciudades es un término del urbanismo que precisamente estudia este tipo de relaciones entre núcleos urbanos y su mejor funcionamiento. Walter Christaller, el geógrafo que fue nazi y después comunista, ya demostró en los años treinta con su clásico Die Zentral orte in Sudden Deutschland, las ventajas de proveer al territorio con unas ciudades en red que dispersen a la vez que aproximan la administración, en lugar de concentrarse en un solo punto. El centralismo, obvio es decirlo, aleja el gobierno de sus administrados y de las periferias y su pulso.
La Idea De España que ha heredado e impulsado el PPSOE, a pesar de la ficción autonómica, ha sido la contraria: la lucha por la vértebra, el eje radial. La línea en lugar de la red. El vértice sobre el rizoma. Lo que ha vaciado literalmente el territorio en términos de población y económicos. Un eje convierte en sobrante el territorio que se despliega a sus lados. Solo interesa el origen y el destino: la capital de provincia y Madrid. Y hay que ser muy torpe, o muy dogmático, para contradecir a los romanos en temas de carreteras. Ellos anticiparon una península en red que maximizaba los recursos: la ruta de la plata, la Vía Augusta, el eje del valle del Ebro… Sin embargo, el Reino ha diseñado un sistema que minimiza las discrepancias, las competencias y las disidencias con la ciudad-corte-frame en que han convertido a Madrid. Y así nace el uso del territorio como el apéndice de un centro de poder. El país no se comunica, se controla a través de las vías de transporte. En este sentido, la red radial de alta velocidad no es otra cosa que una declaración de 30.000 millones de euros, políticamente transversal en contra del federalismo. Porque el Estado federal no lo es solo en el dibujo competencial, lo es, sobre todo, en el dibujo territorial.
El equilibrio territorial entre dos ciudades poderosas (BCN/MAD) ha sido motivo de preocupación en varios países. Pero son los federales los que tienen una vía particular para suavizar la competencia. Entre Sidney o Melbourne, Australia escogió la pequeña Canberra como capital. Entre Toronto o Montreal, Canadá escogió la también modesta Ottawa. En muchos estados de EE.UU. la capital administrativa no es la ciudad más poblada ni la más rica y, a la hora de escoger una capital federal decidieron erigir una nueva, Washington, en lugar de privilegiar alguna de las grandes ciudades de la época. Suiza, que podía elegir entre la rica y alemana Zúrich o la limpia y francesa Ginebra, llevó al gobierno federal a la rústica Berna. Incluso los Países Bajos, que tienen Rotterdam y Ámsterdam, decidieron llevar toda la administración, la reina y las embajadas hasta la pequeña y provinciana La Haya.
Como se puede ver, los estados federales no son solo organismos con un cierto grado de descentralización como nos hacen creer. Tienen una cultura del equilibrio territorial y dispersión administrativa que en España es inconcebible y antipatriótica. El fruto perenne del «Madrid y provincias» ha sido la severa depresión del interior peninsular, mientras la seta de Madrid amenaza con comerse toda Castilla.