CAPITULO 05

LA puesta de sol parisina mostraba un vasto despliegue de brillantes tonos naranjas y dorados, enturbiados tan solo por la neblina de humo que se alzaba sobre los altos edificios de la rue Gabrielle, donde Olivia acababa de apearse del carruaje privado junto a su cuñado, el irritante, testarudo y... masculino duque de Durham. De esas tres características, la que mejor lo describía era la última, aunque también era arrogante, engreído y serio hasta la saciedad.

El viaje desde Londres hasta París a través del Canal había transcurrido sin incidentes, tan rápido como cabía esperar de un viaje tan largo. Aunque el mero hecho de estar en su presencia la ponía de los nervios, un sentimiento que jamás había experimentado con Edmund. El duque no le había dirigido la palabra más de lo necesario. No obstante, a su parecer la contemplaba con demasiada frecuencia, y esa vigilancia constante solo había servido para incrementar su desasosiego. Habían soportado lo mejor posible la mutua compañía: habían charlado cuando era apropiado y habían dormido en habitaciones separadas durante la noche, cuando precisaban un descanso. En ese momento, ya en París, daría comienzo la farsa y Olivia tendría que fingir que era su esposa... un engaño que le resultaba tan excitante como aterrador.

Habían llegado apenas un rato antes, pero las dudas que le provocaba el hecho de haber aceptado participar en tan indecoroso ardid ya habían empezado a atormentarla. Y ya no había marcha atrás. Sin embargo, cuando se situó en la acera que había frente a la fachada de Nivan, incluso el conserje se dirigió al duque como si fuera su marido; según parecía, no le sorprendía nada verla con el hombre al que creía Edmund después de tantas semanas. El duque interpretó muy bien su papel; habló unos momentos en francés con el hombre para informarle de que el equipaje no tardaría en llegar y para pedirle que lo llevaran hasta las dependencias que poseían en la planta superior. Tanto su vocabulario como su acento eran excelentes. Olivia ni siquiera se había parado a pensar si conocía o no el idioma, pero no era algo de extrañar en un miembro de la aristocracia que había recibido una excelente educación. Edmund hablaba francés, pero había vivido en el país durante años.

—¿Me indica el camino, milady? —le murmuró el duque al oído tras inclinarse hacia ella.

Sentir la calidez de su aliento en el lóbulo de la oreja le provocó un escalofrío, a pesar de la atmósfera sofocante que reinaba en la ciudad a finales de primavera.

—Vamos dentro —respondió ella con brusquedad, como si se tratara de una pregunta estúpida.

Sabía que él había esbozado una sonrisa irónica a su espalda, pero se decantó por ignorarla mientras se recogía la falda y se dirigía hacia las puertas principales, que uno de los criados mantenía abiertas para que pudiese entrar sin aminorar el paso.

El aroma familiar de la lavanda y las especias inundó sus sentidos de inmediato, anulando el olor de los caballos y el de los puestos de comida callejeros. Por fin estaba en casa, de vuelta en territorio aliado, y el mero hecho de saberlo logró tranquilizarla por primera vez en muchas semanas.

—¡Ha regresado, madame Carlisle!

Olivia esbozó una sonrisa cuando Normand Paquette, su amigo, ayudante y consejero durante muchos años, se alejó del mostrador de ventas para acercarse a ella con los brazos abiertos.

—Es un placer regresar a casa, Normand —replicó mientras el hombre la abrazaba y le daba un beso en cada mejilla.

—Oui, ese horrible viaje al norte le ha llevado demasiado tiempo —dijo Normand con una mueca amarga y el ceño fruncido.

Olivia le dio un apretón en la parte superior de los brazos con las manos enguantadas.

—¿Cómo va todo? ¿Llegó por fin el envío de sándalo? ¿Ha elegido ya madame Gauthier su...?

Detrás de ella, el duque se aclaró la garganta. Olivia se volvió de pronto, aún entre los brazos de Normand.

—Ay, perdóname, cielo —comentó en su beneficio—. ¿Recuerdas a monsieur Paquette, mi ayudante?

Normand asintió con la cabeza a modo de saludo.

—Bienvenido a casa, monsieur Carlisle.

Olivia notó que el duque avanzaba para situarse justo a su espalda, y durante un segundo creyó que le rodearía los hombros en un arrebato de posesividad. Soltó al vendedor de inmediato, como si su contacto la abrasara.

—Monsieur Paquette —dijo su supuesto marido con tono grave y formal—, volvemos a encontrarnos.

—Llámeme Normand, por favor —insistió el francés con una sonrisa despreocupada—. No hay necesidad de formalidad alguna entre nosotros. Hemos echado muchísimo de menos a su esposa. En Nivan nos consideramos muy afortunados de que haya regresado.

Fue de lo más revelador que su ayudante hubiera comentado su larga ausencia de esa manera. No había sido exactamente grosero, aunque Normand nunca lo era. Con todo, el francés jamás había sentido simpatía o confianza alguna en Edmund, y Olivia notó cierta tensión en el ambiente que no existía momentos antes. Decidió pasarla por alto y seguir adelante.

—Monsieur Carlisle y yo iremos a casa a descansar, Normand. Mañana, usted y yo hablaremos de negocios mientras tomamos el té —le informó con una sonrisa.

Normand se echó a reír y se inclinó hacia delante para darle otro beso en la mejilla.

—Me alegro mucho de volver a verla, Olivia. Vaya a descansar, por favor. Ayer mismo avisé a madame Allard de que llegaba esta tarde, así que ya lo habrá ordenado todo, y seguro que le ha preparado algo de comida.

Madame Allard era su ama de llaves y cocinera a tiempo parcial, y por lo general trabajaba solo algunos días, aunque la ayudaba muchísimo con los asuntos del hogar cuando estaba ocupada con los negocios. Olivia dejó escapar un suspiro de alivio al enterarse de que la mujer había recibido el mensaje a tiempo para cambiar las sábanas de la cama. Para ella eso era mucho más importante que la comida.

—Merci, Normand. Le veré por la mañana.

El francés se apartó a un lado para dejarles pasar y el duque la tomó del codo para escoltarla entre los mostradores y dos chicas de ojos atentos a las que Olivia ni siquiera recordaba. Con todo, las vendedoras iban y venían, y por lo general era Normand quien se encargaba de contratarlas, o de despedirlas si no trabajaban como era debido.

Cuando se acercaron a la parte trasera del edificio, Olivia condujo al duque a través del pequeño y hermoso salón privado en el que las damas tomaban el té o un vino mientras hablaban sobre las nuevas esencias y se recogió la falda con ambas manos para subir la escalera de caracol que había al fondo, recién pintadas de un blanco resplandeciente y enmoquetadas con grueso brocado rojo. Dicha escalera conducía a la vivienda del tercer piso, donde tenía su residencia en París.

Samson Carlisle la siguió en silencio y permaneció muy cerca mientras Olivia sacaba la llave de su ridículo de terciopelo y la insertaba en la cerradura de sus aposentos privados. Con un rápido giro hacia la derecha, la cerradura se abrió sin problemas y ella se adentró de inmediato en la estancia, con su cuñado pisándole los talones.

Se dirigió a la sala de estar que había a su izquierda, cerró los ojos y respiró profundamente, notando que la tensión abandonaba su cuerpo mientras inhalaba los familiares aromas de su hogar.

—Deje la puerta entreabierta para los criados que nos traen el equipaje —dijo al tiempo que comenzaba a quitarse los guantes.

—No soy un sirviente, milady.

Olivia se dio la vuelta, sorprendida, y la falda del vestido rozó las piernas masculinas.

—No... no pretendía insinuar que lo fuera, Excelencia —declaró con determinación mientras retorcía los guantes entre los dedos.

Él bajó la vista para mirarla a la cara; su boca esbozaba una sonrisa torcida y en sus ojos se apreciaba una pizca de irritación.

—Puede que este sea su hogar, Olivia, pero soy yo quien está al cargo de la operación, de modo que haría bien en recordarlo.

Ella parpadeó, aturdida. La sensación de bienestar que le había producido estar en casa se derritió como la nieve sobre la piel cálida en cuanto echó un vistazo al rígido cuerpo masculino.

—¿«Operación»? ¿Qué operación?

El duque respiró hondo y enlazó las manos a la espalda sin dejar de mirarla a los ojos.

—Vamos a dejar las cosas claras, mi querida cuñada —señaló con tono grave y serio—. Está de vuelta en Nivan y se encuentra en el ambiente cómodo y próspero al que está acostumbrada; pero no ha regresado para retomar su rutina diaria, feliz y contenta al mando de todo lo que la rodea. He venido con usted con un objetivo muy claro en mente, y me quedaré el tiempo necesario para completar la misión.

—¡Ya lo sé! —exclamó, exasperada.

—¿De veras?

—Sí —insistió con vehemencia, furiosa por el hecho de que se dirigiera a ella como si tuviese cinco años—. Sé para qué hemos venido a Francia, milord, pero debemos ser realistas. No deja de utilizar palabras como «operación» y «misión», como si este viaje en busca de su hermano fuera algún tipo de... acción militar. No lo es. Todo esto está relacionado con mi forma de ganarme la vida, con mis obligaciones y con el hombre con el que me casé, sin importar cuáles sean sus consideraciones. —Enderezó los hombros en un gesto indignado y empezó a tironear de nuevo de los guantes, que casi se arrancó de las manos—. Tal vez deba pensar un poco menos en usted mismo y más en la razón por la que se encuentra aquí.

El hombre permaneció en silencio un rato, mirándola con ojos calculadores, casi rudos.

—¿No se le ha ocurrido pensar que podría haber venido aquí por usted, y no por deseo propio?

Eso la dejó perpleja, ya que no tenía ni la más mínima idea de qué responder a una pregunta que sin duda tenía muchos más significados que el obvio. Dio un paso instintivo hacia atrás para apartarse de la abrumadora estatura masculina, acalorada e incómoda ante su proximidad.

Antes de perder la compostura, cruzó los brazos a la altura del pecho.

—Quizá su deseo fuera venir aquí por mí, Excelencia —replicó de manera sucinta—, ya que parece disfrutar muchísimo observando mi rostro y mi persona.

El duque no podía creer que le hubiera dicho algo así. Olivia pudo apreciarlo en el súbito movimiento de su cabeza, en la incredulidad que asomó a sus ojos, abiertos de par en par. Por un instante, le produjo una inmensa satisfacción haberlo desconcertado con su ingenio... hasta que él se acercó un paso, tomó los guantes que aún aferraba en las manos y los utilizó para arrastrarla muy despacio hacia él.

—Su rostro y su silueta son exquisitos. Le aseguro, Olivia Shea, que no he visto en toda mi vida tal perfección esculpida por los dioses —le aseguró en un susurro ronco—. Es usted un compendio de belleza que desafía cualquier posible descripción, y no puedo evitar darme cuenta de ello cada vez que pongo los ojos en su persona, algo de lo que sin duda alguna también usted disfruta mucho.

Fue Olivia quien se sintió desconcertada en ese momento; el rubor le teñía el cuello y las mejillas.

—Cómo se atreve a sugerir...

El duque tiró de ella con más fuerza para interrumpirla. Estaban tan cerca que el pecho del hombre le rozaba los brazos desnudos, ahora apretados contra su busto, y la falda del vestido cubría las piernas masculinas. Olivia no podía moverse, ofuscada por la extraña habilidad del duque para dejarla sin habla.

—La experiencia me ha demostrado que el deseo no es solo dulce y amargo a un tiempo, sino que además es casi siempre recíproco. —Su mandíbula se endureció al tiempo que entrecerraba los ojos—. Es posible que su simple presencia suponga una tentación para mí, lady Olivia, pero le prometo que nunca, jamás, conseguirá ganarme.

¿Ganarlo?

Su aliento cálido y húmedo agitó los mechones rizados que le caían sobre la mejilla, provocándole un cosquilleo en la piel. Durante un buen rato, Olivia no fue consciente más que de su maravilloso aroma y de la calidez de ese cuerpo tan... viril.

—Esto no es una competición, Excelencia —susurró con los dientes apretados al tiempo que lo miraba a los ojos con expresión desafiante.

Él comenzó a separarse poco a poco y los rasgos duros de su rostro se relajaron un tanto.

Luego inclinó la cabeza hacia un lado y dejó de aferrar sus guantes con tanta fuerza.

—Empiezo a pensar que es posible que lo sea —replicó con calma—, al menos, desde su punto de vista.

La súbita llamada a la puerta los sobresaltó a ambos e interrumpió el incómodo momento de proximidad. Olivia dio un paso atrás y se alejó de él, que se lo permitió sin oponer resistencia.

—Su equipaje, madame —dijo el conserje del edificio después de aclararse la garganta.

Sonrojada, Olivia dirigió la mirada hacia el francés.

—Merci, Antoine —replicó al tiempo que pasaba junto al duque con elegancia—. Por favor, deja mis baúles en mis aposentos y los de mi marido, en la habitación de invitados.

Si al conserje le pareció extraña dicha petición, no lo demostró. Se dispuso a cumplir las órdenes de inmediato y utilizó a dos de los criados para llevar sus pertenencias a las respectivas habitaciones. Más que verlo, Olivia sintió que el duque se alejaba de ella para encaminarse hacia la ventana de la sala de estar que daba al oeste, donde el cielo había comenzado a oscurecerse.

Momentos más tarde y sin mediar palabra, Antoine y los criados se marcharon y cerraron la puerta al salir. Se hizo un silencio atronador cuando se quedaron de nuevo a solas.

—Tendrá que dejar de llamarme «Excelencia».

Olivia respiró hondo y se volvió para enfrentarse a él. Notó que se le aceleraba el pulso al ver cómo el hombre se aflojaba la corbata y se desabrochaba el cuello de la camisa. Ni siquiera Edmund se había desvestido delante de ella, y ver al duque de Durham haciéndolo la impresionó y la excitó hasta un punto inimaginable. Se obligó a desterrar los indecorosos pensamientos que habían inundado su mente y alzó las manos para colocarse los mechones de pelo que habían escapado del peinado.

—Hace apenas unos instantes —replicó en un intento por evitar que la conversación se desviara—, me prohibió tratarlo como a un sirviente.

Él esbozó una sonrisa y apoyó las palmas de las manos en el alféizar de la ventana que tenía a la espalda.

—Hay un término medio, Olivia.

La despreocupación que mostraba la enfureció, aunque no sabía muy bien por qué.

—¿De veras? ¿Debería llamarlo Edmund, en ese caso?

—Cuando estemos acompañados, sí. Cuando estemos solos, como ahora, preferiría que me llamaras Sam. —Esperó antes de añadir con un poco más de amabilidad—: Es mi nombre de pila.

Desde que lo conocía, aunque a decir verdad no hacía demasiado tiempo, jamás se había parado a pensar en su nombre de pila. En ese instante recordó que lo había mencionado en su primer encuentro privado, pero solo de pasada. Era extraño que no lo hubiera considerado como un ser individual hasta ahora. Siempre le había parecido una réplica o, más exactamente, una variación de su marido, y no un hombre diferente. Un hombre con sus propias experiencias, esperanzas, sueños y decepciones.

Olivia apartó la mirada de él y se acercó al pequeño escritorio de pino para coger el montón de notas y tarjetas que había encima, el correo que había llegado en su ausencia.

—Supongo que Sam es el diminutivo de Samuel, ¿no? —inquirió mientras ojeaba los remitentes sin mucha atención.

—No, de Samson —contestó él.

Olivia frunció el ceño al darse cuenta de que se había perdido la velada anual de primavera de madame LeBlanc mientras estaba en Inglaterra, una fiesta en la que solía promocionar los perfumes veraniegos.

—¿Samson? ¿Como Sansón? En ese caso, supongo que tendré que interpretar el papel de su Dalila en esta pequeña farsa —comentó medio en broma.

—¿Ese es su objetivo? —murmuró el duque con un tono cargado de intensidad—. ¿Seducirme?

Olivia perdió la concentración en lo que estaba haciendo y dejó caer varias tarjetas sobre la gruesa alfombra verde que tenía a los pies. Le echó un rápido vistazo, abochornada por la manera en la que el hombre había interpretado un comentario tan simple. ¿O acaso solo trataba de escandalizarla? A decir verdad, él no parecía desconcertado en lo más mínimo.

El duque observó cómo recogía la correspondencia y volvía a colocarla en un desordenado montón sobre el escritorio sin hacer el menor intento por ayudarla, disfrutando al máximo de su turbación. Olivia decidió no proporcionarle la satisfacción de creer que podía importunarla cada vez que abría la boca para formular un comentario sarcástico o una pregunta.

Tras alisarse la falda, se volvió para enfrentarse a él una vez más con una postura solemne y lo que esperaba fuera una sonrisa arrogante.

—Sam... —comenzó después de aclararse la garganta y enlazar las manos a la espalda—. Lo que quería decir era que disfrutaré inmensamente interpretando a la Dalila de su Sansón en cada uno de los movimientos ladinos, solapados o manipuladores que debamos realizar para encontrar a mi marido y recuperar mi dinero. —Entrecerró los ojos en un gesto desafiante con la esperanza de que el hombre comprendiera que no permitiría que la utilizase—. Cumpliré con mi parte y realizaré una actuación soberbia, pero ¿seducción? Jamás. Usted y yo nunca seremos amantes.

El duque la observó con una expresión especulativa desde el otro lado de la habitación antes de cruzar los brazos sobre el pecho y fruncir el ceño.

—¿No es eso lo que Sansón dijo a Dalila? Y mire cómo acabó... —Se echó a reír por lo bajo y esbozó una sonrisa torcida—. Debe saber, Olivia, que no me siento tan atraído por usted (ni por ninguna otra mujer) para arriesgarme a perder mi fortuna o, mucho más importante, mi vida y mi cordura. Y espero no sentirme así nunca.

Olivia se quedó un tanto desconcertada. Por irónico que pareciera, no lograba recordar si Sansón o Dalila habían dicho algo así, ni quién sedujo a quién en primer lugar; sus conocimientos bíblicos dejaban mucho que desear. No obstante, todo eso carecía de importancia. Sabía muy bien lo que había entre el duque de Durham y ella. A él no le caía bien, no confiaba en ella, y la manipulaba de forma deliberada para conseguir que reaccionara de manera negativa siempre que conversaban en privado. ¿Qué clase de hombre le hacía algo así a una mujer a quien no conocía?

Un cínico.

Alguien te hizo mucho daño también, ¿eh?, se dijo para sus adentros.

Pensar que alguien había herido a tan enigmático personaje la sorprendió. No tenía ni la menor intención de intimar con ese hombre, ni física ni emocionalmente, y no deseaba considerar la idea. No tenían por qué disfrutar de la compañía del otro, pero era en extremo necesario que se llevaran bien. Su medio de vida dependía de la cooperación mutua.

Olivia se rindió con un suspiro.

—Tal vez, Excelencia...

—Sam.

—Por supuesto. Lo olvidé. —Tras plantar lo que esperaba pareciera una genuina sonrisa en sus labios, asintió una vez para mostrar su acuerdo—. Tal vez, Sam, nuestros pasados y necesidades futuras no sean tan diferentes como creemos.

Él enarcó una ceja al escuchar el comentario, aunque no dijo nada.

Olivia dejó caer los brazos a los costados y se acercó un paso a él.

—Quiero decir que, a pesar de lo que opinemos el uno del otro y de nuestras suspicacias, deberíamos hacer a un lado nuestras diferencias, combinar nuestras experiencias comunes y tratar de trabajar juntos.

Olivia decidió con petulancia que la sugerencia había sido bastante satisfactoria y creyó que él la aceptaría de inmediato, tal vez incluso con un apretón de manos para sellar una especie de acuerdo.

Al parecer, el hombre no pensaba lo mismo en absoluto.

El duque de Durham se puso en pie una vez más y la contempló desde lo alto, aunque su expresión parecía más reservada que furiosa.

—Somos muy distintos, lady Olivia —masculló con el rostro y el cuerpo tensos a causa de un cansancio que no lograba ocultar—. Pero eso no debería importar, y no lo hará, así que no tiene sentido insistir en ello. De momento, estoy exhausto y no tengo ganas de cenar, de modo que me gustaría retirarme. —Pasó a su lado en dirección al dormitorio de invitados, donde el criado había dejado su baúl y sus objetos personales. Sin volver a mirarla, añadió por encima del hombro—: Empezaremos a buscar a mi hermano por la mañana. —Cerró la puerta y echó el cerrojo con un chasquido.

Olivia se quedó inmóvil durante un par de minutos, mirando el roble recién pintado con la boca abierta y un poco desilusionada. El cielo aún no se había oscurecido del todo y él ya se había ido a la cama... sin pensar en comer o en que debían conocerse mejor, sin intenciones de pasar la noche planeando su siguiente movimiento. Sin pensar en ella en absoluto.

Menudo bruto.

Por primera vez, sintió un ligero ramalazo de alivio al darse cuenta de que había sido muy afortunada al conocer a Edmund en primer lugar... y no haber terminado casada con su hermano.