CAPITULO 03

«Ambas cosas.»

Lo había dicho también la noche del baile, aunque aquella vez Sam lo había considerado ridículo. ¿Cómo era posible ser inglés y francés a un tiempo? Era cierto que uno podía ser ambas cosas por nacimiento, como en el caso de lady Olivia, que tenía padre inglés y madre francesa. Sin embargo, no lograba entender cómo alguien podía decantarse por ambas nacionalidades. Uno podía ser francés o inglés. Pero no las dos cosas. Era una mujer de lo más irritante, y en más sentidos de los que podía nombrar; poseía un intelecto brillante para ser una inglesa de origen aristocrático y un cuerpo y un rostro que iban más allá de toda descripción. Y eso era lo que más lo fastidiaba.

No debería ser así, se reprendió al tiempo que cambiaba de posición en el asiento del carruaje que lo llevaba por Upper Rhine Street hacia la casa que Colin tenía en la ciudad. El hecho de que siguiera pareciendo la diosa francesa que había visto la noche del baile no era culpa suya. Había esperado que fuera menos atractiva bajo la luz reveladora de la tarde, pero no había nada en ella ni en su vestuario que pudiera considerarse ordinario ni por asomo. A decir verdad, ese día se había puesto un atuendo mucho más formal. Un vestido de día... ¿azul? No lo recordaba. Con todo, era evidente que tenía un aspecto extraordinario tanto con ropa como sin ella, y eso había hecho que le resultara extremadamente difícil concentrarse en lo que decía. Y detestaba admitir que se sentía atraído por ella... ¡era la mujer de su hermano, por el amor de Dios! Todo aquello podía acabar convirtiéndose en una pesadilla.

La mañana había amanecido tormentosa, gris y taciturna, pero la lluvia había aminorado un poco conforme anochecía, lo que le permitió descender del carruaje frente a la puerta principal del hogar de Colin sin acabar empapado. Se acercó a toda prisa hasta la enorme puerta negra y llamó un par de veces, con fuerza. Después de un buen rato, un mayordomo de cabello plateado al que nunca había visto abrió la puerta y se apartó de inmediato para permitirle el paso. Sam reprimió una carcajada. Colin cambiaba de empleados con tanta frecuencia como de calzones. Jamás había visto a los mismos sirvientes dos veces, y cada vez que lo visitaba se preguntaba si su amigo sustituía con tanta frecuencia a sus criados debido a su trabajo encubierto para la Corona. De cualquier forma, no era asunto suyo y jamás se había planteado preguntárselo. En esos momentos tenía cosas más importantes en la cabeza.

Después de atravesar rápidamente la sala de estar y el pasillo, largo y poco iluminado, llamó dos veces a la puerta del amplio estudio de su amigo, donde le habían dicho que este lo aguardaba, y la abrió sin aguardar una respuesta. El calor del fuego que ardía en la chimenea lo asaltó de inmediato, así como el fuerte olor del humo del tabaco que envolvía la cabeza de Colin, sentado tras el enorme escritorio de roble.

Sir Walter Stemmons, de Scotland Yard, un hombre fuerte de hombros amplios con un rostro marcado por la viruela y unos ojos sagaces a los que no se les escapaba nada, estaba al lado de su amigo, observando un documento en el que ambos estaban absortos. Fue en ese momento cuando Colin levantó la vista y esbozó una sonrisa irónica.

Sam soltó un gruñido y se adentró en la estancia antes de cerrar la puerta. Sabía lo que iba a ocurrir.

—Bien, ¿la damisela ha conseguido echarte el lazo? —preguntó su amigo con un gesto de la cabeza.

—¿En sentido literal o figurado? —inquirió él a su vez con tono despreocupado mientras se acercaba a un sillón tapizado en cuero negro que había junto a la chimenea.

Sir Walter rió por lo bajo y se irguió antes de comenzar a bajarse las mangas de la camisa.

—Si mi esposa supiera de qué cosas hablan los solteros...

—¿A usted lo tienen amarrado? —lo interrumpió Sam.

—Mucho me temo que sí, la verdad —admitió sir Walter con un gesto afirmativo de la cabeza y una sonrisa torcida que le daba a sus rasgos un aspecto de lo más juvenil, pese a que ya tenía sesenta años—. Colin me ha explicado su peculiar problema, Excelencia. Será un placer para mí ayudarlo en lo que pueda, por supuesto.

Sam asintió para dar las gracias al hombre antes de sentarse en el sillón, inclinarse ligeramente a un lado y estirar la pierna contraria hacia delante.

—Me temo que este asunto podría complicarse bastante. No quiero apartarlo demasiado tiempo de su trabajo en Scotland Yard.

Sir Walter rechazó la posibilidad con un gesto de la mano y apoyó la cadera sobre el borde del escritorio.

—Prácticamente, ya estoy casi retirado —le aseguró con voz orgullosa—. La mayor parte de mi tiempo me pertenece y eso significa que puedo aceptar los casos que me apetezca; a decir verdad, cualquier posible amenaza a la nobleza es asunto mío.

Sam no sabía si podía considerarse a Olivia Shea como una amenaza a la nobleza, a menos que se tuviera en cuenta su increíble belleza.

«¡Maldita sea!», exclamó para sus adentros.

—A mí no me parece una amenaza —dijo Colin con tono frívolo.

Sam soltó un bufido y trató de aliviar el cansancio de sus ojos frotándolos con el dedo índice y el pulgar.

—Afirma que Edmund se casó con ella y después desapareció, llevándose su fortuna con él.

Sir Walter rezongó por lo bajo. Colin dejó escapar un grave silbido antes de murmurar:

—Increíble.

Sam levantó la vista para observar a los dos hombres.

—¿Tú crees? A mí no me lo parece. Recuerda que estamos hablando de Edmund. Me habría sorprendido que se hubiera casado con una chica feúcha y la hubiera engañado. Pero no se puede decir que Olivia sea feúcha en lo más mínimo.

—Desde luego que no —convino Colin con una sonrisa. Se inclinó hacia delante y apoyó los antebrazos sobre los papeles y las notas que llenaban el escritorio—. ¿Qué me has traído?

—Su licencia matrimonial.

Sam sacudió el papel que tenía entre las manos, pero siguió sentado, ya que deseaba hablar de la situación antes de entregar el documento a su amigo para que lo examinara.

Colin enarcó las cejas.

—¿En serio? ¿El original? ¿Ella confía en ti lo suficiente para dártelo?

Sam apretó los labios en un gesto irritado.

—Me hizo firmar un documento en el que constaba que me lo había entregado.

Sir Walter y Colin se echaron a reír, y Sam sintió que el calor del bochorno trepaba por su cuello.

—Parece que ha pensado en todo, ¿verdad? —señaló Colin.

Sam entrecerró los ojos.

—Al parecer es algo así como una perfumista, y dirige un negocio llamado Casa Nivan, en París.

Sir Walter permaneció callado, frotándose la barbilla con los dedos mientras asimilaba la información, tal y como lo haría cualquier buen detective.

—Fascinante —dijo Colin segundos después, ensimismado—. Y deduzco que vino aquí buscando a ese incorregible libertino que tiene por marido y te encontró a ti.

Sam decidió no responder a eso.

—¿Qué piensas de ella? —preguntó en su lugar.

Colin se encogió de hombros.

—Es asombrosa: habla bien, viste bien y tiene un aspecto extraordinario.

Sam suspiró.

—No hablaba de su físico.

La silla de Colin crujió cuando su amigo se reclinó en el respaldo y se relajó una vez más.

—No lo sé.

—Eso no me ayuda mucho —dijo Sam con un resoplido—. Necesito saber algo más de la primera impresión que te causó esa mujer... los pensamientos, las ideas que se te pasaron por la cabeza... cualquier cosa, por insignificante que te parezca.

—Es una mujer... inteligente —comentó Colin después de meditarlo con seriedad durante un buen rato—, y sin duda fogosa. Una mujer apasionada, aunque eso, según tengo entendido, es bastante típico de las francesas.

Muy cierto, pensó Sam, en todos los sentidos. Y eso lo preocupaba sobremanera.

—En las circunstancias adecuadas —añadió Colin—, podría resultar una amiga de lo más interesante; parece muy rápida con las palabras y... bastante sofisticada, seguramente debido a lo mucho que ha viajado y a su buena educación. No obstante, todo eso no son más que impresiones después de hablar un momento con ella, Sam.

—¿Puedo sugerir que también es en extremo organizada? —comentó sir Walter. Se apartó del escritorio y se puso de nuevo en pie antes de cruzar los brazos y comenzar a pasearse alrededor, con la vista clavada en el suelo de madera—. Sé que nunca la he visto, pero si es cierto que dirige una próspera industria de perfumes (y digo próspera porque si Edmund le ha robado su dinero, debía de tener lo bastante para que él malgastara su tiempo tramando toda esta farsa), está claro que sabe cómo planear y ejecutar un plan. Es obvio que es lo bastante decidida e independiente para viajar a Inglaterra sin compañía con la intención de buscar a su marido desaparecido. A la mayoría de las damas ni siquiera se les ocurriría hacer algo así.

—Organizada, decidida e independiente. Malas cualidades para una mujer —dijo Sam, que se frotó la cara con una mano en un falso gesto de dolor.

Sir Walter soltó una carcajada.

—Me consta que las hay peores.

—La estupidez, por ejemplo —intervino Colin con una voz que sonó demasiado seria para el tono de la conversación—. No hay que olvidar que si de verdad se casó con tu hermano, Sam, no demostró ser muy inteligente. No me ha parecido en absoluto estúpida, y tampoco tímida. Está claro que es una mujer sensual, pero nada frívola en el sentido romántico, así que vete a saber lo que le dijo Edmund, cómo consiguió camelarla para que se casara con él. —Respiró hondo y soltó el aire lentamente—. También existe la posibilidad de que haya sido ella quien haya ideado toda esta farsa después de conocer a Edmund y descubrir que su hermano gemelo es un miembro acaudalado de la nobleza británica. Creo que es lo bastante lista para hacer algo así.

Sam también lo creía.

—También es posible que Edmund y ella sean amantes, tanto si están casados como si no, y que trabajen juntos para intentar sacarme dinero apelando a la compasión que me inspira una mujer abandonada y al desprecio que siento por mi hermano —añadió antes de mirar a los otros dos hombres de reojo—. Su aparición en el baile de hace tres noches podría haber sido el primer acto de una larga obra de ingenio, jueguecitos y enrevesadas conjeturas. No la conozco, pero creo que Edmund es capaz de cualquier cosa. Y, además, ella es medio francesa.

—¿No significa eso que también es medio inglesa? —preguntó sir Walter con mucho tiento.

Sam optó por no contestar, ya que sabía que no era sino una pregunta retórica. Tanto Colin como unos cuantos hombres de Scotland Yard, entre los que se contaba sir Walter, conocían su antigua relación con una francesa en particular. Algunos escándalos nunca desaparecían del todo, por más que uno se empeñara en olvidarlos o que los amigos trataran de darle una luz positiva a todo el asunto.

Colin tamborileó con los dedos sobre una gruesa pila de documentos.

—El hecho de que sea tan hermosa no es de gran ayuda, ¿verdad?

—No, no ayuda en absoluto —replicó Sam en voz baja, con los dientes apretados.

Se hizo el silencio durante unos segundos.

—Déjame ver ese documento —dijo Colin finalmente.

Sam se puso en pie de mala gana y se acercó al escritorio con la licencia matrimonial en una mano.

Colin estiró un brazo para recogerla y, tras encender la lámpara de su escritorio, colocó el papel bajo la luz y comenzó a examinarlo centímetro a centímetro.

Sir Walter se situó detrás de su amigo para observar la licencia con el ceño fruncido. Sam esperó tan pacientemente como pudo, dadas las circunstancias, y trató de no hacer preguntas a Colin antes de que este terminara su evaluación. Colin se ganaba la vida con eso y era posiblemente el mejor falsificador (y el mejor detector de documentos falsificados) que jamás hubiera conocido Inglaterra. Lo habían atrapado a los veinticuatro años y lo habían sentenciado a trabajar para la Corona, y eso llevaba haciendo más de doce años. Sin embargo, muy pocas personas conocían su trabajo. Para todo aquel que no pertenecía a su reducido círculo de amigos y colegas, Colin no era más que el impetuoso y holgazán duque de Newark, que malgastaba su tiempo asistiendo a fiestas y coqueteando con las damas. Era muy importante para el gobierno que su trabajo permaneciera en secreto.

Colin comenzó a reírse y levantó la cabeza.

—Esto es maravilloso...

Sam frunció el ceño y se inclinó sobre el escritorio.

—¿El qué?

Su amigo se apoyó sobre el brazo de la mecedora y dio unos golpecitos al documento.

—Es una falsificación excelente. Bueno... no es exactamente una falsificación, pero tampoco es un certificado legal de matrimonio.

—¿Y eso qué significa? —preguntó sir Walter antes de acercarse para verlo mejor.

—El documento es auténtico, pero ha sido modificado. Mirad esto.

Sam echó la cabeza a un lado para tener una vista mejor de la parte inferior del documento, la zona del sello que Colin recorría con la yema del pulgar.

—El documento en sí es auténtico, lo que significa que es el certificado genuino que se utiliza para registrar los matrimonios civiles en todas las parroquias francesas. —Cogió una vieja lupa de acero y examinó la esquina inferior derecha—. No obstante, el sello está fuera de lugar, ha sido estampado demasiado alto. También hay un par de muescas en la parte inferior que no son habituales.

—¿Has visto suficientes certificados matrimoniales para saberlo? —preguntó Sam.

Colin alzó la mirada de inmediato, perplejo.

—Por supuesto.

Sam no tenía nada que decir a eso.

—Además, cuando se observa el documento con la lupa —añadió su amigo—, se ven letras impresas que no están centradas, con una desviación de la horizontal de alrededor de un milímetro. ¿Lo ves?

Sam entrecerró los ojos y se fijó en la zona falsificada que Colin recorría con el dedo, pero no vio nada que no pareciera perfecto.

—No, no veo nada.

Su amigo no ofreció aclaración alguna. En su lugar, sacudió el papel un par de veces y después repitió el movimiento. Luego cogió la lupa de nuevo y siguió muy despacio los bordes del documento antes de enfocar la parte impresa, siguiendo las líneas una por una con todo detenimiento.

Momentos después, se irguió una vez más y arrojó el certificado falso sobre la pila de documentos que tenía encima del escritorio.

—Tendría que ver una firma reciente de Edmund para saber si realmente firmó esto. Pero aparte de eso, el documento es genuino y ha sido modificado, lo que lo convierte en una falsificación... y una falsificación muy cara. De eso estoy seguro.

Se produjo un largo rato de silencio antes de que Sam hablara por fin.

—Eso significa que alguien ha gastado un montón de dinero para realizar esta estafa. ¿Conoces a alguien que pueda realizar este tipo de trabajo?

—¿Personalmente? —Colin frunció el ceño y sacudió la cabeza—. No, ahora no se me ocurre nadie. No obstante, pensaré en ello y hablaré con algunos de mis contactos, si quieres. Podría llevarme algún tiempo.

Por desgracia, el tiempo era un lujo que Sam no podía permitirse. Se pasó una mano por el pelo en un gesto brusco.

—Haz lo que puedas. Podría servir de ayuda.

—Bien —intervino sir Walter, que les dio la espalda y rodeó el escritorio para dirigirse hacia la ventana con las manos entrelazadas a la espalda—, ¿entonces están casados o no? ¿O seguiría siendo un matrimonio legal si se llevó a cabo ante los ojos de la Iglesia, independientemente de la autenticidad del documento firmado? Yo diría que sí.

Sam sintió de pronto una incómoda opresión en el estómago; esa era la pregunta que él no se había decidido a formular todavía.

Colin lo meditó durante un momento.

—Creo que sí, pero depende de quién oficiara la ceremonia. El nombre que aparece en este documento no significa nada. —Se inclinó hacia delante para leer el certificado—. Jean-Pierre Savant. Tengo la certeza de que es un nombre bastante corriente en Francia, y podría ser inventado.

—O legítimo —añadió Sam.

—Sí —convino Colin—. En el caso de que fuera la firma de un miembro del clero ordenado para poder oficiar matrimonios, estarían legalmente casados, sin tener en cuenta el documento; al menos, a los ojos de la Iglesia. Y no olvides que siempre hay que contar con testigos.

—Con todo, deberíamos recordar —dijo sir Walter, que se volvió para hablarles—, que los actores y también los testigos pueden comprarse. Si está casada con Edmund, aunque solo sea a los ojos de la Iglesia, su dinero también es el de él. Y en ese caso, el tipo no sería culpable más que de abandonarla.

Sam soltó un gruñido y se frotó los ojos una vez más.

—Lo que la convertiría en mi responsabilidad.

Sir Walter dejó escapar un largo y ruidoso suspiro antes de meterse las manos en los bolsillos.

—Es muy probable. Al menos, hasta que se consiguiera la anulación. ¿Esa mujer tiene familia?

Sam hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No tengo ni idea. Aunque supongo que si hay algo positivo en todo esto es que no hay hijos de por medio.

—De eso no puedes estar seguro —señaló Colin con mucho tiento.

Sam lo pensó unos instantes. Después, se alejó del escritorio para dirigirse a la chimenea y contemplar las brasas.

—No lo creo. Ella no ha mencionado a ningún hijo, aunque sería un argumento de muchísimo peso para reclamar mi ayuda, tanto financiera como de cualquier otro tipo. —Meneó la cabeza muy despacio y unió las manos tras la espalda—. Desconozco cuánto tiempo llevaban casados antes de que mi hermano la abandonara, pero creo que si tuviera algún hijo me lo habría dicho, aunque solo fuera para apelar a mi simpatía. —Hizo una pausa antes de añadir—: Además, es demasiado... esbelta.

—Esbelta... —repitió Colin con aire ensimismado—, e increíblemente bien proporcionada, añadiría yo.

Sam pasó por alto el comentario y cerró los ojos durante un instante para reprenderse a sí mismo. No debería haber mencionado su figura. Su aspecto era irrelevante, al menos para él. O así debería ser.

Tras respirar hondo, se volvió hacia ellos una vez más con una pose autoritaria y una expresión seria.

—Tal y como yo lo veo, caballeros —reflexionó—, tenemos dos posibilidades. O bien ella está diciendo la verdad, al menos tal y como la conoce, y mi hermano se casó con ella con falsos pretextos para escapar con la fortuna conseguida con los perfumes, o bien miente y ha venido aquí a intentar conseguir parte de mi fortuna. Ahora bien, si dice la verdad y Edmund le ha robado el dinero, puede que estén casados y puede que no. En cualquiera de los casos, si ella no ha mentido con respecto a Edmund, es probable que crea que el matrimonio es válido. La única otra posibilidad es que Edmund y ella hayan ideado todo esto juntos, en cuyo caso yo podría llegar a convertirme en el estúpido de la historia.

Aunque la mera idea lo ponía enfermo, también notó que no lo sorprendía en absoluto. Los tejemanejes de Edmund habían dejado de sorprenderlo hacía muchos años.

Sir Walter carraspeó.

—Bien, lo más inteligente es pecar de prudente, por supuesto. Hasta que sepa algo más sobre la situación y sobre ella, no puede confiar más que en lo que le diga, y tomárselo tal cual.

Sam asintió para mostrar su acuerdo. Lo último que quería hacer era mostrar a Olivia sus cartas, por más que fuera de farol.

—¿Quieres que haga una copia del certificado matrimonial? —se ofreció Colin, sacándolo de sus cavilaciones.

—¿Podrías hacerlo rápido? —preguntó a su vez al tiempo que se acercaba de nuevo a los dos hombres.

Colin cogió una vez más la falsificación y le echó un vistazo, tanto por delante como por detrás.

—Supongo que podría hacerte una buena copia en un par de días.

—Eso servirá —replicó Sam, agradecido—. La invitaré a cenar o algo así dentro de pocos días. Eso debería darle tiempo para preguntarse qué voy a hacer con respecto a su amenaza.

—No confías en ella, ¿verdad? —inquirió Colin, aunque en realidad era más una afirmación que una pregunta.

—Ni lo más mínimo —contestó Sam de inmediato—, y por razones que no tienen nada que ver con el hecho de que sea francesa. —Comenzó a pasearse por delante del escritorio y se dio cuenta por primera vez de que Colin había decorado las paredes de su estudio con un espantoso tono marrón. Aunque eso carecía de importancia, por supuesto—. Pongámoslo de esta manera —añadió con voz firme a medida que sus ideas sobre la situación comenzaban a ordenarse—: si es sincera y cree de veras que está legalmente casada con Edmund, tengo la ventaja de saber que ha sido embaucada por mi hermano. Si no lo es, se preguntará hasta dónde me he tragado su historia y si creo o no algo de lo que me ha dicho.

—Es muy probable que se pregunte eso de cualquier forma —señaló sir Walter.

—Cierto —reconoció Sam. Dejó de pasearse y miró por la ventana que tenía a la izquierda—. Lo que significa que mi plan es mejor qué el suyo.

—¿Qué plan? —Colin suspiró y se reclinó en la mecedora, entrelazando los dedos por detrás de la cabeza—. Dime que no piensas ir a Francia...

—Claro que voy a ir a Francia.

—¿Con ella?

Sam estuvo a punto de soltar una carcajada al ver la expresión atónita, casi envidiosa, de Colin.

—Por supuesto. —Se inclinó sobre el escritorio de su amigo y apoyó las palmas encima de los papeles que había diseminados sobre él—. A decir verdad, me importa un comino quién es esa mujer, tanto si es una ingenua o una persona que miente por placer, como si trabaja con Edmund o está buscándolo, tal y como dice. Quiero encontrar a mi hermano...

—¿Y a Claudette?

Sam se irguió al instante y volvió a sentir un ardor en el estómago causado por la ira y el resentimiento que había tratado de ocultar durante años.

—Quizá, si todavía sigue con él.

—Quieres venganza —dijo Colin con tono insolente.

—Quiero dejar las cosas claras.

Colin sacudió la cabeza muy despacio. Después, tras enderezarse en el asiento, apoyó los brazos sobre el escritorio, entrelazó los dedos y miró a su amigo a los ojos.

—Los años que han pasado no han cambiado nada —dijo en un tono de advertencia—. Sabes por qué se largó tu hermano, y aunque esta belleza que afirma ser su esposa sea francesa en parte...

—Y en parte inglesa... —lo interrumpió él.

Colin parpadeó con aire inocente. —¿La estás defendiendo?

Sam no sabía si enfadarse o sentirse agradecido por el hecho de que su amigo tratara de ponerle las cosas en perspectiva.

—Sé muy bien lo que hago.

—Aún así —intervino sir Walter, que se pasó las palmas de las manos por el amplio torso—, yo sería muy cauto si estuviera en su lugar. Por la descripción que ha hecho de lady Olivia, no parece una de esas mujeres que se dejan avasallar. En especial si está jugando con usted...

Sam hizo un gesto afirmativo con la cabeza para aceptar el consejo del hombre con una incómoda sensación de desasosiego.

—Así que la utilizarás para vengarte —comentó Colin con sequedad.

Sam permaneció callado un momento antes de responder.

—Si tengo la oportunidad... —susurró.

De pronto, la lluvia comenzó a caer con más fuerza y a salpicar la enorme ventana que había tras el escritorio, interrumpiendo la conversación con un toque de realidad.

Colin se puso en pie antes de estirarse.

—Vamos a comer, caballeros. Tengo un cocinero nuevo que sabe hacer maravillas con el pollo.

Estaba claro que habían regresado al mundo real.

—Como tú con las mujeres, amigo mío.

Sir Walter esbozó una sonrisa irónica, pero Colin soltó una carcajada.

—No obstante, eres tú el que parece atraer a las bellezas sin parangón.

—Que ya pertenecen a otros —replicó Sam de inmediato.

—Siempre nos quedará Edna Swan...

Esa opción tampoco le hacía ninguna gracia.