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Ignoró el griterío formado por las decenas de detenidos que abarrotaban la recepción de la comisaría, había olvidado que en días de protesta el trabajo se acumulaba. Sorteó a los presentes y saludó a los compañeros con los que se cruzaba por el camino. Se les veía exhaustos, aunque no superados por la situación, ellos estaban preparados para aguantar aquello y más.

No era de su agrado la mala visión que tenían algunos ciudadanos respecto a su trabajo, quería comprenderlos; pero por mucho que lo intentaba, no lo lograba. Cada uno de ellos se jugaba la vida cada vez que vestían de uniforme y patrullaban.

Enfiló el pasillo que tan bien conocía hasta llegar a su departamento. Observó las mesas esparcidas por la estancia, cada una de ellas albergaba un agente, aunque a esas horas la inmensa mayoría estaban vacías.

Como era habitual en él, pasó primero por su puesto de trabajo. Aunque seguía de vacaciones, ya que estaba allí aprovecharía para mirar por si tenía algún mensaje importante. No era difícil distinguirlo, era el único que siempre mantenía una imagen impoluta, lejos del caos que los demás mostraban.

Le extrañó no encontrar ninguna nota de su compañera pegada en la pantalla del ordenador, en su defecto, había un sobre cerrado que no le produjo buen presagio. Lo dejó en el mismo sitio y fue en busca de Sergio, a esa hora ya habría vuelto del descanso. Primero fue a su despacho, lo halló vacío. La siguiente parada la hizo en la sala de descanso, tampoco estaba.

—¿Has visto a Sergio? —preguntó a un compañero que estaba tomando un café.

—Se ha marchado hace un momento.

—¿Sabes a dónde?

—Al bar, dice que el café de aquí es imbebible. Supongo que regresará enseguida.

—Gracias, Jota.

Ya había cruzado el umbral cuando escuchó a su compañero.

—García, ¿te has enterado de las novedades?

Giró el cuerpo para mirarlo a los ojos.

—¿Cuáles?

—El caso Cortés.

—Por eso mismo quiero hablar con Sergio, algo me ha adelantado Expósito. ¿Alguna novedad más?

—No. Aparte de que cenó acompañada de un hombre moreno de ojos oscuros, estamos a la espera de que los compañeros de Alicante se acerquen al lugar para hablar con el dueño e intentar hacer un retrato robot. Tengo ganas de tenerlo.

—¿Y eso?

—Pienso que ese desgraciado es la persona que buscamos, si tenemos suerte de que esté fichado, en breve se resolverá el caso.

El vello del cuerpo se le erizó al imaginar qué pasaría si el retrato llegaba a las manos de su jefe.

—¿Te marchas ya? —quiso saber Jota al verlo abandonar de nuevo la sala.

—Sigo de vacaciones.

—¿Otra vez? Si volviste el lunes después de estar una semana.

—Asuntos personales.

—Muy buena tiene que ser en la cama —bromeó Jota.

—¿Quién?

—Tu asunto personal.

Jabel mostró una sonrisa forzada, para nada le agradaba hablar de su vida privada, aunque —por lo visto— su cita con Edna era de dominio público o casi, puesto que desconocían que fue con ella con quien quedó para pasar el fin de semana.

Abandonó la comisaría lo más rápido que fue capaz, aunque antes de marcharse, recogió el sobre de su mesa, sabía que no pertenecía a ninguno de sus compañeros ni jefes, ellos no tenían por costumbre usarlos de color negro.


Latorre seguía sin salir de su asombro, no podía creer lo que releía. Rebuscó entre los bolsillos de la chaqueta que llevaba puesta aquel día hasta que encontró lo que buscaba.

Tomó asiento y comparó los datos en ambos papeles, el apellido era tan común que no le cercioraba nada. No contento con el resultado, hizo un par de llamadas, de ese modo estaba seguro de que saldría de dudas y podía descartarlo. Tras colgar y recibir una fotografía, no cabía duda. Ambos nombres pertenecían a la misma persona, y —ni más ni menos— que la última que estuvo con Edna Cortés antes de desaparecer.

Marcó el número de su hija, le urgía hacer llegar una nota y ella tenía la oportunidad de hacerlo sin que nadie reparase en ello.

Más calmado, llamó a Sara instándola a que se reuniesen con él de inmediato. Aunque no era de su agrado tener que desplazarse él, no le quedó más remedio. La señora Cortés hacía poco que había despertado y —según Sara— no se encontraba en condiciones para salir de casa. Latorre le prometió antes de colgar que sería más benevolente con su amiga.

Condujo por las transitadas calles hasta llegar al lugar de residencia de la escritora. Recordaba cómo se habían conocido. Siempre había sido un lector empedernido y la curiosidad por saber el éxito que alababa su trabajo como escritora, lo impulsó a apuntarse a un club de lectura que le quedaba relativamente cerca de casa. Cuando lo hizo no tenía ni idea de que al finalizar podrían charlar con la autora, esperó su turno y la avasalló a preguntas, sobre todo encauzadas a los pequeños errores que había detectado en la trama.

Con elegancia, Sara sorteó todas sus inquisiciones hasta dar por finalizada la sesión. Para su sorpresa lo invitó a tomar un café, el primero de muchos. Desde aquel día —casi recién llegado a la ciudad— se hicieron íntimos; aunque, por el momento, no le había revelado que era un expolicía.

Subió por las escaleras, nunca fue amante de aquellas cajas metálicas que transportaban personas o cosas, no sabía cuándo te dejarían encerrado.

—¿Sigue despierta? —preguntó nada más abrirle la puerta Sara.

—Sí, pasa.

—¿Le has dicho que venía?

No necesitó contestación al ver el gesto de su amiga.

—Ya veo que no, al final me tomará más manía.

A Sara le gustó la pequeña broma que gastó, no era habitual en él hacerlas, pero desde que estaba enfrascado en el caso de Edna lo veía más vivo. No sabía por qué, puesto que siempre esquivaba hablar de su vida pasada; sin embargo, estaba convencida de que antes de instalarse en Valencia había sido uno de los mejores inspectores del país, algo que averiguó por cuenta propia ya que él nunca se lo confesó.

—Voy a buscarla —dio dos pasos, pensó lo que pensó y se giró—. Por favor, sé condescendiente con ella.

—Sí —aseguró Latorre por segunda vez.

Latorre se instaló en uno de los sofás independientes del salón, era la primera vez que estaba en casa de Sara, cada vez que quedaban lo hacían en la suya o en cualquier bar de la ciudad. Le gustó la sobriedad con la que estaba decorada.

—Señor Latorre. —Saludó Edna a su llegada.

El detective se incorporó.

—Señora Cortés, ¿cómo se encuentra?

—Mejor —respondió Edna sentándose lo más alejada que pudo de él.

Aunque Sara intentara convencerla de que era un buen hombre, el trato que había tenido hacia ella no lo demostraba, desde que se reunieron la primera vez, el detective se empeñaba en contradecirla en todo momento o esa era la sensación que a ella le producía.

—¿Qué hace aquí, detective? —preguntó Edna, deseaba regresar de nuevo a la cama, estaba agotada.

—Tengo novedades importantes sobre su desaparición.

Edna se tensó al escucharlo. Presagió que era importante por la seriedad con la que hablaba.

—Usted dirá.

Latorre se tomó su tiempo, siempre le habían gustado aquellos instantes en los que se creaba tensión entre el inspector y el acusado, en ese caso, con la señora Cortés. La observó con detenimiento, las manos las había convertido en puños para evitar que —ni Sara ni él— repararan en el temblor que tenía, pero él se consideraba perro viejo en su trabajo y aquellos pequeños detalles jamás se le escapaban.

Alargó la mano y le tendió la fotografía a Sara para que se la pasara, el rostro de ella se demudó al verla, no era la primera vez que veía aquella cara. Sin saber bien por qué, depositó la mano en el muslo de Edna para infundirle valor.

Edna la cogió con manos temblorosas, observar la reacción de su amiga no ayudaba. No estaba segura de mirarla, pero la curiosidad de saber qué había provocado ese cambio en Sara pudo más que el raciocinio.

La soltó de inmediato, el simple contacto le había abrasado la piel. Aquellos ojos jamás los olvidaría. Las lágrimas empañaron los suyos y nublaron todo de inmediato.

Sara la abrazó al comprobar su estado. No quiso creerla en su día y se culpaba por ello.

—Es… es… —A Sara no le salían las palabras.

—Jabel —terminó Latorre—. También conocido como inspector García.