16
—Esta mañana me ha dicho que conoció a Jabel a través de una de esas aplicaciones que existen para solteros.
Edna miró al detective que acaba de llegar con las bebidas.
—Sí.
Centró la atención en remover la cucharilla dentro de la taza, no le apetecía entablar la misma conversación. Bastante había soportado las insolencias del detective.
—¿Qué le llevó a inscribirse?
Lo miró con recelo, sabía que tras aquella pregunta existía otro interés, no tardaría mucho en averiguar dónde deseaba llegar el hombre.
—¿Qué le llevó a usted hacerse detective?
Latorre mostró una pequeña sonrisa.
—Me gusta mi trabajo.
—¿Le gusta la soledad?
—Yo no he dicho eso.
—No hace falta que lo diga, detective. Su casa se encarga de gritarlo por usted. No hay nada en ella que alegue que con usted convive una mujer, ni una mísera foto que certifique que no está más solo que la una.
Quiso morderse la lengua, no era razonable contestar de aquella manera; pero las inquisiciones y —sobre todo— las suposiciones del detective, comenzaban a molestarle. Estaba harta de que dudara de su versión, ya no sabía qué decir para hacerlo entrar en razón.
—¿Por qué se pone a la defensiva? Simplemente es una pregunta.
—No. No es una pregunta cualquiera, encierra mucho más, creo que usted es tan retorcido como la gente que me secuestró. Le gusta hacer sufrir a las personas.
—Ni se le ocurra compararme con ellos. No fui yo quien abusó de usted y le creó dependencia a saber a qué tipo de droga. Recuerde que soy el bueno, el que está de su parte.
—Pues no lo parece.
Edna tembló ante la afirmación, por mucho que había intentado ocultar los temblores de su cuerpo, no hizo lo suficiente para que él no se percatara.
—¿Qué le administraban? —Investigó Latorre.
Al ver que ella mantenía la mirada fija en el movimiento de la cuchara y que no tenía intención alguna de hablarle, suavizó el tono antes de explicarse.
—No desconfío de usted, señora Cortés. Lo único que intento es averiguar qué le ocurrió y para ello debo hacerle las preguntas más absurdas y comprometidas que se pueda imaginar. Créame cuando le digo, que deseo ver encerrados a los desgraciados que abusaron de usted.
Tomó un sorbo de café, poco más podía decirle para que confiase en él. Si aquellas palabras no bastaban, el viaje habría sido casi en balde.
—No sé decirle la droga que me daban.
Latorre inspiró antes de hablar.
—¿El médico que la trató no le recetó nada para paliar el mono?
Edna asintió gacha. Le avergonzaba reconocer que tenía un problema de adicción.
—Entiendo que no la está tomando.
—Me dio vergüenza decirle a Sara que además de no recordar qué hicieron conmigo —cerró los ojos para evitar que las lágrimas se liberasen—, también se encargaron de crearme una adicción.
—Comprendo. —Y por una vez la entendía.
Dejó el tiempo suficiente para que ambos acabaran con sus respectivas bebidas antes de avasallarla otra vez a preguntas.
—Edna, ¿recuerda haber estado aquí?
Ella miró la zona donde se encontraban, la fachada de ladrillo visto del local le parecía tan común que ni se inmutó. Recorrió con más tranquilidad la zona, quizás algo en el exterior llamaba su atención, pasados los minutos y cansada de no reconocer nada, preguntó:
—¿Debería?
—Sí, cenó ese sábado aquí con Jabel.
Edna agrandó los ojos, en aquella ocasión observó todo con mayor atención, instando a su mente a que rememorase aunque fuese un pequeño detalle. Se devanó los sesos, llevó a su memoria al extremo y dejó de intentarlo al sentir que si proseguía forzándola solo lograría desvanecerse.
—No me acuerdo —sollozó—. ¿Qué más ha averiguado?
—Poco más.
No quiso revelarle la otra información que el amable dueño del restaurante le había desvelado. No sabía a ciencia cierta que le llevó a mentirle si ya había logrado empatizar con ella, cosa que por la mañana no había conseguido; pero algo en su interior le gritaba que fuese precavido, que no era tan sincera como deseaba aparentar.
Pasearon por el centro de Alicante, recorrieron las calles donde se ubicaban los bares, a Latorre no le interesaba el resto de la ciudad, su atención estaba centrada en aquella zona.
La noche caía y la única información de la que disponía no la había conseguido por la mujer que a su lado caminaba callada y sumida en sus pensamientos.
—Es hora de volver.
Emprendieron el camino de regreso al coche. Faltaban menos de quinientos metros para llegar cuando Edna lo sorprendió parándose de golpe. Su cara se había transformado en una mueca de terror mientras no dejaba de mirar el edificio que tenía enfrente.
—Edna, ¿ocurre algo?
—He estado ahí.
Señaló la fachada blanca que se alzaba frente a ellos.