Capítulo 17

Después de despedirse de Merche, Susana cogió un taxi que la llevaría a la estación de autobuses del Prado, donde había quedado con todos los compañeros. El autobús para El Bosque salía a las once de la mañana, y ella llegaba con mucho tiempo. Tanto que en el andén solo estaba un chico de la clase que apenas conocía, porque nunca se había reunido con ellos en las salidas. Él pertenecía al equipo de la bolera. Aun así, Susana se acercó y le saludó:

—Hola. Parece que hemos llegado temprano.

—Yo sí, porque vivo en un pueblo y me ha traído mi padre antes de ir al trabajo. Ya llevo aquí un rato. He aprovechado para buscar el andén de donde sale el autobús. Es ese de allí.

Carlos fue el siguiente en aparecer.

—¿Qué? ¿Dispuestos para pasarlo bomba?

—Por supuesto.

—Veo que ya conoces a Samuel.

—Sí, de la clase sí.

—Pero él es un chico ligth, nunca viene los fines de semana.

Poco a poco fueron llegando también las chicas y Miguel. Susana no dejaba de mirar hacia la puerta de la estación, impaciente por ver a Fran, y al fin, ya próxima la hora de salida del autobús, le vio aparecer con Raúl. Tuvo que contenerse para no salir corriendo a su encuentro. Aguardó quieta mientras le veía acercarse, con su andar rápido, tirando del trolley y con una mochila al hombro, vestido con zapatos de deporte, un pantalón pirata de loneta gris y una camiseta azul marino.

También ella se había puesto unos pantalones pirata blancos y una camiseta sin mangas turquesa. Y cuidadosamente doblado y escondido debajo de toda la ropa, llevaba el camisón que Merche la había regalado por su cumpleaños. Hubiera preferido dejarlo en casa, pero sabía que su hermana cumpliría su amenaza de llevárselo al autobús y sacarlo delante de todos si lo hacía.

—¡Vaya horas! —dijo Maika al verles llegar—. Ya pensábamos que nos íbamos a tener que ir sin vosotros.

Raúl protestó.

—Échale las culpas a la madre de este… Quedamos en que ella le iba a traer y me recogían a mí. Yo llevo preparado y esperando un buen rato.

—¡No me hables, que llevo media hora metiéndole prisa! Mi madre no es puntual más que para los juicios. Menos mal que no nos ha cogido ningún atasco porque si no, no llegamos a tiempo. Y la estrangulo…

El autobús abrió las puertas y todos se precipitaron dentro en un alegre barullo. Fran fue de los primeros en subir y Susana temió que alguien se sentara a su lado, pero cuando avanzó por el pasillo del autobús, vio que él había colocado la mochila en el asiento contiguo y solo la quitó cuando la vio pasar. Alargó el brazo y agarrándole la mano tiró de ella.

—Ven, siéntate aquí. Tengo algo para ti.

Ella se dejó caer a su lado y colocó la bolsa de lona donde solía llevar los libros, y ahora cargada con cosas para el viaje, a sus pies.

—¿Para mí?

—Sí.

Fran sacó el reproductor de música de la mochila y colocó esta en la rejilla del techo. Después volvió a sentarse y le tendió a Susana uno de los auriculares, mientras él se colocaba el otro. Manipuló los botones y empezó a sonar la banda sonora de Memorias de África, la misma melodía que habían escuchado la tarde que estuvieron estudiando en casa de Fran.

—Supuse que te gustaría un poco de música. A mí, por lo menos, me encanta para los viajes.

—Sí, mucho —dijo ella. Aunque lo que de verdad le apetecía era estar así con él, tan cerca. El compartir los auriculares hacía que ambos tuvieran que inclinarse ligeramente hacia el otro. Sus brazos se rozaban y sus cabezas se apoyaron una en la otra para hacer más cómoda la postura. Y Susana deseó que le viaje fuera muy largo.

Permanecieron callados, escuchando, aislados del bullicio del resto del autobús, y cuando la música terminó, Fran no puso otra, pero tampoco se quitó el auricular de la oreja ni se separó. Solo empezó a hablar.

—¿Estás contenta de venir?

—¡No sabes cuánto! Es mi primer viaje de fin de curso… Mi primer viaje con amigos. Sé que suena ridículo a mis veintiún años, pero así es. Y no se lo digas a nadie, pero tengo que confesarte que no he podido dormir en toda la noche. Merche ha tenido que hacerme una tila. Como si fuera una cría.

—Ya verás lo bien que lo vamos a pasar. El sitio es precioso.

—¿Tú lo conoces?

—Sí, estuve allí de campamento hace unos cuantos años. El albergue además de habitaciones, tiene una zona de acampada. Me lo pasé bomba allí.

—¿Cómo es el hotel?

—Bueno, no tiene cinco estrellas, pero no está mal. Está bien situado y limpio. Tiene una enorme piscina y justo al lado hay un restaurante donde se comen las mejores truchas del mundo a un precio más que razonable. ¿Te gustan las truchas?

—Mi padre es pescador, todo el pescado me gusta, incluso el de río.

—Pues no sé si los demás se apuntarán, pero tú y yo nos vamos a comer una trucha, ¿eh?

—Cuenta conmigo.

El autobús se detuvo en el centro de un pueblo pequeño, en una plaza circular y todos se bajaron rápidamente. Y cargados con sus respectivos equipajes, enfilaron la carretera de dos kilómetros que llevaba hasta el albergue.

Al fin, abrasados de calor, entraron en la explanada, desierta a aquella hora del mediodía. Raúl, que se había encargado de las reservas, se acercó a la recepción, mientras los demás se sentaban en los largos bancos y mesas de madera, agradeciendo la sombra que les ofrecía la techumbre de cañas y el poder soltar en el suelo las bolsas y macutos.

Fran, había colocado encima de su trolley la bolsa de viaje de nailon de Susana y la pequeña maleta de Lucía, y en un gesto caballeroso, había tirado de ellas, sudando copiosamente bajo el sol abrasador que caía a plomo sobre la carretera. A cambio, las dos chicas se habían repartido a trechos la mochila de él, no demasiado pesada, y habían ayudado a Inma con un bolso de mano, también lleno.

—¿Os imagináis que ahora nos digan que no tenemos habitaciones, que el encargado de hacer las reservas no lo ha hecho bien y que tenemos que volver a cruzar esa carretera sin podernos quedar?

—¡Lo mato! —dijo Inma.

—Yo acampo en una esquina; a mí no me quita nadie este fin de semana.

Pero poco después el chico regresó con un manojo de llaves enormes en la mano.

—Macho, pareces el carcelero de la Inquisición.

—Bueno, a ver cómo nos repartimos… Hay una habitación cuádruple, dos dobles y una individual. He intentado que nos dieran una triple, pero por lo visto no tienen. Y las habitaciones son demasiado pequeñas para colocar una cama supletoria, así que alguien tiene que dormir solo.

—La cuádruple para nosotras, ¿no? —preguntó Inma—. Que estamos justas.

—¿En ese plan venís? ¿Las chicas con las chicas y los chicos con los chicos? —protestó Raúl—. ¿Dónde habéis dejado la liberación de la mujer y todo eso?

—¡Olvídate, que aquí no te vas a comer una rosca, tío!

—Yo pensaba que tú y yo podríamos conocernos mejor en este viaje —susurró mirando a Inma con ojos tiernos.

—Pues ya has pensado más de la cuenta. Si quieres rollo vas a tener que ligarte a alguien del albergue.

—La muestra que he visto sentada en el salón no es muy prometedora que digamos… Viejas y niñas.

—Bueno, ¿qué hacemos con las otras habitaciones? —preguntó Miguel que estaba deseando cambiarse de ropa y ponerse más fresco.

—Nosotros cogemos una doble, ¿no Fran? —preguntó Raúl a su amigo.

—¡Ni de coña! Pues anda que no tienes morro. La individual se sortea y luego ya nos podemos repartir las otras dos. Yo no me acuesto solo si puedo evitarlo —protestó Carlos.

—Yo quiero la individual —pidió Fran.

—No, tío, no es justo. Se sortea.

—No me importa. Lo que no voy es a dormir con Raúl ni loco. Si no es Inma, será otra y ya me veo como otras veces mendigando un sitio donde pasar la noche. Prefiero tener mi cama asegurada.

—¿En serio quieres dormir solo? ¡Con lo aburrido que es!

—Si se monta una juerga en alguna habitación, allí estaré. Pero a la hora de dormir, ¿qué más da solo o acompañado?

—¡No me puedo creer que hayas dicho eso, tío! —se escandalizó Carlos—. ¿Cómo que es igual dormir solo o acompañado?

—Hombre, si te estás refiriendo a alguna chavala, vale. Pero estoy hablando de dormir, macho. Cerrar los ojitos y dejarte llevar al país de Morfeo. Y para dormir con otro tío que se tire pedos y al que le huelan los pies…

—¡O sea que Raúl se tira pedos y le huelen los pies…! De lo que se entera una… —dijo Maika.

—Ya te lo dije, que no es oro todo lo que reluce —añadió Inma.

—No me refería a él, hablaba en general —se disculpó Fran.

—Macho, a este paso me vas a dejar la imagen tirada por los suelos.

—Mira, dejaros de tonterías. Fran que se quede con la habitación individual, que yo dormiré con Raúl. Y si tengo que buscar dónde pasar la noche, ya me las apañaré, seguro que no me dejaréis tirado. Pero lo que ahora quiero es quitarme esta ropa sudada y darme un refrescón —protestó Miguel cogiendo una de las llaves—. Que cada uno duerma como le parezca.

—¿Pero quién coño quiere dormir en un sitio como este? ¿Alguien duerme acaso en los viajes de fin de curso?

—La hermana de Susana tiene una teoría… —dijo Fran.

Esta levantó los ojos hacia él, asustada. ¡No iría a contar nada más!

—Fran… —le advirtió.

—¿Qué teoría?

—Que la gente viene a estos viajes a follar.

—Yo no lo quería decir, pero la verdad es que tu hermana tiene razón —confirmó Raúl.

—Ya sabemos que tú vienes a eso, pero los demás solo queremos divertirnos. Así que cuanto antes te busques a una «titi» con quien enrollarte y nos dejes a los demás en paz, mejor —dijo Inma, que no perdía ocasión de darle caña.

—Si tú te animaras, no tendría que buscar. Tienes preferencia, ya lo sabes. Y nadie se va a enterar, ¿verdad? De lo que pase en este viaje, el lunes, borrón y cuenta nueva.

—Vete a la mierda.

—Tú te lo pierdes.

—Me parece que no, que el que se lo pierde eres tú.

Mientras hablaban se habían puesto en marcha hacia las habitaciones.

Pasaron por un salón grande lleno de mullidos sofás y varias mesas de centro y una enorme pantalla de televisión. En él estaban instalados varias parejas de ingleses de mediana edad. Una vez cruzado este, se encontraron en otra habitación llena de mesas y sillas, donde unos cuantos niños estaban enfrascados en juegos de mesa.

—¿Veis lo que os decía? —preguntó Raúl.

—Pues con este personal, lo llevas claro —dijo Inma soltando una carcajada.

Subieron una escalera y las chicas se quedaron en su habitación, mientras ellos subían una planta más.

La estancia era pequeña y espartana, y en ella se apretujaban dos literas de madera rústica cubiertas por colchas a cuadros azules y amarillas. Un armario empotrado completaba el mobiliario. Maika se asomó a la puerta que daba al baño y silbó.

—Joder, tiene hasta jacuzzi.

—¿No me digas? —preguntó Lucía siguiéndola y encontrándose en una minúscula habitación de apenas dos metros cuadrados en la que se apretujaban un water, un lavabo y una placa de ducha tapada por una cortina de flores.

—Y la otra se lo cree… —dijo Inma a carcajadas desde la habitación.

—Yo me pido una de las literas de arriba —dijo Susana.

—Toda tuya.

Deshicieron los equipajes y colocaron la ropa en las tablas del armario. Después se reunieron con los demás en el comedor, que estaba ya a punto de cerrar.

Se sentaron a una mesa larga a la que añadieron otra más pequeña para poder acomodarse todos y comieron con apetito los dos platos que constituían el menú.

Después regresaron a las habitaciones a ponerse los bañadores para bajar a la piscina.

Susana vio a Inma, preciosa y escultural en su bikini de rayas, la cintura estrecha, las caderas redondeadas y los pechos altos y firmes. Y no quiso ni mirar su imagen en el empañado y manchado espejo que había sobre el lavabo.

—Raúl se te va a tirar encima en cuanto te vea así —le dijo Maika a su amiga.

—Ya se cuidará muy mucho. Sabe que muerdo.

Susana se envolvió en la toalla para salir, pero Lucía le preguntó:

—¿Qué haces?

—Taparme.

—¿Por qué? Aquí todo el mundo baja a la piscina en bañador. Nadie se escandaliza.

—No me gusta lucirme en bikini, estoy demasiado delgada.

Inma le dio un tirón y le quitó la toalla.

—No digas pamplinas, estás estupenda. Si tuvieras mollas o algo así, comprendería que te taparas, pero porque estés delgada…

—Lo dices porque a ti todos te contemplan admirando lo buena que estás.

—Vamos, que hay muchos hombres a los que les gustan las mujeres muy delgadas.

—Yo no me he encontrado ninguno en veintiún años.

—¿Seguro?

—Y tan seguro.

—¿Hacemos un experimento?

—¿Qué tipo de experimento? ¡Por Dios, que me asustáis!

—Bajas así, sin taparte… Y si en todo el camino y luego en la piscina nadie te mira siquiera, yo te regalo un blusón de gasa monísimo que tengo en la maleta para que te lo pongas el resto del viaje, pero si alguien, aunque sea una sola persona, te mira embobado y mantiene la mirada más de veinte segundos, entonces tú te olvidas de tus complejos y te luces en bikini todo el rato. ¿Hecho?

—Hecho… Pero ya te puedes ir olvidando del blusón.

—Ya veremos.

Bajaron y no se cruzaron apenas con nadie, ni nadie reparó en ellas. Al llegar a la piscina vieron de lejos a Raúl y a Fran, que les hacían señas con la mano. Ambos amigos estaban de pie en la entrada. Susana lamentó haberle hecho caso a Inma y deseó ir bien envuelta en la toalla, pero esta, para evitarle tentaciones se la había quitado de la mano y la llevaba junto con la suya.

—Esperad un segundo, que voy a comprar agua —dijo Lucía—. No entréis sin mí, que quiero comprobar el resultado del experimento yo también.

La mirada de las tres chicas se posó en los dos amigos que esperaban en la entrada. Fran, con un bañador azul y rojo largo hasta la rodilla, y Raúl con uno corto naranja fosforescente.

—Anda que como para no verle…

Pero Susana no le veía. Solo tenía ojos para Fran, ahora que estaba lo bastante lejos para mirarle sin que él se diera demasiada cuenta. Se había refugiado detrás de Inma, ocultándose parcialmente de la vista de los chicos. Su mirada se recreó en el cuerpo de él, los hombros anchos, el vientre plano, los músculos fuertes apenas marcados, sin un solo pelo en el pecho, como a ella le gustaba, las piernas cubiertas apenas por un ligero vello rubio. Deseó con todas sus ganas poder acariciarlas, y abrazarse a esa espalda y sentir los músculos duros bajo los dedos como la noche que bailaron juntos. La voz de Inma a su lado la sobresaltó.

—Están buenos, ¿eh?

—Sí, sí que lo están —dijo apartando la vista para no ser descubierta y mirando también a Raúl, más delgado que su amigo pero con los músculos más marcados.

—¿Con cuál te quedas? —preguntó Maika maliciosa.

—No me he planteado quedarme con ninguno.

—¿Seguro?

—Seguro.

—Que se te ve el plumero, chica.

—Maika, no…

—No te preocupes, yo calladita. Y a ti también se te ve el plumero —dijo a Inma, que no apartaba la vista de Raúl.

—Que sea un gilipollas no quita que esté como un tren, y yo no soy ciega.

—Lo malo es que con esos bañadores tan anchos no se les marca mucho el paquete. Yo que esperaba comprobar si lo de Raúl es cierto.

—Si quieres comprobarlo, cuando estés en el agua bucea y como quien no quiere la cosa, hazte la encontradiza y tantéale. No creo que proteste ni se queje. Luego te disculpas diciendo que debajo del agua no se ve, y ya está.

—Qué treta más burda.

—Será todo lo burda que quieras, pero se usa mucho. A mí me han cogido las tetas más de una vez así.

—¿Y tú te has quedado calladita?

—Bueno, tengo mi propia forma de desquitarme. Al echar a nadar, es bastante frecuente que no controles los movimientos y que tu pie golpee inadvertidamente los huevos del agresor. También te disculpas y listo.

Todas se echaron a reír.

—Ya estoy aquí. Por Dios, cuánta historia para vender una simple botella de agua…

Las cuatro amigas echaron a andar hacia la piscina.

—Susana, tú delante.

—Por favor…

—Vamos. No me hagas tirarte del brazo delante de ellos.

Apretó el paso y se colocó la primera. Trató de controlar el color de su cara y miró al suelo, pero aun así sintió la mirada de Fran clavada en ella mientras avanzaba. No quiso mirarle para no ver la posible decepción en su cara, pero escuchó a su espalda risitas y comentarios en voz baja.

—¿Ves? El blusón sigue siendo mío. Hay uno que no te quita ojo.

—¿Quién?

—¿Quién va a ser? ¿Es que no lo ves?

Se obligó a levantar la vista y se encontró con la sonrisa de Fran a un par de metros.

—Ya era hora. ¿Qué hacíais ahí paradas tanto tiempo?

—Lucía ha ido a buscar agua. La estábamos esperando.

—Los demás ya están cogiendo sitio.

Entraron en el recinto y se reunieron con Carlos, Miguel y Samuel, sentados en una esquina, bajo la sombra de un árbol. Extendieron las toallas y se acomodaron a su vez.

—¿Os habéis fijado que toda la piscina está vacía salvo aquella esquina donde se concentran todos los bañistas? —preguntó Samuel.

—Sí que es verdad.

—Bien, así me dejan a mí el resto para nadar a mis anchas —dijo Raúl—. ¿Alguien se anima a darse un baño?

—Yo todavía no.

—Anda, nada a tus anchas.

El chico se lanzó de cabeza y nada más entrar en el agua, exclamó.

—¡Joder!

—¿Qué pasa?

—Que está congelada.

Una chica contestó desde el agua:

—Aquí, donde da el sol, está más calentita.

Todos estallaron en carcajadas.

—Ahora se comprende la aglomeración —dijo Maika.

—Pues conmigo no contéis. No pienso bañarme en un agua congelada.

—Eso es estupendo para los calenturientos. Si alguien está más caliente de la cuenta, que se lance —dijo Lucía.

—Hay mejores formas de quitarse la calentura, niña —añadió Carlos.

—¿Es una proposición?

—Por supuesto.

—¿Otro que viene a lo mismo?

—No es que venga con esa única idea como Raúl, pero no le voy a hacer ascos a un buen polvete si se presenta la ocasión.

—A ver si va a tener razón la hermana de Susana. ¿Tú también vienes dispuesto a tirarte a alguien, Fran?

—A mí dejadme, que yo estoy muy calladito.

—Ya, pero el que calla, otorga.

—Eso es muy fácil de averiguar. A ver, contestadme a una pregunta. La verdad, ¿eh? ¿Alguno de vosotros ha venido sin condones?

Los cuatro chicos guardaron silencio.

—O sea que todos venís preparados.

—Y el que está en el agua no te digo… Ese traerá dos cajas por lo menos.

—Oye, no es justo que nos acuséis. ¿Y vosotras? ¿Acaso vosotras no traéis?

—Yo no he venido aquí a eso. Pero sí traigo, siempre llevo alguno en el bolso —confesó Inma—. Pero como a alguien se le ocurra decírselo a Raúl, le corto el cuello. No me dejaría vivir si se enterase.

—¿Nadie más trae? —preguntó Miguel burlón.

—Yo no —dijo Maika—. El chico que me gusta está en Sevilla, y yo si no es con él…

—Yo sí traigo —dijo Lucía—, pero por costumbre, como se lleva un pañuelo o unas compresas.

—Ya, igual que un pañuelo.

—¿Y tú Susana? No pienses que te vas a librar.

—Yo no traigo —dijo—. No creo que los vaya a necesitar.

—No te preocupes, si te hacen falta los demás te daremos alguno. Por lo visto entre todos traemos para que folle un regimiento —dijo Samuel provocando la risa general.

—Esta conversación me está subiendo la temperatura. Creo que me voy a dar un baño —dijo Maika.

—Voy contigo —dijo Susana.

Sin decir palabra, Fran se unió a ellas y se lanzaron los tres a la piscina.

Se reunieron con Raúl y durante un rato nadaron y juguetearon en el agua. Después salieron y se sentaron a secarse.

—¿Qué vamos a hacer esta noche?

—Cada uno lo que pueda.

—Me refiero a la cena.

—Aquí al lado hay un restaurante donde se comen unas truchas estupendas —dijo Fran.

—Ya está el de las truchas —dijo Raúl—. Cuando estuvimos aquí de campamento se dio un atracón. Yo propongo mejor ir al pueblo por algo de carne. Ahí detrás, en la zona de acampada, hay una barbacoa y mesas y bancos como los de la explanada de recepción.

—Yo me apunto a eso —dijo Carlos.

—¿Y vosotras qué queréis?

—A mí me da igual, lo único que digo es que yo no he venido aquí a cocinar.

—En mi pueblo, las barbacoas son cosa de hombres —añadió Susana.

—O sea, que si queremos carne, la tenemos que preparar nosotros.

—Así es.

—A mí no me importa —dijo Fran—. Me gusta preparar barbacoas.

—Pues vamos entonces.

—Yo me ofrezco a ir por la carne —dijo Raúl—. Conozco un sitio donde la venden estupenda. ¿Te acuerdas, Fran?

—Sí, si todavía sigue abierto. Pero si yo cocino, no iré a comprar.

—Yo voy con Raúl —se ofreció Miguel.

—Yo prefiero cocinar con Fran —dijo Carlos que se encontraba muy a gusto tirado en el césped.

—Venga, Samuel, ve tú con ellos.

—Sí, porque también habrá que traer bebidas digo yo. Después de hartarte de carne no hay nada como un cubatita.

—De acuerdo. Hagamos un fondo común de diez euros por cabeza y vayamos a comprar.

Los tres chicos se ducharon y fueron al pueblo a comprar y los demás permanecieron aún un rato en la piscina. Cuando esta cerró se fueron a las habitaciones a darse también una ducha y se reunieron en la parte de acampada para preparar la barbacoa.

Inma y Susana fregaron a conciencia una de las largas mesas de madera mientras Fran y Carlos se dedicaban a hacer lo mismo con la rejilla de la barbacoa. Poco después llegaron sus amigos con la compra y Maika y Lucía pusieron la mesa con los vasos y platos de usar y tirar que habían traído.

Se repartieron el trabajo: Fran encendió el fuego mientras Carlos preparaba la carne; Raúl se encargó de repartir cervezas y preparar tintos de verano, Susana cortó el pan. Pronto empezaron a aparecer platos con comida que se quedaron vacíos casi al instante.

Susana, viendo que Carlos y Fran estaban trabajando en la barbacoa sin siquiera beber, se les acercó con dos vasos de cerveza en la mano.

—¿Los cocineros no toman nada?

—Se agradece el detalle. Estamos secos, y con este calor…

Fran cogió el vaso y lo apuró de un trago.

—Es una delicia esto de poder tomarme una cerveza sin tener que conducir.

—¿Quieres más?

—Ahora, cuando coma algo.

—Enseguida os traigo algo de comer, porque como os descuidéis no os dejan nada. Están devorando como limas sordas.

Susana se marchó y regresó poco después con dos bocadillos de filetes.

—Toma tú, ya que está aquí… —le dijo Fran metiéndole en la boca un trozo de salchicha que acababa de retirar del fuego—. Vas a ser la primera que las pruebe. ¿Qué tal?

—Deliciosa.

Durante un rato Susana se encargó de llevar comida y bebida a los cocineros, y después de que todos hubieran saciado el hambre, y ya con el fuego apagado, se sentaron en los largos bancos y Raúl sacó las bebidas fuertes.

Susana remoloneó un poco esperando a que Fran se sentara para hacerlo a su lado, pero sin saber muy bien cómo se encontró a un extremo del banco, junto a Raúl, mientras Fran estaba sentado al otro lado de la mesa, muy lejos de ella.

Raúl se hizo cargo de las bebidas, y cogiendo el vaso de Susana, le sirvió un cubata de ron bastante cargado.

—¡Eso no será para mí!

—Por supuesto que sí.

—No, yo prefiero un Malibú.

—Hoy no hay pijaditas. Cubatas para todo el mundo. No teníamos más manos para traer cosas.

—Bueno, pero ponme otro menos cargado.

—No, nenita… Esta noche tienes que animarte un poco. Es tu primer viaje, ¿no? Pues que no se diga.

—¿Intentas emborracharme?

Raúl se encogió de hombros.

—Nadie se va a enterar. Quizás así pierdas las inhibiciones un poco. Eres demasiado seria, Susanita… —dijo mirándola fijamente y guiñándole un ojo.

Ella sintió que se quedaba paralizada. ¿Estaría intentando ligar con ella en vista de que no conseguía a Inma? ¿Acaso Fran le había dicho algo? ¿Por eso se había sentado tan lejos? Levantó la cabeza y le miró, pero Fran parecía distraído. También se había servido una copa y miraba fijamente su vaso, del que bebía pequeños sorbos en silencio, con expresión extraña.

También ella bebió en silencio, no queriendo darle pie a Raúl a proseguir lo que tuviera en mente, pero cuando ya llevaba medio vaso este se inclinó hacia ella y le preguntó bajito, para que nadie más le oyera.

—¿Y tú qué tal con Fran?

—Bien. ¿Por qué? Como siempre.

—Has estado toda la noche yendo a la barbacoa a llevarle comida y bebida.

—También a Carlos. Los teníais abandonados. Nadie se acordaba de que ellos no tomaban nada.

—Ya… ¿Él y tú seguís siendo solo amigos?

—Pues claro, ¿qué quieres que seamos? —preguntó temerosa y cada vez más convencida de que Raúl le estaba tirando los tejos, quizás en complot con Fran.

—A mí no me la das… Te he visto mirarle en la piscina esta tarde. Te lo comías con los ojos. Y eso de que estás loca por un tío de tu pueblo puedes colárselo a él, pero a mí no.

Susana se relajó en parte comprendiendo que Raúl no estaba ligando con ella, sino que simplemente intentaba sonsacarla como había hecho otras veces. Y supo que esta vez le iba a resultar muy difícil convencerle. Y probablemente se lo diría a Fran. Enrojeció violentamente y trató de evitar a toda costa que lo hiciera.

—¿Qué bobadas estás diciendo?

Raúl se inclinó aún más sobre ella y apoyando la boca en su oído le susurró:

—Anda, tonta… No disimules conmigo. Mírale, está ahí solo en un extremo del banco. ¿Por qué no te vas allí con él y le das un muerdo a ver qué pasa?

Ella levantó la cabeza y le dijo al oído también, temerosa de que sus palabras llegaran a los demás.

—Por favor, Raúl. Cállate. No digas aquí esas cosas. Si alguien se entera…

Él se echó a reír bajito y volvió a hablarle con la boca prácticamente metida en la oreja.

—Si alguien se entera, ¿qué? Si aquí lo saben todos. Todos menos él, joder, que no se puede ser más tonto.

—Y quiero que siga así.

—¿Por qué?

—Porque sí. Tengo mis motivos.

—¿Y qué motivos son esos?

La conversación seguía en susurros, con las bocas pegadas a las orejas de uno y otra. De pronto, y por el rabillo del ojo, Susana vio que Fran, que los había estado observando a hurtadillas, se levantaba del banco con cierta brusquedad y hacía intención de marcharse.

—¿Y a ti qué te pasa? —le preguntó Maika, mientras se alejaba—. ¿Te ha picado un escorpión?

Sin detenerse y mientras caminaba en dirección al edificio del hotel, respondió brusco:

—¡Joder! ¿Ya no se puede ni mear sin rellenar un formulario?

Susana le miró fijamente mientras se perdía en la oscuridad, la espalda rígida y tensa, el paso rápido como si le persiguiera alguien. Escuchó risas por lo bajo y sintió una gran incomodidad, un desasosiego que no sabía identificar.

—¿Por qué no le acompañas, Susi? —le preguntó Carlos.

—¿Que le acompañe? Carlos, va al baño. Supongo que sabrá hacerlo solo…

—A lo mejor necesita que se la sujeten… —dijo Maika.

—No tiene gracia, ¿eh?

Bebió un largo trago y no pudo evitar que su mirada se fuera al fondo, hacia la oscuridad que se había tragado a Fran, esperando su regreso. Pero los minutos pasaban y este no aparecía.

Furtivamente miró el reloj, eran las doce y cuarto. Siguió esperando, pero Fran continuaba sin regresar. A la una menos cuarto estaba realmente inquieta, pero no quiso decir nada porque seguramente todos iban a reírse de ella si lo hacía. Pero Fran llevaba un rato muy raro y su marcha había sido más extraña aún.

Aguantó hasta la una y ya entonces no le importó lo que dijeran, ni las burlas de los demás. Preocupada, dijo:

—¿No creéis que Fran tarda demasiado? Creo que alguno de vosotros debería ir a ver si está bien.

—¿Nosotros? ¿Y por qué no vas tú?

—Porque no me van a dejar entrar en el baño de los hombres, por eso.

—Seguro que no le pasa nada. A lo mejor es que ha ligado por el camino… Y sería un puntazo ir a cortarle el rollo —dijo Raúl malicioso.

—No digas tonterías, Fran no haría eso. No se iría con nadie sin más, dejándonos a todos aquí plantados —dijo convencida. Luego lo pensó mejor y añadió—: Al menos avisaría. Yo creo que le pasa algo… su forma de marcharse ha sido muy brusca. A lo mejor la bebida no le ha sentado bien.

—Yo sé lo que no le ha sentado bien —dijo Maika con una risita—. Pero creo que sí deberías ir a buscarle.

—¿Y si está en el baño de los tíos?

—Si no le encuentras por el camino, ni en los salones, me lo dices y ya iré yo a ver —dijo Raúl.

Se levantó de un salto y salió presurosa, hacia el edificio del hotel, escuchando risas a su espalda y la voz de Raúl diciendo:

—Diez euros a que no vuelve.

—Hecho.

No tuvo que andar mucho, ni siquiera llegó a entrar en el hotel. Nada más salir de la zona de acampada, le vio sentado, solo y en penumbra, en uno de los bancos que había en la entrada, frente al comedor. Tenía las largas piernas estiradas y la espalda recostada contra el respaldo del banco, el reproductor de música conectado y una expresión sombría mientras clavaba la vista en algún punto inexistente del campo. No se dio cuenta de su presencia hasta que estuvo a su lado. Se sentó junto a él.

—¿Qué te pasa, Fran?

Él negó con la cabeza.

—Nada… me apetece escuchar un poco de música. Allí hay demasiado ruido.

—Creí que te encontrabas mal.

—No, claro que no… Solo fui al baño y al regresar preferí sentarme aquí a disfrutar de la tranquilidad un rato.

Susana lo miró fijamente sin creer ni una palabra. Sabía que algo le pasaba, aunque no quisiera decirle qué. Fran desvió la vista, rehuyendo sus ojos, y la clavó en el suelo mientras decía:

—Ya ves que estoy bien. Vuelve ahí y aprovecha tu oportunidad.

—¿Qué oportunidad? ¿De qué hablas?

—Raúl estaba muy amable y cariñoso contigo esta noche. Quizá puedas estrenar el camisón que te regaló tu hermana.

—Yo no quiero estrenar el camisón con Raúl esta noche, por muy amable que esté.

—Bueno quizás no esta noche… Pero puede empezar a conocerte mejor y quién sabe si más adelante… Te estaba tirando los tejos y eso ya es un comienzo. No desperdicies la oportunidad, Raúl no suele dar una segunda.

Susana trató de ver su cara en la semioscuridad, porque su voz había sonado muy extraña, como desgarrada. Como si le costara mucho esfuerzo pronunciar las palabras. Pero el rostro de Fran permanecía oculto por las sombras.

—Raúl no me estaba tirando los tejos.

—Te estaba comiendo la oreja, entonces…

—Tampoco. Solo estaba diciéndome algo que no quería que oyeran los demás. Algo que él intuye que yo no quiero que sepan, aunque por lo visto es de dominio público.

—¿Qué cosa?

—Tampoco quiero que lo sepas tú.

—Si es de dominio público, ¿qué hay de malo en que lo sepa yo también?

Susana no contestó. Era consciente de que había hablado demasiado y no quería seguir con aquella conversación. Para evitarlo, alargó la mano y le pidió:

—¿Me dejas un auricular? También a mí me apetece escuchar un poco de música.

—¿No vas a volver entonces?

—No, a menos que prefieras estar solo. Si es así, y no te apetece mi compañía, por supuesto que me iré.

Él le tendió el auricular mientras decía con voz muy suave:

—Tu compañía es la única que me apetece.

Susana se acercó más, como había hecho aquella mañana en el autobús para que los cables no quedaran tirantes, y apoyó la cabeza contra la sien de Fran, que se quedó muy quieto, sin acercarse a ella.

Se daba cuenta de que él no era el mismo de aquella mañana, ni siquiera de la barbacoa de la noche. Algo le había cambiado, algo que había ensombrecido la velada. Le notaba rígido y tenso a su lado y no sabía por qué.

—Fran… ¿Estás enfadado conmigo?

—No. ¿Por qué iba a estarlo?

—No sé. Te noto raro, como si me evitaras después de la cena.

—Imaginaciones tuyas.

Pero Susana sabía que no era así. Le conocía demasiado para no darse cuenta.

—Si he hecho o dicho algo que te haya podido molestar… te aseguro que ha sido sin querer.

Él giró la cara y la miró desde muy cerca. Por primera vez en todo el rato pudo verle la cara y Susana se quedó prendida en su mirada. El auricular se le escurrió, y él alargó la mano y volvió a colocarlo en su sitio, mientras susurraba:

—Tú no tienes la culpa de lo que me pasa, Susana… De verdad que no.

Después de asegurarse de que el pequeño aparato estaba bien colocado, sus dedos se deslizaron por el borde de la oreja haciéndola estremecer de pies a cabeza, en una caricia suave y cálida.

—Pero te pasa algo… —siguió preguntando con voz temblorosa.

Sin dejar de mirarla, Fran salvó los escasos centímetros que separaban sus caras y posó los labios sobre los de Susana, besándola con suavidad. Ella se estremeció con más violencia.

Él lo notó, y no sabiendo si era de placer o de sorpresa, se separó un poco, solo lo justo para poder mirarla.

—¿Entiendes ahora lo que me pasa?

Los ojos de Susana brillaban y sus labios se habían quedado entreabiertos.

—No estoy segura.

—¿No estás segura? —preguntó incrédulo. Y levantando la otra mano sujetó con fuerza su cara entre ambas y la besó con fuerza, deslizando la lengua dentro de su boca antes de que ella pudiera cerrarla y buscó todos los rincones, mientras sus manos impedían que pudiera separarse. Pero Susana no quería separarse. Se dejó besar, aturdida, incapaz de reaccionar ante lo que Fran le estaba dando a entender, incapaz también de responder a su beso.

Cuando mucho rato después, él la soltó, la voz se negaba a salir de su garganta.

—Eso es lo que me pasa —dijo él con voz ronca—. Que me estoy muriendo de celos, que me he tenido que venir de allí para no ver cómo os comíais la oreja el uno al otro y os hablabais en susurros, con una intimidad que yo quisiera para mí. Que soy un puto embustero que finge ser tu amigo y ayudarte a que Raúl se fije en ti, pero es mentira, que soy un cabrón, que no puedo evitar alegrarme cuando no te hace ni caso, y que quisiera que te hiciera algo tan doloroso que te permita olvidarle, por mucho que sufras por ello. Que no soy tu amigo, que me muero por besarte, y por tocarte… Que no puedo evitar que mis manos se disparen hacia ti cuando estás cerca. Que cuando he comprendido que quizás esta noche tu sueño se puede hacer realidad, no he sido capaz de soportarlo y me he venido aquí porque no quiero estropearte la posibilidad de estar con él, aunque sea una vez. Porque aunque sé que estás enamorada de él, yo te quiero para mí. Eso es lo que me pasa… Lo siento, me juré a mí mismo que nunca te lo diría, que no estropearía la amistad que hay entre nosotros confesándote mis sentimientos, pero no puedo más. No te sientas mal, Susana, tú no tienes la culpa.

Fran había hablado de un tirón, atragantándose casi con las palabras, deseando soltarlo todo antes de que ella le interrumpiera. Después guardó silencio. Susana tragó saliva varias veces para asegurarse de que la voz iba a salirle cuando hablara, y apoyando la mano sobre la de Fran, dijo:

—Yo no estoy enamorada de Raúl.

—Pero te gusta muchísimo.

—Nunca me ha gustado. El que me gusta eres tú… Siempre has sido tú.

Fran giró la cara y la miró de nuevo y esta vez fue Susana la que cogió la cara de él entre sus manos y le besó. Él la rodeó con los brazos con tanta fuerza que el reproductor cayó al suelo con un pequeño estrépito sin que ninguno de los dos hiciera nada por recuperarlo.

Se besaron largamente. Susana bajó las manos de la cara de Fran y le rodeó la espalda mientras el beso se prolongaba mucho rato. Después, y sin aliento, se separaron. Se quedaron mirándose durante un largo momento sin que hiciera falta decir nada, leyendo cada uno en los ojos del otro.

Después, Fran la abrazó de nuevo y Susana enterró la cara en su cuello, aspirando por fin de forma intensa el aroma a Hugo Boss que tanto le gustaba.

—¿De verdad que no te gusta? —preguntó él, incrédulo aún.

—De verdad.

—¿Nunca?

—Nunca. Siempre has sido tú. Desde el año pasado, cuando todavía salías con Lourdes.

Fran la abrazó más fuerte aún, tanto que le costaba respirar.

—¿Y por qué me has hecho creer que sí?

—Porque pensaba que si sabías que me gustabas tú te alejarías de mí, y te perdería. Que ni siquiera podría verte y hablar contigo. No sabes lo que significó para mí que me invitaras aquel día a hacer el trabajo con vosotros, la posibilidad de tenerte cerca, de hablarte. Tuve buen cuidado de que no notaras cuánto me gustabas. Luego empezaste a creer que se trataba de Raúl y pensé que no le hacía daño a nadie por dejarte creerlo. Eso me permitía estar un poco más relajada, y sobre todo estar cerca de ti.

Él le besó la sien susurrándole con voz ronca:

—Chiquilla tonta… ¿Tienes idea de lo que me has hecho pasar? ¿De los celos que sentía cada vez que le mirabas? ¿De lo terrible que era cuando te invitaba a ir a algún sitio y solo aceptabas después de que te dijera que él estaría allí? ¿Tienes idea de cuánto he llegado a odiar a mi mejor amigo solo porque tú le preferías?

—Siempre he pensado que es un capullo.

Fran enterró la cara en el cuello de Susana y deslizó la lengua por él, subiendo hasta el lóbulo de la oreja y lo chupó con suavidad. Susana se estremeció y se apretó contra él exhalando un leve gemido. Y le escuchó susurrar junto a su oído:

—¿Has traído el camisón?

—Sí.

—Póntelo para mí —suplicó—. Ese trozo de tela me ha quitado el sueño desde que lo vi. No pienso en otra cosa más que en vértelo puesto… No me digas que no, por favor… Necesito tenerte esta noche.

—Merche compró el camisón para ti… por eso te lo enseñó. Yo creí que me moría de vergüenza cuando lo hizo, pero ella sabía…

—¿Entonces sí? ¿Pasarás la noche conmigo?

—Sí.

—Vamos.

—El camisón está en la habitación con mi equipaje. Maika tiene la llave.

—Ve a pedírsela.

—Me da corte… ¡No quiero ni pensar en lo que van a decirme cuando les cuente que voy a pasar la noche contigo!

—Iré yo. Espérame aquí.

Fran se alejó y Susana le vio marcharse. Y solo entonces su cuerpo empezó a temblar violentamente y ocultó la cara entre las manos, incapaz de asimilar lo que estaba ocurriendo. Respiró hondo, intentando dominarse, pero estaba tan absorta en el torbellino de sus emociones, en el loco golpeteo de su corazón, que no se dio cuenta de que regresaba. Solo cuando le escuchó a su lado levantó la cabeza.

—¿Arrepentida? —preguntó él con suavidad. Susana negó con la cabeza.

—Solo nerviosa.

Fran sonrió en la oscuridad y agarrándole la mano, tiró de ella para ayudarla a levantarse.

—Ven.

Susana se levantó, pero al dar el primer paso algo crujió bajo su pie.

—¡Mierda! El reproductor.

Fran se agachó y lo recogió.

—¿Está roto?

—Solo un auricular —dijo mostrándole el pequeño artilugio, literalmente machacado—. Este nunca volverá a ponérselo nadie. Pero no te preocupes, tengo más en casa. Cada vez que mi padre va a Madrid se trae dos o tres del AVE.

—¿Y el reproductor? ¿Funciona?

—No pienso ponerme a comprobarlo ahora. Pero si no funciona, también da igual.

Le rodeó la cintura con un brazo y echó a andar a su lado. Las rodillas de Susana temblaban tanto que a cada paso que daba y a cada escalón que subía, sentía que iba a caerse.

Sin decir palabra llegaron a la puerta de la habitación que compartía con sus amigas y Fran le tendió la llave.

—Tráete todas tus cosas, no te limites al camisón. Así podrás ducharte después.

—De acuerdo.

Él permaneció en la puerta mientras ella recogía rápidamente todas sus pertenencias y las colocaba de nuevo en la bolsa de viaje, para poder transportarlas hasta la habitación que al parecer iba a compartir con Fran el resto del viaje.

Cuando salió, cerró cuidadosamente a su espalda y juntos subieron el otro tramo de escaleras hasta la planta superior. Fran se detuvo ante la número 210 y la abrió.

—Entra a cambiarte… Yo mientras bajaré a devolverle la llave a Maika.

—¿Qué te han dicho cuando has pedido la llave?

Él sonrió divertido.

—Muchas burradas. Pero no te preocupes, al parecer se lo esperaban. Han hecho apuestas y todo.

Se inclinó sobre ella y le rozó la boca con los labios.

—No tardaré —dijo marchándose. Susana entró en la habitación y, colocando la bolsa sobre una banqueta que había junto al armario, rebuscó en su interior. Sabía perfectamente dónde estaba el camisón, escondido bajo toda la ropa, envuelto en varias capas de bolsas de plástico opacas y diferentes para que nadie pudiera adivinar qué contenían. Lo cogió y entró en el baño.

No estaba segura de lo que debía hacer, no sabía si ducharse de nuevo. Hacía apenas unas horas que lo había hecho y la noche era fresca, no se sentía sudada. Decidió que no, que Fran querría que estuviera preparada cuando volviera. No quería que él pensara que estaba tratando de posponer el momento con una excusa.

Se desnudó y se miró en el espejo, tratando de verse con los ojos de él, y no con los suyos, pero no podía. Se puso el camisón y las braguitas a juego, se soltó el pelo y lo cepilló haciéndolo brillar. Sus ojos también brillaban, y las manos le temblaban tanto como las piernas. Cerró los ojos y suplicó mentalmente: «Por Dios, que le guste… que no se decepcione. Que mi inexperiencia no lo estropee todo».

Se lavó los dientes porque la boca le sabía a alcohol y ni siquiera se le ocurrió pensar que ya se habían besado en el banco.

Se estaba enjuagando la boca cuando le sintió llegar y moverse por la habitación. Fran no dijo nada, no la apremió ni le metió prisa. Cuando Susana dejó de escuchar ruidos en le habitación, se echó un último vistazo al espejo y salió.

Fran estaba sentado en el borde de la cama vestido solamente con unos bóxer negros y ajustados que se ceñían a sus muslos como una segunda piel. La cama estaba abierta, con la colcha de cuadros azules quitada y sobre la mesilla de noche había una caja de preservativos. Menos mal que a él se le había ocurrido traer, ella jamás hubiera pensado que los necesitaría.

La luz central estaba apagada y la de la mesilla encendida, con una luz cálida y suave que llenaba la habitación de claros y sombras.

La mirada de Fran se hizo más intensa cuando la vio y tragó saliva como si le costara asimilar lo que estaba viendo. Probablemente, le ocurría como a ella, que no terminaba de creérselo.

Susana parpadeó y avanzó muy despacio, hasta que él extendió la mano, invitándola a acercarse.

—Ven —susurró.

La recorrió con la mirada mientras se acercaba, como grabando cada detalle de su cuerpo en las retinas y Susana pudo darse cuenta de que su respiración se había acelerado, y supo que no tenía nada que temer, que su cuerpo le gustaba. No entendía por qué, pero le gustaba.

Cuando estuvo delante, Fran le rodeó la cintura con los brazos y enterró la cara en su estómago, cubierto de gasa malva, y la besó sobre la tela con los labios abiertos. Susana empezó a temblar de forma incontrolada. Él levantó la cabeza.

—Estás temblando, ¿tienes frío?

—No. ¿Todavía no te has dado cuenta de que nunca tiemblo por el frío, sino cuando tú estás cerca? Cuando me tocas…

—Pues vete acostumbrando… —dijo enterrando la cara de nuevo, esta vez entre los senos, en la parte de piel que dejaba al descubierto el escote del camisón. Deslizó los labios por el borde del mismo y subió hasta el cuello y acarició con la punta de la lengua el hueco entre la clavícula y la garganta.

Susana se estremeció de pies a cabeza y él se levantó y apretándola con fuerza, buscó su boca y la besó. También Susana le rodeó la espalda desnuda con los brazos y se apretó contra él, sintiendo la erección contra su vientre. Las manos de Fran bajaron hasta sus nalgas y la apretó con fuerza, moviéndose contra su vientre mientras Susana empezó a jadear, sintiendo por primera vez en su vida lo que era perder el control.

Después de un beso largo e intenso, Fran se separó un poco y colocándole las manos sobre los hombros, le bajó los tirantes y el camisón cayó al suelo.

Susana soportó la mirada de él sobre la parte de su cuerpo que menos le gustaba, los pechos, pero Fran no parecía darse cuenta de su pequeñez, y alargando la mano sobre uno de ellos, lo acarició despacio. Ella sintió que una fuerte sensación la recorría entera y se detenía entre sus piernas, haciéndola sentir una excitación y un deseo que jamás había experimentado antes. Con la otra mano, él bajó las bragas y Susana levantó las piernas para librarse de ellas. Y metió a su vez ambas manos a los lados del bóxer de él y lo bajó también.

Fran volvió a apretarse contra ella, esta vez sin el estorbo de ninguna tela, y enterró la cara en su cuello, acariciándolo despacio con la lengua desde el hombro hasta la oreja.

Susana enterró las manos en la melena rubia y le besó la cabeza, una y otra vez, hasta que Fran se dejó caer sobre la cama, arrastrándola con él. La tendió de espaldas y se colocó sobre ella, besándola con fuerza, mientras sus manos le recorrían los muslos y las caderas a la vez que Susana enterraba las suyas en las nalgas redondas y duras.

Después, él se fue deslizando hacia abajo hasta alcanzar los pechos y se metió un pezón en la boca mientras su mano buscaba el hueco entre sus piernas.

Susana lanzó un gemido ahogado al sentir sus dedos buscando, explorando y acariciándola.

—Fran… —susurró. Iba a decir algo, pero lo olvidó al instante. Su mente era incapaz de concentrarse más que en los dos puntos de su cuerpo que él estaba acariciando: los pechos y el clítoris. Se mordió los labios para no gritar, y cuando él levantó la cabeza y apartó la mano, sintió como si la vida le faltara. Abrió los ojos y le vio erguido, con las rodillas a ambos lados de sus caderas y alargando la mano hacia la caja de preservativos. Se la tendió a ella.

—Ábrela tú. Yo tengo la mano empapada…

Susana le miró la mano húmeda y brillante y sintió que se excitaba más aún. Abrió la caja con manos temblorosas y rasgó el sobre de un preservativo. Después, se inclinó hacia él y se lo puso. Mientras lo hacía, le acarició el pene, la piel suave y cálida, y esta vez fue él quien se estremeció de pies a cabeza y exhaló un largo gemido.

Después, y contra lo que Susana esperaba, no la penetró, sino que volvió a tumbarse sobre ella y volvió a besarle el pecho y acariciarla entre las piernas como había estado haciendo antes de detenerse. Pero esta vez, tanto su boca como su mano, imprimieron un ritmo más rápido, y también la respiración de Susana empezó a hacerse más acelerada. Entonces, él apartó la mano, y al fin, ella le sintió entrar. Despacio temiendo lastimarla, entrando solo un poco y retrocediendo una y otra vez, sin entrar del todo, y su mano buscó de nuevo el clítoris y la acarició rápido, rápido, hasta que Susana sintió que iba a estallar, y entonces Fran empujó y el dolor se mezcló con el placer de una forma tan increíble, que Susana era incapaz de diferenciar uno del otro. Arqueó las caderas para recibirlo y se movió contra él, convulsa e incontrolada, mientras sus manos se clavaban en la espalda de Fran, y le sintió temblar, jadear y estremecerse sobre ella, hasta que al fin, cuando ya creía que su corazón no aguantaría más y que iba a romperse allí mismo enredada en el cuerpo de él, las sensaciones empezaron a menguar y volvió a notar que el aire entraba de nuevo en sus pulmones. Y se dejó caer exhausta contra la almohada, temblando aún sin control y sin aliento.

Fran también se dejó caer relajado sobre ella y durante un buen rato solo se pudo oír en la habitación la respiración de ambos. No podían moverse. No querían moverse, admitir que había terminado. Permanecieron quietos mientras sus cuerpos volvían lentamente a la normalidad, en silencio, sintiendo cada uno el cuerpo del otro, con la sensibilidad a flor de piel aún.

Después Fran se incorporó y salió al fin, y tendiéndose a su lado le pasó el brazo por debajo de los hombros para atraerla a su costado y que Susana pudiera recostar la cabeza en su hombro. Y la besó en el pelo y en la frente.

—¿Te he hecho mucho daño?

Ella negó.

—No… Sé que hubo un momento en que dolió, pero ni siquiera sabría decirte cuándo ni cuánto. El dolor se perdió en medio de otras sensaciones.

—También para mí ha sido una primera vez —admitió él.

—No seas mentiroso. Te acostabas con Lourdes y además sé que has tenido algún que otro rollo de fin de semana este curso… incluso Raúl me habló de la hija de un cliente de tu padre con la que te veías…

—¡Caray con Raúl! Ya te hablaré de ella en otro momento y nos reiremos juntos. Pero no te he mentido. No he dicho que fuera virgen, pero jamás había sido así antes. —Él giró la cabeza sobre la almohada y clavó en ella sus ojos más pardos y profundos que nunca—. Te lo juro.

Y ella no pudo evitar dejar escapar la emoción acumulada durante toda la noche y sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Él frunció el ceño.

—¿Qué pasa? ¿Vas a llorar? ¿No puedo decirte nada bonito sin que salgas llorando?

—No cuando estoy sensible… soy muy llorona cuando estoy emocionada.

Fran se volvió de costado y la rodeó con ambos brazos y empezó a besarle el pelo y la cara.

—Chiquilla, ¿por qué te pones así? Ha sido bonito, ¿no?

—Sí.

—¿Entonces?

—Es que nunca pensé que esto podría pasar entre nosotros. Jamás hasta que me besaste esta noche en el banco se me ocurrió pensar que yo fuera para ti algo más que una amiga.

—¿Ni siquiera cuando te besé en el cumpleaños de Raúl?

—Ni siquiera entonces. Yo me había tomado dos o tres copas y pensaba que la que te había besado era yo.

Él sonrió.

—Bueno, ahora que lo dices, yo tampoco lo tengo muy claro. Creo que fuimos los dos.

—Pero te separaste tan brusco… Yo pensé que estabas espantado ante lo que yo había hecho. Tuve que marcharme a casa porque me sentía incapaz de continuar allí contigo. Creí que te habías dado cuenta de lo que sentía por ti y no sabías cómo asumirlo. Pensé que no querrías volver a verme. Estabas tan hosco, tan frío…

—Claro que me separé brusco y estaba hosco y frío. Lo primero que hiciste cuando nos separamos fue mirar a Raúl.

—Porque le había asegurado un rato antes que tú y yo solo éramos amigos y quería averiguar si nos había visto besarnos. Creo que él siempre ha sabido que tú me gustabas, y tenía pánico de que te lo dijera.

—Y esta noche, ¿vas a decirme ahora lo que te estaba comentando con la boca pegada a tu oreja y la actitud más íntima que he visto en mi vida? Tuve que marcharme para no levantarme y partirle la cara, porque él sabe lo que siento por ti.

—Ya puedes saberlo. Me estaba diciendo que no se tragaba lo de que éramos solo amigos y trataba de convencerme para que me fuera contigo a tu lado de la mesa y te diera un beso.

—Deberías haberlo hecho, has estado a punto de romper definitivamente nuestra amistad. Si esta noche te hubieras ido con él, yo no habría vuelto a dirigirle la palabra. Él sabe que te quiero y no le hubiera perdonado que se metiera por medio. Contigo no.

Susana guardó silencio. Fran había dicho «te quiero», unas palabras que ella llevaba toda la noche tratando cuidadosamente de evitar, incluso en los momentos en que más difícil le había resultado controlarse. Pero no las había dicho. Ambos pertenecían a mundos diferentes y ella era muy consciente de ello, sobre todo después de la noche que había cenado en su casa.

—Fran… —susurró—, te quiero son palabras demasiado grandes… demasiado importantes. Acabamos de descubrirnos el uno al otro. Es muy pronto para eso. Vamos a dejarlo en «yo te gusto y tú me gustas», ¿vale?

Él sonrió y la miró fijamente, mientras Susana enrojecía. Había podido leer sus pensamientos. Sabía que ella era precavida y que necesitaba tiempo para asimilar lo que él sentía por ella. Que no acababa de creérselo, que era desconfiada porque el mundo y la vida la habían hecho así, y no quiso apabullarla.

—De acuerdo. Yo te gusto y tú me gustas. Pero te advierto que me gustas muchísimo.

Ella sonrió también.

—Y tú a mí.

Se abrazaron y se besaron con suavidad. Después Susana se levantó mirándose los muslos manchados de sangre.

—Creo que debería ir al baño. Estoy hecha un asco. Ya puedo controlar el movimiento de las piernas.

—Sí, yo también.

Entró en el baño y se miró al espejo. Aún tenía los ojos brillantes, las mejillas encendidas y la expresión más feliz que se había visto jamás.

Se lavó cuidadosamente y regresó a la habitación. Y ambos se apretujaron en la pequeña cama individual para continuar besándose y acariciándose uno al otro, incapaces de echarse a dormir por si al despertar descubrían que todo había sido un sueño.

Apagaron la luz cuando escucharon en el pasillo del hotel las risas y las voces de sus compañeros, entrando en sus respectivas habitaciones.

A continuación el móvil de Fran sonó y enmudeció inmediatamente.

—Es un toque —dijo Fran, que se había incorporado a mirarlo—. Del cabrón de Carlos.

Volvió a acostarse y a abrazar a Susana de nuevo. Y a continuación sonó el móvil de ella. También lo miró.

—Maika.

Pocos minutos después, un mensaje en el de Fran. Lo leyó. «Los toques se responden. Eso es sagrado».

Fran cogió el móvil y tecleó: «Y un carajo», y a continuación lo apagó. Susana hizo lo mismo con el suyo y volvieron a abrazarse, esta vez con la luz apagada para evitar que los demás supieran si estaban despiertos o dormidos. Y siguieron besándose.

Unos golpes en la puerta de la habitación, fuertes y repetidos, les hicieron despertar bruscamente. El sol entraba por la rendija de las cortinas corridas, de un azul desvaído, y daba en la cama, iluminando con una franja dorada los muslos entrelazados. Una sensación de cansancio y sopor, hizo protestar los músculos entumecidos.

Susana luchó por despertarse y comprendió que Fran intentaba hacer lo mismo, mientras los golpes se mezclaban con voces.

—¡Eh, tortolitos! ¿Estáis vivos?

Fran logró preguntar:

—¿Qué coño queréis?

—Ningún crimen, macho. Guárdate las borderías. Solo traeros algo de comer, que os habéis saltado el desayuno. Son las once y media.

Susana miró el móvil, que estaba apagado. Fran ya había encendido el suyo y dijo:

—Es verdad.

Raúl gritó al otro lado de la puerta.

—Nosotros nos vamos a hacer la ruta del río. Si queréis venir tenéis que levantaros ya. Y si no, nos vemos luego… si queda algo de vosotros.

Fran se volvió hacia Susana que se había sentado en la cama y trataba de alcanzar la ropa interior.

—¿Qué quieres hacer?

—Me hacía ilusión hacer la ruta, pero tengo que confesar que estoy hecha polvo. Pero si no vamos, luego nos van a dar una lata increíble.

—La ruta no es demasiado dura. Si te apetece podemos ir y luego regresar nosotros en autobús, si te sientes muy cansada. Hay una línea desde Benamahoma hasta El Bosque. Ellos que se den el pateo de ida y vuelta.

—De acuerdo.

Fran, desnudo, se acercó a la puerta y dijo a sus compañeros:

—Vamos con vosotros, esperadnos un segundo. Enseguida salimos.

—De acuerdo. Abajo estamos con vuestro desayuno.

Se metieron juntos a darse una ducha rápida, apretujados en la pequeña placa, en la que apenas se podían mover. Susana se dio la vuelta mientras se enjabonaba, pero Fran la agarró de los brazos y la hizo girar para que quedara de frente.

—¿Qué pasa? —le preguntó.

—Nada.

—¿Por qué te vuelves entonces?

—Porque me da corte que me mires.

Él soltó una sonora carcajada.

—¿Que te da corte que te mire? ¿A estas alturas?

—Es que no es lo mismo de noche, en penumbra, que ahora a plena luz.

—Por supuesto que no. Ahora puedo verte mejor. Recrearme en todos los detalles que anoche se me escaparon.

—No quiero que lo hagas. Me da vergüenza.

—¿Qué te da vergüenza?

—No quiero que veas… lo delgada que estoy.

Suspirando, Fan la abrazó con fuerza, apretándola contra su cuerpo enjabonado y resbaladizo.

—Sé lo delgada que estás… No olvides que anoche te recorrí centímetro a centímetro. Me gustó lo que toqué. Y ahora quiero verlo. ¿Me dejas, por favor? —susurró en su oído.

—Si insistes… Pero luego no digas que no te avisé.

Se separó un poco, lo máximo que les permitía el rincón estrecho donde estaba instalada la ducha y la miró largamente, centímetro a centímetro, con una mirada que Susana supo iba a quitarle el pudor de una vez y para siempre.

—Me gusta tu cuerpo. Me vuelve loco tu cuerpo, y te lo demostraría ahora mismo si no fuera porque ya nos están esperando. Pero si quieres puedo llamarles y decirles que se vayan.

Ella negó con la cabeza, comprobando que él volvía a excitarse solo con mirarla.

—No, bajemos. Necesito ese desayuno del que han hablado. Lo dejaremos para la siesta.

Terminaron de ducharse rápidamente y se vistieron con ropa y calzado cómodo. Fran preparó la mochila con algunas cosas y cogidos de la mano, bajaron a reunirse con los demás.

Estaban sentados en el mismo banco donde la noche antes se habían sentado ellos.

—¿Preparada? —le preguntó Fran.

—¡Qué remedio!

Todos estaban pendientes de ellos, mirándoles fijamente mientras se acercaban y cuando estuvieron a su lado Maika les tendió una bolsa de plástico llena de pan con mantequilla, croissants y unas cajas de zumo.

—El café no hemos podido birlarlo del comedor, lo siento.

—Es igual, esto está bien.

—Se agradece.

—Hemos comprado también unos bocadillos para comerlos por el camino, si se nos hace tarde. A estas horas… Quedan para vosotros uno de salami y otro de chorizo. Os los repartís como queráis. Aunque también podéis compartirlos… ¡Como ya habéis intercambiado fluidos!

—No iréis a empezar, ¿verdad? Ya tuvo bastante poca gracia el numerito de anoche con los móviles.

—¿Interrumpimos algún momento especialmente delicado?

—Interrumpisteis, simplemente. Y daba igual el momento.

—No os quejéis, que esperamos un tiempo prudencial, al menos para dejaros echar el primero. Hubo quien quería llamaros mucho antes.

Fran miró a su amigo con cara asesina.

—¡Eh, no me mires, que no fui yo! Con el trabajo que me ha costado que os dejarais de memeces y os metierais mano de una vez.

En poco tiempo dieron buena cuenta del contenido de la bolsa, y cogidos de la mamo emprendieron el camino hasta el cercano pueblo de Benamahoma, siguiendo la ruta del río Majaceite.

Llegaron a la hora del mediodía y se sentaron en una plaza a comer los bocadillos que llevaban y a beber agua en una famosa fuente de agua de manantial.

—Susana y yo vamos a regresar en autobús, estamos muy cansados —dijo Fran.

—Todos vamos a volver en autobús. Hace mucho calor —dijo Carlos—, y yo ya estoy viejo.

Subieron al autobús que recorría los cuatro kilómetros que separaban los dos pueblos y cuando llegaron a la explanada del albergue, Lucía cogió a Susana de la mano y le dijo:

—¿Dónde vas?

—A descansar un rato.

—De eso nada. Lo que queréis es meteros a follar otra vez, pero no os vamos a dejar. Guardad las ganas para la noche, chicos.

—Ahora vamos a darnos un baño en la piscina para refrescarnos… todos.

—Yo no quiero bañarme, quiero descansar.

—Razón de más para no irte a la habitación. Tiéndete en el césped.

Fran cruzó la mirada con Susana, y alzó los hombros, impotente.

—Está bien, cabrones. Pero ya me la pagaréis si algún día os toca a vosotros —dijo Fran resignado.

—Vamos a ponernos los bañadores.

Se dirigieron a las habitaciones.

—Vosotros dos… Si en diez minutos no estáis abajo, os vamos a montar una cencerrada que hasta tu madre en Sevilla va a saber que estáis follando.

—Estaremos abajo en diez minutos. Os dedicaremos la tarde y esperaremos. Pero si a algún cabrón, o cabrona, se le ocurre esta noche dar por culo con el móvil, probará el modo vibración del mismo a lo bestia. Y ya sabéis que cuando me cabreo, no me pienso las cosas dos veces.

—Dímelo a mí.

Entraron en la habitación y Susana abrió la bolsa para coger el bikini.

—Lo siento —dijo Fran acercándose a Susana y abrazándola por la cintura.

—No importa. La verdad es que tampoco nos vendrá mal descansar y dormir un rato. Así estaremos en plena forma para la noche.

—Me alegra que te lo tomes así.

Susana se alzó un poco sobre la punta de los pies y le dio un beso corto en los labios.

—Un aperitivo.

Y después se soltó y se cambió de ropa.

Bajaron a reunirse con los demás y se instalaron en la piscina.

Susana se tendió en la toalla y Fran lo hizo a su lado, mientras que los demás se metieron en el agua. Casi inmediatamente se quedó dormida, boca abajo, con la cara doblada hacia un lado en un ángulo extraño. Fran se quitó la camiseta y la dobló cuidadosamente y levantándole la cabeza con cuidado, la colocó debajo para que estuviera más cómoda. Después se sentó a contemplarla, embobado, sin terminar de creer lo que había pasado en las últimas horas. Apenas veinticuatro horas antes, él todavía pensaba que Susana estaba enamorada de Raúl. ¿Cómo no había sabido verlo? Ahora recordando, se daba cuenta de que había habido tantos momentos en que los dos se habían delatado…

Raúl salió del agua y se sentó junto a su amigo. Pareció adivinar sus pensamientos.

—Siempre he sabido que estaba loca por ti, aunque tú insistieras en que iba por otro tío. No había más que ver cómo te miraba.

—Me hizo creer que le gustabas tú.

—¿Yo? Joder, Fran, eres más tonto de lo que aparentas. A Susana nunca le he caído ni medianamente bien.

—Yo pensaba que solo lo fingía para que no te dieras cuenta. Y aquel puñetazo que te di no era solo por lo que dijiste de ella, sino porque ella te prefería. Los celos pueden llegar a ser muy malos, Raúl. Te confieso que he llegado a odiarte en algunos momentos. Anoche, por ejemplo. Si no me hubiera ido, creo que me habría liado a hostias contigo otra vez. Creí que le estabas tirando los tejos sin importarte lo que yo sentía por ella.

—¿Y crees que no lo sé? ¿Que no te veía la cara? Pero macho, si no te llego a pinchar para que saltaras, todavía estaríais haciendo el tonto los dos, jugando al ratón y al gato.

—¿Lo hiciste a propósito?

—Pues claro.

Fran alargó la mano hacia Susana, dormida a su lado, y le apartó un mechón de pelo que se había deslizado con el aire y le hacía cosquillas en la cara. No pudo evitarlo y deslizó la palma abierta por el hombro y la espalda.

—Te ha dado fuerte, ¿eh?

—Estoy enamorado como un colegial. Esta noche ha sido algo increíble, ¿sabes? No tiene comparación con nada que haya vivido antes. Ojalá algún día puedas sentirlo tú también.

—Mira, macho, ponte la soga al cuello tú si quieres, pero déjame a mí. Estoy muy bien así.

Fran rio bajito.

—Eso decía yo hace unos meses, y ahora solo quiero estar con ella. Y podrás decir que no es ninguna belleza, que está muy delgada. Pero te juro que para mí no existe ninguna más bonita, ni más perfecta. Y no es solo sexo, aunque la deseo como un burro. Joder, ahora mismo la despertaría y… bueno, más vale que me calme o me tendré que meter en la piscina del tirón.

Raúl se echó a reír.

—Macho, qué mal te veo. Me parece que te han enganchado.

—Me temo que sí. Esto es serio, Raúl, para mí y sé que para Susana también, aunque los dos hayamos dicho que no lo es y que simplemente nos gustamos.

—A tus padres no les va a hacer maldita la gracia.

—Ya lo sé, pero por primera vez en mi vida me importa un carajo lo que digan mis padres. Aunque de momento creo que lo mejor es que no lo sepan. Al menos hasta que pase un tiempo y las cosas estén más asentadas entre nosotros. Lo joderían. Una tarde vino Susana a estudiar a casa y mi madre la invitó a cenar. Y no te puedes imaginar qué mal rato. Se las apañó de todas las maneras posibles para hacerla sentir incómoda. Cuanto más tarde se entere de que estamos saliendo juntos, mejor.

—¿Y qué piensa Susana de mantenerlo en secreto?

—Supongo que estará de acuerdo. No creo que se vuelva loca por ir a comer a mi casa los domingos.

Ambos amigos se echaron a reír.

—Tío, si necesitas que te cubra las espaldas, que cuente alguna trola para que podáis estar juntos, ya sabes que puedes contar conmigo. Siempre lo hemos hecho y ahora con más motivo. Creo que te lo debo, aunque solo sea por los celos que has pasado por mi culpa.

—Gracias.

—Y ahora creo que deberías dormir un rato tú también. Probablemente ella espera que estés descansado esta noche.

—Sí, debería dormir. Lo que no sé es si lo conseguiré. Todavía no termino de creérmelo.

—Anda, inténtalo. Yo me vuelvo al agua y procuraré que nadie os moleste, ni ahora ni luego.

Raúl regresó a la piscina y Fran se tendió junto a Susana, y contra lo que esperaba, también se quedó dormido casi al instante.

Les despertaron a la hora de cerrar la piscina.

—¿Qué vamos a hacer esta noche? —preguntó Carlos mientras subían hacia las habitaciones a ducharse.

—Estos dos, follar… —dijo Raúl—. Los demás, lo que nos dejen.

—Pero antes tendrán que comer, digo yo.

—Susana y yo vamos a tomar unas truchas aquí al lado —dijo Fran—. El que quiera que se apunte —añadió sin muchas ganas.

—¿Qué dices unas truchas? Y aquí al lado, además —protestó Raúl—. Yo quiero ir al pueblo; quiero marcha.

—El pueblo no es Las Vegas, precisamente —dijo Miguel—. Como no subas y bajes las cuestas corriendo unas cuantas veces…

—Me da igual. Yo quiero marcha. Si no la hay, la montamos nosotros. Quedaos vosotros a comer trucha si queréis. Y luego, si os apetece reuniros con nosotros, nos dais un toque y ya os decimos por dónde andamos.

—Sí, en la calle uno o la calle dos, porque no hay más.

—De marcha… forzada —bromeó Inma.

—Entonces, quedamos en eso. Que os aproveche la trucha, y el polvo.

Las chicas entraron en su habitación y él cerró la puerta a sus espaldas.

—Tú tampoco querías ir con ellos, ¿verdad?

—Prefiero cenar contigo a solas, tengo que reconocerlo.

—Y me vas a dejar invitarte.

—Hoy te voy a dejar lo que quieras —dijo ella risueña.

—¿Todo lo que quiera?

—Todo.

Él se acercó y la abrazó. Susana levantó la cara y se encontró con su boca, ávida y exigente. Después, ella le advirtió riéndose:

—Me has prometido una trucha.

—Y pienso cumplirlo. Pero llevo todo el día sin besarte. Es mucho tiempo.

—Sí que lo es.

Se besaron de nuevo, pero el sonido del móvil los hizo separarse.

—¡Serán cabrones…!

Susana le echó un vistazo a la pantalla.

—Es Merche —dijo cogiéndolo—. ¡Hola!

—¡Vaya, por lo menos contestas! Estás viva. Esta mañana ni eso. ¿Tan ocupada estás que no te acuerdas del resto del mundo?

—Lo siento. La verdad es que sí he estado muy liada. No paramos. Y anoche tuve que apagar el móvil porque estos cabrones no paraban de dar toques y no me dejaban dormir.

—Ah, ¿pero has dormido? En los viajes de fin de curso no se duerme.

—Algo… no mucho.

—¿Por culpa de alguien en particular? ¿Hay algo que quieras contarme?

—Merche, no estoy sola. No puedo hablar.

—¿Quiere eso decir que sí? ¿Has estrenado el camisón?

—Merche, ahora no. Te llamo luego, ¿vale? O mañana.

—¿Quién está ahí contigo? No se escucha ruido…

Fran le quitó el móvil de la mano y se lo llevó a la oreja.

—Merche…

—¿Fran?

—¿Quién si no? Oye, gracias por el regalo.

—¿Qué regalo?

—El camisón. Era para mí, ¿no?

—Por supuesto. ¿Lo has disfrutado?

—Enormemente. Y tu hermana también.

—¡No sabes cuánto me alegro! Anda, pásamela.

Le tendió el móvil de nuevo.

—Dime, Merche.

—¿Es verdad lo que insinúa Fran?

—Sí, es verdad.

—¡Y tú que casi me pegas porque lo saqué delante de él! Si yo sabía que iba a causar efecto.

—Te pido disculpas.

—Oye, no habré interrumpido nada ahora…

—No, íbamos a ducharnos para ir a cenar.

—Pues antes de hacerlo, llama a mamá, que está que se sube por las paredes porque no tiene noticias tuyas. Luego puedes volver a apagar el móvil.

—Sí que lo haré. A mí no me vuelven a dar el coñazo a las cuatro de la madrugada para interrumpir.

—¡Qué cabrones! Bueno, nena. Hasta mañana.

—Hasta mañana, Merche.

—Dale un beso a Fran de mi parte.

—Lo haré.

Después, y sin soltar el teléfono, volvió a marcar.

—Tengo que llamar a mi madre. Dije que iba a hacerlo esta mañana y se me pasó. Y silencio, ¿eh? No quiero que sepa que estás aquí. Ella no lo entendería.

Fran se sentó en la cama y la contempló en silencio mientras hablaba con su madre, comentándole lo bien que se lo estaba pasando y todo lo que habían hecho, aunque sin mencionarle a él. También que iban a cenar trucha y terminó diciendo que la llamaría al día siguiente cuando llegaran a Sevilla.

Después colocó el móvil sobre la mesilla de noche y dijo:

—Misión cumplida. Y ahora a la ducha, que me muero de hambre.

Se ducharon juntos de nuevo y se fueron al bar que había situado justo al lado del albergue. Estaba prácticamente vacío y se acomodaron a una de las mesas, desde la que se divisaba la carretera y la piscifactoría donde se criaban las truchas.

Susana se sentó frente a Fran y le dijo señalando sus vaqueros y su camiseta.

—Lamento no haber traído más que vaqueros y chándals. No pensaba que iba a disfrutar de una cena romántica.

—Y tampoco pensabas que ibas a disfrutar de otras cosas…

—Eso menos que nada. Aún me cuesta asimilarlo.

El camarero se les acercó.

—¿Trucha frita o al horno?

—Al horno.

—¿Y para beber?

—Cerveza. Por una vez que no tengo que conducir… ¿Y tú, Susana?

—También.

—A ver por qué te da.

—La última vez que me achispé en el cumpleaños de Raúl me dio por comerte los morros.

—Pues bebe toda la cerveza que quieras, que yo me dejaré comer entero.

—Bien. Prometo ser hoy un poco más participativa. Anoche estaba tan nerviosa que dejé que tú lo hicieras prácticamente todo. Espero no haberte decepcionado.

Fran apoyó la mano sobre la de ella, que reposaba sobre la mesa.

—Vuelvo a repetirte que fue algo muy especial. Y espero que para ti también lo fuera.

—Sí que lo fue.

—No siempre la primera vez es agradable.

—Lo sé. Pero para mí sí lo fue… Mucho más que agradable.

—Me alegro. Susana, hay una cosa a la que le he estado dando vueltas esta tarde mientras dormías… Aquella carta que hiciste para clase, la que yo pensaba que le habías escrito a Raúl… ¿Era para mí?

—Sí que lo era.

—No la recuerdo muy bien. Supongo que tendrás una copia.

—Tengo el original. La copia fue la que entregué.

—La quiero.

—Tiene muchos tachones y borrones.

—Da igual. Si la escribiste para mí, es mía.

Ella sonrió.

—De acuerdo. Te la daré cuando volvamos. Como comprenderás no la tengo aquí.

—Dámela en privado, porque te comeré a besos después. Lo prometido es deuda.

—Fran… ¿Qué va a pasar mañana?

—Que volveremos a Sevilla.

—¿Y después?

—Que empezaremos los exámenes y estaremos hasta el cuello de trabajo.

—No me refiero a eso.

—¿Te refieres a nosotros?

—Sí.

—Pues que vamos a empezar a salir juntos y tú tendrás que dejar que te invite a comer y al cine y a todas esas cosas.

—¿Estás seguro de que es eso lo que quieres?

Él frunció el ceño.

—¿Acaso tú no?

—Sí, claro que sí. Pero no quiero que esto te haga sentir obligado para conmigo. Sé que te gusto y tú a mí también, pero no encajo en tu vida y soy consciente de que esto no puede durar mucho. Pertenecemos a mundos diferentes y esto tendrá que terminar más tarde o más temprano. No quiero que el día que ocurra te sientas mal por mí. Yo seré muy feliz el tiempo que dure; pero soy consciente de que tendrá un final.

Fran apretó su mano con fuerza.

—Estamos empezando, no quiero hablar de finales. Y respecto a lo de que no encajas en mi mundo, yo no pretendo meterte en él. No pienso decir en casa que estoy saliendo contigo, al menos de momento. Mis padres lo joderían de alguna manera y no voy a permitírselo. No pienses que me avergüenzo de ti, es de ellos de quienes me avergüenzo. Su comportamiento la noche que cenaste en mi casa fue imperdonable y eso no es nada comparado con lo que harían si supieran que estamos juntos. Por eso y no por otra cosa, voy a mantener oculta nuestra relación a mi familia. Aunque sí se lo diré a Manoli. Ella se alegrará. Hablamos mucho de ti, ¿sabes? Siempre me pregunta cómo te va.

—Yo tampoco quiero decírselo a mis padres. El día que les presente a un chico tiene que ser mi fututo marido. No entenderían otro tipo de relación.

—Mirándolo bien eso tiene sus ventajas.

—¿Qué ventajas?

—Que no tendré que compartirte con nadie. Y come, que la trucha se te está enfriando. Y yo tengo que reconocer que me estoy muriendo de ganas de terminar de cenar y volver a la habitación.

—Yo también.

—¿Pasamos entonces de reunirnos con los demás?

—Pasamos.

Terminaron de cenar y se volvieron al albergue, dispuestos a disfrutar de su última noche de viaje, esta vez sin nervios, sin miedos y sin reservas.

Ambos eran conscientes de que les esperaba una época dura de exámenes, de mucho trabajo y en la que probablemente no dispondrían de tiempo para verse a solas y menos en una cama y aprovecharon hasta el último minuto de aquella noche.

Susana se esforzó en dominar su timidez y no limitarse a dejarse acariciar como había hecho la noche anterior. Aceptó la mirada de Fran a pesar de sus complejos y empezó a comprender que realmente le gustaba su cuerpo delgado tanto como a ella le gustaba el de él. Disfrutó del placer de acariciar además del de ser acariciada, de excitar a la vez que era excitada, y cuando al fin se durmieron al amanecer, sentía que más que dos noches, Fran y ella llevaban juntos toda una vida.

Por la mañana, y a pesar de que apenas habían dormido tres horas, no hubo necesidad de que nadie les llamase. Susana se despertó sola y contempló el rostro de Fran dormido boca abajo y con la cara vuelta hacia ella. Él dormía en una incongruente postura en la que parecía imposible sentirse cómodo, pero ya ella se había dado cuenta de que se durmiese como se durmiese, siempre acababa así. Dudó si llamarle, pero decidió disfrutar un rato de verle así, dormido y relajado como un niño. Alargó la mano y acarició una vez más aquella noche el pelo rubio oscuro al que el sol había sacado algunos mechones más claros, aspiró una vez más el olor a Hugo Boss que había pasado a formar parte de Fran de forma permanente. Olía él, olían sus ropas… incluso después de bañarse en la piscina, seguía oliendo.

Luego deslizó la mano por la espalda, tocando los músculos marcados pero no abultados y bajó hasta las nalgas duras y redondeadas. Sintió que empezaba a excitarse al recordar cómo por la noche se había aferrado a ellas mientras hacían el amor, para empujarle hacia su interior. Por una parte deseó que se despertara y por otra quería continuar así, teniéndole a su merced, para ella sola. Se incorporó un poco y empezó a besarle la espalda. De pronto comprendió que Fran ya estaba despierto, pero permanecía quieto y con los ojos cerrados, dejándola hacer.

—¿Estás despierto? —preguntó.

—Por supuesto… no soy de piedra.

—¿Por qué no me has dicho nada?

—Porque sabía que ibas a dejar de acariciarme; como efectivamente has hecho. Y soy un coscón de mil demonios. Anda, ¿por qué no sigues otro poco?

—De acuerdo.

Susana continuó con las caricias hasta que el despertador del móvil les anunció que había llegado la hora de levantarse.

Se reunieron con los demás en el comedor y esta vez pudieron hartarse de café caliente y tostadas.

Después, y aunque tenían que dejar la habitación a las once, decidieron hacer una barbacoa para almorzar y marcharse por la tarde.

—¿Quién va a ir por la comida?

—Yo estoy cansado —se disculpó Fran.

—¡Ah, no! Ahora no te vas a librar —dijo Carlos—. Si estás cansado, haber follado menos.

—¡Qué basto eres!

—Esta vez vamos a ir todos los tíos. Hoy no vengo muerto por esa cuesta a pleno sol, con la comida, las bebidas y todo lo demás —se quejó Raúl.

—Yo preparo luego la comida.

—Que no. Ya te veo venir, tú lo que no quieres es separarte de Susana. Pero no se te va a largar con otro porque la dejes sola media hora, ¿verdad chica?

—Por supuesto que no.

—¿Ves? Si está deseando que la dejes respirar, macho.

—Anda, sí, lleváoslo —dijo Maika—. Que nosotras estamos deseando tener a Susana un ratito para nosotras.

—De acuerdo. Pero que conste que si nosotros vamos por la carne, la preparáis vosotras.

—Que sí, pesado, que te largues ya.

Los cinco amigos se marcharon y las chicas se quedaron solas sentadas en los largos bancos del fondo de la zona de acampada.

—Bueno, cuenta…

Susana se echó a reír.

—¿Qué queréis que cuente?

—Todo, por supuesto —dijo Lucía.

—No pienso dar detalles.

—Pues él seguro que lo está cascando todo.

—No lo creo.

—¿Que no? A Raúl seguro que se lo cuenta. Ayer, mientras dormías en la piscina, estuvieron charlando mucho rato, en plan confidencias.

—¿Tú oíste lo que decían?

—No, pero me lo imagino.

—Pues no imagines tanto. A mí, por lo menos, no vais a sacarme nada.

—¿Ni siquiera cómo la tiene?

—¿Cómo la va a tener? Como todos.

—¿Mayor o menor que la media?

—¿Y yo que sé? No he tenido ocasión de comparar. Fran ha sido el primero.

—Yo cuando lo vi la otra noche mirando cómo Raúl y tú os hablabais al oído, con la cara de mala leche, pensé que se iba para él y lo molía a hostias otra vez.

—Le faltó poco, ¿eh?

—¿Dónde estaba?

—En el banco que hay delante del comedor. Escuchando música.

—Rumiando, querrás decir.

—¿Y qué te dijo cuando te vio llegar?

—Que volviera y me liara con Raúl. Que no se me iba a presentar otra oportunidad.

—¿Y qué le hacía suponer que tú querías liarte con él?

—Yo le había hecho creer que Raúl me gustaba.

—Así os miraba… ¿Y después?

—Después llegamos a la conclusión de que nos gustábamos el uno al otro.

—¿Y ya está?

—El resto es privado.

—Raúl lo hizo a propósito, desde luego. Para que Fran saltara. Nunca le hubiera hecho eso a Fran.

—Raúl le tira los tejos a todo lo que tenga dos tetas y un coño y le importa una mierda que le guste a su amigo. Con tal de conseguir un polvo…

—No estás siendo justa, Inma. Yo nunca he visto a Raúl meterse en medio de una pareja que ya esté formada.

—Yo de él me espero cualquier cosa.

—Sigue intentándolo contigo.

—Por mí, ya puede irse al diablo.

—Dime una cosa, Inma… La verdad. Si no fuera tan buitre, ¿te liarías con él?

—Es como es y eso no lo puede cambiar nadie.

—Pero si no lo fuera, ¿no podría llegar a gustarte?

—Vamos a dejar clara una cosa, y por supuesto que no salga de aquí. Raúl me gusta y mucho. Pero no voy a liarme con él. No me da la gana ser una muesca más en su cinturón, ni una cara que apenas se recuerda. Una tarde que estábamos en la bolera nos encontramos con una niña que le miraba mucho. Yo me di cuenta y se lo dije, y él, mirándola a su vez de pasada dijo que la cara le sonaba. Que a lo mejor se había liado con ella en el instituto o en vacaciones, no recordaba bien cuándo ni dónde. Yo no voy a ser una cara que apenas se recuerda… ¡Antes me grapo el chichi!

Todas se echaron a reír.

—¡Chica, qué drástica!

—Es lo que hay. Y tú, Susana, deberías tener cuidado también. Fran es igual. Quizás él sí recuerde dónde y cuándo se lio contigo, pero no pienses que va en serio.

—Eso ya lo sé; yo tampoco voy en serio con él —mintió.

—Sabes lo de Lourdes, ¿no? Estuvieron saliendo juntos todo el curso pasado y en verano él se fue a Gran Bretaña, todos los años lo hace, y luego a Cantabria. Sus padres veranean allí. Pues cuando empezó el curso el verano había borrado todo rastro de la relación, y si te he visto no me acuerdo.

—Y probablemente conmigo pasará lo mismo. No me importa, estoy preparada. En ningún momento he pensado que esto vaya más allá de algo temporal. Pero voy a disfrutarlo a tope mientras dure. Nunca he salido con nadie, ni me han dicho cosas bonitas. Tengo que confesar que ahora mismo estoy como en un sueño. Pero sé que es solo eso y que me tendré que despertar.

—Hay veces que se paga muy caro un poco de felicidad.

—Correré el riesgo.

—Si es así, allá tú.

—Vamos, Inma, no seas aguafiestas. ¿No ves lo feliz que está? Será mejor que dejemos la charla y vayamos preparando las cosas para cuando vengan estos.

Susana clavó la vista en las brasas que empezaban a encenderse.

«No es así», pensó. «Yo quisiera pasar con él el resto de mi vida, pero como sé que eso es imposible, viviré esto mientras dure y ya afrontaré luego lo que venga. Pero nadie podrá quitarme estas horas de felicidad, las únicas que he tenido en mi vida. Y quizás las únicas que tendré. Sé que Fran será alguien muy importante para mí. Aunque no dure».

Los chicos regresaron y después de comer cogieron al autobús de regreso a Sevilla.

Cuando Susana se sentó junto a Fran, este le dijo:

—Me temo que no puedo ponerte música ahora.

—No importa. Probablemente me dormiré en cuanto el autobús empiece a andar. Siempre me duermo en los coches, y más ahora que prácticamente no he dormido en dos días.

—Pues si vas a dormir, ponte cómoda —ofreció él levantando el brazo e invitándola a apoyar la cabeza en su hombro.

Susana se refugió en el hueco que Fran le ofrecía y se recostó contra él. El suave rodar del autobús, el calor del cuerpo de Fran y las leves caricias de su mano en su brazo hicieron que se quedara dormida casi inmediatamente. Ni siquiera vio la foto que Raúl les había sacado desde el asiento delantero.

Despertó cuando Fran la sacudió ligeramente, cerca ya de su destino.

—Susana… será mejor que te despiertes. Ya estamos llegando.

Esta se sacudió el sueño y se incorporó.

—¿He dormido mucho?

—Todo el camino. Mi padre me ha puesto un mensaje diciendo que vendrá a recogerme. Le pediré que te acerque a ti a casa.

—No, por favor… No quiero ir con tu padre. Me iré en un taxi, como vine.

—No permitiré que te vayas sola.

—Es de día, Fran. Y no irás a ponerte mandón, ¿verdad? En serio, no quiero ir con tu padre. No quiero que ni siquiera sospeche que hay algo entre nosotros. Y ahora es muy evidente que lo hay. Creo que chorreamos miel, como dirían en mi pueblo.

Él la miró sonriente y le acarició la cara con la palma de la mano abierta.

—¿Ves lo que digo? Será mejor que nos despidamos aquí.

—De acuerdo. Despidámonos —dijo besándola con suavidad, mientras el coche dejaba atrás la avenida de La Palmera y giraba para entrar en la estación de autobuses.

—Hasta mañana.

—Hasta mañana.

Un cuarto de hora más tarde, ambos bajaban del autobús, y como si no fueran más que simples compañeros, se marcharon cada uno por su lado. Susana ni siquiera miró hacia atrás, temerosa de que el abogado Figueroa, o peor aún, su mujer, la sorprendiera mirando a Fran.