Capítulo 11
Sevilla. Abril, 1999
Susana se acercó a Fran antes de que él se marchara a otra aula. Sentía en el alma lo que iba a decirle, a nadie le costaba más trabajo que a ella perderse una clase y por tanto una tarde con él. El único tiempo que podía disfrutar de su compañía a solas, y sobre todo, de ese rato de charla que siempre se producía cuando ya estaban recogiendo. A veces incluso iban a tomarse algo juntos en uno de los bares cercanos a la facultad. Fran siempre escogía uno de los que no frecuentaba la pandilla, probablemente para que ella no viera cómo Raúl se estaba enrollando con alguien. Pobre e ingenuo Fran, aún seguía convencido de que ella estaba enamorada de Raúl y todavía intentaba buscar excusas para que se encontraran y charlaran a solas. Aunque esas ocasiones eran cada vez menos frecuentes, quizá se estuviera cansando o quizás ella le hubiera convencido al fin de que lo dejara estar. Fuera cual fuera la causa, Susana lo agradecía, porque además de producirle mucho embarazo los torpes intentos de Fran, le fastidiaba mucho esos momentos que tenía que dedicarle a Raúl y perderse de estar con él.
—Hola —saludó Fran cuando la vio acercarse—. ¿A qué hora quedamos luego?
—No voy a poder darte clase hoy, ¿te importa si lo cambiamos para mañana?
—No, a mí me da igual. Cuando quieras.
—Ya sé que los miércoles sueles salir con Raúl y vais a la bolera, pero hay que entregar los resúmenes mañana y no los tengo terminados.
—¿En serio no los tienes terminados? ¿Tú? —bromeó Fran—. ¿Has estado muriéndote o algo así?
—No, no ha sido culpa mía. Es que el ciber donde suelo ir a pasarlos a ordenador y a buscar datos en Internet ha estado sin servicio por reformas y no he podido tenerlos al día. Ayer ya estaba funcionando y me pasé la tarde allí, y hoy me temo que me espera otro tanto.
—¿Te vas a un ciber a pasar apuntes?
—No tengo ordenador, ya lo sabes. ¿Dónde pensabas que lo hacía?
—No sé, quizás en casa de algún vecino…
—No, no tengo tanta amistad con los vecinos como para eso.
—Pero los ciber son muy caros.
—He llegado a un acuerdo con el dueño y le echo una mano a su hijo cuando tiene dudas con los estudios. Me cobra solo la primera hora aunque eche tres o cuatro, y a veces ni eso.
—¿Por qué no me lo has dicho? Podrías venirte a casa. Allí hay tres ordenadores por lo menos. El mío y dos portátiles de mis padres. ¿O es que tampoco tienes confianza conmigo como para usar mi ordenador?
—Para usar tu ordenador sí, pero no para meterme en tu casa por las buenas. Nunca me has invitado a ir allí.
—Porque está muy lejos y te supondría un tremendo follón de autobuses. No porque yo no quiera que vengas a mi casa. De hecho, esta tarde cuento contigo. Ni se te ocurra irte al ciber, ¿eh? Que me enfadaré.
—Bueno, si quieres. Pero tendrás que darme la dirección.
—Mejor aún… comemos aquí los dos en la facultad y luego te llevo en el coche. Y te indico dónde está la parada para que en otra ocasión puedas venir tú sola.
—De acuerdo, avisaré a Merche —dijo cogiendo el móvil.
Le vio también a él coger el suyo y apartarse un poco para hablar. Algo se encogió en su interior. Sin duda estaba anulando alguna cita que tuviera para antes o después de la clase.
—Ya está —dijo cuando se acercó de nuevo—. Le he avisado a Manoli para que prepare algo bueno de merienda.
Susana respiró aliviada, aunque eso no significara necesariamente que no tuviera alguna cita las tardes que no se veía con ella.
Almorzaron juntos en el comedor de la facultad.
—¿Comes esto todos los días que damos clase?
—A menudo.
—La comida deja mucho que desear.
—Otras veces como bocadillos, pero eso es aún peor. Los bocadillos solo están buenos en el campo o en la playa. Pero no me compensa ir a casa y luego volver, pierdo demasiado tiempo.
—Lo mejor en la playa es la tortilla de patatas o los filetes empanados.
—Cierto. Me encantan los filetes empanados. Bueno, en realidad me encanta comer… a pesar de lo delgada que estoy, trago como una lima.
—Pues deberías probar las croquetas de Manoli. Un día que mis padres no coman en casa te invitaré y le pediré que nos prepare todas las porquerías insanas que mi madre no le deja cocinar, pero que están buenísimas.
—Mira que mi estómago es muy sensible. Si me acostumbras a la buena comida no me echarás de tu casa.
—Por mí… Así sería agradable estar allí.
—¿No te gusta tu casa?
—Tengo que reconocer que me gusta más la tuya.
—¡Venga ya!
—La mía es grande y bonita, arreglada por un decorador muy prestigioso, con todo coordinado y conjuntado, siempre ordenada y limpia… pero terriblemente fría. Salvo en mi cuarto, parece que no viva nadie allí. Y en realidad no vive nadie, mi padres solo van a cenar y a dormir. Manoli limpia y cocina y por la noche se va a su casa, y yo también paso la mayor parte del día fuera. Y cuando estoy allí apenas salgo de mi cuarto. No es como en tu casa, que se respira vida nada más abrir la puerta.
—Pues tendrías que ver mi casa de Ayamonte… Es grande y soleada, y aunque no da al mar, este se huele en cada rincón. Y allí sí que hay vida. Mi abuela vive con nosotros y no para de hablar en todo el día, y siempre hay algún primo o prima que viene a verla. Y cuando estamos allí Merche y yo los fines de semana, es una fiesta. Mi madre cocina cantidades enormes de comida pensando en que no comemos aquí lo suficiente, siempre prepara nuestros platos favoritos, mi hermana invita a sus amigos… en fin, que mi casa siempre está llena de gente.
—Me gustaría vivir algún día una experiencia parecida… una familia grande y bulliciosa… Yo soy hijo único y tampoco tengo primos ni primas… Raúl es lo único que tengo.
—O sea, que el día de mañana serás padre de familia numerosa.
—No sé, nunca me he planteado el futuro en ese sentido. De hecho no me veo de padre de ninguna forma. El único futuro que veo por delante es trabajar en el bufete de mi familia cuando termine la carrera.
—¿Y eso te gusta? Trabajar para la familia es difícil a veces. Los padres están bien como padres, pero como jefes…
—¡Cualquiera le dice al Señor Figueroa que no voy a trabajar con él! Supongo que probaré y si no funciona ya veré lo que hago. De momento lo primero es terminar la carrera.
—Sí, eso es verdad. Y creo que ya va siendo hora de que nos pongamos en marcha, somos los últimos y ya nos están mirando con mala cara.
Salieron del comedor y se dirigieron al aparcamiento donde Fran había dejado el coche. Subieron a él y Fran condujo por la carretera que llevaba hasta la urbanización de lujo situada a la afueras de Sevilla donde vivía.
Apenas entraron en la primera rotonda de la misma, empezaron a desfilar a derecha e izquierda enormes casas distribuidas irregularmente, de distintos estilos arquitectónicos, pero indudablemente muy caras. Al fin, Fran detuvo el coche ante un muro blanco. Bajó del mismo y sacó unas llaves del bolsillo para abrir una puerta enorme de hierro negro. Esta se abrió sin siquiera un chirrido y volviendo al coche entró en un garaje con capacidad para varios vehículos, pero vacío en aquel momento. Aparcó a un lado y se volvió a Susana.
—Baja.
Abrió otra puerta situada al fondo y salieron a un jardín lleno de rosas, distribuido en dos niveles separados por tres escalones. En el nivel superior había una piscina. Susana se quedó parada contemplándolo. Sabía que los padres de Fran tenían dinero, pero aquella casa la estaba dejando apabullada. ¡Y ella haciéndose ilusiones de que quizás algún día Fran la viera como algo más que a una amiga! Ella y su familia jamás podrían entrar en el círculo social de él.
—No te dejes impresionar —le escuchó decir—. Por muy bonita que sea es un rollo disfrutarla solo. Yo siempre voy a bañarme al Mercantil.
—¿No invitas a tus amigos a que se bañen aquí?
—Mi madre es una maniática de la limpieza y el orden. Se moriría antes que permitir que una panda de descontrolados, como dice ella, mancillaran su casa. De modo que como puedes ver, vivo en una cárcel de oro.
—¿No supondrá un problema que yo esté aquí?
—Tú eres solo una y pacífica. Y es un respiro ver a alguien de mi entorno en esta casa, para variar. Anda, ven dentro y te presentaré a Manoli, está deseando conocerte desde que le dije que besaste mi cicatriz.
—¿Y no le dijiste que yo fui la causante de ella?
—Sí, y eso le hizo interesarse aún más por ti.
—Querrás decir odiarme.
—Claro que no, está encantada de que yo tenga una amiga como tú. Dice que la compañía de Raúl no es una buena influencia para mí.
Fran evitó la entrada principal y dando un pequeño rodeo abrió una entrada lateral y entró en una cocina grande y cuadrada, llena de muebles oscuros coronados por una encimera de mármol blanco que Susana supo sin ninguna duda que había costado mucho dinero. Todo en aquella casa había costado mucho dinero.
Una mesa redonda de madera pulida y brillante como un espejo y cuatro sillas a juego y tapizadas de piel estaban colocadas en una de las esquinas y ni siquiera la mesa principal del comedor de su casa en Ayamonte podía compararse a la de esta cocina.
Una mujer de unos cuarenta y tantos años, delgada y vestida de uniforme de color verde y delantal crudo se separó del horno y secándose las manos se acercó a ellos.
—Manoli, esta es Susana, una buena amiga de la facultad. Le he hablado tanto de tu repostería que ha venido a probarla.
—Encantada. Espero que le guste. Fran es muy exagerado cuando habla de mis comidas.
—¿Cómo que encantada y espero que le guste? Manoli, es amiga mía, no de mi madre. Puedes tutearla y hasta darle un beso. ¿No es así, Susana? A ella no le importa que seas mi Tata.
—La asistenta.
—Mi Tata —repitió él pasándole un brazo por los hombros—. Ahora no está mi madre en casa.
La mujer miró a Susana que le sonrió y se acercó a ofrecerle la mejilla. Aquella le estampó dos sonoros besos.
—Encantada de conocerte, Manoli. Fran me ha hablado de ti.
—A mí también me ha hablado de ti.
—Espero que bien…
—Muy bien. ¿Habéis comido ya?
—Sí, en la facultad, y no muy bien por cierto. La comida es desastrosa. Y la pobre Susana come muy a menudo allí, y casi siempre por mi culpa.
—Pues ya sabes lo que tienes que hacer.
—Por supuesto, la invitaré a probar tus empanadillas y tus croquetas. Algún día que mis padres estén de viaje.
—No hace falta que tus padres estén de viaje, casi nunca vienen a almorzar.
—Ya lo sé, pero prefiero que mi madre no pueda aparecer por aquí de improviso. Sé que no quiere que prepares ciertas comidas, y la bronca te la llevarías tú. No te preocupes, ya lo arreglaremos. ¿Qué nos has preparado para merendar?
—Una sorpresa.
—Bien, ahora nos vamos a mi cuarto a estudiar, tenemos mucho trabajo. Bajaremos sobre las cinco y media o las seis, ¿te parece bien?
—Perfecto.
Fran la hizo salir por otra puerta que desembocaba en un amplio vestíbulo de mármol negro y gris claro al que se debía acceder por la puerta principal.
—¿Quieres que te enseñe la casa o prefieres subir directamente a mi habitación?
—Prefiero empezar a estudiar cuanto antes, si no te importa. No quisiera irme muy tarde. Tal vez luego, si tenemos tiempo.
Cruzaron delante de la puerta abierta de un impresionante comedor lleno de muebles oscuros y brillantes, y la precedió por una escalera cubierta de una alfombra color melocotón hasta la planta alta.
—Supongo que por aquí se podrá coger un autobús…
—Sí, hay una parada cerca, pero no te preocupes por eso, tienes chófer particular.
—No voy a permitir que vayas hasta Sevilla a llevarme y tengas que volver otra vez hasta aquí.
—Mi coche ya se sabe el camino de memoria. Y a mí me gusta conducir.
Entraron en una habitación grande y rectangular, mayor que todo el piso que Susana compartía con Merche. Una de las paredes más largas estaba ocupada casi en su totalidad por tres ventanas cubiertas por unos estores verde oscuro, que contrastaban con el tono verde manzana de las paredes. Los muebles eran de madera clara y una cama individual pero grande, de al menos dos metros de largo por más de uno de ancho estaba colocada en un ángulo de la estancia. Un mueble corrido que hacía de mesilla de noche, y mesa de trabajo partía de ella y recorría la otra pared hasta terminar en un armario. A lo largo de toda la pared había estanterías con discos, libros y algún que otro trofeo de fútbol. Pero ni una sola fotografía del niño que había sido, y tampoco del hombre que era.
—¿No tienes fotos? Mi cuarto, tanto el de Ayamonte como el de aquí está lleno de fotos.
—¿De la familia?
—Sí, claro… Ya sabes que no tengo amigos.
—No tenías amigos. Ahora sí tienes.
—Bueno, sí, pero no tengo fotos de ellos.
—Eso tiene fácil arreglo —dijo Fran abriendo una puerta del armario y sacando una cámara digital. Manipuló en ella y la colocó sobre la mesa, tratando de ver a través del visor—. Siéntate en la cama. Ahí, perfecto. No te muevas.
Se separó de la cámara y se sentó a su lado, pasándole el brazo sobre los hombros. En cuestión de segundos la cámara se disparó sola y él fue a comprobar el resultado.
—Muy seria… Parece que voy a comerte. Otra.
Volvió a colocarse a su lado.
—Sonría, por favor.
Susana giró a medias la cara hacia él y sonrió tratando de que no pareciera que se lo comía con los ojos.
Fran volvió a levantarse.
—Esta está mejor. De todas formas te sacaré una copia de las dos.
Conectó la impresora y en pocos segundos Susana tenía en la mano dos copias en papel fotográfico que nada tenían que envidiarle a las del mejor estudio.
—Bueno, ya tienes fotos de amigos para ponerlas en tu habitación si quieres.
—Gracias. Por supuesto que las pondré.
—Yo las colocaré en mi álbum. No tengo fotos a la vista porque no quiero que mi madre hurgue en mi vida privada.
—Pues es una pena, porque la habitación ganaría mucho con unas cuantas fotos.
—¿No te gusta mi habitación?
—Sí que me gusta, aunque tengo que reconocer que no me la imaginaba así.
—¿Cómo te la imaginabas?
—No sé, diferente. Más pequeña, quizás. Y por supuesto no con una cama tan enorme. Parece una cama de matrimonio.
—Sí, está hecha a medida. Me muevo mucho cuando duermo y no me gusta encontrarme con que me falta espacio. Caben perfectamente dos personas.
—¿Sueles traer invitadas a dormir cuando no están tus padres?
—No, jamás. Mi madre lo averiguaría y ya te he dicho que prefiero dejar mi vida privada fuera de su control. Pero Raúl y yo si nos hemos tumbado muchas veces en ella a escuchar música. Tengo un sistema muy chulo de altavoces conectados alrededor de la cama y parece que la música te envuelve. Luego, cuando terminemos, te lo enseñaré. Ahora será mejor que empecemos.
Levantó los estores para que entrase más luz y Susana vio que desde la ventana se divisaba el jardín y la piscina en todo su esplendor. Junto a la piscina había un templete de lona lleno de tumbonas a rayas azules y blancas y una mesa a juego. Sobre una barra había una toalla puesta a secar. Fran se dio cuenta de que Susana la miraba.
—Mi padre nada todos los días una hora antes de ir al trabajo, tanto en invierno como en verano.
Acercó una silla a la mesa y se sentó en ella, ofreciendo la giratoria que había delante del ordenador a Susana.
—Siéntate, el ordenador es todo tuyo.
—¿La silla de honor para mí?
—Por supuesto.
Ella se quitó el poncho de lana que llevaba puesto y se sentó. Hacía calor en la habitación, el invierno ya estaba llegando a su fin y el sol entraba a raudales por las ventanas. Susana sacó un disquete de la mochila y lo introdujo en la disquetera. Después de cargar el trabajo sacó los apuntes. Fran la veía hacer en silencio.
—No quiero interrumpirte, supongo que tú tendrás que estudiar también. ¿O quizá necesitas el ordenador? ¿Tal vez tú tampoco tienes los apuntes terminados?
—Sí que los tengo. Pero me gustaría ver cómo los tienes tú. Y para una vez que tengo visita, no voy a ponerme a estudiar. Si quieres puedo ayudarte a ti. ¿Te dicto? Así terminaremos antes.
—De acuerdo.
Durante un par de horas ambos trabajaron juntos con la buena armonía que les caracterizaba. Susana era la única persona con la que Fran había podido trabajar sin distraerse y aprovechando el tiempo. Cuando terminaron de pasar los apuntes, él miró el reloj.
—Son casi las seis. ¿Te parece si bajamos a merendar?
—De acuerdo. Pero no irás a meterme en ese comedor enorme que he visto al subir, ¿verdad?
—Claro que no. Cuando mi madre no está yo hago todas mis comidas en la cocina, con Manoli.
—Es muy simpática.
—Yo sabía que te iba a gustar. Ella es quien me ha criado. Mi madre siempre ha trabajado fuera de casa y cuando volvía seguía estando ocupada. Ella ha sido mi madre, mi padre, mis hermanos… Y me mima de forma escandalosa. Cuando no está mi madre, claro.
La mesa de la cocina estaba puesta con un alegre mantel de flores anaranjadas y dos cubiertos.
—¿Tú no meriendas con nosotros? —preguntó Fran.
—Hoy no, tienes una invitada.
—Tenemos una invitada —dijo abriendo un cajón y sacando cucharilla y tenedor y además una taza y un plato de la alacena.
—¡Estate quieto! Deja mi cocina. Eso es cosa mía.
Pero Fran no le hizo caso y continuó colocando cosas sobre la mesa.
Manoli le señaló una silla a Susana.
—Siéntate, chiquilla. ¿Qué tomas? ¿Café? ¿Té? ¿Leche? ¿Chocolate?
—Cualquier cosa.
—Hay de todo, puedes elegir.
—¿Qué tomas tú? —le preguntó a Fran.
—No lo diré hasta que elijas.
—Un vaso de leche.
—¿Sola?
—Con azúcar, por favor.
Fran quitó la pequeña taza de café que había sobre la mesa y colocó en su lugar dos enormes tazones azules. Luego los llenó de leche caliente.
—¿Quieres quedarte quieto y dejarme a mí? —le recriminó Manoli.
—Déjate de tonterías, lo hago todos los días.
—Hoy tenemos una invitada.
—Susana no es una invitada, es una amiga.
En uno de los tazones echó una generosa cantidad de Nesquik y lo removió. Manoli se sirvió un café solo y sacó una bandeja con una tarta oscura cubierta de azúcar y una fuente con rosquillas caseras.
Fran cogió un cuchillo y empezó a cortar porciones de la tarta. Y, metiendo un buen trozo de la suya en el tazón de Nesquik, empezó a comerlo.
—Míralo, parece un crío. Siempre ha merendado así, desde que tenía cinco años.
—No siempre, cuando iba a casa de los amigos de mi madre tomaba té con pastas. ¡Con cuchillo y tenedor, figúrate! Y yo odio el té y todavía más las pastas.
—Esta tarta está muy buena —dijo Susana probando un trozo. No era excesivamente dulce y tenía un agradable sabor a nueces.
—¿A que sí? Es una de las mejores de Manoli, la tarta de calabacines.
—¿De calabacines?
—Sí, en efecto.
—Nadie lo diría. Pero está riquísima.
—Bueno, te guardaré un trozo para que te lo lleves.
—No hace falta.
—Claro que sí. Si no Fran se la comerá toda en un día y pillará una indigestión.
—¿Te vas a comer tú solo todo eso?
—Mis padres no comen dulces… engordan.
—Eso de engordar tiene que ser un rollo. Yo como todo lo que quiero y no engordo ni un gramo. En el colegio me decían espagueti… y palito.
Fran la miró y sonrió.
—En tu colegio eran gilipollas. Y tú sales ganando. Anda, empieza con los rosquitos.
Susana cogió uno y se lo comió casi de un bocado.
—¡Hum, saben igual que los de mi madre!
—Es que esta es una receta casera. Nada de bollería industrial.
Fran volvió a rellenar su tazón con Nesquik.
—¿Quieres más leche?
—No, para mí ya basta. Y seguro que esta noche no cenaré.
Terminaron la merienda y luego se levantaron.
—Fran, yo voy a marcharme ya.
—¿Ya? No son más que las seis y media.
—Pero ya he terminado lo que tenía que hacer. Y no quiero…
Él se echó a reír a carcajadas.
—Ya, no quieres molestar, ¿no es eso?
—Sí.
—Manoli, ¿a ti te molesta?
—Por supuesto que no.
—Y a mí tampoco, de modo que vuelve a subir a mi cuarto y ponemos un poco de música, ¿vale? O si lo prefieres vemos una película. Pero no voy a dejar que una vez que vienes a mi casa no hagas más que trabajar.
—También he merendado.
—Y ahora vamos a pasar un rato agradable.
Se dejó conducir de nuevo hasta la habitación y allí Fran abrió un armario lleno de CD.
—¿Qué prefieres oír?
—Cualquier cosa que no sea ruido. Me gustan especialmente las bandas sonoras de películas. ¿Tienes alguna?
—Sí, varias. ¿Te gusta esta? —dijo mostrándole la de Memorias de África.
—Me encanta esa.
—Bien, pues prepárate —dijo bajando los estores de las ventanas y dejando la habitación en penumbra.
—¿Qué haces?
—Ambientando esto un poco. Ya verás…
Colocó el disco en un equipo colocado junto al ordenador y la hizo sentarse en el borde de la cama.
—Tiéndete.
—¿Qué?
—Que te tumbes en la cama.
—¿Para qué? —preguntó ella nerviosa.
—No te voy a meter mano, tranquila. Solo quiero que disfrutes del efecto. Tiéndete.
Ella le obedeció echándose hacia atrás en la cama y Fran le quitó los zapatos y le levantó las piernas.
—Relájate y mira al techo.
A la vez que la música empezó a sonar, el techo reflejó unos efectos de luces y sombras que se movían al ritmo de la música. E incluso Susana tuvo la sensación de que la cama se movía.
—Caray…
—¿A que es chulo? Hazme sitio, cabemos los dos.
Él se tendió a su lado, rozándola apenas y Susana contuvo la respiración. El corazón empezó a golpearle con fuerza en el pecho, quizás esperando que él se acercara y la abrazara, pero Fran permaneció quieto mirando al techo y ella comprendió que de verdad él solo tenía intención de escuchar música. Y se relajó, sintiéndose decepcionada a la vez. Concentró su atención en los círculos verdes y ámbar que giraban sobre su cabeza, dejando su cuerpo laso y abandonado, como si de verdad vagara por la sabana de África, eso sí, con Fran a su lado.
A medida que la tarde se convertía en noche la habitación quedaba más en penumbra y los efectos luminosos se hacían más nítidos en el techo y las paredes. Susana pensó que tenía que ser un gustazo hacer el amor en aquella cama que se movía, con el juego de luces bailando a su alrededor y sentir el cuerpo de Fran abrazado al suyo más cerca aún de lo que lo tenía en aquel momento. La cama conservaba los restos de su olor, ese olor que Susana identificaría en cualquier lugar.
—Estás muy callada —le escuchó decir bajito—. ¿No te habrás quedado dormida?
—No. Estoy disfrutando de la música —respondió en el mismo tono de voz.
—¿A que es muy relajante?
—Sí, mucho. ¿La cama se mueve al ritmo de la música o es mi imaginación?
—No, no es tu imaginación. Se mueve. Y tendrías que ver cómo bota con la música cañera.
—¿Cómo lo has conseguido?
—Me ayudó a montarlo un colega del colegio que se metió en electrónica. Él tiene un sistema como este en su casa y conseguí que me ayudara a hacerme uno. Dice el tío que es flipante hacer el amor así.
—¿Tú no lo has probado? —preguntó con cautela, pero ansiosa por saberlo.
—No, nunca he hecho el amor en mi casa con nadie. Además, esto solo lo tengo desde hace unos meses.
—Pero Raúl y tú os enrolláis con chavalas a veces. Al menos eso es lo que he oído decir a las chicas de tu pandilla.
—La mayoría de las veces son estudiantes que comparten piso y entonces vamos a su casa. Si no es así, hay sitios donde se puede conseguir una habitación para unas horas.
—Ya…
—Pero no creas que es tan frecuente que Raúl y yo nos enrollemos con alguien. Al menos yo tengo que haber bebido mucho o llevar mucho tiempo sin sexo para hacerlo. No me gusta hacer el amor con desconocidas.
—Pero el curso pasado estuviste saliendo con una chica, me parece recordar…
—Sí, Lourdes. Estuvimos juntos siete u ocho meses, pero no terminábamos de encajar. Ella presentaba un gran problema para mí, y era que no teníamos nada de qué hablar. En la cama no estaba mal, pero luego surgía el silencio y yo no quiero una relación en silencio. Ya sabes cuánto me gusta hablar… Y tú, ¿has salido alguna vez con alguien?
Susana dejó escapar una breve risa.
—Si te consta que ni siquiera he tenido amigos, ¿cómo voy a tener novio?
—Nunca se sabe, a lo mejor tenías algún admirador en el colegio o un vecino…
—No, nunca he salido con nadie. No sé lo que es que un chico me mire a los ojos y me diga que le gusto, ni que coja mi mano. El único hombre al que he abrazado, aparte de mis primos, has sido tú el día después de que te pegaras con Raúl, ¿recuerdas?
—Sí que lo recuerdo, ¿cómo iba a olvidarlo?
—Pues porque tú has abrazado a muchas chicas y para mí tú has sido el primero… el único —dijo tratando de que no se notara emoción en su voz. No lo consiguió, y trató de arreglarlo—. Pero lo nuestro fue un abrazo de amigos y eso no cuenta, en realidad nunca me ha abrazado un chico al que yo le gustara.
Fran respiró hondo y se mordió los labios para no decirle que a él le gustaba y que se estaba muriendo de ganas de abrazarla de nuevo en aquel momento.
—Fue muy agradable abrazarte —dijo—, eres muy suave.
Susana se volvió a medias hacia él quedando de costado y le miró divertida.
—¿Soy muy suave? ¿En serio?
—Sí que lo eres… —dijo él alargando la mano y acariciándole la cara—. Tienes la piel más suave que he tocado nunca y aquel día también la ropa que llevabas era suave… el jersey rosa, tu pelo… Eso es lo que recuerdo de aquel día —añadió levantando la mano y deslizándola por un mechón que había escapado de la coleta.
—Que soy suave…
—Sí.
Fran alargó la mano por su cabeza y soltó la goma que le sujetaba el pelo y lo desparramó por la almohada, acariciándole la cabeza y la cara de nuevo. La respiración de ambos se hizo más agitada y se perdieron uno en los ojos del otro por un momento. Susana empezó a temblar sin saber qué veía en la mirada de él. Fran pareció reaccionar y tras parpadear un par de veces, le preguntó.
—¿Tienes frío?
—Un poco —mintió. No podía decirle que frío precisamente era lo que no tenía, sino que sus caricias habían despertado en ella una sensación de calor sofocante y una agitación que le impedía controlar su propio cuerpo.
Dejó de acariciarla e incorporándose sobre un codo extendió la mano por encima de ella y giró un poco el termostato de la calefacción. Susana contuvo la respiración, si le fallaba el brazo caería encima de ella y si eso ocurría no sabía que podría pasar. Había una atmósfera muy extraña en la habitación en ese momento, algo que no podía identificar y que nunca antes había existido entre Fran y ella. ¡Dios, ojalá él no se diera cuenta de cómo se estaba excitando y de que deseaba con toda su alma que la abrazara y la besara, y quién sabía qué más! Pero Fran volvió a recostarse de espaldas mirando al techo como en un principio, y no siguió acariciándola. Permaneció quieto escuchando la música y sumido en un profundo silencio que le hizo recordar a Susana las palabras que había dicho hacía un rato sobre su antigua novia. De pronto el sonido metálico de una puerta les sobresaltó. Fran se levantó de la cama de un brinco y se acercó a la ventana.
—Son mis padres —dijo abriendo los estores y encendiendo la luz—. Ven, será mejor que nos levantemos. En cuanto mi madre entre en casa y Manoli le diga que estoy con alguien, subirá a conocerte y entrará sin llamar. Para ella la intimidad no existe. Será mejor que nos vea sentados en el ordenador o pensará lo que no es.
Susana se levantó y recuperando la gomilla del pelo, se rehízo la cola mientras Fran alisaba la colcha borrando toda huella de que habían estado echados en la cama. Se sentó ante el ordenador del que ya él recuperaba el documento en el que habían estado trabajando un rato antes.
Efectivamente, diez minutos más tarde la puerta se abrió despacio y una mujer de unos cuarenta y cinco años, delgada, elegante y atractiva, con una melena caoba y un traje pantalón verde oscuro, entró en la habitación.
—Hola, Fran. Ya estamos en casa. Me ha dicho Manoli que estabas estudiando con una compañera…
—Sí, mamá. Esta es Susana. Es la chica que me da clases y forma parte de mi grupo de trabajo este año. —Lo dijo de una forma escueta y fría, sin aludir para nada a su amistad, como había hecho un rato antes con Manoli.
—Yo soy Magdalena, la madre de Fran.
—Encantada —dijo Susana levantándose para saludarla.
—No te muevas, seguid con lo que estáis haciendo.
—Estamos preparando una defensa que tenemos que entregar mañana. Ya casi lo tenemos.
—Bien, yo voy abajo a ver qué nos ha dejado Manoli para cenar.
La mujer se marchó después de dirigirle a Susana una mirada analítica y escrutadora. Ella se miró como si hubiera sido cogida en falta y se preguntó si su aspecto delataba lo que había pasado en la habitación un rato antes. Cuando la puerta se cerró, Fran le dijo en tono serio.
—No te preocupes, estás estupenda. Tiene la facultad de hacer sentirse así a todo el mundo cuando lo mira por primera vez. Es mortal con los testigos, los apabulla de forma impresionante con solo mirarlos. No permitas que haga lo mismo contigo —añadió agarrándole la mano—. Tú no eres un testigo, sino una abogada igual que ella.
—Aún no.
—Pero lo serás, y mejor. Mi madre no es tan inteligente como tú, es mi padre el que tiene que dictarle las líneas de defensa en los casos complicados. Pero ella se dedica casi siempre a casos de divorcio y a sacar mucho dinero en pensiones y manutención. En eso es especialista y despiadada —dijo, y de pronto cambió bruscamente de tema—. También es suave.
—¿Qué?
—Tu mano… también es suave.
—Ah…
Susana colocó su otra mano sobre la de Fran.
—La tuya es enorme.
Ambos se echaron a reír.
—Creo que es hora de irme —dijo Susana. Fran guardó el documento en un disco y se lo tendió.
—Toma, llévatelo.
—Ya lo hemos impreso y me lo llevo en papel. No es necesario.
—Siempre es bueno tener una copia de seguridad.
—Bueno, gracias.
Cogió el poncho del perchero donde Fran lo había colgado y se lo puso.
—Voy a despedirme de Manoli y de tu madre.
—Manoli ya se habrá marchado, lo hace siempre a las ocho. Mi madre estará en la cocina calentando en el microondas lo que nos haya dejado para la cena —dijo bajando la escalera. Un leve vistazo a la mesa del comedor al pasar le mostró a Susana que estaba preparada para sentarse a ella.
Siguió a Fran hasta la cocina. Magdalena se había quitado la chaqueta y se había puesto un delantal sobre el pantalón y trasteaba con el microondas como había predicho su hijo.
—Ya me marcho —dijo.
La mujer se volvió hacia ella.
—¿Tan pronto?
—Sí, ya hemos terminado y yo tengo aún que coger un par de autobuses.
—De eso nada, yo te acerco a Sevilla en un momento —dijo Fran.
—No, que va. Tu madre ya está preparando la cena. Acompáñame solo hasta la parada del autobús.
—Que no, que te llevo. Enseguida vengo, mamá.
—Fran tiene razón, no puedes irte sola. Tardarás muchísimo en llegar a casa. Mejor te quedas a cenar y luego Fran te lleva.
—No, de verdad que no es necesario. No se moleste.
—No es molestia. Manoli lo ha dejado ya todo preparado y siempre hace comida de más. Vamos Fran, convéncela tú.
Susana se volvió a mirarle, pero él se encogió de hombros, aparentemente tan asombrado como ella.
—Quédate —dijo—. Ya verás lo bien que cocina Manoli.
—Vamos, no se hable más. Fran, coloca un cubierto para tu amiga.
—Susana.
—Bien, para Susana. Espero que te guste el lenguado al horno.
—Me gusta todo, no tengo problema con la comida.
—Eso es bueno.
Fran cogió un servicio de platos y le entregó a Susana los cubiertos de pescado para que le ayudase a llevarlos al comedor.
Al entrar en la enorme habitación, Susana se quedó apabullada. Desde la puerta no se divisaba ni el tamaño de la misma ni el lujo con el que estaba decorada. Tuvo la sensación de encontrarse en un museo. El suelo de mármol blanco con un mosaico en el centro de mármol de colores; la gran mesa donde los tres servicios de porcelana colocados se perdían sobre los manteles individuales; los juegos de cubiertos cuidadosamente colocados alrededor de los platos y las tres copas diferentes para cada comensal.
—Fran, ¿cenáis así todas las noches?
—Me temo que sí.
Susana recordó la noche del botellón que cenó con ella y le ofrecieron una tortilla de patatas simplemente cortada en un plato central y todos se sirvieron con las manos, y una fuente de ensalada en la que los tres habían pinchado con el tenedor. Se sintió sumamente avergonzada al recordarlo. Fran lo notó.
—¿Qué pasa? ¿No quieres cenar así? Yo tampoco, pero es lo que hay. Mi madre es inflexible en esto.
—No es eso, es que me pregunto qué pensarías de la cena que te dimos la noche del botellón Merche y yo.
—Me supo a gloria. Y a mediodía la mayoría de las veces como con Manoli en la cocina. Este despliegue solo se monta cuando está mi madre en casa.
—Yo… no sé si voy a saber manejar todo esto.
—Pues claro que sí. Cubierto de pescado, de carne y de postre —dijo él señalándolos—. Y esta noche ya te ha dicho mi madre que hay lenguado al horno… o sea pescado. Este. Y si te pierdes lo coges con los dedos, joder… Me moriré de risa viendo la cara de mi madre.
—No seas idiota, ¿cómo voy a hacer eso?
—No te preocupes, no se come a nadie. Y supongo que si vas a ser una abogada famosa, de lo que no tengo ninguna duda, tendrás que acostumbrarte a todo esto.
—Sí, supongo. Pero lo que yo no quiero es que esta noche te avergüences de mí delante de tus padres… No tendría que haber aceptado.
Fran se puso muy serio y detuvo la mano que colocaba los cubiertos sobre la mesa. La miró y dijo:
—Jamás me avergonzaré de ti… si me avergüenzo de algo es de todo este tinglado para cenar en familia. Me encantaría que mis cenas fueran como la que tuve con vosotras en tu casa, relajada y amigable. Me gustaría poder ponerme cómodo y tener con mis padres una conversación distendida, que nos preguntáramos cómo nos ha ido el día y nos contáramos anécdotas, pero no es así. Nuestra mesa es una prolongación de su jornada de trabajo y mi participación se limita a cómo yo enfocaría los distintos casos… Un examen, más o menos disimulado. Esta noche supondrá una excepción, espero.
La voz de Magdalena les llegó desde la cocina.
—La cena ya está lista, avisa a tu padre.
Fran desapareció en una de las puertas del fondo y poco después regresó con un hombre que indudablemente era su padre. El parecido físico era fuerte, salvando la diferencia de edad y el pelo gris y corto de aquel. Se acercó a Susana y le tendió la mano.
—Soy Francisco Figueroa, el padre de Fran.
—Yo soy Susana, una compañera de facultad.
—Susana es quien me da clases, papá.
—Ah, estupendo. Encantado. Ya tenía ganas de conocer a la persona que ha conseguido que mi hijo apruebe.
—Yo no he conseguido nada… Fran ha trabajado mucho para conseguirlo.
—No lo dudo. Pero el año pasado no estaba muy motivado. Me alegra que hayas hecho un buen trabajo con él.
—Yo no hago tanto, solo aclararle algunas dudas.
—Y hacerme estudiar, en eso mi padre tiene razón. Es una tirana, no me deja ni respirar en las horas de clase. Solo estudiar, estudiar y estudiar.
—Los empollones solemos hacer eso.
La madre de Fran apareció con una sopera en las manos y este le indicó una silla a su lado en una esquina de la gran mesa. Susana se sentó y empezó para ella un auténtico suplicio.
—¿Tus padres también son abogados? —le preguntó Magdalena nada más comenzar la comida.
—No, mi padre es pescador y mi madre ama de casa. En mi familia la única que está en la universidad soy yo. Mi hermana trabaja en una tienda de ropa.
—Ah. ¿Y dónde vives?
—En Ayamonte.
—¡No vendrás desde Ayamonte todos los días a clase!
Susana enrojeció un poco ante su evidente desliz.
—No claro… en Sevilla vivimos en San Jerónimo, pero yo no considero esa mi casa. La tenemos alquilada con muebles mi hermana y yo.
La mujer frunció ligeramente el ceño, y Susana se sintió molesta ante el gesto. No pudo evitar añadir.
—Ya sé que no es un barrio muy señorial, pero los alquileres son baratos. De momento no podemos permitirnos otra cosa; sobrevivimos con mi beca y con lo que gana Merche.
—¿Tu padre no trabaja?
—Trabaja muchísimo, pero no gana lo suficiente para mantener dos casas y una carrera.
—Comprendo. Tú te metiste en Derecho para salvar a tu familia.
Susana se mordió los labios para no decir que su familia no necesitaba ser salvada más que la de ella, pero se contuvo por Fran, que también tenía los labios apretados.
—No, señora. Yo me metí en Derecho porque me gusta muchísimo. Es el sueño de mi vida, lo que siempre he deseado hacer desde que era niña. Y no por el dinero.
—Pero supongo que tendrás planes para el futuro.
—Por supuesto. Mis planes consisten en terminar la carrera con las mejores notas posibles y encontrar trabajo.
—¿Dónde quieres trabajar?
—Me temo que donde pueda. Yo no tengo padres abogados que me allanen el camino.
Fran intervino.
—Ni los necesitas. Con tu expediente más de un bufete se peleará por ti.
—Yo no quiero que nadie se pelee por mí, solo quiero trabajar, ser buena en mi profesión y por supuesto poder mantenerme a mí misma.
El padre de Fran también entró en la conversación.
—Si eres tan buena como dice Fran ya veremos si podemos hacer algo por ti. Tengo muchas amistades y conozco todos los bufetes.
Susana levantó la barbilla orgullosa.
—No hace falta que se moleste, señor Figueroa. Espero ser capaz de encontrar trabajo por mí misma.
—Un poco de ayuda nunca viene mal.
Susana sabía que el hombre tenía razón, pero algo en el tono de su voz le decía que no pretendía hacerle un favor al ofrecerle ayuda. Magdalena habló de nuevo.
—¿Y tienes novio? ¿Quizás en el pueblo?
Fran, que había guardado silencio durante casi toda la conversación, saltó brusco:
—Mamá, Susana es una invitada y estamos cenando tranquilamente en casa, no nos encontramos en los tribunales.
La mujer parpadeó y presentó una sonrisa encantadora y falsa, y dijo:
—Lo siento, perdona. Es deformación profesional. A veces olvido que soy abogada.
—No importa, señora —dijo adivinando por fin el porqué del interrogatorio—. Contestaré a su última pregunta. Sí que tengo novio en el pueblo. Un chico encantador del que estoy muy enamorada. Llevo con él tres años —dijo con la imagen de uno de sus primos en la cabeza—. Se llama Rodrigo y estudia veterinaria. Y si no encuentro trabajo en ningún bufete abriré uno junto a su consulta en los bajos de la que será nuestra casa en Huelva. Y los delincuentes compartirán sala de espera con gatos y perros, cabras y caballos.
Casi se atragantó al ver que Fran se cubría la boca con la mano tratando de contener la risa, y aliviando así la tensión que reinaba en el comedor. Sintiéndose animada por este gesto, añadió:
—¿Quiere saber algo más?
—No, claro que no. No pretendía convertir esta cena en un interrogatorio. Ya te he dicho que es la costumbre.
El postre lo tomaron en silencio y después Susana se despidió educadamente.
—Yo me marcho, no quiero entretenerles más. Muchas gracias por la cena.
El matrimonio se levantó. El padre de Fran le tendió la mano y Magdalena le ofreció una mejilla fría que Susana apenas rozó. Después cogió su poncho y salió acompañada por Fran. Apenas subieron al coche, este dijo:
—Lo siento.
—No, soy yo la que se disculpa contigo.
—¿Tú? ¿Por qué?
—Era una invitada en tu casa, no debí responderle así. Y además es tu madre.
—Se lo merecía. —Y añadió en tono de broma—. Espero que si algún día tengo un gato podré llevarlo gratis a la consulta de tu marido.
—Por supuesto.
—Y como seré abogado no tendré inconveniente en sentarme en la misma sala que los delincuentes.
Se hizo un prolongado silencio mientras el coche se deslizaba hacia Sevilla y más tarde enfilaba la calle de Susana. Cuando ya Fran había detenido el coche ante la puerta, dijo:
—Espero que dejando a un lado la cena, el resto de la tarde lo hayas pasado bien.
Ella sonrió.
—El resto de la tarde ha sido estupendo. Y la cena no ha sido tan mala si ignoro el hecho de que a tus padres no les caigo bien. Pero eso no es nuevo para mí, no suelo caerle bien a nadie.
Fran se giró un poco hacia ella y le acarició la cara.
—A mí me caes de puta madre, ¿te basta con eso?
—Sí.
Él se inclinó y la besó en la cara.
—Buenas noches.
—Hasta mañana, Fran —dijo apresurándose a salir del coche. Y con el corazón golpeando con fuerza en el pecho cruzó los pocos metros que la separaban de la puerta.
Una vez hubo entrado, Fran arrancó el coche y regresó a su casa.
Estaba furioso con su madre y esperaba que no se hubiera acostado aún cuando llegara, porque tenía que hablar con ella muy seriamente. No había querido hacerlo delante de Susana para no hacerla sentirse más incómoda aún, pero él conocía a Magdalena y sabía el total alcance de su actitud y de sus palabras.
Como esperaba, ella estaba sentada en el salón esperándole. Se sintió disgustado al comprobar que, como siempre, no había quitado ni siquiera un plato de la mesa, todo estaba allí para cuando llegase Manoli a la mañana siguiente. Y las primeras palabras que escuchó de sus labios le enfurecieron más aún.
—Espero que no andes enredado con esa niña.
—Esa niña se llama Susana y no ando enredado con nadie.
—Tú me entiendes.
—Ya te ha dicho que tiene novio en Ayamonte.
—Y yo no me lo creo. Pero aunque así fuera, eso no quiere decir que no pique más alto que un simple veterinario de pueblo.
—Tranquilízate. Realmente está enamorada de ese tipo, no viene a pescarme.
—Eres un ingenuo, Fran. Sabe que tus padres son abogados, que tenemos un bufete propio.
—Mamá, Susana es una compañera de clase que no tiene ordenador y a la que he hecho un favor prestándole el mío. Yo ni siquiera la he invitado a cenar, has sido tú, ¿recuerdas? Y más te vale que no lo hubieras hecho porque me he sentido muy avergonzado de tu actitud. Ni Susana quiere pescarme ni yo quiero amarrarme a nadie, ni a ella ni a ninguna otra. Tampoco a la hija de ese cliente vuestro como te gustaría. Amo mucho mi libertad.
—Bien, eso me tranquiliza.
—Pero si alguna vez traigo a casa a alguna otra amiga espero que te comportes adecuadamente con ella o me liaré con la primera zarrapastrosa que encuentre. Y ahora me voy a la cama, estoy cansado y mañana tengo que madrugar —añadió subiendo la escalera. Su madre le miró con el ceño fruncido mientras él se perdía en la planta alta.