Capítulo 8

Sevilla. Marzo, 1999

Susana se sentó con su bocadillo y su lata en su rincón preferido del campus, situado detrás del edificio de la facultad. Era martes, tenía que darle clases a Fran y habían quedado a las cinco y media en el aula de cultura, como siempre.

Hacía un buen día de primavera y aprovechó para almorzar al aire libre. Se acomodó contra un grueso árbol y se dispuso a comer y a disfrutar del tibio sol de media tarde mientras esperaba.

Apenas llevaba allí un cuarto de hora y casi había terminado de comer cuando oyó voces al otro lado de la pared del edificio, provenientes de uno de los bancos.

No le costó trabajo reconocer la de Raúl, entre las de varias chicas que no supo identificar. Le pareció oír el tono sosegado de Lucía y el fuerte y áspero de Maika, entre otras que no conocía. Sonrió. Siempre estaba rodeado de mujeres, las chicas acudían a él como moscas a la miel por muy mal que las tratase. No lo entendía.

—¿Vamos a ir esta tarde a la bolera? —preguntó una de las chicas.

—Sí, tengo reservada pista a la seis —respondió Raúl.

—¿Vendrá Fran?

—No lo creo, últimamente no sale mucho entre semana.

—¡No me digas que se encierra en su casa a estudiar todas las tardes! —dijo una voz desconocida—. Fran no es de esos.

—Pues últimamente va muy bien en los estudios —añadió Lucía.

—Está dando clases con Susana Romero —dijo el chico y ella se mordió los labios al detectar el tono despectivo de su voz.

—¿La empollona?

—Sí.

—¡Joder, qué fuerte! Sí que tiene que estar desesperado por aprobar.

—¿Y cómo la aguanta?

—Como puede, el pobre. Está de ella hasta los huevos, no sabe cómo quitársela de encima.

—¿Y por qué da clases con ella entonces? —preguntó Maika.

—Empezó preguntándole unas dudas mientras hacían un trabajo y le fue bien, y luego le dio apuro seguir preguntándole sin pagarle. Estudia por beca y anda bastante mal de dinero.

—Sí, eso se nota —dijo una chica—. ¿No os habéis fijado cómo viste? De mercadillo, seguro.

—Fran se decidió a pedirle que le diera clases porque también tiene a su viejo bastante cabreado con las notas del año pasado.

—Pues ha sido todo un acierto, porque está sacando unos pedazos de notas, el tío.

—Sí, pero con lo que no contaba es con que ella se lo tomara tan en serio que lo tiene tela de agobiado. No sabe cómo quitársela de encima. Las horas de clase se prolongan a casi toda la tarde, le pasa apuntes, se empeña en que vayan juntos a la biblioteca… en fin, un auténtico coñazo, la tía. Se le ha pegado como una lapa y este Fran, que es gilipollas, le tiene lástima y no se atreve a decirle que le deje en paz y que ya no necesita las clases. Dice que está falta de amigos, que no se relaciona con nadie… Fíjate si es tonto que hasta se la trajo un día a un botellón, a ver si pillaba cacho y le dejaba en paz.

—¿Cómo va a pillar cacho con lo fea que es? —dijo una chica.

—Es que si fuera guapa, Fran no le haría ascos… ¡Bueno es! Entonces sería él el que se le pegaría como una lapa.

—Yo no la veo tan fea —dijo Maika—. Y la noche del botellón la encontré simpática y agradable.

—¡Cómo se nota que no eres un tío, Maika! ¡Y que no la tienes pegada a ti todo el día como Fran! ¡Con ese pelo y esas gafas espantosas…! Por no tener no tiene ni culo; no hay por dónde meterle mano.

—Ya… si lo tuviera ya le habría metido mano Fran, ¿no? O tú.

—No me van las empollonas, pero si están buenas hago un sacrificio.

—¡Qué cabrones sois los tíos, joder! Me estás poniendo enferma. ¡Ojalá algún día te den de tu propia medicina y yo te vea babeando detrás de una tía que no te haga ni puto caso!

—No os alteréis, chicos… Esa pava no merece que os acaloréis por ella. Y tú, Raúl, llama a Fran y dile que se una a nosotros esta tarde, que le dé esquinazo. ¡Todo el mundo se puede poner enfermo, digo yo!

Susana, apoyada contra el tronco del árbol sentía cómo el bocadillo que se había comido alegremente un rato antes se revolvía en su estómago y las antiguas lágrimas volvían a quemarle en los ojos como cuando tenía doce años. Solo que ahora dolía mucho más; con Fran dolía mucho más.

Se levantó y colgándose del hombro la bolsa de lona donde solía llevar los libros se marchó dando un rodeo para que no la descubriera el grupo que estaba detrás del edificio, y se precipitó a los servicios donde vomitó violentamente lo que acababa de comer.

Salió y se enjuagó la cara en el lavabo. Inma entraba en aquel momento y se quedó mirándola fijamente.

—¿Te encuentras bien? —preguntó al ver su cara pálida.

—Sí, solo me ha sentado mal la comida. Ya estoy bien.

—Si es que al cocinero de la facultad deberían colgarlo. Cualquier día nos va a matar a todos.

La chica entró en uno de los servicios y cuando Susana se quedó sola sacó el móvil y sintiéndose incapaz de enfrentarse a Fran aquella tarde, le puso un escueto mensaje: «No puedo darte clase hoy. Susana».

«¡Que te lo pases muy bien en la bolera!», añadió para sí misma cuando el móvil le indicó que el mensaje había sido enviado. Después, se miró al espejo y encontrándose con mejor aspecto decidió marcharse a casa antes de que las lágrimas que sabía que acabarían por estallar lo hicieran donde alguien pudiera verla.

Salió por una puerta lateral evitando encontrarse con el grupo al que Inma ya se habría unido. Como una zombi cogió el autobús que afortunadamente iba casi vacío y llegó a casa. Una vez que se encontró segura entre los muros de su pequeña vivienda, se derrumbó, y acurrucándose en el sofá volvió a sumirse una vez más en la vieja y conocida sensación de soledad y humillación que la había acompañado toda su vida. Solo que ahora estaba unida al desengaño porque, por primera vez en sus veinte años, Susana había bajado la guardia y había permitido a alguien acercársele lo bastante para hacerle daño.

Cuando Merche llegó del trabajo a media tarde la encontró llorando aún.

Había intentado serenarse un poco, para que no se preocupara, pero cuando sonó el móvil un rato antes y leyó el mensaje de Fran: «No te preocupes. Espero que no sea nada malo. Nos vemos mañana. Fran», las lágrimas volvieron a aparecer hasta el punto que no fue capaz de responderle como hubiera querido: «Guárdate tu hipócrita amabilidad», porque ni siquiera veía las teclas para marcarlas. Al final desistió, llegando a la conclusión de que era mejor no responder siquiera, como si no le importara. No pensaba darle la satisfacción de saber que le había hecho daño.

Cuando escuchó las llaves de Merche supo que no iba a poder ocultárselo y que esta iba a tener que consolarla una vez más.

—¿Susana?

—Sí.

—¿No tienes clase con…? ¡Dios mío, ¿qué te pasa?!

—Nada nuevo —dijo levantando hacia su hermana una cara hinchada y cubierta de lágrimas—. La misma vieja historia de siempre.

Merche se sentó a su lado.

—¡Pero cariño…! Creía que eso ya estaba superado. Ya no tienes quince años. Hacía mucho que no te lo tomabas así.

—Es que ahora no es la gente en general, ni los compañeros de clase… ahora… ahora es Fran —dijo entre sollozos.

—Comprendo —dijo Merche y abrazó a su hermana como cuando era pequeña y llegaba llorando de clase porque nadie quería jugar con ella, o como cuando era adolescente porque los chicos se burlaban de su falta de pecho y de su brillante inteligencia. Cuando nadie la invitaba a salir, ni a las fiestas de cumpleaños, cuando ni siquiera la invitaron a la cena de despedida del Bachillerato. Susana se había enterado de que se había organizado una cena cuando esta ya había pasado.

Entonces la había podido convencer de que ese rechazo no se debía más que a envidia y que algún día, desde una posición privilegiada, podría desquitarse y burlarse de muchos de ellos. Pero si ahora era Fran el que le estaba haciendo daño no sabía cómo consolarla.

La dejó llorar un poco y luego preguntó:

—¿Qué ha pasado con Fran? ¿Te ha dicho algo que te haya dolido?

—Él no… Ni siquiera ha tenido huevos para decirme lo que piensa de mí a la cara.

—Anda, cuéntamelo. A lo mejor no es tan malo como piensas.

—Estaba comiendo en el césped, en mi rincón favorito y escondido, cuando escuché a pocos metros por detrás del edificio hablar a Raúl con varias chicas. Estaban haciendo planes para ir a la bolera esta tarde y querían que Fran fuese con ellos. Pero Raúl dijo que no podía, que tenía que dar clase conmigo. Y que estaba harto de mí, que yo era una pesada, que me enrollaba después de las clases y que no sabía cómo librarse de mí. Que ya no necesita las clases, pero que no las deja porque a mí me hace falta el dinero y sobre todo porque le doy lástima, porque no tengo amigos… que nadie me aguanta… que me llevó al botellón para que conociera a alguien y le dejara en paz a él… Por Dios, Merche, yo pensé que cuando prolongábamos las clases y nos quedábamos un rato charlando él estaba a gusto. Hubiera jurado que él también lo propiciaba. Pero no podía imaginar que lo hiciera por lástima. Parecía a gusto… parecía estar bien charlando conmigo. Joder, y todo el tiempo deseando que me marchara… sin saber qué hacer para librarse de mí. Dime la verdad, Merche, ¿tan difícil resulta aguantarme? ¿Por qué nadie puede hacerlo? ¿Qué es lo que falla en mí? Dime.

—No falla nada en ti, cariño. Quizás es en los demás.

—Eso que dices no tiene lógica.

—Lo sé, pero es la verdad.

—Merche, yo soy realista, no pido nada que no pueda conseguir. No soy ninguna belleza, joder, pero tampoco un monstruo, y nunca he esperado que Fran se enamore de mí a pesar de que yo sí me estoy enamorando de él a pasos agigantados. Cada tarde que estoy con él siento que le quiero un poco más… pero nunca se me ha pasado por la cabeza la idea de que a él le ocurra lo mismo. Pero pensé que al menos podía considerarle mi amigo. ¿Por qué ni siquiera puede ser mi amigo? Y yo no pretendo tener millones de amigos como otra gente, yo me conformo con uno… Solo uno… Él. ¿Por qué me ha dejado creer que lo era, si no me aguanta? ¿Si solo siente lástima por mí? No puedo soportar eso… de los demás tal vez, pero de Fran, no… Lástima no. Si hay algo que me sobra es orgullo.

Merche lo sabía. Sabía que el orgullo de Susana le había permitido pasar entre la gente con la espalda erguida y la cabeza alta, vestida de indiferencia, aunque en realidad estuviera destrozada. Incluso aparentando sentir desdén por los demás, cuando no era cierto. Aunque luego se derrumbase al llegar a casa, como le estaba pasando ahora.

—¿Qué vas a hacer con Fran?

—Esta tarde le he mandado un mensaje diciéndole que no podía dar la clase, sin especificar el motivo. Y cuando le vea mañana le diré que no puedo seguir dándolas. Si él no tiene el valor necesario para decirme que no quiere seguir, seré yo quien le dé la oportunidad de irse de forma honrosa.

—¿Y qué excusa vas a ponerle?

—No lo sé, ya se me ocurrirá algo. Es martes hoy, no tengo clase con él hasta el jueves, tengo tiempo de pensarlo. Ahora no.

—¿Por qué no hablas con él? A lo mejor no es del todo cierto lo que has oído. En realidad no se lo has escuchado a él. La gente a veces tergiversa lo que oye, sobre todo cuando va de boca en boca.

—Raúl es su mejor amigo, se lo cuentan todo. Si hay alguien que conoce lo que Fran siente, es él, estoy segura.

—¡Lástima! Me estaba empezando a caer bien ese chico.

—Es como todos, Merche, incluso peor, porque los demás me gritan su desprecio a la cara y él lo hace por detrás, burlándose de mí a mis espaldas y poniéndome buena cara. Eso es lo que no le perdono… lo que menos puedo soportar.

—Vamos, nena, tranquilízate. Te preparo una tila, ¿vale?

—Bien cargada.

—Bien cargada.

Merche dejó a su hermana acurrucada en el sofá y se metió en la cocina a preparar la infusión. Si tuviera a Fran cerca en aquel momento era capaz de estrangularle. Y ella que creía que realmente aquel chico estaba empezando a conocer y apreciar a la verdadera Susana. Pero algún día alguien lo haría, de eso estaba segura, y ese alguien solo tenía que acercarse lo suficiente para ver en ella a través de la máscara protectora con que se cubría. Y superaría esto, lo había superado siempre, incluso en épocas más difíciles como la adolescencia. Susana era fuerte, la habían hecho fuerte a base de golpes.

Preparó la tila y le añadió un generoso chorro de la botella de whisky que les habían regalado en la cesta de Navidad de su empresa y que ninguna de las dos tomaba habitualmente. Si había algo que Susana necesitaba en aquel momento era dormir. Después salió al salón desde la minúscula cocina.

—Anda, cariño, bebe esto. Después te sentirás mejor.

A la mañana siguiente, Susana se despertó con un fuerte dolor de cabeza. Siempre le ocurría cuando lloraba mucho, y ella había llorado mucho la tarde anterior, y parte de la noche. Pero cuando se levantó decidió que ya era suficiente.

Se dio una ducha rápida para entonar el cuerpo y se miró al espejo. No presentaba peor aspecto que después de haberse pasado toda la noche estudiando para un examen. Y de todas formas nadie iba a fijarse ni en sus ojeras ni en sus párpados hinchados. Y por una vez las gafas servirían para disimularlo.

Antes de marcharse, Merche le había preparado un café bien fuerte y se lo tomó antes de irse a clase. Cuando salió de su casa se sentía capaz de enfrentarse a cien Frans si era necesario. Nadie, y mucho menos él, iba a saber cómo se sentía por dentro, ni cuánto la habían afectado las palabras que había escuchado la tarde anterior.

Aquella mañana solo tenían en común dos de las clases, la tercera y la cuarta, y Susana esperaba llegar al aula con el tiempo tan justo que ni siquiera pudieran saludarse.

Efectivamente, cuando entró tuvo que disculpare porque el profesor ya estaba empezando. Pero Susana siempre era puntual y el hombre aceptó sus excusas y le permitió entrar.

Se sentó, evitando cuidadosamente mirar en dirección a la mesa de Fran y Raúl y se concentró en tomar apuntes. Esta tarea siempre le permitía dejar la mente en blanco de otras cosas y centrarse al cien por cien en lo que estaba haciendo.

Cuando terminó la clase, en vez de dirigirse a Fran como hubiera hecho en otra ocasión, permaneció en su sitio guardando los folios escritos, y rebuscando en el fichero los de la próxima asignatura sin siquiera volver la cabeza para mirarle.

Aun así no se extrañó cuando le vio a su lado. Percibió su presencia antes de verle y oírle. Fran se sentó en la silla vacía junto a ella.

—¡Hola!

—Hola —contestó escueta.

—¿Te encuentras bien?

—Perfectamente.

—Pareces cansada… Espero que lo que te impidió dar la clase ayer no sea algo malo.

—Me surgió un imprevisto. Y tenía mucho que estudiar.

—¿Estudiar? ¿Qué? Creía que íbamos al día. ¿Hay algo que se me esté olvidando?

Susana no contestó tratando de no dejarse engañar por su falsa amabilidad.

—Bueno, entonces, ¿podemos recuperar la clase esta tarde?

Susana clavó la vista en los apuntes y dijo con voz fría:

—Lo siento, pero me temo que no voy a poder seguir dándote clases.

Él frunció el ceño.

—¿Por qué?

—Tengo mucho que estudiar. Llevo mis asignaturas demasiado abandonadas. Debo dedicarles más horas.

—¿Más horas? Pero si en el cuatrimestre lo llevas todo aprobado y la nota más baja es un ocho y medio.

—No es suficiente… quiero ir a por matrículas.

—Sabes que no te van a dar matrícula en todo.

—Tengo que intentarlo.

—¡Vamos, Susana, eso no te lo crees ni tú misma! Si quieres ser un buen abogada tienes que aprender a mentir mejor. ¿Qué pasa? Ayer a mediodía te despediste de mí tan normal quedando para la tarde y luego me pones un mensaje para decirme que no puedes dar la clase. Hasta ahí vale, puedo entender que te surgiera algo. Pero hoy… Estás muy rara hoy. Y quieres dejar las clases, pero sabes que no puedes hacerlo: necesitas el dinero.

Susana levantó la vista furiosa de los apuntes que fingía ojear y clavó en Fran una mirada llena de rabia.

—No necesito el dinero. Siempre vienen bien unos ingresos extras, pero hasta ahora me las he apañado sin tu dinero y voy a seguir haciéndolo. Para mí hay otras cosas más importantes. Mis estudios son lo primero.

—¿De ayer a hoy? No me lo creo. ¡Coño, dime de una vez qué te pasa! Mira, el profesor ya entra. Me quedo a comer contigo y hablamos tranquilamente de esto, ¿te parece? Este no es ni el sitio ni el momento.

—No hay nada que hablar, Fran. No tengo tiempo para seguir dedicándote y eso es todo.

—Nos vemos a la salida —dijo él levantándose y sentándose en su sitio habitual sin darse por vencido.

Pero al finalizar las clases, cuando volvió la vista hacia la mesa de Susana, esta había desaparecido: se había marchado justo al terminar la clase.

Salió precipitadamente pensando que no podía estar muy lejos, pero no la vio por ningún sitio. Él tenía una clase después, pero Susana ya había terminado aquel día, así que decidió pasar de la clase y buscarla antes de que se marchase.

Corrió a la parada del autobús, pero aunque llena de gente, Susana no estaba entre ellos. Volvió sobre sus pasos y la buscó en la biblioteca, en el aula de cultura y en el comedor, pero sin ningún resultado. Finalmente la llamó al móvil, pero este sonó y sonó hasta desconectarse sin que ella contestase. O bien tenía el sonido quitado o no quería cogerlo.

Se desesperó, ¿qué podía haberle pasado? Había rehusado mirarle durante toda la conversación y cuando lo había hecho había sido con una furia que él nunca había visto en ella, siempre tan dulce y sonriente. Algo le había ocurrido desde el día anterior y nadie iba a convencerlo de lo contrario.

Impotente se marchó a su casa a comer, decidido a intentarlo más tarde.

Durante todo el almuerzo intentó localizarla con el móvil, pero este seguía sin responder.

Regresó a la facultad y volvió a buscarla en el aula de cultura y en la biblioteca sin ningún resultado, y ya, a las cinco de la tarde, se decidió a presentarse en su casa.

Una Merche vestida aún con la ropa del trabajo le abrió la puerta. A Fran no le pasó desapercibido que la expresión de esta se endureció al verle.

—Hola. ¿Está Susana?

—No, aún no ha llegado.

—Mira, Merche… llevo horas buscándola. Si está ahí dile que salga, por favor.

—Ya te he dicho que no está, que no ha llegado aún.

—¿Y no sabes dónde puedo encontrarla? Porque lo he intentado dos veces en la facultad, en los restaurantes y cafeterías de la zona y ya no se me ocurre dónde más puedo buscarla. De verdad que necesito hablar con ella.

—Llámala al móvil —continuó diciendo seca.

—No lo coge, no sé si porque lo tiene en silencio y no lo oye o porque no quiere hacerlo.

—No puedo contestarte a eso.

—¿Sabes que quiere dejar las clases?

—Me dijo algo ayer.

—Tengo que verla para que me explique el porqué.

—¿No te ha dicho por qué?

—Me ha dicho una idiotez que no se cree ni ella misma. Pero está muy rara, ¿no crees?

—Conmigo no.

—Pero conmigo sí. Y no me cuadra que quiera dejar las clases de buenas a primeras. Ayer estaba entusiasmada y hoy de pronto no tiene tiempo. Susana no es de las que cambian de opinión de la noche a la mañana ni hace las cosas sin un motivo. Pero no quiere decírmelo, y creo que tengo derecho a saberlo. Por favor, dime dónde está.

—No lo sé.

—Entonces déjame que pase a esperarla. Tarde o temprano tendrá que aparecer.

—No. Si Susana no quiere verte y te está evitando yo no puedo dejarte pasar. Soy su hermana y estoy de su parte.

—De su parte… Hablas como si esto fuera una guerra.

—Son cosas vuestras, Fran. Arregladlas vosotros.

—Está bien, pero no me iré sin hablar con ella. Si llega y por algún motivo yo no la veo, dile que estoy en el bar de ahí enfrente. Por favor…

—De acuerdo, se lo diré si no la ves.

Durante hora y media, Fran aguardó con un café delante y la vista clavada en el portal de Susana. Después de ver la actitud de Merche, hosca y fría, ella que siempre había sido amable con él, se convenció aún más de que debía llegar al fondo de aquello.

Al fin, ella bajó del autobús y cruzó la calle hacia el portal. Fran se levantó precipitadamente y la alcanzó mientras buscaba las llaves en el bolso.

—Susana…

Ella se volvió.

—¿Qué haces tú aquí?

—Esperarte. Y te has hecho de rogar; no voy a dormir en tres días con los cafés que me he tomado.

—¿Qué quieres?

—Hablar. Te dije esta mañana que teníamos que aclarar lo de dejar las clases y tú llevas todo el día evitándome. No pienso moverme de aquí hasta que me digas qué pasa.

—Fran, este no es el sitio ni el momento.

—El momento es perfecto, y si el sitio no te gusta vamos a tu casa o a la cafetería o a donde sea. Pero no vas a librarte de mí como esta mañana —dijo agarrándola por el brazo.

—Está bien, pasa. Hablaremos dentro —dijo abriendo el portal.

Fran la siguió. Merche, que estaba viendo la televisión, abandonó el salón al verles y se metió en la cocina, cerrando la puerta a sus espaldas.

—Bueno, ya estamos aquí. Y solo puedo repetirte lo que te dije esta mañana: que no tengo tiempo de seguir dándote clases.

—Y yo también vuelvo a repetirte que no me lo creo. Además, tu actitud no es la de alguien que no tiene tiempo, sino la de alguien que está enfadado. Y si estás enfadada conmigo creo que tengo derecho a saber por qué. Que yo recuerde, no he hecho nada que haya podido molestarte.

—No estoy enfadada.

—¿Que no? Pues entonces quedemos para dar clase mañana como siempre.

—No.

—¿Por qué?

—Está bien, te hablaré claro: porque tú ya no necesitas mis clases, ni quieres seguir dándolas.

—¿Ah, no? ¿Y se puede saber cómo has llegado a esa conclusión?

Susana empezó a enfadarse en serio.

—¡Vamos, Fran, no finjas conmigo! Eres perfectamente capaz de seguir con tus estudios tú solo, has salido del bache que tenías. Y estás hasta las narices de aguantarme.

—Eso no es verdad.

—No lo niegues, lo sé.

—¿Lo sabes? ¿Y cómo lo sabes, eh?

—Porque se lo escuché a Raúl ayer.

—¿Qué fue lo que le escuchaste? —dijo él frunciendo el ceño y empezando a comprender—. ¿Te ha dicho algo, el muy gilipollas?

—No, no me ha dicho nada. Al menos no a mí. Se lo estaba diciendo a unas chicas que estaban con él, y no sabía que yo estaba enterándome.

—Susana, yo nunca le he dicho a Raúl nada de eso, te lo aseguro.

—¡Joder, Fran! ¿Crees que soy una cría? Si hay alguien en el mundo que sabe lo que sientes y lo que piensas, es Raúl, y será todo lo gilipollas que quieras, pero no va a inventarse algo así. Lo que me jode es que no hayas tenido huevos de decírmelo a mí. Pero como tú no eres capaz, yo te estoy ayudando. Es muy fácil, ¿sabes? No voy a cortarme las venas ni a echarme a llorar ni nada de eso. Basta con decir «Susana, ya no necesito más clases».

—Es que las necesito.

—Bien, pues hay otra fórmula: «Susana, limítate a dar tu clase y márchate. No puedo perder toda la tarde contigo». U otra mejor: «Estoy hasta los cojones de aguantarte, eres una pesada y una plasta y me carga que estés todo el tiempo trayéndome apuntes y dándome el coñazo». Y ya está. Todo eso hubiera sido mejor que el hecho de que hayas estado aguantándome por lástima. ¡Maldita sea, si hay algo que no aguanto son las mentiras y la lástima! No estoy desesperada como pareces creer, he vivido sin amigos toda mi puta vida y puedo seguir haciéndolo. Puedo pasar sin tu dinero y sin la amistad que te esforzabas en fingirme.

—Susana, nada de eso es cierto, debe haber un malentendido…

—Cállate ya, Fran, no intentes arreglarlo. Ya sabes lo que has venido a averiguar. Ahora márchate y déjame en paz. Vete a la bolera o a pasártelo de puta madre con tus amigos, yo tengo mucho que estudiar —dijo entrando en el dormitorio y cerrando la puerta tras ella.

—Susana…

Al escuchar el portazo, Merche apareció de nuevo en el salón.

—Déjala, Fran. Será mejor que te vayas.

Este se volvió hacia ella.

—Tú no lo crees, ¿verdad?

—Ayer pensaba como ella, hoy no sé qué creer.

—Soy su amigo. De verdad.

—Entonces demuéstraselo.

—¿Cómo? Si no me deja.

—Ten paciencia. Ahora está dolida, nada de lo que le digas va a convencerla. No confía en nadie, ha pasado por esto demasiadas veces.

—De acuerdo. Esperaré.

—Si sigues ahí ella no dejará de apreciarlo.

—Bien… Me marcho.

—Mañana estará mejor.

—Eso espero.

Fran salió del piso y subió al coche profundamente impresionado. Jamás le había escuchado a Susana una palabrota, ni un tono de voz alto, jamás la había visto tan alterada y estaba seguro de que el brillo que se veía en el fondo de sus ojos no era de rabia, sino de lágrimas contenidas. Raúl iba a tener que darle muchas explicaciones.

Sin pensárselo dos veces se dirigió al bar cercano a la facultad donde solían reunirse algunas tardes, esperando encontrarle allí.

Cuando entró le divisó en la barra, con el resto de la pandilla. Impulsado por la furia, se acercó a él y le gritó de golpe:

—¿Se puede saber de qué coño vas? ¿Quién te crees que eres para ir por ahí poniendo en mi boca palabras que jamás he dicho?

—No sé a qué te refieres…

—¡¿Ah no?! ¿No andabas ayer diciendo que yo estaba harto de Susana y que no sabía cómo librarme de ella?

—¡Ah, eso…!

—Sí, cabrón, eso. ¿Me has escuchado a mí decir algo parecido?

—Sí, claro…

—¿Cuándo? ¿Cuándo? —añadió subiendo el tono de voz.

—Bueno, a lo mejor no con esas palabras…

—Ni con esas ni con ninguna, porque no es verdad.

—Vamos, Fran… ¡No irás a decirme que te lo pasas bomba dando clases con esa tía! Y enrollándote hasta las tantas después. Hace mucho que no apareces por aquí una tarde entre semana porque terminas muy tarde con ella.

—¿Y no se te ha ocurrido pensar que si no aparezco por aquí, a lo mejor es porque estoy estudiando? ¿O simplemente porque no quiero aparecer?

—¡Venga, tío, no intentes decirme que prefieres estar con esa plasta antes que aquí! Si no vienes es porque la tienes pegada al culo como una lapa todos los días.

—¿Y qué? ¿Te importa a ti acaso?

—Pues claro que me importa, eres mi amigo. Y veo muy claro lo que esa tía pretende.

—¿Qué es lo que pretende? ¿Hacerme aprobar? ¡Qué tragedia!

—No… Eres tú el que no lo ve. Lo que pretende es primero darte lástima, y luego… Joder, esa niña está desesperada por que le echen un polvo y quiere que seas tú el que lo haga. ¡Y quién sabe después! Es muy lista, a lo mejor se las apaña para que la dejes preñada. ¡Con la sonrisa de mosquita muerta…!

Raúl no pudo continuar porque el puño de Fran salió disparado y se estrelló contra su boca haciéndole cortarse con el diente y haciéndole manar sangre en abundancia.

—¡Estás imbécil…! Pues no me has pegado… —dijo lanzándose a su vez contra Fran y derribándole en el suelo. El puño de Raúl le acertó de lleno en la ceja donde también se produjo una brecha que empezó a sangrar de inmediato empañándole la vista.

Todos los demás miembros de la pandilla, que habían permanecido al margen de la discusión, se abalanzaron sobre ellos para separarles.

Les costó trabajo. Fran estaba fuera de control, golpeando a ciegas y Raúl no estaba dispuesto a dejarse pegar por culpa de una manipuladora. Al fin consiguieron separarles. Carlos y Miguel lograron inmovilizar a Fran y Maika e Inma se llevaron a Raúl hacia el otro lado del local.

—¿Pero estáis locos? Vamos, chicos, que sois amigos desde hace muchos años.

Limpiándose la sangre de la cara, Fran se encaró con Raúl desde lejos y le gritó:

—No vuelvas a dirigirme la palabra si no te disculpas con ella.

—¡Vete al carajo!

Después de una segunda noche espantosa, Susana se levantó con dolor de cabeza y haciendo un esfuerzo se duchó y se fue a clase. Se sintió aliviada cuando estas empezaron y Fran no apareció. Quizás hubiera decidido no asistir esa mañana, o simplemente llegaba tarde, pero fuese cual fuese el motivo, se alegró.

Pero a la hora de salir, Lucía se acercó a ella y le soltó de golpe:

—¡Menuda la que liaste anoche, chica! Hoy ninguno de los dos ha podido venir a clase.

Susana se sintió molesta de que la acusaran de algo de lo que no tenía ni idea.

—¿Yo? ¿Qué he hecho yo?

—Quizás hacer, no hayas hecho nada… Pero Raúl y Fran se pegaron anoche por tu culpa. Y acabaron ambos en urgencias…

—¿Qué? ¿Cómo que se pegaron?

Viendo su cara de confusión la chica le contó toda la historia.

—Bueno, estábamos tomando una cerveza en el bar de siempre cuando entró Fran hecho una furia acusando a Raúl de haber dicho algo sobre ti que no era verdad. Se enzarzaron en una fuerte discusión que acabó llegando a las manos. Al final terminamos todos en urgencias. Raúl tiene un diente roto y la boca reventada y a Fran le tuvieron que dar unos cuantos puntos en la ceja.

—¡Dios mío! No tenía ni idea.

Maika e Inma se habían unido a ellas.

—Me siento fatal —añadió Susana.

—No lo hagas. Ya sabes cómo son los tíos de brutos. Y eso que Fran no lo parecía.

—Raúl no se lo podía creer cuando le largó aquel derechazo. Y claro, no tuvo más remedio que responder, porque Fran era capaz de matarle con la rabia que tenía.

—Gracias por decírmelo… voy a llamarle. Y trataré de arreglarlo… yo tengo la culpa de esto. Escuché lo que Raúl dijo ayer a mediodía, que por cierto, gracias Maika por defenderme. Y me enfadé con Fran creyendo que realmente pensaba así.

Inma intervino.

—¿Cuando te encontré en los servicios?

—Sí, acababa de oírlo… y había vomitado el bocadillo.

—Raúl es un gilipollas. Y te aseguro que Fran dejó muy claro anoche que en absoluto pensaba así.

—Gracias por decírmelo.

—De nada.

—Voy a llamarle.

Se separó de las chicas y se dirigió a un sitio tranquilo y con mano nerviosa marcó el número de Fran. Pero el móvil sonó y sonó sin que él respondiera a la llamada.

«¿No me estarás haciendo lo mismo que yo a ti ayer, verdad? No puedes tener tan mala leche… Por favor Fran, cógelo…», dijo para sí misma.

Lo intentó en varias ocasiones en el camino a casa y ya en ella se decidió a ponerle un mensaje, consciente de que no iba a responder a su llamada. Esperaba que no lo borrase sin leerlo: «Siento no haberte escuchado ni creído ayer. Si aún sigues queriendo dar clase dime cuándo. Estoy en casa. Por favor, llámame».

Aguardó impaciente una respuesta, pero esta no se produjo. Preocupada, apenas almorzó y se sentó a intentar estudiar con el móvil sobre la mesa, pero era incapaz de concentrarse. La cabeza le volaba una y otra vez a la frase de Maika diciéndole que Fran estaba hecho una furia, que había acusado a Raúl de decir algo que no era verdad y sobre todo a que habían tenido que darle unos cuantos puntos de sutura. ¿Y si no le respondía no porque estuviera enfadado, sino porque su estado de salud no se lo permitiera? Si al día siguiente no iba a clase ni sabía nada de él, se las apañaría para ir a su casa aunque la echaran de allí. Él lo había hecho por ella el día anterior. Tenía que haber comprendido que su interés en buscarla y hablar con ella estaba reñido con lo que había dicho Raúl. Tenía que haberle dejado hablar, explicarse… tenía que haberle hecho caso a su corazón y haberle creído.

Desesperada enterró la cara en las manos y desistió de estudiar aquella tarde. El timbre de la puerta la sobresaltó. Miró el reloj. Eran las cinco, Merche aún tardaría en llegar un buen rato.

Se levantó y fue a abrir. Un Fran con media cara hinchada y amoratada y un apósito que le cubría parte de la frente le sonrió al otro lado del umbral.

—No me has especificado hora… Espero que te venga bien. Si no, puedo volver en otro momento.

Susana se apartó un poco para dejarle pasar y cerró la puerta a su espalda. Después se volvió hacia él y alargando la mano le rozó el pómulo cuya hinchazón le mantenía el ojo medio cerrado.

—Lo siento… —susurró. Iba a seguir hablando, disculpándose, pero la voz se le quebró y de pronto y sin saber cómo, se encontró envuelta en los brazos de Fran. Enterró la cara en su cuello y lloró suavemente dejando escapar la tensión acumulada durante toda la mañana y también durante los dos días anteriores. Después levantó la cara y le miró de nuevo.

—Lo siento —volvió a repetir.

—Tú no tienes la culpa. Fui yo el que se lio a hostias.

—Por mi culpa.

—Por ti, que no es lo mismo.

—¿Te duele?

—Molesta más que duele. Tener un ojo tan hinchado que no lo puedes abrir no es agradable. Pero no te preocupes, no es nada serio, la brecha es en la ceja. Esta mañana he ido al oftalmólogo y me ha dicho que el ojo no está dañado. Recibí allí tu mensaje y tus llamadas, por eso no las he devuelto. Y después pensé que era mejor venir a verte. Lo que tú y yo tenemos que decirnos no es para hablarlo por teléfono. ¿No estás de acuerdo?

—Sí.

Fran no la había soltado, continuaba abrazándola con suavidad y Susana empezó a sentirse incómoda después del primer impulso de arrojarse en sus brazos. Temía no ser capaz de controlarse y hacer o decir algo de lo que más tarde se arrepintiera. El olor de la colonia le llegaba de forma muy penetrante, el pelo de Fran le caía por el cuello rozándole la cara, y las ganas de levantar esta y besarle, aunque solo fuera en la mejilla, se le estaban haciendo insoportables. Aquel abrazo estaba durando ya demasiado, aunque lo último que ella quería era separarse.

También Fran comprendió que debía soltarla antes de que su cuerpo le traicionara y aflojó el abrazo. Se produjo un momento de turbación entre ambos, que él rompió con una broma:

—De todo esto saco en limpio que ni tú ni yo estamos preparados aún para ser abogados.

—¿No? ¿Y por qué?

—Pues porque se supone que yo debería haberte convencido ayer con argumentos y tú deberías conocer la presunción de inocencia.

—Cierto… «Todo acusado es inocente mientras no se demuestre su culpabilidad», y yo te juzgué y te condené sin siquiera escucharte.

—Tendrás que hacerlo ahora.

—¿Después de la clase?

—Hoy no vamos a dar clase. Vamos a charlar como dos buenos amigos. ¿Me invitas a un café? Los calmantes me tienen un poco adormilado.

—Enseguida. Ponte cómodo.

Un cuarto de hora después se encontraban acomodados en el sofá con sendas tazas de café en la mano. También a Susana le vendría bien tomar uno. Tenía el estómago casi vacío y las dos noches sin dormir le estaban pasando factura.

Bebió un sorbo, y sintiéndose ligeramente incómoda al apretujarse los dos en el sofá, después del abrazo, volvió a repetir:

—Lo siento.

—Eso ya lo has dicho.

—Es que no se me ocurre qué otra cosa decir.

—¿Qué te parece si empiezas por explicarme qué he podido hacer que te hiciera pensar que lo que decía Raúl es verdad? ¿Me has visto alguna vez impaciente por marcharme después de una clase o molesto con tu presencia o cualquier otra cosa parecida?

—No.

—¿Entonces? Comprendo que te ha podido afectar mucho oír todo eso en boca de Raúl, que tiene que resultar doloroso que el tío que te gusta hable así de ti, y que quizá preferirías que fueran palabras mías y no suyas… ¿Es eso?

—No.

—Susana, aunque sea mi amigo, aunque te guste, tenemos que reconocer que Raúl es un gilipollas.

—No quiero hablar de él.

—Ya lo sé; yo tampoco. Hoy he venido aquí para hablar de nosotros.

Susana se sobresaltó.

—¿De nosotros? —preguntó con un ligero temblor en la voz que a Fran no le pasó desapercibido—. ¿Qué quieres decir con nosotros?

Él sonrió y le apoyó una mano amistosa sobre el brazo.

—Tranquila… No voy a hacerte una declaración de amor que te haga sentir incómoda. No hay nada de eso. Me refería a nuestra amistad.

—¡Ah, ya…! —dijo con un suspiro de decepción, que él tomó por alivio.

—Porque somos amigos, ¿verdad? Al menos yo sí me considero amigo tuyo. Y después de ver tu reacción ayer, sé que tú sientes lo mismo.

Fran bajó la mano por el brazo de Susana y la apoyó sobre su mano, en un gesto cariñoso antes de seguir hablando.

—Y quiero que sepas, oigas lo que oigas a Raúl o a cualquier otro, que eres importante para mí, y que te aprecio mucho.

Susana no pudo evitar emocionarse y que las lágrimas asomaran a sus ojos. Hizo un esfuerzo por mantenerlas allí y susurró:

—No me importa lo que piense Raúl, sé que ni siquiera le caigo bien. Pero sí es importante para mí lo que me acabas de decir porque… —la voz le tembló—, porque eres el primer amigo que tengo en mi vida. Y no quiero perderte… Aun así, esto de la amistad es muy nuevo para mí y puedo resultar agobiante y pesada. Es porque me siento tan a gusto contigo… más de lo que he estado nunca con nadie, y tal vez no sé cuándo despedirme o cuándo mi presencia resulta pesada. Si es así, dímelo… pero dímelo tú. Me dolería enterarme por boca de otros. Eso es lo que más me dolió, ¿sabes? Y daba igual que fuera Raúl o cualquier otro el que lo dijera. Prométeme que entre nosotros siempre habrá sinceridad. Que si un día estás hasta las narices de aguantarme me lo dirás sin problemas.

—Te lo prometo. Y lo mismo te pido. Estoy cogiéndole gusto a esto de estudiar, está empezando a gustarme el Derecho y probablemente voy a abusar de ti y de tu tiempo. Si alguna vez tienes otros planes o tan solo no te apetece quedar conmigo para estudiar, dilo.

—De acuerdo.

—Y ahora, una vez que está todo aclarado me gustaría que me hables de ti.

—¿De mí?

—Sí, de ti. Los amigos deben conocerse a fondo, ¿no crees?

—No me gusta hablar de mí.

—Quizás no estés acostumbrada a hacerlo, pero sienta bien, ¿sabes? Después de tu estallido de ayer creo que tienes muchas cosas dentro que necesitas soltar. ¿Y para qué están los amigos si no? —dijo apretándole la mano, que no había soltado—. Anda… ¿Ayudará si te hago preguntas?

—De acuerdo, lo intentaré. Pregunta.

—¿De verdad nunca has tenido un amigo?

—No.

—Te refieres a amigos íntimos, ¿no?

—Ni íntimos ni de ninguna clase. He sido una niña solitaria toda mi vida.

—¿Porque has querido?

—Nadie quiere estar solo, Fran. Simplemente porque nunca me han aceptado en ningún sitio. Siempre he sido una niña larguirucha y delgada… bueno, delgada lo sigo siendo. Y siempre me ha gustado estudiar, sacaba muy buenas notas sin esfuerzo y eso molestaba a todos mis compañeros. En el colegio había una niña muy mona y muy simpática, y todos se morían por ser amigos suyos. Pero era la segunda en clase, nunca pudo superar mis notas y no me lo perdonaba. Se encargó de que nadie fuera amigo mío; si alguien se me acercaba era excluido de su círculo, así que yo me pasé toda la primaria sola. Me llevaba un libro y me sentaba en un banco a leer. Luego, en el instituto me encontré con otro problema diferente: mi físico. En una edad en la que la mayoría de las chicas empezaban a tener pecho y caderas, yo seguía siendo un palo. Y a una edad en la que todos intentaban ligar, a los chavales yo no les interesaba, y las chicas iban donde estaban los chavales… y yo sola de nuevo. Entonces descubrí que me gustaba el Derecho y que necesitaba mucha nota para conseguir una beca porque sin ella no podría estudiar. Mi padre es pescador en Ayamonte y apenas sobrevive con su trabajo. No puede pagarme una carrera y mucho menos fuera de casa, así que dediqué los años de bachillerato a estudiar como una burra y trataba de decirme a mí misma que no tenía tiempo para amigos y para salir los fines de semana. ¿Sabes?, nunca había ido a un botellón hasta que tú me llevaste al vuestro, ni a una discoteca, ni a una fiesta. Mis fines de semana se limitaban a ir con Merche al cine alguna que otra vez y a leer o escuchar música en la playa, sola. Y a ser un estorbo cuando ella salía con algún chico, así que dejé de hacerlo poniendo como excusa mis estudios. Saqué matrícula en bachillerato y me concedieron la beca, y si tenía esperanzas de que las cosas cambiaran en la facultad, no ha sido así. Sigo siendo delgada y poco atractiva y al parecer ese es un requisito muy importante, no ya solo para que la gente te aprecie, sino para que te deje acercarte a su círculo.

—Porque no lo has intentado. ¿O ya no te acuerdas de la noche del botellón?

—En la facultad si lo intenté al principio, pero todo el mundo me ignoraba… ni siquiera me dirigían la palabra, así que desistí pronto. Todavía me estaba curando de la decepción que supuso para mí el que la cena que se organizó para despedir el bachillerato me la ocultaran hasta después de celebrada. Me metí en una burbuja llena de libros de Derecho… y ahí sigo.

—No… ya no. Ahora yo he entrado en ella y te aseguro que voy a hacerte salir. Y es más, voy a intentar que Raúl se fije en ti.

Susana sonrió.

—Fran, Raúl se enrolla con las tías más guapas de la facultad… puede elegir, y no va a elegirme a mí. Déjalo, ¿quieres? No me montes más encerronas con él, como aquel día que le mandaste a por unos apuntes en tu lugar.

—Raúl no es mal tipo, simplemente no te conoce. Cuando te conozca como yo, seguro que empieza a verte de otra forma.

—No, Fran. Prométeme que no vas a intentar nada más. Llevo toda la vida enamorándome de tíos que ni siquiera me ven. No importa… para mí es mucho más importante esta amistad nuestra… de verdad. Y no quisiera que lo de ayer haga que te enfades con Raúl. Prométeme también que arreglarás las cosas con él.

—Claro que lo arreglaremos, él y yo somos amigos desde preescolar y nos hemos enfadado muchas veces… incluso nos hemos zurrado en alguna otra ocasión. Estaremos unos días de morros y luego pasará.

—Me alegro.

—Bien, prometo no intentar liarte más con Raúl, pero tú tienes que prometerme que vendrás más veces a los botellones y harás todo lo posible por integrarte en nuestra pandilla.

—Iré, pero si en alguna ocasión detecto que a alguien le molesta mi presencia, se acabó. Y solo cuando no tenga mucho que estudiar.

—Trato hecho. Ya verás cómo, cuando todos te conozcan mejor, se darán cuenta de la chica maravillosa que eres y empezarán a apreciarte… igual que yo.

—No sigas diciéndome esas cosas o vas a conseguir que llore. Estoy muy sensible hoy. Me siento fatal cada vez que te miro y te veo la cara… y sé que ha sido por mi culpa. ¿Cuántos puntos te han dado?

—Creo que tres o cuatro, no lo recuerdo muy bien.

—¿Te quedará cicatriz?

—Es posible que parezca que me he hartado de un piercing. Pero yo quedaré de puta madre cuando diga que fue por defender a una chica que valía la pena.

Las lágrimas volvieron a empañar los ojos de Susana al oírle y se mordió lo labios.

—¡Eh, venga, ya me callo! No quería hacerte llorar —dijo Fran abrazándola de nuevo. Susana sintió los labios rozándole la cara en una caricia suave y el llanto cesó dando paso a otra cosa, a una sensación de intimidad que no había sentido un rato antes cuando se habían abrazado también.

No oyeron las llaves en la cerradura y se separaron sobresaltados cuando escucharon la voz de Merche.

—¡Vaya, veo que habéis solucionado lo de ayer!

Antes de que su hermana fuera a seguir hablando y metiera la pata, Susana exclamó:

—¡Eh, que esto no es lo que parece! No vayas a creerte…

—Yo no me creo nada, chicos… Solo que habéis hecho las paces, ¿no es cierto?

—Sí, así es.

—¿Y a ti qué te ha pasado en la cara? Pareces un Cristo.

—Que ayer no se le ocurrió otra cosa más que irse a buscar a Raúl y liarse a mamporros con él.

—¡Joder! Bueno, yo me voy a la ducha, podéis seguir haciendo las paces tranquilos.

—Susana tiene razón, Merche. Esto no es lo que parece… Solo estaba consolándola, está muy llorona hoy.

—Si os creo, no tenéis por qué dar tantas explicaciones… Pero yo tengo que ducharme y supongo que vosotros querréis seguir charlando —añadió entrando en el dormitorio y dejándolos solos. Pero Fan se levantó del sofá enseguida y dijo:

—Yo tengo que irme, le prometí a mi madre que estaría en casa para la cena. Si me retraso pensará que me he vuelto a pegar o algo así. Además, me duele un poco la cabeza…

Susana se levantó también y le acompañó a la puerta.

—Nos vemos mañana en clase. Tengo los apuntes de hoy, te los pasaré.

—Gracias.

—Cuídate. Y la próxima vez cuenta hasta diez antes de dar la primera hostia.

—Lo intentaré, pero soy impulsivo. No te prometo nada. Hasta mañana.

—Adiós.

Susana cerró la puerta y Fran bajó las escaleras despacio. La cabeza le palpitaba y no estaba seguro de que fuera a consecuencia de la herida. El abrazo que le había dado no había sido amistoso precisamente. Se estaba poniendo como una moto de tenerla abrazada y si Merche no hubiera llegado en aquel momento no estaba seguro de no haber hecho alguna tontería. Y con Susana no se podían hacer tonterías… Ella se tomaría muy en serio cualquier gesto cariñoso, y él había estado a punto de besarla. Si lo hubiera hecho, Susana se habría sentido muy incómoda con él en el futuro y eso habría acabado con su amistad. Y no podía estropear la amistad con Susana, ella no tenía a nadie más que a él. Tenía que controlarse mejor en el futuro.

Entró en el coche y por un rato se obligó a poner toda su atención en el tráfico, pero cuando llegó a su casa de nuevo y se encontró solo, se echó en la cama y trató de analizar lo que le había ocurrido, no solo aquella tarde, sino también la anterior.

Aunque fuera impulsivo, él no era de los que se lían a tortas a las primeras de cambio, y mucho menos con Raúl. Pero se había puesto realmente furioso ante la idea de que este le había hecho daño a Susana. Cuando la vio tan alterada y queriendo cortar toda relación con él, se volvió ciego. Sus acusaciones le habían dolido más de lo que le había dolido nada en mucho tiempo… desde que era pequeño e intentaba desesperadamente atraer la atención de su madre y solo conseguía una caricia distraída y un «déjame trabajar, Fran».

Le habían dolido sus lágrimas y sus palabras, que pensara que él podía estar burlándose de ella a sus espaldas. Hubiera sido capaz de matar a Raúl si le hubieran dejado. Después, su mente volvió a aquella tarde. En las dos ocasiones en que la había abrazado no se había sentido un amigo precisamente, y eso le hacía sentirse muy confundido porque él había creído que eso era lo que sentía por ella, un cariño y una ternura especial, pero amistosa. Tenía que controlar aquello, tenía que verla como a una amiga, porque a Susana quien le gustaba era Raúl y él intuía que no era una mujer que cambiase de afectos fácilmente.

«Es una amiga, Fran, solo eso», se dijo. Pero por si acaso, tendría cuidado con los contactos físicos. Aunque le iba a costar, él era muy expresivo y el afecto y el cariño los demostraba con besos y abrazos. Era muy «tocón», como decía su madre. Ella siempre se estaba quejando de que la despeinaba y de que le arrugaba la ropa… hasta que dejó de hacerlo. Susana, en cambio, seguro que era una mujer de las que le gustaba que la abrazaran y la acariciaran. No había protestado esa tarde y parecía encontrarse a gusto con su gesto. «Para Fran», volvió a repetirse, «solo amigos».

Cuando Merche salió de la ducha encontró a su hermana sentada en el sofá absorta y pensativa.

—¿Y Fran? ¿Se ha marchado?

—Sí, tenía que estar pronto en su casa.

—Nena, lamento de veras haberos interrumpido.

—De verdad que no has interrumpido nada.

—¿Cómo que no? Estabais abrazados.

—Un abrazo de amigos.

—De lo que sea, pero abrazo.

—Sí, eso sí.

—Y tú estabas en la gloria, no digas que no.

—No lo digo. Es la primera vez que me abraza un chico que me gusta. Aún tengo metido el olor de su colonia en la nariz.

—Hugo Boss —puntualizó Merche.

—¿Cómo lo sabes?

—Trabajé en perfumería una temporada, ¿recuerdas? Y les eché mucha de esa colonia a los tíos que pasaban.

—Me encanta cómo huele.

—Sí, huele muy bien, pero es cara de narices.

—Él puede permitírselo, sus padres tienen bufete propio.

—Pues me temo que si quieres hacerle un regalo tendrás que pensar en otra cosa, porque está fuera de nuestro presupuesto.

—Si alguna vez le regalo algo, será simbólico. Él sabe que mi presupuesto es muy limitado.

—Lo agradecerá igual, cariño.

—Sí, eso creo.

—¿Y tú? ¿Cómo te sientes?

—Mucho mejor, aunque debería estar destrozada porque tiene la cara fatal por mi culpa. Pero no puedo dejar de sentirme halagada de que se liara a puñetazos con su mejor amigo por mí. Y no sabe cómo disculparle, cree que estoy destrozada porque Raúl dijo todo eso, que me duele que hablara así de mí. No sabe que por mí, Raúl puede irse al diablo.

—¿Y por qué no se lo dices?

—Porque se daría cuenta de que el que me gusta es él. Y probablemente no volvería a verle el pelo. Quizás más adelante, cuando esté más segura de su amistad.

—¿No te basta lo de ayer para estar segura?

—No. No me fío de que esto no sea más que una novedad. Tener una amiga nueva, una colega… No creo que esté acostumbrado a ser amigo de una mujer, a él también lo persiguen las tías. No tanto como a Raúl, pero también.

—Susana, ¿de verdad piensas que era un amigo el que te estaba abrazando?

—Por supuesto. Y por si tenía alguna duda, él lo ha dicho.

—¡Ah! ¿Y tú has sentido que era así? Porque eso se nota.

—No sé qué he sentido. Nunca me había abrazado ningún hombre, ni amigo ni amante. Por tanto debo fiarme de lo que él ha dicho. Y solo ha hablado de amistad. Pero no pido nada más, Merche. Solo ser su amiga y estar cerca de él, verle y hablarle, sentir que le importo. Nada más.

—Bien, si estás convencida de eso, disfrútalo.