BERTA llegó poco antes de las cinco. Tenía las mejillas sonrojadas y los ojos relucientes. Abrió la puerta de golpe, entró en la oficina, me dirigió una mirada y me dijo irritada:

—Donald, ¿por qué diablos no entras en la oficina particular y lees los periódicos?

—Ya los he leído.

—Bien, siéntate dentro y duerme si quieres. Pero no te sientes aquí. Distraes a Elsie en sus trabajos.

—Ella no se deja distraer por mí —repliqué—. Además, ya es hora de cerrar.

Se acercó a la máquina donde estaba escribiendo Elsie, examinó las dos últimas páginas que había escrito ésta, y me señaló con su índice acusador.

—Aquí lo tenemos —dijo—. Una palabra borrada, otra… y aquí una tercera.

—¿Y qué? —dije. Las Compañías que fabrican gomas de borrar pagan dividendos a sus accionistas gracias sólo a los errores que se cometen escribiendo a máquina. Tres faltas en una página no es mucho.

—¡Hum! Eso es lo que tú crees. ¡Fíjate en ésta!

Examinó rápidamente otras páginas. Pero sólo descubrió un borrón más.

Miré a Elsie. Estaba sonrojada.

—¡Valiente detective eres! —gruñó Berta—. ¡Entra ya!

Abrí la boca para ir a decir algo, pero los ojos de Elsie me rogaron guardara silencio y seguí a Berta a su despacho articular.

—¡Maldita sea! —exclamó Berta enfadada, abriendo la caja de cigarrillos de encima de la mesa y sacando uno.

—¿Qué es lo que ha ocurrido? ¿Se te han escapado?

—No, los encontré. La señora Ellery Crail conduce un «Buick Roadmaster» registrado a su nombre. El hombre que la acompañaba se llama Rufus Stanberry. Es el propietario del edificio en cuestión. Vive en el número 3271 de la Avenida Fulrose. Una casa con muchos criados de librea. Conduce un «Cadillac» muy grande.

—Creo que has avanzado mucho en este caso, Berta —dije—. Pero ¿qué diablos te ocurre?

Berta, haciendo un violento esfuerzo para dominarse, exclamó con voz llena de ira:

—¡No sé a qué atribuirlo! Sospecho que llevas un diablo en tu interior. Siempre que tú te ocupas de un caso, jamás se desarrolla normalmente. Siempre nos vemos metidos en un lío.

Saqué uno de los paquetes de cigarrillos que había comprado a la muchacha en el «Rendez-vous» y extraje uno.

Berta señaló con la mano la caja encima de la mesa.

—Fuma de éstos durante las horas de oficina. Los cargo en gastos generales.

Me llevé el cigarrillo a los labios, volví a meter el paquete en el bolsillo, encendí una cerilla y dije:

—Éstos también van a cuenta de gastos generales.

—¿Cómo?

—Los he comprado a una de las muchachas en el «Club» de Rimley.

Berta abrió la boca para ir a decir algo, pero lo pensó mejor y guardó silencio.

Saqué los tres paquetes del bolsillo y los deposité sobre la mesa escritorio.

Berta reflejó su asombro en su rostro.

—¿Qué diablos significa esto? —preguntó.

—Nada —contesté indiferente—. Son mi marca preferida y ella tiene unas piernas muy bonitas, eso es todo.

Berta clavó su mirada en mí.

—Continúa —la invité.

—¡Maldita sea! —exclamó Berta—. No sé si te das cuenta de lo que llegas a sulfurarme.

Fijé mi mirada en la suya.

—¿Prefieres que disolvamos la sociedad?

—¡No! —gritó.

—En este caso, ¡cállate! —le ordené.

Guardamos silencio durante un rato. Finalmente encaucé la conversación por otros derroteros:

—¿Qué sucedió mientras seguías a la señora Crail?

Berta exhaló una larga bocanada de humo de su cigarrillo antes de responder.

—Me detuve frente al portal de entrada del «Club». Esperé aproximadamente unos cinco minutos hasta que vi salir a la pareja en cuestión. La mujer siguió su camino a pie. Tenía que tomar una decisión. Seguí al hombre.

Aprobé con un movimiento de cabeza.

—El hombre era el que me interesaba —dije.

Berta me miró fijamente.

—Colocaste el coche de la agencia delante mismo del «Cadillac», pero él se limitó a empujarlo con el suyo. Me indigné, pero no me quedó otro remedio que aguantarme.

Guardé silencio.

—No debiste dejar el coche allí.

Exhalé una bocanada de humo sin responder.

—Bien —continuó Berta—. Seguí al «Cadillac». Se dirigió rápidamente al Garden Vista Boulevard. Siguió por el mismo y, ¡maldita sea!, en aquel momento me di cuenta de que un coche me seguía. Era la señora Crail.

Enarqué las cejas.

—Tomé el lado derecho para averiguar si me seguía a mí o al hombre y ella aminoró la marcha para dejar pasar otro coche. Al parecer, no quería acercarse demasiado al «Cadillac» para que el hombre no la descubriera.

—¿Y tú qué hiciste? —pregunté.

—Estaba algo nerviosa. Giré directamente hacia el tramo derecho de la calzada para poder seguir al «Cadillac», y al mismo tiempo, ponerme a la altura del «Buick» de la señora Crail.

—Bien hecho —aprobé—. Excepción hecha, claro está, de que ellos giraran hacia la izquierda.

—¡Eso es precisamente lo que ha ocurrido! —exclamó Berta—. Giraron hacia la izquierda.

—¿Y los perdiste de vista?

—¡Cállate! No soy tan estúpida como para eso.

Fumó nerviosamente durante unos instantes, y luego continuó:

—Cuando vi que giraban hacia la izquierda, aminoré la marcha para que me pasara el coche que iba directamente detrás del mío y poder pasar a continuación a la calzada izquierda. El coche que me seguía iba conducido por una mujerzuela con una dentadura como un caballo y, al parecer, no le gustó mi forma de conducir. Aminoró la marcha cuando yo quité el gas y luego, súbitamente se colocó a mi altura y me gritó si es que pensaba permanecer toda mi vida en aquel sitio. Luego apretó el acelerador y salió disparada.

—¿Y luego? —pregunté.

—Se fijó demasiado tarde dónde quería ir —continuó Berta—. Otro coche que venía en dirección opuesta giró hacia la izquierda. No creo que la mujer lo viera hasta segundos antes de entrar en colisión con él mismo. Hubiera tenido tiempo de frenar, pero iba a demasiada velocidad y trató de dar una rápida vuelta hacia la derecha. Pero no lo consiguió.

—¿Algún lesionado?

—El hombre no, pero la mujer que iba con él se desvaneció. Yo quedé completamente bloqueada. Detrás de mí seguían otros coches y yo sin poder moverme.

—¿Y fue entonces cuando Stanberry giró hacia la izquierda?

—¡No seas estúpido! —exclamó Berta—. Todo el tráfico quedó detenido. Un policía tardó cinco minutos en restablecer el orden. Y la mujerzuela que conducía el coche bajó del mismo, tomó un taxi y se alejó de allí abandonando inmediatamente su coche delante mismo del mío.

—¿Sin tomar los nombres de los testigos o…?

—Dio su nombre y dirección al conductor del otro coche y se acercó al coche de Stanberry para tomar igualmente su nombre y su dirección. Lo mismo hizo con los demás coches. También se acercó a mí. Esto ocurrió cuando el tráfico estaba detenido. Fue gracias a ella que me enteré del nombre y la dirección de Stanberry.

—¿Cómo fue?

—Todo el tráfico quedó desorganizado. Los coches detrás del mío comenzaron a hacer sonar sus cláxones. Me fijé cómo la chica había tomado el nombre y la dirección de Stanberry; por este motivo, cuando se acercó a mí, no la mandé al diablo, sino que le dirigí una amable sonrisa, y alegando que tendría dificultad en escribir mi nombre, le dije que sería preferible que lo anotara yo por ella.

—¿Y qué sucedió?

—Lo que yo deseaba —dijo Berta—. Me entregó el pequeño libro de notas me rogó escribiera en él mi nombre. El nombre encima del mío era el de Rufus Stanberry, número 3271 de la Avenida Fulrose. Me tomé tiempo para examinar los demás nombres anotados en la lista antes de escribir el mío.

—¿El tuyo? —pregunté.

Berta me dirigió una mirada.

—¡No seas tonto! Elegí un nombre ruso y anoté la primera dirección que se me ocurrió. Luego sonreí a la mujerzuela y le devolví el librito. Finalmente comencé a hacer señales a los coches que me seguían para poder salir de aquel atolladero.

—¿Y luego?

—Comencé a discutir con alguien que estaba detrás de mí y que no quería poner marcha atrás alegando que el que estaba detrás de ella tampoco quería hacerlo. Perdí la paciencia. Puse marcha atrás y di con el coche que estaba detrás del mío, hasta que llegó el policía de tráfico y restableció el orden. La mujerzuela dirigió una sonrisa al policía de tráfico, cogió un taxi y se marchó dejando su coche abandonado en mitad de la calle.

—¿Y tú?

—Finalmente pude salir del atolladero. Pero…

—¿Anotó la joven el nombre de la señora Crail?

—Desde luego. Encima del nombre de Stanberry había escrito otros. Lo vi. No me preocupé por la dirección de la mujer porque ya la tenemos. Me interesaba saber quién era el hombre.

—¿Vio Stanberry el nombre de la señora Crail?

—No. Yo fui la única que escribió su nombre en el librito. Ella misma escribió los nombres y los números de los demás. Pero yo me limité a escribir solamente mi nombre, sin el número del coche.

—¿Y regresaste directamente aquí?

—No. Fui con el coche a la dirección de Stanberry, en la Avenida Fulrose. Pero después de estar un rato por allí y no ver a nadie, los mandé al diablo y he venido aquí. ¿Y tú?

—Me han echado del «Rendez-vous».

—¿Flirteando con mujeres?

—No. El propietario me ha invitado a tomar unas copas con él y me ha rogado amablemente que no me vuelva a dejar ver por allí.

—¡Mándalo al diablo!

—Está en su derecho —dije—. El local lo frecuentan mujeres casadas donde se encuentran con comerciantes que se dejan caer por allí para bailar un poco. Un detective privado produce allí el mismo efecto que una epidemia de viruelas en un transatlántico.

—¿Y cómo se ha enterado de que eras detective?

—Eso es precisamente lo que me preocupa —confesé—. Me conocía. Sabía mi nombre y toda mi historia y también con respecto a ti.

—¿Sospecha algo del caso en que estamos trabajando? —me preguntó Berta.

—No me sorprendería. La llamada telefónica en primer lugar, sin que nadie respondiera cuando la señora Crail se puso al aparato, el hecho de que la señora Crail y Stanberry abandonaran el local mientras yo estaba charlando con Rimley en su oficina y luego su súbito interés por dar por terminada la entrevista. Puede ser que su interés por mí terminara inmediatamente después de haberse marchado la señora Crail. Creo que no se le ocurriría a nadie que tú estabas esperándolos abajo en la calle para seguirles…

En aquel instante sonó el teléfono.

Berta Cool cogió el auricular. Oí la voz de Elsie Brand, luego una sonrisa iluminó el rostro de Berta.

—Sí, señorita Rushe —dijo Berta—, estamos realizando progresos. La señora Crail estaba esta tarde con el señor Stanberry en el «Club» de Rimley.

No pronunció palabra durante unos instantes, y luego volvió a decir:

—Un momento. Le pongo con Donald.

Me pasó el auricular mientras me decía:

—La señorita Rushe desea un informe.

—¿Tiene usted algo que añadir a lo que me ha dicho la señora Cool, señor Lam? —preguntó Georgia Rushe.

—Creo que sí —respondí.

—¿Qué?

—Usted nos ha dicho que la actual señora Crail se llamaba Irma Begley de soltera y que trabó conocimiento con Ellery Crail gracias a un accidente de automóvil, ¿verdad?

—Así es, en efecto.

—¿Chocó Crail con su coche?

—Sí.

—¿Alegó haber sufrido ella lesiones?

—Sí. En la columna vertebral.

—¿Está usted segura de ello?

—Lo comprobaron por medio de los Rayos «X».

—Bien, lo más probable es que se produjera esta lesión en otro accidente de automóvil sufrido hace un año o antes. Si podemos demostrar esto, ¿será la información de valor para usted? Es muy importante.

—¡Desde luego! —exclamó la muchacha.

—Bien, no se excite todavía y no haga usted nada por su cuenta. Nosotros nos cuidaremos de todo.

—¿Está usted seguro de ese otro accidente de automóvil? —preguntó.

—No, todavía no. Se trata simplemente de una sospecha.

—¿Cuánto tardará en comprobarlo?

—Depende de si puedo localizar a un tal Philip E. Cullingdon y saber lo que él dice a este respecto.

—¿Y cuánto tardará en entrevistarse con ese hombre que dice usted?

—No lo sé. Voy a intentarlo ahora mismo.

—Espero con impaciencia sus noticias, señor Lam. Ustedes tienen mi número de teléfono en la oficina. Llámeme inmediatamente tan pronto averigüe algo. Inmediatamente, por favor.

—De acuerdo, la avisaremos —dije y colgué.

Súbitamente Berta estalló en una divertida carcajada.

—¿A cuento de qué viene esta risa? —pregunté.

—Estoy pensando en cómo me gritó aquella mujerzuela cuando se puso a mi altura y, en cambio, luego se acercó con una amable sonrisa cuando quiso que yo fuese testimonio del accidente. Y lo que se divertirá cuando ande buscando a un tal Boskovitche por Glendal.