CONDUJE el coche de la agencia a toda velocidad, exponiéndome a la consiguiente multa. Hubiese preferido dejarlo a una o dos manzanas de casa lejos de donde vivía Billy Prue, pero no tenía tiempo para ello. Detuve el coche delante mismo de la casa, subí corriendo los pocos peldaños y pulsé el timbre correspondiente a la vivienda de Billy Prue.
Era una probabilidad contra diez… una probabilidad contra cien. Si ella estaba en casa, pero… de nuevo pulse el botón del timbre.
Nadie respondió a mi llamada.
La cerradura de la puerta de la calle estaba ya muy gastada. No tuve necesidad de sacar la llave maestra. La llave de mi propia casa me franqueó la entrada.
Subí al piso de Billy Prue. Llamé por dos veces a la puerta. No percibí ningún ruido en el interior. Un completo silencio me rodeaba.
Saqué mi llave maestra y la metí en el cerrojo. Pero en aquel instante abrieron la puerta desde dentro.
—¡Entre, entre, por favor! —dijo Billy Prue con sarcasmo—. ¡Oh… eres tú!
—¿Por qué no respondes cuando llaman a la puerta de tu piso? —le pregunte.
—No me atreví. ¿Por qué no dijiste que eras tú?
—¿Cómo?
—Hablando en voz alta a través de la puerta.
Cerré la puerta detrás de mí.
—Sí, hubiese sido muy divertido… «Billy, Billy, soy Donald Lam, el detective privado que te quiere ver por un asunto profesional. ¡Abre!». ¿Te parece bonito esto?
—¡Oh! ¿De modo que has venido a verme para un asunto profesional?
Eché una mirada en torno mío. La puerta que conducía al dormitorio estaba abierta. La cama estaba cubierta de vestidos. En el suelo había dos maletas completamente abiertas.
—¿Te marchas? —pregunté.
—Supongo que no querrás que me quede aquí.
—No, si encuentras otro lugar.
—Lo he encontrado.
—¿Dónde?
—En casa de una amiga.
—Siéntate. Tenemos que hablar tú y yo.
—Quiero marcharme de aquí, Donald. Esta casa me llena de angustia y estoy asustada.
—¿Asustada de qué?
Evitó mirarme a los ojos.
—De nada.
—Una explicación lógica.
—¡Cállate! Una no tiene que ser lógica cuando está asustada.
Me retrepé contra el respaldo de mi silla y encendí un cigarrillo.
—Seamos sensatos.
—¿De qué se trata?
—Del asesinato.
—¿Tenemos que hablar precisamente de esto?
—Sí.
—¿Por qué?
—¿Estás completamente segura de que su reloj avanzaba una hora cuando te marchaste?
—Sí.
—¿Y lo retrasaste una hora cuando volviste?
—Sí.
—¿Y estás segura también de que no lo retrasaste una hora antes?
—Sí.
—Está bien. Usemos el cerebro. Dos personas sabían lo del reloj. Tú eres una de ellas. La otra era Rimley.
—Y el encargado de los lavabos.
—Sí, lo había olvidado.
Me puse en pie y di unos pasos por el corredor. La muchacha permaneció sentada sin decir palabra.
Me acerqué a la ventana y miré a la calle.
—¿Qué es lo que estás mirando?
—Mi coche.
—¿Y qué?
—Alguien puso el arma homicida en él ayer por la tarde. No sé cuándo la esconderían en el coche, por lo que he de preguntarme «por qué» la esconderían en el mismo, ya que esto tal vez me dé la clave de «cuándo».
—¿Crees que alguien deseaba complicarte en el crimen?
—Es posible, pero también es posible que no fuese la razón.
—Esto es elemental.
—Tenemos que comenzar con los hechos elementales. Hay una explicación que es tan sencilla que no me había fijado en la misma.
—¿Cuál?
—La persona que escondió el arma en mi coche quería complicarme en el caso o no. Hasta ahora he partido de la suposición que querían mezclarme en él. Pero ahora considero más lógica la otra explicación.
—¿Cuál?
—La persona que escondió el arma en el coche sabía que era mi coche o no lo sabía.
—¡Dios mío, Donald, no creerás que alguien metió el arma en tu coche por simple casualidad!
—El arma fue escondida en mi coche porque era el lugar más conveniente para esconder algo.
—¡Oh, oh! —exclamó como si comprendiera el curso de mis reflexiones.
—¿Dónde estuvo detenido mi coche el tiempo suficiente poco después del asesinato de forma que alguien los considerara el lugar más a propósito para esconder el arma homicida?
Billy Prue me miró con expresión preocupada.
—¿Confías plenamente en Pittman Rimley? —le pregunté.
—Hasta el momento siempre se ha portado bien… conmigo.
—Dos personas estaban enteradas de lo del reloj… Rimley y el encargado de los lavabos. Luego hay una tercera persona que pudo fijarse en el detalle.
—¿Quién?
—La señora Crail. Es posible que Stanberry comentara con ella la hora que era. ¿Es lógico suponerlo, no?
—En cierto modo, sí.
—Y me pregunto por qué ha desaparecido el mango del hacha. ¿Tienes una sierra?
—Sí, desde luego.
—¿Aquí en el piso?
—Sí.
—¿Dónde está?
Me dirigió una mirada preocupada y se encaminó hacia la cocina. Yo la seguí. La sierra estaba debajo del vertedero de aguas.
La hoja había sido engrasada últimamente, pero entre la misma y el mango descubrí ligeras partículas de serrín.
—Eso es…
—¿Qué?
—Aclara el caso.
—No te comprendo.
—El asesino no creyó encontrar a Stanberry inconsciente. Cuando ella lo vio tumbado en la bañera encontró el hacha…
—¿Ella?
—Sí. Fue una mujer.
Fijé mi mirada en la suya.
—No quería dejar el arma aquí en la casa. Sólo había un sitio donde podía esconderla. En su bolso. Pero tuvo que serrar un trozo de mango para que cupiera en él.
—¡Donald!
Me acerqué nuevamente a la ventana para mirar a la calle. Durante unos segundos nos envolvió el más completo silencio.
—Creo que esconderían el arma en mi coche, porque mi coche era el lugar más a propósito para el asesino para esconder el arma. Si partimos de esta hipótesis resulta…
Me interrumpí súbitamente.
—¿Qué ocurre? —me preguntó la muchacha.
—¿Ves aquel coche?
Miró en la dirección que señalaba.
—Es un coche de la Policía —dije.
El sargento Frank Sellers bajó en aquel momento del coche, dio la vuelta al mismo y abrió la portezuela y ayudó a bajar a Berta Cool.
—¡Rápido! ¡Marchémonos de aquí y…! No, es demasiado tarde ya.
Vi cómo Berta llamaba la atención de Sellers sobre nuestro coche. Los dos hablaron con expresión grave durante unos segundos, y luego se acercaron a la puerta e a casa.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó Billy Prue.
—Siéntate en esta silla —le dije—. ¡No te muevas! No hables ni hagas ningún ruido pase o que pase. ¿Me lo prometes?
—Sí.
—¡Pase lo que pase! ¿Comprendes?
—Sí. Haré lo que tú digas, Donald.
Abrí la puerta que daba al corredor.
—Pase lo que pase no hagas ningún ruido ¿Comprendido?
Asintió con la cabeza.
—Cerré la puerta, me arrodillé y apliqué el oído al cerrojo. En aquel momento oí débiles pasos a lo largo del corredor.
Me moví ligeramente y los pasos cesaron.
Saqué mi colección de llaves maestras del bolsillo.
De nuevo volví a oír los pasos.
Me volví con la expresión culpable de alguien que ha sido descubierto en un acto criminal.
El sargento Sellers estaba a mi lado.
—¿Intentando violar la puerta, eh?
Me puse en pie e intenté meter el manojo de llaves en el bolsillo.
El sargento Sellers me cogió por la muñeca.
—Bien, bien, bien —exclamó Sellers apoderándose de las llaves—. ¿De modo que en la agencia empleáis también llaves maestras, eh, Berta?
—¡Maldito seas, Donald; te dije hace tiempo que te desprendieras de estas llaves!
—¿Y qué es lo que hacías?
No respondí.
—Desearía echar una mirada.
—¿Cuánto hace que estás aquí?
—No lo sé… Cuatro o cinco minutos.
—¿Tanto tiempo?
—He llamado dos o tres veces sin obtener respuesta, entonces he abierto la puerta de la calle.
—¿Y luego?
—He llamado a esta puerta. He estado escuchando durante un rato hasta comprobar que el piso está vacío.
—¿No hay nadie? —preguntó Sellers.
—Sospecho se habrá ido a vivir a otro sitio.
—¿Qué es lo que buscabas, pues?
—Deseaba comprobar la posición de la bañera.
—¿Por qué?
—Deseaba saber dónde tenían que situarse dos personas para meter el cuerpo en la bañera…
—¡Déjate de tonterías! —exclamó Frank Sellers—. He aclarado ya el caso.
—¿De veras?
—Sí. Y he venido en busca de la muchacha.
—¿Por qué?
—Hemos identificado el hacha. La compró en una ferretería a tres manzanas de aquí.
—Seguramente está en el «Rendez-vous» en estos momentos —dije con voz preocupada—. ¿No has ido a ver a Georgia Rushe?
—Creí que me tendías una celada, Donald. Lo que me interesa es Billy Prue.
—Pero ¿has mandado la ambulancia?
—Sí, desde luego.
—¿Y no dejarán escapar a Crail?
—No, querido, y a ti tampoco. Vamos.
—¿Me devuelves las llaves?
—No.
—Tomaré el coche de la agencia… —comencé a decir.
—¡No! —me atajó Sellers—. No te apartarás de mi lado hasta que la muchacha esté detrás de rejas…
—¿Detrás de rejas?
—Sí. ¿Qué es lo que te imaginabas? Donald, ella mató a Stanberry.
—Cualquier otra persona pudo coger el hacha…
—Alquiló un piso en la casa donde vivía Stanberry bajo un nombre supuesto —me interrumpió Sellers—. Lo retuvo durante un mes siempre teniendo buen cuidado de no ir allí cuando sabía que Rufus Stanberry estaba en casa. Ayer, después de haber cometido el asesinato, estuvo en el piso de Stanberry y vació la caja fuerte.
—¿Cómo lo sabes?
—Archie Stanberry me ha dicho que faltan algunos documentos de la caja.
—Pero ¿cómo sabes que fue ella?
—Fue muy astuta. No dejó ninguna huella en el piso de Stanberry, pero no procedió con la misma precaución en el piso que tenía alquilado.
—¿Quieres decir que encontraste sus huellas dactilares en aquel piso?
—Sí. El piso que alquiló bajo nombre supuesto. Y lo que es aún más, el conserje ha identificado su fotografía.
—¡Diablos!
—Ya lo dije yo —intervino Berta en aquel momento—. Te dejaste atontar por sus piernas.
—¿Cómo te enteraste de todo? —le pregunté a Sellers.
—Tú fuiste a ver a Cullingdon, Ella fue a ver a Cullingdon. Vuestros coches estuvieron detenidos juntos. Ella sabía que era tu coche. Tuvo tiempo suficiente para meter el arma en el coche. Creyó proceder con mucha astucia. Pero se equivocó.
—Escúchame, Frank —dijo Berta súbitamente—. No quiero ir en este coche cuando detengas a la muchacha. ¿Permites que Donald y yo te sigamos en el coche de la agencia? Ya vigilaré yo que no telefonee ni pueda avisar a la muchacha.
Sellers meditó durante unos instantes y asintió finalmente.
—De acuerdo.
Se acercó con nosotros al coche de la agencia.
Metí la mano en el bolsillo para sacar las llaves del coche. Súbitamente experimenté la misma sensación como si hubiese recibido un golpe en el estómago. Había dejado las llaves y los guantes encima de la mesa en el piso de Billy Prue.
—¿Qué te sucede? —preguntó Berta.
Me sentí incapaz de pronunciar palabra. Permanecí inmóvil con la mano metida en el bolsillo.
—¿Dónde tienes las llaves? —preguntó Berta.
—Deben habérseme caído del bolsillo mientras estuve arrodillado frente a la puerta cuando saqué las otras llaves —pude decir finalmente.
Berta dirigió una mirada a Frank Sellers.
Vi cómo el rostro del policía se congestionaba.
—¡Maldita sea! ¡Esta vez me las pagarás!
Me cogió por la muñeca y sentí el frío contacto del acero de las esposas.
—Siempre trato de ser condescendiente contigo —dijo Sellers—. Pero tú prefieres que me vea obligado a proceder de otra forma. Está bien, es así como procederemos de ahora en adelante. Vamos, subiremos otra vez al piso.
—¿Qué diablos, te ocurre? —pregunté indignado—. Las llaves debieron caérseme…
—¿Y los guantes? —preguntó Sellers—. Vamos.
No había nada más que decir ni hacer.
Sellers se arrodilló frente a la puerta de la vivienda de Billy Prue.
—¿Acaso vas a entrar sin llevar alguna orden? —le pregunté haciendo un último desesperado esfuerzo.
—No te quepa la menor duda de ello —contestó Frank Sellers.
Eligió una llave de mi manojo de llaves maestras y la metió en el cerrojo.
La puerta se abrió inmediatamente.
Billy Prue estaba sentada en la misma silla tal como yo la había dejado.
Sellers se acercó a la mesa y cogió los guantes.
—¿Son tuyos? —me preguntó.
—No responderé a ninguna pregunta —le advertí.
Sellers cogió las llaves del coche de la agencia y dijo:
—Estos guantes y las llaves son pruebas contundentes. Vamos, Billy. Déjame ver tu muñeca. Es preciso en absoluto, muchacha.
La cogió por la mano.
La muchacha lanzó un agudo grito cuando sintió el frío contacto del acero en sus muñecas. Billy Prue y yo quedamos ligados por las muñecas.
—Vamos, mi querida asesina y su cómplice —nos dijo Frank Sellers con expresión sombría.
Berta dirigió una mirada preocupada a Frank Sellers.
—Escúchame, Frank —dijo—. No crees…
—¡No! —la atajó el hombre con rudeza.
—Pero, Frank…
—¡Cállate!, y esta vez iremos todos en mi coche.