DEJÉ el coche en el estacionamiento frente al edificio donde tenemos la agencia y subí a la oficina. Eran más de las doce y media cuando abrí la puerta del despacho. Elsie Brand había salido para almorzar.
Percibí el ruido de una silla en la oficina particular de Berta, luego unos pasos pesados y vi abrirse la puerta violentamente.
Berta Cool se detuvo en el umbral de la puerta contemplándome con fría desesperación.
—¡Tú! —exclamó.
—Sí, yo.
—¡Maldita sea! —gritó—. ¿Quién diablos crees que eres? Estás tan pálido como un fantasma. Yo sacrificándome reparándote huevos y jamón y café para reponer tus fuerzas, y tú vagabundeando…
—¿Quieres que discutamos aquí en el antedespacho donde nos pueden oír los clientes? —pregunté, dejándome caer en una silla y cogiendo un periódico de la mañana.
—¡Ingrato! Gasté ocho dólares en una botella de whisky para apaciguar a aquel individuo de la Policía y tú te vas…
Señalé con mi cabeza hacia la puerta.
—La gente nos puede oír desde fuera. Es posible que algún cliente que…
Berta levantó el tono de su voz.
—¡Me importa un comino si me pueden oír unos posibles clientes o no! Te voy a decir una cosa y quiero que me escuches. Si crees que te puedes presentar tranquilamente aquí y…
Una sombra negra se dibujó contra el cristal de la puerta. Señalé con el índice hacia la misma.
Berta hizo un esfuerzo por dominarse.
Alguien apretó el pomo.
Berta emitió un profundo suspiro.
—Ve a ver quién es —me dijo.
Me levanté, crucé la estancia y abrí la puerta.
Un hombre de mediana edad, con nariz prominente, frente despejada, pómulos salientes, me contempló con mirada astuta por encima de sus gafas y preguntó:
—¿Está la señora Berta Cool?
Berta se acercó y vi que sus modales se suavizaban.
—Soy yo. ¿En qué puedo servirle?
El hombre metió la mano en su bolsillo.
—En primer lugar, permítame que me presente. Soy Frank L. Glimson, socio de Cosgate & Glimson, abogados. Señora Cool, desearía que me prestara usted su colaboración.
Alargó una hoja de papel a Berta.
Berta cogió el papel mecánicamente en su mano y dijo:
—Trabajamos para muchos abogados, señor Glimson. Donald, deja el periódico. Éste es mi socio, señor Glimson, Donald Lam. Ha estado en la armada. Acaba de regresar y ya vuelve a trabajar de firme. ¿Qué es lo que desea usted? ¿Tiene algo que ver con este papel?
Berta desdobló la hoja de papel.
—Pero… ¡maldita sea! ¿Qué diablos significa…?
Glimson levantó su mano derecha en actitud defensiva.
—Un momento, señora Cool. Sólo un momento. Permítame que le explique.
—¿Explicar qué? —le gritó Berta—. Esto es una citación en el caso de Rolland B. Lidfield contra Esther Witson y Berta Cool. ¿Qué diablos significa esto?
—Un momento, señora Cool, sólo un momento. Por favor, permítame que me explique.
Berta continuó leyendo.
—¡Cincuenta mil dólares…! —gritó—. ¡Cincuenta… mil… dólares!
—Exacto —dijo el señor Glimson, con frialdad—. Y si continúa usted adoptando esta actitud hostil hacia mí, le costará realmente cincuenta mil dólares.
Durante unos instantes Berta permaneció boquiabierta.
Glimson continuó en un tono más suave:
—Señora Cool, he venido a someterle una proposición, un arreglo llamémosle monetario, y es por este motivo por lo que he venido a visitarla personalmente.
Glimson me dirigió una mirada y nos envolvió a los dos en una amable sonrisa.
—Señora Cool —dijo el hombre—, nosotros no creemos realmente que condujera usted un coche olvidándose de todas las precauciones debidas. Nosotros creemos que Esther Witson es la única culpable del accidente.
Se inclinó ante Berta Cool.
Berta mantenía el mentón fuertemente echado hacía delante como si fuese la proa de un buque de guerra.
—¿Qué propone usted? —preguntó directamente.
—Señora Cool, está usted enojada conmigo…
—Está en lo cierto.
—Señora Cool, no deseo engañarla. Yo soy abogado y usted no. Le explicaré exactamente lo que dice la Ley. Se solía considerar que el descargo de una inculpación anula la otra. Pero esta regla ha sido cambiada ahora… o mejor dicho, ha sido aclarada por nuestros Tribunales. El caso Ransey contra Powers dice claramente que si se ha incurrido en culpa y dos o tres partes son acusadas por el demandante de haber cometido conjuntamente la misma…
—¿Y a mí qué diablos me importa todo esto? —le interrumpió Berta.
—¿No comprende usted, señora Cool? Todo lo que tiene usted que hacer es ayudarnos a demostrar que fue realmente la señorita Witson la que incurrió en culpa, y eso es todo. La Ley presenta una peculiaridad, señora Cool, y ésta es que la persona que hace declaración tiene que ser parte de la acción. No quiero decir con esto que yo la convierta a usted en parte de la acción sólo para poder obtener su declaración, señora Cool, pero desearía poder tomar su declaración hoy mismo a las tres en punto aquí en su oficina de ustedes. Y si su testimonio demuestra que el accidente sólo cabe inculparlo a Esther Witson, rogaremos al juez anule la demanda contra usted basándonos en que no hay culpa por su parte.
Glimson se volvió a inclinar.
—Supongamos que su cliente… ¿Cómo se llama?
—La señora Rolland B. Lidfield —dijo Glimson.
—Supongamos que fue la señora Lidfield la única culpable del accidente.
Glimson juntó las palmas de sus manos.
—Creo, señora Cool, creo que no se ha dado cuenta usted plenamente de lo que acabo de explicar. Si el accidente fue culpa de la señorita Witson, en este caso solicitaremos anulen los cargos contra usted…
—¿Qué diablos significa esto? ¿Chantaje acaso? —preguntó Berta.
—¡Mi querida señora Cool! ¡Mi querida señora Cool!
—No me llame querida —dijo Berta—. ¿Qué se esconde detrás de todo esto?
—Deseamos su declaración, señora Cool. La deseamos por si el caso pasa a los Tribunales, que sepamos exactamente a qué atenernos. En muchos casos, señora Cool, resulta que luego no se puede proceder por falta de pruebas. Uno cree que tiene un buen caso entre manos y, cuando se presenta ante el jurado… En fin, señora Cool, usted es una mujer con experiencia en la vida y estoy convencido que me ha comprendido.
—No comprendo nada de todo esto —dijo Berta—, excepción hecha de que a mí no me engañan. En ningún caso podrá usted demostrar que yo conduje de forma imprudente…
—¡De acuerdo, de acuerdo! —sonrió el hombre—. Pero ¿cómo explicará al Jurado el hecho de que diera el nombre de Boskovitche?
En aquel momento sonó el teléfono. Cogí el auricular y respondí a la llamada.
La voz del otro extremo del hilo telefónico vibraba de excitación.
—Oiga, oiga, ¿quién está al aparato?
—Donald Lam.
—¡Oh, señor Lam! Soy Esther Witson. ¿Me recuerda? La del accidente de ayer tarde y que estuvo en su oficina…
—Sí, la recuerdo.
—Quiero hablar con la señora Cool.
—Está ocupada en estos momentos. Será mejor que llame un poco más tarde.
—Sólo se trata de unos segundos…
—Está ocupada en estos momentos —repetí—. Llame usted un poco más tarde.
Esther Witson meditó durante unos instantes:
—Oh, ¿quiere usted decir que está ocupada en relación… en relación con el accidente?
—Sí.
—Trate usted de responder a mis preguntas, señor Lam.
—Lo intentaré.
—¿Se encuentra en estos momentos en su oficina un abogado llamado Glimson?
—Sí.
—¿Está hablando con ella?
—Sí.
—¡Oh, señor Lam! Es muy importante que transmita este mensaje a la señora Cool. Mi abogado dice que Glimson quiere que la señora Cool sea parte en la acción para así poderle tomar declaración y que si la señora Cool acepta sea lo que sea lo que le proponga Glimson sin haber sido previamente advertida de las consecuencias que pueda acarrear su declaración, es el mejor sistema para atrapar a Glimson en lo que mi abogado llama declaración bajo presión.
—Veré lo que puedo hacer.
—Iré un poco más tarde a la oficina de ustedes y se lo explicaré todo más detalladamente —dijo.
—Rogaré a Berta que se ponga al habla —dije e hice a Berta una seña con la cabeza.
—Que me llame más tarde —contestó Berta.
—Será mejor que te pongas al aparato, Berta —dije con voz insistente—. Escucha lo que tienen que decirte.
Berta se acercó al teléfono.
—Diga… —y estuvo escuchando un rato al cabo del cual dijo—: Está bien. Adiós —y colgó.
Se volvió hacia Glimson.
—¿Dónde quiere usted tomarme la declaración?
El hombre se volvió a inclinar.
—Aquí mismo, señora Cool. Vendré acompañado de un taquígrafo jurado. Será cuestión sólo de pocos minutos… sólo unas preguntas…
—¿A qué hora?
—Propongo las tres, pero…
—De acuerdo —gruño Berta—. A las tres en punto, y ahora salga de aquí que me espera mucho trabajo.
Glimson alargó su diestra. Estrechó mi mano. Luego, la de Berta Cool. Nos saludó con un movimiento de sombrero y salió de la oficina.
—¡Maldito canalla…! —exclamó Berta cuando se hubo cerrado la puerta detrás del abogado.
—Espera hasta las tres antes de decir nada. Y, mientras tanto, puedes ir pensando en lo que vas a decir. Es un abogado especializado en accidentes de automóvil.
Berta me dirigió una mirada irritada.
—¡Ya le enseñaré yo a ese canalla!
—Por mí… —murmuró y cogí de nuevo el periódico.
Berta fijó su mirada en mí e iba a decir algo cuando Elsie Brand abrió la puerta y se quedó sorprendida al vernos a Berta y a mí en el antedespacho.
—¡Oh, buenas tardes!
—¿Acaso es necesario que tengamos todas nuestras conversaciones aquí en el antedespacho? ¿Para qué diablos tenemos un despacho privado?
Elsie Brand se acercó a la máquina de escribir.
—¿Dónde diablos has estado metido esta noche? —continuó Berta—. Frank Sellers ha dicho que tú…
Se interrumpió al comprobar que se abría la puerta exterior.
El hombre que entró en la oficina era ancho de espaldas y de complexión robusta.
—¿Señora Cool? —preguntó.
Berta asintió.
—¿Señor Lam?
Me puse en pie.
—Me llamo Ellery Crail.
Berta me dirigió una mirada significativa y dijo apresuradamente:
—Entre, por favor. Íbamos a marcharnos en este preciso instante y por esto nos ha encontrado en el antedespacho.
—Lamento interrumpir sus planes —se excusó Crail—, pero estoy excesivamente atareado y…
—Entre, por favor —insistió Berta.
Entramos en el despacho particular. Berta se sentó detrás de la mesa escritorio, me indicó que me sentara en una silla a su derecha e invitó a Crail a sentarse en el mullido sillón.
Crail carraspeó.
—En cierto modo —dijo—, no he venido a consultarles profesionalmente…
—¿No? —preguntó Berta con evidente hostilidad en el tono de su voz—. ¿Qué es lo que desea?
—Usted fue testigo de un accidente de automóvil ocurrido ayer por la tarde…
—¡Ah, eso! —exclamó Berta.
—Y por motivos personales —continuó Crail—, desearía que este asunto fuese resuelto sin necesidad de pasar a los Tribunales.
Vi cómo los ojos de Berta relucían súbitamente.
—¿Y qué es lo que usted propone?
—No quiero entrevistarme con los abogados ni de una parte ni de la otra —dijo Crail—. Y se me ha ocurrido que usted, una mujer profesional, está en las mejores condiciones para arreglar este asunto ofreciendo a la parte demandante una indemnización en efectivo e impedir que se vuelva a hablar más del mismo.
—¿Cuál es su interés en este asunto? —pregunté.
—Es una pregunta que preferiría no tener que responder —dijo Crail.
—Una de las partes anotó los números de las matrículas de todos los coches que estaban cerca del lugar del accidente —observé.
Crail cambió de posición.
—Usted ya conoce, pues, la respuesta.
—¿Y qué ganaríamos nosotros con esto? —preguntó Berta.
—Quinientos dólares si usted logra que la parte demandante se contente con dos mil quinientos —dijo Crail—. O sea, estoy dispuesto a gastar tres mil dólares en total en este asunto.
—En otras palabras —dijo Berta con entusiasmo mal disimulado—, usted está dispuesto a gastarse tres mil dólares para que el asunto no pase a los Tribunales, de tal forma, que la diferencia entre la cantidad que puede aceptar la parte demandante y los tres mil dólares…
—No he dicho esto —objetó Crail con dignidad—. He dicho que estoy dispuesto a abonarles a ustedes quinientos dólares si logran que la parte demandante acepte dos mil quinientos de indemnización.
—Supongamos por un momento que logramos que acepten una cantidad inferior.
—Recibirán ustedes quinientos dólares.
—O sea, lo mismo que si queda muerto el asunto por dos mil quinientos.
—Exacto.
—De modo que por nuestra parte no existe el incentivo de lograr la aceptación de una cantidad inferior.
—Exacto —repitió Crail—. Hago mi proposición en la forma que les acabo de exponer por un motivo concreto. No deseo que retrasen el acuerdo a fin de obtener ustedes un mayor beneficio. Quiero que este caso sea resuelto inmediatamente.
—Aclaremos los puntos —dijo Berta—. Lo único que desea usted es que se dé por terminado ese asunto del accidente de automóvil; nada más, ¿verdad?
—Esto es todo, sí. ¿Qué otra cosa podría haber?
—Sólo trato de aclarar los puntos —dijo Berta—, de forma que no pudiera interferirse con ningún otro asunto que podamos llevar aquí en la oficina.
—Mi proposición es bien clara, señora Cool.
—Solicitamos un anticipo. Por lo menos, doscientos dólares.
Crail sacó su talonario del bolsillo y la pluma estilográfica, pero lo pensó mejor, volvió a meter la pluma y el talonario en el bolsillo y sacó su billetero. Contó doscientos dólares en billetes de diez y veinte y Berta le entregó un recibo que el hombre guardó en su cartera y se puso en pie sonriendo.
Nos estrechó las manos y salió de la oficina.
—Bien, muchacho, doscientos dólares de aquí, doscientos dólares de allí, el asunto marcha.
—¿Por qué supones que quiere que este asunto no pase a los Tribunales? —pregunté a Berta.
—Por la sencilla razón de que no quiere que nadie se entere de que su mujer estaba siguiendo a Stanberry.
—No obstante, en la posición de la señora Crail, no confiaría yo en el marido.
—Lo que tú harías y lo que ella ha hecho, son dos cosas muy distintas —observó Berta.
—Quizá. Pero comienzo a preguntarme si este caso no presenta otra faceta que no hemos tomado todavía en consideración.
—Ya vuelves a buscarle tres pies al gato, Donald —exclamó Berta, irritada—. Bien, y ahora vamos a almorzar juntos por no sé qué lugares como ayer por la noche.
—He desayunado muy tarde —objeté.
—Dime, ¿dónde estuviste anoche? Yo…
En aquel momento sonó el teléfono. Berta cogió el auricular.
Oí decir a Elsie Brand:
—La señorita Esther Witson está aquí.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Berta—. Me había olvidado de ella. Dile que pase.
Berta colgó el auricular y me contempló con picardía.
—Y si ahora podemos sacarle doscientos dólares a ésta, podemos darnos por satisfechos.