LA idea de convertir los clubs nocturnos en lugares de reunión para las tardes, se había extendido súbitamente por todo el país. Eran los lugares que frecuentaban las mujeres entre los treinta y cuarenta años en busca de una aventura. Algunas de estas mujeres eran viudas, otras mujeres casadas que engañaban a sus maridos y, tal vez, a ellas mismas cuando alegaban haber ido de compras y haber entrado allí sólo para tomar un refresco.
De esta forma, los clubs nocturnos contaban con nuevos ingresos inesperados al trabajar también por las tardes. Pero el negocio no duró. Los hombres que frecuentaban tales locales desvirtuaban la fama de los mismos. Los gerentes comenzaron a dictar órdenes draconianas… no permitían la entrada a mujeres que no fuesen acompañadas, trabar conocimiento de mesa a mesa…
El «Rendez-vous», no obstante, tal como pude observar a primera vista, no imponía limitaciones a sus clientes.
Debido a que el Edificio Stanberry está enclavado en el perímetro de un barrio comercial, me resultó difícil encontrar sitio donde poder detener el coche. No me quedaba, pues, otro remedio que dirigirme al bloque de manzanas siguiente, cuando, súbitamente, me sonrió la suerte. Un taxi partió de la entrada frente a la casa y me apresuré a ocupar el espacio vacío delante de un gran «Cadillac» y la señal que indicaba el comienzo de la parada de taxis. Cuando bajé de mi coche, vi que el espacio que había dejado libre entre los dos vehículos era muy estrecho, imposibilitando la salida al «Cadillac». Pero como era mi intención permanecer poco rato en el club, dejé mi coche allí.
El ascensor me llevó al «Rendez-vous»… una atmósfera cargada de perfume, gruesas alfombras, luz indirecta, música ensoñadora, camareros que se movían rápidos y silenciosos… una atmósfera de misterio y aventura, aparejada con cierto ambiente de seguridad.
Encargué un whisky con seltz. Me lo sirvieron en un vaso de cristal opaco, seguramente para que no pudiese ver lo poco cargado que estaba. Incluso si Pittman Rimley se veía obligado a pagar veinte dólares por cada botella de whisky, no cabía la menor duda de que ganaba mucho dinero con lo que pedía por cada consumición y la cantidad de bebida que servía.
Una maravillosa orquesta interpretó escogidos bailables. Sólo vi a unas cuantas mujeres y unos pocos hombres… el típico comerciante de rostro rollizo que habíase dejado caer allí después de un almuerzo con sus amigos de negocios, un grupo de jóvenes de rostro inescrutable que trataban de imitar a los astros de la pantalla y que, sin duda alguna, no se podían permitir el lujo de estar allí.
Percibí una voz femenina a mis espaldas.
—¿Cigarros… cigarrillos?
Me volví y me fijé en la muchacha. Debía contar unos veintitrés años e iba ataviada con una falda que terminaba dos o tres dedos por encima de sus rodillas, un pequeño delantal blanco y una blusa muy escotada. Llevaba una bandeja en la que ofrecía toda clase de cigarrillos y bombones.
Compré un paquete de cigarrillos con parte del dinero que nos había adelantado Georgia Rushe basándome en la teoría de que podría trabar allí nuevas relaciones y, sinceramente, porque el local me gustaba.
La muchacha poseía unos ojos grises que sonreían graciosamente y que arecían tener una expresión especial para aquellos hombres a los cuales les gusta mirar a las piernas de una mujer.
Esperó hasta que me llevara el cigarrillo a los labios, y entonces me ofreció una cerilla encendida.
—Gracias —le dije.
—Es un placer.
Me gustó el tono de voz, pero no volvió a pronunciar palabra. Me dirigió otra sonrisa y se alejó de mi lado.
Miré en torno mío y me pregunté si por alguna extraña casualidad la señora Ellery Crail se encontraba en aquellos momentos allí. Finalmente, me puse, en pie, me dirigí a la cabina telefónica y llamé a la agencia.
Berta no había regresado todavía. Di cuidadosamente instrucciones a Elsie Brand.
—Estoy en el «Rendez-vous». Quiero saber si en estos momentos se encuentra aquí una mujer que busco. Consulte su reloj, Espere exactamente siete minutos y luego llame al club y pregunte si la señora Crail está aquí. Insista en que se ponga al teléfono alegando que se trata de algo sumamente importante. Espere hasta que ella le conteste y luego cuelgue.
—¿Algo más?
—No, eso es todo.
—¿Algún mensaje para Berta?
—Dígale que estoy aquí.
—De acuerdo, Donald. Me alegro de volverle a oír.
—Yo también. Hasta luego.
Regresé a mi mesa. El camarero me miraba como si no despachase con bastante rapidez mi bebida. Apuré el resto de un trago y encargué una nueva consumición.
Me sirvieron el nuevo vaso en el preciso instante en que terminaba el plazo de los siete minutos.
Miré en torno mío. El maestresala se dirigió a uno de los camareros, le dijo unas palabras en voz baja, el hombre asintió y se acercó silenciosamente a una de las mesas ocupadas por un hombre y una mujer. Dirigió unas palabras a la mujer y ésta se puso en pie, después de excusarse ante el hombre.
Al primer momento no pude dar crédito a mis ojos. Pero luego, por su forma de caminar mientras se dirigía a la cabina telefónica, adiviné que era la mujer que buscaba. Era una mujer que se sentía orgullosa de su tipo. El vestido de punto se ajustaba perfectamente a su cuerpo. Tenía el mentón echado hacia delante y por la forma de sostener la cabeza se adivinaba que estaba segura de sus actos. Los hombres se volvían a su paso, y esto, en un lugar como aquél, era por demás elocuente.
Me fijé en el hombre que la acompañaba. Era un individuo fuerte y robusto. Recordaba un cajero de un Banco y parecía poseer una extraña pasión por los números… por lo menos, sobre el papel. Era indudable que sabía manejar una máquina de calcular. Debía contar unos cincuenta años de edad y tenía el aspecto que asumen los aficionados teatrales cuando interpretan el papel de un mayordomo inglés.
Pocos minutos más tarde regresó la señora Crail a la mesa. El hombre que la acompañaba se puso en pie y se volvió a sentar con una formalidad grave. Los dos personajes comenzaron a hablar en voz baja.
Por la expresión de sus rostros, empero, era como si estuviesen hablando en aquellos momentos de la Deuda Nacional.
Me levanté nuevamente de la mesa, me encaminé a la cabina telefónica y llamé a la oficina. Elsie Brand me informó que Berta Cool ya había regresado y le rogué me pusiera en comunicación con ella.
—¡Hola! —dijo Berta—. ¿Dónde diablos estás en estos momentos?
—En el «Rendez-vous».
—¿Todavía?
—Sí.
—¡Buena forma de llevar este caso! —respondió con voz enojada—. Sentado en una mesa, tomando consumiciones a expensas del…
—¡Cállate! —la interrumpí—. Y escucha bien lo que te voy a decir. La señora Crail está aquí con un individuo. No creo que vayan a permanecer mucho rato en el local. Espérales a la salida del club, y luego sígueles.
—Has cogido el coche de la agencia, ¿verdad?
—Sí, pero tú tienes tu coche particular.
—Sí… tienes razón.
—La señora Crail tiene aproximadamente veinticinco años. Pesa alrededor de las ciento doce libras. Lleva un vestido negro, un sombrero de paja del mismo color con un lazo rojo, zapatos y bolso de piel de serpiente rojos.
»El hombre que la acompaña tiene cincuenta y dos años, cinco pies y diez pulgadas de altura, pesa alrededor de las ciento setenta a ciento setenta y cinco libras, lleva un traje gris cruzado con una raya blanca. Tiene una nariz larga, un mentón ancho, un rostro sin expresión, una corbata azul oscuro con un dibujo en S, complexión robusta, ojos grises o azul claros… no lo puedo ver desde aquí.
»Descubrirás inmediatamente a la mujer fijándote en su forma de caminar. Mueve las piernas desde las caderas. Pero, cuando mueve su pierna derecha parece como si encorvara ligeramente el lado izquierdo de la espalda. Tendrás que fijarte detenidamente en este detalle para descubrirlo, pero si prestas atención, lo notarás».
—Bien, me alegro que hayas descubierto algo —dijo Berta—. Voy inmediatamente. ¿No crees que sería mejor que entrara en el club y esperara allí?
—No. Espera fuera. Tal vez se dieran cuenta si salías al mismo tiempo. Desconfiará después de la llamada telefónica.
—Está bien, ya me cuidaré yo de esto.
Volví al salón y me senté a mi mesa. El camarero, tal como creí percibir, me examinaba atentamente.
—¿Cigarros… cigarrillos?
La simpática voz sonó nuevamente a mis espaldas. Me volví y me fijé en las piernas.
—¡Hola! —dije—. Acabo de comprar un paquete de cigarrillos. ¿No lo recuerda? No suelo fumarlos tan rápidamente.
Se inclinó ligeramente hacia delante y me dijo en voz baja:
—Cómpreme otro paquete. A usted parece gustarle el local y deseo charlar un momento con usted.
Iba a contestarle, cuando vi la expresión en sus ojos y metí la mano en el bolsillo para sacar un billete.
—De acuerdo —dije.
Colocó un paquete de cigarrillos encima de la mesa, cogió el billete y me espetó:
—¡Salga de aquí!
La miré con las cejas enarcadas.
Me miró sonriente y abrió el paquete de cigarrillos para ofrecerme uno.
—Usted es Donald Lam, ¿verdad? —preguntó encendiendo una cerilla.
Esta vez no enarqué las cejas.
—¿Y cómo lo sabe usted? —pregunté, extrañado.
—No sea tonto. Use su cerebro. Para algo lo tiene.
Se inclinó hacia mí y aplicó la llama de la cerilla a mi cigarrillo.
—¿Se marcha?
—No.
—Entonces, por amor de Dios, haga algo. Baile con alguna de estas mujeres que le están mirando con tanto interés. ¡Haga algo!
Era una buena idea. Recordé entonces que un hombre que no va acompañado, no entra en un local como aquél simplemente para tomar unas copas. Pero me sentía extrañamente inquieto tratando de saber cómo la muchacha se había enterado de mi nombre. Hacía dieciocho meses había partido para el Pacífico. Y, antes de enrolarme en la Marina, estaba seguro de no ser un personaje conocido en la ciudad.
La orquesta comenzó a interpretar un nuevo bailable. Invite a bailar a una vivaz morena que se hallaba a unas mesas de la mía.
—¿Bailamos? —pregunté.
Levantó la mirada con una bien simulada expresión de profunda sorpresa.
—¿Es usted… es usted siempre tan brusco?
Clavé mi mirada en la suya y dije:
—Sí.
La mujer estalló en una divertida carcajada.
—Me gustan los hombres bruscos —dijo, y se puso en pie.
Dimos la vuelta a la pista sin pronunciar palabra.
Finalmente, me dijo:
—En cierto modo, no es usted el tipo de hombre que me había imaginado.
—¿Qué trata de insinuar con esto?
—Durante todo el rato ha permanecido inclinado sobre su bebida con el rostro sombrío… con expresión melancólica y beligerante.
—Tal vez fuese beligerancia.
—No. Me estaba preguntando cómo sería usted. Oh, seguramente se habrá dado cuenta de que le estaba observando.
—¿Acaso hay algo de malo en ello?
—¡Quién sabe!
No dije nada y continuamos bailando. Súbitamente estalló en una corta risa y me dijo:
—Estaba en lo cierto. Es usted un hombre melancólico y beligerante.
—Hablemos de usted ahora. ¿Quiénes son estas dos damas que están con usted?
—Amigas.
—Me sorprende usted.
—Solemos salir juntas con frecuencia. Tenemos muchas cosas en común.
—¿Casadas?
—No… No exactamente.
—¿Divorciadas?
—Sí. No viene usted con mucha frecuencia por aquí, ¿verdad?
—No.
—No le había visto a usted todavía. Me preguntaba… quién sería usted. No es usted de la clase de hombres que suelen venir por aquí. Es usted un hombre duro… y directo.
—¿Y cómo son los hombres que vienen aquí? —pregunté.
—La mayoría de ellos no son buenos. De vez en cuando, se conoce a alguien que es… interesante. Pero sólo muy rara vez. Ya estoy hablando otra vez demasiado.
—A usted le gusta bailar y en ocasiones encuentra usted alguien aquí con el cual se aviene, ¿no es esto lo que quería decir?
—Sí, en efecto.
En aquel momento cesó la música. La acompañe nuevamente a su mesa.
—Si supiera su nombre —me dijo fríamente—, le presentaría a mis amigas.
—Jamás digo mi nombre.
—¿Por qué no?
—Porque no soy de la clase de hombres para ser presentado a sus amigas.
—¿Por qué?
—Soy casado —dije—. Tengo tres hijos que pasan hambre. No puedo mantener a mi mujer, porque paso demasiadas tardes en lugares como éste. Muchas veces he intentado reformarme. Pero no me es posible. Voy por la calle, veo a una mujer como usted, que me gusta, que entra en un local como éste e inmediatamente me meto yo también dentro. Y gasto mis últimas monedas por el placer de charlar un rato con usted y dar unas vueltas por una pista de baile.
Estábamos ya junto a la mesa. La mujer volvió a reír y dijo:
—Chicas, creo que se llama John Smith. Es el tipo de hombre indicado.
Las dos mujeres me contemplaron con expresión divertida.
En aquel momento se acercó el maître.
—Ruego me perdone el señor.
—¿Qué regla de la casa acabo de violar ahora? —pregunté.
—Ninguna, señor. El gerente del local me ruega le presente sus excusas y le invita al mismo tiempo a pasar a su despacho. Se trata de algo sumamente importante.
—¡Bien, ésa sí que es buena! —exclamó la mujer con la que había estado bailando.
El maître permaneció silencioso a mi lado.
Dirigí una sonrisa a las tres mujeres y les dije.
—En fin, volveré inmediatamente —y seguí al maître a través del vestíbulo, luego a una antesala y finalmente por una puerta que llevaba el letrero «Particular» y que el maître abrió sin previo aviso.
—El señor Lam, señor —anunció y se retiró inmediatamente cerrando la puerta detrás de mí.
El hombre que estaba sentado detrás de una gran mesa escritorio de caoba levantó la mirada y la fijó en mi persona; era un hombre de cabellos negros, moreno, de expresión dura, ojos inquietos que irradiaban el fuego magnético de una personalidad llena de dinamismo.
Una sonrisa suavizó la expresión. Empujó hacia atrás la pesada silla en que había estado sentado y dio la vuelta a la mesa.
No era muy alto y tampoco grueso, pero tenía un pecho ancho, un cuello igualmente fuerte y un cuerpo cuadrado. El traje que llevaba revelaba que le vestía un excelente sastre y no cabía la menor duda de que había pasado mucho tiempo aquel día en la peluquería.
—¿Qué tal está usted, señor Lam? Me llamo Rimley. Soy el propietario del local.
Me miró de pies a cabeza.
Nos estrechamos las manos.
—Siéntese, por favor —me invitó finalmente—. ¿Un cigarro?
—No, gracias. Fumo cigarrillos.
Abrió una gran pitillera encima de su mesa escritorio.
—Creo que aquí encontrará su marca referida. Yo…
—No, gracias. Tengo un paquete en el bolsillo.
Saqué el paquete de cigarrillos.
—¿Un trago?
—Acabo de tomar dos de sus excelentes whiskeys con soda.
El hombre sonrió y dijo:
—Quiero decir una bebida tal como debe ser.
—Whisky con soda —dije.
Cogió el auricular de su teléfono y encargó:
—Dos whiskeys con soda, mi marca particular. —Colgó de nuevo el auricular en la horquilla y dijo—: He oído decir que acaba usted de regresar del Pacífico del Sur.
—¿Me permite preguntarle cómo lo sabe usted?
Enarcó las cejas.
—¿Y por qué no?
Aquello no era ninguna respuesta, de forma que insistí:
—He estado ausente de la ciudad durante algún tiempo. No creo que estuviese nunca aquí desde que existe este local.
—Es por este motivo precisamente que su visita me interesa.
—¿Pero cómo sabe usted quién soy yo?
—Vamos, vamos, señor Lam, seamos realistas. Los dos sabemos andar por la vida.
—¿Y bien?
—Póngase en mi sitio. Para poder dirigir un local como éste, uno tiene que estar enterado de muchas cosas. Hay que intentar ganar dinero.
—Estamos de acuerdo.
—A fin de poder hacer algún dinero, tenemos que ponernos en el puesto de los clientes. ¿A qué vienen aquí? ¿Qué es lo que desean? ¿Qué es lo que buscan? ¿Para qué pagan? No cabe la menor duda, señor Lam, que si usted se situase en mi puesto y recuerde que estoy intentando hablarle desde el punto de vista del cliente, comprenderá usted que la inesperada visita de un detective particular… en fin, es algo que me interesa saber y de lo cual me informan inmediatamente.
—Comprendo. ¿Conoce usted a todos los detectives particulares?
—Desde luego que no. Pero conozco a aquellos que son lo bastante astutos para ser peligrosos.
—¿Y cómo los clasifica usted?
—Yo no. Son ellos mismos.
—Temo no comprenderle.
—Ser detective privado es lo mismo que ejercer otra profesión cualquiera. Los que son incompetentes pronto quedan anulados. La mayoría permanecen en el anonimato y sólo algunos llaman la atención. Cada vez tienen más y más trabajo. La gente comienza a hablar de ellos. Los conozco a todos.
—Me halaga usted.
—No sea tan modesto. Antes de engancharse usted en la Marina dio ya que hablar de sí… un muchacho duro y directo y con cerebro, un hombre que no se detenía jamás ante ningún obstáculo y que siempre cumplía a plena satisfacción de sus clientes. He seguido su carrera con mucho interés. Tal vez, porque quizás algún día pudiera necesitarle.
»Y luego su socia, Berta Cool. Una mujer extraordinaria.
—¿La conoce desde hace tiempo?
—Sinceramente jamás me cuidé de ella hasta que ustedes dos se asociaron. Berta estaba en mi lista, claro está… una de estas pocas agencias capaces de llevar a cabo un trabajo rutinario. Pero nada que mereciese llamar mi atención particular. Luego, se presentó usted y comenzó a tratar los asuntos de forma no acostumbrada. Los casos de los que se encargaba usted, dejaban de ser rutinarios.
—Sabe usted muchas cosas de mí —dije.
El hombre asintió con la cabeza como confirmando un hecho sabido:
—Si, sé muchas cosas con respecto a usted y desde hace tiempo.
—¿Y a qué se debe el honor de esta entrevista?
Llamaron a la puerta.
—¡Entren! —gritó Rimley.
Observé como movía ligeramente el lado derecho de su cuerpo y oí un ligero chasquido. Se abrió la puerta y penetró un camarero portando una bandeja con vasos, una botella de «Johnny Walker», un cubilete con pedacitos de hielo y una botella de soda.
El camarero depositó la bandeja encima de la mesa y volvió a salir sin pronunciar palabra. Rimley llenó dos vasos a medias de Whisky, introdujo un pedacito de hielo en cada uno de los mismos, los terminó de llenar con soda y me alargó uno.
—A su salud —dijo.
—A la suya —respondí.
Tomamos unos sorbos. Rimley se dejó caer en su silla, sonrió y me dijo:
—Creo que no es necesario que se lo diga con más claridad.
—O sea, ¿que no me quiere ver por aquí?
—Eso es.
—¿Y puede usted impedirlo?
Sus ojos brillaron duros en aquel momento, pero sus labios todavía sonreían.
—Desde luego —dijo.
—Comprendo. Excusándose en que todas las mesas están reservadas o instruyendo a los camareros en el sentido de que no me sirva o algo por el estilo.
El hombre sonrió.
—¿No se ha percatado usted, Lam, de que las personas que hablan de lo que piensan hacer raras veces suelen hacer lo que dicen? —Asentí con un movimiento de cabeza—. Jamás digo lo que pienso hacer. Lo hago simplemente. Y sobre todo, jamás seré tan estúpido como para decirle a usted lo que pienso hacer para evitar que usted se convierta en un parroquiano de esta casa. ¿Trabajando en un caso especial?
Sonreí.
—Sólo entré aquí deseoso de entablar nuevas relaciones sociales.
—Desde luego, desde luego —asintió Rimley sonriendo—. Imagínese usted las reacciones de mis clientes si alguien le conoce y dice: «Ése es Donald Lam, de la agencia de detectives Cool & Lam. Se dedican especialmente a los casos de divorcios». Estoy seguro de que la mayoría de ellos se acordarían súbitamente que tenían contraídos unos compromisos en otros sitios.
—No había pensado en esto —dije.
Volvimos a tomar unos sorbos.
Me pregunté si la señora Crail y su acompañante habrían abandonado ya el hotel y si Berta Cool estaría atenta para no perderles de vista. Me pregunté igualmente si la aversión que parecía sentir Pittman Rimley contra los detectives privados no se debía, en el fondo, o por lo menos en parte, al hecho de estar enterado de que se habían entablado negociaciones para la venta del local en el cual estaba instalado su «Club»… y si su permiso contenía una cláusula cuyos términos variaban si se vendía el edificio.
—En fin, no se deje abatir, Lam —dijo Rimley—. ¿Otro trago?
Cogió mi vaso con la mano izquierda, volvió a llenarlo a medias con whisky e introdujo un nuevo pedacito de hielo y lo terminó de llenar con soda.
No sé a qué fue debido, pero me fijé casualmente en el gran cronómetro de pulsera que llevaba el hombre. Se trataba de un reloj muy grande, que sólo podía llevar un personaje importante y que marcaba el tiempo en fracciones de segundo.
Eran exactamente las cuatro y treinta en aquel reloj.
Hice un cálculo mental. No podía ser tan tarde. Quise consultar mi propio reloj, pero no lo consideré oportuno en aquel momento. Rimley me alargó nuevamente el vaso y sonrió.
—Creo que nos entendemos a la perfección —dijo.
Eché una mirada casual en torno mío por la habitación.
Encima de una librería había un reloj. Esperé hasta que Rimley mirara en otra dirección y fijé rápidamente mi mirada en la esfera del reloj.
Señalaba las cuatro y treinta y dos minutos.
—Administrar un local como éste debe traer sus quebraderos de cabeza.
—No todo es de color de rosa —confesó.
—Supongo conocerá usted bien a sus clientes…
—A los que vienen habitualmente, sí.
—¿Tiene algunas dificultades en conseguir bebidas?
—Algunas.
—Tengo un cliente que quiere demandar a una persona por cuestión de un accidente de automóvil. ¿Conoce a un buen abogado especializado en estos casos?
—¿Es éste el caso en que está trabajando ahora?
Me limité a sonreír.
—Perdóneme —dijo.
—¿Conoce a algún buen abogado que me pueda ayudar? —pregunté.
—No.
—Debe de haber abogados especializados en estos trámites.
—Así lo supongo.
—Buen whisky —dije—, y encantado de conocerle. ¿Supongo preferirá que no vuelva a mi mesa?
—Regrese al salón, Lam. Como si estuviera usted en su casa. Diviértase. Y cuando se marche, no se preocupe por la cuenta. No se la presentarán. ¡Pero… no vuelva usted… por aquí!
Me había estado entreteniendo con el whisky y su charla. ¿Por qué aquel interés en que abandonara el local pocos minutos antes y por qué le importaba ahora tan poco que regresara a mi mesa? ¿Acaso se debía ello a que la señora Crail y su acompañante habían abandonado ya el local?
Apuré el contenido de mi vaso, me puse en pie y alargué mi mano.
—Encantado de conocerle —repetí.
—Gracias. Como si estuviese usted en su casa, Lam. Diviértase y mucho éxito en todos los casos que le encarguen. Pero recuerde siempre trabajar en otros sitios que no sean éste.
Me acompañó hasta la puerta.
Regresé al salón.
Sabía que no tenía necesidad de cerciorarme de ello. Pero no obstante, quería ir sobre se uro.
La mesa que habían ocupado la señora Ellery Crail y su acompañante, aquel individuo de expresión grave ataviado con un traje cruzado, estaba vacía.
Consulté mi reloj de pulsera.
Eran las tres cuarenta y cinco.
No vi a la muchacha que me había vendido los cigarrillos, de forma que pregunté con tono indiferente al camarero por ella:
—¿No está por aquí la muchacha que vende cigarrillos?
—Sí señor, un momento.
Se acercó una muchacha mostrando igualmente las piernas, ataviada con la misma falda y delantal y portando la misma bandeja, pero no era la misma.
Compré un paquete de cigarrillos.
—¿Dónde está su compañera? —pregunté.
—¿Billy? Oh, hoy se ha marchado una hora antes a casa. Yo la reemplazo.
Las tres mujeres permanecían con la mirada fija en mi dirección. Me acerqué a ellas. No bailé y sólo charlamos durante unos minutos. Les dije que me acababan de detener por abandono de mi mujer e hijos. ¿Podían hacer ellas algo para sacarme de la cárcel?
Me miraron atónitas e interesadas. De nuevo se acercó el camarero. Se excusó y en nombre del señor Rimley preguntó si mis amigas aceptaban una invitación de la casa, champaña o un vaso de «Johnny Walker».
Las tres mujeres reflejaron su profundo asombro.
—¡Dios mío! —exclamó una de ellas—. ¡Debe ser el duque de Windsor!
Las tres rieron.
Me volví hacia el camarero.
—Mi agradecimiento al señor Rimley —dije—. Dígale que agradezco su hospitalidad, pero que jamás bebo más de lo que puedo soportar decentemente. Estoy seguro, no obstante, que mis amigas aceptarán la invitación que les ofrece. Yo tengo que marcharme ahora.
—Sí, señor. La cuenta está pagada, señor.
—De acuerdo. Pero una propina sí la aceptará, ¿no es cierto?
El hombre areció dudar.
—Si no es ofender al señor —dijo—, preferiría no tener que aceptarla.
Asentí, me volví y me incliné ante las tres mujeres más asombradas de la ciudad.
—Negocios —dije con gravedad, y salí del salón.
Recogí mi sombrero en el guardarropa y entregué una propina a la muchacha, que no tuvo ningún inconveniente en aceptarla.
Tomé el ascensor hasta la planta baja y me encaminé con aire despreocupado hacia el coche de la agencia. Pero había juzgado mal al dueño del «Cadillac». No sólo habíase marchado antes de lo que yo había calculado, sino que incluso había empujado mi coche de tal forma que éste se encontraba ahora delante mismo de la entrada de la casa, un sitio reservado exclusivamente a los coches de alquiler.
Un taxista se acercó a mí.
—¿Este coche es de usted?
—Sí.
—¡Diablos! ¡Sáquelo inmediatamente de aquí!
—Yo no lo he dejado aquí. Alguien lo ha hecho.
El hombre escupió.
—He tenido que dejar a un cliente en medio de la calzada. He perdido una propina de un dólar.
Extendió la palma de su mano.
Yo lo contemplé gravemente.
—¿Quiere decir que ha dejado de ganar un dólar?
—Sí.
Abrí la portezuela de mi coche.
—Lo lamento, muchacho. Soy del Departamento de Impuestos —dije, y puse el motor del coche en marcha.
El hombre se me quedó mirando con expresión dubitativa.
Eran las cuatro y veintitrés minutos cuando me dirigí a la oficina deseoso de hablar con Berta.