Sumergidos en un pasado que volvía a ser presente gracias a una única carta, Walter y Jettel se recluyeron en un mundo donde sólo había sitio para ellos dos. Estaban sentados muy juntos en el sofá, cogidos de la mano, pronunciando nombres, suspirando y empapándose de nostalgia. Juntos sólo tenían diez dedos cuando empezaron a discutir si Greschek tenía la tienda en la calle de Jägerndorf y la casa en la calle Troppau o viceversa. Walter no era capaz de convencer a Jettel y ella tampoco a él, pero sus voces seguían siendo dulces y alegres.
Finalmente convinieron en que, sea como fuere, el doctor Müller tenía la consulta en la calle Troppau. Durante unos instantes de peligro, y precisamente por causa del doctor Müller, las amables llamas del buen humor amenazaron con convertirse en el fuego habitual de las ofensas no olvidadas. Jettel sostenía que él había tenido la culpa de su neumonía tras el nacimiento de Regina, y Walter replicó enojado:
–No le diste la menor oportunidad y llamaste de inmediato al médico de Ratibor. Aún hoy me resulta embarazoso. Al fin y al cabo, Müller era miembro de mi asociación estudiantil.
Regina apenas se atrevía a respirar. Sabía que el doctor Müller podía desencadenar una guerra entre sus padres con la misma rapidez que una vaca robada entre los masai. No obstante, se percató aliviada de que esta vez las flechas con que se libraba la batalla no estaban envenenadas. No la encontraba tan desagradable como había esperado, e incluso se puso interesante cuando Walter y Jettel empezaron a discutir si el día era lo suficientemente señalado como para descorchar la última botella de vino de Sohrau, para la que seguían aguardando una ocasión especial. Jettel estaba a favor y Walter en contra, pero luego ambos cambiaron de opinión. Antes de que el enfado se colara en la habitación, dijeron los dos a la vez: «Será mejor que esperemos un poco, quizá todavía llegue un día mejor.»
Mandaron a Owuor a la cocina a preparar café. Lo sirvió en la esbelta jarra blanca con rosas rosas en la tapa y, mientras lo hacía, no paró de guiñar el ojo izquierdo, algo que en él siempre significaba que también estaba al tanto de aquellas cosas de las que no podía hablar. Cuando comprobó que, nada más ver la carta, el bwana y la memsahib se ponían locos de contentos, sacó la levadura para los panecillos que sólo sus manos sabían hacer tan redondos como los hijos de una luna mofletuda.
La memsahib no olvidó mostrarse asombrada al verlo aparecer con el plato lleno de diminutos panecillos calientes, y el bwana, en lugar de decir «senté sana» pestañeando tres veces rápidamente, le comunicó:
–Ven, Owuor, ahora vamos a leerle la carta a la memsahib kidogo.
Henchido del orgullo que calentaba su vientre sin necesidad de comer, y aún más su cabeza, Owuor se sentó en la hamaca. Se abrazó a su rodilla, dijo «Greschek» con voz cantarína y, en el último rayo de sol, alimentó sus oídos con la risa del bwana cuyo rostro era tan suave como el pelaje de una joven gacela.
–«Querido doctor -leyó Walter-, no sé si aún sigue con vida. En Leobsschütz se contaba que se lo había comido a usted un león. Nunca he acabado de creérmelo. Dios no salvaría a un hombre como usted para que luego se lo comiera un león. He sobrevivido a la guerra. Grete también. Pero tuvimos que marcharnos de Leobschütz. Los polacos sólo nos dieron un día. Fueron aún peores que los rusos. Ahora vivimos en Marke. Es un pueblo muy feo del Harz. Más pequeño aún que Hennerwltz. Aquí nos llaman chusma polaca y gentuza del Este y piensan que sólo nosotros hemos perdido la guerra. No tenemos mucho que comer, pero sí más que otros, ya que también trabajamos más. Lo hemos perdido todo y queremos volver a abrirnos camino. Eso es algo que aquí les molesta bastante. Pero ya conoce a su Greschek. Grete recoge chatarra y yo la vendo. ¿Recuerda lo que siempre me decía?: Greschek, lo que hace usted con Grete no está bien. Pues me casé con ella cuando huimos, y ahora me alegro mucho de haberlo hecho.
«Hasta que estalló la maldita guerra, me acercaba a menudo a Sohrau y, por la noche, les llevaba alimentos a su señor padre y a su hermana. Las cosas les iban bastante mal. Grete rogaba por ellos todos los domingos en la iglesia. Yo no era capaz. Si Dios ha visto todo esto y no ha hecho nada, entonces tampoco habrá escuchado ninguna plegaria. Al señor Bacharach las SA lo molieron a palos en plena calle y luego se lo llevaron poco después de que usted se marchara de Breslau. No hemos vuelto a saber nada de él.
«Espero que esta carta llegue a África. Le he conseguido un casco de acero a un soldado inglés. Todos están locos por hacerse con esos chismes. El hombre hablaba algo de alemán y me prometió enviarle esta carta. Quién sabe si mantendrá su palabra. Nosotros aún no podemos enviar correo.
»¿Va a volver a Alemania? Aquella vez, en Génova, me dijo: Greschek, volveré cuando esos cerdos se hayan ido. ¿Qué podría hacer ahora entre los negros? Siendo como es abogado. Ahora los que no eran nazis consiguen buenos empleos y obtienen una vivienda más rápidamente que los demás. Si viene, Grete ayudará de nuevo a su señora con el traslado. Aquí en el oeste no trabajan tan bien como nosotros. Son todos unos vagos. Y además tontos. Si tiene tiempo, escríbame, por favor. Y salude de mi parte a su señora y a la niña. ¿Aún le tiene miedo a los perros? Atentamente, su viejo amigo Josef Greschek.»
Cuando Walter hubo terminado de leer, sólo los cadenciosos ronquidos de Rummler arañaban un silencio espeso como la niebla de los bosques lluviosos. Owuor seguía sosteniendo el sobre en la mano y estaba a punto de preguntarle al bwana por qué un hombre enviaba sus palabras a un safari tan largo, en lugar de decirle al amigo las cosas que sus oídos llevaban tanto tiempo esperando. Pero vio que el bwana sólo estaba en la habitación en cuerpo, mas no en alma. El suspiro de Owuor al ponerse lentamente en pie para preparar la cena despertó al perro.
Más tarde, Walter dijo:
–Se acabó la mala racha. Tal vez pronto sepamos algo más de casa. – Pero su voz sonaba fatigada cuando añadió-: No volveremos a ver nuestro Leobschütz.
Se fueron todos a la cama antes de que en el jardín cesaran las voces de las mujeres, como si ésa fuera la costumbre los viernes y no otra. Durante un rato, Regina oyó a sus padres hablando al otro lado de la pared, pero entendía demasiado poco para seguirlos por un mundo de nombres y calles ajenos. La imagen de la extraña letra de Greschek la sacó del primer sueño, y luego fue como si los retazos de conversación de la habitación contigua tuvieran también arcos y picos y volaran raudos a su encuentro. La irritaba no poder defenderse y, aunque era viernes y a su conciencia le pesaba como una losa, habló largo rato con Mungo.
Al día siguiente, lo primero que mencionaron las noticias fue el extraordinario bochorno de Nairobi. El calor se revolvía como un león herido. Abrasaba la hierba, las flores y hasta los cactus, debilitaba los árboles, acallaba los pájaros, enloquecía a los perros y abatía a las personas. Ni siquiera en los espaciosos apartamentos de costosos cortinajes lo soportaban, se apiñaban todos en las exiguas sombras de los grandes árboles y rescataban de sus álbumes de fotos y sus recuerdos -con pudor, mas con una nostalgia tan desconcertante como ávida- imágenes enterradas hacía tiempo de invernales paisajes alemanes.
El último día del año 1945 hacía tanto calor que muchos hoteles indicaban primero el número de ventiladores del comedor y sólo entonces los platos que componían el menú del banquete. En Ngong ardían en el monte bajo los mayores incendios desde hacía años. En el Hove Court había restricciones de agua y ya no regaban las flores; incluso Owuor, que había crecido en el calor de Kisumu, tenía que secarse a menudo el sudor de la frente mientras cocinaba. No había duda de que la pequeña estación de las lluvias ya no llegaría y de que, antes de julio, no cabía esperar alivio alguno.
Jettel estaba demasiado agotada para quejarse. A partir del octavo mes de embarazo, se condenó a sí misma a una retirada absoluta de la vida y se volvió sorda a todo consuelo y a todos los buenos consejos. No había quien le quitara de la cabeza, que el aire de fuera era más llevadero que el de los espacios cerrados y ya a las ocho de la mañana corría a refugiarse bajo el guayabo de Regina. Aunque el doctor Gregory le decía que había engordado demasiado y que necesitaba hacer ejercicio, se pasaba horas sentada en la silla que Owuor le sacaba al jardín y cubría con pañuelos blancos con tanto esmero como si quisiera erigir un trono.
Las mujeres del Hove Court admiraban de tal modo la ocurrencia de Owuor que acudían al árbol a visitar a Jettel con tanta asiduidad como si realmente fuera una reina que sólo concediese audiencia a sus súbditos a determinadas horas. Sin embargo, eran pocas las que poseían la paciencia necesaria para escuchar sentimentalismos sobre el saludable invierno de Breslau, y muchas en cambio las que tenían la costumbre, insoportable para la sensibilidad de Jettel, de refugiarse lo antes posible en su propio pasado. Encontraba el lastre de la vida ajena aún más difícil de soportar que el permanente temor de que el calor pudiera dañar al niño y una vez más viniera al mundo muerto.
–Ya no soy capaz de concentrarme cuando alguien me cuenta algo -se lamentaba ante Elsa Conrad.
–Tonterías, eres demasiado vaga para escuchar. Despierta de una vez. También las demás tienen niños.
–Ya no puedo ni discutir como Dios manda -se quejó Jettel por la noche.
–No te preocupes -la consoló Walter-, ya podrás. Eso no lo has olvidado en ningún momento de tu vida.
Sólo cuando Regina volvía del colegio y se sentaba con ella bajo el árbol, emergía Jettel del estado entre soñolienta desesperación y profundo sueño. Únicamente el mundo de las hadas y los deseos cumplidos de Regina, al que no quería renunciar aunque su padre se burlara de ella tan pronto oía una palabra al respecto, y también su entusiasmo cuando describía la vida con el nuevo niño liberaban a Jettel de las molestias de su pesado cuerpo y forjaban de nuevo un fuerte vínculo con su hija, como ya hicieran durante el infortunado embarazo de Nakuru.
El último domingo de febrero devolvió a Jettel a la realidad con una violencia que nunca olvidaría. Por la mañana, el día no se diferenció en nada de los anteriores. Después de desayunar, Jettel se instaló bajo el árbol, suspirando, y Walter se quedó en el apartamento para escuchar la radio. A mediodía, Owuor, que por lo general nunca se alejaba de la memsahib, no respondió a ninguna de sus llamadas. Enfadada, Jettel mandó a Regina a la cocina por un vaso de agua, pero ésta no regresó. La sed dio paso de pronto a un ardor tan vehemente que Jettel resolvió levantarse. Se percató de que la desgana entumecía sus miembros y luchó en vano contra la pereza, que le parecía tan indigna como ridícula.
Lentamente, logró poner un pie delante del otro y esperó a cada paso que aparecieran Owuor o Regina para ahorrarle el resto del camino. Pero no vio a ninguno, de modo que supuso, exhausta a causa de una ira que la importunaba aún más que el breve trayecto sin sombra a lo largo del agostado seto espinoso, que los sorprendería a ambos en una de las numerosas conversaciones sobre la granja que a ella siempre le parecían una traición a su desvalido estado.
Al abrir la puerta de un empujón, vio a Owuor. Estaba de pie en la cocina, cabizbajo, y no pareció advertir la presencia de Jettel. Repitió varias veces «bwana» con una voz tan queda como si llevara rato hablando consigo mismo. En el dormitorio las cortinas estaban echadas. En el aire denso y la mortecina luz, los escasos muebles de la habitación parecían tocones en un paisaje desierto. Walter y Regina, ambos sorprendentemente pálidos y con los ojos rojos, estaban sentados en el sofá y permanecían abrazados como dos niños confusos.
Jettel se asustó tanto que no se atrevió a preguntar nada. Se quedó mirándolos fijamente. Sintió frío y al mismo tiempo fue consciente de que el fresco que tanto había anhelado le hería la piel como un montón de alfileres.
–Papá lo ha sabido todo este tiempo -sollozó Regina, aunque su sonoro llanto se tornó al punto un suave lamento.
–Cállate. Has prometido no decir nada. No debemos poner nerviosa a mamá. Eso puede esperar hasta que llegue el niño.
–¿Qué ha pasado? – quiso saber Jettel. Su voz sonó firme y, aunque la invadió una vergüenza que no alcanzaba a explicarse, se sintió más fuerte que en todas las semanas anteriores. Incluso se agachó junto al perro sin notar dolores en la espalda. Se llevó la mano al corazón, mas no percibió sus latidos. Estaba a punto de repetir la pregunta cuando vio que Walter trataba de ocultar, apresurada y torpemente, un papel en el bolsillo del pantalón.
–¿La carta de Greschek? – preguntó sin esperanza.
–Sí -mintió Walter.
–¡No! – exclamó Regina-. ¡No!
Fue Owuor el que obligó a su lengua a decir la verdad. Se apoyó en la pared y anunció:
–El padre del bwana ha muerto. Y su hermana también.
–¿Qué ha pasado? ¿Qué significa todo esto?
–Owuor ya lo ha dicho. Sólo se lo he contado a él.
–¿Desde cuándo lo sabes?
–La carta llegó unos días después de la de Greschek. Me la entregaron en mano en el campamento. Me alegré de que tuviera que pasar la censura militar por venir de Rusia, así no era preciso que os hablara de ella. No he llorado. No hasta hoy. Y precisamente tiene que pillarme Regina. Se la he leído. No quería, pero no me dejaba en paz. Dios mío, me avergüenzo tanto por la niña.
–Dámela -dijo Jettel en voz baja-. Tengo que saberlo.
Se acercó a la ventana, desdobló el amarillento papel, vio la letra de imprenta e intentó leer primero únicamente el nombre y la dirección del remitente.
–¿Dónde queda Tarnopol? – preguntó, aunque no aguardó a oír la respuesta. Era como si aún pudiera eludir el horror que se avecinaba con sólo negarse el tiempo para comprender lo ocurrido.
Jettel leyó en voz alto las palabras «Estimado doctor Redlich», pero luego su voz se refugió en el aislamiento del silencio y comprendió, con una impotencia estremecedora que ya no podía esperar clemencia de sus ojos.
«Antes de la guerra yo era profesor de alemán en Tarnopol -leyó-, y hoy tengo el triste deber de comunicarle la muerte de su padre y de su hermana. Conocí bien al señor Max Redlich. Él confiaba en mí, ya que conmigo podía hablar alemán. Traté de ayudarlo en todo cuanto estuvo en mi mano. Una semana antes de su muerte me dio su dirección. Entonces supe que quería que le escribiera en caso de que le pasara algo.
«Tras muchos peligros y terribles privaciones, su padre y su hermana lograron llegar a Tarnopol. Al comienzo de la ocupación alemana aún había esperanza para él y para la señorita Liesel. Permanecían ocultos en el sótano de la escuela y querían pasar a la Unión Soviética cuando se presentara la ocasión. Luego, el 17 de noviembre de 1942, dos soldados de las SS golpearon a su padre en plena calle hasta matarlo. Murió en el acto, dejó de sufrir.
»Un mes más tarde sacaron a la señorita Liesel de la escuela y se la llevaron a Belsec. No pudimos hacer nada por ella y tampoco hemos vuelto a tener noticias suyas. Fue el tercer transporte a Belsec. De allí no volvió nadie. No sé si sabe que la señorita Liesel se casó con un checo en la huida. El señor Erwin Schweiger era camionero – y el ejército ruso lo obligó a alistarse. De modo que tuvo que abandonar a su padre y a la señorita Liesel.
»Su padre estaba muy orgulloso de usted y no cesaba de mencionarlo. Siempre llevaba en el bolsillo la última carta que usted le escribió. Cuántas veces la hemos leído y nos hemos imaginado lo a gusto y seguros que estarían usted y su familia en la granja. El señor Redlich era un hombre valiente y hasta el último momento mantuvo la fe en que volverían a verse. Que Dios se apiade de su alma. Me avergüenzo de toda la humanidad por tener que escribir esta carta, pero sé que en su religión el hijo reza una oración por el padre el día de su muerte. La mayoría de sus hermanos no podrá hacerlo. Si supiera que tal vez sea un consuelo para usted poder hacerlo, mi deber resultaría menos oneroso.
»Su padre siempre me decía que tenía usted buen corazón. Que Dios se lo conserve. No me escriba a Tarnopol. Aquí las cartas del extranjero traen problemas. Ruego por usted y por su familia.»
Mientras aguardaba la llegada de las lágrimas que habían de redimirla, Jettel dobló la carta cuidadosamente, mas sus ojos seguían secos. La desconcertó no poder gritar, ni siquiera hablar; tuvo la sensación de ser un animal capaz de sentir únicamente el dolor físico. Se sentó, aturdida, entre Walter y Regina y se alisó la bata, empapada en sudor. Hizo un ligero movimiento, como si quisiera acariciarlos a ambos, pero no fue capaz de alzar la mano lo suficiente, de modo que se la pasó una y otra vez por el vientre.
Jettel se preguntaba si no sería pecado dar a luz a un niño que al cabo de unos años preguntaría por sus abuelos. Al mirar a Walter, supo que éste percibía su protesta, pues negaba con la cabeza. Con todo, la desamparada obstinación de Walter fue para ella un consuelo, y dijo, sin dejar que la desesperación debilitara su voz:
–Será niño, y ya sabemos cómo se llamará.
Owuor, que estaba solo con la memsahib kidogo, no fue a su cuarto ni para cenar ni para ver a la joven mujer a la que había hecho venir de Kisumu hacía una semana. Tres horas después de que se pusiera el sol, sacudió todas las mantas y los colchones, luego barrió los suelos de madera y cepilló al perro, y por último se arregló las uñas con la lima de la memsahib, cosa que ésta jamás le habría permitido de haber estado en casa.
Con un gran peso en el pecho y el vientre, meció su agotamiento en la hamaca de Regina hasta lograr serenarse sin que el sueño fuera lo bastante intenso para disolver las imágenes de su cabeza. De vez en cuando trataba de entonar la melancólica canción de la mujer que busca a su hijo en el bosque y sólo oye su propia voz, pero a menudo la melodía se le atascaba en la garganta y al final tuvo que expulsar su impaciencia tosiendo.
Regina estaba tumbada en la cama de sus padres con la blusa blanca del colegio y la delicada falda gris que exigía aún más cuidados que un polluelo recién salido del cascarón. Se había propuesto leer David Copperfield de principio a fin sin siquiera levantarse por un vaso de agua, pero ya en los dos primeros párrafos las letras empezaron a enmarañarse y a pasar ante sus ojos a toda velocidad como círculos de un rojo encendido. Tenía las manos húmedas del esfuerzo de acariciar las perlas de colores del cinturón mágico; la lengua ya temía las penalidades de formular correctamente el único deseo que Regina quería volver a pedirle al destino para así convencer al taciturno dios Mungo de que esta vez tenía que estar de su parte y no de la de la muerte, como en los días de las lágrimas ahogadas.
Desde que Walter y Jettel salieran corriendo en mitad de la cena con una maletita y, despidiendo el olor de una manada de perros rabiosos, se marcharan en el coche del señor Slapak, Regina luchaba contra el miedo, que tenía una fuerza más malvada que una serpiente famélica. La incertidumbre bramaba en sus entrañas como una cascada furiosa tras una tormenta. Sólo cuando la pedregosa montaña de su garganta amenazó con deslizarse entre sus dientes, corrió hacia Owuor, palpó con los dedos las familiares curvas de sus hombros y le preguntó:
–¿Crees que éste será un buen día?
Entonces Owuor abrió los ojos y, como si en toda su vida sólo hubiera aprendido a decir esa única frase, repuso:
–Sé que será un buen día.
Tan pronto como las palabras salieron de su boca, él y la memsahib kidogo miraron al suelo, y es que ambos tenían una cabeza que no podía olvidar. Y ambos sabían que un nítido recuerdo de los días en cuestión era aún peor que el palo vengador de la víctima sobre la piel desnuda del ladrón pillado in fraganti.
A las tres de la mañana, Elsa Conrad regó las camelias de su ventana y se llamó a sí misma loca senil tan alto que la señora Taylor salió al balcón hecha una furia, pidiendo a gritos un poco de silencio. Pese a todo, no pasó a mayores, pues precisamente en el momento en que a Elsa se le ocurrieron por fin los improperios adecuados en inglés y además tuvo clara su pronunciación correcta, vio al profesor Gottschalk. Estaba paseando por el oscuro jardín con el sombrero y el diminuto plato de porcelana en que tomaba su papilla de avena por la mañana. Las dos se gritaron: «Ya está», y se tocaron al mismo tiempo la sien con el índice para indicar que dudaban de que estuviera en sus cabales.
Mucho antes, Chepoi había tenido que despachar a dos oficiales decepcionados sin que los hambrientos jóvenes pudieran juzgar siquiera con una mirada los encantos de la famosa señora Wilkins. La propia Diana aún seguía asomada a la ventana al amanecer. Llevaba la corona dorada con las piedrecitas de colores que, en su única actuación en Moscú, le hiciera creer en la promesa de un futuro ilusorio. En los breves descansos que se tomaba en el sillón, rociaba tan a menudo a su perro con su perfume favorito que éste le mordía el dedo con inusitado arrojo para protegerse la nariz.
Por su parte, Diana insultaba al extenuado animal llamándolo «sucio Stalin». Aullando de dolor y rabia, y atormentada por una vaga animadversión hacia todo aquello que, de haber estado sobria, habría podido definir claramente con la palabra «bolcheviques», cedió por fin a los esfuerzos de Chepoi por calmarla. Tras un forcejeo desacostumbradamente breve, se dejó arrancar de las manos la botella de whisky y permitió que su chico la llevara a la cama con la promesa de despertarla en caso de que hubiera novedades.
Sin embargo, sin que ni el más mínimo indicio apuntara en el Hove Court a la trascendencia de aquel instante, a las cinco y un minuto, en la Clínica de Maternidad Eskotene, a cinco millas de distancia, nacía Max Ronald Paul Redlich. Su primer berrido se produjo al unísono con un repentino estruendo en el cielo que sonó como la estampida de una manada de ñúes amenazados. Cuando la hermana Amy Patrick colocó al niño en la balanza y anotó su peso, de cinco libras y cuatro onzas, y aquel nombre tan largo y difícil de deletrear, sus vidriosos ojos revivieron levemente y ella habló de un milagro.
»Ni la sonrisa -exagerada para la ocasión- de la comadrona, agotada tras su tercera noche en vela, ni la eufórica evocación de un poder sobrenatural tenían nada que ver con el niño, como tampoco con la aliviada madre, cuyo acento, atroz para oídos sensibles, le había resultado tan molesto a la hermana Amy durante el difícil parto. El espontáneo entusiasmo de Amy Patrick era únicamente la expresión de un asombro comprensible por el hecho de que las pequeñas lluvias hubieran salvado a Nairobi, sin el correspondiente aviso en el parte meteorológico del día anterior, de una ola de calor nunca vista hasta entonces. La comadrona se sintió tan aliviada que, pese a la lamentable circunstancia de carecer de un público versado, sacó a relucir su humor inglés. Cuando le estaba poniendo el ombliguero al recién nacido, dijo con un suspiro de satisfacción: «Dios santo, el muchacho berrea como un inglesito.»
Aquella bendición del cielo fue extraordinariamente escasa para ser una estación de las lluvias tardía. A lo sumo, sería tema de conversación durante una semana y apenas alcanzaría para limpiar de polvo el plumaje de los pájaros más pequeños, los tejados de chapa ondulada y las ramas más altas de los espinos egipcios. No obstante, el hecho de que lloviera reafirmó a toda la gente de buena fe que había sacrificado voluntariamente su reposo nocturno en la creencia de que el nacimiento de Max Redlich era un suceso extraordinario y de que el niño podía ser portador de esperanzas para la segunda generación de refugiados.
Al principio, Regina y Owuor no se percataron de la llegada de Walter. No oyeron ni el fuerte empujón que le propinó a la puerta, que no cerraba bien, ni la imprecación que soltó al tropezar con el perro, que estaba dormido. Sólo salieron de su somnolencia, sobresaltados como dos soldados ante una repentina orden de ataque, al oír unas atronadoras arcadas procedentes de la cocina. Owuor le dio un puntapié a la puerta abierta con el que ni siquiera de joven habría arreado a un burro obstinado. Su bwana estaba arrodillado, lanzando ayes, ante un cubo herrumbroso al que se aferraba con ambas manos.
Regina corrió hacia su padre e intentó abrazarlo por detrás antes de que la decepción y el pánico la paralizaran. Cuando Walter notó los brazos de Regina en torno a su pecho, se levantó como un árbol que hubiera acusado la sed en sus raíces y sintiera justo a tiempo en sus hojas las gotas de agua que habían de salvarlo.
–Ha llegado Max -jadeó-. Esta vez Dios ha sido bueno con nosotros.
Reinó el silencio hasta que la cenicienta piel de Walter se tiñó de nuevo de aquel tenue beige que tan bien le sentaba a su uniforme. Regina dejó que las palabras de su padre se entretuvieran demasiado tiempo en sus oídos, de modo que no pudo hacer más que obligar a su cabeza a describir pequeños movimientos uniformes. Tardó treinta penosos segundos en sentir el vivificador torrente de lágrimas.
Cuando por fin logró abrir los ojos, vio que también Walter estaba llorando; arrimó su cara a la de él para compartir largamente la cálida savia salada de la alegría.
–Max -dijo Owuor. Sus dientes relucían como velas nuevas en la oscura estancia-. Ahora tenemos un bwana kidogo -rió.
De nuevo nadie dijo nada. Pero luego Owuor repitió el nombre una vez más, pronunciándolo con tanta nitidez como si lo conociera de toda la vida, y entonces el bwana le dio una palmada en el hombro. Al hacerlo, se echó a reír como el día en que huyeron las langostas y lo llamó rafiki.
La suave y dulce palabra para amigo, que Owuor sólo podía saborear con orgullo cuando el bwana la decía bajito y un tanto ronco, voló hacia sus oídos como una mariposa en un día caluroso. Aquellos sonidos caldearon su pecho y borraron el miedo de la larga noche, esculpido con un cuchillo demasiado afilado.
–¿Ya has visto al niño? – quiso saber-. ¿Tiene dos ojos sanos y diez dedos? Un niño ha de parecerse a un monito.
–Mi hijo es más hermoso que un mono. Ya lo he tenido en mis brazos. Hoy por la tarde lo verá la memsahib kidogo. Owuor, he preguntado si podía llevarte con nosotros, pero en el hospital las hermanas y el médico me han dicho que no. Quería que estuvieras presente.
–Puedo esperar, bwana. ¿Lo has olvidado? He esperado cuatro estaciones de las lluvias.
–¿Con tal exactitud sabes cuándo murió el otro niño?
–Tú también lo sabes, bwana.
–A veces tengo la sensación de que Owuor es el único amigo que tengo en esta maldita ciudad -dijo Walter de camino al hospital.
–Un amigo basta para toda una vida.
–¿De dónde has sacado eso? ¿De tu estúpida hada inglesa?
–De mi estúpido Dickens inglés, pero el señor Slapak también es un poco tu amigo. Te ha prestado su coche. Si no, ahora tendríamos que ir en autobús.
Regina arrancó un trocito del relleno de los desgastados asientos y le hizo cosquillas a Walter en el brazo con la dura punta de la crin de caballo. Nunca había visto a su padre al volante de un coche y, a decir verdad, ni siquiera tenía idea de que supiera conducir. Estaba a punto de decírselo, pero temió, sin que pudiera explicarse el motivo, que el comentario pudiera ofenderlo, de modo que en su lugar observó:
–Conduces muy bien.
–Ya conducía cuando aún nadie contaba contigo.
–¿En Sohrau? – preguntó obediente.
–En Leobschütz. El Adler de Greschek. Dios mío, si Greschek supiera qué día es hoy.
El traqueteante Ford ascendía la colina gemebundo, dejando tras de sí espesas nubes de fina arena rojiza. El coche no tenía cristales ni en el lado izquierdo ni en la parte delantera, y en el oxidado techo había grandes agujeros por los que entraba un sol abrasador. El calor, con sus veloces alas, y el sofocante viento arañaban la piel volviéndola roja. Regina se sentía como en aquel jeep en que Martin había ido a buscarla para pasar las vacaciones. Vio los oscuros bosques de Ol’ Joro Orok con una nitidez que hacía tiempo no recordaba, y luego una cabeza de rubio cabello y ojos claros de los que salían volando pequeñas estrellas que se perdían a lo lejos.
Por unos momentos disfrutó del pasado con igual regocijo que del presente, pero un repentino ardor en la nuca le devolvió aquel doloroso anhelo que creía devorado para siempre por los días de espera. Mascó aire para liberar a sus ojos de aquellas imágenes que ya no podía volver a ver y a su corazón de aquella aflicción que tan poco casaba con su embriagadora felicidad.
–Te quiero mucho -susurró.
La Clínica de Maternidad Eskotene, un edificio blanco de sólida construcción con ventanas de cristal azul celeste y esbeltas columnas en el pórtico por las que trepaban rosas del color del cielo a la caída del sol, se hallaba en un parque con un estanque en el que se distinguían carpas doradas entre los nenúfares y una cuidada alfombra de tupida hierba verde. Los altos cedros, sobre cuyas ramas los mirlos metálicos desplegaban su plumaje de un azul resplandeciente formando pequeños abanicos, aún vaheaban tras la lluvia de la mañana. Ante el portón de la verja de hierro había un áscari de anchas espaldas con uniforme azul marino y un grueso palo de madera que sostenía con ambas manos. Un lebrel irlandés color café de barba gris yacía dormido a sus pies.
La costosa clínica privada se mostraba reacia a ayudar a los hijos de los refugiados a iniciar su andadura en la vida, y a este respecto el doctor Gregory, por lo demás siempre dispuesto a transigir, no se avenía a razones. Por principio, no atendía a ninguna paciente en el Hospital General, en el que los médicos tenían que atravesar los pasillos en que se encontraban las unidades para negros antes de llegar a la sección de los europeos. Durante el embarazo sus honorarios habían acabado con todos los ahorros que Jettel había acumulado con su empleo en el Horse Shoe, y la factura del parto y la estancia en el Eskotene se llevaría seguramente la paga extraordinaria que le correspondía a un sargento por el nacimiento de un hijo.
Pese a todo, el doctor Gregory hacía gala de una simpatía y un esmero intachables incluso con aquellas pacientes que no podían permitirse pagar sus honorarios y que no se correspondían con su categoría, alcanzada con el sudor de su frente. Tal como relató él mismo con aire risueño en su círculo íntimo, no sin cierto asombro ante aquel talante tan tolerante, nunca visto hasta la fecha, incluso se había acostumbrado a la pronunciación de Jettel. Cada vez que la examinaba, se sorprendía luego arrastrando la erre durante algún tiempo de un modo ciertamente absurdo.
Pero, sobre todo, no dejó que aquel extraño personaje advirtiera en su distinguida consulta que para sufragar la fuerte suma restante que le correspondía había recurrido, con total discreción y aludiendo a la edad de Jettel y a las complicaciones que cabía esperar durante el embarazo y el parto, a la Comunidad Judía de Nairobi. Al fin y al cabo, hacía años que estaba en la junta directiva con el anciano Rubens y nunca había vacilado en declarar públicamente su adhesión al judaísmo, ni siquiera cuando cambió su nombre, de origen polaco, por la versión inglesa, más fácil de pronunciar.
El doctor Gregory, que visitaba a sus pacientes dos veces al día porque el Eskotene le quedaba de camino al campo de golf y poseía desde joven un talento especial para combinar las obligaciones y las aficiones, estaba con Jettel cuando apareció Walter con Regina. Al verlo, los dos se quedaron indecisos en la puerta. La torpeza de ambos, la turbación del padre, que de inmediato se trocó en un atribulado servilismo, y la hija, con el cuerpo de una niña y un rostro que parecía cincelado por vivencias demasiado prematuras, conmovieron al médico.
Se preguntó, algo aturdido por una vergüenza que lo irritaba más de lo que le agradaba, si no debería haberse preocupado más de la suerte de aquella pequeña familia que, en su palpable unión, la cual se le antojaba grotescamente anticuada, le recordaba a los relatos de su abuelo. Hacía años que no pensaba en aquel anciano que, en su pequeño y húmedo piso del East End londinense, solía apelar un tanto fastidiosamente a las mismas raíces de las que el ambicioso estudiante de medicina había intentado librarse tan tenazmente. Con todo, la emoción fue demasiado efímera para dejarse vencer por ella.
-Come on! -exclamó, pues, a un volumen un poco exagerado que se había acostumbrado a utilizar expresamente con las gentes del continente, sedientas de cordialidad, para luego añadir, en voz más queda e incluso algo tímida y con un sentimiento de comunión que sólo podía explicarse con sentimentalismo-: Massel tow. -Le dio unas palmaditas a Walter en la espalda, acarició distraído la cabeza de Regina, rozando con su mano la mejilla de la niña, y abandonó a toda prisa la habitación.
Sólo cuando el médico cerró la puerta tras de sí vio Regina apoyada en el brazo de Jettel una diminuta cabecita con una corona de pelusilla negra. Oyó, como salida de una niebla que se tragara los sonidos, la respiración de su padre y, a continuación, un leve gimoteo del recién nacido y a Jettel acallando al bebé con tentadores arrullos. Regina deseaba echarse a reír a carcajadas o al menos dar gritos de alegría como sus compañeras cuando ganaban un partido de hockey, pero de su boca sólo salió un ruido gutural que le pareció francamente mezquino.
–Ven -dijo Jettel-, te estábamos esperando.
–Sujétalo bien, no podemos permitirnos hacer uno nuevo -le advirtió Walter, poniéndole el niño a Regina en los brazos-. Éste es tu hermano Max -anunció con una voz extraña, solemne-. Ya le he oído gritar esta mañana temprano. Sabe exactamente lo que quiere. Cuando sea mayor te cuidará bien. No como yo a mi hermana.
Max había abierto los ojos. Iluminaban de azul un semblante que tenía el color de las mazorcas tempranas de Rongai, y su piel olía dulce como el poscho recién hecho. Regina rozó la frente de su hermano con la nariz para apoderarse del aroma. Estaba segura de que nunca en la vida volvería a sentir tal borrachera de felicidad. En ese instante le dijo un último adiós a su hada, a la que ya no tendría que molestar nunca más. Fue una despedida breve, sin pena ni titubeos.
–¿No quieres decirle nada?
–No sé en qué idioma hablar con él.
–Aún no es un refugiado en toda regla y no se avergonzará de oír su lengua materna.
-Jambo -musitó Regina-, jambo, bwana kidogo. -Se asustó al darse cuenta de que la felicidad había adormecido su atención a las palabras que atemorizaban a su padre. El arrepentimiento hizo palpitar su corazón-. ¿De verdad es mío? – preguntó cohibida.
–De todos nosotros.
–Y también de Owuor -añadió Regina pensando en las conversaciones de la noche.
–Pues claro, siempre que Owuor pueda quedarse con nosotros.
–Hoy no -repuso Jettel enojada-, hoy sí que no.
Regina se tragó la pregunta que la curiosidad intentaba deslizar en su boca.
–Hoy sí que no -le explicó a su nuevo hermano, pero sólo pronunció las palabras mágicas mentalmente, y convirtió la risa que le arañaba la garganta en agudos sonidos de alegría para que ni el padre ni la madre se enteraran de que su hijo ya estaba aprendiendo la lengua de Owuor.
Owuor permaneció sentado ante la cocina con la cabeza entre las manos y el sueño bajo los párpados hasta la puesta de sol, antes de oír el coche, que chillaba más que un tractor maltratado por el barro y las piedras. Como el bwana tenía que devolverle primero el coche al tunante de Slapak, su espera aún tardaría un rato en concluir, pero él nunca había contado las horas, sólo los días buenos. Movió lentamente un brazo, y después un poco la cabeza, en dirección a la figura que estaba apoyada contra la pared detrás de él, y siguió dormitando satisfecho.
A Slapak también le gustaba el sabor de la alegría. Precisamente porque, tras cuatro hijos -el último ya estaba empezando a gatear-, contemplaba el nacimiento de un retoño en su propia familia con la misma sobriedad que el almacén de su tienda de artículos de segunda mano, cuya prosperidad era extraordinaria desde que terminara la guerra, precisamente por eso ansiaba la dicha ajena. Cuando Walter y Regina fueron a devolverle las llaves del coche, los hizo pasar a su apretada sala de estar, que olía a pañales mojados y sopa de hierbas.
Si bien la mayor parte de la gente del Hove Court sólo veía en León Slapak al taimado comerciante que vendería a su propia madre si ello le reportara el menor beneficio, en el fondo era un hombre piadoso para el que los favores con los que a otros colmaba eran la confirmación de que Dios quería el bien de los hombres buenos. Y a él siempre le había gustado aquel humilde y amable soldado de uniforme extranjero cuyos ojos delataban que sus heridas no las había recibido en el campo de batalla, sino en la lucha con la vida. Slapak siempre saludaba a Walter cuando lo veía, y le complacía la gratitud con que éste le devolvía el saludo, la cual le recordaba a los hombres de su tierra.
De modo que Slapak, al que sus vecinos despreciaban, llenó de vodka un vaso que previamente limpió a conciencia con su pañuelo, se lo puso a Walter en la mano, bebió él mismo un trago de la botella y soltó una retahila de palabras de las que Walter no entendió ni una. Era la mezcolanza habitual de los refugiados del Este; constaba de expresiones en polaco, yidish e inglés que a Walter, cuanto más lo agasajaba Slapak con su ardiente corazón y su refrescante alcohol, más le recordaban a Sohrau, ya que Slapak desistió pronto de sus esfuerzos con el inglés, y después también con el yidish, y empezó a hablar únicamente en polaco. Por su parte, Slapak, al oír a Walter chapurrear el escaso polaco que recordaba de su infancia, se alegró tanto como si acabara de hacer un lucrativo negocio del todo inesperado.
Fue una noche de complicidad entre dos hombres entregados a unos recuerdos que procedían de dos mundos muy distintos, pero que compartían las raíces comunes del dolor. Dos padres que no pensaban en sus hijos, sino en el deber de hijos que no habían podido cumplir. Aunque su invitado tenía su misma edad, Slapak lo despidió poco antes de medianoche con la antigua bendición de los padres. Después le regaló a Walter un cochecito que él mismo volvería a necesitar a lo sumo en un año, un paquete de pañales hechos jirones y un vestido de terciopelo rojo para Regina, aunque para llenarlo a ésta le faltaban varios kilos y otros tantos centímetros.
–He celebrado el nacimiento de mi hijo con un hombre con el que no puedo hablar -suspiró Walter en el breve trayecto que los separaba de su apartamento. Le dio un empujón al cochecito. Las ruedas, con la goma resquebrajada, crujieron en el empedrado-. Tal vez algún día pueda reírme de ello.
Tenía la necesidad de explicarle a Regina por qué, pese a la reconfortante sensación de calidez, consideraba la visita a Slapak como un símbolo de su disgregada vida, pero no sabía cómo.
También Regina estaba en ese momento ordenándole a su cabeza que contuviera aquellos desconcertantes pensamientos que no debía manifestar, pero entonces dijo:
–No me entristecerá si ahora quieres a Max más que a mí. Ya no soy una niña.
–¿Cómo se te ocurre semejante tontería? Sin ti no habría aguantado todos estos años. ¿Acaso crees que puedo olvidar eso? Menudo padre sería. Nunca he podido darte más que amor.
–Ha sido enough. -Regina lamentó no haber logrado encontrar a tiempo la palabra alemana. Echó a correr tras el cochecito como si fuera importante cogerlo antes de que llegara a los eucaliptos, lo paró, regresó corriendo hacia su padre y lo abrazó. El olor a alcohol y tabaco que emanaba de su cuerpo y la sensación de seguridad que bullía en el suyo se fundieron en un torbellino que la dejó aturdida.-Te quiero más que a todas las personas del mundo -le dijo.
–Yo a ti también, pero eso no se lo diremos a nadie. Nunca.
–Nunca -prometió Regina.
Owuor estaba tan erguido ante la puerta como el áscari del palo en el hospital.
-Bwana, ya he encontrado un aja -anunció, el orgullo tiñendo su voz.
–¿Un aja? Eres tonto, Owuor. ¿Qué vamos a hacer con un aja? Nairobi no es como Rongai. En Rongai, el bwana Morrison pagaba al aja. Ella vivía en su granja. En Nairobi he de ser yo quien pague al aja. Y no puedo. Sólo tengo dinero suficiente para ti. No soy rico. Eso ya lo sabes.
–Nuestro niño es tan bueno como los demás -replicó Owuor-. Ningún niño puede estar sin aja. La memsahib no puede pasear por el jardín con un cochecito tan viejo. Y yo no puedo trabajar para un hombre que no tiene un aja para su hijo.
–Tú eres el gran Owuor -se burló Walter.
–Ésta es Chebeti, bwana -explicó Owuor, guarneciendo con paciencia cada una de las cuatro palabras-. No tienes que darle mucho dinero. Ya se lo he contado todo.
–¿Qué le has contado?
–Todo, bwana.
–Pero si no la conozco.
–Yo la conozco, bwana. Eso es suficiente..
Chebeti, que estaba sentada delante de la puerta de la cocina, se puso en pie. Era alta y delgada, llevaba un amplio vestido azul que le cubría los pies desnudos y colgaba de sus hombros como una capa floja. En la cabeza lucía un pañuelo blanco a modo de turbante. Tenía los movimientos lentos y elegantes de las jóvenes del clan de los jaluo, su porte seguro. Cuando Walter le tendió la mano, ella abrió la boca, mas no dijo nada.
Regina no estaba ni siquiera lo bastante cerca como para ver en la oscuridad el blanco de aquellos ojos extraños, pero se dio cuenta de que la piel de Chebeti olía igual que la de Owuor, como dik-diks a mediodía en la alta hierba.
–Chebeti será una buena aja, papá -aprobó Regina-. Owuor sólo duerme con mujeres buenas.
A él, que no quería otra cosa que poder por fin pasear por Princess Street en una neblinosa mañana de otoño y sentir en la piel las primeras señales del invierno, era al único al que nadie le había comunicado que su solicitud de baja del ejército había sido «pospuesta hasta nuevo aviso». Esa decepción había tenido que procurársela él mismo sacándola del correo dos días atrás. Desde entonces, el capitán tenía aún más claro que antes que África no era un buen lugar para un hombre que hacía cinco años, demasiado largos ya, había dejado en Edimburgo, además de su corazón, a una mujer muy joven que cada vez tardaba más tiempo en responder a sus cartas y ya hacía mucho que no podía explicar de forma convincente por qué.
El capitán Carruthers se tomó como una doble ironía del destino tener que informar ahora a aquel singular sargento con ojos de collie sumiso de que el Ejército de Su Majestad no tenía interés en prolongar su servicio.
–¿Por qué demonios quiere este tipo irse a Alemania? – rezongó.
–Allí me siento como en casa, señor.
El capitán miró a Walter sorprendido. Ni lo había oído llamar a la puerta ni se había percatado de que hablara solo, algo que últimamente le ocurría con lamentable frecuencia.
–¿Desea unirse al ejército de ocupación británico?
–Sí, señor.
–No es mala idea. Supongo que sabe alemán. Por algún motivo, parece usted de allí.
–Sí, señor.
–Allí sería usted el hombre adecuado para poner orden entre los fucking jerries.
–Así lo creo, señor.
–Los de Londres no piensan así -afirmó Carruthers-. Si es que piensan alguna vez. – Rió con ese asomo de burla que le había granjeado reputación de oficial con el que siempre se podía hablar.
Cuando comprendió que había malgastado su ingenio, le tendió la carta a Walter. Se quedó contemplando con una impaciencia que no venía a cuento cómo Walter se peleaba con las ceremoniosas fórmulas de los arrogantes burócratas londinenses.
–En casa -dijo con una brusquedad que lamentó un tanto cuando la advirtió- no quieren ningún soldado en las fuerzas de ocupación que no tenga pasaporte inglés. Realmente, ¿qué quería hacer en Alemania?
–Quería quedarme allí cuando me licenciara.
–¿Por qué?
–Alemania es mi patria, señor -balbuceó Walter-. Perdone, señor, que se lo diga.
–No tiene importancia -respondió el capitán, distraído.
Tenía claro que no necesitaba entrar en discusiones sobre el tema. Sólo estaba obligado a poner a sus hombres al corriente de aquellas cuestiones que les concernían y a cerciorarse de que también ellos entendían las decisiones, algo que, con la cantidad de extranjeros y la maldita gente de color que había en el ejército, ya no era tan obvio como en los buenos tiempos. El capitán se espantó una mosca de la frente. Sabía que se implicaría innecesariamente en un asunto que no le incumbía si no zanjaba la conversación de inmediato.
Sin embargo, un impulso, que más tarde se explicaría por la duplicidad del destino y su melancolía, le hizo demorar más de la cuenta la leve inclinación de la cabeza con que se habría deshecho del sargento del modo habitual y habría quedado libre para la siguiente batalla con los estúpidos mosquitos. El hombre que tenía ante sí había hablado de patria, y precisamente esa necia, profanada y romántica palabra perturbaba desde hacía meses el descanso de Bruce Carruthers.
–Mi patria es Escocia -dijo, y por un instante creyó de veras que hablaba de nuevo consigo mismo-, pero a algún chiflado de Londres se le ha metido en su retorcida cabeza que debo pudrirme aquí, en la condenada Ngong.
–Sí, señor.
–¿Conoce Escocia?
–No, señor.
–Una tierra maravillosa con buen clima, buen whisky y buena gente en la que aún se puede confiar. Los ingleses no tienen ni la menor idea de lo que es Escocia ni de lo que nos hicieron cuando capturaron a nuestro rey y nos robaron la independencia -prosiguió el capitán. Cayó en la cuenta de que era totalmente ridículo hablar de Escocia y del año 1603 con un hombre que aparentemente no podía decir mucho más que sí y no.
–¿A qué se dedica en la vida civil? – preguntó en su lugar.
–En Alemania era abogado, señor.
–¿De verdad?
–Sí, señor.
–Yo también soy abogado -replicó el capitán. Recordó que la última vez que había pronunciado esa frase fue cuando ingresó en el maldito ejército-. ¿Cómo diablos -preguntó pese al descontento por su repentina curiosidad- ha venido a parar a este país de monos? Un abogado necesita su lengua materna. ¿Por qué no se quedó en Alemania?
–Hitler no me quería.
–¿Y por qué no?
–Soy judío, señor.
–Cierto. Lo dice aquí. ¿Y ahora quiere volver a Alemania? ¿Acaso no ha leído esos horribles informes sobre los campos de concentración? Al parecer, Hitler ha tratado muy mal a su gente.
–Los Hitler van y vienen, pero el pueblo alemán perdura.
–Vaya, de repente sabe inglés. ¡Cómo lo ha expresado!
–Lo dijo Stalin, señor.
Los años en el ejército habían enseñado al capitán Carruthers a no hacer más de lo que a uno se le exigía y, sobre todo, a no cargar sobre sus espaldas cuitas ajenas, pero la situación, por grotesca que fuera, le fascinaba. Acababa de mantener la primera conversación inteligente en meses, y precisamente con un hombre con el que no era capaz de comunicarse mejor que con el mecánico indio de la compañía, que interpretaba cada papel escrito como una ofensa personal.
–Seguro que quiere que el ejército le pague el pasaje. Un billete a casa gratis. Eso es lo que queremos todos.
–Sí, señor. Es mi única oportunidad.
–El ejército está obligado a enviar a cada soldado a su patria con su familia -le aclaró el capitán-. Eso lo sabe, ¿no?
–Disculpe, señor, no le he entendido.
–El ejército debe llevarlo a Alemania si allí es donde está su hogar.
–¿Quién ha dicho eso?
–Las ordenanzas. – El capitán rebuscó entre los papeles de su escritorio, pero no encontró lo que buscaba. Finalmente, sacó del cajón una hoja amarillenta, escrita con letra pequeña y muy apretada. No esperaba que el sargento pudiera leer lo que decía, pero le tendió de todas formas el reglamento y descubrió, perplejo y un tanto conmovido, que a todas luces Walter parecía entender la complicada exposición de los hechos, al menos en lo que a él concernía-. Un hombre de letras -sonrió Carruthers.
–Disculpe, señor, de nuevo no le he entendido.
–No tiene importancia. Mañana cursaremos su solicitud de licenciamiento y traslado a Alemania. ¿Por casualidad me ha entendido esta vez?
–Oh, sí, señor.
–¿Tiene familia?
–Esposa y dos hijos. Mi hija va a cumplir catorce años y mi hijo tiene ahora mismo ocho semanas. Se lo agradezco mucho, señor. No tiene idea de lo que está haciendo por mí.
–Creo que sí -lo interrumpió Carruthers pensativo-. Pero no se haga demasiadas ilusiones -añadió con una ironía que ya no le salió con tanta facilidad como antes-, en el ejército todo va muy despacio. ¿Cómo dicen aquí los malditos negros?
-Pole pole -se alegró Walter y, al repetir lentamente las dos palabras, tuvo la sensación de ser Owuor. Cuando vio que Carruthers inclinaba la cabeza, se apresuró a abandonar el despacho.
Al principio no era capaz de explicarse las cambiantes emociones que sentía. Lo que primero había interpretado como la perspicacia de un hombre que tenía valor suficiente para reconocer su fracaso de repente le parecía una imprudencia irresponsable. Y, sin embargo, presentía que había surgido una chispa de esperanza que ni las dudas ni el miedo al futuro podían apagar.
No obstante, cuando Walter regresó al Hove Court aún estaba ofuscado por la inquietante mezcla de euforia e incertidumbre. Se detuvo en la puerta y se quedó allí un rato que se le hizo eterno, entre los cactus, contando las flores y tratando, sin éxito, de hallar la suma de las cifras de cada número. Más tiempo aún necesitó para vencer la tentación de pasarse primero por casa de Diana y sacar fuerzas de su buen humor y, sobre todo, de su whisky. Su paso era lento y silencioso cuando se decidió a continuar, pero entonces vio a Chebeti sentada con el bebé bajo el mismo árbol que había ofrecido consuelo, protección y sombra a Jettel durante el embarazo. Decidió darle un respiro a sus nervios.
Su hijo yacía oculto entre los pliegues del vestido azul celeste de Chebeti. Tan sólo asomaba su diminuta gorra de lienzo blanco. Ésta rozaba la barbilla de la mujer y, con el suave viento, parecía un barco en el océano en calma. Regina, con una corona de hojas de limonero en la cabeza, estaba acurrucada en la hierba con las piernas cruzadas. Como no sabía cantar, les leía al aja y a su hermano con voz solemne y enigmática una canción infantil con muchos y repetitivos sonidos.
Por un instante, Walter se enfadó pues no conseguía entender ni una sola palabra; luego comprendió, reconciliándose al punto consigo mismo y con el destino, que al recitarlo su hija estaba traduciendo sobre la marcha el texto inglés a la lengua jaluo. Tan pronto Chebeti captaba un sonido familiar, aplaudía y su garganta se inundaba de una risa dulce y melodiosa. Cuando su temperamento se encendía, los movimientos de su cuerpo despertaban a Max y era como si éste intentara imitar los tiernos y tentadores ruiditos antes de ser mecido hasta volver a sumirse en un placentero sueño.
Owuor estaba sentado, muy erguido, bajo un cedro de hojas oscuras y contemplaba hasta el menor movimiento del bebé con viva atención. A su lado yacía el bastón con la cabeza de león tallada en la empuñadura que se había comprado el primer día de trabajo de Chebeti. Se afanaba en el cuidado de sus dientes con un pedacito de caña de azúcar verde que roía con vigorosas dentelladas, y de cuando en cuando escupía a la alta hierba hasta que ésta refulgía al sol vespertino con los mismos visos multicolores que el rocío de la mañana. Con la mano izquierda acariciaba a Rummler, que incluso dormitando respiraba lo bastante fuerte como para espantar a las moscas antes de que llegaran a molestarle.
La armonía y plenitud de la escena le recordaron a Walter las imágenes de los libros de su infancia. Sonrió levemente al darse cuenta de que en la canícula europea la gente no era negra ni se sentaba bajo cedros y limoneros. Como la conversación con el capitán seguía bulléndole en la cabeza, deseaba impedir que sus ojos bebieran del idílico efluvio que flotaba en el ambiente, si bien sus sentidos no permitieron que les infligiera semejante castigo por mucho tiempo. Aunque el aire era pesado a causa de la humedad, disfrutaba de cada bocanada. En su inocencia, sentía un deseo impreciso de retener aquella imagen que lo fascinaba y se alegró de que Regina advirtiera su presencia y lo rescatara de sus sueños. Lo saludó y él le devolvió el saludo.
–Papá, Max ya tiene un nombre como es debido. Owuor lo llama askarija ossjeku.
–Un poco excesivo para un niño tan pequeño.
–Sabes lo que significa askarija ossjeku, ¿no? Soldado nocturno.
–Quieres decir vigilante nocturno.
–Pues claro -repuso Regina impaciente-, porque se pasa todo el día durmiendo y por la noche siempre está despierto.
–No sólo él. ¿Dónde está tu madre?
–Dentro.
–¿Y qué hace en casa a estas horas y con este calor?
–Ponerse nerviosa -dijo Regina reprimiendo una risita. Se dio cuenta demasiado tarde de que su padre no sabía interpretar ni las voces ni las miradas y de que estaba a punto de arrebatarle la tranquilidad-. Max -añadió a toda prisa, arrepentida- sale en el periódico. Yo ya lo he leído.
–¿Por qué no lo has dicho antes?
–¿No me has preguntado dónde estaba mamá? Chebeti dice que una mujer debe cerrar el pico cuando un hombre envía a sus ojos de safari.
–Eres peor que todos los negros juntos -la reprendió Walter, si bien fue una estimulante impaciencia la que le hizo levantar la voz.
Echó a correr hacia la casa con tal prisa que Owuor se puso en pie alarmado. Arrojó al suelo la caña de azúcar y el bastón y apenas se dio tiempo a desentumecer sus miembros. También Rummler espabiló y salió tras Walter con la lengua colgando tan rápido como se lo permitieron sus pesadas patas.
–¡Enséñamelo, Jettel! – exclamó aún a la carrera-. No creí que fuera tan rápido.
–Aquí. ¿Por qué no me habías dicho nada?
–Quería que fuera una sorpresa. Cuando nació Regina, aún pude regalarte el anillo. Con Max sólo daba para un anuncio.
–Pero menudo anuncio. Me alegré mucho cuando el viejo Gottschalk llegó hace un momento con el periódico. Estaba muy impresionado. Imagínate cuánta gente lo leerá.
–Eso espero, ésa era la intención. ¿Ya has visto a algún conocido?
–Aún no. Quería dejarte a ti el placer. Esa parte siempre te ha tocado a ti.
–Pero siempre has sido tú la que ha encontrado las buenas noticias.
El periódico estaba abierto sobre un pequeño escabel que había junto a la ventana. El fino papel crujía con cada ráfaga de viento y dejaba barruntar la familiar y a la vez siempre nueva melodía de la esperanza y el desencanto.
–Nuestros tambores -dijo Walter.
–A mí me pasa como a Regina -reconoció Jettel, inclinando a un lado la cabeza con un rastro de su antigua coquetería-, oigo historias antes de que sean contadas.
–Jettel, a ver si a tu edad vamos a descubrir en ti a una poetisa.
Se hallaban de pie ante la ventana abierta, contemplando embriagados las exuberantes buganvillas lilas junto al muro blanco, sin percatarse de lo cerca que estaban sus cuerpos y sus rostros; era uno de los escasos momentos de su matrimonio en que cada uno aprobaba los pensamientos del otro.
Der Aufbau no era un periódico cualquiera. Ya antes de la guerra, y más aún después, aquel diario en lengua alemana escrito en América era más que un mero portavoz para los emigrantes del mundo entero. Cada edición, lo quisieran o no los afectados, alimentaba las raíces que los unían al pasado e impulsaba el carrusel de los recuerdos hacia la tormenta del dolor. Incluso unas pocas líneas podían convertirse en destino. No eran los reportajes y los editoriales lo que primero se leía. Siempre y en todos los casos eran los anuncios de búsqueda de desaparecidos y acontecimientos familiares.
A través de ellos se reencontraban personas que no habían vuelto a saber nada las unas de las otras desde la emigración. Las referencias a la vieja madre patria podían resucitar a los dados por muertos e informaban mucho antes que las organizaciones humanitarias oficiales de quién había escapado del infierno y quién había sucumbido en él. Aun once meses después de que terminara la guerra en Europa, Der Aufbau seguía siendo con frecuencia la única posibilidad que tenían los supervivientes de enterarse de la verdad.
–Dios mío, el anuncio es enorme -se sorprendió Walter-. Y está arriba del todo. ¿Sabes lo que creo? Mi carta debió de caer en manos de alguien que nos conoce de antes y que ha querido hacernos un favor. Imagínate: alguien sentado en Nueva York, y de repente lee nuestro nombre y que somos de Leobschütz. Y se entera de que no he sido devorado por un león.
Walter carraspeó. Se dio cuenta de que siempre lo hacía antes de iniciar un alegato, pero reprimió la idea con una turbación que se le antojó la confesión de un delito. Aunque no le cabía duda de que Jettel ya se sabía el texto de memoria, leyó en alto las escasas líneas:
–«El doctor Walter Redlich y la señora doña Henriette, de soltera Perls (antes residentes en Leobschütz), se complacen en anunciar el nacimiento de su hijo Max Ronald Paul. P. O. B. 1312, Nairobi, Kenya Colony. 6 de marzo de 1946.» ¿Qué dices a eso, Jettel? Tu marido vuelve a ser el doctor. La primera vez en ocho años.
Aún mientras hablaba, Walter comprendió que el azar le había dado pie para contarle a Jettel lo de la conversación con el capitán y la gran oportunidad de llegar a Alemania por cuenta del ejército. Sólo tenía que buscar las palabras adecuadas y, sobre todo, hallar el valor necesario para comunicarle con el mayor tacto posible que finalmente se había decidido por el viaje con retorno. Durante un instante lleno de deseo, y en contra de su propia convicción, se abandonó a la ilusión de que Jettel lo comprendería e incluso quizá admirara su perspicacia, pero su experiencia no le permitió engañarse por mucho tiempo.
Walter sabía desde el día en que mencionó por primera vez la posibilidad de regresar a Alemania que no podría contar con el apoyo de Jettel. Desde aquel momento, discusiones fútiles se convertían cada vez con mayor frecuencia en contiendas sin lógica ni razón, llenas de amargura. Le parecía una ironía que, en esos casos, sintiera envidia de la intransigencia de su esposa. Cuántas veces había dudado él de su propia capacidad para sobreponerse al dolor, que dejaría heridas sin cicatrizar para siempre, pero al analizar sus motivos nunca había hallado otro camino que el que le imponía el anhelo de su idioma, sus raíces y su profesión. Sólo tenía que imaginarse la vida en una granja y de inmediato sabía que quería y debía volver a Alemania, por penoso que pudiera resultar el trayecto.
Jettel no pensaba igual. Se sentía feliz entre gente a la que le bastaba con el odio a Alemania para percibir el presente como la única dicha a que tenían derecho los que se habían salvado. No ansiaba más que la certeza de que había otros que opinaban como ella; siempre se había resistido a los cambios. ¡Cómo se había opuesto a emigrar a África en un tiempo en que cada día de demora suponía una amenaza mortal!
El recuerdo de la época previa a la emigración en Breslau le proporcionó a Walter la certeza definitiva. Oyó a Jettel gritar: «Antes muerta que apartarme de mi madre»; vio la insolencia infantil de su rostro tras la cortina de lágrimas con tanta claridad como si aún siguiera sentado en el sofá de pana de su suegra. Desencantado y frustrado, Walter comprendió que nada había cambiado en su matrimonio desde entonces.
Jettel no era una mujer que se avergonzara de sus errores. Se empeñaba en cometerlos una y otra vez. Sólo que esta vez Walter ya no tenía los argumentos de un hombre que quiere salvar a su familia para convencer a su esposa. Seguía siendo un desposeído y un proscrito, y cualquiera podía tacharlo de hombre sin carácter ni orgullo. Aguardaba esa ira que no podía dejar traslucir, pero sólo sentía una agotadora lástima de sí mismo.
El corazón se le salía por la boca cuando carraspeó una vez más para conferirle a su voz una firmeza que ya no sentía en su interior. Notó que su empuje disminuía. Se sintió impotente contra la indecisión y el temor a hablar de regresar y de la patria. Las palabras que con tanta facilidad habían acudido a su mente en una lengua extranjera y en presencia del capitán se burlaban ahora de él, pero aun así no quería darse por vencido. Le parecía más oportuno y, en todo caso, más diplomático utilizar el término inglés que él mismo había oído por primera vez hacía sólo unas horas.
-Repatriation -dijo.
–¿Qué significa eso? – quiso saber Jettel de mala gana. Al mismo tiempo estaba pensando si tenía que conocer la palabra y si debía mandar al aja que entrara en casa con el niño o mejor ocuparse primero de que Owuor calentara el agua para hervir los pañales. Profirió un suspiro, ya que tomar decisiones a última hora de la tarde la fatigaba aún más que en la época anterior al parto.
–Bah, no es nada. Sólo se me pasó por la cabeza algo que dijo el capitán esta mañana. Tuve que buscar durante horas una ordenanza que el muy estúpido tenía desde el principio en su escritorio.
–Ah, ¿has estado con él? Al menos espero que hayas aprovechado la oportunidad para hacerle comprender que ya es hora de que te ascienda. Elsa también dice que en estas cosas no eres lo bastante decidido.
–Jettel, hazte de una vez a la idea de que en el ejército británico los refugiados no pueden pasar de sargento. Créeme, soy un maestro a la hora de aprovechar oportunidades.
La ocasión de hablar tranquilamente con Jettel de Alemania ya no volvió a presentarse. El Aufbau no lo permitió. Seis semanas después de la publicación del anuncio, llegó la primera de un montón de cartas que evocaban tanto el pasado que Walter no halló el valor suficiente para describirle a Jettel un futuro que él mismo adivinaba muy incierto incluso en momentos de optimismo.
La primera carta era de una anciana de Shanghai. «El destino me ha traído hasta aquí desde la hermosa Maguncia -decía-, y aún albergo una pequeñísima esperanza de averiguar, por medio de usted, estimado doctor, algo sobre el paradero de mi único hermano. La última vez que recibí noticias suyas fue en enero de 1939. Entonces me escribió desde París diciendo que quería intentar emigrar a Sudáfrica para reunirse con su hijo. Por desgracia no tengo la dirección de mi sobrino en Sudáfrica, y él tampoco sabe que yo vine a parar a Shanghai en el último transporte. Ahora es usted la única persona que conozco en África. Naturalmente, sería una casualidad que usted se hubiera encontrado con mi hermano, pero los que vivimos se lo debemos todo a la pura casualidad. Les deseo todo lo mejor para su hijo. Quiera Dios que crezca en un mundo mejor que el que nos ha sido concedido a nosotros.»
Siguieron muchas más cartas de desconocidos que se aferraban a una última esperanza de recibir noticias de familiares desaparecidos por el mero hecho de que o bien eran de la Alta Silesia o bien habían escrito por última vez desde allí. «Mi cuñado fue asesinado en Buchenwald en 1934 -escribía un hombre desde Australia-, tras lo cual mi hermana se mudó con sus dos hijos pequeños a Ratibor, donde encontró trabajo en una tejeduría. Pese a todas las averiguaciones que he realizado en la Cruz Roja, no ha sido posible hallar su nombre ni el de sus hijos en ninguna lista de deportados. Me dirijo a usted porque mi hermana mencionó Leobschütz en una ocasión. Tal vez se haya topado alguna vez con su apellido o esté en contacto con judíos de Ratibor que hayan sobrevivido. Sé que es una petición disparatada, pero aún no he llegado al extremo de enterrar las esperanzas.»
–Siempre pensé que nadie conocía Leobschütz -se sorprendió Jettel cuando, al día siguiente, llegó una carta similar-. Ojalá recibiéramos una buena noticia alguna vez.
–Ahora me doy cuenta -respondió Walter abatido- de lo cerca que estaba la Alta Silesia de Auschwitz. Eso me preocupa.
La plétora de desgracias ajenas y de absurdas esperanzas que se habían depositado en Nairobi no sólo hacía sangrar las heridas propias, sino que, con su violencia, lo volvía a uno apático.
–Buena la has armado -le dijo Walter a su hijo.
Un viernes de mayo Regina tomó el correo de la cesta de Owuor:
–Una carta de América -anunció-, alguien que se llama Use.
Pronunció el nombre a la inglesa, y Jettel se echó a reír:
–Así no se llama nadie en Alemania. Dámela.
Regina aún tuvo tiempo de decir:
–Pero no rompas el sobre, los de América son muy bonitos… -Y entonces vio que su madre palidecía y le temblaban las manos.
–No estoy llorando ni mucho menos -sollozó Jettel-, es que me alegro tanto… Regina, la carta es de mi amiga de la infancia Use Schottländer. Dios mío, aún vive.
Se sentaron una al lado de la otra junto a la ventana y Jettel comenzó a leer la carta en voz alta, muy despacio. Era como si su voz quisiera retener cada sílaba antes de pronunciar la siguiente. Había algunas palabras que Regina no entendía, y los extraños nombres se arremolinaban en sus oídos como langostas en un campo de maíz en flor. Tenía que hacer un gran esfuerzo para reír y llorar cuando su madre lo hacía, pero obligó a sus sentidos con decisión a soportar el temporal de tristeza y alegría. Owuor preparó té, aunque todavía no era la hora, sacó del armario los pañuelos que tenía preparados para los días en que había sellos extranjeros y se sentó en la hamaca.
Una vez Jettel hubo leído la carta por cuarta vez, ella y Regina estaban tan cansadas que ninguna de las dos dijo nada más. No fue hasta después del almuerzo, que Owuor, para su disgusto, retiró intacto, cuando estuvieron de nuevo en condiciones de hablar sin tener que respirar hondo antes.
Pensaban cómo debían contarle a Walter lo de la carta, y al final decidieron no mencionar nada y dejársela en la mesa redonda con el resto del correo. Sin embargo, a primera hora de la tarde la emoción y la impaciencia hicieron que Jettel se echara a la calle. Pese al calor y a la ausencia de sombra, se puso en camino a toda prisa, con Regina, Max en el cochecito, el aja y el perro, hacia la parada del autobús.
El autobús estaba aún en marcha cuando Walter se bajó de un salto.
–¿Le pasa algo a Owuor? – preguntó asustado.
–Hoy más que nunca ha tenido que resignarse -le susurró Jettel.
Walter comprendió de inmediato. Se sintió como un niño que quiere apurar la alegría del momento hasta el final y prefiere no abrir un regalo inesperado. Primero besó a Jettel y luego a Regina, acarició a su hijo y silbó la melodía de Don't fence me in, que tanto le gustaba a Chebeti. Sólo entonces preguntó:
–¿Quién ha escrito?
–No lo adivinas en la vida.
–¿Alguien de Leobschütz?
–No.
–¿De Sohrau?
–No.
–Dilo ya, estoy a punto de estallar.
–Use Schottländer. De Nueva York. Quiero decir de Breslau.
–¿Los Schottländer. ricos? ¿Los que vivían en la plaza Tauentzienplatz?
–Sí, Use iba a mi clase.
–Dios mío, hacía años que no me acordaba de ella.
–Yo tampoco -afirmó Jettel-, pero ella no me ha olvidado.
Se empeñó en que Walter leyera la carta allí mismo, en la parada del autobús. Al borde de la carretera se alzaban dos desmedrados espinos egipcios. Chebeti los señaló, sacó una manta del cochecito una vez la memsahib hubo acabado de hablar y la extendió bajo el mayor de los dos árboles, aún tarareando la hermosa melodía del bwana. Con aire risueño, sacó a Max del cochecito, dejó por un momento que las sombras bailotearan en el rostro del pequeño y luego lo colocó en su regazo. En los oscuros ojos de Chebeti refulgían chispas verdes.
–Una carta -dijo-, una carta que ha cruzado a nado el ancho mar. Owuor la ha traído.
–En alto, papá, léela en alto -le pidió Regina con voz suplicante de niña pequeña.
–¿Acaso no te la ha leído ya mamá miles de veces?
–Sí, pero lloraba tanto que aún no la he entendido.
–«Mi querida, queridísima Jettel -leyó Walter-, cuando mami llegó a casa ayer con el Aufbau, casi me vuelvo loca. Aún sigo muy emocionada y apenas puedo creer que te esté escribiendo. Os felicito de todo corazón por el nacimiento de vuestro hijo. Ojalá nunca tenga que pasar por lo que hemos pasado nosotros. Aún recuerdo con nitidez cuando nos visitabas en Breslau con tu hija. Por aquel entonces, ella tenía tres años y era muy tímida. Probablemente ahora sea una señorita y ya no hable alemán. Aquí todos los hijos de los refugiados se avergüenzan de la denominada lengua materna. Con razón.
»En realidad, sabía que habíais emigrado a África, pero a partir de ese momento os perdí la pista. Así que tampoco sé por dónde empezar. En cualquier caso, nuestra historia se cuenta rápido. El 9 de noviembre de 1938 esos monstruos derribaron nuestra casa y a mi querido padre, que estaba en cama con una pulmonía, lo sacaron a la calle a rastras y se lo llevaron. Ésa fue la última vez que lo vimos. Murió cuatro semanas después en la cárcel. Sigo sin poder pensar en esa época sin sentir la impotencia y desesperación que ya nunca me abandonarán. Por aquel entonces yo no quería seguir viviendo, pero mi madre no lo permitió.
«Esa mujer menuda y frágil, en cuyos ojos mi padre había leído siempre todos y cada uno de sus deseos y que nunca había tenido que tomar la menor decisión, vendió todo lo que nos quedaba y encontró a un primo lejano en América que fue tan amable de proporcionarnos las referencias necesarias. Aún hoy no sé quién nos tendió una mano amiga en Breslau ni cómo conseguimos los pasajes para el barco. No nos atrevimos a hablar de ello con nadie. Tampoco nos arriesgamos a despedirnos de nadie (en una ocasión vi a tu hermana Käte delante de Wertheim, pero no llegamos a hablar), pues si se corría la voz de que uno quería emigrar, las dificultades eran aún mayores. Llegamos a América en el último barco y no teníamos literalmente nada, salvo algunos recuerdos sin valor. Uno de ellos, el libro de cocina de nuestra vieja y hacendosa criada Anna, que ni siquiera tras la Noche de los Cristales Rotos dejó de visitarnos a escondidas, resultó un tesoro insospechado.
»En una habitación con dos hornillos, mi madre y yo, que habíamos estado rodeadas de cocineras y sirvientas toda la vida, comenzamos a servir comidas a refugiados. Cuando empezamos, no sabíamos cuánto tiempo había que cocer un huevo pasado por agua, y sin embargo logramos de algún modo reproducir todos los platos que en tiempos mejores engalanaran la mesa finamente vestida de los Schottländer. Qué suerte que mi padre adorara la comida casera. No obstante, no fueron nuestras artes culinarias las que nos mantuvieron a flote, sino el inquebrantable optimismo y la imaginación de mami.
»De postre ofrecía siempre los chismes de la alta sociedad judía de Breslau. No te imaginas hasta qué punto la gente que lo había perdido todo anhelaba que le contaran historias que resultaban disparatadas y absurdas en una época en que todo el mundo tenía que luchar por sobrevivir como ni siquiera lo hicieran en nuestra casa los criados y las sirvientas. Aún hoy vendemos productos caseros -mermeladas, pasteles, pepinillos envinagre con mostaza y arenques en escabeche-, aunque entretanto yo he hecho carrera. Soy dependienta en una librería y, aunque sigo sin hablar inglés especialmente bien, al menos sé leerlo y escribirlo, lo cual aquí se valora mucho. Hace tiempo que olvidé que un día quise ser escritora y que incluso llegué a cosechar mis primeros y modestos éxitos. Sólo hoy recuerdo mi sueño de juventud porque te estoy escribiendo a ti, a quien siempre tenía que ayudar con las redacciones. «Estamos en contacto con alguna gente de Breslau. Vemos con frecuencia a los dos hermanos Grünfeld. Su familia tenía un almacén al por mayor de productos textiles junto a la estación que abastecía a media Silesia. Wilhelm y Siegfried vinieron a Nueva York con sus esposas en 1936. Los padres no querían emigrar y fueron deportados. Los Silbermann (él era dermatólogo, pero nunca ha logrado superar el examen de inglés requerido y es recepcionista en un modesto hotel) y los Olschewski (él era boticario y no consiguió salvar nada, excepto a un hijo de su hermana) viven en nuestro barrio, que aquí todo el mundo conoce como el Cuarto Reich. Mi madre necesita el pasado, yo no.
»Jettel, no te imagino en África. Siempre le tuviste tanto miedo a todo…, incluso a las arañas y abejas. Y, si mal no recuerdo, detestabas todos los trabajos a los que no se pudieran llevar los más elegantes vestidos. Me acuerdo perfectamente de tu apuesto marido. He de confesar que siempre te envidié por su causa, como también por tu belleza y por tu éxito con los hombres. Yo, como tú bien me auguraste durante una discusión con sólo doce años, me he convertido en una auténtica solterona; y aunque alguien hubiera estado tan ciego como para proponerme matrimonio, lo habría rechazado.
«Después de todo lo que mami ha hecho por mí, nunca habría podido dejarla sola.
«Ahora sí que he de poner punto final. Sé que nunca te ha gustado escribir, aun así espero de todo corazón que respondas a esta carta. Hay tantas cosas que querría que rae contaras. Y mi madre se muere de ganas de saber si hay alguien más de Breslau en Kenia. A mí las historias de antaño sólo consiguen entristecerme. Cuando murió mi padre, una parte de mí murió con él, pero quejarse sería pecado. Ninguno de nosotros, los que sobrevivimos, logró salvar su alma. Escríbele pronto a tu vieja amiga Use.»
Las sombras eran largas y negras cuando Walter guardó la carta en el bolsillo de la camisa. Se puso en pie, ayudó a Jettel a levantarse y por un momento fue como si ambos quisieran decir algo al mismo tiempo, pero se limitaron a sacudir la cabeza al unísono muy levemente. Durante el breve trayecto que separaba la parada del autobús del Hove Court sólo se oyó a Chebeti. Acallaba con retazos de una dulce melodía el llanto del bebé, que comenzaba a revolverse a causa del hambre, y rió satisfecha cuando se dio cuenta de que su canto también servía para secar los ojos de la memsahib y del bwana.
–Mañana -dijo contenta- llegará otra carta. Mañana será un buen día.
La mayoría de las mujeres se mantenía fiel -si bien con cierto embarazo, ya que, desde que la palabra brunch comenzara a cobrar cada vez más popularidad, ya no se correspondía con las costumbres del país- al ritual europeo del opíparo almuerzo dominical. Todas estaban ocupadas supervisando a la servidumbre en la cocina y quejándose de la calidad de la carne sin manir. Los hombres se afanaban con el Sunday Post, que con sus florituras lingüísticas, sus ambiciones literarias y los complicados relatos de la vida de la alta sociedad londinense fatigaba de tal modo a la mayoría de los refugiados que sólo se sentían capaces de hacer frente a las penalidades de la lectura alternándola con largas pausas y con la idea, pronto desechada, de que querer es poder.
Si Owuor se hubiera asomado a la ventana cada poco, como hacía siempre, habría visto erguido en el cochecito al niño de sus ojos, al que se empeñaba en llamar «áscari» a pesar de que la tranquilidad se iba apoderando de las noches. Pero en aquel preciso instante Owuor vociferaba en la cocina como un joven masai en su primer día de caza, pues sobre las patatas había caído demasiada lluvia antes de la cosecha y se deshacían en el agua. Las patatas, que después de cocidas se parecían a las nubes que coronaban la gran montaña de Ol’ Joro Orok, solían provocar en Owuor una sensación de fracaso y en el rostro del bwana, un surco de ira entre la nariz y la boca.
Chebeti planchaba los pañales, lo que Owuor consideraba un envidioso ataque a su virilidad: entre las labores de un aja sólo se contaba lavar la ropa, no andar con la pesada plancha, que sólo le obedecía a él. Jettel y Walter habían aplazado su disputa de la noche anterior con aquel agotamiento que zanjaba prematuramente toda conversación desde el día en que Jettel comprendió hasta sus últimas consecuencias el significado de la palabra repa-tríation.
Ella y Walter habían ido a visitar al profesor Gottschalk. Éste se había torcido un tobillo y dependía desde hacía tres semanas de que sus amigos lo abastecieran tanto de comida como de noticias del mundo exterior, con el que no podía mantener contacto ni a través de la radio ni por los periódicos, sino sólo mediante conversaciones personales.
Así que sólo estaba presente Regina cuando su hermano, con un vigoroso impulso y un fuerte berrido, que sin embargo sólo atrajo la atención del perro de Diana, adoptó una nueva postura en la vida. En menos tiempo del que necesita un pájaro para desplegar sus alas ante un peligro, Max se transformó de un bebé que no veía más que el cielo y al que había que coger en brazos para que pudiera ensanchar su horizonte en un ser lleno de curiosidad capaz de mirar a la gente a los ojos en todo momento y de contemplar la vida desde lo alto a su antojo.
El cochecito se encontraba a la sombre del guayabo en que antaño se alojara el hada inglesa. Desde que aquella dama clasista dejó de ocuparse de los deseos y las inquietudes de la solitaria hija de un refugiado, Regina sólo buscaba la protección de su fantasía cuando el sol la empujaba despiadado hacia las sombras, devolviéndola así al pasado.
Cuando Max, presa de un asombro que hizo que sus ojos se tornaran redondos como la luna que en las noches de máximo esplendor nos regala la claridad del día, abandonó la seguridad de su almohada, su hermana acababa de hacer un descubrimiento irritante. Experimentó por vez primera con una claridad meridiana que un mero olor familiar era capaz de despertar de su letargo aquellos recuerdos tan bien enterrados que avivaban en su mente el fuego de un turbador sufrimiento. El dulce aroma de aquellos días que ya nunca más serían le produjo un cosquilleo de nostalgia en la nariz. Sobre todo, lo que Regina no sabría decir a ciencia cierta era si deseaba que su hada volviera o no. La elección entre las dos posibilidades la hacía dudar.
–No -decidió al fin-, ya no la necesito. Te tengo a ti. Tú al menos sonríes cuando te cuentan algo. Y contigo puedo hablar inglés exactamente igual de bien que antes con el hada. Por lo menos cuando estamos solos. ¿O prefieres que te hable en suajili?
Regina abrió la boca de par en par como un ave que alimenta a su nidada, llenó sus pulmones de aire fresco y rió sin perturbar la calma. Aún disfrutaba, con el mismo gozo que el maravilloso día en que le fue dado contemplar por vez primera aquel milagro, del hecho de que su sonrisa era capaz de hacer brotar la alegría como por arte de magia en el rostro de su hermano. Satisfecho, Max profería ruidos guturales y logró canalizar el torrente de expresiones de júbilo que se agolpaba en su interior hasta formar un sonido que Regina interpretó como «aja».
–No dejes que papá oiga eso -le dijo reprimiendo una risita-, se volverá loco si la primera palabra de su hijo es en suajili. Querrá hablar contigo de su patria en su idioma. Di mejor Leobschütz o al menos Sohrau.»
Regina descubrió demasiado tarde que se había comportado de forma tan inexperta como un buitre joven que mediante un graznido prematuro atrae a sus congéneres y ha de compartir con ellos su presa. Se había dejado arrastrar por su fantasía a un abismo del que no podría salir incólume. El antiguo y agradable juego del interlocutor que nunca daba una respuesta y, por tanto, siempre ofrecía la deseada había dado paso a una presencia con gesto burlón, y Regina recordó la pelea de sus padres, que ahora se repetía con tanta frecuencia como el aullido de las hienas en las noches de Ol’ Joro Orok.
Ya entonces Regina sabía hasta qué punto la palabra Alemania, tan pronto como su padre pronunciaba las primeras sílabas, era sinónima de pesar y disgusto. Pero desde hacía algún tiempo, Alemania representaba para todos una amenaza aún más fuerte que el poder de todas las palabras incomprensibles que Regina había aprendido a temer en su niñez. Cuando sus oídos no lograban cerrarse a tiempo a la despiadada batalla de sus padres, tenían que oír hablar una y otra vez de aquella despedida que Regina se imaginaba mucho más dolorosa aún que la separación de la granja, la cual no podía olvidar pese a sus esfuerzos y a la promesa hecha a Martin.
No eran sólo las barbaridades con las que sus padres se torturaban mutuamente las que asustaban a Regina, sino también y sobre todo la sensación de que se esperaba de ella que decidiera entre dar la razón a su cabeza o a su corazón. Su cabeza estaba del lado de su madre, su corazón latía por su padre.
–¿Sabes, áscari? – dijo Regina, y habló con su hermano en la hermosa y dulce lengua jaluo, como hacían Owuor y Chebeti tan pronto se quedaban a solas con el niño-, a ti te pasará exactamente lo mismo. Nosotros no somos como los demás niños. A los demás niños no les cuentan nada, a nosotros nos lo dicen todo. Nosotros tenemos unos padres que no pueden tener la boca cerrada.
Regina se puso en pie, disfrutó por un instante de las punzadas de la hierba dura en los pies descalzos como si de un vivificante baño se tratara, echó luego a correr hacia el florido hibisco y arrancó un ejemplar lila de la exuberante planta. Llevó con cuidado la delicada flor hasta el cochecito y acarició con ella al bebé hasta que éste berreó y chilló y de su garganta brotaron de nuevo aquellos monosílabos que sonaban como una mezcla de jaluo y suajili.
–Si no se lo cuentas a nadie -le susurró, lo sentó en su regazo y prosiguió, algo más alto, en inglés-, te lo explico. Ayer oí a mamá gritar: «Nadie logrará llevarme al país de esos asesinos», y no tuve más remedio que llorar con ella. Sabía que estaba pensando en su madre y su hermana. Sabes, eran nuestra abuela y nuestra tía. Pero entonces papá le contestó, también a gritos: «No todos eran asesinos», y estaba tan pálido y temblaba tanto que me dio una pena horrible. Y entonces lloré por él. Siempre es igual. Nunca sé de qué lado estoy. ¿Entiendes por qué prefiero hablar contigo? Ni siquiera sabes que existe Alemania.
–¡Vaya, Regina! ¿Ya estás atosigando a tu hermano con tus poesías en inglés o acaso estás inculcándole algún otro disparate? – gritó Walter desde lejos, asomando tras la morera.
Regina alzó a su hermano y ocultó el rostro tras su cuerpo. Esperó hasta que la turbación dejó de colorear su piel y tuvo la sensación de ser un cazador cazado. Esta vez Owuor se había equivocado. Él sostenía que Regina tenía la vista de un guepardo, pero no había visto venir a su padre.
–Creía que estabas en casa del viejo Gottschalk -balbuceó.
–Allí estábamos. Te manda recuerdos y dice que a ver si te dejas caer por allí alguna vez. Debes hacerlo, Regina. El pobre hombre está cada vez más solo. Hay que prestarle la poca ayuda que uno pueda de buen grado. No podemos darle nada salvo a nosotros mismos. Mamá se ha adelantado y va camino del apartamento. Y yo he pensado que mis hijos se alegrarían de verme. Pero mi hija parece una ladrona de huevos sorprendida con las manos en la masa.
La fuerza del arrepentimiento al percibir la decepción de Walter sacudió a Regina de aquel estado. Se levantó pesadamente, como una anciana desdentada y sin fuerzas, devolvió a Max a su almohada, se acercó a su padre poco a poco, vacilante, y lo abrazó tan fuerte como si ella sola pudiera con sus brazos aprisionar aquellos pensamientos de los que él no podía saber nada. El temblor de su padre le transmitió aun con más claridad que su expresión la agitación de la noche anterior. Aunque se resistía, sobre Regina pesaba una tristeza que le oprimía; buscó palabras con las que ocultarle su compasión, pero él se le adelantó.
–No fuiste muy cuidadosa en la elección de tus padres -dijo Walter, sentándose bajo el árbol-. Y ahora quieren llevarte con ellos a un país extranjero por segunda vez.
–Tú quieres, mamá no.
–Sí, Regina, quiero y debo. Y tú tienes que ayudarme.
–Pero aún soy una niña.
–No lo eres y lo sabes. Al menos no me lo pongas más difícil. Nunca podría perdonarme haberte hecho desgraciada.
–¿Por qué tenemos que ir a Alemania? Los demás no tienen que hacerlo. Inge dice que su padre será inglés el año que viene. Tú también puedes serlo. Tú estás en el ejército y él no.
–¿Es que le has contado a Inge que queremos volver a Alemania?
–Sí.
–¿Y qué dice ella?
–No lo sé. Ya no quiere hablar conmigo.
–No sabía que los niños pudieran ser tan crueles. No querría hacerte eso -murmuró Walter-, pero trata de entenderme. Es posible que al padre de Inge le den un pasaporte inglés, pero no por eso va a ser inglés. Dime, ¿crees que van a invitarlo a los hogares de las familias inglesas? Digamos, por ejemplo, ¿a casa de tu querida directora?
–¡A casa de ella nunca!
–Ni a la de nadie. ¿Lo ves? No quiero ser un hombre con un apellido que no le pertenece, pero debo saber por fin adonde pertenezco. No puedo seguir siendo un bloody refugee al que nadie toma en serio y al que la mayoría desprecia. Aquí se limitarán a soportarme y nunca dejaré de ser un marginado. ¿Puedes hacerte una idea de lo que eso significa?
Regina se mordió el labio inferior, pero aun así respondió de inmediato:
–Sí -dijo-, sí que puedo. – Se preguntaba si su padre se figuraba lo que había sufrido y aprendido en todos aquellos años en el colegio, primero en Nakuru y ahora también en Nairobi-. Aquí -le explicó- es aún peor. En Nakuru sólo era alemana y judía, ahora soy alemana, judía y una bloody scholar. Eso es peor que ser un bloody refugee. Créeme, papá.
–Nunca nos habías dicho nada de eso.
–No podía. Al principio no tenía palabras suficientes y luego no quise que te pusieras triste. Y además… -agregó tras una larga pausa durante la cual la asediaron los fantasmas de la soledad-, no me importa. Ya no.
–Lo mismo le pasará a Max cuando vaya al colegio. Espero que tenga un corazón tan grande como el tuyo y que no le reproche a su padre ser un fracasado.
Cuando el amor de una niña se tornó la admiración de una mujer, Regina decidió guardar silencio, pero supo que sus ojos la delataban. Su padre no era tonto, soñador y débil, como pensaba su madre. No era un cobarde ni huía de las dificultades, como afirmaba ella cada vez que discutían. El bwana era un luchador lleno de fuerza y tan astuto como sólo podía serlo un hombre que no abría la boca hasta el momento oportuno. Sólo un vencedor sabía cuándo debía sacar su mejor flecha, y él calculaba su disparo con gran precisión para hallar el punto más sensible de aquellos a los que quería alcanzar. A ella el intrépido bwana le había dado en pleno corazón, tan hondo como Cupido y tan sagaz como Ulises. Regina se preguntaba si debía reír o llorar.
–Tú luchas con las palabras -admitió Regina.
–Es lo único que sé hacer. Y quiero volver a hacerlo. Por todos vosotros. Debes ayudarme. Sólo te tengo a ti.
La carga que su padre le imponía era pesada. Regina trató una vez más de rebelarse, pero al mismo tiempo se sintió como si estuviera perdida en el bosque y acabara de descubrir el claro que habría de salvarla. El tira y afloja por su corazón tocaba a su fin. Su padre tenía en su mano de una vez por todas el trozo más largo de cuerda.
–Prométeme -dijo Walter- que no te pondrás triste cuando regresemos a casa. Prométeme que confiarás en mí.
Aun mientras su padre hablaba, los recuerdos golpearon a Regina tan certeros como un hacha afilada a un árbol enfermo. Aspiró el aroma del bosque de Ol’ Joro Orok, se vio a sí misma tumbada en la hierba, sintió el fuego de un inesperado roce y luego, al instante, un lancinante dolor.
–Martin también me dijo eso. Cuando aún era un príncipe y fue a buscarme al colegio. «No debes ponerte triste cuando tengas que marcharte de la granja», me dijo. Tuve que prometérselo. ¿Lo sabías?
–Sí. Algún día olvidarás la granja. Te lo prometo. Y otra cosa, Regina, olvídate de Martin. Eres demasiado joven para él y él no es suficientemente bueno para ti. Martin sólo se quiere a sí mismo, siempre ha sido así. Ya le hizo perder la cabeza a tu madre. Por aquel entonces, ella no era mucho mayor que tú ahora. ¿Te ha escrito?
–Lo hará -se apresuró a decir Regina.
–Eres igual que tu padre. Un pobre diablo que todo se lo cree. Quién sabe si volveremos a tener noticias de Martin. Se quedará en Sudáfrica. Debes olvidarlo. El primer amor nunca llega a nada en la vida, y está bien así.
–Pero mamá también fue tu primer amor. Ella misma me lo dijo.
–¿Y qué hemos sacado en limpio?
–Max y yo -repuso Regina. Se quedó mirándolo hasta que por fin logró arrancarle una sonrisa.
De camino al apartamento, preguntó:
–Si tenemos que irnos a Alemania, ¿qué será de Owuor? ¿Podrá venir con nosotros también esta vez?
–Esta vez no. Nos partirá el corazón y la herida no cicatrizará jamás. Regina, lamento que ya no seas una niña. A los niños se les puede engañar.
Durante el almuerzo, no fue difícil justificar las lágrimas aduciendo un dolor físico. Owuor había hecho de las patatas deshechas un puré compacto con mucha pimienta y aún más sal.
El jueves, Regina fue con Chepoi de compras al mercado con la vista puesta en el cumpleaños de Diana. Después tuvo que emplear mucho tiempo y muchas palabras, sacadas de un poema de Shakespeare y traducidas con mucha libertad, para aplacar los celos de Owuor, y por fin pudo visitar al profesor Gottschalk. Por primera vez desde la caída, volvía a estar sentado ante su puerta en la desvencijada silla de tijera con la gruesa chaqueta de terciopelo negro. Sobre la manta que cubría sus rodillas estaba el ya familiar libro, pero las tapas de piel roja con caracteres dorados que siempre habían fascinado a Regina de tal modo que no era capaz de concentrarse en las letras ahora estaban cubiertas de polvo.
Regina comprendió con una angustia que le hizo paladear el amargo sabor del miedo, y que sólo al día siguiente aprendió a identificar como un dolor, que aquel anciano ya no deseaba leer. Había enviado a sus ojos de safari por un mundo en el que los limoneros bajo los cuales había paseado tan a menudo en sus días de plenitud ya no daban frutos. Desde su última visita, el sombrero negro se había vuelto más grande y el rostro que cubría, más pequeño, pero su voz sonó firme cuando dijo:
–Cuánto me alegro de que hayas venido, el tiempo se acaba.
–En absoluto -se apresuró a negar Regina con aquella obsequiosa amabilidad que tanto había tenido que ensayar como virtud de los exploradores-. Estoy de vacaciones.
–Antes yo también tenía vacaciones.
–Pero si usted siempre está de vacaciones.
–No. En casa tenía vacaciones. Aquí todos los días son iguales. Un año tras otro. Perdona, Lilly, que sea tan ingrato y que diga tantos disparates. Tú no puedes hacerte una idea de lo que quiero decir. Aún eres lo bastante joven para que tus ojos beban cuanto se les ofrece.
Cuando Regina se percató de que el profesor la había confundido con su hija, quiso decírselo, pues no era bueno que una persona se apropiara del nombre de otra, pero no sabía cómo explicarle una historia tan compleja si no era con las palabras y en la lengua de Owuor.
–Mi padre también dice esas cosas -murmuró.
–Pronto ya no las dirá más, su corazón está listo para despedirse y comenzar de nuevo -dijo el profesor, e hizo un guiño sin que sus ojos reflejaran alegría. Por un breve instante, su rostro volvió a ser tan grande como su sombrero-. Tu padre es un hombre inteligente. Vuelve a tener esperanza. Y lo que dice la voz interior no defrauda al alma esperanzada.
Regina se preguntaba desconcertada por qué sentía tanto frío en la piel aun cuando la sombra del muro no podía alcanzarla. Entonces cayó en la cuenta. El aullido de las hienas demasiado viejas para capturar una presa resonaba en las noches oscuras como la risa del profesor a plena luz del día. Al mismo tiempo, pensaba cuántos años tendría el profesor y por qué la gente mayor decía tan a menudo cosas aún más difíciles de descifrar que los misteriosos enigmas de las leyendas antiguas.
–¿Te alegras de irte a Alemania? – quiso saber el profesor.
–Sí -dijo Regina, cruzando los dedos como había aprendido de Owuor cuando era niña para proteger su cuerpo del veneno de una mentira que su boca no había podido retener. Ahora estaba segura de que el profesor no hablaba con ella, pero eso no la confundía. ¿Acaso no había visto en su padre una y otra vez que un hombre necesita a alguien que le escuche aunque ese amigo no sea el más adecuado?
–Cuánto me gustaría estar en tu lugar. Imagínate que estás en casa, sales a la calle y todo el mundo habla alemán. Hasta los niños. Sólo tienes que preguntarles algo y te entienden de inmediato y te responden.
Regina abrió la boca lentamente y volvió a cerrarla aún más despacio. Necesitaba tiempo para averiguar si el profesor sabía que estaba sentada en el suelo junto a su silla. Él esbozó una sonrisa, como si llevara toda la vida hablando con monos bostezadores que ni siquiera tuvieran que proferir un sonido para llamar la atención.
–Francfort -espetó el profesor, rasgando con voz suave el apacible silencio- era tan bonito. ¿Te acuerdas? ¡Cómo puede alguien no ser de Francfort! Eso ya sabías decirlo cuando eras una canija. Todos se reían. Dios mío, ¡qué felices éramos entonces! ¡Y qué necios! Saluda a la patria de mi parte cuando la veas. Dile que no he podido olvidarla. Dios sabe que lo he intentado una y otra vez.
–Lo haré -respondió Regina. Se tragó su desconcierto y comenzó a toser.
–Y gracias por haberlo conseguido a tiempo. Dile a tu madre que no debe regañarte si llegas tarde a clase de canto.
Regina cerró los ojos mientras esperaba que la sal que había bajo sus párpados se convirtiera en pequeños granitos secos. Tardó más de lo que pensaba en volver a ver con claridad y entonces se dio cuenta de que el profesor se había quedado dormido. Hacía tanto ruido al respirar que el tenue silbido del viento enmudeció; el ala del sombrero negro le rozaba la nariz.
Aunque Regina no llevaba zapatos y sus pasos sobre la tierra encostrada apenas hacían más ruido que una mariposa que se detiene a descansar sobre un sediento pétalo de rosa, procuró que sólo las puntas de sus pies tocaran el suelo. A medio camino se dio la vuelta de nuevo, pues de pronto le pareció conveniente e importante que el profesor no se despertara hasta que recuperase las fuerzas para ordenar en su cabeza las formas y los colores.
Le complacía y, por algún motivo que aún no alcanzaba a entender, le alegraba verlo dormir plácidamente. Como sabía que no la oiría, cedió al repentino y desbordante impulso de exclamar kwaheri en lugar de adiós.
Cayó la tarde antes de que a los inquilinos del Hove Court comenzara a extrañarles que el profesor Gottschalk, que tenía auténtica aversión al súbito frío que acompañaba a las noches africanas, siguiera plácidamente sentado en su silla. Pero luego, tan deprisa como si lo hubieran anunciado los tambores de la selva con sus ecos hechizados, corrió la voz de que había muerto.
El entierro tuvo lugar al día siguiente. Como era viernes y el difunto debía ser inhumado antes del comienzo del sabat, el rabino, pese a las alusiones a la extraordinaria furia de la estación de las lluvias en Gilgil, se negó a retrasar el sepelio más allá del mediodía. Procuró mostrar su comprensión por la irritación que suscitaba en el cortejo fúnebre su deber de fidelidad a las leyes sagradas con un amago de sonrisa y toda una serie de gestos conciliadores, pero desoyó toda objeción, incluso los argumentos, expuestos en un inglés de lo más comprensible, de que el profesor tenía derecho a estar acompañado de su hija y su yerno en su último viaje.
–Si oyera la radio en lugar de rezar, sabría que la carretera de Gilgil a Nairobi es un barrizal -dijo Elsa Conrad exasperada-. A un hombre como el profesor no se le entierra sin sus parientes.
–Sin hombres tan piadosos como el rabino aquí presente, ya no quedarían judíos -intentó mediar Walter-. El profesor lo habría entendido.
–Maldita sea, ¿es que siempre tienes que mostrar comprensión por otra gente?
–Ésa es una cruz que he llevado toda mi vida.
Lilly y Osear Hahn llegaron al cementerio cuando el sol apenas arrojaba aún sombra y el pequeño círculo de cariacontecidos permanecía en pie, apenado, junto a la fosa. Tras las correspondientes oraciones, el rabino había pronunciado un breve discurso en inglés lleno de sabiduría y erudición, pero la indignación y, sobre todo, la falta de conocimientos lingüísticos de la mayoría de los presentes no habían hecho más que incrementar la agitación.
Oscar, vestido con unos pantalones caqui y una chaqueta oscura demasiado estrecha, no llevaba corbata, tenía rastros de barro seco en el pantalón y en la frente y respiraba con dificultad.
No dijo ni una palabra y sonrió confuso cuando llegó junto al grupo. Lilly llevaba puestos los pantalones con que daba de comer a las gallinas por las noches y un turbante rojo en la cabeza. Estaba tan nerviosa que olvidó cerrar la puerta del coche al bajarse a la entrada del cementerio. Su caniche, que, al igual que Osear, en los últimos dos años se había vuelto mucho más viejo, más gris y más gordo, corría tras ella jadeando. Desde el otro lado de los enormes árboles se oyó a Man] ala, a quien Regina reconoció de inmediato por su ronca voz, llamar a gritos al perro. Lo insultaba llamándolo hijo de la voraz serpiente de Rumuruti y lo amenazaba ora con su cólera ora con la venganza del implacable dios Mungo.
Regina tuvo que tragarse la risa, que afluía a su garganta con el ímpetu de una catarata furibunda, como quien mastica por descuido bayas de pimienta demasiado maduras; por respeto al profesor se esforzó también por desterrar de su rostro la alegría que sentía al ver a Lilly y Oha. Se encontraba en pie entre Walter y Jettel, bajo un cedro desde el que un mirlo en celo, pese al calor del resistero, galanteaba tratando de llamar la atención con sonidos agudos. Cuando Regina vio cómo corría Lilly y cómo la fatiga cincelaba profundas arrugas en su rostro, se dio cuenta de que al profesor le preocupaba que su hija pudiera llegar tarde a clase de canto. Primero pensó que debía reír, y se mordió el labio horrorizada, y luego sintió las lágrimas, aunque sus ojos estaban aún secos.
Cuando Lilly llegó junto a la fosa y suspiró aliviada, el caniche olisqueó a Regina y se abalanzó sobre ella con un estridente ladrido de alegría antes de enroscarse entre sus piernas. Ella lo acarició para calmarse ella misma, además de apaciguar al perro, llamando así la atención del rabino, que se quedó mirándolos fijamente, a ella y al perro, que no dejaba de gimotear.
En voz muy baja y sin haber recuperado aún el aliento, Oha recitó el kadis por los muertos, pero hacía tanto tiempo que habían fallecido sus padres que ya no era capaz de recordar el texto de la oración lo suficientemente rápido, y a cada palabra tenía que evocar un pasado que en aquel momento de agotadora emoción lo confundía con palabras equivocadas. Todos se percataron de lo embarazoso que le resultaba tener que aceptar la ayuda de un hombre solícito y menudo a quien nadie conocía y que había aparecido detrás de una lápida justo en el momento adecuado.
El desconocido de barba y sombrero alto y negro asistía a todos los enterramientos del círculo de los refugiados porque, por experiencia, podía estar seguro de que eran pocos los que conservaban la ortodoxia suficiente para recitar con soltura la oración por los difuntos y de que casi siempre se mostraban agradecidos por su ayuda con la generosidad de quienes no podían permitirse dar nada.
Cuando por fin Oha hubo balbuceado la última palabra de la oración por los muertos, el hoyo se cubrió de tierra rápidamente. Hasta el rabino parecía tener prisa. Ya se había alejado unos metros cuando Lilly se desasió de los brazos que la consolaban y, con una timidez casi infantil que la hizo parecer una extraña, dijo en voz queda: «Sé que la canción no pega en un entierro, pero mi padre la adoraba. Me gustaría cantarla para él una última vez.»
El rostro de Lilly estaba pálido, pero su voz era suficientemente clara y firme para arrancarle más de un eco al azul resplandeciente de las montañas de Ngong cuando entonó No sé lo que significa. Algunos tararearon la melodía, y el silencio tras la última nota fue de una solemnidad tal que hasta el caniche pareció comprender, pues rompió -por primera vez en años- con su costumbre de acompañar el canto de Lilly con una salva de aullidos. Regina intentó primero tararear con los mayores y luego llorar con ellos, pero no logró ni una cosa ni la otra. La apenaba haber olvidado lo que tenía que decirles a Lilly y Oha, a pesar de que su padre había estado practicando con ella aquella misma mañana las tres palabras en alemán que tan bonitas y oportunas le habían parecido.
Jettel invitó a Lilly y Oha a cenar. Owuor, henchido de orgullo, les mostró al pequeño Max y les explicó con lujo de detalles por qué él lo llamaba áscari. Más orgulloso aún se sintió al recordar cómo le gustaban los huevos fritos a la hermosa mensahib de Gilgil. Duros y con una costra marrón, no blandos y con una telilla como al bwana. También fue Owuor quien le contó a Lilly que, poco antes de su muerte, su padre había hablado con Regina.
–Ella -le dijo- fue con él al gran safari.
Regina se asustó, pues había pensado que su último encuentro con el profesor debía permanecer en secreto, pero luego volvió a comprobar una vez más lo listo que era Owuor, pues Lilly dijo primero: «Me alegro de que estuvieras con él», y más tarde propuso: «Tal vez te gustaría contarme de qué hablasteis.»
Cuando Jettel se retiró para acostar a Max y los dos hombres fueron a dar un paseo por el jardín, Regina dejó salir las palabras que guardaba en su memoria desde la muerte del profesor. Incluso la frase «cómo puede alguien no ser de Francfort».
Al principio, a Regina le daba reparo hablar de la equivocación del profesor, pero precisamente eso acudía a sus labios con tanta insistencia que parecía que llevara todo ese tiempo aguardando la liberación del cautiverio. A Lilly aquella historia pareció confortarla; rió por primera vez desde que se bajara precipitadamente del coche en el cementerio, y luego volvió a hacerlo más fuerte cuando supo lo de la clase de canto.
–Típico -recordó-, mi padre siempre temía que llegara tarde.
–Ahora tú eres algo así como la hermana pequeña que nunca tuve -dijo cuando ella y Oha se despidieron para pasar la noche en la habitación del profesor.
A la mañana siguiente, en el desayuno, Lilly dejó a Regina aún más perpleja que la noche anterior cuando le preguntó:
–¿Qué te parecería venir con nosotros a Arkadia? Ya le he preguntado a tus padres. Ellos están de acuerdo.
–No puede ser -rehusó Regina, y mientras lo decía notó en el ardor de su piel que sólo había sido capaz de dominar su boca, mas no su cuerpo, y sintió vergüenza porque sabía cuánto anhelo contenía su mirada.
–¿Por qué no? Pero si estás de vacaciones.
–Me gustaría mucho volver a una granja…, pero también quiero estar con Max. Acaba de llegar.
–Ayer por la noche Max dijo con absoluta claridad que quería conocer Gilgil-sonrió Oha.
Entre las montañas, con sus cimas carcomidas por el calor y las tormentas, y las enormes schambas de maíz, pelitre y lino, los ojos jamás se topaban con una valla o una zanja. En esa llanura interminable, el dios Mungo reinaba sobre las gentes de Gilgil con mano aún más dura que en Ol’ Joro Orok. A éstas les bastaba con tener suficiente comida para ellas y su ganado. No se habían dejado domeñar ni por las órdenes ni por el dinero de los blancos; lo sabían todo acerca de la vida en la granja, pero de ellas la granja únicamente sabía que existían. Sólo Mungo podía disponer sobre la vida y la muerte de aquellos seres orgullosos que cuidaban de sí mismos y sólo permitían que llegara a su nariz el olor de lo familiar.
A partir de los primeros rebaños de ovejas que pastaban en la hierba, las cabras que brincaban hábilmente entre pequeños riscos musgosos, las vacas tumbadas que en su saciedad apenas movían la cabeza y las apelotonadas chozas con minúsculas piedras blancas en sus paredes de barro, Mungo sólo dejaba oír su voz en el estruendo de la lluvia muy de mañana, pero su poder era palpable por doquier. En ese reino de imágenes y sonidos familiares había pequeñas schambas que pertenecían a los chicos de las chozas.
En ellas crecían altas plantas de tabaco, arbustos de hierbas medicinales de aroma dulzón cuyos efectos sólo conocían los ancianos sabios y bajas plantas de maíz de vigorosas hojas que hablaban en voz queda con cada soplo del viento. Por la mañana y en las primeras horas de la tarde trabajaban allí jóvenes mujeres de cabezas rapadas, pechos desnudos y niños sujetos a la espalda con pañuelos de colores. Cuando dejaban sus azadas en la hierba y se llevaban los niños al pecho, las gallinas sacaban a picotazos de entre sus pies, encostrados de tierra, pequeños escarabajos relucientes. Mientras trabajaban, las mujeres rara vez cantaban como los hombres; cuando hacían agujeros en el largo silencio riendo como niños, a menudo hablaban festivamente de la memsahib y su bwana, que tanto amaban las palabras que arañaban el cuello y la lengua.
Para Regina, Lilly, con aquella voz que volaba sobre los árboles y llegaba sin esfuerzo a las montañas, se convirtió en la hermosa señora de un castillo blanco que recibía mensajes de mundos extraños. Aquel castillo tenía grandes ventanas que guardaban el calor del día hasta bien entrada la noche y transformaban en grandes bolas las más pequeñas gotas de lluvia. En el cristal, al que dos jóvenes kikuyus sacaban brillo a diario bajo la supervisión de Man-jala hasta poder escupir en su propia cara, el sol pintaba con más colores que en ningún otro paraíso africano.
En el salón, con la gran chimenea hecha de una piedra que se teñía de un rosa pálido tan pronto comenzaba a crepitar la madera al arder, de la pipa de Oha surgía un rey suave. Tenía el vientre abultado y los huesos oprimidos por una carga que Regina era incapaz de identificar, pero trepaba con facilidad y astucia a las diminutas lomas grises de tabaco allá en lo alto y desde ellas bendecía sonriente la casa con la sonora carcajada, la suave música y la amabilidad de unos sonidos hermosos, extraños, singulares.
Había noches en que sólo las altas llamas iluminaban la estancia, sumiéndola en una bruma de un rojo muy vivo. Entonces el aroma, una sutil y armoniosa mezcla de cedros en los que aún habitaba el bosque y tembo de caña de azúcar recién quemado que Oha bebía después de cenar en pequeñas copas de cristal pintado, demoraba una y otra vez su despedida. En tales noches incluso los taciturnos espíritus mágicos salían de sus escondrijos. Eran sordos a las voces de la gente, pero para ellos era una placentera necesidad enviar sus ojos a un safari sin principio ni fin.
Luego, de los oscuros marcos de madera de los cuadros escapaban unos hombres rechonchos con anchos fajines anaranjados, altos sombreros negros y camisas de cuello blanco formado por pequeños pliegues rígidos. Los seguían mujeres de porte muy serio con tocados de encaje blanco, perlas en el cuello tan blancas como la joven luna y vestidos de grueso terciopelo azul. Los niños llevaban atuendos de luminosa seda que envolvían sus cuerpos como la propia piel y ceñidos gorros con diminutas perlas en las costuras. Reían con la boca, mas nunca con los ojos.
Estos seres de las moradas de los colores misteriosos se instalaban a sus anchas por un breve instante en los mullidos sillones verde oscuro. Antes de volver a su sitio en las pétreas paredes con una risa que no era más sonora que el primer berrido de un niño, murmuraban con voz ronca en un idioma cuyos guturales sonidos eran iguales a los de los bóers.
Cuando por la noche Regina observaba a tan distinguido grupo en su huida de los estrechos marcos de los cuadros, se sentía como la sirenita de los cuentos a la que la tempestad arrastra a la orilla y ya no puede andar, pero tampoco se atreve a regresar. En cambio, si se sentaba de día en el gran sillón con las cabezas de león talladas en los brazos, a la sombra del muro, cubierto de arvejas rosas y blancas, y contemplaba, inmediatamente después de que cesara la lluvia, la encrespada danza de las nubes, se sentía fuerte como Atlas, con el pesado globo terráqueo a sus espaldas.
La entusiasmaba la idea de encontrarse exactamente en la encrucijada entre tres mundos. No habrían podido ser más distintos entre sí ni aunque el propio Mungo se hubiese tomado la molestia de darle a cada uno una forma inconfundible. Los tres mundos se llevaban tan bien como la gente que no habla el mismo idioma y, por tanto, tampoco puede avenirse en el significado de la palabra conflicto.
La hierba, que se extendía desde las montañas -con su resplandor rojizo- hasta el valle, había acumulado demasiado sol para adquirir en la estación de las lluvias un tono tan verde como en el resto de las tierras altas. Los grandes arbustos amarillos coloreaban la luz como si las agostadas plantas tuvieran que protegerse de las miradas. Ello le confería al paisaje una suavidad que no tenía y lo hacía abarcable. Las gruesas franjas de las cebras resplandecían en sus henchidos cuerpos hasta que el sol se precipitaba desde el cielo, y el pelaje de los babuinos se asemejaba a un tupido manto tejido con tierra pardusca.
Había días muy claros que convertían a los monos en bolas inmóviles, y en aquella luz blanca, que apenas toleraba una sombra, sólo tras múltiples y fatigosos esfuerzos lograba el ojo distinguirlos de las jorobas de las vacas que pastaban no muy lejos. Pero también había unas pocas horas que no pertenecían ni al día ni a la noche. En ellas los babuinos jóvenes, cuya experiencia y precaución aún no les habían arrancado la curiosidad del rostro, se acercaban tanto a la casa que cada una de sus voces adquiría un timbre propio.
Tras el último maizal se hallaba el bosque de los cedros cuyas copas ya no alcanzaban a ver las raíces y los bajos espinos egipcios de secas ramas. Cuando sonaban los tambores, su eco imponía un breve y tenso silencio incluso al más furioso de los vientos. Eran estos sonidos, que tanto echara de menos en Nairobi, los que más acariciaban los oídos de Regina. Hacían que los recuerdos, que nunca había aprendido a tragarse, se trocaran en un presente que la embriagaba como en los días dichosos el tembo a los hombres de las chozas. Cada uno de los tambores le arrebataba el temor de ser sólo una viajera sin destino que únicamente pudiera alimentarse fugazmente de la recobrada felicidad y le confirmaba que en verdad ella era Ulises, de vuelta en casa para siempre.
Cuando su piel notaba el viento, el sol y la lluvia, y sus ojos se aferraban al horizonte como un chacal a la primera presa de la noche, Regina se sentía embriagada con el éxtasis, desconocido hasta entonces, del gran olvido. Aunaba lo familiar y lo ignoto, la fantasía y la realidad, y la dejaba sin fuerzas para pensar en el futuro al que su padre ya había dado caza. En su cabeza se formaba una tupida red de desconcertantes historias de un lugar lejano en el que Lilly se convertía en Sheherezade.
Cada vez que Chebeti entraba con el biberón caliente en una bandejita de plata y Regina se lo metía en la boca a su hermano, se abría de golpe la puerta de un paraíso del que sólo la señora del castillo tenía llave. Chebeti se sentaba en el suelo y enterraba sus delgadas manos en las grandes flores amarillas de su vestido. Regina esperaba a oír los primeros chasquidos de la lengua del bebé y luego les hablaba a Max y Chebeti, con el mismo tono solemne con el que recitaba en el colegio los patrióticos poemas de Kipling, de las cosas con que Lilly alimentaba sus oídos.
En Gilgil, hasta la leche estaba encantada. Por la mañana, la bienhechora era la parda Antonia, que no podía cantar y a la que un violín atrajo a la muerte. El almuerzo del pequeño áscari procedía de la blanca Cho-Cho-San, que, con el puñal del padre en la mano y el aria Muere honrosamente en los labios, se quitó la vida cantando; por la noche, Max se dormía con el relato de Konstanze, mientras Lilly cantaba La tristeza fue mi sino, el caniche aullaba y Oha se enjugaba las lágrimas con la burda tela de su chaqueta.
Ya a los pocos días de estar en Gilgil, Regina comprendió que en lo referente a las favoritas de Lilly el apelativo de vacas lecheras era tan sólo un disfraz. Nada en ellas era como en las demás vacas. Cada sílaba de sus nombres, que nadie salvo Lilly y Oha podía pronunciar, tenía un significado. Esos eufónicos nombres, que por arte de magia se transformaban en canto en la garganta de Lilly con sólo mentarlos, eran para los demás de la granja una carga para cabeza y lengua. No había una sola vaca que entendiera suajili, kikuyu o jaluo. A menudo, cuando sólo la acompañaba Chebeti con Max en el cochecito, Regina trataba de hablar con Ariadne, Aida, Donna Anna, Güday Melisande del enigma de su origen. Pero las hechizadas vacas dejaban que el sol les calentara el cogote como si no tuvieran oídos. Tan sólo por boca de Lilly podían revelar sus secretos. Arabella era la última; mas también fue la primera que permitió a Regina barruntar que en el paraíso de Lilly la felicidad era tan delicada como las flores del frágil hibisco.
–¿Por qué le hablas a Arabella como si fuera un niño? – le preguntó Regina.
–Ay, niña, ¿cómo explicártelo? Arabella fue la última ópera que tuve la oportunidad de ver. Para ello, Oha y yo fuimos expresamente a Dresde. Eso no volverá a repetirse en esta vida. La ópera de Dresde está tan destrozada como mis sueños.
Precisamente porque hacía apenas una hora, en el desayuno, Lilly había cantado Nunca sueño, a Regina le costó mucho dar con el significado de su queja, pero desde el día de la historia de Arabella supo que no sólo las vacas de Lilly tenían sus secretos. Lo cierto es que la señora del castillo, con su mágica voz, podía reír tan alto que su carcajada hallaba eco hasta en la pequeña despensa, pero sus ojos con frecuencia tenían que hacer un esfuerzo para contener las lágrimas. Pequeñas arrugas surcaban entonces el rostro de Lilly. Parecían regueros de agua en la tierra reseca y hacían que la boca se viera muy roja y la piel, tan fina como un pellejo extendido sobre una piedra.
Oha parecía aquejado de un mal similar. En verdad se reía a carcajadas y su pecho temblaba cuando llamaba a sus animales, pero después de que Arabella delatara a Lilly, Regina constató rápidamente que tampoco Oha era siempre el gigante amable y pacífico que ella adorara desde su infancia. En realidad era la reencarnación de Arquímedes, que no quería ver perturbado su círculo.
Les había puesto nombres a sus gallinas y bueyes. Estaban los gallos Cicerón, Catilina César. También las gallinas eran para Oha masculinas y oriundas de Roma. Las más hermosas se llamaban Antonio, Bruto y Pompeyo. Cuando Lilly las llamaba para darles de comer, Oha a menudo se sentaba en su sillón, cogía siempre el mismo libro de la repisa de la chimenea y leía sin hacer ruido al pasar las páginas. Durante un rato se reía tan ruidosamente para sus adentros como si se hubiese atragantado con su hilaridad. Con todo, cuando Regina lo observaba detenidamente, siempre pensaba en Owuor, que había sido el primero en revelarle que dormir con los ojos abiertos hacía enfermar la cabeza.
Los bueyes habían sido bautizados con nombres de compositores. Chopin y Bach eran las mejores bestias de tiro; el toro se llamaba Beethoven; su hijo menor desde hacía cuatro horas, Mozart. Al feliz término de la larga noche en que nació y en la que Manjala, debido a las débiles contracciones de Desdémona y a su repentino ahogo, tuvo que acudir a su hermano en busca de ayuda, Lilly propuso con voz solemne que fuera Regina quien le pusiera nombre al ternero que acababan de salvar.
–¿Por qué Regina? – protestó Oha-. No está al tanto de nuestras cosas. Un nombre así es una atadura para toda la vida.
–No seas bobo -repuso Lilly-. Dale ese gusto a la niña.
Regina estaba demasiado ocupada con la felicidad de Desdé-mona para darse cuenta de que Lilly acababa de ofrecerle una parte del botín de Oha. Puso la mano en la cabeza del animal, dejó que el aroma de la satisfacción invadiera su nariz y que en su cabeza penetraran recuerdos que se aprestaron a la lucha con demasiada celeridad. Como se vio obligada a pensar al mismo tiempo en el niño muerto de su madre y en el nacimiento de su hermano, olvidó en el momento de tomar la decisión, de enorme responsabilidad, que el ganado de Gilgil tenía que estar bajo el embrujo de la música. Le vino a la cabeza la salvación del vigoroso ternero, que casi llega demasiado tarde.
-David Copperfield -dijo contenta.
Oha sacudió la cabeza, tiró, con una brusquedad inusitada en él, la lámpara de parafina que Manjala sostenía y dijo un tanto enfadado:
–Tonterías.
La titilante luz empequeñecía sus ojos, los labios parecían dos cerrojos blancos ante los dientes, y por vez primera Regina vio que también Oha y Lilly se peleaban, aunque lo hicieran más bajito y durante menos tiempo que sus padres.
–Llamaremos al pequeño Yago -propuso Lilly.
–¿Desde cuándo les pones tú el nombre a los toros? – preguntó Oha, troceando su propia voz con un cuchillo-. Me hacía ilusión llamarlo Mozart. Y no voy a dejar que me lo chafes.
A la mañana siguiente, Oha volvía a ser el gigante barrigón que no olía ni a irritación ni al desasosiego de un repentino mal humor, sino sólo a tabaco dulce y al suave aroma de una comprensiva serenidad. Se esforzó por no detener su mirada en Lilly, clavó los ojos en Regina y le dijo:
–Lo de ayer no lo dije con mala intención. – Se puso a contar cuidadosamente las pepitas negras de su papaya y luego prosiguió como si no hubiera necesitado mucho tiempo para tomar aliento.-
Pero es que sería gracioso que le pusiéramos aquí un nombre inglés. – Sonrió.– Sabes, ésos no los conocemos bien.
–No importa -le sonrió Regina a su vez. Su rápida cortesía la desconcertó, y creyó haber hablado en inglés, como era habitual cuando se disculpaba sin arrepentimiento-. David Copperfield -aclaró cohibida, y cayó en la cuenta demasiado tarde de que en realidad no quería abrir la boca- es un viejo amigo mío. La pequeña Nell también -añadió.
Se paró a pensar, aterrada, si ahora tendría que seguir hablando y contarle a Oha la historia de la pequeña Nell, pero se percató de que los pensamientos de éste estaban muy lejos de allí. Como no respondía, Regina se tragó su alivio sin llamar la atención de Oha. No estaba bien hablar de cosas que aceleraban el corazón sin una boca ajena que acudiera en su ayuda.
Manjala, que durante todo ese tiempo había permanecido de pie junto a la vitrina de las relucientes copas, los cuencos blancos con reborde dorado y las gráciles bailarinas de porcelana blanca, puso su cuerpo en movimiento y sacó las manos de las largas mangas de su kanzu blanco. Recogió los platos, primero lentamente y luego con más prisa, e hizo danzar los cubiertos. Max se incorporó en el cochecito y acompañó cada sonido con una palmada que hizo entrar en calor los oídos de Regina.
Chebeti apartó al caniche de sus desnudos pies, se levantó, miró a Manjala con los ojos entornados, pues le había arrebatado la tranquilidad y dijo: «El pequeño áscari quiere beber», y fue a buscar el biberón. Sus pasos hicieron temblar el suelo de madera tan levemente como un viento atrapado de repente entre los árboles.
Lilly se sacó del bolsillo del pantalón el espejo dorado engastado con diminutas piedrecillas, se retocó los labios hasta que parecían recortados de su blusa roja y lanzó un beso al aire.
–He de ir a ver a Desdémona -anunció.
–Y a Mozart -rió Regina. Volvió a reír cuando se dio cuenta de que por fin había logrado pronunciar el nombre sin acento inglés. Lanzó un beso, como acababa de ver hacer a Lilly, en dirección a la cabeza de su hermano y notó que la pesadez huía de sus miembros y los acuciantes recuerdos de la noche, de su cabeza.
Era una sensación agradable que la llenaba como el posho de las chozas por la noche. Oyó en el bosque los primeros tambores del día. Tras las grandes ventanas, el sol teñía el polvo de múltiples colores. Regina entrecerró los ojos hasta convertirlos en dos rendijas capaces de transformar las imágenes. Las siluetas de las cebras eran sólo franjas. El azul del cielo se tornó una pequeña mancha de color, los espinos egipcios perdieron su verde y los cedros se volvieron negros.
Regina sacó a Max del cochecito, apoyó la cabeza de su hermano en su hombro y alimentó sus oídos. Aguardó expectante los agudos sonidos que habían de indicarle que su hermano ya era lo bastante listo para disfrutar de la familiaridad. Cuando Chebeti entró con el biberón y le metió al niño la tetilla en la boca, el silencio empequeñeció la gran estancia.
El biberón estaba casi vacío cuando Oha trazó círculos con la cabeza y dijo:
–Te envidio mucho por tu David Copperfield.
Al pronunciar las dos últimas palabras, Oha tragó demasiado aire, y Regina tuvo que emplearse a fondo para tragarse a su vez su risa y convertirla a tiempo en la tos de rigor.
-I'm sorry -repuso. Esta vez supo en el acto que había hablado en inglés.
–Déjalo -la tranquilizó Oha-. Yo de ti también me reiría si me oyera chapurrear inglés. Por eso me gustaría tener por amigo a David Copperfield.
–¿Para qué?
–Para sentirme un poco como en casa.
Regina dividió primero cada una de las palabras en sílabas y luego volvió a unirlas. Incluso las tradujo a su lengua, pero no consiguió averiguar por qué Oha las había dejado salir de su garganta.
–Pero si ya estás en tu casa -repuso ella.
–Podría decirse que sí.
–Pero si es tu granja -insistió Regina. Tuvo la sensación de que Oha quería decirle algo, pero solamente puso la lengua entre los labios, sin lograr proferir sonido alguno, de modo que ella repitió-: Ya estás en tu casa. Es tu granja. Todo aquí es tan bonito…
-Pro transeuntibus, Regina. ¿Lo entiendes?
–No. Papá dice que el latín que me enseñan en el colegio es tiempo echado a los gatos.
–A los perros. Cuando vuelvas a Nairobi, pregúntale a tu padre qué significa pro transeuntibus. Él podrá explicártelo perfectamente. Es un hombre inteligente. El más inteligente de todos nosotros, aunque nadie se atreva a admitirlo.
Fueron la voz de Oha y también sus ojos los que le proporcionaron a Regina la certeza de que éste, al igual que su padre, deseaba hablar de raíces, de Alemania y de su hogar. Preparó sus oídos para aquellos sonidos tan familiares como indeseados.
Entonces entró Lilly.
–El ternero ya ha hecho honor a su nombre -rió, apretando los labios hasta formar una pequeña bola roja.
Oha rió también al preguntar:
–¿Ya es capaz de mugir la Kleine Nachtmusik?
Lilly rió melodiosamente y abrió los ojos como platos, pero no se dio cuenta de que la alegría de su esposo sólo provenía de su boca. Se frotó las manos como si quisiera aplaudir y anunció:
–He de arreglarme para celebrarlo.
–Por supuesto -convino Oha.
Sin querer, Regina lo miró y supo que aún no había regresado de aquel safari del que Lilly nada sabía. Notó que se le enfriaba la piel y se sintió como si hubiera pegado la oreja a una abertura de una pared ajena y, al hacerlo, se hubiese enterado de cosas que no debía saber. Regina necesitó fuerzas para combatir la necesidad de levantarse y consolar a Oha como hacía con su padre cuando lo atormentaban las heridas de su vida anterior. Por un momento logró reprimir cada movimiento de su cuerpo, pero las piernas no le daban tregua y finalmente vencieron a su voluntad.
–Voy fuera con Max -se disculpó. Aunque por lo general necesitaba ambas manos para sujetar a su hermano, liberó una de ellas y la pasó por la cabeza de Oha.
Los leones tallados del sillón recibieron el calor del sol, cuya sombra era aún muy pequeña. Los cedros habían recogido la lluvia de la noche en troncos y raíces. Cada vez que se movía una rama, Regina buscaba con la vista a los monos, pero sólo oía ruidos que le indicaban que las mamas mono llamaban a sus crías.
Por un momento pensó en Owuor y en la hermosa discusión de su infancia sobre si los monos eran más listos que las cebras o no, pero cuando su corazón empezó a desbocarse, se dio cuenta de que su padre estaba a punto de suplantar a Owuor. Por primera vez desde que llegara a Gilgil, se sintió asediada por la nostalgia de su hogar. Pronunció la palabra varias veces para sus adentros, primero aún alegre en inglés, luego de mala gana en alemán. En ambos idiomas las sílabas zumbaban como una abeja enojada.
A Mozart lo atrajeron hacia la hierba los dos jóvenes pastores que sólo oían la lengua de las vacas, no la de las personas. Desdé-mona, que iba empujando dulcemente a su hijo delante de ella con su enorme cabeza, de pronto se detuvo en una mancha de sol y comenzó a lamerle el suave pelaje hasta formar pequeños rizos parduscos. Un mirlo metálico se posó en el lomo de la vaca y el radiante azul de sus plumas cegó los ojos a cualquier otro color.
Lilly apareció tras un rosal de rosas amarillas con un largo vestido blanco que envolvía su cuello en un montón de volantes. Era como si ya hubiera recibido la orden de Mungo de volar hacia el cielo, sin embargo no se movió hasta que el ternero empezó a mamar. Entonces dejó salir el aire de su garganta, alzó la cabeza, juntó las manos y entonó el aria Esta imagen es de una belleza cautivadora.
Los pájaros enmudecieron y ni siquiera el viento pudo resistirse al canto de Lilly, así que la acompañó en su viaje con agudos sonidos aislados. Volaron más veloces que nunca hacia las montañas. Antes de que el último eco llegara hasta Regina, comprendió que se había equivocado. No era Ulises, feliz por volver a casa. Sólo había oído a las sirenas en Gilgil.
XXII
Gobierno de Hesse
Ministro de Justicia
Wiesbaden
Bahnhofstr. 18
Doctor Walter Redlich
Hove Court
Kenia
Wiesbaden, 23 de octubre de 1946
Asunto: su solicitud de empleo en el servicio de justicia del Estado de Hesse de 9 de mayo de 1946.
Estimado doctor Redlich:
Nos complace comunicarle que su solicitud de empleo en el servicio de justicia de Hesse de 9.5 del año en curso ha sido aceptada mediante resolución de 14 del corriente. Por el momento pasará a desempeñar el cargo de juez en el tribunal de primera instancia de la ciudad de Francfort. Le rogamos que, a su regreso, se presente a la mayor brevedad posible ante el doctor Karl Maaj3, presidente de dicho tribunal, quien ya ha sido informado por nosotros sobre el particular. Asimismo le rogamos ponga en su conocimiento la fecha exacta de su traslado a Francfort. En el cálculo de sus emolumentos se han computado como años de servicio los transcurridos desde su destitución como abogado en Leobschütz (Alta Silesia), ocurrida en 1937.
El abajo firmante tiene el deber de comunicarle que es usted conocido personalmente en el Ministerio de Justicia de Hesse. Su deseo de colaborar en la reconstrucción de una justicia libre ha sido recibido aquí como una señal particularmente esperanzadora para la joven democracia de nuestro país.
Con la expresión de nuestros mejores deseos de futuro para usted y su familia, nos reiteramos a su entera disposición.
Atentamente,
Fdo.: Doctor Erwin Pollitzer.
Por orden del Ministro de Justicia del Gobierno de Hesse.
Owuor captó la importancia del momento con los ojos, la nariz, los oídos y la cabeza de un hombre al que la experiencia ha dotado de inteligencia y el instinto ha mantenido ágil como un joven guerrero. Era el cazador que vela toda la noche y sólo aguzando permanentemente sus sentidos consigue la tan ansiada presa. Ese día, que había empezado como los demás, deparó aquella carta que era más importante que todas las anteriores.
A Owuor le habrían bastado las manos temblorosas del bwana y la brusquedad con que su piel cambió de color al abrir el grueso sobre amarillo. Aún más reveladores fueron el acre olor a miedo que emanaba de los dos cuerpos y la impaciencia que hizo llamear los cuatro ojos como un fuego que se enciende a toda prisa. En la misma habitación en que Owuor, aún sin nerviosismo ni precipitación, contara las burbujas del café caliente antes de ir a la oficina del Hove Court a recoger el correo, el silencio dejaba oír ahora de tal modo la respiración que se diría que el bwana y la memsahib tuvieran encerrados tambores en el pecho.
Mientras calmaba los latidos de su propio corazón tocando una y otra vez objetos que habría reconocido incluso con los ojos cerrados, Owuor observaba al bwana y a la memsahib mientras leían. Si abriera únicamente los ojos y no el cajón repleto de las vivencias de los días que ya no volverían, aquellas dos personas pálidas por el gran miedo no parecerían distintas de los otros momentos en que las lejanas cartas ardieran con tanta vehemencia como un pedazo de manteca grande en una cacerola pequeña. Y, sin embargo, para Owuor el bwana y la memsahib se habían vuelto unos extraños.
Primero permanecieron los dos sentados en el sofá, separando una y otra vez los labios como enfermos muertos de sed sin que asomaran sus dientes. Después las dos cabezas se volvieron una, y finalmente ambos cuerpos se fundieron en una montaña petrificada que se tragó toda la vida. Era como los dik-diks que buscan protección el uno en el otro cuando el sol abrasador está en lo alto, pero que tampoco quieren separarse cuando la sombra es demasiado pequeña para ambos. La imagen de los inseparables dik-diks inquietaba a Owuor. Le quemaba los ojos y le resecaba la boca.
Le vino a la memoria la inteligente historia que contara Regina en Rongai muchas estaciones de las lluvias atrás. Fue mucho tiempo antes del hermoso día de las langostas. Un muchacho se había transformado en un corzo y su hermana no podía hacer nada contra el encantamiento. Ya no podía hablar con el hermano en la lengua de los hombres y temía por ello a los cazadores, pero el corzo no fue capaz de oler su miedo y abandonó la protección de la hierba alta.
Desde entonces Owuor sabía que, para las personas, un silencio demasiado largo podía ser mucho más amenazador que el gran ruido que engorda los oídos como sacos demasiado llenos. Owuor tosió para liberar su garganta, aunque el interior de su cuello estaba tan suave como el cuerpo recién aceitado de un ladrón. En ese instante se dio cuenta de que el bwana no había perdido la voz por siempre jamás. Era sólo que cada uno de los sonidos había de buscar trabajosamente el camino entre la lengua y los dientes.
–Dios mío, Jettel, que tenga que pasar por esto. No puede ser verdad. No sé qué decir. Dime que no estoy soñando y he de despertarme ahora mismo. Da igual lo que digas, basta con que abras la boca.
–Jettel, compórtate. ¿Entiendes lo que ha pasado? ¿Sabes lo que esta carta significa para todos nosotros?
–No del todo. No conocemos a nadie en Wiesbaden.
–¡Entérate de una vez! Quieren que volvamos. Podemos regresar. Podemos regresar sin preocupaciones. Se acabó ser un pobre desgraciado.
–Walter, tengo miedo, tengo mucho miedo.
–Pero lee esto, señora Redlich. Me han nombrado juez. A mí, al abogado y notario destituido de Leobschütz. Estoy aquí y soy el último capullo de Kenia, y en casa me nombran juez.
–Capullo -rió Owuor-. No he olvidado esa palabra, bwana. Ya la decías en Rongai.
Cuando el bwana empezó a bramar sin que hubiera ira en su voz, pataleando al mismo tiempo como un bailarín que se ha llenado la barriga de tembo antes que los demás, Owuor volvió a reír. Su garganta tenía más púas que la lengua de un gato enfurecido. El bwana de los ojos sin reflejo y la espalda demasiado estrecha que se doblegaba ante cualquier carga se había convertido en un toro que por primera vez en su vida siente la fuerza de sus lomos.
–Jettel, acuérdate. En Alemania un funcionario tiene la vida solucionada y un juez más aún. Lleva la cabeza bien alta, nadie puede despedirlo y cuando está enfermo, se queda en la cama y sigue recibiendo su salario. A un juez lo saludan por la calle aunque no lo conozcan personalmente: «Buenos días, señoría; adiós, señoría, salude de mi parte a su señora.» No es posible que lo hayas olvidado todo. Santo cielo, ¡dí algo!
–Nunca dijiste nada de ser juez. Siempre pensé que querías volver a ser abogado.
–De eso siempre estoy a tiempo más adelante. Si primero soy juez, podremos empezar de forma muy diferente. Alemania siempre ha velado por sus funcionarios. Incluso reciben una vivienda del Estado. Eso nos facilitará mucho las cosas.
–Creía que las ciudades alemanas habían sido destruidas por los bombardeos. Si es así, ¿de dónde van a sacar las viviendas para sus jueces?
A Jettel le gustó tanto la frase que se disponía a repetirla, mas al comprender que había demorado demasiado su triunfo se tiró de un mechón de pelo, desconcertada. Pese a todo, su nerviosismo disminuyó por un instante y la vivificante autoestima de su juventud le produjo una agradable sensación de calidez en la frente. Qué razón tenía su madre cuando dijo: «Mi Jettel no sacará las mejores notas, pero en el día a día nadie tiene nada que enseñarle.»
Al pensar que aún conservaba en sus oídos el tono de su madre, Jettel sonrió ligeramente. Primero se abandonó a la dulce nostalgia del recuerdo y luego a la certeza de que con una sola frase le había dejado claro a su esposo que era un soñador que no tenía vista para las cosas que realmente contaban en la vida. Sin embargo, cuando miró a Walter, en su rostro no vio más que una determinación que primero la hizo sentirse insegura y luego enfadarse.
–Y si hemos de volver, ¿por qué ahora? – le reprochó recalcando cada palabra.
–Porque sólo podré hacer carrera si estoy allí desde el principio. Las oportunidades sólo se presentan cuando un país sucumbe o cuando resurge de sus cenizas.
–¿Quién lo ha dicho? Hablas como un libro.
–Lo leí en Lo que el viento se llevó. ¿No te acuerdas del pasaje? Hablamos de él en su momento. Me impresionó mucho.
–Ay, Walter. Tú y tus sueños de la patria. Somos tan felices aquí. Tenemos todo lo que necesitamos.
–Sólo que cuando necesitamos algo más que la propia vida dependemos de la caridad de gente desconocida. Sin la Comunidad Judía no habríamos podido pagar ni el médico ni el hospital cuando nació Max. Esperemos que el señor Rubens sea tan generoso cuando uno de nosotros caiga enfermo.
–Aquí al menos tenemos a gente que nos ayuda. En Francfort no conocemos a nadie.
–¿Y a quién conocías cuando tuvimos que venir a África? ¿Y cuándo hemos sido felices aquí? Exactamente dos veces. Con el primer sueldo que cobré del ejército y cuando nació Max. Nunca cambiarás. Mi Jettel…, siempre deseando las ollas de Egipto. Pero al final siempre acabo teniendo razón yo.
–No puedo irme de aquí. Ya no soy lo bastante joven para empezar de cero.
–Eso es exactamente lo que decías cuando teníamos que emigrar. Entonces tenías treinta años, y si te hubiera hecho caso, a estas alturas estaríamos todos muertos. Si cedo ahora, seguiremos siendo toda la vida unos pobres diablos indeseados en un país extranjero. Y no voy a permitir que el rey Jorge me tenga eternamente como el idiota de la compañía.
–Sólo dices eso porque quieres volver a tu maldita Alemania. ¿Acaso has olvidado lo que le pasó a tu padre? Yo no. Le debo a mi madre no pisar jamás el suelo por el que ha corrido su sangre.
–No vayas por ahí, Jettel. Es pecado. Dios no nos perdonará que profanemos a los muertos. Debes confiar en mí. Saldremos adelante. Te lo prometo. Deja de llorar. Algún día me darás la razón, y ese día no tardará tanto en llegar como puedas creer ahora.
–¿Cómo vamos a vivir entre asesinos? – sollozó Jettel-. Aquí todo el mundo dice que estás loco y que uno no debe olvidar. ¿Crees que a una mujer le gusta oír que su marido es un traidor? Aquí puedes encontrar un empleo como hacen todos los demás. Ayudan a la gente del ejército. Eso dicen todos.
–Me han ofrecido un trabajo. En una granja en Yibuti. ¿Te gustaría ir allí?
–Ni siquiera sé dónde está Yibuti.
–¿Lo ves? Yo tampoco. En todo caso no está en Kenia, pero sí en África.
La casi olvidada necesidad de abrazar a su esposa y quitarle el miedo como a un niño desconcertó a Walter. Aún más lo atormentaba saber que a ambos les dolían las mismas heridas. También él se sentía inerme contra el pasado. Éste sería siempre más fuerte que la esperanza de un futuro.
–Nunca olvidaremos -añadió, clavando la vista en el suelo-. Si de verdad quieres saberlo, Jettel, es nuestro destino ser un poco infelices allá donde vayamos. Hitler se ha ocupado de que así sea a partir de ahora. Los que hemos sobrevivido nunca más podremos vivir normalmente. Pero prefiero ser infeliz allí donde me respetan. Alemania no era Hitler. También tú lo comprenderás algún día. Los hombres de bien volverán a tener la palabra.
Aunque trató de resistirse, Jettel se dejó enternecer por la voz queda y el desvalimiento de Walter. Vio cómo su marido se metía las manos en los bolsillos y buscó algo que decir, pero no fue capaz de decidir si quería volver a herirlo o si por una vez prefería consolarlo, de modo que guardó silencio.
Permaneció un rato observando a Owuor planchar. Inflaba las mejillas, escupía en la ropa y, con amplios movimientos, dejaba caer la pesada plancha desde una gran altura sobre dos pañales extendidos.
–Llevo tanto tiempo viviendo aquí -suspiró Jettel, y se quedó mirando fijamente las pequeñas nubes de vapor que ascendían, y le parecieron el símbolo de toda la felicidad que jamás codiciaría-. ¿Cómo voy a arreglármelas con un niño pequeño y sin servicio? Regina no ha cogido una escoba en toda su vida.
–Gracias a Dios que vuelves a ser tú. Ésta es mi Jettel. Siempre que hemos tenido que tomar una decisión en nuestra vida, has tenido miedo de no encontrar sirvienta. Esta vez no tienes de qué preocuparte, señora Redlich. Alemania entera está llena de gente que se alegrará de encontrar un trabajo. Hoy por hoy no puedo decirte cómo será nuestra vida, pero te juro por lo más sagrado que tendrás una sirvienta.
-Bwana, ¿lavo las maletas con agua caliente? – quiso saber Owuor mientras apilaba la ropa recién planchada en aquella bienoliente montaña que sólo él sabía hacer tan alta y tan lisa.
–¿Por qué lo preguntas?
–Necesitarás tus maletas para el safari. Y la memsahib también.
–Qué sabrás tú, Owuor.
–Todo, bwana.
–¿Desde cuándo?
–Desde hace tiempo.
–Pero si no entiendes lo que hablamos.
–Cuando llegaste a Rongai, bwana, sólo escuchaba con los oídos. Esos días se han terminado.
–Gracias, amigo.
-Bwana, no te he dado nada y me das las gracias.
–Claro que sí, Owuor, tú eres el único que me ha dado algo -repuso Walter.
Experimentó un dolor que lo avergonzó, muy breve y sin embargo suficientemente prolongado para comprender que a las viejas heridas acababa de sumarse una nueva. Su Alemania había dejado de existir. Pisaría la recobrada patria no como repatriado embriagado, sino con nostalgia y tristeza.
La separación de Owuor no sería menos dolorosa que las despedidas anteriores. Eran muchas las ganas que sentía de acercarse a Owuor y abrazarlo, mas cuando dijo «todo irá bien» era a Jettel a quien acariciaba.
–Ay, Walter, ¿quién le dice a Regina que ahora la cosa va en serio? No es más que una niña y le tiene tanto apego a todo esto…
–Hace tiempo que lo sé -la interrumpió Regina.
–¿De dónde sales tú? ¿Cuánto tiempo llevas ahí?
–He estado todo el tiempo en el jardín, con Max, pero oigo con los ojos -aclaró Regina. Se dio cuenta de que su padre nunca sabría lo que significaba que una persona imitara la voz de otra.
–Y tus padres ni siquiera pueden fiarse de sus ojos -replicó Walter-. ¿O acaso te imaginas, Jettel, quién es el que conoce personalmente a este viejo tonto en el Ministerio de Justicia de Hesse? No se me va de la cabeza.
Se puso a pensar febrilmente en la increíble coincidencia que estaba a punto de cambiar el rumbo de su vida, pero por más que escudriñó el pasado y examinó el incierto futuro en busca de una posibilidad que pudiera habérsele escapado, le fue imposible aclarar ese punto.
Ocho días más tarde, Walter se presentó ante el capitán Carruthers. Había traducido la carta del Ministerio de Justicia de Hesse a duras penas con ayuda de Regina. Parecía un estudiante preparado para su examen de licenciatura. La comparación, que hacía sólo dos semanas ni siquiera se le habría pasado por la cabeza, le divirtió.
Antes de que el capitán terminara de ojear desganado la correspondencia, de llenar cuidadosamente su pipa y luchar con múltiples y enojados movimientos contra la ventana, que no cerraba bien, Walter se sorprendió pensando satisfecho que parecía irle mejor a él que al capitán.
El capitán Bruce Carruthers opinaba de forma similar. Con un leve rastro de irritación, que antaño fuera en él más bien el logrado preludio de un comentario irónico cuidadosamente meditado que la expresión de un repentino mal humor, dijo:
–Parece usted distinto de la última vez. ¿Es usted el hombre que yo pienso? ¿Ese que no entiende nada?
Aunque Walter lo había entendido, se sintió inseguro.
–Sargento Redlich, señor -confirmó cohibido.
–¿Por qué ustedes, los del continente, no tienen el menor sentido del humor? No es de extrañar que Hitler haya perdido la guerra.
-Sorry, sir.
–Eso ya me lo conozco. Lo recuerdo perfectamente. Usted dice sorry y yo empiezo desde el principio con toda esta tontería -censuró el capitán, cerrando los ojos un instante-. ¿Cuándo fue la última vez que lo vi?
–Hace casi seis meses, señor.
El capitán parecía mayor y aún más apesadumbrado que en su primer encuentro; él lo sabía. No eran sólo los dolores de estómago al despertarse y la desazón tras el último whisky de la noche. Sentía sobre todo, con una molesta melancolía, que ya no tenía aquel saludable sentido de la proporción necesario en un hombre de su edad para preservar el delicado equilibrio de la vida. Hasta las menudencias más insignificantes perturbaban a Bruce Carruthers sobremanera, como por ejemplo, que sólo haciendo un esfuerzo auténticamente degradante fuera capaz de recordar el nombre del sargento que estaba ante él. Y eso que en un montón de ocasiones había tenido que transcribir aquella caricatura de nombre de un estúpido formulario a otro. Los superfluos problemas de memoria mermaban sus fuerzas más de lo que era conveniente en un hombre de su categoría.
A ello había que añadir que, día tras día, Carruthers se veía obligado a constatar de nuevo que el destino ya no era benévolo con él. Cuando iba de caza, le costaba mucho concentrarse y pensaba demasiado en Escocia, y con excesiva frecuencia el golf se le antojaba un pasatiempo del todo absurdo para un hombre que en su juventud soñaba con ser científico. Le había llegado la tan temida carta de su mujer en la que le decía que ya no podía soportar más la separación y que quería el divorcio. Inmediatamente después había recibido del maldito ejército la orden que había de seguir reteniéndolo en Ngong.
El capitán se sobresaltó al percatarse de que se había perdido en el laberinto de su rebelión. También eso le ocurría con más frecuencia que en los buenos tiempos.
–Supongo que sigue queriendo que lo manden a Alemania -dijo desalentado.
–Oh, sí, señor, por eso estoy aquí -se apresuró a contestar Walter, juntando las punteras de las botas.
Carruthers sintió una curiosidad contraria a su naturaleza; la encontraba inadecuada, pero a la vez extrañamente fascinante. Entonces lo supo. El modo en que respondía a sus preguntas aquel tipo grotesco que tenía ante sí era diferente de la primera vez. Sobre todo había cambiado su acento. Lo cierto es que seguía siendo molesto para un oído sensible, pero en cierto modo el inglés que hablaba aquel hombre era mejor. Al menos se le entendía. Realmente no podía uno fiarse de esos tipos tan ambiciosos del continente. A una edad a la que otros sólo pensaban en la vida privada, ellos se sumergían entre libros y aprendían una lengua extranjera.
–¿Ya sabe lo que quiere hacer en Alemania?
–Voy a ser juez, señor -respondió Walter, tendiéndole la traducción de la carta.
El capitán se quedó perplejo. Sentía esa aversión a la vanidad y el orgullo típica de sus compatriotas, y sin embargo su voz era tranquila y amable cuando acabó de leer la carta.
–No está mal -dijo.
–Sí, señor.
–Y ahora espera que el ejército británico se ocupe del problema y se encargue de que los fucking jerries consigan un juez a buen precio.
–Perdón, señor, no le he entendido.
–El ejército deberá pagar su pasaje, ¿no es eso? Así lo ha planeado usted.
–Así lo dijo usted, señor.
–¿Ah sí? Interesante. No me mire con esa cara de cordero degollado. ¿Acaso no ha aprendido en el Ejército de Su Majestad que un capitán siempre sabe lo que ha dicho, aun cuando esté encerrado en este país dejado de la mano de Dios y ya no sea capaz de acordarse de nada? ¿Tiene usted idea de cómo se embrutece uno aquí?
–Oh, sí, señor, lo sé muy bien.
–¿Le gustan los ingleses?
–Sí, señor. Ellos me salvaron la vida. Nunca lo olvidaré.
–Entonces, ¿por qué quiere marcharse?
–Yo no les gusto a los ingleses.
–Tampoco yo. Soy escocés.
Ambos guardaron silencio. Bruce Carruthers se puso a pensar por qué un maldito sargento que no era británico conseguía volver a trabajar en su antigua profesión y un capitán de Edimburgo con una abuela de Glasgow no.
Walter temía que el capitán diera por terminada la conversación sin siquiera mencionar la palabra repatriación. Con alarmante lujo de detalles, se imaginó a Jettel cuando se enterara de que no había logrado nada. El capitán revolvió con la mano derecha en un montón de papeles y aplastó con la izquierda una mosca, entonces se puso en pie como si no tuviera otra cosa en la cabeza, rascó cuidadosamente la mosca muerta de la pared, se sacó por vez primera la pipa de la boca y preguntó:
–¿Qué opina usted del Almanzora?
–Señor, no le entiendo.
–Hombre de Dios, el Almanzora es un barco. Cubre permanentemente la ruta Mombasa-Southampton y lleva a las tropas a casa. ¿O es que a vosotros sólo os interesan el alcohol y las mujeres?
–No, señor.
–Antes del nueve de marzo del año que viene no llegará ningún contingente en la vieja dama. Pero si lo desea, puedo intentarlo para marzo. ¿Cómo era? ¿Cuántas mujeres e hijos tiene usted?
–Una mujer y dos hijos, señor. Se lo agradezco muchísimo, señor. No tiene idea de lo que está haciendo por mí.
–Creo que eso ya lo he oído en otra ocasión -sonrió Carruthers-. Aún hay algo más que debo saber. ¿Por qué de repente habla inglés?
–No lo sé. Sorry, señor. No me había dado cuenta.
Tenían grandes dificultades con su nueva lengua materna y ciertamente no habían hecho más por la recién adoptada patria que muchos otros cuya instancia había sido desestimada por las autoridades sin motivo alguno. Los envidiosos se consolaban afirmando que los Schlachter habían obtenido el pasaporte británico por el mero hecho de que, en el preceptivo examen de inglés, un funcionario oriundo de Irlanda había confundido el deje suabo del anciano matrimonio con un acento celta que ya apenas se oía.
A la fiesta de Nochevieja se invitó, naturalmente, a la señora Taylor y a la señorita Jones, así como a un comandante de Rodesia recién jubilado y muy taciturno que al elegir el lugar de su retiro se había dejado engañar por el nombre inglés del complejo residencial, pero los tres enfermaron justo el mismo día y de la misma dolencia. El comité organizador se esforzó por mantener la compostura, pero la decepción por el hecho de que precisamente la primera fiesta de este tipo se viera ensombrecida por tan inesperadas indisposiciones no pudo disimularse a la admirada y fría manera británica en un espacio de tiempo tan breve y sin siglos de práctica.
En el comité organizador eran los «jóvenes ingleses», como se los denominaba sarcásticamente, quienes llevaban la voz cantante. Fue a ellos en particular a quienes no les pareció suficiente compensación por la triple cancelación que Diana Wilkins no hubiera caído enferma. A decir verdad, era indiscutible que Diana poseía la nacionalidad británica desde hacía años por su matrimonio con el pobre señor Wilkins, muerto de un disparo, pero ella no sabía apreciar en absoluto aquel honor. Tras un cuarto de botella de whisky confundía a los ingleses con los rusos, por los que aún seguía sintiendo un odio encarnizado.
Aun más indignación causó el hecho de que precisamente Walter, que debido a sus planes de trasladarse a Alemania no escatimaba injurias y sembraba la discordia a diario, tuviera la desfachatez de hablar de la «enfermedad inglesa». Tan sólo la circunstancia de que aún vistiera el uniforme del Ejército de Su Majestad y la compasión que despertaba su esposa, cuyas ideas acerca de Alemania eran de sobra conocidas, lograron preservar a Walter de una abierta hostilidad.
Aunque ahora la fiesta tuviera que celebrarse sin aquellos invitados que con su mera presencia le habrían garantizado el debido prestigio social, los responsables se sentían comprometidos con la tradición inglesa. Precisamente porque no sabían a ciencia cierta cómo reconciliar de forma creíble esa ambición con su ausencia de conocimientos sobre la vida en la alta sociedad británica, los refugiados observaron escrupulosamente aquellos detalles que habían ido advirtiendo en sus frecuentes visitas a los cines. Los reportajes sobre las ceremonias en la casa real inglesa que, justo por esa época, podían verse con todo lujo de detalles en los noticiarios constituyeron una ayuda inestimable.
A la caída del sol, las damas aparecieron ataviadas con escotados trajes de noche hasta los pies totalmente pasados de moda, la mayoría de los cuales aún no se había lucido desde la emigración. Muy a su pesar y debido a su escasa previsión al expatriarse, los caballeros se vieron obligados a renunciar al esmoquin, que entre los granjeros asentados desde hacía tiempo en las tierras altas se consideraba asimismo sin motivo concreto un dinner dress apropiado. Los gentlemen alemanes compensaron esa carencia con una digna actitud enfundada en trajes oscuros demasiado estrechos. No tardó en circular un malicioso comentario de Elsa Conrad.
«No me cabe en la cabeza que se atreva usted a oler a naftalina alemana», le dijo, olisqueando con insolencia, precisamente a Hermann Friedländer, que presumía de soñar en inglés.
Entre las obstinadas espinas de los resecos cactus se colgaron con prusiana precisión multitud de triquitraques, que en la vieja madre patria eran accesorios utilizados en todo caso en los cumpleaños infantiles y sobre los cuales, pese a todos los esfuerzos de reorientación espiritual, seguía planeando la sombra del ridículo. Con encomiable celo pero también con el desconocimiento de quienes aún no han desarrollado una relación como es debido con el objeto de sus nuevas ilusiones, se adquirieron discos con los éxitos del momento; en ninguna de las fiestas de Nochevieja de la colonia sonó tantas veces Don't fence me in como entre la puesta del sol y la medianoche en el amarillento césped del Hove Court. Con el auténtico whisky escocés que el comité organizador designó categóricamente como la única bebida aceptable, pese a su exorbitante precio, se produjo un pequeño contratiempo.
Apenas se bebió y, a pesar del ambiente de euforia y del paralizante calor, revivió, de un modo que más tarde fue imposible reconstruir, pero que en cualquier caso resultó en extremo embarazoso, nostálgicos recuerdos del ponche y los buñuelos berlineses. Surgió una discusión sumamente abstrusa sobre si los típicos dulces de San Silvestre de los tiempos que en realidad todo el mundo quería olvidar estaban rellenos de mermelada de ciruela o de jalea de grosella.
Con todo, el pequeño castillo de fuego fue un éxito rotundo, y más aún la idea de cantar Auld lang syne bajo el jacarandá. La canción, que habían ensayado ex profeso en honor a los vecinos ingleses, por desgracia enfermos, sonó particularmente dura en las gargantas alemanas. Aunque formaron a la perfección el preceptivo corro y se agarraron de la mano con la mirada arrobada de las damas victorianas, poco se oyó en la noche africana de la suave melancolía escocesa.
Con el estruendo de los fuegos artificiales y en el punto álgido de una disputa que se desató en torno a la letra exacta de No hay país más hermoso en esta época y que fue censurada por la mayoría al considerarla increíblemente indigna, Max se despertó. Le dio la bienvenida al nuevo año a la manera tradicional de los niños nacidos en la colonia. Si bien aún no había cumplido los diez meses, pronunció su primera palabra inteligible. Sin embargo, no dijo ni mamá ni papá, sino «aja». Chebeti, que estaba sentada en la cocina y al primer gimoteo se precipitó sobre la cama del niño, le repitió una y otra vez aquella palabra que le proporcionaba a su piel un calor más agradable que una manta de lana en las frías tormentas de su hogar, en las montañas. Completamente despierto por la risa gutural del aja y fascinado por los breves y melodiosos sonidos que acariciaban sus oídos, Max dijo por segunda vez «aja», y luego otra vez y otra más.
Con la esperanza de que el milagro se repitiera en el lugar adecuado, Chebeti llevó a su gorgoriteante trofeo hasta el grupo de asistentes a la fiesta, que se encontraba bajo el árbol. Se vio recompensada con creces. La memsahib y el bwana se quedaron pasmados, con la boca abierta y fuego en los ojos le quitaron de los brazos al pataleante toto y le repitieron ora «mamá» ora «papá», primero en voz queda y entre risas, mas pronto en alto y con una determinación que les hizo parecer guerreros antes de la batalla decisiva. La mayoría de los hombres tomó partido bramando «papá»; todo aquel que recordó a tiempo su nuevo pasaporte británico lo intentó con «daddy». Las mujeres apoyaron a Jettel gritando «mamá» con voz lisonjera, como esas muñecas de su infancia que al apretarles la barriga empezaban a hablar. No obstante, hasta que se sumió en un agotado sueño, Max no se dejó arrancar más sonido que «aja».
Desde ese día, la evolución lingüística del joven Max Redlich fue imparable. Decía «kula» cuando quería comer, «lala» cuando lo acostaban, un correctísimo «chai» para la tetera, «menú» cuando le salió el primer diente, «toto» a la imagen que le devolvía el espejo y «bua» cuando llovía. Decía hasta «kessu», la palabra para mañana, futuro y para esa imprecisa unidad de tiempo que sólo era un concepto comprensible y racional para Owuor.
Walter se reía cuando oía hablar a su hijo, y, sin embargo, una susceptibilidad -que intentaba disculpar ante sí mismo achacándola a sus sobreexcitados nervios- echaba a perder su alegría por el parloteo del pequeño. Aunque le parecía pueril y del todo enfermizo darle tanta importancia a aquel asunto, le atormentaba la idea de que África ya lo hubiera distanciado de su hijo. Más aún lo torturaba la sospecha de que Regina le enseñaba aquellas palabras a su hermano a propósito y disfrutaba con la irritación que provocaba cada una de ellas. Walter cavilaba apesadumbrado, y aún más dolido, si su hija querría transmitirle de ese modo su amor por África y su desacuerdo con la decisión de regresar a casa.
Cuando finalmente Max consiguió formar un sonido de tres sílabas, que con una gran dosis de fantasía podía interpretarse como el nombre de Owuor, a Walter le traicionaron los nervios. Con la cara como un tomate y los puños cerrados, le gritó a su hija: «¿Por qué quieres hacerme daño? ¿No te das cuenta de que todos aquí se ríen de mí porque mi hijo se niega a hablar mi idioma? Y luego tu madre se extraña de que quiera marcharme. Siempre pensé que al menos tú estabas conmigo.»
Regina comprendió horrorizada lo rastreramente que la había engañado su fantasía, seduciéndola para que traicionara su lealtad y su amor. El arrepentimiento y la vergüenza le escaldaron la piel y le clavaron puñales en el corazón. Tanto se había metido en su papel de hada que domina la magia de la lengua que no había tenido ni ojos ni oídos para su padre. Asustada, buscó una disculpa, pero, como siempre que estaba nerviosa, sólo pensar en el idioma de su padre le paralizó la lengua.
Al darse cuenta de que sus labios se disponían a pronunciar la palabra missuri, que significaba bueno y al mismo tiempo era una señal de que uno por fin había entendido, sacudió la cabeza. Lentamente, pero con decisión, se dirigió hacia su padre y se tragó su tristeza. Luego le lamió la sal de los ojos. Al día siguiente, Max dijo «papá».
No obstante, cuando al final de la semana dijo «mamá», los oídos de su madre no se mostraron receptivos a tan ansiada dicha, aunque en ese preciso instante las lágrimas le llegaran a la barbilla. Max estaba berreando «mamá» por segunda vez y Chebeti aplaudiendo cuando Walter entró precipitadamente en la cocina.
–¡Tenemos pasajes para el Almanzora. El barco sale de Mombasa el nueve de marzo -gritó, arrojando la gorra en el sofá, loco de alegría.
–Puttfarken se ha salvado -sollozó Jettel.
–¿De dónde demonios sale ahora ese Puttfarken? ¿Quién es?
–Puttfarken, SchützenstraJSe -repuso Jettel. Se puso en pie, se secó las lágrimas en la manga de la blusa con un brusco movimiento de la cabeza y fue hacia la ventana, como si llevara tiempo esperando ese momento. Luego se llevó la mano a los labios y, aunque sólo eran las cinco de la tarde, echó las cortinas.
Walter comprendió al punto. A pesar de todo, preguntó incrédulo:
–No te estarás refiriendo a nuestro Puttfarken de Leobschütz, ¿no?
–¿A quién si no, cuando echo las cortinas en pleno día? Anna, corra primero las cortinas -imitó Jettel aquella voz tanto tiempo olvidada, reencontrada de pronto-. Es mejor que nadie me vea aquí. Soy un funcionario y debo ser precavido. Dios, Walter, ¿recuerdas cómo se enfadaba siempre nuestra Anna? No hacía más que llamarlo cobarde.
–No lo era. Pero, ¿por qué te acuerdas de él?
-Bwana, la carta -intervino Owuor, señalando la mesa.
–Es de Wiesbaden -añadió Jettel-. Ahora es un pez gordo. «Consejero ministerial» -leyó en voz alta, atragantándose con la risa en cada sílaba-. Deja que te la lea. Llevo todo el día ilusionada pensando en hacerlo.
«Querido amigo Redlich -empezó Jettel-, debido a una fuerte gripe (si es que en su soleado paraíso aún recuerda lo que es eso), hoy por primera vez tengo ocasión de escribirle. Supongo que ya le habrá llegado la carta del ministerio. Debería haber sido al revés. Imagino lo mucho que se habrá devanado los sesos tratando de averiguar cómo es que el azar dispone que alguien lo conozca a usted en Wiesbaden. Aquí hace tiempo que sabemos que el azar es la única magnitud estable en la que aún se puede confiar, pero espero sinceramente que sus vivencias a este respecto hayan sido algo mejores.
«Cómo describirle mi perplejidad cuando aterrizó precisamente en mi mesa una solicitud de incorporación al servicio del Ministerio de Justicia de Hesse cursada por el doctor Walter Redlich. Desde la destitución de Bismarck, probablemente sea el primer funcionario alemán que llora en el desempeño de su cargo. Leí su solicitud una y otra vez y aun así no podía creer que siguiera con vida. Poco después de su partida, en Leobschütz corrió el rumor de que había sido atacado por un león y había encontrado así la muerte. Sólo la mención de sus años de estudio en Breslau y la práctica de la abogacía en Leobschütz me proporcionó la certeza de que realmente era usted el amigo de los buenos tiempos ya para siempre pasados.
»Y luego tampoco podía imaginarme que alguien que ha logrado escapar de Alemania quiera regresar a estas ruinas con las gentes que le hicieron lo que con usted y con su pueblo se ha hecho. ¡Las cosas que habrá vivido, lo mal que lo estará pasando para que haya tenido el valor de tomar tan fatal decisión! Ni que decir tiene que la aplaudo. Aquí, en Alemania, hemos destituido a los jueces con antecedentes políticos y son muy pocos los que han quedado sin antecedentes para reconstruir la justicia. De modo que prepárese, pues no pasará mucho tiempo en el juzgado de primera instancia antes de que lo asciendan. Le gustará MaaJ3, el presidente del tribunal. Es un hombre muy respetable al que los nazis expulsaron de la judicatura y que tuvo que mantener a flote a su familia como pudo,todos estos años.
»Y así llegamos a mi destino. De nada me sirvió que su Anna (espero que entretanto me haya perdonado, era una excelente persona) corriera las cortinas cada vez que iba a verlo a Asternweg para que nadie se enterara de que aún tenía trato con judíos. Poco después de que usted abandonara Leobschütz, me suspendieron del cargo de juez debido a que mi esposa era judía, pero gracias a la intercesión del buen Tenscher rae asignaron al menos una especie de empleo en el registro de la propiedad.
»Al cabo de unos meses también me apartaron de aquel puesto a instancias del jefe de distrito Rummler, del que espero que no se acuerde tan bien como yo. Previamente, me hicieron comparecer tres veces en Breslau y me prometieron la reincorporación inmediata a la función pública si me divorciaba de mi esposa judía. Hasta que estalló la guerra, me las arreglé para sacar adelante a mi familia más mal que bien haciendo trabajos ocasionales para el abogado Pawlik, de los que naturalmente nadie podía saber nada. Ya nunca podré pagarle a Pawlik la deuda de gratitud que contraje con él.
«Cayó en Polonia en el primer mes de guerra. Yo mismo fui declarado "indigno del ejército" y en 1939 me obligaron a desempeñar trabajos forzados. De esa época le hablaré cuando volvamos a vernos. La pluma se resiste a poner por escrito lo vivido, aunque soy muy consciente de que podría haber sido mucho peor.
»Con el primer éxodo, una vez terminada la guerra, Käthe, mi hijo Klaus, que nació el mismo año que su hija, y yo logramos escapar de la Alta Silesia. Debido al permanente miedo de ser deportada, a Käthe no le ha ido muy bien todos estos años y, para colmo, en la huida se produjo una herida en la pierna que nos hizo temer lo peor. Aunque he perdido la costumbre de creer en Dios, hemos de estarle agradecidos por el hecho de que al final hayamos venido a parar aquí los tres, a Wiesbaden, donde nos acogió un pariente lejano. Ahora tengo que agradecerle precisamente a Hitler una carrera con la que jamás me habría atrevido a soñar en nuestro Leobschütz.
«Temo haber sido demasiado prolijo, pero escribirle me ha venido bien. Sólo saber que esta carta va a Nairobi, a un mundo libre, sin escombros, me fascina. Y mientras le escribo, tengo en todo momento la sensación de estar sentado en su salón de Leobschütz. ¡Con las cortinas abiertas! No me atrevo a preguntarle por la suerte que han corrido su padre y su hermana, a los que conocí una vez en su casa. Tampoco me atrevo a darle ánimos en su nueva andadura. Los alemanes no sólo han sacrificado gran parte de su país y sus ciudades. También han perdido su alma y su conciencia. El país está lleno de gente que no ha visto nada ni sabía nada o que "siempre estuvo en contra". Y los pocos judíos que aún quedan y que escaparon del infierno vuelven a ser difamados. Además de la miserable ración de alimentos del ciudadano de a pie, reciben una prima de penosidad. Eso les basta a los culpables para aislar de nuevo a las víctimas.
«Hágame saber lo antes posible la fecha de su regreso. Mi pesimismo y mis vivencias me impiden hablar de retorno al hogar. Haré cuanto esté en mi mano para ayudarle, pero no espere gran cosa de un consejero ministerial que tiene el defecto de ser de Leobschütz. Aquí en el oeste nos consideran "chusma del este" y nadie creería hasta qué punto la gente, junto con la patria, ha perdido los valores materiales e ideológicos. Antes puedo hacer que lo asciendan a presidente de la audiencia territorial que conseguirle una vivienda o una libra de mantequilla.
«Pese a todo, no deje que mis lamentos, que llegados a este punto considero del todo improcedentes, le arrebaten ese optimismo suyo tan estupendo, ni tampoco su buen humor, del que tantos y tan buenos recuerdos conservo. Si le es posible, traiga algo de café. El café es la nueva moneda alemana. Con café se puede comprar de todo. Hasta unas manos limpias. Por de pronto se le llama certificado Persil.
»Mi esposa y yo les esperamos a usted y a su familia con impaciencia y con el corazón abierto. Hasta entonces, reciba un afectuoso saludo de su amigo,
Hans Puttfarken
»PD: Casi lo olvido, su viejo amigo Greschek ha acabado en un pueblo del Harz. Conseguí su dirección por casualidad y le he escrito contándole lo de su regreso.»
Mientras metía de nuevo la carta en el sobre, Jettel trató de imaginarse el rostro de Puttfarken, pero sólo recordó que era alto y rubio y que tenía ojos muy azules. Al menos quería decirle eso a Walter, pero el silencio se había prolongado demasiado para hallar palabras que aliviaran su agitación. Con ademán vacilante, Jettel empezó a abanicarse con el sobre. Owuor le quitó la carta de la mano y la dejó sobre un plato de cristal.
Imitó los pequeños silbidos que de joven aprendiera de los pájaros, sonrió al recordar la palabra que la memsahib sacara del papel y descorrió las cortinas sin dejar de silbar. Un rayo del sol vespertino, ya bajo en el horizonte, se reflejó en el cristal, arrojando un velo de tenue niebla azul sobre el grisáceo papel. El perro se despertó, alzó la cabeza, perezoso, y al bostezar hizo sonar tanto los dientes como en su juventud, cuando aún podía oler las liebres en la hierba.
-Rummler -rió Owuor-. En la carta se hablaba de Rummler. He oído el nombre de Rummler.
–Pobre infeliz, si Puttfarken supiera lo que ha sido de mi buen humor -dijo Walter-. Ay, Jettel, ¿no te reconforta un poco recibir una carta así? Al cabo de tantos años de ser el último mono.
–No lo sé. No sé qué decir. No lo he entendido todo.
–¿Y crees que yo sí? Yo sólo sé que allí hay una persona que se acuerda de mí tal como era antes. Y que está dispuesta a ayudarnos. Señora Redlich, démonos tiempo para acostumbrarnos al hecho de que las cosas han cambiado. No escuches lo que dice la gente de aquí. Nosotros hemos caído más bajo que ellos, pero también tenemos más práctica que los demás en eso de comenzar una nueva vida. Saldremos adelante. Nuestro hijo no sabrá lo que significa ser un paria.
Por un momento, a Jettel le pareció que la dulzura y el anhelo de la voz de Walter le habían devuelto los sueños, las esperanzas y la seguridad, el amor y la alegría de vivir de su juventud, pero la conformidad con su esposo le resultaba demasiado extraña para ser duradera.
–¿Qué fue lo que dijiste cuando llegaste a casa? Ya no me acuerdo.
–Sí, Jettel, sí que te acuerdas. He dicho que partimos el nueve de marzo en el Almanzora. Y esta vez no irá cada uno por su lado. Iremos juntos. Me alegro de que se acabe la incertidumbre. Creo que no habría podido soportar la espera por más tiempo.
Desde que llegaran a África, las habían utilizado a modo de armarios, y ahora, rotuladas con la letra empinada e infantil de Jettel, ocupaban una pared del dormitorio cada una. La noche anterior, Owuor había terminado de empaquetarlo todo y las había claveteado con unos golpes tan vehementes que los Keller, en el apartamento contiguo, habían respondido a su vez con furiosos puñetazos. Walter se sintió liberado al pensar que por fin estaba guardada la mayor parte de la vida de los últimos nueve años. Las dos semanas que quedaban hasta que zarpara el Almanzora transcurrirían sin las agotadoras discusiones que desencadenaba toda nueva decisión sobre lo que podían llevarse y lo que debían dejar.
Para Walter fue como si la fortuna le concediera un último retazo de normalidad. El plazo de gracia se le antojó demasiado breve. Escuchó el rechinar de sus dientes tan concentrado como si aquel desagradable ruido tuviera una importancia especial. Para su sorpresa, al cabo de un rato se sintió realmente liberado de la carga que lo atormentaba durante el día. Desarmado por un sentimiento de culpa del que no podía hablar si no quería perder su fuerza, había tenido que dar cuentas o bien a Jettel o bien a Regina de cada comentario, de sus suspiros, de cada enfado e inseguridad.
Sólo de noche podía admitir que lo torturaba el desencanto antes de que pudiera brotar la semilla de la esperanza. Desde los días en que empezaron a embalar, Walter se sintió apesadumbrado por el hecho de que las cajas sólo le recordaran con intensidad la partida hacia el destierro. No simbolizaban, como él se había figurado durante meses de reparadora euforia, la partida, tanto tiempo anhelada, hacia la reencontrada dicha.
Para obligarse a serenarse, apretó fuertemente los labios hasta que el dolor físico fue lo bastante grande como para emprender la lucha contra los malvados fantasmas que surgían del pasado y amenazaban el futuro. Entonces oyó por segunda vez el ruido que lo había arrancado del sueño. De la cocina llegaba un sonido suave que revelaba los lentos movimientos de unos pies descalzos sobre el tosco suelo de madera, y de vez en cuando era como si Rummler restregara su rabo contra la puerta cerrada.
Al pensar que el perro pudiera abrir siquiera un ojo antes de que la tetera se llenara de agua, Walter sonrió, pero la curiosidad le impulsó a comprobarlo. Se levantó sin hacer ruido para no despertar a Jettel y se deslizó de puntillas hasta la cocina. Los restos de una pequeña vela pegada a una tapadera de hojalata bañaban con su larga llama la habitación en una mortecina luz amarilla. En un rincón estaba Owuor, sentado en el suelo entre unas cuantas cacerolas y la oxidada sartén de Leobschütz, con los ojos cerrados, frotándose los pies para calentarlos. A su lado yacía Rummler. El perro estaba despierto y tenía una gruesa cuerda alrededor del cuello.
Bajo la mesa de la cocina había una toalla de cuadros blancos y azules anudada formando un hatillo muy abultado que colgaba de un grueso palo de madera. Por uno de los numerosos agujeros asomaba una manga del kanzu blanco con el que Owuor sirviera la comida desde los tiempos de Rongai. En el alféizar de la ventana estaba la toga de abogado de Walter, recién planchada y cuidadosamente doblada formando un rectángulo negro. Sólo la reconoció por la delicada seda del cuello y la solapa.
–Owuor, ¿qué estás haciendo aquí?
–Estoy sentado esperando, bwana.
–¿Por qué?
–Espero al sol -aclaró Owuor. Sólo se tomó un segundo para hacer surgir como por arte de magia en sus ojos el mismo asombro que el bwana tenía en los suyos.
–¿Y por qué Rummler lleva una cuerda al cuello? ¿Quieres venderlo en el mercado?
-Bwana, ¿quién va a comprar un perro viejo?
–Quería verte reír. Y ahora dime de una vez por qué estás aquí.
–Eso ya lo sabes.
–No.
–Sólo mientes con la boca, bwana. Rummler y yo vamos a emprender un largo safari. El que primero se va de safari conserva los ojos secos.
Walter repitió cada una de las palabras sin que le fuera posible abrir la boca. Al darse cuenta de que le dolía la garganta, se sentó en el suelo y acarició el corto y tieso pelaje del pescuezo de Rummler. El cálido cuerpo del animal le recordó aquellas noches ante la chimenea de Ol’ Joro Orok que creía enterradas hacía tiempo y lo adormeció un tanto. Trató de combatir la calma que empezaba al paralizarlo apretando la cabeza contra las rodillas. En un principio, la presión que sentía en las cuencas de los ojos le resultó agradable, mas luego comenzaron a molestarle los colores, que se descomponían en la luz de igual modo que sus ideas.
Era como si ya hubiera vivido esa escena que ahora se le antojaba tan irreal, pero no sabía cuándo. Su memoria se dejó llevar con demasiada rapidez y complacencia por las confusas imágenes. Vio al su padre delante del hotel de Sohrau, pero cuando la vela inició su último combate por la vida, el padre se apartó del hijo y se convirtió en Greschek, que estaba en Génova, en la cubierta del Ussukuma.
La bandera de la cruz gamada ondeaba en la tormenta Exhausto, Walter esperaba oír la voz de Greschek, la dura pronun ciación y la obstinada ira en las sílabas que harían la despedida aún más difícil de lo que ya de por sí era. Pero Greschek no dije nada, se limitó a sacudir la cabeza con tal violencia que la bandera se soltó y se precipitó sobre Walter. No sintió más que el propio desmayo y la opresión del silencio.
–Kimani -dijo Owuor-. ¿Tu cabeza aún recuerda a Kimani?
–Sí -se apresuró a responder Walter. Se alegró de poder oír y pensar de nuevo-. Kimani era un amigo, como tú, Owuor. Pienso en él a menudo. Se marchó de la granja antes de que yo abandonara Ol’ Joro Orok. No le dije kwaheri.
–Él te vio marchar, bwana. Se quedó demasiado tiempo ante la casa. El coche se hacía cada vez más pequeño. A la mañana siguiente Kimani estaba muerto. En el bosque sólo quedó un pedazo de su camisa.
–Eso no me lo habías dicho nunca, Owuor. ¿Por qué? ¿Qué le pasó a Kimani?
–Kimani quería morir.
–Pero, ¿por qué? No estaba enfermo. No era viejo.
–Kimani sólo hablaba contigo, bwana. ¿Te acuerdas? El bwana y Kimani estaban siempre bajo el árbol. Era la schamba más hermosa, la del lino más alto. Le llenaste la cabeza con las imágenes de tu cabeza. Kimani quería más a esas imágenes que a sus hijos y al sol. Era listo, pero no lo bastante listo. Kimani dejó que la sal entrara en su cuerpo y se secó como un árbol sin raíces. Un hombre ha de ir de safari cuando llega su hora.
–Owuor, no te entiendo.
–Owuor, no te entiendo. Eso decías siempre cuando tus oídos no querían oír. Incluso el día que llegaron las langostas. Yo dije: Han llegado las langostas, bwana, pero el bwana dijo: Owuor, no te entiendo.
–Deja de robarme la voz -repuso Walter. Notó que su mano se abría paso desde el pelaje de Rummler hasta la rodilla de Owuor; trató de retirarla, pero ya no obedecía a su voluntad. Durante un instante que se le hizo demasiado largo y en el que sintió cada vez con más intensidad el calor y la suavidad de la piel de Owuor, se negó a entender. Luego llegó el dolor y con él, la certeza de que esa despedida era más cruel que todas las anteriores.
»Owuor -dijo imponiendo su dominio a su herida abierta-, ¿qué le voy a decir a la memsahib cuando hoy no vengas a trabajar? ¿Le digo: Owuor ya no quiere ayudarte? ¿Le digo: Owuor quiere olvidarnos?
–Chebeti hará mi trabajo, bwana.
–Chebeti no es más que un aja. No trabaja en la casa. De sobra lo sabes.
–Chebeti es tu aja, pero también es mi mujer. Ella hará lo que yo diga. Irá contigo y la memsahib hasta Mombasa y sostendrá al pequeño áscari.
–Nunca nos dijiste que Chebeti era tu mujer -lo interrumpió Walter. Su voz, llena de reproche, le pareció infantil, y se enjugó el sudor de la frente desconcertado-. ¿Por qué yo no lo sabía? – preguntó en voz queda.
–La memsahib kidogo lo sabía. Ella siempre lo sabe todo. Sus ojos son como los nuestros. Tus ojos siempre dormían, bwana -rió Owuor-. El perro -continuó, hablando tan aprisa como si hiciera ya tiempo que tenía en la boca cada una de aquellas palabras- no puede ir en barco. Es demasiado viejo para empezar una nueva vida. Yo me iré con Rummler. Igual que me fui de Rongai y luego de Ol’ Joro Orok a Nairobi.
–Owuor -pidió Walter cansado-, debes decirle kwaheri a la memsahib kidogo. ¿O le digo a mi hija: Owuor se ha ido y no quiere volver a verte? ¿O le digo: Rummler se ha ido para siempre? El perro forma parte de la vida de mi hija. Ya lo sabes. Tú estabas presente cuando ella y Rummler se hicieron amigos.
El suspiro fue como el primer silbido del viento tras la lluvia. El perro movió una oreja. Aún tenía el aullido en el hocico cuando se abrió la puerta.
–Owuor ha de irse, papá. ¿O acaso quieres que se le seque el corazón?
–Regina, ¿cuánto hace que no estás durmiendo? Has estado escuchando. ¿Sabías que Owuor se marchaba? Como un ladrón en la noche.
–Sí -replicó Regina. Al repetir la palabra, sacudió la cabeza con el mismo movimiento leve con que impedía a su hermano hurgar en el cuenco del perro-. Pero no como un ladrón -aclaró, la tristeza oprimiendo su voz-. Owuor ha de irse. No quiere morir.
–Cielo santo, Regina, ¡deja de decir tonterías! Nadie muere por una despedida. De lo contrario, hace tiempo que yo estaría muerto.
–Algunas personas están muertas y siguen respirando. – Asustada, Regina atrapó su labio inferior entre los dientes, pero era demasiado tarde. Estaba tragando sal y su lengua ya no tenía fuerzas para retener aquella frase. Se hallaba tan confundida que incluso creyó oír la risa de su padre y no se atrevió a mirarlo.
–¿Quién te ha dicho eso, Regina?
–Owuor. Hace mucho tiempo. Ya no recuerdo cuándo -mintió.
–Owuor, eres listo.
Owuor tuvo que aguzar el oído como un perro que, tras un profundo sueño, oye el primer sonido, pues el bwana había hablado como un anciano que tiene demasiado aire en el pecho. Pese a todo, logró saborear el halago como en los buenos tiempos de viva alegría. Trató de asir aquellos tiempos ya muertos, pero se le escurrieron entre los dedos como maíz muy molido. De modo que desplazó su cuerpo pesadamente hacia un lado y Regina se sentó entre él y su padre.
El silencio estaba bien, conseguía que el dolor que no procedía del cuerpo se volviese ligero como la pluma de una gallina antes de poner su primer huevo. Los tres permanecieron callados hasta que la luz del día se tornó blanca y clara y el sol tiñó las hojas del verde oscuro que anunciaba un día con fuego en el aire.
–Owuor -dijo Walter al abrir la ventana-, aquí está mi viejo abrigo negro. Lo has olvidado.
–No he olvidado nada, bwana. El abrigo ya no me pertenece.
–Te lo regalé. ¿Acaso el inteligente Owuor ya no lo recuerda? Te lo regalé en Rongai.
–Ahora volverás a ponerte el abrigo.
–¿Cómo lo sabes?
–En Rongai dijiste: ya no necesito el abrigo. Pertenece a la vida que he perdido. Ahora has vuelto a encontrar tu vida. La vida con el abrigo -replicó Owuor, mostrando los dientes al reír como en los días que ya sólo eran harina de maíz.
–Debes quedártelo, Owuor. Sin el abrigo me olvidarás.
-Bwana, mi cabeza no puede olvidarte. He aprendido tantas palabras de ti.
–Dilas, dilas otra vez, amigo mío.
-Perdí mi corazón en Heidelberg -tarareó Owuor. Notó que su voz cobraba más y más fuerza con cada nota y que la música en su garganta seguía siendo tan dulce como la primera vez-. Lo ves, mi lengua tampoco puede olvidarte -afirmó triunfante.
Resuelto y sin embargo con manos temblorosas, Walter tomó la toga, la sacudió y se la puso a Owuor sobre los hombros, como si fuera un niño al que el padre ha de proteger del frío.
–Ahora vete, amigo mío -dijo-. Tampoco yo quiero tener sal en los ojos.
–Está bien, bwana.
–¡No! – exclamó Regina, y dejó de luchar contra la opresión de las lágrimas que había estado tragándose todo ese tiempo-. No, Owuor, has de cogerme otra vez. No debo decirlo, pero lo digo de todos modos.
Cuando Owuor la tomó en brazos, Regina contuvo el aire hasta que el dolor le partió el pecho. Se frotó la frente contra los músculos de la nuca de su amigo y dejó que la nariz atrapara el aroma de su piel. Entonces se percató de que había empezado a respirar de nuevo. Sus labios se humedecieron. Las manos agarraron el cabello en el que cada día aparecía un nuevo y diminuto rayo de luz gris, pero Owuor se había transformado.
Ya no era viejo ni estaba lleno de tristeza. Su espalda volvía a estar derecha como la flecha del arco tensado de los masai. ¿O acaso era la flecha de Cupido, que atravesaba las imágenes con su silbido? Por un momento Regina temió haber visto el rostro de Cupido y haberlo empujado para siempre a aquel país al que ella no podía seguirlo, pero cuando por fin pudo alzar los párpados, vio la nariz de Owuor y el brillo de sus grandes dientes. De nuevo era el gigante que la había sacado del coche en Rongai y lanzado por los aires y posado sobre la tierra rojiza de la granja con infinita ternura.
–Owuor, no puedes irte -musitó-. La magia aún sigue ahí. No puedes destruir la magia. Tú no quieres irte de safari. Sólo tus pies quieren marcharse.
El gigante de los fuertes brazos le dio de beber a su oído. Eran unos sonidos maravillosamente suaves que podían volar, pero que no se dejaban atrapar, y sin embargo hacían fuertes hasta a los hombres débiles que lloraban. Regina devolvió sus ojos a la oscuridad cuando Owuor la dejó en el suelo. Sintió los labios de éste en su piel, pero sabía que no debía mirarlo.
Igual que los mendigos del mercado, dejó que su cuerpo cayera al suelo como si estuviera demasiado débil para combatir el entumecimiento. Escuchó atentamente la melodía de la despedida; oyó jadear a Rummler, los pasos de Owuor, que hacían crujir la madera, luego el chirrido de la puerta al abrirse enérgicamente y, a lo lejos, un pájaro que anunciaba que aún había otro mundo además del de las heridas abiertas. Durante un breve instante, la cocina siguió oliendo al húmedo pelaje de Rummler, más tarde tan sólo a la cera fría de la vela consumida.
–Owuor se queda con nosotros. No lo hemos visto marcharse -afirmó Regina. Primero cayó en la cuenta de que había hablado en voz alta y luego de que lloraba.
–Perdóname, Regina. No quería hacerte esto. Eres demasiado pequeña. A tu edad yo sólo conocía el dolor cuando me caía del caballo.
–Nosotros no tenemos caballo.
Walter miró a su hija sorprendido. ¿Tanta infancia le había arrebatado que tenía que consolarse con una broma mientras las lágrimas le resbalaban por el rostro como a una niña que no entiende nada más que la obstinación de su padre? ¿O acaso sólo disfrutaba de la lengua de África y curaba su alma con un bálsamo que él nunca había probado? Quería estrechar a Regina entre sus brazos, pero los dejó caer apenas los hubo levantado.
–Ya nunca podrás olvidar, Regina.
–No quiero olvidar.
–Eso mismo dije yo, ¿y qué es lo que he conseguido? Le hago daño a la persona que más me importa en este mundo.
–No -negó Regina-. No puedes hacer otra cosa, debes emprender tu safari.
–¿Quién te ha dicho eso?
–Owuor. Y me ha dicho otra cosa más.
–¿Qué?
–¿De verdad quieres que te lo diga? Te sentirás ofendido.
–No, te prometo que no me sentiré ofendido.
–Owuor me ha dicho -recordó Regina, mirando por la ventana para no ver el rostro de su padre- que he de protegerte. Eres un niño. Eso ha dicho Owuor, papá, no yo.
–Tiene razón, pero no se lo digas a nadie, memsahib kigodo.
-Hapana, bwana.
Los dos se fundieron en un fuerte abrazo y creyeron que tenían ante sí un mismo camino. Por primera vez, Walter había pisado la tierra que, demasiado tarde, se había convertido para él en un pedazo de su patria. Sin embargo, Regina saboreaba lo precioso del momento: por fin su padre había comprendido que sólo el negro dios Mungo hacía feliz a la gente.
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19/04/2008
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