E1 hotel Hove Court, con costrosas palmeras a ambos lados de la puerta de entrada de hierro negro primorosamente forjado, limoneros con duras frutas verdes y amarillas, exuberantes moreras, gigantescos cactus, crecidos rosales en un gran jardín y floridas buganvillas de un intenso violeta ante bajas casitas blancas dispuestas en torno a un cuidado césped, tenía casi la misma edad que la propia ciudad de Nairobi. Cuando en 1905 un arquitecto de Sussex con fe en el futuro construyó aquella amplia edificación, ésta servía de primer alojamiento a los funcionarios del gobierno recién llegados hasta que se traían a sus familias a la colonia y se mudaban a una casa propia.

El aire exquisitamente distinguido que en los turbulentos años de la fundación de la joven ciudad hizo de él un enclave marcadamente inglés había desaparecido desde que el señor Malan era su propietario. Al encargar letreros nuevos y prescindir, en un gesto calculador, de la palabra «hotel», fue el responsable de que el Hove Court dejara de ser, de forma tan rápida como radical, el lugar adecuado para quienes sabían vivir como correspondía a su posición social.

El avezado comerciante de Bombay supo ver con su diestra mirada las exigencias de una nueva época. Ya no eran funcionarios del gobierno con nostálgicos sueños de la vieja patria quienes buscaban alojamiento, ni tampoco cazadores de safari con una acuciante necesidad de elegancia y comodidad antes de partir hacia la gran aventura, sino refugiados de Europa. En opinión de Malan,

que debía su fortuna a un acusado instinto para sacar partido de los baches de la vida, con ellos el trato era fácil. Tenían que forjarse una nueva vida, y en su celo y diligencia eran tan moderados y modestos como los compatriotas suyos que se atrevían a empezar de cero en Kenia.

A los refugiados, que no podían permitirse la nostalgia, se les ofrecía mucho mejor servicio con precios bajos que con la tradición de las antiguas casas de campo inglesas. Ya a mediados de los años treinta, cuando llegaron al país los primeros emigrantes del continente, Malan mandó transformar las habitaciones grandes en pequeños apartamentos. Reformó los salones y las pequeñas cocinas y baños, convirtiéndolos en habitaciones individuales con un lavabo tras una cortina, instaló servicios comunes y únicamente dejó en su estado original las pequeñas y mugrientas cabañas con techo de chapa ondulada de la servidumbre negra que había en la explanada detrás del gran jardín. Esta única concesión a las costumbres del país pronto demostró ser una jugada especialmente acertada.

Si bien los inquilinos de Malan eran de una pobreza y humildad inusitadas entre los blancos y vivían casi con la misma sencillez y las mismas estrecheces que sus parientes de Bombay, gracias a la estratagema de Malan, que denotaba una excelente perspicacia psicológica, podían permitirse la servidumbre establecida por leyes no escritas para las clases altas blancas y, con ello, la ilusión de hallarse en camino hacia la integración y de tener el mismo nivel de vida que los ingleses ricos de las casas de las afueras de la ciudad. Todo el que, tras una angustiosa espera y a menudo también tras el pago de un generoso suplemento al vencimiento del primer alquiler, lograba alojarse en el Hove Court, acababa instalándose para largo. Algunas familias llevaban años viviendo allí.

El señor Malan no sabía gran cosa de la geografía europea y tampoco tenía los prejuicios que correspondían a un hombre de su fortuna; era sólo que a la hora de elegir a sus inquilinos prefería a los refugiados alemanes. Éstos eran mucho más apocados que, por ejemplo, los pretenciosos austríacos, más limpios que los polacos, ante todo puntuales en los pagos, no ponían cara de dolor, como los arrogantes blancos nativos, al oír su acento y, por descontado, dadas las dificultades que tenían con el idioma, no eran propensos a protestar, algo que Malan detestaba.

Había descubierto que los alemanes, contra los que, dicho sea de paso, no tenía nada ni siquiera después de que estallara la guerra por la sencilla razón de que él mismo odiaba a los ingleses, temían los cambios y deseaban vivir con los suyos más que la mayoría de la gente. Eso le beneficiaba. Un cambio repentino en el Hove Court y las ineludibles reformas que ello acarrearía no habrían hecho más que perjudicarlo económicamente. De modo que cada año aumentaban tanto su cuenta corriente como su prestigio, también fuera del pequeño círculo de los comerciantes indios, y no le preocupaba en absoluto que su próspera propiedad tuviera que medirse por un rasero completamente distinto del de los lujosos hoteles de la ciudad.

Malan se dejaba caer por el Hove Court tres veces por semana, principalmente para aclararles a los que se quejaban que vivían en un país libre y que tenían derecho a irse a otra parte cuando quisieran. No le preocupaba la jerarquía del Hove Court. En el apartamento más hermoso, con un frondoso eucalipto ante la ventana y un minúsculo jardín con claveles rojo sangre, amarillo vainilla y rosa, vivían la anciana señora Clavy y su viejo perro Tiger, un bóxer marrón con auténtica aversión a los sonidos alemanes, demasiado duros. Por el contrario, la propia señora Clavy, cuyo prometido había muerto de malaria a las seis semanas de llegar a Nairobi, mucho antes de la Primera Guerra Mundial, era muy amable. No juzgaba a los niños por su lengua materna y les sonreía sin ninguna reserva.

Lydia Taylor, en su día camarera del Savoy de Londres, era la otra inglesa que sobrellevaba la vida en aquella comunidad de extranjeros con una serenidad que los refugiados no encontraban en absoluto natural. Su tercer marido era capitán y no estaba dispuesto a proporcionarles a ella y a sus tres hijos, de los cuales sólo uno era suyo, más dinero que el del alquiler mensual de dos habitaciones en el Hove Court.

Sus caros y escotados vestidos de seda, supervivientes del breve tiempo que duró su segundo matrimonio con un comerciante textil de Manchester, sus tres criados y una anciana aja que, nada más salir el sol, aparecía en el jardín empujando el cochecito y cantando a pleno pulmón eran la comidilla del lugar. La señora Taylor era envidiada por su terraza. Allí daba el pecho a su hijo de día y recibía, al caer la noche, a multitud de ruidosos jóvenes de uniforme. Ellos garantizaban su prestigio social desde que, para alivio suyo, a su esposo lo destinaran a Birmania.

Igualmente bien alojados, casi siempre en la codiciada umbría del jardín y con frecuencia con diminutos voladizos en las ventanas, justo lo bastante grandes para colocar algunas macetas de próspero cebollino, se encontraban los emigrantes de la primera hornada. Suscitaban una enorme envidia entre los refugiados llegados después y los trataban con la caritativa condescendencia que en la vieja patria se consideraba la actitud adecuada con los parientes pobres.

Entre la élite de emigrantes favorecida por el destino se hallaban los viejos Schlachter de Stuttgart, a los que no había forma de convencer de que revelaran su receta de los maultaschen[6] y los spátzle[7] y de qué vivían; el desabrido carpintero Keller con su esposa y su insolente hijo adolescente, de Erfurt, que había llegado a ser director de una maderería; y Leo Slapak con su esposa, su suegra y sus tres hijos, de Cracovia. Slapak ganaba bastante dinero con su tienda de artículos de segunda mano, pero no estaba dispuesto a gastarlo precisamente en vivir mejor.

A Elsa Conrad se la consideraba una inquilina veterana del Hove Court, si bien no por derecho, sino por haberse ganado rápidamente el respeto de todos por su superioridad en el trato con el señor Malan. Aunque se había establecido en el país después de que estallara la guerra, tenía dos grandes habitaciones y una terraza casi tan amplia como la de la señora Taylor. El profesor Siegfried Gottschalk, con sus ochenta años, sí que era uno de los primeros inquilinos del señor Malan. Pese a todo, lo encontraban simpático hasta los desafortunados que habitaban los pequeños cuartuchos; era el único que no hacía alarde de su condición de perspicaz emigrante temprano que supo ver a tiempo las señales de la inminente desgracia.

En la Primera Guerra Mundial sacrificó por el kaiser la movilidad de su brazo derecho y después sirvió con igual entrega a su ciudad natal como profesor de filosofía. Un día de primavera de 1933 que quedaría grabado para siempre en su memoria, primero por su suave brisa y más tarde por la tormenta de su corazón, lo echaron a la calle unos alborotadores estudiantes de la Universidad de Francfort. Hasta que llegó su hora lo consideraban un extraordinario mentor, mimado entre los suaves algodones de la ilusión, profesándole un cariño que exteriorizaban sin tapujos.

En contra de la costumbre generalizada en el Hove Court, Gottschalk rara vez hablaba del esplendor de los buenos tiempos. Se levantaba todos los días a las siete de la mañana e iba hasta la pequeña colina que había tras las cabañas de los criados, a los que insistía en llamar adláteres; con el salacot que se había comprado para emigrar llevaba siempre el traje oscuro y la corbata gris, que asimismo procedían de su ciudad natal, y nunca se permitía, ni siquiera al calor del mediodía, ni ropas más ligeras ni la siesta habitual en el país.

«Nuestro profesor», como lo llamaban en el Hove Court incluso aquellos que en su tierra no habían tenido ocasión de conocer el mundo académico y que, por tanto, lo tenían por grotesco y despistado, era el padre de Lilly Hahn. Rechazaba una y otra vez las reiteradas súplicas de Lilly de que se mudara con ella y con Oha a la granja de Gilgil con el argumento de que «necesito personas a mi alrededor, no vacas».

Desde hacía casi diez años se preguntaba a sí mismo y a sus libros por qué precisamente él tenía que ser testigo de la carrera de los Jinetes del Apocalipsis y seguir viviendo, pero jamás se quejaba. Entonces llegó una carta de su hija que, al menos por unos días, consiguió animarlo e irritarlo a un tiempo. Lilly le pedía a su padre que fuera a ver a Jettel a casa de los Gordon y que intercediera en su favor ante Malan para que ella y su hija pudieran alojarse en el Hove Court.

Aunque dicha tarea lo ponía ante la situación más delicada desde su llegada al puerto de Kilindini, el anciano se sentía feliz ante la perspectiva de pasar una pequeña parte de su tiempo en compañía de otras personas aparte de Séneca, Descartes, Kant y Leibniz. El domingo a las ocho de la mañana cruzó la puerta de hierro del Hove Court con paso alegre y una botellita de agua en el bolsillo de la chaqueta. No se atrevió a tomar el autobús, pues no podía indicarle su destino al conductor ni en inglés ni en suajili, de modo que recorrió a pie los tres kilómetros que lo separaban de la casa de los Gordon.

Para su regocijo, el hospitalario matrimonio era de Kónigsberg, donde él solía pasar las vacaciones cuando era joven, en casa de un tío suyo. La palidez de Jettel, sus ojos oscuros, su expresión infantil y sus negros rizos, que le recordaban la afable imagen que un día colgara en su despacho, lo conmovieron e hicieron que se avergonzara más aún de su incapacidad para ayudarla.

–Sólo puedo servirle de acompañamiento, pero no de ayuda. No he aprendido a hablar inglés -le dijo tras la tercera taza de café.

–Ay, señor Gottschalk. Lilly me ha hablado tan bien de usted… Sólo con que me acompañe a ver al señor Malan ya me siento mejor. No lo conozco de nada.

–Por lo que sé no es ningún filántropo.

–Usted me traerá suerte -afirmó Jettel.

–Hacía mucho que no me decía algo así una mujer -sonrió Gottschalk-, y nunca una tan bonita. Mañana le enseñaré primero nuestro Hove Court y tal vez allí se nos ocurra algo.

Dos días después le escribía a su hija: «Es la mejor idea que he tenido en este país encantado.» Sin embargo, no fue él quien puso las cosas en marcha, sino la casualidad y Elsa Conrad. Gottschalk estaba mostrándole a Jettel las delicadas flores de hibisco que crecían en el muro rodeadas de aleteantes mariposas amarillas cuando Elsa Conrad le arrojó al bóxer de la señora Clavy el agua que quedaba en su regadera y lo llamó «chucho asqueroso». Jettel reconoció al instante a la temperamental compañera de fatigas de los primeros días de la guerra por su larga bata de flores y el turbante rojo enrollado en la cabeza.

–¡Dios mío, la Elsa del Norfolk! – exclamó agitada-. ¿Te acuerdas? ¡Estuvimos internadas juntas allí en 1939!

–¿Acaso crees que una se puede pasar la vida en un bar sin quedarse con las caras? – preguntó Elsa indignada-. Vamos, pasa. Usted también, señor Gottschalk. Aún lo recuerdo perfectamente. Tu marido era abogado. Y tienes una niña muy mona y muy tímida. Pero si estabais en una granja. ¿Qué estás haciendo en Nairobi? ¿Acaso has huido de tu marido?

–No. Mi esposo está en el ejército -explicó Jettel orgullosa-. Y yo no tengo ni idea de lo que debo hacer -añadió-. No tengo alojamiento y a Regina pronto le darán las vacaciones.

–Reconozco el tono de desvalimiento. ¿Sigues siendo la distinguida esposa del señor letrado? Sea como fuere, no eres más adulta. No importa. Elsa siempre ha ayudado cuando ha podido. Sobre todo a los héroes de guerra. Necesitas a alguien que vaya contigo a ver a Malan. No se lo tome a mal, profesorcito. Usted no es la persona adecuada. Iremos mañana mismo. Y no te pongas a lloriquear. Ese indio asqueroso no se deja impresionar por las lágrimas.

Malan reprimió la ira y un suspiro cuando Elsa Conrad irrumpió en su despacho y presentó a Jettel como la esforzada esposa de un soldado que necesitaba alojamiento sin demora y, naturalmente, a un precio que ni siquiera su hermano predilecto se habría atrevido a pedirle. Malan sabía por demasiadas experiencias penosas que no tenía sentido llevarle la contraria. De modo que se contentó con lanzarle una mirada que con cualquier otro habría bastado para arreglar cuentas en el acto y hacerse a la idea, que al menos a él le resultaba reconfortante, de que aquella ruidosa persona, que poseía la fuerza de un toro enfurecido, se parecía cada vez más a los acorazados que desde el desembarco de Normandía aparecían retratados incluso en los periódicos indios de orientación abiertamente antiinglesa.

A la señora Conrad no la hacía callar con sus artimañas habituales. Su voz era mucho más estridente que la de él y aquella mujerona era propensa a emplear argumentos para los que él no encontraba respuesta, ya que sus enardecidas parrafadas iban acompañadas de violentas expresiones proferidas en un idioma que él desconocía. A ello había que añadir que, por desgracia, Malan tenía que cuidar de su extensa familia y no podía enemistarse con aquel diabólico volcán.

Aquel mastodonte del provocador turbante y el ridículo clavel encima, que para más inri procedía del jardín del propio Malan, no sólo sabía que en el Hove Court casi siempre había una habitación libre para casos especiales. Además, la mujer era precisamente la encargada del Horse Shoe. En aquel pequeño bar, que debido a su ambiente íntimo, al helado de vainilla y a los platos de curry era el lugar de reunión favorito de los soldados ingleses de todo Nairobi, únicamente contrataban a personal indio para la cocina, casi siempre miembros de la diligente parentela del señor Malan.

De modo que en el caso de la esposa del soldado, que logró enternecer a Malan, pues sus ojos le recordaban las maravillosas vacas de su juventud, y que, para satisfacción suya, al menos resultó ser una refugiada alemana, la negociación fue de la brevedad habitual. Jettel consiguió la habitación libre y permiso para traer a su perro y al chico. Y el hermano pequeño de la esposa de Malan, al que le faltaban dos dedos de la mano derecha y, por consiguiente, le resultaba especialmente difícil encontrar trabajo, pasó a hacerse cargo de la limpieza del servicio de caballeros del Horse Shoe.

En el Hove Court, todo aquel al que le interesaba sabía que la nueva inquilina se encontraba bajo la protección de Elsa Conrad, de forma que Jettel se ahorró las numerosas triquiñuelas con que solían tener que apechugar sin rechistar los recién llegados a menos que quisieran que se les catalogara de refunfuñones a los que rehuían las personas decentes. Las quejas de Jettel se limitaban al sofocante calor de Nairobi, al que no estaba habituada, a la estrechez tras una «vida en la deliciosa libertad de nuestra granja» y al hecho de que Owuor tuviera que preparar la comida en un diminuto hornillo eléctrico. No obstante, aquellos arrebatos eran siempre oportunamente acallados por Elsa Conrad con el comentario: «Antes de emigrar, todo teckel era un san bernardo. Será mejor que busques un empleo.»

Cuando Regina llegó al Hove Court para pasar sus primeras vacaciones, Jettel ya se había acostumbrado de tal modo a su nueva vida y, sobre todo, a las numerosas personas con que podía hablar y lamentarse que le prometía todos los días a su hija:

–Aquí te olvidarás rápidamente de la granja.

–No quiero olvidar la granja-replicaba Regina.

–¿Ni siquiera para complacer a tu querido padre?

–Papá me entiende. Tampoco él quiere olvidar su Alemania.

–Aquí no te aburrirás nunca y podrás ir todos los días a la biblioteca en autobús y sacar tantos libros como desees. Para los miembros del ejército es gratis. La señora Conrad está ansiosa por que le traigas libros.

–¿A quién voy a contarle lo que he leído si papá no está?

–Pero si aquí hay muchos niños.

–¿Y voy a hablarles de libros a los niños?

–Pues a tu estúpida hada -repuso Jettel impaciente.

Regina cruzó los dedos a la espalda para no arrancar de su sueño a la ignorancia de su madre. Ya en su primer día de vacaciones había acomodado a su hada en un guayabo de embriagador aroma y poderosas ramas. También ella era capaz de trepar sin esfuerzo a aquel árbol de frutas verdes. El follaje le proporcionaba protección y la posibilidad de soñar de día como en casa, en Ol’ Joro Orok. No le resultó fácil acostumbrarse a su nuevo entorno. En particular, la asustaban las mujeres cuando, a última hora de la tarde, se paseaban por el jardín con los labios pintados de colores chillones y largos vestidos que llamaban housecoats y abordaban a Regina tan pronto como abandonaba su árbol.

Frente a la pequeña y oscura habitación con dos camas, una jofaina, dos sillas y una mesa con hornillo eléctrico que compartían Jettel, Regina y Rummler, vivía la señora Clavy. A Regina le gustaba porque le sonreía sin decir una palabra, acariciaba a Rummler y le daba lo que dejaba su perro Tiger. De la asiduidad con que intercambiaban sonrisas y carne de ave finamente picada pronto surgió un hábito que, en sus sueños, Regina convirtió en la gran aventura de sus vacaciones.

En aquellos días que parecían no querer acabar nunca, se imaginaba que Rummler y Tiger se transformaban en caballos y que ella regresaba a Ol’ Joro Orok montada en ellos. Pero Diana Wilkins, que vivía al lado de Jettel en un apartamento con dos grandes habitaciones, echó abajo de una única embestida los muros de la solitaria fortaleza de Regina.

Un día caluroso y seco, como un cebado incendio en el matorral, en que Regina volvía a su árbol después de almorzar, se encontró a Diana sentada en una rama. La grácil mujer de ojos azules, largo cabello rubio y una piel que resplandecía como la luna entre el espeso follaje llevaba un vestido de encaje blanco transparente que le llegaba hasta los pies descalzos. Tenía los labios pintados de un rosa suave y en la cabeza brillaba una corona dorada con piedrecitas de colores en las puntas.

Durante un sobrecogedor instante, Regina se quedó asombrada de haber logrado dar vida a un hada en la que hacía tiempo ya no creía. No se atrevía a respirar, pero cuando Diana dijo: «Si no subes tú, bajaré yo», su cuerpo se vio sacudido por una risa tan vehemente que la vergüenza le escaldó la piel. El inglés que hablaban los refugiados y que bramaba en los oídos de Regina como el viento que lucha contra un bosque lleno de gigantes era un suave murmullo en comparación con la dura pronunciación de Diana.

–Nunca te había visto reír -constató Diana satisfecha.

–Nunca había reído en Nairobi.

–La tristeza afea. Ahora ya vuelves a reír.

–¿Eres una princesa?

–Sí. Pero la gente de aquí no se lo cree.

–Yo sí-contestó Regina.

–Los bolcheviques me han robado mi patria.

–A mi padre también le han robado su patria.

–Pero no los bolcheviques.

–No, los nazis.

Diana Wilkins era de Letonia, de pequeña pasó por Alemania, Grecia y Marruecos, huyendo, y a principios de los años treinta se quedó en Kenia sólo porque alguien le dijo que en Nairobi iban a inaugurar un teatro. Había sido bailarina y estaba convencida de que los buenos tiempos aún estaban por llegar. El apellido inglés y una pensión de viudedad, ambas cosas aún más envidiadas por los inquilinos del Hove Court que su belleza, se los debía a un brevísimo matrimonio con un joven oficial. Un rival celoso le pegó un tiro.

Cuando le enseñó su habitación a Regina por primera vez, señaló orgullosa las gotas de sangre seca de la pared. En realidad eran mosquitos aplastados, pero Diana estaba aún más sedienta de romanticismo que de whisky y encontraba demasiado triste la idea de que el difunto teniente Wilkins no hubiera dejado ningún rastro en su vida aparte de su apellido.

–Entonces, ¿estabas presente cuando le dispararon? – quiso saber Regina.

–Por supuesto. Antes de morir me dijo: «Tus lágrimas son como el rocío.»

–Nunca había oído nada tan bonito.

–Espera y verás. Algún día tú también vivirás algo así. ¿Ya tienes novio?

–Sí. Se llama Martin y es soldado.

–¿Aquí en Nairobi?

–No, en Sudáfrica.

–¿Y tu mayor deseo es casarte con él?

–No lo sé -dudó Regina-. Aún no lo he pensado. Deseo todavía más tener un hermano.

Se asustó al oírse hablar así. Desde que se despidiera de Martin en la granja, Regina sólo había mencionado su nombre en su diario. El hecho de que ahora, de golpe, no sólo hablara de él, sino también del niño muerto la desconcertó. El alocado bailoteo de su cabeza le pareció una magia especial que hacía desvanecerse la tristeza como los ríos en la estación seca.

Desde que Regina compartiera con Diana sus dos secretos, los días transcurrían para ella tan veloces como bueyes que caminan en círculos con delirio febril. Hacía oídos sordos a las lacrimosas súplicas de su madre y más aún a las órdenes de Elsa Conrad de que se buscara una amiga de su misma edad.

–¿No te gusta Diana?

–Sí -replicaba Jettel dubitativa-, pero ya sabes que papá es un poco raro.

–¿Por qué?

–Es un hombre.

–Todos los hombres adoran a Diana.

–Precisamente por eso. Él tiene algo en contra de las mujeres que se acuestan con todos los hombres.

–Diana me ha dicho que no se acuesta con todos los hombres -aclaró Regina al día siguiente-. Sólo se va con ellos al sofá.

–Explícale eso a tu padre.

Los únicos seres masculinos a los que Diana quería de verdad eran su minúsculo perro Reppi, al que llevaba en brazos en sus paseos por el jardín y que en realidad era un príncipe encantado de Riga, algo que sólo Regina sabía, y su chico. Chepoi era un nandi alto, de pelo cano, con el rostro picado de viruelas y unas manos delicadas capaces de una gran fuerza y de una suavidad aún mayor. Con el aire de un padre preocupado se ocupaba de Diana, a la que consideraba la herencia obligada de su difunto bwana, el cual le había salvado la vida de un búfalo enloquecido.

Por la noche, cuando ya había pasado la hora del último pretendiente, Chepoi salía una vez más de su diminuta cabaña tras los cuartos de la servidumbre, se deslizaba sigilosamente en la guarida de Diana, que estaba llena de humo y apestaba a alcohol, le quitaba la botella de la mano a su memsahib y la metía en la cama. En el Hove Court se decía que, con frecuencia, incluso tenía que desvestirla y aplacar sus crispados nervios con canciones, pero Chepoi no era hombre de muchas palabras. A él le bastaba con ser el protector de su hermosa memsahib, y eso sólo podía serlo si no hablaba con personas cuya lengua era igual de malvada que sus oídos.

Regina era la excepción. Pese a los reparos iniciales de Jettel y al celoso griterío de Owuor, Chepoi se la llevaba a menudo al mercado, donde compraba carne y, tras acaloradas discusiones y un fiero toma y daca, se decidía por enormes repollos con los que preparaba la única comida que renovaba las fuerzas de la memsahib tras las fatigas nocturnas.

Para Regina, en el mercado del centro de Nairobi se abría un mundo nuevo. Mangos de un anaranjado reluciente junto a papayas verdes, racimos de plátanos rojos, amarillos y verdes, henchidas piñas con coronas de brillantes púas de color verde oscuro y frutas de la pasión abiertas con pepitas similares a abalorios de un gris resplandeciente aturdían sus ojos; el aroma de flores, café muy tostado y especias recién mezcladas y el hedor a pescado putrefacto y carne sanguinolenta, su nariz; el derroche de belleza, originalidad y repugnancia consiguió por fin aplacar la angustiosa nostalgia de aquellos días que ya nunca volverían.

Había altas torres de cestas de sisal trenzado llamadas kikapus con más colores que el arco iris, delicadas tallas de marfil y lustrosos guerreros con largas lanzas de madera negra y cinturones guarnecidos con perlas de colores y telas cuyos motivos narraban historias de seres embrujados y de animales salvajes que sólo la fantasía había logrado amansar. Indios de ojos negros y veloces manos ofrecían escamosas pieles de serpiente, pellejos de leopardo y cebra, pájaros de pico amarillo disecados, cuernos de búfalo, almejas gigantes de Mombasa, delicados brazaletes de pelo de elefante y collares dorados con cuentas de colores.

El aire era pesado y el concierto de voces, tan poderoso como las chillonas cataratas Thompson. Las gallinas cacareaban y los perros ladraban. Entre los puestos se apiñaban mujeres inglesas de avanzada edad, piel pálida y fina como el papel, viejos sombreros de paja y guantes blancos. Tras ellas caminaban sus chicos con las pesadas kikapus, como perros bien adiestrados. Goaneses agitados hablaban tan aprisa como monos parlanchines e indios con turbantes de vistosos colores paseaban lentamente, muy atentos, ante la mercancía.

Había numerosos kikuyus con pantalones grises y alegres camisas que acentuaban su aire urbano con pesados zapatos, y silenciosos somalíes, muchos de los cuales parecían querer entrar en una guerra a la antigua usanza. Extenuados mendigos que apestaban a pus, con los ojos apagados, carcomidos por la lepra muchos de ellos, pedían limosna, y madres acurrucadas en el suelo amamantaban impasiblemente a sus hijos.

En el mercado, Regina se enamoró de Nairobi y de Chepoi. Primero se convirtió en su socia y más tarde en su confidente. Como hablaba kikuyu, podía regatear con los hombres de los puestos aún mejor que él, el nandi que no podía prescindir del suajili. Con el dinero que se ahorraba, Chepoi solía comprarle a Regina un mango o una mazorca de maíz asado que sabía de maravilla, a madera quemada; y el día más hermoso de sus vacaciones, tras consultarlo con su memsahib, Chepoi le entregó un cinturón guarnecido con diminutas perlas de colores.

–Cada una de esas piedrecitas encierra su magia -le aseguró, abriendo los ojos de par en par.

–¿Cómo lo sabes?

–Lo sé. Con eso basta.

–Deseo tener un hermano -confesó Regina.

–¿Tienes padre?

–Sí. Es áscari en Nakuru.

–Entonces, primero has de desear que venga a Nairobi -le recomendó Chepoi. Cuando reía, sus amarillentos dientes se iluminaban y la ronquera de su garganta se tornaba calidez.

–Me gusta cómo hueles -constató Regina frotándose la nariz.

–¿Cómo huelo?

–Bien. Hueles como un hombre inteligente.

–Tú tampoco eres tonta -replicó Chepoi-. Eres joven. Pero eso no será siempre así.

–La primera piedra ya ha hecho algo -dijo Regina satisfecha-. Nunca me habías dicho nada parecido.

–Lo he dicho muchas veces. Sólo que tú no lo has oído. No siempre hablo con la boca.

–Lo sé. Hablas con los ojos.

Ya de vuelta en el Hove Court, al pasar junto a los gigantescos cactus cubiertos de fina tierra rojiza, la hora más sedienta del día poseía una fuerza abrasadora, pero aún no había empujado a la gente, como de costumbre, a sus oscuras madrigueras. El anciano señor Schlachter estaba asomado a la ventana chupando cubitos de hielo. Tenía el corazón delicado y no podía beber mucho, todo el mundo lo sabía; sin embargo, todos envidiaban a los Schlachter por su nevera.

Regina estuvo un rato contemplando cómo el fatigado anciano de ojos vidriosos y vientre rotundo tomaba un cubito tras otro de una pequeña cacerola plateada y se los llevaba lentamente a la boca. Se paró a pensar detenidamente si con una de aquellas pequeñas perlas podría desear también un corazón enfermo y muchos cubitos de hielo, mas el modo en que el viejo Schlachter la miró y le dijo «me gustaría poder saltar de nuevo así yo también» la confundió.

El rosado niño del pelele azul celeste chupaba el blanco pecho de la señora Taylor y despertaba la envidia de Regina, una envidia capaz de devorar la calma más aprisa que las grandes hormigas de safari un trocito de madera. Para liberar su aturullada cabeza, observó cómo la señora Friedlánder sacudía el ensortijado abrigo de pieles negro que se había comprado para emigrar y nunca se puso.

La señora Clavy se hallaba en su jardín, contándoles a sus claveles rojos que no podía darles agua hasta que no se pusiera el sol. Regina se pasó la lengua por los labios para poder sonreírle, pero antes de que la humedad llegara a su boca vio a Owuor con Rummler bajo un sediento limonero. Llamó al perro, que sólo movió perezosamente una oreja, y se dio cuenta, arrepentida, de que no se había ocupado de él en todo el día. Se puso a pensar en cómo enseñarle el cinturón a Owuor sin avivar los celos que sentía de Chepoi. Entonces vio que sus labios se movían y que había fuego en sus ojos. Mientras corría hacia Owuor, le llegó su voz.

-Perdí mi corazón en Heidelberg -cantaba, tan alto como si hubiera olvidado que en Nairobi no había eco.

Regina sintió la dolorosa punzada de la esperanza, ansiada en vano durante tanto tiempo.

–¡Owuor, Owuor! ¿Ha venido?

–Sí, el bwana ha venido -rió Owuor-. El bwana áscari ha venido -proclamó orgulloso. Alzó a Regina en brazos como el día en que empezó la magia y la apretó contra sí. Durante un breve instante de dicha, Regina estuvo tan cerca de su rostro que pudo ver la sal pegada a sus párpados.

–Owuor, eres tan listo… -dijo en voz baja-. ¿Recuerdas cuando llegaron las langostas?

Ahita de alegría y recuerdos, aguardó hasta que el chasquido de la lengua de Owuor abandonó sus oídos; luego liberó sus pies de los zapatos para poder volar más veloz por la hierba, echó a correr, impaciente, hacia el apartamento y abrió la puerta con tanta fuerza como si quisiera hacer un agujero en la pared.

Sus padres estaban sentados muy juntos en la estrecha cama y se separaron con un movimiento tan brusco que por un momento la mesilla que tenían ante sí se tambaleó. Sus rostros tenían el color de los claveles más lozanos de la señora Clavy. Regina oyó que Jettel respiraba sonora y entrecortadamente, y también vio que su madre no llevaba ni blusa ni falda; de modo que no había olvidado su promesa de tener otro niño cuando volvieran los buenos tiempos. ¿Acaso se habían ido de safari los buenos tiempos?

Regina se sintió insegura al comprobar que sus padres no decían nada y que estaban tan tiesos, mudos y serios como las figuritas de madera del mercado. También sintió que se ruborizaba. Le resultaba difícil separar los dientes.

–Papá -dijo por fin, y entonces las palabras que había querido retener se precipitaron por su boca como pesadas piedras-: ¿te han echado?

–No -respondió Walter, sentó a Regina en su desnuda rodilla y apagó el fuego de sus propios ojos con una sonrisa-. No -repitió-, el rey Jorge está muy satisfecho conmigo. Me ha pedido expresamente que te lo diga. – Y dio unos leves golpecitos sobre la manga de su almidonada camisa caqui. En ella resplandecían dos franjas de tela blanca.

–¡Eres cabo! – exclamó Regina asombrada. Acarició una de las piedrecitas de su nuevo cinturón y besuqueó el rostro de su padre con la fuerza renovada del miedo vencido, igual que hacía Rummler en cada reencuentro, cuando la alegría sacudía su cuerpo.

-Corporal is bloody good for afucking refugee -dijo Walter.

-You are speaking English, daddy -rió Regina.

La frase hizo mella en su cabeza, asqueándola y llenándola de culpa. ¿Acaso sospechaba su padre lo mucho que ella había deseado tener un daddy que fuera como los demás padres, hablara inglés y no hubiera perdido su patria? Se avergonzó enormemente de haber sido tan niña.

–¿Te acuerdas del brigada Pierce?

–Sargento -corrigió Regina, contenta por haberse tragado la tristeza sin dejar que la ahogara.

–Brigada. También los ingleses ascienden. ¡Adivina lo que le he enseñado! Ahora sabe cantar Lilli Marleen en alemán.

–Yo también quiero aprender -afirmó Regina. No necesitó más que una décima de segundo para transformar la mentira de su boca en un dulzor que, según Diana, era el verdadero sabor del gran amor.

XV

E1 hecho de que el 8 de mayo de 1945 la radio comenzara todos los noticiarios del día con la frase «no se esperan incidentes especiales» se debía al tiempo, que de Mombasa al lago Rodolfo era inusitadamente estable y seco para la estación. Por deferencia hacia los granjeros, a quienes no se les podía exigir que, justo en la época de la primera cosecha tras las grandes lluvias, escucharan cada hora el relato de los lejanos acontecimientos mundiales primero y sólo entonces los detalles de interés vital, en la emisora de Nairobi los partes meteorológicos siempre habían tenido prioridad.

Ni la muerte de Jorge V, ni la abdicación de Eduardo VIII, ni la coronación de Jorge VI, ni el estallido de la Segunda Guerra Mundial se habían considerado motivo suficiente para romper esa tradición. De modo que el redactor de turno tampoco creyó que la capitulación incondicional de los alemanes hubiera de ser una excepción. Pese a todo, la colonia se abandonó a una borrachera de victoria que en modo alguno le iba en zaga al júbilo de la sufrida madre patria.

En Nakuru, el señor Brindley ordenó embanderar todo el colegio, lo cual puso a prueba el talento para la improvisación de profesores y alumnos de un modo nunca visto hasta entonces. En el colegio sólo había una única y descolorida Union Jack que en cualquier caso ondeaba a diario en el edificio principal. Se valieron de banderas pegadas apresuradamente y cosidas a toda prisa con sábanas desechadas y los disfraces de mono rojo de la última función escolar.

Para el azul que aún faltaba en las banderitas se cortaron uniformes escolares y trajes de los exploradores, más concretamente los de los niños pudientes, que poseían un amplio guardarropa y a quienes después costó un gran esfuerzo no hacer demasiada ostentación de su orgullo por tan gozoso sacrificio.

Regina no se desalentó por sólo tener una falda y un traje de exploradora descolorido y, por consiguiente, tener que contemplar en silencio tan patriótica guerra de tijeras. El destino le tenía preparado algo más elevado. El señor Brindley no sólo dispensó a todos los hijos de miembros del ejército de los deberes del día siguiente, sino que además los animó en un tono imperioso, mas inusitadamente amable, a que escribieran a sus uniformados padres una carta digna de tan fausto acontecimiento para felicitarlos por la victoria en los lejanos escenarios bélicos del mundo, pacificado de repente de un modo maravilloso.

Al principio, Regina tuvo dificultades con la tarea. Se preguntaba si Ngong -a sólo unos kilómetros de Nairobi-, donde se encontraba destinado su padre desde hacía tres meses, se podía considerar un lejano escenario bélico según el señor Brindley. A ello había que añadir que se avergonzaba de no haber querido sacrificar a su padre por el Imperio Británico. En vista de la victoria, ya no le parecía bien haberse sentido tan aliviada e incluso haber dado gracias a Dios cuando rechazaron su solicitud de traslado a Birmania.

Pese a todo, empezó su carta con las palabras «mi héroe, mi padre» y concluyó con la frase «theirs but to do and die», de su poema favorito. Lo cierto es que sospechaba que su padre no podría apreciar la belleza lingüística y que poco sabría de la fatal batalla de Balaklava y de la Guerra de Crimea, pero en un momento tan decisivo de la historia universal no fue capaz de renunciar a alabar la valentía inglesa.

No obstante, para dar a su padre una alegría especial en la hora de la verdad para Inglaterra, le obsequió con su propia lengua, añadiendo en letra muy pequeña: «Proto biajaremos a Leobschutz», algo que Brindley, pese a su desconfianza de aquello que no entendía, pasó generosamente por alto. Con todo, leyó la famosa cita con benevolencia, asintió dos veces seguidas en señal de aprobación y le pidió a Regina que ayudara con sus cartas a las niñas menos expresivas.

Por desgracia, con ello avergonzó a las malas estudiantes de un modo muy poco inglés, si bien Regina se sintió como si se cumpliese un viejo sueño y la hubieran distinguido con la Cruz de la Victoria. Cuando acto seguido el director invitó a los hijos de los combatientes a tomar el té en su despacho, le devolvió su carta a Regina para que relatara el homenaje que había recibido. Afortunadamente, al señor Brindley no le llamó la atención que ahora su agradecimiento a los héroes, ese que él mismo ensalzara y leyera públicamente, concluyera con el comentario «Bloody good for a fucking refugee». Regina sabía perfectamente lo mucho que él detestaba la vulgaridad.

También en Nairobi se festejó el final de la guerra en Europa con vehemencia, como si sólo la colonia hubiera contribuido a la victoria. La avenida Delamare se transformó en un mar de flores y banderas, e incluso en los comercios de poca categoría y minúsculos escaparates donde los blancos casi nunca compraban se exhibieron fotografías adquiridas deprisa y corriendo de Montgomery, Eisenhower y Churchill junto al retrato del rey Jorge VI. Igual que lo vieran en los noticiarios los espectadores de los cines durante la liberación de París, personas desconocidas se abrazaban jubilosas y besaban a hombres de uniforme, ocurriendo en ocasiones que, en medio de la euforia, incluso besuqueaban a indios de piel especialmente clara.

Coros de hombres formados apresuradamente entonaban Rule Britannia y Hang out yow washing on the Siegfried Line; damas entradas en años lucían cintas rojas, blancas y azules en sus sombreros y sus perrillos; vocingleros niños kikuyu se calaban sobre los rizos gorros de papel hechos con la edición especial del East African Standard. Ya a mediodía, las recepciones del New Stanley Hotel, el Thor's y el Norfolk no admitían más reservas para sus solemnes banquetes triunfales. Para la noche se había preparado un gran castillo de fuego y para los días siguientes, desfiles triunfales.

En el Hove Court, el señor Malan, en un arrebato de patriotismo que lo desconcertó aún más a él mismo que a sus inquilinos, mandó limpiar los cactus de la puerta, cubiertos por una costra de tierra, rastrillar los senderos que rodeaban el parterre de rosas e izar la bandera del Reino Unido en el viejo mástil, que hubo de ser reparado expresamente para ello. No había vuelto a utilizarse desde que Malan se hiciera cargo del hotel. Por la tarde, la señora Malan, que lucía el sari rojo y dorado de las festividades, hizo colocar una mesa de caoba y sillas tapizadas en seda bajo el eucalipto de ramas caídas y tomó allí el té con cuatro hijas adolescentes que parecían flores tropicales y cuyas cabezas se mecían al viento entre frecuentes risitas cual embriagadas rosas.

Pese a las furiosas protestas de Chepoi, Diana no desistió de su propósito de corretear por el jardín descalza, con un camisón transparente y una botella de whisky medio vacía, gritando ora «to hell with Stalin» ora «malditos bolcheviques». Un comandante, invitado de la señora Taylor, le indicó con cierta brusquedad que los rusos habían contribuido a la victoria de forma considerable y con un sacrificio digno de admiración. Cuando Diana comprendió que ni siquiera su perro se creía que era la hija menor del zar, aun cuando ella lo juraba por su vida, la invadió tal sensación de desgracia que se echó a llorar bajo un limonero. Chepoi acudió presuroso para calmarla y finalmente logró llevarla de vuelta al apartamento. La trasladó en brazos como a un niño, tarareando la triste canción del león que ha perdido su fuerza.

En los últimos meses, al profesor Gottschalk se le veía delgado y muy taciturno. Caminaba como si le doliera cada paso, ya no bromeaba con los niños de los cochecitos, rara vez acariciaba a un perro y apenas dirigía cumplidos a las mujeres jóvenes. Los allegados intentaron averiguar si su decaimiento había comenzado precisamente en la época en que los aliados arrojaban a diario sus bombas sobre las ciudades alemanas, pero el bienquisto profesor no estaba dispuesto a hablar del tema. El día de la gloriosa victoria se hallaba sentado ante su apartamento en una vieja silla de cocina, pálido el semblante, y en lugar de leer como de costumbre, contemplaba los árboles pensativo y murmuraba una y otra vez: «Mi hermosa Francfort.»

Al igual que a él, a muchos refugiados les resultó inesperadamente arduo mostrar de forma apropiada su alivio por el fin de la guerra, esperado desde hacía días. Algunos hacía tiempo que ya no querían hablar alemán y en verdad creían que habían olvidado su lengua materna. Precisamente ésos hubieron de constatar en tan dichoso momento que su inglés en modo alguno bastaba para expresar su sentimiento de liberación. Con una amargura que eran incapaces de explicarse, envidiaban a los que lloraban abiertamente. No obstante, esas lágrimas de alivio hicieron sospechar a sus vecinos ingleses que los refugiados simpatizaban en secreto con Alemania y ahora lamentaban la merecida victoria británica.

Jettel sintió únicamente una lástima pasajera por no poder pasar tan extraordinaria noche con Walter, como correspondía a la esposa de un combatiente. Sin embargo, estaba acostumbrada al ritmo quincenal de sus visitas y encontraba su compañía tan bien dosificada que ni siquiera en un día verdaderamente prometedor como ése deseaba cambio alguno. Además, estaba de muy buen humor para dejar que su conciencia la afligiese más de lo necesario. Justo ese día cumplía tres meses trabajando en el Horse Shoe y desde entonces recibía cada noche la confirmación largamente anhelada de que aún era una mujer joven y deseable.

El Horse Shoe, con su mostrador en forma de herradura, era el único local de Nairobi en el que había mujeres blancas detrás de la barra. Aunque no se servía alcohol, aquel agradable establecimiento de paredes rojas y muebles blancos se consideraba un bar. Su clientela, mayoritariamente masculina, lo apreciaba tanto precisamente porque eran mujeres y no camareros indígenas quienes servían. Los jóvenes oficiales ingleses que frecuentaban el Horse Shoe sentían una permanente nostalgia y una insaciable sed de contacto y flirteo. No les molestaba ni el duro inglés de Elsa Conrad, pronunciado a gritos con lengua berlinesa, ni el escaso vocabulario de Jettel. Los clientes lo encontraban agradable; podían desplegar su encanto sin necesidad de muchas palabras. Era un agasajo mutuo. Jettel les proporcionaba una sensación de importancia que no tenían, y para ella la amabilidad y el buen humor que ella misma provocaba eran como una medicina que le trae a alguien una curación inesperada tras una gravísima enfermedad.

Cuando a última hora de la tarde Jettel se maquillaba, probaba nuevos peinados o simplemente intentaba recordar un cumplido especialmente emocionante de los jóvenes soldados, que, cosa curiosa, siempre se llamaban John, Jim, Jack o Peter, volvía a enamorarse de nuevo de la imagen que le devolvía el espejo. Algunos días incluso mostraba cierta tendencia a creer en las hadas de Regina. Su piel clara, que en la granja siempre se veía amarillenta o grisácea, volvía ahora a producir aquel antiguo y hermoso contraste con su oscuro cabello, sus ojos resplandecían como los de un niño colmado de elogios y la redondez que empezaba a vislumbrarse dotaba a la aparente indiferencia de su ser de una atractiva feminidad.

En el Horse Shoe, Jettel podía olvidarse por unas horas de que Walter y ella seguían siendo unos refugiados con escasos ingresos, sólo unos parias con miedo al futuro, y dejar a un lado la realidad con una delirante alegría. Era como una colegiala rodeada de admiradores que no pudiera perderse ni un baile en ninguna de las fiestas de estudiantes de Breslau. Jettel era feliz aunque sólo fuera Owuor el que chasqueara la lengua y la llamara su «hermosa memsahib».

De no haber sido por Elsa Conrad, que cada noche le decía: «Si engañas a tu marido una sola vez, te rompo todos los huesos del cuerpo», Jettel se habría abandonado tan desenfrenadamente a su embriagadora vanidad como a sus ocasionales sueños de futuro, en los que Walter era capitán, construía una casa en el mejor barrio de Nairobi y Jettel recibía en ella a la flor y nata de la sociedad, que, cautivada por su levísimo acento, la tomaba por suiza.

Jettel tenía claro que la victoria también se celebraría por todo lo alto en el Horse Shoe y que era su deber patriótico prepararse para los combatientes que tan lejos estaban de la patria: Cuando se conoció la noticia de la capitulación alemana, se apuntó de inmediato en la lista del baño y, tras una acalorada discusión con la señora Keller, que precisamente en un día tan importante para Jettel quería obtener un baño para su esposo saltándose el orden, consiguió el cuarto de aseo a mediodía. Después de mucho pensar, se decidió, no sin que su buen humor sufriera un pequeño revés, por el traje de noche largo aún sin estrenar que desde que llegara a Rongai fuera motivo de permanente discusión con Walter, pues él no estaba dispuesto a olvidar su nevera.

Necesitó más tiempo de lo previsto para enfundar pecho y caderas en aquel vestido de grueso tafetán azul con cuerpo a rayas blancas y amarillas, mangas de farol y diminutos botones en la espalda. Más aún tardó en encontrar en el pequeño espejo de la pared a la mujer que buscaba, pero se sonrió con tal resolución e ilusión que acabó por sentirse satisfecha.

Siempre supe que necesitaba este vestido, se dijo, y alzó el mentón frente al espejo, pero la obstinación, que sólo había querido saborear por un instante como un juego festivo, como el helado de vainilla que era la especialidad del Horse Shoe, se transformó en un cuchillo que destruyó de un enérgico tajo el espléndido retrato de la hermosa joven en pleno delirio triunfal.

De pronto, con una brusquedad que aceleró su respiración, vio la casa de Rongai, con aquel tejado incapaz de resguardarlos tanto de la lluvia como del calor, vio a Walter decepcionado, mirándola por encima de las cajas de Breslau, y lo oyó maldecir: «Nunca podrás ponerte esa cosa de ahí. No tienes idea de lo que nos has hecho.» Trató de ahogar ambas frases entre risitas sofocadas, pero su memoria le cerró el paso y las palabras le parecieron un símbolo de los años que las seguirían.

Las anchas franjas blancas y amarillas que rodeaban su pecho se tornaron estrechos y firmes anillos de hierro. Como si cada uno de ellos portara un látigo, empujaron a Jettel hacia sus recuerdos, a duras penas reprimidos. Con una precisión inusitada, casi como un suplicio, volvió a vivir de nuevo el día en que llegó a Breslau la carta de Walter con la noticia de que estaba listo el aval para que ella y Regina emigraran. En el delirio de la salvación, compró el vestido con su madre. Cómo rieron las dos al imaginarse la perplejidad de Walter cuando viera el vestido en lugar de la nevera.

La idea de que su madre no se riera tanto ni tan gustosamente con nadie como con ella logró infundirle ánimos, pero sólo por un breve instante. La última imagen la torturó sin piedad. La madre acababa de decir: «Sé buena con Walter, te quiere tanto…», y de repente estaba en el puerto de Hamburgo, llorando y diciéndole adiós, cada vez más pequeña. Jettel sintió que apenas le quedaba tiempo para volver al presente. Sabía que no podía pensar en su madre, en su ternura, su valentía y su abnegación, y desde luego no en la última carta, aquella terrible carta, si quería salvar su sueño de prosperidad. Era demasiado tarde.

Primero se le secó la garganta, y luego el dolor desgarró su cuerpo con tal violencia que ni siquiera tuvo tiempo de quitarse el vestido antes de arrojarse sobre la cama entre sollozos entrecortados. Intentó llamar a su madre, después a Walter y, por último, en su extrema desolación, a Regina, pero ya no lo logró. Cuando Owuor regresó con Rummler del jaleo de la avenida Delamare, el cuerpo de su memsahib yacía en la cama como una piel secándose al sol.

–No llores -dijo en voz queda, acariciando al perro.

Owuor tragó satisfacción. Llevaba algún tiempo deseando para sí una memsahib que fuera como una niña, como la que veía cuando Chepoi arrancaba a Diana de las garras del miedo y luego el orgullo alisaba y agrandaba su rostro. Para Owuor era emocionante vivir en Nairobi, pero a menudo tenía los ojos llenos y la cabeza vacía. Rara vez le hacían cosquillas en la garganta las bromas del bwana, y en las vacaciones la pequeña memsahib hablaba y reía demasiado con Chepoi. Owuor se sentía como un guerrero al que han enviado a la batalla, pero le han robado las armas.

Cuando veía a Chepoi llevar a su memsahib por el jardín, sentía que lo abrasaba un fuego amarillo con deslumbrantes y convulsos destellos. La envidia lo confundía. No era que quisiera ver a Jettel tumbada bajo un árbol borracha o medio desnuda y con unos ojos que ya no podían retener nada, y seguro que para el bwana habría supuesto un golpe capaz de derribar un árbol. Sin embargo, un hombre como Owuor tenía que sentir su propia fuerza una y otra vez si no quería ser como los demás.

Jettel yacía en la cama con aquel vestido que había tomado los colores del cielo y el sol, y parecía la niña que Owuor deseaba, pero la preocupación le arañaba la cabeza con afiladas garras. La boca pintada de rojo de la memsahib era como los espumarajos sanguinolentos del hocico de una joven gacela que vuelve a ponerse en pie tras una mortal dentellada en la cerviz. El miedo que emanaba de aquel cuerpo exangüe olía como la última leche de una vaca envenenada. Cuando Owuor abrió la ventana, Jettel soltó un gemido.

–Owuor, querría no volver a llorar nunca.

–Sólo los animales no lloran.

–¿Por qué no soy un animal?

–Mungo no nos pregunta lo que queremos ser, memsahib.

La voz de Owuor era tranquila y sonaba tan llena de compasión y seguridad que Jettel se incorporó y, sin que él dijera nada, se bebió el vaso de agua que le tendía. Owuor le colocó una almohada en la espalda y, al hacerlo, rozó su piel. En aquel breve instante de gracia, a Jettel le pareció como si los fríos dedos de Owuor hubiesen borrado de un solo golpe toda la vergüenza y desesperación que había en ella, mas el alivio no duró mucho. Las imágenes que no quería ver, las palabras que no quería oír la atormentaban ahora con más insistencia que antes.

–Owuor -balbució-, es el vestido. El bwana tenía razón. No es bueno. ¿Sabes lo que dijo la primera vez que lo vio?

–Que parecía un león que hubiese perdido el rastro de su presa -rió Owuor.

–¿Aún lo recuerdas?

–Fue mucho antes del día en que las langostas llegaron a Rongai. Eran los días en que el bwana aún no sabía que soy listo -recordó Owuor.

–Eres un hombre listo, Owuor.

Él sólo se tomó el tiempo que un hombre necesita para guardar en su cabeza aquellas bonitas palabras. Luego cerró la ventana, corrió la cortina, acarició una vez más al perro dormido y dijo:

–Quítate el vestido, memsahib.

–¿Por qué?

–Tú lo has dicho. No es un vestido bueno.

Jettel permitió que Owuor le desabrochara los numerosos botoncitos de la espalda y se permitió a sí misma sentir su tacto agradable y la fuerza que emanaba de él trayéndole la salvación. Percibió su mirada y supo que lo íntimo de aquella situación que nunca antes se había dado tendría que haberla hecho sentirse insegura, pero no notó más que el grato calor que despedían sus ya calmados nervios. Los ojos de Owuor reflejaban la misma dulzura que aquel día en Rongai, hacía muchos años, en que él sacó a Regina del coche, la estrechó contra sí y la hechizó para siempre.

–¿Has oído, Owuor? – quiso saber Jettel, y se sorprendió al darse cuenta de que estaba susurrando-. La guerra ha terminado.

–Todo el mundo lo comenta en la ciudad. Pero no es nuestra guerra, memsahib.

–No, Owuor, era mi guerra. ¿Adonde vas?

–A ver a la memsahib monenu mingi -respondió Owuor sonriendo, pues sabía que Jettel siempre se echaba a reír cuando él llamaba así a Elsa Conrad, ya que hablaba más de lo que podía atrapar el mayor de los oídos-. Voy a decirle que hoy no vas a trabajar.

–Pero eso no puede ser. Tengo que ir a trabajar.

–Primero ha de acabar la guerra de tu cabeza -sentenció Owuor-. El bwana siempre dice: primero ha de acabar la guerra. ¿Va a venir hoy con nosotros?

–No, la próxima semana.

–¿No era su guerra? – preguntó Owuor, dándole un pequeño puntapié a la puerta. Para él, los días sin el bwana eran como las noches sin mujeres.

–Era su guerra, Owuor. Vuelve pronto. No quiero estar sola.

–Yo cuidaré de ti, memsahib, hasta que él venga.

La guerra en la cabeza de Walter estalló en el idílico paisaje de Ngong cuando menos se esperaba una rebelión. A las cuatro de la tarde se encontraba asomado a la ventana de su dormitorio contemplando sin nostalgia cómo la mayor parte de la décima unidad del Royal East África Corps subía a los jeeps para remojar la victoria en la cercana Nairobi. Él se había ofrecido voluntario para el servicio nocturno, y los eufóricos soldados de su unidad e incluso el teniente McCall, un escocés parco en palabras, lo habían aclamado breve y enérgicamente como a jolly good chap.

Walter no estaba de humor para celebraciones. La noticia de la capitulación no le había suscitado ni júbilo ni sensación de liberación. Le zahería lo contradictorio de sus sentimientos, que consideraba una ironía especialmente maliciosa de la historia, y a medida que avanzaba el día se iba sintiendo cada vez más abatido, como si el fin de la guerra hubiera decidido su destino. Le pareció representativo de su situación que la renuncia a una noche fuera de los barracones no le supusiera ningún sacrificio. La necesidad de estar solo en aquel día, que tanto significaba para los demás y para él no lo bastante, era demasiado grande para cambiarla por los inconvenientes de una visita sin previo aviso a Jettel.

Poco después de que lo destinaran a Ngong y Jettel empezara a trabajar en el Horse Shoe, Walter comprendió que se avecinaban cambios en su matrimonio. Jettel, que seguía escribiéndole cartas cariñosas, a veces incluso apasionadas, a Nakuru, ya no daba mayor importancia a su presencia en Nairobi. Él la entendía. Un marido con galones de cabo en la bocamanga, sentado en la barra con expresión malhumorada y taciturna mientras su esposa trabajaba, no encajaba en la vida de una mujer rodeada por un enjambre de alegres caballeros con uniforme de oficial.

Paradójicamente, en un principio los celos lo habían estimulado en lugar de atormentarlo. De un modo tierno, romántico, le habían recordado su época de estudiante. Durante aquel plazo de gracia demasiado breve, Jettel volvió a ser la quinceañera del traje de noche a cuadros lilas y verdes, una bella mariposa en busca de admiración; él tenía otra vez diecinueve, estaba en el primer semestre y era lo bastante optimista para creer que, en algún momento, la vida también ofrecería su recompensa a los pacientes. No obstante, en la monotonía de la rutina militar, y más aún por las vivencias de los ratos de ocio, los nostálgicos celos, con las idealizadas y agradables imágenes de Breslau, se transformaron en la apatía de África. Su excesiva susceptibilidad, que creía tan corroída por los años de emigración como los sueños de tiempos mejores, renació de nuevo.

Cuando Walter tenía que esperar en el Horse Shoe a que Jettel terminara de trabajar, sentía su nerviosismo, barruntaba su rechazo. Más aún le molestaban las miradas altivas y suspicaces de la señora Lyons, que no aprobaba las visitas privadas a sus empleadas y parecía contar con el ceño fruncido cada helado que Jettel le ponía a su esposo para mantenerlo de buen humor y en silencio hasta que ambos pudieran marcharse a casa.

Sólo pensar en la señora Lyons y en su Horse Shoe y en el ambiente que habría allí esa noche provocaba en Walter esa necesidad de lucha y evasión que tan duros zarpazos asestaba a su orgullo. Enfadado, cerró de un golpe la pequeña ventana del dormitorio. Permaneció un rato mirando absorto a través del cristal tapizado de moscas muertas, pensando, hastiado, cómo podía matar de una sola vez el tiempo, su desconfianza y los primeros asomos de pesimismo. Se sintió satisfecho al recordar que hacía días que no escuchaba las noticias en alemán y que era una buena ocasión para intentarlo de nuevo. La cantina de la tropa, con su estupenda radio, estaría vacía, así que no se produciría ningún alboroto si el aparato profería los sonidos del enemigo y para colmo en la noche de la gran victoria.

En la unidad de Walter, los que más protestaban por las emisiones en alemán eran los escasos refugiados que había, mientras que los ingleses rara vez perdían la calma. De todos modos, cuando no se trataba del suyo, la mayoría de las veces ni siquiera sabían qué idioma estaban oyendo. Walter lo había comprobado en repetidas ocasiones, y en la mayoría de los casos sin inmutarse, pero de pronto aquel afán de los refugiados por pasar inadvertidos ya no le pareció ridículo, sino una envidiable prueba de su talento para desligarse del pasado. Sin embargo, él seguía siendo un marginado.

En el trayecto de su barracón a la cantina, en el edificio principal, intentó huir de esa melancolía que solía desembocar indefectiblemente en depresión. Igual que un niño que se aprende la lección de memoria sin molestarse en buscar el sentido, se decía una y otra vez, y en ocasiones incluso en voz alta, que ése era un día afortunado para la humanidad. Pese a todo, sólo sentía vacío y cansancio. Con una nostalgia que se reprochó por considerarla un sentimentalismo especialmente necio, Walter pensó en el comienzo de la guerra y en cómo Süj3kind le anunció desde el camión lo del interna-miento y la despedida de Rongai.

El recuerdo aumentó a un ritmo hiriente para su autoestima el deseo de volver a hablar por fin con SüJ5kind. Hacía tiempo que no veía al protector de sus primeros días africanos, pero el contacto nunca se había roto. Al contrario que a Walter, al que el ejército rechazó para ir al frente por ser demasiado mayor, a Süskind lo enviaron a Extremo Oriente, donde resultó levemente herido. Ahora se hallaba en Eldoret. No hacía ni cinco días que había recibido su última carta.

«Es probable que pronto perdamos este estupendo empleo con el rey Jorge -había escrito Süskind-, pero quizá, por gratitud, nos consiga un trabajo en el que volvamos a ser vecinos. Se lo debe un gran rey a unos viejos combatientes.» Lo que para Süskind era una broma y Walter había entendido como tal en su momento, aquella solitaria tarde del 8 de mayo se le antojaba una significativa y despiadada alusión a un futuro que, desde su primer día de uniforme, no había querido admitir. Se irguió y sacudió la cabeza, pero se dio cuenta de que caminaba arrastrando los pies.

Faltaban apenas dos horas para la puesta de sol. Walter sentía el peso de su desamparo como un dolor físico. Sabía que sus cavilaciones estaban a punto de transformarse en fantasmas de los que ya no podría escapar y cuyos ataques serían inclementes. Agotado, se sentó en una gran piedra de superficie lisa bajo un viejo espino egipcio de exuberante copa. Su corazón latía a toda velocidad. Se sobresaltó al oírse decir en voz alta: «Walther von der Vogel-Weide.» Desconcertado, se paró a pensar quién podría ser, pero el nombre le resultó ajeno. La situación le pareció tan grotesca que se echó a reír a carcajadas. Quería ponerse en pie y, sin embargo, se quedó sentado. Seguía sin saber que había llegado el momento de que sus ojos se abrieran ante lo idílico de un paisaje contra el que durante mucho tiempo se habían defendido con férrea obstinación.

Las suaves colinas azules de Ngong se elevaban entre la oscura hierba hacia una franja de finas nubes que alzaba el vuelo con el viento que acababa de levantarse. Vacas de gran cabeza y una joroba que les confería la apariencia de animales primitivos se abrían paso a través de una polvareda rojiza hacia el angosto río. Se oían con claridad los estridentes gritos de los pastores. A lo lejos, una celosía de luz blanca y negra permitía ver una gran manada de cebras con numerosas crías.

Cerca de ellas, unas jirafas que apenas movían sus largos cuerpos devoraban las hojas de los árboles hasta dejarlos desnudos. Walter se sorprendió pensando que envidiaba a las jirafas, a las que nunca había visto hasta que llegó a Ngong, porque sólo podían vivir con la cabeza bien alta. Se sintió inseguro al ver de pronto aquel paisaje como un paraíso del que habría de ser expulsado. La certeza de que no había vuelto a tener esa sensación desde que abandonara Sohrau estremeció sus sentidos.

El aire fresco de la noche azotó bruscamente sus brazos y fustigó sus nervios. La oscuridad, que cayó corno una losa de un cielo todavía claro, le impidió contemplar de nuevo la cadena de montañas y lo dejó desorientado. Walter quiso imaginarse Sohrau de nuevo, esta vez con mayor precisión, pero no vio ni la plaza mayor ni la casa o los árboles de delante, sino sólo a su padre y a su hermana en una gran superficie vacía. Walter tenía otra vez dieciséis años y Liesel, catorce; el padre parecía un caballero medieval. Volvía de la guerra, mostraba sus condecoraciones y quería saber por qué su hijo le había fallado a su patria.

«I am a jolly good chap», dijo Walter, avergonzándose de hablar inglés con su padre.

Regresó lentamente al presente y se vio en una granja, contando las horas desde el orto hasta el ocaso. La rabia le quemaba la piel.

«No he sobrevivido para plantar lino o lamerles el culo a las vacas», añadió. Su voz era sosegada y queda, pero el perro blanco de la mancha negra en el ojo derecho que acudía a diario a los barracones y estaba hurgando en un herrumbroso cubo lleno de apestosa basura lo oyó y movió las orejas. Primero ladró para ahuyentar aquel inesperado sonido, luego aguzó el oído un instante al tiempo que alzaba el hocico. Echó a correr hacia Walter y se restregó contra su rodilla.

«Me has entendido -dijo Walter-, lo veo en tus ojos. Un perro tampoco olvida y siempre encuentra el camino a casa.»

El animal, sorprendido por tan musitada muestra de cariño, le lamió la mano. Los finos pelillos en torno al hocico se humedecieron, los ojos se volvieron más grandes. La cabeza hizo un leve movimiento hacia arriba y se deslizó entre las piernas de Walter.

«¿Lo has notado? Dios, acabo de decir casa. Te lo explicaré, amigo mío. Con todo lujo de detalles. Hoy no sólo ha acabado la guerra, sino que también mi patria ha sido liberada. Ahora puedo volver a decir patria. No me mires con esa cara de idiota. Tampoco yo he caído en la cuenta de inmediato. Se acabaron los asesinos, pero Alemania sigue existiendo.»

La voz de Walter era sólo un temblor, mas también la expresión de un aliento reparador. Intentó explicarse aquel cambio de humor con detenimiento, pero no era capaz de ordenar sus ideas. La sensación de liberación era demasiado grande. Sintió que era importante enfrentarse una vez más a aquella verdad que tanto tiempo había reprimido.

«No se lo diré a nadie más que a ti -le reveló al soñoliento perro-, pero voy a volver. No puedo hacer otra cosa. No quiero seguir siendo un extraño entre extraños. A mi edad, un hombre ha de pertenecer a algún sitio. Adivina adonde pertenezco yo.»

El perro se había despabilado y aullaba como un joven animalillo que por primera vez se aventura entre la alta hierba sin su madre. El marrón claro de sus ojos iluminaba el crepúsculo.

«Ven conmigo, son of a bitch. El polaco está en la cocina haciendo una sopa de hierbas. ¿Sabes?, él también siente nostalgia. Quizá tenga algún hueso para ti. Te lo has ganado.»

En la cantina, Walter hizo girar todos los botones de la radio, pero sólo encontró música. Después se bebió media botella de whisky con el polaco, que hablaba inglés aún peor que él. El estómago le ardía tanto como la cabeza. El polaco sirvió la humeante sopa en dos platos y rompió a llorar cuando Walter le dijo: «Dziekuje.» Walter resolvió enseñarle al perro, que no se había apartado de su lado desde primera hora de la noche, la letra y la melodía de No sé lo que significa.

Los tres se quedaron dormidos: el polaco y Walter en un banco; el perro, debajo. A las diez de la noche Walter se despertó. La radio seguía encendida. Era la emisora alemana de la BBC. Al resumen de noticias de la capitulación incondicional del Tercer Reich Alemán siguió un informe especial sobre la liberación del campo de concentración de Bergen-Belsen.

XVI

Regina dejó cuidadosamente el sombrero, azul marino en los primeros días de miedo y nostalgia, en el portaequipajes situado sobre los asientos de terciopelo marrón claro, y con un movimiento largamente ensayado alisó el áspero fieltro. Cuando se dejó caer en el sillón, tuvo que apretar firmemente la nariz y la boca contra la ventanilla para no echarse a reír. La costumbre de ocuparse primero de su sombrero y sólo entonces de sí misma le pareció ridícula en vista de los cambios que se avecinaban. Al final del trayecto, aquel sombrero, demasiado estrecho desde hacía años y descolorido por el sol y el aire salado del lago, no sería más que un sombrero como otro cualquiera.

La delgada cinta a rayas blancas y azules con el escudo Quisque pro ómnibus estaba casi nueva. La inscripción, bordada con grueso hilo de oro, resplandecía de forma llamativa en la pequeña mancha de sol que penetraba en el compartimiento. Para Regina fue como si el escudo se burlara de ella. Trató de hallar cobijo en la alegría que le provocaban las vacaciones, pero pronto cayó en la cuenta de que las ideas la rehuían y se sintió insegura.

Durante años había deseado en vano la cinta del sombrero del colegio de Nakuru para dejar de ser por fin una marginada en una sociedad que juzgaba a las personas por sus uniformes y a los niños por los ingresos de sus padres, y entonces había conseguido la cinta por su decimotercer cumpleaños, casi demasiado tarde. Tan pronto la locomotora entrara en Nairobi, Regina no volvería a necesitar ni el sombrero ni la cinta. El colegio de Nakuru, que había devorado el salario de su padre como los voraces monstruos de las leyendas griegas a sus indefensas víctimas, tan sólo sería su colegio durante unas pocas horas.

Después de las vacaciones, Regina iría al Instituto para chicas de Kenia, en Nairobi, y sabía de sobra que odiaría el nuevo colegio de igual modo que el viejo. Volverían a empezar de nuevo las pequeñas vejaciones que se iban acumulando a lo largo del día hasta convertirse en un gran suplicio: profesoras y alumnas incapaces de pronunciar su nombre que torcían el gesto al hacerlo como si cada una de las pequeñas sílabas les produjera el mayor de los dolores; los infructuosos esfuerzos por jugar bien al hockey o, al menos, por recordar las reglas y fingir que era importante para una negada en deportes a qué portería iba a parar la bola; el tormento de estar entre las mejores de la clase o, peor aún, de ser nuevamente la primera de la clase; lo más opresivo, empero, era tener y querer a unos padres con un acento que negaba a cualquier niño la posibilidad de formar parte discreta pero plena de la comunidad escolar.

Era una suerte, cavilaba Regina mientras contemplaba absorta el cuero arañado de su maleta, que Inge, la única amiga que había encontrado y deseado en los cinco años que había pasado en Nakuru, también fuera a ir al colegio de Nairobi. Inge ya no llevaba el traje bávaro; afirmaba sin rubor alguno que sólo hablaba un idioma, el inglés, y se avergonzaba sobremanera de tener un apellido alemán. No obstante, Inge seguía prefiriendo con mucho el queso fresco casero que su madre le enviaba para la hora del té a las acres galletas de jengibre por las que se pirraban los niños ingleses, y continuaba besando a sus padres cuando hacía tiempo que no los veía, en lugar de darles a entender con un leve gesto que había aprendido a dominar sus sentimientos. Sobre todo, Inge nunca hacía preguntas estúpidas, como por qué Regina no tenía familia aparte de su padre y su madre o por qué nunca cerraba los ojos ni abría la boca mientras rezaban el avemaría en el salón de actos.

Al pensar en Inge, Regina lanzó un suspiro de alivio en dirección a la cortina marrón de la ventanilla. Asustada, miró alrededor para ver si alguien se había percatado. Sin embargo, las otras chicas que iban con ella a Nairobi para pasar las vacaciones estaban entretenidas con su futuro, sus vocecillas agitadas y sus relatos impregnados de esa arrogancia que les conferían la casa paterna y la lengua materna. Regina ya no envidiaba a sus compañeras. De todos modos ya no volvería a verlas. Pam y Jennifer se habían matriculado en un colegio privado de Johannesburgo, Helen y Daphne se irían a Londres, y a Janet, que no había aprobado el examen final del colegio de Nakuru, la esperaba una tía rica que criaba caballos en Sussex. Regina se permitió otro suspiro de alivio que esta vez profirió con deleite.

Supo que el tren ya había abandonado las sombras del bajo edificio de la estación por la deslumbrante claridad que inundó el compartimiento. Se alegró de estar sentada junto a la ventanilla y poder contemplar tranquilamente una vez más su antiguo colegio. Se sintió como un buey agotado al que desuncen del yugo demasiado tarde, y sin embargo tuvo la necesidad de despedirse sin prisas. No como en Ol’ Joro Orok, cuando abandonó la granja sin sospechar nada y sus ojos no pudieron aprovechar el tiempo por todos los días que vendrían después.

El tren avanzaba lenta, ruidosamente. En la bruma del incipiente calor diurno, los edificios blancos del colegio, que tanto habían amedrentado a Regina cuando tenía siete años que mucho tiempo después su único deseo seguía siendo desaparecer por un gran agujero como Alicia en el País de las Maravillas, se veían extremadamente luminosos sobre la colina de arena rojiza. Las casitas de tejados grises de chapa ondulada e incluso el edificio principal, con sus gruesas columnas, se le antojaron más pequeños y, en su familiaridad, más amables que el día anterior.

Aunque era consciente de que sólo alimentaba su mente con fantasía, Regina se imaginó que podía ver la ventana del despacho del señor Brindley y a él mismo agitando una bandera hecha de pañuelos blancos. Desde hacía meses la inquietaba la certeza de que lo echaría de menos, pero no sospechaba que su añoranza tardaría tan poco tiempo en brotar como el lino tras la primera noche de las grandes lluvias. El último día antes de las vacaciones el director la hizo llamar de nuevo. No dijo gran cosa, se quedó mirando a Regina como si buscara una palabra concreta que se le hubiera extraviado. Fueron los labios de Regina los que no pudieron contenerse. Regina sintió que la invadía de nuevo el calor al pensar cómo había roto el hermoso silencio y balbuceado:

–Le estoy muy agradecida, señor, le estoy muy agradecida por todo.

–No olvides nada -repuso Brindley, y puso cara de ser él y no ella quien tuviera que emprender un safari sin retorno. Luego murmuró-: Little Nell.

Y ella se apresuró a responder, pues le resultaba difícil tragar saliva:

–No olvidaré nada, señor. – Y añadió sin quererlo realmente-: No, señor Dickens.

Ambos se echaron a reír y tuvieron que carraspear a la vez. Por fortuna, Brindley, al que seguían sin gustarle los lloricas, no se dio cuenta de que a Regina se le habían anegado los ojos en lágrimas.

La certeza de que a partir de ese momento no habría ni un señor Brindley ni ninguna otra persona que conociera a Nicholas Nickleby, a la pequeña Dorrit o a Bob Cratchitt, y con toda seguridad tampoco a la pequeña Nell, le arañaba la garganta como un hueso de pollo atascado. Era la misma sensación que retumbaba en su cabeza cuando pensaba en Martin. Su nombre le vino a las mientes con demasiada prontitud. Apenas había llegado a sus oídos cuando la neblina de sus ojos se llenó de agujeros de los que salieron disparadas pequeñas y afiladas flechas.

Regina recordó con claridad el día que Martin fue a recogerla al colegio vestido de uniforme y cómo los dos fueron en el jeep hasta la granja y se tumbaron bajo el árbol poco antes de llegar. ¿Fue entonces cuando decidió casarse con aquel rubio príncipe encantado o acaso fue más tarde? ¿Seguiría pensando Martin en su promesa de esperarla? Ella había mantenido la suya y nunca lloraba al pensar en Ol’ Joro Orok; al menos, no lágrimas.

La idea de que un gran pesar pudiera devorar su tristeza era nueva para Regina, mas no le resultaba desagradable. El tren mecía sus sentidos y la trasladaba a un estado en que aún podía oír palabras sueltas, pero ya no era capaz de formar una frase con ellas. Cuando estaba explicándole a Martin que no se llamaba Regina, sino pequeña Nell, lo cual provocó en él aquella maravillosa risa que al cabo de tanto tiempo seguía haciendo arder sus oídos como el fuego, el primer vagón entró resoplando en Naivasha. El vapor de la locomotora envolvió la casita de color amarillo claro del jefe de estación en un velo blanco y húmedo. Hasta el hibisco de los muros perdió el color.

Escuálidas ancianas kikuyu con el vientre hinchado bajo un paño blanco, los ojos vidriosos y pesados racimos de plátanos sobre sus encorvadas espaldas golpeaban las ventanillas. Sus uñas les arrancaban el mismo sonido que el granizo a un depósito de agua vacío. Si aquellas mujeres querían hacer negocio, tenían que vender sus plátanos antes de que el tren se pusiese en marcha. Susurraban tan conjuradoras como si tuvieran que apartar a una serpiente de su presa. Regina trazó un amplio movimiento con su mano derecha para indicar que no tenía dinero, pero las mujeres no la entendieron. Entonces bajó la ventanilla y les gritó en kikuyu:

–Soy pobre como un mono.

Las mujeres se echaron a reír golpeándose el pecho con los puños y vociferando como los hombres cuando se sentaban solos por la noche ante las chozas. La más vieja, una mujer menuda maltratada por el clima y la vida con un resplandeciente pañuelo azul en la cabeza y sin un solo diente, aflojó la correa de cuero que ceñía sus hombros, dejó en el suelo el pesado racimo, arrancó un gran plátano verde y se lo tendió.

–Para el mono -le dijo, y las carcajadas de todos los que lo oyeron resonaron como el relincho de los caballos. Las cinco chicas del compartimiento miraban a Regina con curiosidad y se sonreían entre sí, pues se entendían sin palabras y se consideraban demasiado adultas para mostrar su desaprobación de otro modo que no fuera con la mirada.

Cuando la mujer deslizó el plátano por la ventanilla, sus rígidos dedos tocaron por un instante la mano de Regina. La piel de la anciana olía a sol, sudor y sal. Regina trató de retener en su nariz aquel olor tan familiar, tan largamente ansiado, todo el tiempo que le fue posible, pero cuando el tren se detuvo en Nyeri, del intenso recuerdo de los buenos tiempos no quedaba más que esa sal de afilados granos que oprimían los ojos como los minúsculos dudus chupasangre bajo las uñas de los pies.

En la estación de Nyeri había mucha gente con pesados fardos envueltos en mantas de colores y grandes cestas de sisal de las que surgían bolsas de papel marrón llenas de harina de maíz, trozos de carne sangrienta y pieles de animales sin curtir. Sólo faltaba una hora para llegar a Nairobi.

Las voces ya no tenían la melodiosa suavidad de las tierras altas. Eran sonoras y, pese a ello, difíciles de entender. Los hombres, que al igual que sus padres y abuelos antes que ellos iban gallina en mano arreando a sus mujeres -los fardos a rastras- como si fueran vacas camino de casa, llevaban zapatos en los pies y camisas tan coloridas como si hubieran recortado el arco iris tras una tormenta. Algunos jóvenes lucían relojes plateados en la muñeca y muchos portaban en la mano un paraguas en lugar de la habitual vara. Sus ojos se asemejaban a los de animales acorralados en una cacería, pero su paso era enérgico y uniforme.

Indias con un punto rojo en la frente y brazaletes que resplandecían como estrellas danzarinas incluso a la sombra ordenaban a negros silenciosos que subieran sus equipajes a los vagones, aun cuando sólo podían viajar en segunda. Soldados de piel clara vestidos de caqui, que pese a los años que llevaban en África seguían creyendo en la puntualidad de los horarios, subían precipitadamente a los vagones de primera. Al desfilar, iban cantando el éxito de la posguerra Don't fence me in. El joven revisor indio les sujetaba la puerta sin mirarlos. La locomotora anunciaba la salida con un estridente silbido.

A la luz amarilla del sol de la tarde, que arrojaba sombras alargadas, las altas montañas que rodeaban Nyeri parecían gigantes inmóviles. Manadas de gacelas avanzaban dando saltos hacia las charcas de agua de un reluciente gris perla. Los babuinos trepaban arriba y abajo por los peñascos terrosos. El trasero de los vocingleros machos cabecillas era de un rojo luminoso. Las crías se aferraban al peludo vientre de sus madres. Regina los observaba con envidia y trataba de imaginarse que también ella era un monito con una gran familia, pero el juego de la infancia había perdido su magia.

Como le sucedía siempre al ver las primeras montañas de Ngong, empezaron a asaltarla las preocupaciones habituales: si su madre dispondría de tiempo para ir a buscarla a la estación o si tendría que ir a trabajar al Horse Shoe y enviaría a Owuor. Para Regina era algo muy especial cuando su madre tenía tiempo, pero también le encantaba intercambiar con Owuor, tras tres meses de separación, aquellas miradas, bromas y juegos de palabras que sólo ellos entendían. A pesar de todo, cuando empezaron las últimas vacaciones se sintió un tanto avergonzada al ver que sólo había ido a recibirla el chico. Experimentó satisfacción cuando comprendió que esta vez todo sería diferente y que cuando el tren llegara a Nairobi no tendría que volver a ver nunca más a sus antiguas compañeras.

Regina sabía perfectamente que su madre la atiborraría de albondiguillas de Kónigsberg[8] y le diría: «En este país de monos no hay alcaparras.» Su plato favorito nunca llegaba a la mesa sin aquella lastimera frase y Regina tampoco olvidaba preguntar: «¿Qué son alcaparras?» Consideraba aquellas costumbres parte de su hogar, y cada vez que regresaba sus sedientos ojos y oídos bebían con deleite la prueba de que nada había cambiado en su vida. Pensar en sus padres, que siempre se esforzaban por hacer de su regreso un día especial, la emocionó aún más que otras veces. Era como si acariciara ya el cariño que esperaba. Recordó que en la última carta antes de las vacaciones su madre le había escrito: «Te vas a quedar de piedra cuando veas la sorpresa que te hemos preparado.»

Para prolongar la expectación, Regina se había prohibido pensar en la sorpresa hasta que no viera la primera palmera, pero en la última parte del trayecto el tren iba más deprisa que en todo el viaje y entró en Nairobi con una brusquedad inesperada. Regina no tuvo tiempo de asomarse a la ventanilla como de costumbre. Fue la última en coger su maleta y tuvo que esperar a que bajaran las chicas de su compartimiento para buscar con la mirada quién había ido a recogerla. Por un breve instante que se le antojó eterno permaneció indecisa ante el tren y no vio más que un muro de piel blanca. Oía gritos excitados, pero no la voz que esperaban sus oídos. Sin respetar el intervalo entre tensión y miedo, Regina sintió la sacudida de la vieja duda de que su madre pudiera haber olvidado el día en que comenzaban sus vacaciones o de que Owuor hubiese salido demasiado tarde para llegar a tiempo a la estación.

Presa de un pánico que la avergonzaba, pues le parecía excesivo e indigno, pero que amenazaba con arrancarle el corazón, Regina cayó en la cuenta de que no tenía dinero para tomar el autobús al Hove Court. Decepcionada, se sentó en la maleta y se alisó la falda del uniforme con movimientos presurosos. Desesperanzada, obligó a sus ojos a vagar de nuevo en la distancia. Entonces descubrió a Owuor. Estaba tan tranquilo en el otro extremo del andén, casi delante de la locomotora: alto, confiado, sonriente y con la negra toga de abogado. Aunque sabía que Owuor iría a su encuentro, corrió hacia él.

Casi lo había alcanzado y ya había colocado entre la lengua y los dientes la broma que él esperaba, cuando se percató de que no estaba solo. Walter y Jettel, que se habían escondido tras un montón de tablones, se incorporaron lentamente y la saludaron con gestos cada vez más excitados. Regina dio un traspié y casi se cae sobre la maleta. La dejó en el suelo, siguió corriendo, extendió los brazos, y mientras corría pensó a quién debía abrazar primero. Decidió estrechar a sus padres con tanta fuerza que los tres se fundieran en uno solo. Tan sólo unos metros la separaban de ese viejo sueño que había dado por perdido hacía tiempo. Entonces se dio cuenta de que de sus pies nacían vigorosas raíces. Se detuvo asombrada: su padre era sargento y su madre estaba embarazada.

La mayor de las felicidades paralizó por un instante las piernas de Regina, pero de tal manera sus sentidos que cada aliento tenía melodía propia. Era como si no pudiera mantener los ojos abiertos por más tiempo sin destruir aquella embriagadora imagen. Mientras corría hacia Owuor, se hizo la oscuridad. Hundió la cabeza en la tela, ahora burda, de la desgastada toga, vio la piel de Owuor a través de sus numerosos agujerillos y olió el recuerdo que la devolvió a la niñez, oyó su corazón y se echó a llorar.

–Nunca olvidaré esto -aseguró cuando sus labios recobraron la movilidad.

–Te lo había prometido -rió Jettel. Llevaba el mismo vestido con el que esperara en Nakuru al niño que no logró vivir. Como entonces, el vestido le apretaba el pecho.

–Pero pensaba que lo habías olvidado -confesó Regina, sacudiendo la cabeza.

–¿Cómo iba a hacerlo? No me has dejado.

–También yo he contribuido un poco.

–Lo sé, sargento Redlich -se burló Regina. Se caló ceremoniosamente el sombrero, que recogió del suelo, extendió tres dedos de la mano derecha y saludó a la manera de los exploradores.

–¿Cuándo ocurrió eso?

–Hace tres semanas.

–Me estás tomando el pelo. Pero si mamá ya está gorda.

–Hace tres semanas que tu padre ascendió a sargento. Tu madre está en el cuarto mes.

–¡Y no me lo habéis dicho en las cartas! Podría haber rezado.

–Era una sorpresa -aclaró Jettel.

–Primero queríamos estar seguros, y ya hemos empezado a rezar -añadió Walter.

Mientras Owuor daba palmas y enviaba sus ojos al vientre de la memsahib como si acabara de enterarse de la hermosa schauri, los cuatro se quedaron mirándose en silencio y cada uno supo en qué estaban pensando los demás. Luego, los seis brazos de Walter, Jettel y Regina volvieron a unirse en una muestra de gratitud y amor. Así que no era ningún sueño infantil.

Las palmeras que flanqueaban la puerta de hierro del Hove Court aún estaban repletas de la savia de la última gran lluvia. Owuor se sacó un pañuelo rojo y le vendó los ojos a Regina. Ella tenía que subirse a su espalda y rodear su cuello con los brazos. Él seguía tan fuerte como en los días de Rongai, que hacía ya tanto se tragara el tiempo, aunque su cabello se había vuelto más sedoso. Owuor chasqueó la lengua tentador, dijo en voz baja «memsahib kidogo» y la llevó por el jardín como un pesado saco, pasando ante la rosaleda, que desprendía el calor del día cuando, a última hora de la tarde, comenzaba a refrescar.

Tras el pañuelo, que la llenaba de expectación y la cegaba a un tiempo, Regina podía oler el árbol de las aromáticas guayabas; oyó a su hada tocar muy bajito la canción infantil de la estrella que brillaba en la noche como un diamante. Aunque no podía ver nada salvo los destellos en el firmamento de la fantasía, sabía que el hada llevaba un vestido de flores de hibisco rojas y que soplaba una flauta plateada.

–Gracias -le gritó Regina al pasar a su lado, pero lo dijo en jaluo, y sólo Owuor rió.

Cuando éste, con el gemido de un asno que lleva días sin hallar agua, la bajó por fin y le quitó el pañuelo de la frente, Regina se encontró ante un pequeño horno en una cocina extraña que olía a pintura fresca y madera húmeda. Sólo reconoció la cacerola de esmalte azul en que las albondiguillas de Kónigsberg -más redondas y grandes que nunca- flotaban en una espesa salsa tan blanca como las dulces gachas de los cuentos infantiles alemanes. Rummler salió gimoteando de la habitación contigua y se abalanzó, jadeante, sobre ella.

–Ahora éste es nuestro apartamento. Dos habitaciones con cocina y lavabo propio -anunciaron Walter y Jettel haciendo de sus voces una sola.

Regina cruzó los dedos para mostrarle a la fortuna que sabía ser agradecida.

–¿Cómo ha sido? – preguntó, dando un paso vacilante en la dirección por la que acababa de aparecer Rummler.

–Los apartamentos que se quedan libres han de ofrecerse primero a los soldados -aclaró Walter. Pronunció la frase, que había aparecido en el periódico y que se había aprendido de memoria, tan aprisa en su duro inglés que la lengua se le enredó, mas Regina se dio cuenta a tiempo de que no debía reírse.

–¡Hurra! – exclamó después de que el nudo de su garganta volviera a las rodillas-. Ahora ya no somos refugiados.

–Sí -corrigió Walter, riendo a pesar de todo-. Seguimos siendo refugiados. Pero no tan bloody como antes.

–Pero nuestro niño no será un refugiado, papá.

–Algún día ninguno de nosotros será un refugiado. Te lo prometo.

–Ahora no -intervino Jettel enojada-. Hoy de verdad que no.

–¿No tienes que ir al Horse Shoe?

–Ya no trabajo. El médico me lo ha prohibido.

La frase penetró en la cabeza de Regina y removió los recuerdos que había enterrado hasta formar un espeso lodo de miedo y desamparo. Pequeños puntitos bailoteaban ante sus ojos, ahora ardientes, cuando preguntó:

–¿Es un buen médico esta vez? ¿Atiende también a los judíos?

–Pues claro -la tranquilizó Jettel.

–Es judío -explicó Walter, recalcando cada palabra.

–Y un hombre muy atractivo -apuntó Diana entusiasmada. Estaba en la puerta con un vestido amarillo claro que hacía palidecer su piel de tal modo que se diría que la luna brillaba ya en el cielo. En un primer momento, Regina sólo vio el resplandor de las flores de hibisco en sus rubios cabellos y, durante un instante de delirio, lo que tardó en abrir y cerrar los ojos, pensó realmente que su hada había bajado del árbol. Luego cayó en la cuenta de que el beso de Diana sabía a whisky y no a guayabas-.Últimamente estoy hecha un lío -sonrió ésta al ir a acariciar el cabello de Regina sin soltar primero a su perro, al que llevaba en brazos-. Vamos a tener un niño. ¿Has oído? Vamos a tener un niño. Ya no puedo dormir por las noches.

Owuor sirvió la cena con el largo kanzu blanco y el fajín rojo del bordado dorado. No dijo ni palabra, tal como aprendiera con su primer bwana en Kisumu, mas sus ojos ya no quisieron regresar a la ardua quietud de una granja inglesa. Sus pupilas estaban tan grandes como la noche en que ahuyentó a las langostas.

–No hay alcaparras en este país de monos -se quejó Jettel, pinchando la albondiguilla con el tenedor.

–¿Qué son alcaparras? – preguntó Regina, masticando complacida y saboreando la agradable magia del anhelo satisfecho, si bien por primera vez no se dio tiempo suficiente para hacer llegar la respuesta a su corazón-. ¿Cómo se llamará nuestro niño? – quiso saber.

–Hemos escrito a la Cruz Roja.

–No lo entiendo.

–Estamos intentando averiguar algo de tus abuelos, Regina -aclaró Walter, metiendo la cabeza debajo la mesa, aunque Rummler estaba detrás de él y tampoco tenía nada en la mano para darle-. Mientras no sepamos qué ha sido de ellos, no podremos llamarlo Max o Ina en memoria suya. Ya sabes que entre nosotros los niños no pueden llevar el nombre de parientes vivos.

Durante un breve instante, Regina se permitió desear no haber entendido aquellas palabras cargadas con flechas envenenadas, igual que Diana, que le susurraba ternezas a su perro al oído y le metía en la boca bolitas de arroz. Pero vio que la seriedad de su padre se transformaba en una expresión de sombría angustia. Los ojos de su madre estaban húmedos. El miedo y la ira se disputaban la victoria en la mente de Regina, y envidió a Inge porque en casa podía decir: «Odio a los alemanes.»

Con la lentitud de un mulo viejo, hizo acopio de fuerzas para concentrarse únicamente en por qué las albondiguillas de Konigsberg se convertían en su garganta en una pequeña montaña de sal y acritud. Finalmente logró al menos mirar a su padre como si fuera ella y no él la criatura necesitada de ayuda.

XVII

Después de la guerra, incluso en los círculos conservadores de la colonia, la tolerancia y la apertura al mundo se consideraban concesiones inevitables a los nuevos tiempos por los que tantos sacrificios había tenido que hacer el Imperio. Con todo, los tradicionalistas estaban unánimemente de acuerdo en que, a ese respecto, sólo el buen sentido británico de la proporción era capaz de protegerlos de exageraciones precipitadas y, por desgracia, también de muy mal gusto. Así pues, en sus conversaciones con los preocupados padres, Janet Scott, la directora del Instituto para chicas de Kenia, mencionaba de pasada que el internado de su colegio, a diferencia del instituto asociado para alumnos externos, de mucho menor prestigio social, sólo admitía un exiguo número de hijos de refugiados. El elevado nivel del internado, baluarte de los viejos ideales, se propaló a gran velocidad por sí solo precisamente en una época de auge social que tendía a apostar más por los sentimientos que por la razón.

Sólo en el círculo íntimo de quienes compartían su parecer recordaba la señora Scott, con un leve arrebol que delataba su orgullo, haber solucionado tan difícil problema con elegancia. Las alumnas que vivían a menos de cincuenta kilómetros del colegio sólo podían acudir al renombrado internado a petición y en circunstancias especiales. Las demás chicas únicamente podían ser admitidas como alumnas externas y no eran consideradas miembros de pleno derecho de la comunidad escolar ni por el profesorado ni por sus compañeras.

Sólo se hacían excepciones, saltándose la norma a la hora de admitir a chicas en el internado, cuando sus madres eran ex alumnas del centro o sus padres resultaban ser patrocinadores generosos. Eso ofrecía garantía suficiente de que las cosas se mantendrían en el equilibrio que tanto apreciaban los arrogantes tradicionalistas. La solución de adaptarse a la nueva situación sin perder de vista la esencia del elemento conservador era considerada por sus partidarios tan diplomática como práctica.

«Es curioso -solía reflexionar la señora Scott a un volumen admirado por su osadía- que precisamente los refugiados sean tan proclives a amontonarse en la ciudad y, por ende, en su mayor parte no tengan la posibilidad de entrar en el internado. Dada su enorme susceptibilidad, es probable que esos pobres diablos se consideren en cierto modo discriminados, pero, ¿qué podemos hacer nosotros para ayudarlos?» Sólo cuando la directora se encontraba realmente segura entre los suyos y a salvo de los molestos malentendidos de las nuevas modas, maravillaba a cuantos la escuchaban con su opinión, expresada de forma objetiva y reparadora, sin sarcasmos gratuitos, de que por fortuna algunas personas eran más hábiles que otras en el trato con las denominadas discriminaciones.

En los dos meses que llevaba de alumna externa, sin ese prestigio social que en la vida escolar de la colonia tenía aún más peso que en cualquier otro sitio, Regina sólo había visto a Janet Scott una vez y de lejos. Fue en la ceremonia celebrada en el salón de actos con motivo de la capitulación de Japón. De comportarse con la discreción que con mayor motivo era de esperar en las alumnas externas, apenas sí existía la necesidad de conocer más de cerca a la directora.

Con todo, la obligada distancia no atenuaba en modo alguno el aprecio que Regina sentía por la señora Scott. Más bien al contrario. Le estaba inmensamente agradecida a la directora del colegio -que no exigía de ella más que la limitada autoestima a la que de todos modos estaba acostumbrada- por un reglamento que la preservaba de una condena aún mayor, la de la odiosa vida en el internado.

También Owuor le debía a la desconocida señora Scott su permanente euforia. Disfrutaba cada día de la posibilidad de ir al mercado con dos kikapus en lugar de con una diminuta bolsa y no tener que bajar los ojos ante los chicos de las memsahib ricas, de volver a cocinar en grandes cacerolas y, sobre todo, de mantener los oídos bien abiertos a las vivencias de tres personas, como en los mejores tiempos de la granja. Por la noche, antes de llevar la comida de la minúscula cocina a la sala de la mesa redonda y la hamaca en que dormía la pequeña memsahib, decía con la intensa satisfacción de un cazador con suerte: «Ya no somos gente cansada de safari.»

Tan pronto Regina saboreaba el primer bocado de comida, llenaba la cabeza de Owuor y su propio corazón de un regocijo siempre embriagador repitiendo la hermosa frase con la cadencia precisa de una voz satisfecha. De noche, en el estrecho columpio de su cama, seis días a la semana convertía aquella magia en un verboso agradecimiento al generoso dios Mungo, que tras tantos años de anhelo y desesperación por fin había escuchado sus plegarias. Las dos horas de autobús antes y después de clase le parecían un precio ínfimo por la certeza de que nunca más tendría que separarse de sus padres durante tres largos meses.

Antes de que saliera el sol, antes aun de que se encendieran las primeras lámparas en las bajas casitas del servicio, se montaba con su padre en el abarrotado autobús que iba a la avenida Delamare, y allí en otro aún más repleto que salía de la ciudad y sólo utilizaban los nativos. Tras numerosas instancias al capitán McDowell, que tenía cuatro hijos en Brighton, abundantes y nostálgicos recuerdos de una vida en familia y una permanente escasez de espacio para sus hombres en los barracones de Ngong, Walter obtuvo permiso para pernoctar en casa en el sexto mes de embarazo de Jettel.

Todos los días acudía a su puesto en el servicio de correos e información de su unidad y no regresaba al Hove Court hasta el anochecer, tan sólo los viernes llegaba a tiempo, la mayor parte de las veces, de acompañar a Regina a la sinagoga. En un principio, cuando su padre retomó la tradición de su infancia con la misma naturalidad que si nunca hubiera renegado de ella para siempre en la desesperación del destierro, Regina pensó que lo único que le importaba era rogar por el bienestar del niño en el lugar adecuado.

«Se trata de ti -le dijo sin embargo su padre-, debes saber cuál es tu sitio. Ya va siendo hora.» Regina no se atrevió a pedir la explicación que ansiaba, pero, sea como fuere, los viernes suprimió sus conversaciones nocturnas con Mungo.

Un viernes de diciembre, aun antes de llegar a los limoneros que había tras las palmeras, Regina oyó a su padre hablando exaltado. Ni siquiera tuvo tiempo de oler el caldo de gallina y el pescado dulce de aquellos apartamentos cuyos inquilinos todavía no hablaban exclusivamente inglés entre ellos y habían pasado a sacrificar el sabat a sus agotadores esfuerzos de adaptación. A decir verdad, no era habitual que su padre estuviera de vuelta tan temprano, si bien tampoco contradecía por principio todas sus experiencias anteriores. De modo que, en principio, no tenía motivo para estar intranquila.

Pese a ello, echó a correr por el jardín más deprisa que de costumbre y decidió tomar el atajo que conducía al apartamento por entre los hormigueros. El miedo fue más veloz que sus piernas, descendió a toda prisa de la cabeza al estómago y permitió que sus ojos contemplaran las imágenes que no querían ver. Cuando Regina salió del angosto agujero del frondoso seto de las espinas, la puerta de la cocina estaba abierta. Encontró a sus padres en un estado que no conocía por experiencia, pero del que lo sabía todo. Aunque la tarde aún conservaba el calor abrasador del día y a su madre le costaba moverse en el húmedo aire más de lo habitual, a Regina le pareció que sus padres habían estado bailando.

Durante un instante lleno de deseo, Regina creyó que el gran milagro de Ol’ Joro Orok se había repetido y que Martin había llegado de visita tan inesperadamente como en los días en que aún era un príncipe. Su corazón acezaba en su interior y su fantasía galopaba hacia un futuro tejido con un manto de estrellas doradas con piedras de un resplandeciente rojo rubí en las puntas. Entonces vio en la mesa redonda un sobre amarillo con muchos sellos. Regina trató de leer el texto que había entre las líneas onduladas del matasellos, pero, aunque todas las palabras estaban en inglés, ninguna de ellas tenía sentido. Al mismo tiempo se dio cuenta de que la voz de su padre era tan aguda como la llamada de un pájaro que siente ' las primeras gotas de lluvia en las alas.

–¡Ha llegado la primera carta de Alemania! – gritó Walter. Tenía el rostro enrojecido, pero sin miedo; los ojos, límpidos, iluminados por minúsculos destellos.

Expedida como correo militar de las fuerzas de ocupación de la zona británica, la carta iba dirigida a «Walter Redlich, farmer in the surrounding of Nairobi» y la enviaba Greschek. Owuor, que había ido a recogerla a la oficina del Hove Court y había desencadenado sin sospecharlo la alegría que aún horas más tarde llameaba como un incendio en el matorral, pronunciaba ya tan bien aquel apellido que la lengua apenas se le quedaba pegada entre los dientes.

–Greschek. – Rió, dejó el sobre en la hamaca y observó atentamente cómo la fina envoltura se balanceaba como si fuera uno de aquellos barquitos que viera una vez en Kisumu siendo joven-. Greschek -repitió, haciendo que también su voz se tambaleara.

–¡Josef lo ha conseguido! – exclamó Walter lleno de entusiasmo, y sólo entonces se percató Regina de que las lágrimas le resbalaban por la barbilla-. ¡Se ha salvado! No me ha olvidado. ¿Sabes quién es Greschek?

–Greschek contra Krause -recordó Regina con alegría. De pequeña creía que aquella frase encerraba la mayor magia del mundo. No tenía más que decirla y su padre se echaba a reír. Era un juego maravilloso, pero un buen día comprendió que, cuando se reía, su padre parecía un perro apaleado. Después de eso enterró en el fondo de su cabeza aquellas tres palabras cuyo significado jamás llegó a entender-. He olvidado lo que quiere decir -continuó, cohibida-. Pero siempre decías eso en Rongai. Greschek contra Krause.

–Tal vez tus profesores no sean tan tontos. A decir verdad pareces una niña muy lista.

El halago acarició suavemente el oído de Regina, tranquilizándola. Se paró a pensar satisfecha cómo podía hacer que el aplauso recién cosechado desembocara en una gran ovación sin parecer vanidosa.

–Fue contigo hasta Roma cuando tuviste que marcharte de tu patria -se le ocurrió por fin.

–Hasta Génova, Roma no tiene puerto. ¿Es que no os enseñan nada en el colegio?

Walter le tendió la carta a Regina. Ésta vio que a su padre le temblaba la mano y comprendió que esperaba de ella la misma agitación que sacudía su cuerpo. Sin embargo, al contemplar la delgada caligrafía con sus arcos y sus picos, que le pareció la escritura de los mayas que había visto hacía poco en un libro, no consiguió reprimir la risa a tiempo.

–¿Tú también escribías así cuando eras alemán? – preguntó sin dejar de reír.

–Soy alemán.