Inmediatamente después de la puesta de sol, Manjala servía refrescos en vasos de colores; y poco después, platos tan familiares como si Lilly pudiera comprar a diario en carnicerías, panaderías y ultramarinos alemanes. Su voz, que parecía cantar incluso cuando llamaba a los chicos o les daba de comer a las gallinas, y el acento de Francfort de Oha les parecían a Walter y Jettel mensajes de un mundo extraño. Por las noches, Lilly cantaba el repertorio de su pasado.
Los chicos se sentaban ante la puerta, las mujeres, con sus bebés a la espalda, se quedaban delante de las ventanas abiertas y, durante las pausas, el caniche se sentaba sobre las patas traseras y ladraba suave, melodiosamente en la noche. Aunque Walter y Jettel nunca habían vivido semejantes acontecimientos musicales, en los conciertos nocturnos olvidaban todas sus tribulaciones y se abandonaban a románticos sentimientos que les devolvían la esperanza y la juventud.
Oha disfrutaba tanto con sus invitados como ellos de su hospitalidad, pues ni él ni quienes se hallaban en la granja eran capaces de saciar por mucho tiempo la necesidad de Lilly de nuevos oyentes; aunque él sabía que semejante situación de placentero dar y agradecido recibir no podía durar mucho.
–Un hombre ha de poder alimentar a su familia -le decía a Lilly.
–Hablas como antes, Oha. Eres y siempre serás alemán.
–Desgraciadamente. Sin ti me encontraría en la misma situación desesperada que Walter. Nosotros, los juristas, no hemos aprendido más que tonterías.
–A ese respecto una cantante sale mejor parada.
–Sólo si es como tú. Por cierto, le he escrito a Gibson.
–¿Has escrito una carta en inglés?
–En inglés estará cuando tú la traduzcas. He pensado que Gibson puede necesitar a Walter. Pero no le digas nada aún. La decepción sería demasiado grande.
Oha sólo conocía a Gibson, al que le había comprado pelitre unas cuantas veces de pasada, pero sabía que llevaba tiempo buscando a un hombre dispuesto a trabajar en su granja de Ol’ Joro Orok por seis libras. Geoffry Gibson poseía una fábrica de vinagre en Nairobi y no tenía la menor intención de mirar por su granja más de cuatro veces al año, una granja en la que cultivaba exclusivamente pelitre y lino. Su reacción no se hizo esperar.
–Es exactamente lo que te conviene -se alegró Oha al recibir la confirmación de Gibson-. Allí no matarás ni vacas ni gallinas, y de él no tienes nada que temer. Sólo has de construirte una casa.
Diez días después de que un pequeño camión subiera jadeando la cenagosa carretera en dirección a las montañas de Ol’ Joro Orok, la casita entre los cedros ya tenía su tejado. El carpintero indio Daji Jiwan, junto con treinta trabajadores de las schambas, erigió la casa de tosca piedra gris para el nuevo bwana. Antes de que cubrieran el tejado de hierba, barro y estiércol, Regina pudo sentarse por última vez en las vigas de madera, que, a diferencia de las chozas de los nativos, no terminaban en punta, sino al bies.
Regina dejaba que Daji Jiwan, con sus relucientes cabellos negros, la piel morena clara y los ojos dulces, la alzara para que ella trepara justo hasta el centro del tejado. Allí era donde se sentaba largo tiempo y en silencio desde que llegaran a Ol’ Joro Orok, como cuando aún era una niña que no sabía nada y se tumbaba bajo los árboles de Rongai con su aja.
Su mirada vagaba hasta la gran montaña del tejado blanco, que su padre afirmaba que era de nieve, y se posaba allí hasta cansarse.
Luego su cabeza efectuaba un rápido movimiento hacia el oscuro bosque, desde el que los tambores relataban por la noche las schauris del día y chillaban los monos al salir el sol. Cuando el calor invadía su cuerpo, su voz se volvía poderosa y les gritaba a sus padres, abajo en el suelo: «No hay nada más hermoso que Ol’ Joro Orok.» El eco regresaba más nítido y más alto que en los días que habían dejado de existir y en los que era el Menengai el que le respondía. «No hay nada más hermoso que Ol’ Joro Orok», volvía a gritar Regina.
–No ha tardado en olvidar Rongai.
–Tampoco yo -repuso Jettel-. Quizá aquí tengamos más suerte.
–Bah, todas las granjas son iguales; lo principal es que estemos juntos.
–¿Tenías ganas de verme en el campo?
–Muchas -contestó Walter, y se preguntó cuánto duraría la nueva vida en comunión en Ol’ Joro Orok-. Lástima que no esté Owuor -suspiró-. Fue un amigo desde el principio.
–Claro que entonces tampoco nosotros éramos enemy aliens.
–Jettel, ¿desde cuándo eres irónica?
–La ironía es un arma. Eso decía Elsa Conrad.
–Conserva tus armas.
–Por algún motivo, tengo la sensación de que esto es aún más solitario que Rongai.
–Casi lo temo. Sin Süskind.
–Pero no está tan terriblemente lejos de Gilgil, Oha y Lilly -lo consoló Jettel.
–Sólo a tres horas en coche.
–¿Y sin él?
–En ese caso, Gilgil no está mucho más cerca que Leobschütz.
–Ya verás como vamos -insistió Jettel-. Y, además, Lilly ha prometido venir a vernos.
–Espero que antes no se entere de lo que cuentan las gentes de por aquí.
–¿Qué?
–Que ni las hienas aguantan más de un año en Ol’ Joro Orok.
Ol’ Joro Orok constaba únicamente de algunos sonidos que Regina adoraba y de la duka, una minúscula tiendecita en una caseta de chapa. El indio Patel, propietario del establecimiento, era tan pudiente como temido. Vendía harina, arroz, azúcar y sal, manteca en latas, polvos para flan, mermelada y especias. Cuando se pasaban los comerciantes de Nakuru, disponía de mangos, papayas, repollos y puerros. Había gasolina en bidones, parafina en botellas para las lámparas, alcohol para los granjeros de los alrededores y finas mantas de lana, pantalones cortos color caqui y toscas camisas para los negros.
Al desabrido Patel no sólo había que tenerlo contento por su mercancía, sino porque tres veces a la semana llegaba un coche desde la estación de ferrocarril de Thompson's Falls que dejaba el correo en su tienda. Aquel que no resultaba del agrado de Patel, algo que no era inusual (bastaba con tardar demasiado en decidirse a la hora de comprar), era castigado con la supresión del correo, aislado del mundo. El indio había descubierto enseguida que los europeos ansiaban tanto sus cartas y sus periódicos como sus compatriotas el arroz, del cual, de todos modos, nunca había suficiente.
A su modo mohíno, Patel incluso sentía cierta compasión por los refugiados. Para su gusto, escatimaban excesivamente el dinero, pero habían sido declarados enemy aliens y ésa era una señal inequívoca de que los ingleses no los querían. Por su parte, Patel despreciaba a los ingleses, que le hacían sentir que para ellos él estaba al mismo nivel que los negros.
La granja de Gibson estaba a diez kilómetros de la duka, a tres mil metros de altitud en pleno Ecuador, y era mayor que cualquier otra granja de los alrededores. Incluso Kimani, que vivía allí desde antes de que plantaran el primer linar, tenía que pensar largo tiempo qué camino debía tomar para llegar a un destino concreto. Kimani, un kikuyu de unos cuarenta y cinco años, era bajo, listo y famoso por ser más veloz con la lengua que una gacela con sus patas. Les ordenaba a los chicos de las schambas lo que tenían que hacer en los campos y, mientras la granja estuvo sin bwana, también les asignaba sus salarios.
Al atardecer, tan pronto la sombra alcanzaba la cuarta estría del depósito de agua, Kimani golpeaba la delgada chapa con una larga vara, indicando así el final de la jornada. Como señor del tiempo y también dado que repartía la ración diaria de maíz para el vespertino puré de poscho, Kimani gozaba del respeto de todo el mundo en la granja, hasta del de los nandis, que ni trabajaban en los campos ni recibían maíz, sino que vivían al otro lado del río y tenían sus propios rebaños.
Hacía ya tiempo que Kimani deseaba contar con la presencia de un bwana en la granja, como era habitual en Gilgil, en Thompson's Falls e incluso en Ol’ Kalao. ¿De qué le servían a él la estima y el reconocimiento si la tierra de la que se ocupaba no era lo bastante buena para un hombre blanco? La nueva casa alimentaba su orgullo. Cuando, por las tardes, concluía el trabajo y el frío se instalaba en la piel, las piedras permanecían suficientemente calientes como para frotar contra ellas la espalda. Con Daji Jiwan, responsable de aquel esplendor, hablaba con sumo respeto, aunque por lo demás apreciaba aún menos a los indios que a los del clan de los lumbua.
A Kimani le gustaron el nuevo bwana de los ojos muertos y la memsahib del vientre demasiado plano, que parecía que no fuera a albergar ya a ningún hijo más. Con una rapidez mayor de lo habitual, dio muerte a su desconfianza de los extraños y ahuyentó su mutismo. Llevó a Walter a los campos que había junto al bosque y hasta el río, que sólo traía agua en la estación de las lluvias. Tomó en su mano las poderosas flores del pelitre y el radiante lino azul, llamó su atención sobre el color de la tierra y, una y otra vez, sobre la distancia que necesitaban las plantas entre sí para prosperar. Kimani comprendió pronto que el nuevo bwana tenía tras de sí un largo safari y que no sabía nada de las cosas que un hombre debía saber.
Después de la casa, Daji Jiwan levantó una construcción para la cocina con la forma redonda de las chozas de los nativos y a continuación, muy a regañadientes, sobre un profundo foso colocó un tabique de madera con un banco en el que practicó tres orificios de distintas dimensiones. El retrete era un diseño de Walter y estaba tan orgulloso de él como Kimani de sus campos. En la puerta mandó tallar un corazón, que pronto despertó tal admiración en la granja que Daji Jiwan se reconcilió con una construcción que para él no tenía utilidad alguna. Su religión le prohibía aliviar el cuerpo dos veces en el mismo sitio.
Cuando la cocina estuvo terminada, Kimani apareció con un hombre llamado Kania- al que presentó como su hermano-, que barrería la estancia. Para hacer las camas sacó a Kinanjui de los campos. Kamau llegó para lavar los platos. Solía pasarse horas sentado ante la casa sacando brillo a los vasos, haciendo que resplandecieran al sol. Por último, en la puerta apareció Jogona. Era casi un niño y sus piernas eran tan delgadas como las ramas de un árbol joven.
–Mejor que un aja -le dijo Kimani a Regina.
–¿Era antes un corzo? – quiso saber ésta.
–Sí.
–Pero no habla.
–Hablará kessu.
–¿Qué tiene que hacer?
–Cocinar para el perro.
–Pero si no tenemos perro.
–Hoy no tenemos perro -afirmó Kimani-, pero kessu sí.
Kessu era una buena palabra. Significaba mañana, pronto, en algún momento, tal vez. La gente decía kessu cuando necesitaba calma para su cabeza, sus oídos y su boca. El único que no sabía cómo curar la impaciencia era el bwana. Todos los días le pedía a Kimani un chico que ayudara a la memsahib en la cocina, pero Kimani mascaba aire con los dientes cerrados antes de responderle:
–Pero si ya tienes a un chico para la cocina, bwana.
–¿Dónde, Kimani? ¿Dónde?
A Kimani le encantaba esa conversación diaria. A menudo, cuando había terminado, dejaba escapar de su boca ruiditos similares a ladridos. Sabía que enojaban al bwana, pero era incapaz de renunciar a ellos. No era fácil amansar al bwana con calma. Su safari había sido demasiado largo. La obstinada negativa de Kimani a aclarar la situación sembraba la inseguridad en Walter. Jettel necesitaba ayuda en la cocina. No podía amasar sola el pan, a duras penas lograba levantar los pesados recipientes de agua potable y era incapaz de convencer a Kamau, el lavaplatos, de que alimentara el humeante horno de la cocina o de que llevara la comida a la casa.
«Ése no es mi trabajo», decía Kamau tan pronto se le pedía ayuda, y seguía sacando brillo a los vasos.
Esa lucha diaria ponía de mal humor a Jettel y nervioso a Walter. Éste sabía que no disponer de suficiente servicio doméstico lo dejaba en ridículo a ojos de las gentes de la granja. Más aún le inquietaba la idea de que Gibson apareciera de repente y viera al instante que su nuevo gerente ni siquiera era capaz de conseguir un chico para la cocina. Tenía la sensación de que no le quedaba mucho tiempo para imponer su voluntad.
En sus rondas con Kimani, les preguntaba a los hombres que le gritaban jambo con especial amabilidad o que simplemente daban la impresión de no tener reparos en trabajar en la casa en lugar de en las schambas si no querrían ayudar a cocinar a la memsahib. Día tras día sucedía lo mismo. Los trabajadores aludidos volvían a un lado la cabeza desconcertados, proferían los mismos ruiditos-ladridos que Kimani, miraban a lo lejos y salían corriendo a toda prisa.
–Es como una maldición -dijo Walter la noche en que se hizo fuego en la casa por primera vez. Kania se había pasado todo el día enfrascado en la nueva chimenea, la había deshollinado y limpiado y había apilado la madera en forma de pirámide. Entonces se acuclilló satisfecho, prendió un trozo de papel, se puso a soplar suavemente la llama hasta arrancarle unas ascuas y atrajo el calor a la habitación.
–Por el amor de Dios, ¿cómo puede ser tan difícil encontrar a un chico para la cocina?
–Jettel, si lo supiera, ya lo tendríamos.
–¿Por qué no nombras a uno sin más ni más?
–Tengo poca experiencia dando órdenes.
–Bah, tú y tu delicadeza. En el Norfolk todas las mujeres hablaban de lo bien que se las arreglaban sus maridos con los chicos.
–¿Por qué no tenemos un perro? – preguntó Regina.
–Porque tu padre es demasiado tonto hasta para encontrar un chico para la cocina. ¿Es que no has oído lo que acaba de decir tu madre?
–Pero un perro no es un chico para la cocina.
–Dios, Regina, ¿es que no puedes mantener la boca cerrada por una vez en tu vida?
–La niña no tiene la culpa.
–Estoy harto de que gimotees por las ollas de Rongai.
–Yo no he dicho nada de Rongai -insistió Regina.
–También se pueden decir cosas sin decirlas.
–Y tú siempre has dicho que todas las granjas son iguales -apuntó Jettel.
–Esta maldita granja no. Ésta tiene una chimenea, pero no tiene un chico para la cocina.
–¿No te gusta la chimenea, papá?
La insistencia en la voz de Regina inflamó la ira de Walter. Sólo sentía el deseo, tan pueril como grotesco, de no escuchar nada más, de no decir nada más. En el alféizar de la ventana estaban las tres lámparas para la noche. Walter cogió la suya, la rellenó de parafina, la encendió y bajó tanto la mecha que sólo emitía un débil resplandor.
–¿Adonde vas? – gritó Jettel asustada.
–Al bar -bramó Walter por toda respuesta, si bien el arrepentimiento le desgarró la garganta-. Un hombre tiene derecho a mear solo -añadió, e hizo un ademán que pretendía reflejar su intención de despedirse durante más tiempo, pero la broma no tuvo éxito.
La noche era fría y muy oscura. Sólo las hogueras ante las chozas de los chicos de las schambas centelleaban como diminutos puntos rojizos. En la linde del bosque aullaba un chacal que había salido de caza demasiado tarde. A Walter le pareció que también el animal se reía de él, de modo que se tapó fuertemente los oídos con las manos, pero el sonido no cesaba. Se mofaba de él, y tanto lo atormentaba que por momentos creía que había ladrado un perro. Eran los mismos sonidos humillantes que profería Kimani cuando él le preguntaba por el chico para la cocina.
Walter pronunció el nombre de Kimani en voz queda, pero el eco, burlándose, se lo devolvió amplificado. Se percató de que la rebelión de su cabeza empezaba a atacarle al estómago, y se alejó de la casa corriendo para no vomitar a la puerta. La arcada no le procuró alivio alguno. El sudor en la frente, la sensación de entumecimiento en sus húmedas manos y el fino velo ante los ojos le recordaron la malaria y el hecho de que en Ol’ Joro Orok no tenía vecinos a los que poder pedir ayuda.
Se frotó los ojos y comprobó, aliviado, que los tenía secos. Pese a todo, sintió la humedad en el rostro y, después, una opresión tan angustiosa en el pecho que creyó que iba a desplomarse. Como el ladrido retumbaba cada vez con más fuerza en su oído derecho, Walter arrojó la lámpara en la hierba y permaneció inmóvil. El calor se apoderó de su cuerpo. Un olor que no pudo identificar le trajo primero un recuerdo, apagó luego su agitación. Comprendió que los trémulos movimientos no procedían de su corazón y, finalmente, notó también la áspera lengua que le lamía la cara.
«Rummler -susurró Walter-. Rummler, maldito canalla. ¿De dónde sales? ¿Cómo me has encontrado?» Repitió ora el nombre del animal ora cariñosos apelativos que nunca antes se le habían ocurrido, agarró el grueso pescuezo del perro con ambas manos, olió su humeante pelaje y se dio cuenta de que le volvían las fuerzas y veía bien otra vez.
Mientras Walter apretaba contra sí al agitado y jadeante animal y lo acariciaba asombrado, embriagado de una dicha que lo incomodaba, miró tímidamente alrededor como si temiera que pudieran sorprenderlo en el paroxismo de su ternura. Entonces vio una figura que se aproximaba.
Con torpeza, pues a duras penas logró liberarse de aquel abrazo de desmesurada alegría y turbación, Walter cogió la lámpara del suelo y subió la mecha. Primero sólo vio una sombra similar a una nube oscura, si bien pronto pudo distinguir el perfil de un hombre corpulento que corría cada vez más aprisa. Walter creyó divisar la silueta de un abrigo que aleteaba a cada una de las zancadas, aunque hacía ya días que no soplaba el viento.
Rummler gañó y ladró antes de emitir un gran aullido de alegría que, por un breve instante, silenció cualquier otro sonido y luego, de repente, se transformó en unas notas que sólo podían proceder de una persona. Alto y claro, un sonido familiar rasgó el silencio de la noche.
-Perdí mi corazón en Heidelberg -canturreó Owuor, recortándose contra la claridad amarillenta de la lámpara. Un trozo de su camisa blanca resplandecía bajo la toga negra.
Walter cerró los ojos y esperó, agotado, despertar de un sueño, pero sus manos sentían el lomo del perro y seguía oyendo la voz de Owuor:
-Bwana, duermes de pie.
Walter abrió la boca, pero no podía mover la lengua. Ni siquiera se percató de que había extendido los brazos hasta que notó el cuerpo de Owuor junto al suyo y la orla de seda de la toga en la barbilla. Durante unos preciosos segundos, dejó que el rostro de Owuor, con su nariz chata y su tersa piel, adoptara los rasgos de su padre. Experimentó un agudo dolor cuando la imagen de consuelo y añoranza se desvaneció, mas la dicha permaneció.
–Owuor, canalla, ¿de dónde sales?
–Canalla. – Owuor saboreó la extraña palabra y tragó saliva complacido, pues le había salido en el acto.– De Rongai. – Rió, hurgó bajo la toga, en el bolsillo del pantalón, y sacó un trocito de papel cuidadosamente doblado.– He traído las semillas -anunció-. Ahora también podrás plantar aquí tus flores.
–Son las flores de mi padre.
–Son las flores de tu padre -repitió Owuor-. Te han encontrado.
–Tú me has encontrado, Owuor.
–La memsahib no tiene cocinero en Ol’ Joro Orok.
–No. Kimani no le ha encontrado ninguno.
–Ha ladrado como un perro. ¿No has oído ladrar a Kimani, bwana?
–Sí. Pero no sabía por qué ladraba.
–Era Rummler, que hablaba por boca de Kimani. Te decía que estaba de safari conmigo. Ha sido un largo safari, bwana. Pero Rummler tiene una buena nariz. Ha encontrado el camino.
Owuor esperó impaciente para ver si el bwana se creía la broma o si aún era tan tonto como un pollino y no sabía que en un safari un hombre necesita su cabeza y no la nariz de un perro.
–Owuor, fui otra vez a Rongai a recoger mis cosas, pero no estabas.
–Un hombre que ha de dejar su casa no tiene buenos ojos. No quería ver tus ojos.
–Eres listo.
–Eso dijiste el día en que llegaron las langostas -se alegró Owuor. Mientras hablaba, miraba a lo lejos como si quisiera recuperar el tiempo, y sin embargo sentía cada movimiento de la noche-. Ahí está la memsahib kidogo -dijo exultante.
Regina estaba en la puerta. Gritó varias veces el nombre de Owuor, cada vez más alto, y se precipitó hacia él mientras Rummler le lamía las piernas desnudas. Liberó su garganta y comenzó a chasquear la lengua. Ni siquiera cuando Owuor la depositó de nuevo en la blanda tierra y ella se inclinó sobre el perro y le humedeció el pelaje con los ojos y la boca, ni siquiera entonces dejó Regina de hablar.
–Regina, ¿qué farfullas? No entiendo una palabra.
-Jaluo, papá. Hablo jaluo. Como en Rongai.
–Owuor, ¿tú sabías que hablaba jaluo?
–Sí, bwana. Lo sé. El jaluo es mi lengua. Aquí en Ol’ Joro Orok sólo hay kikuyus y nandis, pero la memsahib kidogo tiene una lengua como la mía. Por eso he podido venir hasta ti. Un hombre no puede estar donde no se le entiende.
Owuor lanzó su risa al bosque y luego a la montaña con el sombrerete de nieve. El eco tenía la fuerza que sus sedientos oídos necesitaban, y sin embargo su voz era queda cuando dijo:
–Pero eso ya lo sabes, bwana.
Arthur Brindley, miembro del equipo de remo de Oxford en su juventud y condecorado con la Cruz de la Victoria en la Primera Guerra Mundial, tenía un saludable sentido de la proporción y se correspondía a la perfección con el ideal de la educación en la madre patria. Nunca aburría a los padres con tesis pedagógicas que no querían oír y que, de todos modos, no habrían entendido. Le bastaba con mencionar el lema del colegio. Quisque pro ómnibus dominaba en letras doradas la pared del salón de actos y aparecía bordado en el escudo que debían lucir las chaquetas, corbatas y cintas del sombrero del uniforme escolar.
El señor Brindley se mostraba satisfecho y, en los días buenos, incluso un tanto orgulloso, cuando miraba por la ventana de su despacho, en el impresionante edificio principal de piedra blanca con las macizas columnas redondas en la entrada. Las numerosas construcciones pequeñas de madera clara y tejado de chapa que servían de dormitorios y eran el blanco de las burlas de los partidarios de los colegios privados excesivamente clasistas por parecerse a los cuartos de la servidumbre, algo absolutamente injusto en opinión de Brindley, le recordaban a su niñez en un pueblo del condado de Wiltshire. Las rosaledas, dispuestas con total precisión tras los espesos setos que rodeaban las casas de los profesores, y el tupido césped que separaba los campos de hockey de las viviendas de las profesoras le hacían pensar en suntuosas mansiones inglesas bien administradas. El lago, con la superficie teñida de rosa por los flamencos, estaba suficientemente cerca como para hacer las delicias de un ojo educado en la suavidad inglesa y a la vez tan lejos como para no permitir en los niños ningún deseo innecesario de naturaleza o de un mundo más allá del perímetro del colegio.
Sin embargo, desde hacía algún tiempo los árboles bajos de finos troncos por los que trepaban prolíficos pimenteros irritaban al director. Había descubierto tiempo atrás que los árboles se adaptaban especialmente bien al árido paisaje del valle del Rift, pero a él poco le alegraban la vida desde que tenía que presenciar cada día cómo últimamente algunos niños acudían allí en su tiempo libre. Brindley nunca había prohibido expresamente tan molesta incursión en lo privado; lo cierto es que tampoco había tenido motivo para hacerlo. Más aún le contrariaba la prueba de que a determinados alumnos, y todavía más a las nuevas alumnas, les resultaba tremendamente difícil hacerse a una vida que censuraba el individualismo y a los inconformistas.
Para Arthur Brindley, semejantes desviaciones de la armoniosa norma eran, sin duda, una consecuencia de la guerra. El director tenía que admitir en su colegio cada vez a más niños que mostraban escaso interés por las antiguas virtudes inglesas de pasar inadvertido y, sobre todo, de anteponer la comunidad a la propia persona. Un año después de que estallara la guerra, las autoridades de Kenia introdujeron la enseñanza general obligatoria para los niños blancos. Brindley lo consideró no sólo una limitación de la libertad paterna, sino también un esfuerzo auténticamente desmedido de la colonia por imitar a la amenazada madre patria en época de necesidad.
Para el colegio de Nakuru, en el centro del país, la escolarización obligatoria trajo consigo cambios decisivos. Tenía que admitir incluso a los hijos de los bóers y podía considerarse afortunado de que no fueran demasiados. A la mayoría la enviaron al colegio afrikaans de Eldoret. Aquellos de los alrededores que fueron a parar a Nakuru eran obstinados y, pese a su escaso conocimiento de la lengua inglesa, no ocultaban su odio hacia Inglaterra. No intentaban ni llevarse bien con sus compañeros ni disimular su nostalgia. A pesar de todo, el trato con los irascibles y pequeños bóers resultó más sencillo de lo que se suponía en un principio. No reclamaban ninguna atención y los profesores sólo tenían que ocuparse de que los pequeños y tercos rebeldes no se amotinaran y perturbaran la disciplina escolar.
Para el director, un problema mucho mayor lo constituían los hijos de los denominados refugiados. Cuando los llevaban al colegio sus padres, que tenían una desagradable propensión a montar las típicas escenas de despedidas continentales con apretones de manos, abrazos y besos, parecían los pequeños, lastimeros personajes de las novelas de Dickens. Sus uniformes eran de género de mala calidad y con toda seguridad no habían sido adquiridos en el correspondiente establecimiento de material escolar de Nairobi, sino que su confección era obra de sastres indios. Pocos eran los niños que llevaban el escudo del colegio.
Esto se oponía a la saludable tradición de igualación mediante el uniforme, y antes de que se introdujera la enseñanza obligatoria, habría sido motivo suficiente para no admitir a dichos alumnos. Sin embargo, el director sospechaba que si obraba según el reglamento, provocaría desagradables discusiones con las máximas autoridades escolares en Nairobi. Arthur Brindley encontraba molesta la situación. Ciertamente, él no era intolerante con aquellas personas con quienes, según tenía entendido, se había cometido una injusticia, motivo por el cual no habían podido quedarse allí donde les correspondía.
Así y todo, su acusado sentido de la justicia se resistía a que, de algún modo, los niños judíos parecieran marcados por la ausencia de escudo. Lo mismo se podía decir de las niñas los domingos, pues carecían de los preceptivos vestidos blancos para ir a la iglesia. Estaba seguro de que ésa era la razón de que pusieran tantas trabas cuando se les ordenaba ir a misa.
Pero «los malditos niños refugiados», como los llamaba Brindley en su círculo de colegas, traían de cabeza al director por otro motivo. Casi nunca se reían, siempre parecían mayores de lo que en realidad eran y, según los criterios ingleses, tenían unas pretensiones del todo absurdas. Apenas estas adustas criaturas desagradablemente precoces dominaban la lengua, cosa que solía suceder con una rapidez asombrosa debido a sus ganas de aprender y a su extrema ambición, fastidiosa incluso para pedagogos comprometidos, se convertían en marginadas de una comunidad en la que sólo contaban los éxitos deportivos. Brindley, que había estudiado literatura e historia y obtenido unos resultados altamente satisfactorios, no albergaba personalmente tales prejuicios en contra de los méritos intelectuales. Sin embargo, con los años había aprendido a aceptar como típico de la vida en la colonia el tranquilizador letargo de los hijos de los granjeros en clase. Nunca había tenido que preocuparse de la religión, de modo que con frecuencia se sorprendía reflexionando sobre si la excesiva aplicación no podría tener su origen en la doctrina judía. Tampoco consideraba por completo descabellada su tesis de que los judíos probablemente tuvieran ya desde pequeños una relación tradicional con el dinero y quizá sólo quisieran sacar el máximo provecho de la matrícula escolar. Si bien despreciaba semejantes intromisiones en el ámbito privado, a oídos de Brindley no dejaba de llegar el rumor de que numerosos padres de refugiados sólo a duras penas conseguían reunir las pocas libras de la matrícula escolar y que, aun en caso de que lo lograran, nunca podían darles a sus hijos la obligada paga.
Al director le parecía típico el caso de la niña del nombre impronunciable y los tres enardecidos hombres que la habían dejado por vez primera en el colegio de Nakuru hacía seis meses. Por aquel entonces, Inge Sadler no hablaba ni palabra de inglés, aunque era evidente que sabía leer y escribir, algo que a su profesora le pareció más un obstáculo que una ventaja. Al principio, la apocada chiquilla se limitaba a guardar silencio y parecía una niña de pueblo que tuviera que servir el té en una casa señorial.
Cuando Inge empezó a hablar, lo hizo en un inglés casi fluido, a excepción de un molesto arrastrar de las erres. Después sus progresos fueron tan enormes como irritantes. La propia señorita Scriver, que en un principio se había opuesto enérgicamente a admitir en su clase a una niña sin conocimientos lingüísticos, no tuvo más remedio que proponer que Inge adelantase dos cursos de golpe. Semejante cambio en medio del año escolar jamás se había dado en el colegio y en consecuencia no fue bien visto, ya que los pocos niños aventajados podrían haberse barruntado cierto favoritismo. Cosas así solían acarrear desagradables disputas con los padres.
La niña de Ol’ Joro Orok, cuyo nombre era tan impronunciable como el de la pequeña empollona de Londiani, también había hecho imposible que Brindley se mantuviera fiel a su eficaz principio de no sentar precedentes. Exactamente igual que hiciera Inge antes que ella, durante las primeras semanas en el colegio de Nakuru, Regina había seguido todos los acontecimientos muda, asintiendo con timidez cuando le preguntaban. Luego, con una brusquedad que Brindley estimó un tanto provocadora, les dejó entrever a sus profesores que no sólo había aprendido inglés, sino que además sabía leer y escribir. También hubo que adelantar a Regina dos cursos de golpe. De modo que las dos pequeñas refugiadas, que de todas formas eran inseparables, volvían a sentarse juntas y no cabía duda de que, con su importuna ambición, no tardarían en dar problemas.
Brindley suspiraba siempre que pensaba en tales complicaciones. La costumbre le hizo dirigir la mirada hacia los pimenteros. Su enojo ante el talento que se salía de lo corriente se le antojó mezquino. Sin embargo, encontró significativo que precisamente las dos niñas que le habían obligado a faltar a sus principios de igualdad de trato para todos se apartaran cada vez más de la comunidad. Tal y como era de esperar, vio a las pequeñas extranjeras de negro cabello sentadas en los arbustos. Le disgustó la idea de que probablemente estudiaran incluso en el recreo y acabaran hablando alemán entre ellas, aunque fuera de clase estaba terminantemente prohibida toda conversación en lengua extranjera.
El director estaba equivocado. Inge sólo hablaba alemán con Regina cuando no sabía cómo seguir en inglés. De momento, el inesperado reencuentro con su amiga del Norfolk la hacía lo bastante feliz, y poseía el marcado instinto de los marginados que le aconsejaba no llamar la atención más de lo necesario. Así que Inge, inconsciente e imperturbablemente, animó a Regina a romper su mutismo con igual determinación que ella misma unos meses antes.
–Ahora -le dijo la primera vez que Regina pudo sentarse con ella- ya sabes inglés. No debemos volver a hablar en voz baja.
–No -reconoció Regina-. Ahora puede entendernos todo el mundo.
Era el destino común de dos niñas de la misma edad y de naturaleza muy diferente. Para Inge, Regina era el hada buena que la había liberado del tormento de la soledad. Regina, por su parte, ni siquiera se esforzaba por establecer contacto con sus compañeras. Éstas le fascinaban, pero le bastaba con Inge. Las dos percibían que no eran sólo las barreras lingüísticas de su difícil comienzo las que les impedían acceder al grupo. Los alegres y robustos niños de la colonia, que pese al inflexible reglamento escolar disfrutaban de la vida en común, sólo conocían el presente. Rara vez hablaban de las granjas en las que vivían y casi siempre lo hacían sin añoranza de sus padres. Despreciaban la nostalgia de las nuevas alumnas, se burlaban de todo lo que les resultaba extraño y detestaban en igual medida la debilidad física y los buenos resultados en clase. Ni el frío baño de las seis de la mañana, ni la carrera de resistencia antes de desayunar, ni las batatas quemadas con grasienta carne de carnero del almuerzo, ni siquiera las vejaciones de los alumnos mayores, los castigos y las palizas eran capaces de turbar la serenidad de aquellos niños a quienes también sus padres habían criado en la austeridad.
Los domingos se ponían a escribir de mala gana las obligadas cartas a casa, mientras que para Inge y Regina esa hora de escritura constituía el punto culminante de la semana. Pese a todo, sus cartas no estaban exentas de cierta preocupación, pues aunque sabían que sus padres no podían leerlas, ya que estaban escritas en inglés, les faltaba valor para confiárselo a un profesor. Inge se servía de dibujitos que pintaba en el margen; Regina, del suajili. Ambas suponían que estaban contraviniendo el reglamento escolar y en la iglesia pedían ayuda fervorosamente. Así lo había dispuesto Inge.
«Los judíos -explicaba cada domingo- también pueden rezar en una iglesia. Basta con tener los dedos cruzados.»
Era práctica, resuelta y no tan sentimental como su amiga, más fuerte y hábil. Carecía por completo de fantasía y tampoco tenía el talento de Regina para evocar imágenes con las palabras como por arte de magia. Desde que las dos amigas ya no necesitaban refugiarse en su lengua materna para entenderse, Inge disfrutaba con las descripciones de Regina como un niño al que su madre lee en voz alta.
Minuciosamente, con un marcado sentido del detalle, llena de añoranza y embriagada por sus recuerdos, Regina le hablaba de la vida en Ol’ Joro Orok, de sus padres, de Owuor y Rummler. Eran historias llenas de nostalgia que evocaban un mundo amable. Hacían que el calor le recorriera el cuerpo y las lágrimas afluyeran a sus ojos, pero constituían su gran consuelo en un mundo de indiferencia y obligaciones.
Regina también sabía escuchar. Preguntando una y otra vez por la granja de Londiani y por la madre de Inge, a la que recordaba bien de su época en el Norfolk, hacía que también Inge percibiera los recuerdos como un prematuro retorno al hogar. Ambas niñas odiaban el colegio, les tenían miedo a sus compañeras y desconfiaban de los profesores. La peor carga era las esperanzas que habían depositado en ellas sus padres.
–Papi dice que no debo avergonzarlo y que tengo que ser la mejor de la clase -decía Inge.
–Mi papá dice lo mismo -asentía Regina-. A menudo me gustaría tener un daddy y no un papá -añadió el penúltimo domingo antes de las vacaciones.
–Entonces tu padre no sería tu padre -resolvió Inge, que siempre vacilaba un tanto antes de seguir a Regina en su huida a la fantasía.
–Sí que sería mi padre. Pero yo no sería Regina. Con un daddy yo sería Janet. Tendría unas largas trenzas rubias y un uniforme de tela muy gruesa que no me apretaría. Y si fuera Janet, tendría escudos por todas partes. Sabría jugar bien al hockey y nadie se me quedaría mirando por leer mejor que los demás.
–Pero entonces no sabrías leer -objetó Inge-. Janet no sabe leer. Lleva tres años aquí y aún sigue en primero.
–Seguramente a su daddy le da igual -insistió Regina-. A Janet la quiere todo el mundo.
–Tal vez porque el señor Brindley va de caza con su padre en las vacaciones.
–Con mi padre nunca irá de caza.
–¿Es que tu padre va de caza? – preguntó Inge sorprendida.
–No, no tiene escopeta.
–El mío tampoco -replicó Inge más tranquila-. Pero si tuviera una escopeta, mataría a todos los alemanes. Odia a los alemanes. Mis tíos también los odian.
–Nazis -corrigió Regina-. En casa no puedo odiar a los alemanes, sólo a los nazis. Pero odio la guerra.
–¿Por qué?
–La guerra tiene la culpa de todo. ¿No lo sabías? Antes de la guerra no teníamos que ir al colegio.
–Dentro de dos semanas y dos días habrá acabado todo -calculó Inge-. Entonces podremos irnos a casa. Puedo llamarte Janet cuando estemos solas y nadie nos oiga. – Rió de su ocurrencia.
–Tonterías. Eso es sólo un juego. Cuando estemos solas y nadie nos oiga, tampoco querré ser Janet.
También Brindley tenía ganas de que llegaran las vacaciones. Cuanto mayor se hacía, más largos se le antojaban los meses de colegio. Ya no le complacía aquella vida rodeado de niños y en compañía de colegas que eran más jóvenes que él y no compartían ni sus opiniones ni sus ideales. El período que precedía a las vacaciones, cuando tenía que corregir los exámenes del semestre y poner las notas, mermaban de tal modo sus fuerzas que incluso se veía obligado a trabajar los domingos.
Aunque estaba agotado y para él el mundo se reducía al monótono cambio de la tinta azul a la roja, Brindley cayó de inmediato en la cuenta de que las pequeñas refugiadas, como seguía llamándolas cuando estaba a solas, habían vuelto a lucirse en los exámenes.
Aguardó a que le sobreviniera la irritación que le producía toda desviación de la norma, pero entonces se percató, asombrado, de que la habitual desazón no le hacía mella.
Pese a sus depresivas ideas sobre la disminución de su flexibilidad, se apartó lo suficiente de su costumbre de valorar mucho más la mediocridad que esa brillantez de la que, en su opinión, uno no podía fiarse en absoluto. Con una obstinación que le sorprendió, ya que no era del agrado de su naturaleza, se dijo que al fin y al cabo un colegio también tenía la obligación de formar a los niños intelectualmente y no sólo de ejercitarlos en las proezas deportivas.
Un tanto a disgusto, Brindley se dio cuenta de que no había vuelto a pensar de tal modo desde su época de estudiante en Oxford. Si estuviera en buena forma, ciertamente no se habría entregado a tales pensamientos, pero en su estado actual de enojoso cansancio e inexplicable sublevación, aquellas cavilaciones resucitaron unas sensaciones a las que ya no estaba acostumbrado tras tantos años como director.
«La pequeña de Ol’ Joro Orok -dijo en voz alta al ver las calificaciones de Regina- es realmente una alumna portentosa.»
Por lo general, Brindley sentía aversión por quienes mostraban tendencia a los soliloquios. Pese a todo, sonrió al oír su propia voz. Y se sorprendió pensando que el nombre de Regina no le resultaba tan impronunciable como siempre había creído. Al fin y al cabo, había estudiado latín durante años, no sin cierto placer. De modo que se abismó en reflexiones sobre cómo diablos se les ocurría a los alemanes cargar a sus hijos con nombres tan pretenciosos. Llegó a la conclusión de que probablemente tuviera algo que ver con sus ansias de llamar la atención incluso en las cosas más nimias.
Sin esforzarse lo más mínimo en justificar un comportamiento que se le antojaba tan impropio como peregrino, sacó la redacción de Regina de entre un montón de cuadernos que reposaban sobre el alféizar de la ventana y comenzó a leerla. Ya las primeras frases despertaron su curiosidad y el conjunto lo dejó boquiabierto. Nunca había visto semejante modo de expresarse en una niña de ocho años. Regina no sólo escribía en perfecto inglés, también tenía un vasto vocabulario y una fantasía inusitada. Le inquietaban, en particular, las comparaciones, que desde su punto de vista provenían de un mundo extraño y lo conmovían por exageradas. La señorita Blandford, la tutora, había escrito «Well done!» al pie de la composición. Siguiendo un impulso que atribuyó a la expectación ante las vacaciones, cogió las notas de Regina y repitió la alabanza con su empinada caligrafía.
Nunca había sido costumbre de Brindley ocuparse de un niño en concreto más de lo necesario. Siempre le había ido bien no dejándose llevar por las emociones hacia un sentimentalismo que consideraba estúpido en su profesión, pero ni Regina ni su redacción le dejaban descansar. Desganado, empezó a leer los trabajos restantes, pero le costaba concentrarse. Contra su voluntad, cedió al impulso, poco habitual en él, de zambullirse en un pasado que creía olvidado hacía tiempo. Y el pasado se burló de él con un torrente de imágenes que, en su profusión, le pareció curioso y molesto.
A las cinco, en contra de su convicción de hacerlo únicamente cuando estaba enfermo, ordenó que el té le fuera servido en sus habitaciones, y tuvo que hacer un esfuerzo para asistir al oficio religioso vespertino en el salón de actos. Se llevó un buen sobresalto al sorprenderse buscando el rostro de Regina entre la multitud, y le entraron ganas de sonreír cuando se dio cuenta de que, en el padre nuestro, la niña únicamente movía los labios y no rezaba con los demás. Con la intransigencia consigo mismo que, por lo demás, solía protegerlo con tanta eficacia de la amenaza de las emociones tiernas, Brindley se llamó a sí mismo viejo loco, si bien no estimó desagradable la prueba de que no llevaba tanto tiempo sumido en la rutina de la vida cotidiana, petrificado, como a menudo pensara durante el semestre que ahora acababa. Al día siguiente hizo llamar a Regina.
Regina entró en su despacho y se quedó en pie; estaba pálida y delgada y parecía insultantemente tímida para un director que atribuía importancia a que también los más pequeños mostraran coraje y tuvieran la suficiente disciplina para controlar sus sentimientos. Disgustado, Brindley pensó que la mayoría de los niños del continente no parecía lo bastante fuerte y además durante el periodo escolar siempre perdía peso. Probablemente, reflexionó, estaban acostumbrados a otra comida. Seguro que en casa los mimaban demasiado y no los alentaban a que solucionaran sus problemas por sí solos.
Cuando era joven, tuvo ocasión de efectuar numerosas observaciones de este tipo durante un viaje a Italia; comprobó cómo las madres idolatraban a sus hijos con absoluta desvergüenza y los instaban a que comieran. A veces seguía dándole rabia que entonces incluso envidiara a los despóticos principitos y a las emperejiladas princesitas. Se dio cuenta de que había dado rienda suelta a sus pensamientos. Últimamente le ocurría demasiado a menudo. Era como un perro viejo que ya no sabe dónde ha enterrado su hueso.
–¿Eres tan endemoniadamente lista o sencillamente no puedes soportar no ser la primera de la clase? – preguntó. Su tono le produjo un inmediato desagrado. Se dijo, desconcertado, que no era su cometido, y ciertamente antes no se habría correspondido con su ética profesional, hablarle así a una niña que no había hecho más que dar lo mejor de sí misma.
Regina no comprendió la pregunta. Las palabras en sí las entendía, pero no tenían ningún sentido. Los ruidosos latidos de su corazón la asustaban, la angustiaban, de modo que se limitó a mover la cabeza suavemente de un lado a otro y aguardar a que cediera la sequedad en su boca.
–Te he preguntado que por qué estudias tanto.
–Porque no tenemos dinero, señor.
El director recordó haber leído en alguna parte que los judíos tenían la costumbre de hablar de dinero fuera cual fuese el tema. No obstante, sentía demasiado desprecio por las generalizaciones como para darse por satisfecho con una explicación que consideraba simple y en cierto modo odiosa. Era como un cazador que hubiera abatido sin querer a la madre de un animal joven, y experimentó una desagradable opresión en el estómago. Incluso lo aturdía el leve latido de sus sienes.
El anhelo de un mundo previsible, sin complicaciones y con los tradicionales criterios que proporcionaban apoyo a un hombre que se iba haciendo mayor era como un dolor físico. Durante un breve instante, Brindley se planteó hacer salir a Regina, pero luego se dijo que resultaría ridículo terminar una conversación antes de que hubiera empezado. ¿Sabría la pequeña de qué estaban hablando? Probablemente, con lo aplicada que era, lo había entendido todo.
–Mi padre sólo gana seis libras al mes, y este colegio cuesta cinco. – Regina rompió así el silencio.
–¿Estás segura?
–Oh, sí, señor. Me lo ha dicho mi padre.
–¿De veras?
–Me lo dice todo, señor. Antes de la guerra no podía mandarme al colegio. Eso lo ponía muy triste. Y a mi madre también.
Brindley nunca se había encontrado en la embarazosa situación de tener que discutir la cuantía de la matrícula escolar, y el hecho de que tuviera que hablar de dinero -como un comerciante indio- precisamente con una alumna, y para colmo una alumna tan pequeña, se le antojó grotesco. Su sentido de la autoridad y del decoro le obligaba a empezar de nuevo la conversación, ya que no sabía cómo terminarla, pero en su lugar preguntó:
–¿Qué tiene que ver con esto la maldita guerra?
–Cuando llegó la guerra -informó Regina- tuvimos bastante dinero para el colegio. Ya no lo necesitábamos para mi abuela y mi tía.
–¿Por qué?
–Porque ya no pueden salir de Alemania y venir a Ol’ Joro Orok.
–¿Y qué están haciendo en Alemania?
Regina sintió que le ardía la cara. No era bueno que el miedo le cambiara a una el color. Pensó si debía contarle que su madre se echaba a llorar cada vez que alguien hablaba de Alemania. Quizá el señor Brindley nunca había oído hablar del llanto de las madres y seguro que le molestaría. Ni siquiera aprobaba el llanto de los niños.
–Antes de la guerra -tragó saliva- mi abuela y mi tía nos escribían cartas.
-Little Nell -dijo Brindley en voz queda.
Estaba sorprendido, pero, de un modo absolutamente absurdo, también aliviado por haber encontrado al fin el valor para pronunciar ese nombre. Regina ya le había recordado a la pequeña Nell cuando entró en su despacho, pero entonces él aún había sido capaz de resistirse a sus recuerdos. Qué curioso que, después de tantos años, le viniera a la cabeza precisamente esa novela de Dickens. Siempre la había tenido por una de sus peores obras, demasiado sentimental, melodramática y nada inglesa, y sin embargo ahora le parecía efusiva y, en cierto modo, incluso hermosa. Interesante cómo cambiaban las cosas con la edad.
-Little Nell -repitió el director con una seriedad que ya no le resultaba desagradable y que incluso le regocijó-. Así pues, ¿estudias tanto sólo porque este colegio es muy caro?
–Sí, señor -asintió Regina-. Mi padre ha dicho: no debes tirar nuestro dinero por la ventana. Cuando uno es pobre, ha de ser siempre mejor que los demás.
Estaba satisfecha. No había sido fácil poner las palabras de papá en la lengua del señor Brindley. De todos modos, él ni siquiera era capaz de recordar el nombre de sus alumnas, y seguro que nunca había oído hablar de personas que no tenían dinero, aunque quizá la hubiera entendido.
–Quiero decir, tu padre, ¿qué hacía en Alemania?
La falta de recursos volvió a hacer que Regina enmudeciera. ¿Cómo iba a decir en inglés que su padre antes era abogado?
–Llevaba puesto un abrigo negro cuando trabajaba -se le ocurrió-, pero en la granja ya no le hace falta. Se lo regaló a Owuor el día en que llegaron las langostas.
–¿Quién es Owuor?
–Nuestro cocinero -repuso Regina, y se acordó con deleite de la noche en que su padre lloró cálidas lágrimas sin sal-. Owuor vino andando desde Rongai hasta Ol’ Joro Orok con nuestro perro. Pudo venir sólo porque yo sé jaluo.
-¿Jaluo? ¿Qué demonios es eso?
–La lengua de Owuor -contestó Regina sorprendida-. Owuor sólc me tiene a mí en la granja. Todos los demás son kikuyus. Menos Daj Jiwan, que es indio. Y nosotros, claro. Nosotros somos alemanes pero no nazis -se apresuró a precisar-. Mi padre siempre dice: Los hombres necesitan su propia lengua. Y Owuor también lo dice.
–Quieres mucho a tu padre, ¿verdad?
–Sí, señor. Y a mi madre también.
–Tus padres se alegrarán cuando vean tus notas y lean tu excelente redacción.
–No podrán, señor. Pero yo se lo leeré todo en voz alta. En su lengua. También sé su lengua.
–Ya puedes irte -dijo Brindley, abriendo la ventana. Cuando Regina estaba casi en la puerta, añadió-: No creo que a tus compañeras les interese lo que hemos estado hablando aquí. No es necesario que se lo cuentes.
–No, señor. Little Nell no hará eso.
VII
Los lunes, miércoles y viernes llegaba a Ol’ Joro Orok el camión de Thompson's Falls -que, demasiado ancho para la estrecha carretera, tenía que abrirse paso por entre las temblorosas ramas de los árboles- y dejaba en la tienda de Patel, además de cosas útiles como parafina, sal y clavos, un gran saco con cartas, periódicos y paquetes. Antes de aquel momento crucial, Kimani siempre permanecía largo rato sentado a la sombra de las tupidas moreras. Tan pronto divisaba los contornos de la nube de polvo rojizo que se acercaba volando como un pájaro, la vida volvía a sus dormidos pies, se levantaba y estiraba el cuerpo como la cuerda de un arco tensado. Kimani adoraba esa repetición regular de la espera y la esperanza, ya que, como portador del correo y las mercancías, para el bwana era más importante que la lluvia, el maíz y el lino. Todos los hombres de la granja envidiaban a Kimani por su relevancia.
Sobre todo Owuor, el jaluo de las canciones ruidosas que arrancaban la risa de la garganta del bwana como por arte de magia, intentaba una y otra vez robar los días de Kimani, mas siempre acababa como un cazador sin suerte tras una presa que no le corresponde. También en las chozas de los kikuyus había muchos hombres jóvenes con piernas más sanas y más aire en el pecho que Kimani que podrían ir corriendo sin esfuerzo hasta la duka de Patel y regresar a la granja sin pararse a descansar, pero el poder de la sagaz lengua de Kimani rechazaba todo ataque a su derecho.
Cuando salía de su cabaña por la mañana, aún veía las estrellas en el cielo; llegaba a la tienda del canalla de Patel justo cuando el sol se disponía a devorar su sombra. Pero siempre era Kimani el que tenía que esperar al camión y no el camión a él. El largo trayecto por el bosque, con los taciturnos monos negros que sólo dejaban ver sus blancas melenas al saltar de un árbol a otro, era fatigoso. En los días de calor, entre las estaciones de las lluvias, de camino a la tienda Kimani oía a sus huesos gritar. Al volver a casa ya ardían las hogueras ante las chozas. Entonces sus pies estaban tan calientes como si hubieran tenido que apagar las brasas a toda prisa. Pero la alegría saciaba el cuerpo de Kimani, aun cuando en todo el día no hubiera tomado más que agua. La noche anterior, la memsahib siempre le llenaba de agua la hermosa botella verde.
Duros eran los días en que la hiena de Patel respondía a la pregunta de si había correo para la granja con enojadas sacudidas de la cabeza, y era como si le hubiera arrebatado a los buitres los mejores bocados. Y es que el bwana necesitaba sus cartas como un hombre sediento las gotas de agua que evitan que duerma para siempre. Cuando Kimani volvía a casa de la apestosa duka de Patel sin nada más que harina, azúcar y el pequeño cubo con la amarillenta manteca semilíquida para la memsahib, los ojos del bwana perdían su brillo como el pelaje de un perro moribundo. Un solo periódico era capaz de alegrarlo, y recibía el pequeño rollo de papel con un suspiro, que era una dulce medicina para unos oídos que, durante todo el día, no habían hecho más que devorar los sonidos de las fauces de las bestias.
El bwana llevaba en la granja tres estaciones de las lluvias pequeñas y dos grandes. Ese tiempo le había servido a Kimani para comprender -si bien tan despacio como un burro nacido antes de tiempo- las muchas cosas que al principio de su nueva vida con el bwana le enredaban la cabeza. Ahora sabía que al bwana no le bastaba con el sol durante el día y la luna por la noche, ni con la lluvia sobre la piel seca o una hoguera chillando bien fuerte en el frío, ni con las voces de la radio, que nunca se concedían el sueño, ni siquiera con el lecho de la memsahib y los ojos de la hija cuando regresaba a la granja del colegio en el lejano Nakuru.
El bwana necesitaba periódicos. Alimentaban su cabeza y remojaban su garganta, y ésta contaba schauris que nadie en Ol’ Joro Orok-había oído jamás. En el camino de la casa a los linares y las florecientes plantaciones de pelitre, el bwana le hablaba de la guerra. Eran apasionantes historias de hombres blancos que se mataban entre sí, como en los viejos tiempos hicieran los masai con sus pacíficos vecinos, pues codiciaban su ganado y a sus mujeres.
Los oídos de Kimani adoraban aquellas palabras, que eran como un joven, intenso viento, pero su pecho también sentía que, al hablar, el bwana mascaba una antigua tristeza, pues cuando partió en su largo safari hacia Ol’ Joro Orok no pensó en llevar su corazón consigo. Una vez el bwana se sacó del bolsillo del pantalón una imagen azul con numerosas manchas de colores y señaló con la uña del dedo más largo un diminuto punto.
«Amigo mío -le dijo-, aquí está Ol’ Joro Orok. – Movió el dedo un poco y siguió hablando lentamente-: Y aquí estaba la choza de mi padre. Nunca volveré ahí.»
Kimani rió, pues su enorme mano podía tocar sin esfuerzo ambos puntos de la imagen azul al mismo tiempo, y, sin embargo, supo que su cabeza no había comprendido lo que el bwana quería decirle. Con las imágenes de los periódicos que Kimani recogía en la tienda de Patel la cosa cambiaba. Dejaba que el bwana se las mostrara una y otra vez y aprendió también a interpretarlas.
En ellas había casas más altas que los árboles y, sin embargo, las armas de los furiosos aviones las abatían como el fuego del matorral abate el bosque. Barcos con altas chimeneas se hundían en el mar como si fueran piedrecitas en un río crecido de repente tras las grandes lluvias. Las imágenes siempre mostraban hombres muertos. Algunos yacían en el suelo plácidamente, como si quisieran dormir tras el trabajo bien hecho, otros habían reventado como cebras muertas expuestas demasiado tiempo al sol. Todos los muertos tenían fusiles a su lado, pero éstos no habían podido ayudarlos, ya que en la guerra de los blancos bien armados cada hombre tenía un fusil.
Cuando el bwana hablaba de la guerra, siempre lo hacía también de su padre. Entonces, nunca miraba a Kimani; su mirada vagaba hasta la alta montaña sin que viera su cabeza de nieve. Cuando hablaba, lo hacía con la voz de un niño impaciente que desea la luna de día y el sol de noche, y decía:
–Mi padre se está muriendo.
A Kimani esas palabras le resultaban tan familiares como su propio nombre, y aunque se tomaba su tiempo antes de abrir la boca, sabía lo que tenía que decir y preguntaba:
–¿Tu padre desea morir?
–No, no desea morir.
–Un hombre no puede morir si no lo desea -aseguraba en todas las ocasiones Kimani. Al principio mostraba los dientes al hablar, como hacía siempre que estaba contento, pero con el tiempo se acostumbró a dejar que de su pecho escapara un suspiro. Le preocupaba que su bwana, que tanto sabía, no fuera lo bastante listo para comprender que la vida y la muerte no eran cosa de los hombres, sino sólo del poderoso dios Mungo.
El bwana anhelaba las cartas más aún que los periódicos con las imágenes de casas destruidas y hombres muertos. Kimani estaba perfectamente al tanto del asunto de las cartas. Cuando el bwana llegó a la granja, Kimani aún creía que todas las cartas eran iguales. Pero ya no era tan tonto. Las cartas no eran como dos hermanos que hubieran salido juntos del vientre de su madre. Las cartas eran como las personas: nunca iguales.
Dependía del sello. Sin él una carta no era más que un trozo de papel y no podía emprender ni el más pequeño safari. Una única estampilla con la imagen de un hombre de cabello rubio y rostro de mujer hablaba de un viaje que un hombre podía hacer a pie. Eran justo esas cartas las que Kimani recogía a menudo en la duka de Patel. Procedían de Gilgil y eran del bwana que al reír hacía danzar su abultado vientre y tenía una memsahib que cantaba mejor que los pájaros.
Ambos venían con frecuencia a la granja desde Gilgil, y cuando las grandes lluvias convertían la carretera en un lodazal y los amigos del bwana no podían venir a Ol’ Joro Orok, le enviaban cartas. De Nakuru llegaban las cartas de la memsahib kidogo, que aprendía a escribir en el colegio. Los sobres amarillos tenían el mismo sello que los de Gilgil, pero Kimani sabía quién había escrito la carta antes de que el bwana se lo dijera. Con las de la pequeña memsahib sus ojos se iluminaban como lozanas flores de lino y su piel nunca olía a miedo.
Las cartas con muchos sellos habían viajado mucho. Cuando el bwana las veía en la mano de Kimani, ni siquiera se tomaba tiempo de exhalar el aire de su pecho antes de rasgar el sobre y empezar a leer. Y había un sello que tenía él solo más poder que todos los demás juntos para inflamar al bwana. Éste también mostraba a un hombre sin brazos ni piernas, pero no era rubio. El cabello que se precipitaba desde su cabeza era tan negro como el del apestoso chucho de Patel. Los ojos eran pequeños y entre la nariz y la boca crecía una mata muy baja de tupido pelo negro plantada con esmero.
A Kimani le gustaba contemplar largo rato aquel sello en concreto. Era como si el hombre quisiera hablar y tuviera una voz capaz de rebotar fuertemente contra la montaña. Tan pronto el bwana veía el sello, sus ojos se tornaban profundas cavidades y él mismo se quedaba tan inmóvil como un hombre amenazado por un furibundo ladrón con una panga recién afilada que hubiera olvidado cómo defenderse.
La imagen del hombre con el pelo bajo la nariz ahuyentaba la vida del cuerpo del bwana, que se tambaleaba como un árbol que aún no ha aprendido a doblegarse ante el viento. Antes de abrir aquellas cartas tan llenas de fuego, el bwana siempre gritaba: «¡Jettel!» Su voz se volvía débil como la de un animal que ya no tiene voluntad para escapar de la muerte.
Así y todo, Kimani sabía que al bwana le gustaba recibir las cartas que le daban miedo. Seguía siendo como un niño al que le falta la tranquilidad para quedarse sentado y dejar que el día se deslice como la fina tierra entre los dedos hasta que la cabeza caiga sobre el pecho y aparezca el sueño. Kimani sentía salada la garganta cuando pensaba que el bwana necesitaba la emoción que le hacía enfermar para seguir teniendo fuerza en sus miembros.
Hacía tiempo que no llegaba una carta así. Pero cuando Kimani le preguntó a Patel por el correo el día anterior a la gran cosecha de lino, el indio rebuscó en la estantería de madera y sacó una carta que no satisfizo el enorme anhelo de familiaridad de Kimani. Vio de inmediato que era una carta distinta de todas las demás que había llevado a casa hasta entonces.
El papel era fino y, en la mano de Patel, sonaba como un árbol moribundo en el primer viento de la tarde. El sobre era más pequeño que de costumbre. Faltaba el sello de colores. En su lugar, Kimani vio un círculo negro con pequeñas y finas líneas en el centro similares a diminutas lagartijas. En la esquina derecha del sobre relucía una cruz roja. Ya desde lejos se abalanzó sobre Kimani como una serpiente hambrienta. Por un momento se temió que la cruz roja también pudiera gustarle a Patel y decidiera no darle la carta. Pero el indio estaba discutiendo con una mujer kikuyu que acababa de meter los dedos muy dentro en un saco de azúcar, así que, refunfuñando, puso la carta sobre la sucia mesa.
Ya en el bosque, libre de las enojadas miradas de Patel, Kimani se detuvo para contemplar la cruz. A la sombra relucía más aún que en la tienda y era una alegría para unos ojos que, bajo los árboles, incluso durante el día capturaban únicamente los colores de la noche. Si Kimani cerraba un ojo y movía al mismo tiempo la cabeza, la cruz se ponía a bailar. Rió al comprender que se estaba comportando como un monito que ve por vez primera una flor.
Kimani se preguntaba una y otra vez si la hermosa cruz roja le gustaría al bwana tanto como a él o si también encerraría la misma magia mala y abrasadora que el hombre del pelo negro. No podía decidirse, por mucho que hiciera trabajar a su cabeza. La incertidumbre le arrebató la alegría por la carta y tornó sus piernas pesadas. El cansancio corvaba su espalda y se le pegaba en los ojos. La cruz parecía distinta que en la tienda y en el tiempo de las sombras largas. Se había dejado robar el color.
Kimani se asustó. Sintió que había permitido que la noche se le acercara demasiado. Ella se aprovecharía de que no llevara una lámpara consigo. Si su cuerpo no recobraba las fuerzas y se apresuraba, oiría a las hienas antes de ver los primeros campos y eso no era bueno para un hombre de su edad. Tuvo que hacer el último tramo del camino a la carrera, y cuando alcanzó los primeros campos, tenía más aire en la boca que en el pecho.
La noche aún no había llegado a la granja. Ante la casa, Kamau limpiaba los vasos, atrapando el último rayo rojizo de sol. Lo envolvía en un trapo y volvía a liberarlo. Owuor estaba sentado en una caja de madera delante de la cocina, limpiándose las uñas con un tenedor plateado. Enviaba su voz a la montaña con la canción que siempre hacía hervir la piel de Kimani y reír al bwana.
La pequeña memsahib corría con el perro hacia la casa del corazón en la puerta, saltando entre la alta hierba amarilla. Movía la lámpara, que aún no estaba encendida, como si fuera tan ligera como un trozo de papel. Kania recortaba agujeros redondos en el aire con la escoba. Mascaba un palito para hacer que sus dientes, de los que estaba muy orgulloso, se volvieran aún más blancos. Como siempre que aguardaba el correo, el bwana estaba inmóvil ante la casa como un guerrero que aún no ha divisado al enemigo. La memsahib estaba a su lado. Los pequeños pájaros blancos que sólo vivían en su vestido volaban hacia las flores amarillas de la tela negra.
Jadeando por el esfuerzo de la carrera, Kimani aguardaba la alegría que solía experimentar cuando ambos salían corriendo hacia él, pero la satisfacción tardó demasiado tiempo en llegar y se desvaneció tan aprisa como la niebla de la mañana. Aunque el frío ya le lamía la piel, acres gotas de sudor le corrían por los ojos. De repente Kimani tuvo la sensación de ser un anciano que confunde a sus hijos y en los hijos de los hijos ve a sus hermanos.
Kimani sintió la mano del bwana en el hombro, pero estaba demasiado confundido para sacar calor del familiar placer. Notó que la voz del bwana no era más vigorosa que la de un niño que no encuentra en el acto el pecho de su madre. Entonces supo que el temor que le había sobrevenido como una repentina fiebre lo había hecho arrancar a tiempo.
–Han escrito a través de la Cruz Roja -musitó Walter-. No tenía idea de que se pudiera.
–¿Quién? ¡Di! ¿Cuánto más vas a seguir con la carta en la mano? Ábrela. Tengo un miedo atroz.
–Yo también, Jettel.
–Ábrela de una vez.
Cuando Walter sacó la delgada hoja de papel del sobre, recordó la fronda otoñal del bosque de Sohrau. Aunque rechazó el recuerdo al instante, obstinadamente, vio con hiriente claridad los contornos de una hoja de castaño. Después se le embotaron los sentidos. Sólo la nariz seguía burlándose de él con un aroma que lo atormentaba.
–¿Papá y Liesel? – preguntó Jettel en voz baja.
–No. Mamá y Käte. ¿Te la leo?
El tiempo que Jettel tardó en asentir con la cabeza fue un plazo de gracia. Bastó para que Walter leyera las dos líneas -a todas luces escritas con gran urgencia- acercándose tanto la carta a la cara que no tuviera que ver a Jettel y ella tampoco pudiera verlo a él.
–«Queridos todos -leyó Walter en voz alta-, estamos muy nerviosas. Mañana tenemos que ir a Polonia a trabajar. No nos olvidéis. Mamá y Käte.»
–¿Eso es todo? ¡No puede ser todo!
–Sí, Jettel, sí. Sólo podían escribir veinte palabras. Les han regalado una.
–¿Por qué Polonia? Pero si tu padre siempre ha dicho que los polacos son aún peores que los alemanes. ¿Cómo es que hacen eso? ¡Pero si en Polonia hay guerra! Allí estarán aún peor que en Breslau. ¿O crees que quieren intentar emigrar por Polonia? ¡Di algo!
La lucha sobre si sería un pecado perdonable concederle a Jettel por última vez la clemencia de la mentira fue breve. La sola idea de huir le parecía a Walter un sacrilegio, una blasfemia.
–Jettel -empezó, y renunció a buscar palabras que hicieran la verdad más soportable-, debes saberlo. Tu madre así lo quiso. De lo contrario no habría escrito esta carta. No podemos seguir albergando esperanzas. Polonia significa la muerte.
Regina volvía caminando lentamente con Rummler del retrete a la casa. Había encendido la lámpara y dejaba que el perro persiguiera las trémulas sombras por el sendero cubierto de piedras claras que discurría entre la rosaleda y la cocina. El perro intentaba hundir sus patas en las manchas negras y aullaba decepcionado tan pronto como volaban hacia el cielo.
Walter vio que Regina reía, aunque al mismo tiempo oyó que gritaba «¡mamá!» como si estuviera angustiada. Al principio pensó que había aparecido la serpiente de la que Owuor les había advertido por la mañana, y bramó: «¡No te muevas!» Sin embargo, cuando los gritos cobraron más fuerza y engulleron todos los demás sonidos de la inminente oscuridad, supo que no era Regina la que llamaba a su madre, sino Jettel.
Walter le tendió los brazos a su mujer sin llegar a alcanzarla, y por fin consiguió arrancarle el miedo gritando su nombre varias veces. La vergüenza por su incapacidad de compartir su dolor se tornó pánico, un pánico que paralizaba sus miembros. Más aún lo mortificó descubrir que envidiaba a su esposa la terrible certeza que el destino le negaba a él para su padre y su hermana.
Al cabo de un tiempo que se le antojó demasiado largo se dio cuenta de que Jettel ya no gritaba. Estaba de pie, frente a él, con los brazos caídos y los hombros temblorosos. Por fin Walter halló fuerzas para tocarla y agarrarle la mano. En silencio, metió a su mujer en casa.
Owuor, que por lo general nunca abandonaba la cocina antes de preparar el té de la cena, se encontraba ante la chimenea encendida, dejando vagar su mirada por la madera apilada. También Regina estaba allí. Se había quitado las botas de goma y sentado con Rummler bajo la ventana, como si nunca se hubiera movido. El perro le lamía la cara, pero ella miraba al suelo, mascando un mechón de pelo y abrazándose al voluminoso cuerpo del animal. Entonces Walter supo que su hija estaba llorando. No era preciso que le explicara nada.
–Mamá me prometió que estaría conmigo cuando volviera a tener un hijo -sollozó Jettel sin que de sus ojos brotaran lágrimas-. Me lo prometió cuando nació Regina. ¿No te acuerdas?
–No, Jettel, no. Los recuerdos son un tormento. Siéntate.
–Me lo prometió firmemente. Y siempre mantenía sus promesas.
–No llores, Jettel. Las lágrimas no son para gente como nosotros. Es el precio que hemos de pagar por habernos salvado. Ya nunca cambiará. No sólo eres hija, también eres madre.
–¿Quién dice eso?
–Dios. Me lo dijo por boca de Oha en el campo, cuando no quería seguir adelante. Y no te preocupes, Jettel, no tendremos más hijos hasta que el destino no vuelva a querer nuestro bien. Owuor, tráele a la memsahib un vaso de leche.
Owuor se tomó aún más tiempo que en los días sin sal para decidir qué trozo de madera debía arrojar al fuego. Al ponerse en pie, miró a Jettel, aunque le habló a Walter:
–Calentaré la leche, bwana -repuso con una lengua que tardó en obedecerlo-. Si la memsahib llora demasiado tampoco será niño esta vez. – Y se dirigió hacia la puerta, sin volverse.
–¡Owuor! – exclamó Jettel, y el gran asombro volvió a dotar de firmeza a su voz-. ¿Cómo lo sabes?
–Todo el mundo en la granja sabe que mamá va a tener un niño -replicó Regina, atrayendo la cabeza de Rummler a su regazo-. Todos menos papá.
VIII
E1 doctor James Charters se percató del tic de su ceja izquierda y del enojoso malentendido al ver ante su cuadro favorito, el de los magníficos perros de caza, a las dos desconocidas. Se encontraban aún a casi un metro de él y ya estaban tendiéndole la mano. Era prueba suficiente de que procedían del continente. La mirada estudiadamente discreta a la tarjetita amarilla junto al tintero reforzó su sospecha. Bajo el extraño apellido, Charters halló la observación de que el Stag's Head había pedido hora en su consulta para la paciente.
Desde que estallara la guerra ya no podía uno fiarse de las recepciones de los hoteles. Era evidente que tenían dificultades para identificar a aquellos huéspedes que habían cambiado todo el sistema de vida de la colonia. Hubo un tiempo en que en el único hotel de Nakuru se alojaban casi exclusivamente los granjeros de las inmediaciones que se permitían unos días libres y la ilusión de la vida en la gran ciudad cuando iban a llevar a sus hijos al colegio, tenían que ir al médico o debían hacer algo en la alcaldía del distrito. Por aquella época, que Charters ya llamaba los viejos tiempos, aunque en realidad desde entonces no habían pasado ni tres años, en el Stag también se hospedaban ocasionalmente cazadores, en su mayor parte americanos. Se trataba de tipos rudos y simpáticos que en modo alguno precisaban de un ginecólogo y con los cuales el médico, libre de asuntos profesionales, podía mantener una buena conversación.
Charters, que nunca hacía esperar a las nuevas pacientes más de lo necesario, profirió un suspiro apenas sofocado y se tomó su tiempo para sumirse en nuevas y desagradables reflexiones. Ya no le gustaba vivir en Nakuru. De no ser por la guerra, tras la muerte de su tía y la consiguiente herencia, inesperadamente elevada, se habría permitido abrir una consulta en Londres. La calle Harley era su más temprano sueño, mas abandonó su objetivo, imprudentemente, al casarse en segundas nupcias con la hija de un granjero de Naivasha. Su joven esposa siempre había sido capaz de hacerle cambiar de opinión y ahora sentía tal pánico de la guerra relámpago que no había forma de convencerla de que se mudaran a Londres. Él se consolaba con un desmedido orgullo del que se había privado durante años y ya no admitía a ninguna paciente que no se correspondiera con su nivel social.
Mientras rascaba meticulosamente una mosca muerta de la ventana, Charters contemplaba en el cristal a ambas mujeres, que, sin que nadie las invitara a hacerlo, se habían sentado en las sillas recién tapizadas que había ante su escritorio. Sin duda la más joven era la paciente, y asimismo una molestia atribuible exclusivamente al descuido de la señorita Colins, que sólo llevaba cuatro semanas trabajando para Charters y aún carecía de la intuición necesaria para saber las cosas a las que él concedía importancia.
Con un soplo de interés que, en vista de las discusiones que seguramente se avecinaban, estimó del todo inoportuno, Charters pensó que la mayor habría podido pasar perfectamente por una dama de provincias inglesa siempre que no abriera la boca. Era esbelta, atildada, parecía segura de sí misma y tenía ese hermoso cabello rubio que él tanto apreciaba en las mujeres. En cierto modo aparentaba ser noruega, la grácil señora, y en todo caso estar acostumbrada a no reparar en gastos en las visitas al médico.
La paciente se encontraba al menos en el sexto mes y, según pudo observar Charters, no en el estado de salud que él tanto valoraba en las embarazadas para evitar lamentables complicaciones. Llevaba un vestido de flores que le pareció típico de la moda de los años treinta del continente. Los ridículos cuellos de encaje blanco le recordaron de un modo grotesco a las pequeñas burguesas de la época victoriana, así como la circunstancia de que hasta la fecha nunca había tenido que tratar precisamente a esa clase social. El vestido le acentuaba el pecho y le abombaba el vientre de un modo que Charters sólo juzgaba posible poco antes del parto. Seguramente la mujer había comido por dos ya desde el primer mes de embarazo. A los extranjeros no había forma de quitarles sus desatinadas costumbres. La mujer estaba pálida y parecía fatigada, tímida como una criada que espera un hijo ilegítimo, como si el embarazo fuera un castigo del destino. Seguro que era una quejica. Charters carraspeó. No tenía mucha experiencia, aunque sí indeleble, con las gentes del continente. Eran excesivamente sensibles y no lo bastante cooperadoras cuando se trataba de soportar el dolor.
Durante los primeros meses de la guerra, Charters asistió un parto de mellizos de la mujer de un judío dueño de una fábrica en Manchester. Debido a la repentina escasez de pasajes de barco, el matrimonio no había podido regresar a tiempo a Inglaterra. A decir verdad, se había conducido con absoluta corrección y había pagado sin rechistar los prohibitivos honorarios que, en su círculo de colegas, Charters denominaba indemnización por daño personal al médico. Pese a todo, conservaba malos recuerdos del caso. Le enseñó que, por lo general, la raza judía no era lo bastante disciplinada para apretar los dientes en momentos decisivos.
Fue entonces cuando el doctor James Charters se propuso no volver a tratar nunca a pacientes que no se correspondieran con su forma de pensar, y tampoco ahora tenía la intención de hacer una excepción que únicamente habría supuesto una carga para ambas partes. Y desde luego no en el caso de una mujer que a todas luces ni siquiera podía permitirse un vestido premamá como es debido.
Como a Charters no se le ocurría nada más que hacer con una ventana aparte de abrirla unas cuantas veces y cerrarla de nuevo, se volvió hacia sus visitantes. Se dio cuenta, irritado, de que la rubia ya había empezado a hablar. Justo lo que se temía. Su acento era francamente desagradable y en modo alguno estaba teñido del encantador dejo noruego de las hermosas películas que se veían últimamente.
La rubia acababa de decir:
–Soy la señora Hahn y esta de aquí es la señora Redlich. No se encuentra bien. Ya desde el cuarto mes.
Charters carraspeó por segunda vez. No era una tosecilla casual, sino un sonido de una agudeza perfectamente calculada que no incitaba a ulteriores confidencias antes de que se aclarara la situación.
–Le ruego que no se preocupe por los honorarios.
–No me preocupo.
–Claro que no -convino Lilly, esforzándose por tragarse su turbación sin que sus gestos la delataran-, pero todo está arreglado. La señora Williamson nos aconsejó que se lo advirtiéramos.
Charters se puso a pensar febrilmente si había oído alguna vez ese nombre y cuándo. Iba a señalar que con toda seguridad la señora Williamson no era una de sus pacientes cuando recordó que un dentista llamado así se había establecido en Nakuru hacía dos años, lardó un rato más en acordarse de dónde había oído ese apellido fuera de su ámbito. El desgraciado señor Williamson había tratado de entrar en el club de polo, el cual, sin embargo, no admitía a judíos. Fue un asunto de lo más embarazoso. Al menos tan desagradable como la discusión de las cuestiones financieras antes de que el médico hubiera tenido ocasión de efectuar el primer reconocimiento.
Charters se sintió desairado. No obstante, hizo un esfuerzo por serenarse, pensando que quizá las gentes del continente tendían a semejante crudeza sin malicia alguna. Y desgraciadamente también a una exagerada efusividad, tal y como comprobó, consternado, cuando cayó en la cuenta de que no había detenido a tiempo la verborrea de la provocativa mujer rubia. Estaba a punto de oír una historia en extremo desconcertante sobre unos desconocidos de Alemania que a todas luces guardaban una estrecha relación con la embarazada.
–¿Cómo es que se aloja en el Stag's Head? – interrumpió el médico el relato de Lilly. Le disgustó la brusquedad de su propio tono, en absoluto acorde con sus corteses modales, por todos apreciados.
–El embarazo ha sido complicado desde el principio. Pensamos que mi amiga no debe tener el niño sola en la granja.
En opinión de Charters, era más inteligente no hacer más preguntas si no quería verse en la obligación de aceptar el caso precisamente por haberse involucrado demasiado pronto desde el punto de vista médico. Combatió su desazón con un esbozo de sonrisa cuidadosamente dosificado.
–¿Ella no habla inglés? – preguntó, señalando a Jettel con un movimiento de la cabeza tan ausente que ni siquiera fue preciso mirarla.
–No mucho; a decir verdad, casi nada. Por eso he venido yo con ella. Vivo en Gilgil.
–Es muy amable por su parte. Pero no creo que vaya a quedarse aquí hasta el parto y estar a mi lado en el hospital para ir traduciendo.
–No -balbuceó Lilly-. Es decir, eso es algo en lo que aún no hemos pensado. La señora Williamson nos recomendó que acudiéramos a usted porque podía ayudarnos.
–La señora Williamson -replicó Charters tras una pausa que le pareció adecuada, ni demasiado larga ni desde luego demasiado corta- no lleva mucho viviendo aquí. De lo contrario le habría hablado sin duda de la doctora Arnold. Ella es la persona que le conviene. Una médica extraordinaria.
Charters estaba tan complacido y asombrado de haber hallado una solución tan elegante que le costó esfuerzo disimular su satisfacción. Ciertamente la buena de Janet Arnold era su salvación. A veces incluso olvidaba que ahora vivía en Nakuru. Durante años se había desplazado con su destartalado Ford, que ya de por sí era un chiste, a remotas regiones para atender a los nativos de las granjas y las reservas.
La vieja solterona era una mezcla de Florence Nightingale y cabezota irlandesa y le importaban un comino el buen gusto, las convenciones y la tradición. En Nakuru, aquella eterna rebelde atendía a multitud de indios y goaneses y, claro está, a muchos negros, de los que apenas recibía un céntimo, y ciertamente también a los pobretones del continente, para quienes un simple brazo roto era una catástrofe económica. Sea como fuere, Janet Arnold trataba exclusivamente a pacientes a los que no les importaba que ya no fuera una jovencita y que además tuviera la puñetera costumbre, nada británica, de expresar su opinión sin que nadie se la pidiera.
Charters apartó el calendario que solía hojear cuando tenía que ser lamentablemente franco y dijo:
–Yo no soy su hombre, pues dentro de muy poco tengo la intención de tomarme un prolongado respiro. Les gustará la señora Arnold. – Sonrió.– Habla varios idiomas. Quizá también el de su pueblo. – Le molestó un tanto no haber formulado al menos la última frase con el tacto que lo caracterizaba, de modo que añadió, con una benevolencia que consideró muy lograda-: Gustosamente les daré una recomendación para la doctora Arnold.
–Gracias -espetó Lilly. Aguardó a que su rabia diera los últimos coletazos y luego dijo en el mismo tono sereno del médico, mas en alemán-: Cerdo arrogante, maldita mierda de médico. No es la primera vez que nos pasa que alguien no trate a judíos.
Charters hizo un leve movimiento de cejas, desconcertado, al preguntar: «¿Cómo dice?», pero Lilly ya se había puesto en pie y había ayudado a levantarse a Jettel, que respiraba con dificultad y al mismo tiempo trataba de enderezar los hombros. Lilly y Jettel abandonaron la estancia en silencio. Una vez en el oscuro pasillo soltaron una risita nerviosa y dejaron que aquel irreprimible comportamiento infantil arrastrara consigo su impotencia y su desazón. Sólo cuando enmudecieron, las dos a un tiempo, se dieron cuenta de que estaban llorando.
Lilly tenía previsto quedarse con Jettel en Nakuru al menos las dos primeras semanas de su estancia, pero al día siguiente recibió una carta de su esposo y tuvo que volver a Gilgil.
–Volveré en cuanto Oha no me necesite -la consoló-. Y la próxima vez traeremos a Walter. Ahora es importante que no estés sola más de lo necesario devanándote los sesos.
–No te preocupes, estoy bien -la tranquilizó Jettel-. Lo más importante es que no vuelva a ver a Charters.
El primer día sin los cuidados de Lilly y su contagioso optimismo, su mundo se pobló de los negros agujeros de la soledad. «Tengo que volver ya mismo», le escribió a Walter, pero no tenía sellos y, con su pobre inglés, no se atrevió a pedirlos en la recepción del hotel. Sin embargo, al término de la semana esa carta que no había enviado le pareció un guiño del destino.
La actitud de Jettel consigo misma había cambiado. Se percató de que Charters y su humillante trato no la habían herido tanto y de que, paradójicamente, incluso le habían dado valor para hacerse una confesión largo tiempo reprimida.
Ni ella ni Walter querían tener un segundo hijo, pero ninguno de los dos se había atrevido a decirlo. Ahora que Jettel estaba a solas con sus pensamientos, ya no era preciso fingir alegría. Tenía claro que no era lo bastante fuerte para vivir sola en la granja con un bebé y con el miedo incesante de carecer de atención médica en un momento crítico, pero ya no se avergonzaba de su debilidad. También le parecía más soportable la vergüenza de que los Hahn y la pequeña Comunidad Judía de Nakuru tuvieran que pagarle la habitación en el Stag's Head.
Jettel aprendió a percibir la pequeña estancia, con su escaso mobiliario -un llamativo contraste con el lujo de los salones-, como un espacio que la protegía de un mundo del que ella estaba excluida. No podía conversar con ninguno de los clientes, leer ningún libro de la biblioteca y, tras una única tentativa, dejó de interesarse por los programas radiofónicos que se oían en el salón después de la cena para los huéspedes con vestido de noche y esmoquin. Sólo le servían dos de sus vestidos, su piel se había vuelto seca y gris, le costaba lavarse el cabello en la pequeña jofaina y tenía constantemente la sensación de que debía ahorrarles su presencia a los demás clientes. De modo que sólo abandonaba su habitación a la hora de las comidas y para dar el paseo diario por el jardín que la doctora le prescribía en cada visita con voz implorante y grandes aspavientos.
«Babys need walks», solía decir entre risas la doctora Arnold siempre que palpaba el vientre de Jettel.
Llevaba toda una vida confiando en la naturaleza y la capacidad del cuerpo para bastarse por sí mismo, y en ningún momento dejó que se le notara que Jettel le preocupaba. La doctora acudía todos los miércoles al Stag's Head, llevaba consigo cuatro sellos y dejaba en la desvencijada mesa un diccionario inglés-italiano y la última edición del Sunday Post, aunque desde la primera consulta había comprendido que ambas cosas eran inútiles.
Janet Arnold era una mujer efusiva, que olía débilmente a whisky e intensamente a caballos e irradiaba aún más confianza que buen humor. Saludaba a Jettel con un abrazo, reía a carcajadas mientras la reconocía y le acariciaba el vientre al marcharse.
Jettel se sentía impulsada a confiarle sus cuitas a aquella pequeña y rechoncha mujer con raídas ropas de hombre y a hablar con ella sobre el desarrollo de un embarazo que presentía no era normal. Mas la barrera lingüística resultaba infranqueable.
Lo que mejor resultado les daba era el suajili, pero ambas mujeres sabían que su vocabulario únicamente era adecuado para futuras madres que podían traer al mundo a sus hijos sin asistencia médica. De modo que, tan pronto creía haber dicho todo lo esencial, la doctora Arnold se limitaba a pronunciar palabras en todas las lenguas extranjeras que había pillado al vuelo en su aventurera vida. Lo intentaba una y otra vez con el afrikaans y el hindi. También buscaba ayuda en vano entre los sonidos gaélicos de su infancia.
Siendo una joven doctora, al principio de la Primera Guerra Mundial, Janet Arnold se había ocupado de un soldado alemán en Tanganica. Del muchacho en sí ya no se acordaba, pero mientras agonizaba él decía a menudo «maldito kaiser». Ella recordaba ambas palabras lo bastante bien como para ensayarlas con pacientes que suponía alemanes. En numerosos casos había surgido así una risueña complicidad que la doctora Arnold estimaba un éxito terapéutico. Le daba pena que precisamente Jettel, a la que le habría gustado ver alegre al menos una vez, no reaccionara en modo alguno a su lengua materna.
Para Jettel, la experiencia de no poder compartir con nadie su tristeza y su desesperación era nueva, y sin embargo ya no echaba de menos la conversación que tanto anhelara un día en la granja. Con frecuencia se maravillaba de que tampoco extrañara mucho a Walter, de que incluso se alegrara de saberlo en Ol’ Joro Orok, tan lejos de ella. Sentía que el desvalimiento de su marido no habría hecho más que aumentar el suyo. La alegraban más sus cartas. Rezumaban una ternura que, en los años sin preocupaciones, había tomado por amor. Pese a todo, se preguntaba si su matrimonio podría volver a ser algo más que un destino común.
Jettel no creía que su embarazo fuera a llegar a buen término. Seguía atenazándola la conmoción del primer mes, cuando la carta de Breslau le arrebató toda esperanza para su madre y su hermana. Ni siquiera se molestó en luchar contra el presentimiento de que la carta era una advertencia de la desgracia que se cernía sobre ella misma. La sola idea de engendrar una nueva vida le parecía una burla, un pecado.
A Jettel no la abandonaba la sospecha de que el destino había determinado que ella siguiera a su madre en la muerte. Luego, atormentada, se imaginaba a Walter y Regina en la granja, ambos matándose a trabajar para sacar adelante al bebé sin madre. A veces también veía a Owuor, sonriente, meciendo al niño sobre sus grandes rodillas, y por la noche se despertaba asustada y caía en la cuenta de que había llamado a Owuor y no a Walter.
Cuando el miedo y la fantasía amenazaban con aplastarla, Jettel sólo ansiaba ver a Regina, a la que sabía tan cerca y sin embargo tan inalcanzable. El colegio de Nakuru estaba a sólo cuatro millas del Stag's Head, pero el reglamento escolar no permitía que Regina fuera a ver a su madre. Tampoco habría permitido que Jettel visitara a su hija. Por la noche veía el resplandor de las luces del colegio sobre la colina y se aferraba a la idea de que Regina le hacía señas desde una de las numerosas ventanas. Cada vez necesitaba más tiempo para volver a la realidad tras semejantes espejismos.
También Regina se torturaba; ella, que nunca se había quejado de la larga separación de sus padres. Al hotel llegaban casi a diario breves cartas escritas en un torpe alemán. Las faltas y las expresiones inglesas, incomprensibles para Jettel, la conmovían aún más que sus peticiones de sellos, trazadas en letra de imprenta. «Tienes que take core de ti», comenzaban todas las cartas, «that no ponerte emferma». Regina escribía casi siempre: «Quiero bisitarte, pero no lo permito. Aquí somos soldiers.» La frase «me hálegro por lo del niño» siempre la subrayaba con tinta roja, y con frecuencia decía: «Hago como Alexander the Great. No tienes que have miedos.»
Jettel aguardaba las cartas con tanta impaciencia porque realmente le infundían valor. En la granja la abrumaba el hecho de que le resultara difícil establecer contacto con Regina, y ahora el cariño y la solicitud de su hija eran su único apoyo en la necesidad. Era como si viviera de nuevo la estrecha relación con su madre. Cada una de las cartas le decía que, a sus casi diez años, Regina ya no era una niña.
Nunca hacía preguntas y sin embargo comprendía todo lo que preocupaba a sus padres. ¿Acaso no había sabido Regina antes que Walter que su madre estaba embarazada? Estaba familiarizada con la vida y la muerte y acudía a las chozas cuando una mujer estaba con dolores, pero Jettel nunca había tenido el valor de hablar con su hija de las cosas que pasaban allí. Lo cierto es que pocas veces había podido hablar con ella abiertamente, pero ahora sentía el apremio de confiarle a Regina sus preocupaciones.
A Jettel le resultaba más fácil escribirle a su hija que a su marido. Se convirtió en una necesidad describir con precisión su estado físico, y pronto hablar de su miseria espiritual pasó a ser una liberación. Cuando llenaba las cuartillas del hotel con su letra grande y clara y las hojas se amontonaban ante ella, podía ser de nuevo la pequeña y satisfecha Jettel de Breslau que, a la menor preocupación, no tenía más que precipitarse escaleras arriba para hallar consuelo junto a su madre.
A finales de julio empezaron las grandes lluvias en Gilgil, ahogando el último rayo de esperanza de Jettel de que los Hahn aparecieran con Walter en el hotel. En Nakuru los días eran abrasadores y las noches también. El césped del jardín del hotel se iba consumiendo en la asolada tierra roja y los pájaros enmudecían ya desde por la mañana. El aire del lago salado poseía una acritud tan punzante que si uno respiraba profundamente le entraban ganas de vomitar al instante. A mediodía moría toda la vida.
Los domingos, cuando ni siquiera cabía la esperanza de recibir correo de Regina, Jettel luchaba contra la tentación de no levantarse, no comer nada y ahogar el tiempo en el sueño. Apenas el sol asomaba en el cielo, el húmedo calor se hacía tan sofocante que así y todo se vestía y se sentaba en el borde de la cama. Entonces se concentraba únicamente en evitar cualquier movimiento innecesario. Pasaba horas contemplando la lisa superficie del lago, que apenas tenía agua, y no ansiaba más que ser un flamenco que sólo tuviera que empollar sus huevos.
En el estado de sopor entre tediosa vigilia e intranquilo letargo, Jettel era especialmente susceptible a los ruidos. Oía a los chicos encender el horno en la cocina, a los camareros manipular los cubiertos en el comedor, al perrillo gimotear en la habitación contigua y a los coches antes de que se detuvieran delante del hotel. Aunque rara vez veía a los huéspedes que se alojaban en su misma planta, era capaz de distinguir sus pasos, sus voces y sus toses. Chai, el kikuyu descalzo que servía el té a las once de la mañana y a las cinco de la tarde, ni siquiera tenía que tocar el picaporte de la habitación de Jettel para que supiera que era él. A la única a la que no oyó fue a Regina.
El último domingo de julio Regina llamó tres veces a la puerta, luego la abrió lentamente y Jettel se quedó mirándola como si nunca antes la hubiera visto. En aquel instante espectral, privada de sentidos y memoria, de alegría y reacción, aturdida por la incapacidad de comprender, Jettel solamente alcanzó a pensar en qué lengua debía hablar. Al final reconoció el vestido blanco y recordó que el colegio de Nakuru exigía que las niñas llevaran vestidos blancos para la visita semanal a la iglesia.
El sastre indio que iba a Ol’ Joro Orok cada cierto tiempo y colocaba su máquina de coser bajo un árbol, ante la duka de Patel, se lo había hecho de un viejo mantel. Fue imposible disuadirlo de que añadiera los volantes blancos en el cuello y las mangas, por lo cual se había llevado tres chelines más. De repente Jettel recordó cada palabra de la conversación y cómo Walter, al ver el vestido, había dicho: «Me gustaba más cuando era un mantel en el hotel Redlich.»
A Jettel, la voz de Walter le pareció demasiado alta y muy bronca, y se disponía a replicar enojada, mas las palabras se le pegaron a la boca como la vieja bata azul al cuerpo. El esfuerzo fue tan grande que la opresión de su garganta cedió y rompió a llorar.
-Mummy! -exclamó Regina con voz aguda, extraña-. Mamá -susurró luego en el tono familiar.
Respiraba como un perro anheloso que sólo ve a su presa y no nota que ya la ha perdido. Su rostro lucía el rojo amenazador de los bosques que arden en la noche. El sudor se abría paso por la frente a través de una fina capa de polvo rojizo. Oscuras eran las gotas de humedad que caían del cabello al vestido blanco.
–Regina, debes de haber venido corriendo como un demonio. Pero, ¿de dónde sales? ¿Quién te ha traído hasta aquí? Por el amor de Dios, ¿qué ha pasado?
–Yo misma me he traído hasta aquí -repuso Regina, saboreando el placer de que su voz volviera a ser lo bastante firme como para contener su orgullo-. Me he escapado de camino a la church. Y eso es lo que voy a hacer todos los domingos.
Por primera vez desde que se hospedaba en el Stag's Head, Jettel sintió que cabeza y cuerpo podían verse aliviados a un tiempo, pero seguía costándole hablar. El sudor de Regina olía dulce y aumentó el deseo de Jettel de no sentir más que el humeante cuerpo de su hija y escuchar los latidos de su corazón. Abrió la boca para darle un beso, mas le temblaban los labios.
-Perdí mi corazón en Heidelberg -empezó Regina, y se detuvo cohibida. No era capaz de entonar ni la más simple de las canciones y lo sabía-. La canción de Owuor -dijo-, pero no sé cantar tan bien como él. No soy tan lista como Owuor. ¿Te acuerdas de cómo llegó hasta nosotros por la noche? Con Rummler. Y papá lloró.
–Eres lista y buena -replicó Jettel.
Regina sólo se tomó el tiempo que necesitaron sus oídos para retener por siempre la caricia de aquellas palabras. Luego se sentó en la cama junto a su madre y ambas guardaron silencio. Se abrazaron y esperaron, pacientes, a que la dicha del reencuentro se tornara alegría.
Jettel seguía sin hallar el valor para pronunciar las palabras que llevaba dentro, pero sí podía escuchar. Supo de la perseverancia y las ansias con que Regina había planeado la fuga y de cómo se había separado del grupo de las demás chicas y había ido corriendo al hotel. Era una historia larga y desconcertantemente minuciosa que Regina, con el arte de la repetición aprendido de Owuor, recitaba una y otra vez con las mismas palabras y que Jettel, pese a sus esfuerzos, no podía seguir. Se dio cuenta de que su silencio empezaba a decepcionar a su hija y se quedó tanto más asustada cuando se oyó preguntar:
–¿Por qué te alegras tanto por lo del niño?
–Lo necesito.
–¿Por qué necesitas tú un niño?
–Así no estaré sola cuando tú y papá estéis muertos.
–Pero Regina, ¿de dónde has sacado esa idea? Tampoco somos tan viejos. ¿Por qué íbamos a morirnos? ¿Quién te ha metido en la cabeza esa tontería?
–Pero tu madre también se muere -contestó Regina, quebrando a mordiscos la sal de su boca-. Y papá me ha dicho que su padre también se muere. Y la tía Liesel. Pero me dijo que no te lo dijera, I'm so sorry.
–Tus abuelos y tus tías -Jettel tragó saliva- no han logrado salir de Alemania. Eso ya te lo hemos explicado. Pero a nosotros no puede pasarnos nada. Nosotros estamos aquí. Los tres.
–Cuatro -corrigió Regina, cerrando satisfecha los ojos-. Pronto seremos cuatro.
–Regina, no tienes idea de lo difícil que es tener un niño. Cuando tú llegaste todo era distinto. Nunca olvidaré cómo se puso a bailar tu padre por la casa. Ahora todo es terrible.
–Lo sé -asintió Regina-. Yo estuve junto a Warimu. Warimu casi se muere. El niño salió de su vientre por los pies. Tuve que ayudar a tirar de él.
Con ademanes presurosos, Jettel logró contener las náuseas en el estómago.
–¿Y no tuviste miedo? – le preguntó.
–Pues no -recordó Regina, y se paró a pensar si su madre le estaba gastando una broma-. Warimu gritó mucho y eso la ayudó. Ella tampoco tuvo miedo. Nobody tuvo miedo.
La necesidad de devolverle a Regina al menos una pequeña parte de esa seguridad de que durante tanto tiempo la había privado acabó siendo para Jettel una tortura más difícil de soportar que la certeza de su fracaso. Regina le parecía tan indefensa como ella misma.
–Yo no tendré miedo -afirmó.
–Promételo.
–Prometido.
–Tienes que decirlo otra vez. Tienes que decirlo todo otra vez -instó Regina.
–Te prometo que no tendré miedo cuando llegue el niño. No sabía que el niño fuera tan importante para ti. No creo que otros niños se alegren tanto como tú de tener hermanos. Sabes -explicó Jettel, refugiándose en el consuelo siempre eficaz de sus recuerdos-, yo siempre hablaba con mi madre como hablo ahora contigo.
–Tú tampoco estuviste en un internado.
Jettel trató de disimular su tristeza cuando volvió a la realidad. Se puso en pie y abrazó a Regina.
–¿Qué pasará cuando se den cuenta de que te has escapado? – quiso saber, confusa-. ¿No te castigarán?
–Sí, pero I don't care.
–¿Eso significa que no te importa?
–Sí. No me importa.
–¡Pero a ningún niño le gusta que lo castiguen!
–A mí sí -rió Regina-. Sabes, cuando nos castigan tenemos que aprendernos poemas. Me encantan los poemas.
–A mí también me gustaba recitar poemas. Cuando volvamos a estar todos juntos en la granja, te recitaré ha canción de la campana, de Schiller. Aún me acuerdo.
–Necesito los poemas.
–¿Para qué?
–Quizá algún día me metan en la cárcel -aclaró Regina, sin darse cuenta de que había enviado a su voz de safari-. Entonces me lo quitarán todo. No tendré ropa ni comida ni pelo. Tampoco me darán libros, pero no se llevarán los poemas. Ésos están en mi cabeza. Cuando esté muy triste, recitaré mis poemas. Lo tengo todo muy bien pensado, pero nadie lo sabe. Tampoco Inge sabe nada de mis poemas. Si lo cuento, se irá la magia.
Aunque sentía un agudo dolor en la espalda y también al respirar, Jettel contuvo las lágrimas hasta que Regina se hubo marchado. Entonces se aferró a su tristeza con tanta fuerza como antes lo hiciera a su hija. Esperó, casi con anhelo, esa desesperación cuya familiaridad la confortaría. Asombrada, y también con una humildad que nunca antes había sentido, supo que había recuperado la voluntad para hacer frente a la vida. Jettel estaba decidida a luchar por Regina, que le había mostrado el camino. Durante el sueño solamente la acompañó el dolor físico.
Por la noche, con cuatro semanas de antelación, comenzaron las contracciones, y a la mañana siguiente Janet Arnold le dijo que el niño estaba muerto.
IX
Para Owuor, el último día sin la memsahib fue dulce como el jugo de la caña de azúcar verde y no más largo que una noche a la luz de la luna llena. Poco después de que saliera sol, ordenó a Kania que limpiara con agua hirviendo los tablones que había entre el horno, el armario y el montón de leña recién apilada. Kamau tuvo que meter en agua caliente con jabón todas las cacerolas, los vasos y los platos, y también el cochecito rojo de diminutas ruedas que tanto gustaba a la memsahib. Jogona bañó tanto al perro que parecía un cerdito blanco. A petición de Owuor, Kimani accedió a ocuparse en su momento con los chicos de las schambas de espantar a los buitres de los árboles de espinas que había delante de la casa. Owuor no había hablado de los buitres con el bwana, pero su cabeza le decía que seguro que a ese respecto las mujeres blancas no eran distintas de las negras. El que había visto la muerte no quería oír batir las alas de los buitres.
Owuor frotó el largo cucharón con un paño tan suave como el cuello de su capa negra y no paró hasta que sus propios ojos se vieron reflejados en el reluciente metal. Éstos bebían ya la alegría de los días que estaban por llegar. Le complacía que el cucharón pudiera pronto volver a bailar para la memsahib en la espesa salsa pardusca de harina, mantequilla y cebolla. Mientras Owuor reanimaba su nariz con el aroma de las alegrías que tanto había echado en falta, volvió a invadirle la satisfacción.
Ya no le resultaba tan fácil como en los días extintos de Rongai trabajar únicamente para el bwana. Cuando estaba solo en la granja, dejaba que la sopa se enfriara y que el pudín se volviera gris. Su lengua ya no sabía apreciar el sabor del pan que salía del horno. El día aciago en que se llevaron a la memsahib a Nakuru con el niño en el vientre, los ojos del bwana dejaron de despertar a su corazón. Desde entonces se movía como un anciano que sólo espera la llamada de sus vocingleros huesos y ya no oye la voz de Mungo.
En los días que transcurrieron entre la gran sequía y la muerte del niño, Owuor pensó que el bwana no tenía ningún dios que guiara su cabeza como un buen pastor su yunta de bueyes, pero desde hacía poco sabía que se había equivocado. Cuando el bwana le habló de la muerte de su hijo, fue él y no Owuor el que dijo: «Schaurija mungo.» Owuor habría dicho lo mismo si la muerte le hubiese enseñado los dientes como un león hambriento a una huidiza gacela. Sólo que, en opinión de Owuor, un hombre no debía despertar a Mungo de su sueño por un niño. De los niños no se ocupaba Dios, sino el hombre que los necesitaba.
Incluso a la espera del día que había de devolver la antigua vida a la casa y a la cocina, Owuor suspiraba al pensar que el bwana no era lo bastante listo para enjugar en el sueño la sal de su garganta. Sin la memsahib y su hija, el bwana sólo tenía oídos para la radio. Las semanas en que había intentado ayudar al bwana a vivir sin saber cómo habían fatigado a Owuor. La carga ajena era demasiado pesada para su espalda. De modo que ahora disfrutaba de aquel día en que únicamente tenía que preocuparse de la pequeña memsahib como un hombre que ha corrido demasiado tiempo y demasiado aprisa y, al llegar a su destino, no tiene otra cosa que hacer que tumbarse bajo un árbol y contemplar las nubes en su hermosa cacería sin presa.
–Está bien -dijo, horadando el cielo con su ojo izquierdo.
–Está bien -repitió Regina, obsequiando a Owuor con los suaves sonidos de su lengua. También ella vivió el día anterior al regreso de Jettel de forma distinta a todos los que ya habían sido y a los que aún estaban por llegar. Se hallaba sentada en la linde del linar, que agitaba al viento su delgado manto de flores azules, y removía con los pies el viscoso barro rojizo. El barro le calentaba el cuerpo y le provocaba en la cabeza esa agradable somnolencia que sólo podía permitirse a la radiante luz del día cuando se encontraba a solas con Owuor. Pero Regina aún estaba lo bastante despierta como para observar con los ojos entrecerrados cómo sus pensamientos se volvían pequeños círculos de colores que volaban hacia el sol.
Le agradaba que el día anterior su padre se hubiera marchado a Nakuru con los Hahn. Durante las grandes lluvias, las carreteras se tornaban blandos lechos de lodo y agua; un viaje que en los meses de sequía duraba sólo tres horas se convertía en un safari que arañaba la noche. Con pesados movimientos, Regina se quitó la blusa, sacó un mango del bolsillo del pantalón y le dio un mordisco, pero su corazón comenzó a palpitar al comprender que estaba a punto de desafiar al destino. Si lograba comerse el mango sin derramar una sola gota de jugo, lo consideraría una señal de que Mungo haría que se produjera un milagro ese mismo día o al menos al día siguiente.
Regina tenía experiencia suficiente para saber que no debía dictarle a ese gran desconocido y a la vez tan familiar dios la forma de su buena acción. Inculcó la obediencia en su cabeza y se tragó el anhelo que había en su cuerpo, pero le costó esfuerzo arrebatarle el rostro a sus deseos. Olvidó el mango. Cuando sintió el cálido jugo en su pecho y vio que su piel se volvía amarilla, supo que Mungo había resuelto en su contra. Aún no estaba dispuesto a liberar el corazón de Regina de la prisión en que lo tenía.
Oyó un breve sonido lastimero que sólo podía proceder de su boca y envió sus ojos a la montaña para que Mungo no se enojara con ella. Regina había ahuyentado la tristeza por la pérdida del niño con tanta furia como un perro ahuyenta la rata que ha roído su hueso enterrado. Pero no se puede ahuyentar a las ratas por mucho tiempo. Vuelven una y otra vez. La rata de Regina a veces la dejaba en paz durante el día, pero por la noche no le permitía olvidar que en el futuro tendría que ser ella sola quien alimentara con orgullo los hambrientos corazones de sus padres.
Regina sabía que su madre era distinta de las mujeres de las chozas. Cuando a ellas se les moría un niño, el tiempo transcurrido entre las pequeñas y las grandes lluvias bastaba para que su vientre volviera a abultarse. Al pensar lo mucho que tardaría en volver a alegrarse por la llegada de un hermanito, Regina mordió con firmeza el hueso del mango y aguardó impaciente el rechinar de la boca. Sólo cuando le dolieron los dientes se le fue de la cabeza todo lo malo. Pero la tristeza regresó al instante cuando pensó en sus padres.
Sus oídos no se alegraban con la lluvia y sus pies no sabían nada de la nueva vida que surgía en el rocío de la mañana. De Sohrau hablaba el padre cuando pintaba hermosos cuadros con palabras; de Breslau, la madre cuando sus sueños se iban de safari. De Ol’ Joro Orok, que Regina llamaba home en el colegio y «casa» en vacaciones, ellos dos sólo eran capaces de ver los negros colores de la noche y nunca a las personas, que sólo al reír revelaban su voz.
–Ya verás como no hacen ningún niño nuevo -le dijo a Rummler.
Cuando la voz de Regina lo despertó, el perro sacudió la oreja derecha como si lo hubiese molestado una mosca. Abrió tanto la boca que el viento le enfrío demasiado los dientes, soltó un ladrido y todo su cuerpo se estremeció, pues el eco lo asustaba.
–Eres un bicho tonto, Rummler -rió Regina-, no puedes retener nada en la cabeza. – Ansiosa, restregó su nariz contra el pelaje mojado del animal, que vaheaba al sol, y sintió que por fin empezaba a tranquilizarse.– Owuor -explicó-, eres listo. Es bueno oler a un perro mojado cuando uno tiene los ojos húmedos.
–Tú has mojado su pelaje con tus ojos -afirmó Owuor-. Ahora nos iremos los dos a dormir.
Las sombras eran tan delgadas y cortas como una lagartija joven cuando al día siguiente Regina oyó la llamada de un motor jadeante. Se había pasado muchas horas sentada en la linde del bosque, escuchando los tambores, observando a los dik-diks y envidiando a una mona con una cría bajo el vientre. Pero cuando captó el primer sonido, aún muy lejano, recorrió la distancia que la separaba del reblandecido camino a tiempo de saltar al estribo para cubrir el último tramo del trayecto.
Oha iba al volante y olía al tabaco que él mismo cultivaba; a su lado estaba Jettel, con su acre olor a jabón de hospital. Detrás iban Lilly, Walter y Manjala, del que los Hahn nunca se separaban en la estación de las lluvias, ya que era el que mejor se las arreglaba con los coches que se quedaban atascados en el barro. El caniche negro aullaba, aunque no era de noche y en la garganta de Lilly aún no había ninguna canción.
Regina sólo necesitó el breve recorrido al viento para aguzar los sentidos y acostumbrar los ojos a su madre. Parecía distinta de aquellos días antes de que la gran tristeza llegara a la granja. Jettel se asemejaba a las esbeltas madres inglesas que apenas hablaban y mantenían una sonrisa entre los labios cuando iban a recoger a sus hijos al colegio al comienzo de las vacaciones. Su rostro era más redondo y sus ojos se habían vuelto tan serenos como los de las vacas saciadas. Su piel lucía de nuevo aquel hálito resplandeciente de un color que Regina no podía describir en ninguna de las lenguas que hablaba por mucho que lo intentase.
Cuando el coche se detuvo, Owuor y Kimani se encontraban ante la casa. Kimani no dijo nada y tampoco movió su rostro, pero olía a viva alegría. Owuor enseñó primero los dientes y luego exclamó alto y claro: «Capullo», tal y como el bwana le había enseñado para recibir a las visitas. Era un buen encantamiento. Aunque el bwana de Gilgil lo conocía, rió con tanta fuerza que el eco no sólo calentó los oídos de Owuor, sino todo su cuerpo.
–Estás muy guapa -se maravilló Regina. Le dio un beso a su madre y dibujó con los dedos las ondas de su pelo.
Jettel sonrió, cohibida. Se frotó la frente, miró tímidamente la casa que tantas veces había deseado abandonar y por fin preguntó, aún confusa, mas sin que le temblara la voz:
–¿Estás muy triste?
–No. Sabes, siempre podemos hacer otro niño. Algún día -repuso Regina, e intentó hacerle un guiño, pero el ojo derecho se le quedó abierto demasiado tiempo-. Aún somos muy jóvenes.
–Regina, ahora no debes decirle esas cosas a mamá. Los dos debemos procurar que primero se recupere. Ha estado muy enferma. Maldita sea, ya te lo he explicado.
–Déjala -protestó Jettel-. Sé lo que quiere decir. Algún día haremos otro niño, Regina. Ya sé que necesitas un niño.
–Y poemas -susurró Regina.
–Y poemas -corroboró Jettel con gravedad-. Ya ves que no me he olvidado de nada.
El fuego nocturno olía a las grandes lluvias, pero al final la madera se vio obligada a desistir de su lucha y se tornó una llama llena de rabia y color. Oha arrimaba las manos al calor y de pronto se dio la vuelta, aunque nadie lo había llamado, cogió a Regina en brazos y la levantó.
–¿Cómo es que habéis tenido una niña con tantas luces? – preguntó.
Regina bebió tanta atención de los ojos de Oha que sintió entrar en calor su piel y enrojecérsele el rostro.
–Pero si ya está oscuro -repuso ella, señalando la ventana.
–Señorita, eres una pequeña kikuyu -admitió Oha-, siempre tan literal. Serías una buena jurista, pero esperemos que el destino no te juegue esa mala pasada.
–No, kikuyu no -objetó Regina-, yo soy jaluo. Miró a Owuor y captó el breve chasquido que sólo ellos dos podían oír.
Owuor sujetaba una bandeja con una mano y con la otra acariciaba a Rummler y al caniche a un tiempo. Más tarde trajo el café en la gran jarra que sólo podía llenar los días buenos y sirvió los minúsculos panecillos por los que ya lo elogiara su primer bwana cuando aún no era cocinero y no sabía nada de hombres blancos que sacaban de sus cabezas bromas más divertidas que los mismísimos hermanos del clan.
–¡Qué panes más pequeños! – exclamó Walter, golpeando el plato con el tenedor-. ¿Cómo hacen unas manos tan grandes unos panes tan pequeños? Owuor, eres el mejor cocinero de Ol’ Joro Orok. Y esta noche -continuó, cambiando de idioma, para decepción de Owuor- vamos a beber una botella de vino.
–Y vas a ir a buscarla a la tienda de la esquina, ¿no? – rió Lilly.
–Mi padre me regaló dos botellas al despedirse. Para una ocasión especial. Quién sabe si llegaremos a abrir la segunda. La primera la beberemos hoy, ya que Dios nos ha dejado a Jettel. A veces también tiene tiempo para los bloody refugees.
Regina apartó la cabeza de Rummler de sus rodillas, corrió hasta su padre y le apretó la mano hasta sentir sus uñas. Lo admiraba mucho porque era capaz de dejar escapar la risa de su garganta y las lágrimas de sus ojos al mismo tiempo, y quería decírselo, pero su lengua fue demasiado rápida y en su lugar le preguntó:
–¿Hay que llorar con el vino?
Lo bebieron en unas copitas de licor de colores que, sobre la gran mesa de madera de cedro, parecían flores que aguardaran a las abejas por vez primera después de las lluvias. A Owuor le tocó una copa azul; a Regina, una roja. Entre los diminutos tragos que hacía resbalar por la garganta, alzaba la copa contra la trémula luz de la Petromax y aquélla se convertía en el centelleante palacio de la reina de las hadas. Se tragó su tristeza al pensar que no podía contárselo a nadie, pues estaba casi segura de que en Alemania no había hadas. Seguro que en Sohrau no vivía ninguna, ni en Leobschütz ni en Breslau. De lo contrario sus padres lo habrían mencionado, al menos en los días en que aún creía de verdad en las hadas.
–¿En qué piensas, Regina?
–En una flor.
–Toda una experta en vinos -encomió Oha.
Owuor se limitaba a meter la lengua en la copa para así saborear el vino, pero también conservarlo. Nunca había tenido algo dulce y agrio en la boca al mismo tiempo. Las hormigas de su lengua querían construir una historia más larga con la nueva magia, pero no sabía cómo empezar.
–Son las lágrimas de Mungo cuando ríe -se le ocurrió al final.
–Me gusta recordar Assmannshausen -dijo Oha, poniendo la etiqueta de la botella a la luz-. Solíamos ir allí a menudo los domingos por la tarde.
–Demasiado a menudo -apuntó Lilly. Su mano era una minúscula bola-. Quizá te acuerdes de que precisamente desde nuestra acogedora taberna vimos desfilar por vez primera a las SA. Aún puedo oír sus berridos.
–Tienes razón -reconoció Oha conciliador-. No debemos mirar atrás. Pero a veces le asaltan a uno los recuerdos. También a mí.
Walter y Jettel discutían con las ganas de siempre y una renovada alegría si las copas eran un regalo de boda de la tía Emmy o de la tía Cora. No se pusieron de acuerdo y después tampoco pudieron aclarar si la última noche en Leobschütz, en casa de los Guttfreund, habían tomado carpa con rábano picante o con salsa polaca. Le habían puesto excesivo celo y se dieron cuenta muy tarde de que habían ido demasiado lejos y que les costaba no decir lo que pensaban. La última tarjeta de los Guttfreund databa de octubre de 1938.
–Ella era tan hábil…, y siempre encontraba una salida -recordó Jettel.
–Ya no hay salidas -aseguró Walter en voz baja-. Sólo caminos sin retorno.
Pero ya no era posible aplacar el afán de volver al pasado.
–¿A que tampoco sabes de dónde ha salido ese mantel verde? – preguntó Jettel triunfante-. Ahí sí que no me la das. De Bilschofski.
–No. De la tienda de lencería Weyl.
–Mi madre sólo compraba en Bilschofski. Y el mantel es de mi ajuar. ¿También me vas a discutir eso?
–Bobadas. Estaba en nuestro hotel. En la mesa de juego, cuando no hacía falta. Y Liesel siempre compraba en Weyl cuando iba a Breslau. Vamos, Jettel, déjalo estar -propuso Walter con una determinación tan repentina que a todos sorprendió, y cogió su copa. Le temblaba el pulso.
Tenía miedo de mirar a Jettel. No sabía si se había enterado de la muerte de Siegfried Weyl. El anciano, que se negaba siquiera a pensar en emigrar, había muerto en prisión a las tres semanas de su detención. Walter se sorprendió esforzándose por imaginar su rostro ante la tragedia, mas sólo vio el oscuro empanelado de madera del establecimiento y los monogramas que Liesel siempre les mandaba bordar en la lencería del hotel. En un principio, las iniciales blancas eran de una nitidez absoluta, pero luego se tornaron serpientes rojas.
Desde su llegada a Kenia, Walter no había vuelto a beber alcohol. Cayó en la cuenta de que incluso aquella ridícula cantidad de vino lo mareaba y se masajeó las palpitantes sienes. Sus ojos apenas podían retener las imágenes que lo importunaban. Cuando los maderos de la chimenea se quebraron con un chasquido, oyó las canciones de su época de estudiante y miró a Oha repetidas veces para compartir con él tan embriagador sonido. Éste estaba cargando la pipa y observando con grotesca atención los movimientos que hacía en sueños el caniche negro.
Jettel seguía fantaseando con las delicadas mantelerías de Bilschofski.
–No había sitio mejor en Breslau para el damasco -relataba-. Mi madre mandó confeccionar expresamente un mantel blanco para doce cubiertos con servilletas a juego.
También Lilly estaba ocupada con su ajuar.
–Lo compramos en Wiesbaden. ¿Te acuerdas de aquella tienda tan bonita de la calle Luisenstraj3e? – le preguntó a su marido.
–No -replicó Oha, mirando la oscuridad-. Ni siquiera recordaba que en Wiesbaden hubiera una Luisenstrasse. Si seguís por ese camino, no tardaremos mucho en cantar Tú, hermoso Rin alemán. O tal vez las damas prefieran retirarse al salón a hablar de lo que van a ponerse para el próximo estreno teatral.
–¡Exactamente! Así Oha y yo podremos recapitular con tranquilidad nuestros casos jurídicos más importantes.
Oha se sacó la pipa de la boca.
–Eso es aún peor que la carpa con salsa polaca -dijo con una vehemencia que incluso él se asustó-. Soy incapaz de recordar uno solo de mis pleitos. Y eso que debía de ser un excelente abogado. Eso decían. Pero eso fue en otra vida.
–Mi primer caso -contó Walter- fue el de Grescheck contra Krause. Fue por cincuenta marcos, pero eso a Grescheck le daba igual. Era un auténtico picapleitos. De no ser por él, ya podía haber cerrado el bufete en 1933. ¿Te puedes creer que Grescheck me acompañó hasta Génova? Le echamos un buen vistazo al cementerio. Era perfecto para mí.
–¡Basta ya! ¿Te has vuelto loco? Aún no has cumplido los cuarenta y sigues viviendo en el pasado. Carpe diem. ¿No te enseñaron eso en el colegio? ¿Ni nada útil para la vida?
–Eso era antes. Hitler no lo permitió.
–Eres tú quien permite que te mate -intervino Oha, y la compasión volvió a suavizar su voz-. Aquí, en medio de Kenia, te está matando. ¿Para eso te has salvado? Dios, Walter, acostúmbrate de una vez a esta tierra. A ella se lo debes todo. Olvida tus mantelerías, tus estúpidas carpas, toda esa maldita jurisprudencia y quién eras. Olvida de una vez tu Alemania. Toma ejemplo de tu hija.
–Tampoco ella ha olvidado -objetó Walter, saboreando esa expectación que sólo su talante era capaz de provocar-. Regina -preguntó de buen humor-, ¿todavía te acuerdas de Alemania?
–Sí -se apresuró a replicar ésta. Sólo se tomó el tiempo necesario para devolver a su hada a la copita roja. Sin embargo, la atención con que todos la miraban le produjo cierta inseguridad y al mismo tiempo sintió la presión de no decepcionar a su padre. Se puso en pie y dejó la copa en la mesa. El hada, que sólo hablaba inglés, le dio un tirón de orejas. El tenue tintineo la ayudó a continuar-. Aún sé cómo rompieron las ventanas -aseguró, alegre al ver las caras de asombro de sus padres- y cómo tiraron todas las telas a la calle. Y cómo escupía la gente. Y también había fuego. Uno muy grande.
–Pero Regina, si tú eso no lo has vivido. Ésa fue Inge. Por aquel entonces nosotros ya no estábamos en casa.
–Déjala -dijo Oha, atrayendo a Regina hacia sí-. Tienes toda la razón, jovencita. Tú eres la única inteligente de este grupo. Además de Owuor y los perros. En realidad, de Alemania no hace falta que recuerdes más que un montón de añicos y llamas. Y de odio.
Regina se había propuesto prolongar el elogio mediante una pregunta que pretendía soltar entre pausas pequeñas, mas no demasiado breves, cuando vio los ojos de su padre. Estaban tan húmedos como los de un perro exhausto de ladrar y al que sólo el agotamiento obliga a cerrar la boca. Así chillaba Rummler cuando se peleaba con la luna. Regina se había acostumbrado a ayudarlo antes de que el miedo volviera su cuerpo apestoso.
La idea de que su padre no era tan fácil de consolar como un perro arrojó una piedra a la garganta de Regina, pero ella la apartó con todas sus fuerzas. Estaba bien que hubiera aprendido a transformar los sollozos en una oportuna tos.
–No debes odiar a los alemanes -afirmó, sentándose en la rodilla de Oha-, sólo a los nazis. ¿Sabes?, cuando Hitler pierda la guerra volveremos todos a Leobschütz.
Fue Oha el que respiró ruidosamente. Aunque no quería, Regina se echó a reír, ya que él no sabía nada de la magia de convertir las preocupaciones en sonidos que no revelaban nada de las cosas que sólo la propia cabeza debía saber.
X
Antes de que el bwana llegara a la granja cuatro estaciones de las lluvias atrás, Kimani apenas sabía nada de las cosas que ocurrían al otro lado de las chozas en las que vivían sus dos esposas, sus seis hijos y su anciano padre. Le bastaba con estar al corriente del lino, el pelitre y las necesidades de los chicos de las schambas, de quienes era responsable. Los mesungu de cabello claro y blanquísima piel a los que Kimani había conocido antes que a este bwana extranjero de negro cabello vivían en Nairobi. Sólo hablaban con él de la plantación de nuevos campos y de madera para las chozas, de lluvias, de cosechas y de los salarios. Cuando acudían a sus granjas, se pasaban todo el día cazando y desaparecían sin decir kuaheri.
El bwana que hacía imágenes con palabras no era como ellos, que sólo hablaban su propio idioma y el suajili chapurreado que necesitaban y que expresaban con una lengua que tropezaba entre los dientes. Con el bwana, que le regalaba muchas de las horas claras del día, Kimani podía hablar mejor que con sus hermanos. Era un hombre que a menudo dejaba dormir sus ojos aun cuando estuvieran abiertos. Prefería utilizar el oído y la boca.
Con el oído atrapaba las huellas que le guiaban por un camino que Kimani nunca antes había recorrido y que anhelaba cada día de nuevo. Cuando el bwana dejaba hablar a su kinanda, tenía la destreza de un perro que en un día sereno capta esos enigmáticos sonidos que no pueden oír las personas. Pero a diferencia de un perro, que guarda los sonidos para sí como un hueso enterrado, el bwana compartía con Kimani la alegría que sentía por las schauris que rastreaba.
Con el tiempo habían adoptado una costumbre en la que Kimani confiaba tanto como en el sol del día y en la olla de poscho caliente de la noche. Tras el paseo matutino por las schambas, los dos hombres se sentaban, sin que fuera preciso abrir la boca, en la linde del mayor de los linares y dejaban que el alto y deslumbrante sombrerete blanco de la gran montaña jugueteara con sus ojos. Tan pronto el prolongado silencio adormecía a Kimani, éste sabía que el bwana había enviado su cabeza al gran safari.
Estaba bien permanecer allí sentados, en silencio, bebiendo sol; aún mejor era cuando el bwana le hablaba de cosas que provocaban en sus dedos un temblor leve como las gotas a última hora del día. Entonces las conversaciones encerraban una magia tan grande como la tierra reseca tras la primera noche de las grandes lluvias. En esas horas que Kimani ansiaba más que la comida para el vientre y el calor para sus doloridos huesos, se imaginaba que los árboles, las plantas e incluso el tiempo, que no se podía tocar, mascaban bayas de pimienta para que un hombre pudiera sentirlos mejor en la lengua.
Siempre que el bwana empezaba a hablar, lo hacía de la guerra. Gracias a esa guerra de los poderosos mesungu en el país de los muertos, Kimani había aprendido más de la vida que todos los hombres de su familia antes que él. Sin embargo, cuanto más sabía del voraz fuego que se tragaba la vida, menos querían esperar sus oídos a que el bwana hablara. Cada silencio se podía cortar fácilmente como una presa recién cobrada con una panga bien afilada. Para ahuyentar el hambre que no dejaba de atormentarlo, y nunca en el estómago, Kimani no tenía más que pronunciar una de las hermosas palabras que en algún momento le había oído al bwana.
–El Alamein -dijo Kimani el día en que tuvo la certeza de que precisamente los dos bueyes más fuertes de la granja ya no verían ponerse el sol. Recordó cómo el bwana pronunció por vez primera esa palabra. Sus ojos parecían mucho más grandes que de costumbre. Su cuerpo se movía tan veloz como un campo de plantas jóvenes azotado por la tormenta, pero no paraba de reír y, más tarde, llamó Rafiki a Kimani.
Rafiki era el apelativo para un hombre que sólo tiene palabras buenas para otro y que lo ayuda cuando la vida lo pisotea como un caballo enloquecido. Hasta entonces, Kimani no tenía idea de que el bwana conociera esa palabra. No solía decirse en la granja y a él nunca se la había dicho un bwana.
–El Alamein -repitió Kimani. Estaba bien que por fin el bwana hubiera comprendido que un hombre ha de decir dos veces las cosas importantes.
–Del Alamein hace ya un año -repuso Walter, mostrando primero sus diez dedos y luego dos más.
–¿Y Tobruk? – quiso saber Kimani con la voz ligeramente cantarína que se le ponía siempre que estaba a la expectativa. Rió un poco al caer en la cuenta de lo mucho que había tenido que bregar para poder pronunciar aquellos sonidos. En su boca seguían siendo piedras arrojadas contra una chapa ondulada.
–Tampoco Tobruk ha servido de mucho. Las guerras duran demasiado tiempo, Kimani. La gente sigue muriendo.
–En Bengasi también muere. Tú lo dijiste.
–La gente muere todos los días. En todas partes.
–Cuando un hombre quiere morir, nadie puede detenerlo, bwana. ¿Acaso no lo sabías?
–Pero ellos no quieren morir. Nadie quiere morir.
–Mi padre -apuntó Kimani sin dejar de tirar de la brizna de hierba que quería sacar de la tierra- quiere morir.
–¿Está enfermo? ¿Por qué no me lo habías dicho? La memsahib tiene medicinas en casa. Iremos a verlo.
–Mi padre es viejo. Ya no puede contar a los hijos de sus hijos. Ya no necesita medicinas. Pronto lo llevaré delante de la choza.
–Mi padre también se muere -contó Walter-. Pero yo sigo buscando medicinas.
–Porque no puedes llevarlo delante de la choza -explicó Kimani-. Eso te da dolores en la cabeza. Un hijo debe estar con su padre cuando éste quiere morir. ¿Por qué no está tu padre aquí?
–Vamos, eso te lo contaré mañana. Es una larga schauri. Y nada buena. Hoy espera la memsahib con la comida.
–El Alamein -intentó Kimani de nuevo. Cuando se interrumpía un safari, siempre estaba bien volver al comienzo del sendero. Pero el día de los bueyes moribundos la palabra perdió su magia. El bwana cerró sus oídos y no volvió a abrir la boca en todo el largo camino hasta la casa.
Kimani se dio cuenta de que su piel se volvía fría, aunque para la tierra y las plantas el sol del mediodía tenía más calor del que necesitaban. No siempre estaba bien saber demasiado de la vida al otro lado de las chozas. Debilitaba al hombre, fatigaba sus ojos antes de que llegara su hora. Pese a todo, Kimani quería saber si los ávidos guerreros blancos les ponían un arma en la mano para morir a hombres tan ancianos como el padre del bwana. No obstante, las palabras que golpeaban su frente no llegaron a su garganta y sólo sintió que sus piernas le daban órdenes. Poco antes de llegar a casa, echó a correr como si hubiese recordado una tarea que hubiera olvidado y aún tuviera que terminar.
Walter permaneció en la clara sombra de los espinos egipcios hasta que perdió de vista a Kimani. La conversación había hecho latir su corazón más aprisa, no sólo por haber hablado de la guerra y los padres. De nuevo volvía a ser consciente de lo mucho que prefería compartir sus pensamientos y también sus miedos con Kimani u Owuor que con su esposa.
En los primeros momentos tras la muerte del niño la cosa fue distinta. Jettel y él se habían unido entristecidos y furiosos con su suerte y habían hallado consuelo en su común desamparo. Pero un año después cayó en la cuenta, más perplejo que amargado, de que su soledad y su mutismo habían agotado el afecto. Cada día que pasaba en la granja las espinas se clavaban un poco más en heridas que no cicatrizaban.
Cuando sus pensamientos daban vueltas en torno al pasado, como hacían los bueyes moribundos en su delirio febril alrededor del último retazo de hierba aún familiar, Walter se sentía tan necio y mortificado que la vergüenza le destrozaba los nervios. Al igual que Regina, se inventaba juegos absurdos para desafiar al destino. Cuando por la mañana los trabajadores, las mujeres y los niños enfermos de la granja venían a la casa a pedir ayuda y medicamentos, él creía firmemente que sería un buen día si el quinto de la fila era una madre con un bebé a la espalda.
Consideraba un buen augurio que el locutor de las noticias vespertinas mencionara más de tres ciudades alemanas bombardeadas. Con el tiempo, Walter desarrolló una interminable serie de ritos supersticiosos que o bien le infundían valor o bien alimentaban sus miedos. Sus fantasías le parecían indignas, pero seguían impulsándolo a huir de la realidad; despreciaba su tendencia, cada vez mayor, a fantasear y se preocupaba por su salud mental. Pero no tardaba mucho en volver a caer en las trampas que él mismo se tendía.
Walter sabía que a Jettel le ocurría algo similar. Sus pensamientos seguían empujándola hacia su madre con la misma fuerza con que lo hicieran el día en que llegó el último correo. Una vez la sorprendió arrancándole las flores a una planta de pelitre y murmurando: «Vive, no vive, vive…» Conmocionado, le arrebató a Jettel la planta de la mano con una brutalidad de la que se arrepintió durante días, y ella le dijo: «Ahora ya no lo sabré.» Se quedaron quietos en medio del campo y lloraron juntos, y Walter tuvo la sensación de ser un niño que no teme tanto el castigo como la certeza definitiva de que ya nadie lo quiere.
Kimani había desaparecido hacía ya tiempo tras los árboles de delante de las chozas, pero Walter seguía en el mismo sitio. Escuchó el crujir de las ramas y los monos en el bosque y deseó, como si fuera importante, sentir una pequeña parte de la alegría que Regina habría sentido. Con el propósito de retrasar el momento de volver a casa al menos lo suficiente para calmar sus sobreexcitados sentidos, empezó a contar los buitres de los árboles. Con el calor del mediodía, habían ocultado la cabeza en el plumaje y parecían una bola negra de grandes plumas.
Un número par sería una señal de que el día no le depararía nada peor que la desazón que lo atormentaba, una cifra impar inferior a treinta significaría visita; la partida conjunta de los indeseados pájaros, un aumento de sueldo.
«Y no debemos olvidar -les gritó a los árboles- que no hemos tenido un solo día aquí sin vosotros, maldita chusma.» La ira de su voz lo tranquilizó un tanto. Pero perdió el control y ya no pudo distinguir a los pájaros. De pronto le pareció que lo único importante era saber el término en latín para augur. Pero por mucho que se esforzó no pudo recordarlo.
«Aquí uno se olvida hasta de lo poco que sabía -le dijo a Rummler, que corría a su encuentro-. Di, perro tonto, ¿quién iba a visitarnos?»
Cada vez eran más los días sin fin. Walter echaba de menos a Süskind, el heraldo optimista de su primera época de emigrado, una época que ya se le antojaba idílica. Al volver la vista atrás y comparar, Rongai era como un paraíso. Allí Süskind los protegía a Jettel y a él del abandono que tanto los oprimía en Ol’ Joro Orok que ninguno de los dos se atrevía siquiera a hablar de él.
Las autoridades habían racionado la gasolina y se mostraban cada vez más reticentes a conceder los permisos que necesitaban los enemy aliens para salir de la granja. Las estimulantes visitas de Süskind, el único descanso para los nervios en tensión, cada vez eran menos. Sin embargo, cuando emergía de su saludable mundo y traía consigo noticias de Nakuru y su, contra toda lógica, inquebrantable fe en que la guerra no podía durar más de unos meses, desaparecían durante un breve plazo de gracia los barrotes de la cárcel de agujeros negros. Sólo Süskind podía transformar a Jettel en la mujer que Walter recordaba de los buenos tiempos.
Pensar en Süskind ocupaba su mente de tal modo que se imaginaba con lujo de detalles lo que haría, diría y oiría sí Süskind apareciera de repente delante de él. Incluso creía oír voces procedentes de la cocina. Hacía tiempo que había dejado de resistirse a tales visiones. Cuando las aceptaba con suficiente dignidad, le daban fuerzas para modelar durante unos momentos dichosos el presente conforme a sus necesidades.
Entre la casa y la cocina Walter vio cuatro ruedas y, sobre ellas, un cacharro abierto. Entornó los ojos, irritado, para protegerlos de la luz del mediodía. Hacía tanto tiempo que no veía un coche, aparte del de los Hahn, que no era capaz de determinar si se trataba de un vehículo militar o de una de esas alucinaciones que últimamente se burlaban de él. La seductora imagen iba cobrando mayor nitidez y, de tanto mirarlo, Walter acabó cerciorándose de que realmente había un jeep entre el cedro de grueso tronco y el depósito de agua.
Ni siquiera le pareció inverosímil que un agente de la comisaría de policía de Thompson's Falls hubiera viajado hasta Ol’ Joro Orok con la intención de volver a internarlo. Curiosamente, el desembarco de los aliados en Sicilia había dado lugar a algunas detenciones, pero sólo en las inmediaciones de Nairobi y Mombasa. La idea de desembarazarse de la granja como ya sucediera al estallar la guerra no desagradaba a Walter, pero por otra parte tampoco podía imaginarse un cambio tan abrupto en su vida con todas sus consecuencias.
Entonces oyó la exaltada voz de Jettel. Le resultó extraña y al mismo tiempo, de un modo inquietante, también familiar. Jettel gritaba ora «Martin, Martin» ora «No, no, no». Rummler, que se había adelantado, ladraba en ese tono agudo y lastimero que reservaba únicamente para visitantes desconocidos.
Mientras corría, tropezando una y otra vez con las pequeñas raíces de la alta hierba, Walter trataba de recordar cuándo había oído ese nombre por última vez. Sólo le vino a la cabeza el cartero de Leobschütz, que siguió siendo amable hasta el último día que les llevó el correo.
En junio de 1936, pese a las cada vez mayores amenazas contra los judíos, el hombre acudió al bufete de Walter por un complicado asunto relacionado con una herencia. Al saludarlo siempre decía «heil Hitler», y al despedirse, un tímido «hasta luego». De pronto Walter lo vio con total claridad. Se llamaba Karl Martin, tenía bigote y era de Hochkretscham. De la finca de su tío le tocaron algunas yugadas más de lo previsto y en Navidad se presentó en la calle Asternweg con un ganso, claro está, una vez se hubo asegurado de que nadie podía verlo. La decencia necesitaba de la oscuridad para sobrevivir.
Owuor se asomó por la minúscula ventana de la cocina y le dio un baño de sol a sus dientes. Se puso a palmotear.
-¡Bwana!– gritó, chasqueando la lengua igual que hiciera el día en que le dieron vino-, ven deprisa. La memsahib llora y el áscari llora aún más.
La puerta de la cocina estaba abierta, pero sin la lámpara, que debido al precio de la parafina sólo se encendía al caer el sol, la habitación era casi tan oscura de día como de noche. Los ojos de Walter tardaron una eternidad en distinguir los primeros contornos. Entonces vio que Jettel y el hombre, que llevaba la gorra de cartero de Leobschütz, bailaban estrechamente enlazados por la habitación. Sólo se soltaron para dar un salto y volver a abrazarse y besarse al instante. Por mucho que se esforzaba, Walter era incapaz de averiguar si reían, como él creía oír, o si lloraban, como afirmaba Owuor.
–¡Aquí está Walter! – exclamó Jettel-. Martin, mira, es Walter. ¡Suéltame! ¡Me vas a ahogar! Seguro que él también piensa que eres un fantasma.
Finalmente, Walter se percató de que el hombre llevaba uniforme caqui y gorra del ejército inglés. Entonces lo oyó llamarlo. Reconoció antes la voz que el rostro. Primero bramó:
–¡Walter! – Y luego susurró-: Creo que de ésta me vuelvo loco. Quién me iba a decir que vería esto.
El ahogo tardó tan poco en bajar de la garganta al estómago que Walter no tuvo tiempo de apoyarse en la mesa de la cocina antes de que se le doblaran las piernas, aunque no se cayó. Aturdido por una felicidad que lo agitó más de lo que nunca lo hiciera el miedo, apoyó la cabeza en el hombro de Martin Batschinsky. No podía creer que su amigo hubiera crecido tanto en los seis largos años transcurridos desde la última vez que se vieran.
Owuor se frotó la piel con las risas y las lágrimas de la memsahib, su bwana y el hermoso bwana áscari. Ordenó a Kamau que pusiera la mesa y las sillas bajo el árbol de grueso tronco contra el que el bwana se rascaba la espalda cuando le sobrevenían los dolores que volvían su piel blanca como la luz de la luna joven. Aunque la vajilla no estaba sucia, Kania tuvo que lavar en la gran tina todos los platos, los cuchillos y los tenedores. El propio Owuor se puso el kanzu, que sólo llevaba cuando le gustaban los invitados. Alrededor de su larga camisa blanca, que le llegaba casi hasta los pies, se ciñó el fajín rojo. El paño era tan suave como el cuerpo de un polluelo recién salido del cascarón. Justo sobre el vientre de Owuor estaban las palabras que el bwana había escrito y a las que la memsahib de Gilgil había dado los colores del sol con una gruesa aguja y un hilo dorado.
Cuando el bwana áscari vio a Owuor con el fez rojo oscuro del que se columpiaba la borla negra y el fajín bordado, sus ojos se agrandaron como los de un gato en la noche. Luego rió tan fuerte qué su voz regresó tres veces de las montañas.
–Dios mío, Walter, sigues siendo el mismo. Cómo se habría alegrado tu padre de ver a este cafre con el gorro en la cabeza y un fajín que pone «Hotel Redlich». Ya ni sé cuándo fue la última vez que pensé en Sohrau.
–Yo sí. Hace una hora.
–Hoy -intervino Jettel- no pensaremos más. Sólo miraremos a Martin.
–Y nos pellizcaremos para saber que estamos vivos.
Se conocieron en Breslau. Walter estaba en el primer semestre y Martin en el tercero y pronto cada uno de ellos sintió tantos celos del otro a causa de Jettel que, de no ser por el baile de Nochevieja de 1924, su relación se habría convertido en una enemistad de por vida en lugar de en una extraordinaria amistad. El vínculo sólo se rompió con la precipitada huida de Martin a Praga en junio de 1937. En el baile, que más tarde los tres calificarían de desafortunado, Jettel se decidió por un tal doctor Silbermann y mandó a paseo a sus dos jóvenes pretendientes sin dar explicaciones.
La espinita se les quedó clavada muy dentro a los dos. Hasta que seis meses más tarde Silbermann se casó con la hija de un acaudalado joyero de Amsterdam, Martin y Walter se hicieron tan soportables las primeras penas de amor de su vida que de su rivalidad sólo quedó la de Silbermann. Sin embargo, al cabo de ese medio año, fue Walter el que estrechó entre sus consoladores brazos a Jettel.
Martin no era el tipo de hombre que olvida una ofensa, pero su amistad con Walter ya era demasiado profunda como para no hacerla extensiva a Jettel. Pasó muchas vacaciones en Sohrau, pues durante algún tiempo pareció que quizá pudiera convertirse en el cuñado de Walter, pero Liesel tardó demasiado en decidirse y la capacidad de aguante de Martin era bastante escasa, de modo que cejó en su empeño. En su lugar, pasó a ser el padrino de boda de Jettel. Después de que en 1933 se viera obligado a cerrar su bufete de abogados en Breslau y se hiciera representante de una empresa de muebles, iba mucho a Leobschütz para saborear la ilusión de que no todo en su vida había cambiado. La mayor parte del tiempo se la pasaba agasajando a Jettel con unos cumplidos tan imaginativos que inflamaron de nuevo los viejos celos de Walter. Y además estaba loco por Regina.
–Creo que dijo antes Martin que papá -recordó el invitado.
–Siempre he envidiado tu mala memoria. Hoy en día, para nosotros algo así vale su peso en oro. Lástima que no puedas conocer a Regina. Te gustaría.
–¿Y por qué diablos no podría conocerla? Pero si he venido aquí para eso.
–Está en el colegio.
–Si no es más que eso…, seguro que se me ocurre algo.
El padre de Martin, un tratante de ganado de un pueblecito cerca de Neisse, era un patriota fiel al kaiser e insistió en que sus cinco hijos -«igual que los de Guillermo II», algo que nunca olvidaba mencionar- aprendieran un oficio antes de la carrera, por la que él renunció a sus propias necesidades. Antes de licenciarse en derecho, Martin hizo su examen de oficial cerrajero.
Al ser el hermano menor, aprendió pronto a imponerse y estaba orgulloso de su inquebrantable voluntad. Entre sus amigos se le consideraba pendenciero. Su tendencia a dar demasiada importancia a trivialidades y a no tolerar nada siempre infundió respeto a Walter y Jettel, y ahora en Ol’ Joro Orok era para los tres fuente de los más felices recuerdos.
–No te puedes imaginar cuánto hemos hablado de ti.
–Sí -repuso Martin-, basta con echar un vistazo alrededor para ver que sólo habláis del pasado.
–A menudo temimos que no hubieras salido de Praga.
–Me fui de Praga antes de que las cosas se pusieran feas. Entonces trabajaba para un librero con el que no me llevaba bien.
–¿Y luego?
–Primero me fui a Londres. Cuando estalló la guerra me internaron. La mayoría de nosotros fue a parar a la isla de Man, pero también se podía optar por Sudáfrica si uno tenía un oficio. Mi difunto padre tenía razón: los oficios son una mina. Dios mío, cuánto tiempo hacía que no oía esa frase.
–¿Y por qué ingresaste en el ejército?
Martin se frotó la frente. Siempre lo hacía cuando estaba confuso. Tamborileó con los dedos en la mesa y miró varias veces alrededor, como si quisiera ocultar algo.
–Sencillamente quería hacer algo -repuso en voz baja-. Todo empezó cuando me enteré por casualidad de que, poco antes de que muriera, metieron a mi padre en la cárcel y le colgaron un lío con una de nuestras criadas. Ésa fue la primera vez que sentí que no era tan de piedra como me creía. De algún modo rae pareció que a mi padre le habría gustado verme de soldado. Pro patria morí, por si te acuerdas de lo que significa. La vieja patria nunca me exigió semejante sacrificio. En la Primera Guerra Mundial era demasiado joven, y la actual no la habría vivido si nuestra querida patria no me hubiera dado un puntapié a tiempo. Gracias a Dios, la nueva no piensa lo mismo de los judíos.
–No rae había dado cuenta -aseguró Walter-. En cualquier caso, no aquí, en Kenia -puntualizó-. Aquí sólo cogen a los austríacos. Ahora son friendly aliens. ¿Dónde te destinarán?
–Ni idea. De todas formas, de repente tengo tres semanas de vacaciones. La mayor parte de las veces eso significa que al frente. Me da igual.
–¿Cómo pronuncian tu apellido en el ejército?
–Muy sencillo, Barret. Ya no me apellido Batschinsky. Tuve una suerte increíble con la nacionalización, suele tardar años. Hubo que sobornar a algún que otro funcionario. Estuve tonteando con una chica que sacó mi solicitud del montón de expedientes y la puso arriba del todo.
–Yo nunca podría hacer eso.
–¿El qué?
–Renunciar a mi apellido y a mi patria.
–E iniciar una relación con una dama extranjera. Ay, Walter, de los dos tú siempre has sido mejor persona y yo más listo.
–¿Cómo nos has encontrado? – quiso saber Jettel en la cena.
–En 1938 ya sabía que habíais venido a parar a Kenia. Liesel me escribió a Londres y me lo contó -replicó Martin, volviendo a frotarse la frente con dos dedos-. Quizá habría podido ayudarla. Por aquel entonces los ingleses aún acogían a mujeres solteras. Pero Liesel no quería dejar a tu padre solo. ¿Habéis sabido algo de ellos?
–No -contestaron Walter y Jettel al unísono.
–Lo siento. Pero tenía que preguntároslo.
–Llegó una carta de mi madre y de Käte. Iban a llevarlas al este.
–Lo siento. Dios mío, pero de qué estamos hablando. – Martin cerró los ojos para ahuyentar las imágenes, pero, pese a todo, no pudo evitar ver a la Jettel de dieciséis años con su primer vestido de noche. Cuadros de tafetán amarillos, violetas y verdes como el musgo del pequeño bosque de Neisse bailotearon en su cabeza mientras luchaba contra la ira y el desamparo y, enfadado, mataba la nostalgia.– Vamos -añadió con ternura, y le dio un beso a Jettel-, ahora cuéntamelo todo sobre mi mejor amiga. Apuesto a que Regina es una estudiante estupenda. Y mañana iremos por el campo en el jeep.
–Los extranjeros enemigos necesitan un permiso para abandonar la granja.
–No si un sargento de Su Majestad va al volante -rió Martin.
El primer viaje, con Walter y Jettel junto a Martin y Owuor y Rummler detrás, sólo los llevó hasta la duka de Patel. Pero, gracias al enorme talento de Martin para hacer de una pequeña contienda una gran guerra, se convirtió en una dulce venganza por todas las pequeñas flechas que, a lo largo de cuatro años, Patel había ido lanzando desde su siempre repleto carcaj a quienes no sabían defenderse de él.
La guerra y las dificultades que ésta acarreaba a la hora de traer a Kenia a uno de sus hijos cada año y, en su lugar, enviar a otro a su casa en la India habían hecho que Patel despreciara a la gente aún más que de costumbre. Los refugiados de las granjas, que hablaban mejor el suajili que el inglés y, por tanto, no podían conversar bien con él, eran para Patel la siempre bienvenida válvula de escape para descargar su mal humor.
Era tan mezquino con todo lo que necesitaban que desarrolló su propio mercado negro. Walter y varios empleados de las granjas de Ol’ Kalou tenían que pagar el doble por harina, carne en conserva, arroz, polvos para flan, pasas, especias, telas, artículos de mercería y, sobre todo, parafina. Aunque tales especulaciones estaban prohibidas oficialmente, en el caso de los refugiados Patel podía contar con la connivencia de las autoridades. Para éstas, tales triquiñuelas eran inofensivas y se correspondían plenamente con sus sentimientos patrióticos y con la xenofobia, que iba en aumento con cada año de guerra.
De camino a la duka, Martin se enteró de las privaciones y las humillaciones. Se detuvo delante de la última y espesa morera, mandó a Walter y Jettel ir solos a la tienda y él permaneció en el jeep con Owuor. Más tarde Patel nunca se perdonaría haber subestimado la situación y no haber comprendido en el acto que los pobretones de la granja de Gibson sólo podían ir a su tienda acompañados.
Patel terminó de leer una carta antes de mirar a Walter y Jettel. No les preguntó qué querían, sino que les puso delante, sin mediar palabra, harina con restos de cagadas de ratón, latas de carne abolladas y arroz humedecido y, cuando creyó percibir la confusa vacilación de costumbre de sus clientes, hizo su ademán habitual.
-Take it or leave it -se burló.
-You bloody fuckin' Indian -gritó Martin desde la puerta-, You dammed son of a bitch.
Avanzó por la pequeña estancia y tiró del mostrador la carne enlatada y el saco de arroz al mismo tiempo. Luego escupió todos los insultos aprendidos desde que llegara a Inglaterra y, sobre todo, en el ejército. Walter y Jettel entendían tan poco como Owuor, que se había quedado a la entrada de la tienda, pero les bastaba con ver el rostro de Patel. El hosco, sádico dictador, tal como Owuor relataría una y otra vez esa misma noche en las chozas, se volvió un perro quejumbroso.
Patel sabía demasiado poco del ejército británico para calibrar debidamente la situación, ni siquiera de un modo aproximado. Tomó a Martin, con sus tres franjas de sargento, por un oficial y fue lo bastante inteligente como para no arriesgarse a discutir. En cualquier caso, no tenía la menor intención de enemistarse con toda la fuerza armada aliada sólo por unas libras de arroz o unas latas de carne en conserva. Sin que nadie se lo pidiera, sacó de la trastienda, separada por una cortina, alimentos en perfecto estado, tres grandes cubos de parafina y dos fardos de tela que habían llegado de Nairobi el día anterior. Tartamudeando, aún añadió al montón cuatro cinturones de cuero.
–¡Al coche! – ordenó Martin en el mismo tono con que mangoneaba a las sirvientas polacas cuando tenía seis años y por el que su padre le daba frecuentes sopapos. Patel estaba tan atemorizado que él mismo llevó la mercancía al jeep. Owuor caminaba delante de él, fusta en mano, como si Patel, el envilecido hijo de una perra, fuera tan sólo una mujer-. La tela es para Jettel y los cinturones, todos para ti. Los míos me los da el rey Jorge.
–Pero, ¿qué voy a hacer con cuatro cinturones? Sólo tengo tres pantalones, y de ellos uno ya está hecho polvo.
–Entonces uno para Owuor, para que se acuerde siempre de mí.
Owuor sonrió al oír su nombre, y cuando el bwana áscari le entregó el cinturón, el poder de la magia lo hizo enmudecer. Saludó llevándose dos dedos a la cabeza, como hacían los jóvenes que podían ser áscaris en Nakuru cuando regresaban por unos días a Ol’ Joro Orok para ver a sus hermanos.
Así terminó el primer día de un total de diecisiete veces veinticuatro horas de felicidad y plenitud. A la mañana siguiente fueron a Naivasha.
–Naivasha es sólo para gente bien -dudó Walter cuando Martin le enseñó el mapa-. Aunque no han puesto ningún letrero que diga «Prohibido judíos», les gustaría hacerlo. Me lo ha contado Süskind. Una vez tuvo que acompañar a su jefe y quedarse sentado en el coche mientras éste entraba en el hotel a almorzar.
–Ya lo veremos -replicó Martin.
Naivasha no era más que una aglomeración de casas pequeñas, pero bien construidas. El lago, con sus plantas y sus pájaros, era la atracción de la colonia y estaba rodeado de algunos hoteles que parecían clubes privados ingleses. El hotel Lake Naivasha era el más antiguo y distinguido. Allí fue donde se sentaron a almorzar en una terraza cubierta de buganvillas, comieron rosbif y bebieron la primera cerveza desde Breslau. Jettel y Walter no se atrevían más que a susurrar. Se avergonzaban de hacerlo en alemán y consideraban el uniforme de Martin como el delantal de una madre tras el cual los niños se sienten a salvo de todo peligro.
Más tarde salieron a navegar por el lago en un bote, deslizándose entre nenúfares, acompañados por mirlos metálicos de un azul luminoso. Aunque al principio la dirección del hotel vaciló, luego se dejó impresionar por el tono amenazador de Martin y puso otro bote a disposición de Owuor y Rummler. El recepcionista indio recalcó antes y después que tenía órdenes oficiales expresas de satisfacer los deseos de los militares.
Una semana después, antes de emprender viaje a Naro Moru, desde donde se disfrutaba de la vista más hermosa del monte Kenia, Walter insistió en llevar no sólo a Owuor, sino también a Kimani.
–¿Sabes?, es que nosotros dos contemplamos esa montaña todos los días. Kimani es mi mejor amigo. Owuor ya es de la familia. Pregúntale a Kimani por El Alamein.
–Menudo estás hecho -rió Martin, acomodando a Kimani entre Rummler y Owuor-, tu padre siempre se quejaba de que echabas a perder al servicio.
–A Kimani no se le puede echar a perder. Él impide que me vuelva loco cuando el miedo me devora el alma.
–¿Y de qué tienes miedo?
–De perder primero mi empleo y luego la razón.
–Nunca has sido un luchador. No me explico cómo te ganaste a Jettel.
–Fui su tercera opción. Cuando vio que no podía tener a Silbermann, te quiso a ti.
–Bobadas.
–Nunca has sabido mentir.
El hotel de Naro Moru había conocido tiempos mejores. Antes de la guerra, era el punto de partida de los montañeros en sus ascensiones. Sin embargo, desde la movilización ya no estaba preparado para acoger a huéspedes. Pero Martin podía ser tan encantador como testarudo. Se encargó de que fueran a buscar al cocinero y de que sirvieran el almuerzo en el jardín. A Owuor y Kimani los atendieron en las dependencias del personal del hotel, si bien volvieron inmediatamente después de comer para ver la montaña. Jettel se quedó dormida en la tumbona, con Rummler roncando a sus pies.
–Jettel parece la misma de siempre -comentó Martin-. Y tú también -se apresuró a añadir.
–No soy tan desgraciado como para no tener un espejo. Sabes, no he hecho muy feliz a Jettel.
–A Jettel es imposible hacerla feliz. ¿No lo sabías?
–Claro que sí. Sólo que quizá no lo haya sabido a tiempo. Pero no se lo reprocho. No fue lo bastante precavida a la hora de elegir marido. Hemos pasado momentos muy duros. Perdimos un hijo.
–Os habéis perdido el uno al otro -replicó Martin.
Owuor abrió sus oídos lo bastante como para atrapar el viento que enviaba la montaña. Nunca había oído al bwana áscari hablar con aquella voz, que era como el agua que salta entre piedrecitas. Kimani no tenía más que ver los ojos de su bwana para toser sal.
–Ahora ya sólo me falta Regina -explicó Martin la noche en que volvieron de Naro Moru-. Si no, no me voy a la guerra. Me hace mucha ilusión verla.
–No tiene vacaciones hasta dentro de una semana.
–Es justo cuando tengo que marcharme. ¿Cómo la recogéis del colegio?
–Tenemos ese problema cada tres meses. Mientras tanto, vivimos con un nudo en la garganta. Si somos amables, la trae el bóer de la granja vecina.
–¡Un bóer! – exclamó Martin asqueado-. ¡Hasta ahí podíamos llegar! Eso no se lo puedes decir así como así a un hombre de Sudáfrica. Iré a buscarla yo. Solo. Mejor el jueves. Mañana le mandamos un telegrama.
–Podemos plantarnos ante el ayuntamiento de Breslau y romperles los cristales a los nazis que el colegio no soltará a los niños ni un día antes de las vacaciones. Ni siquiera dejaron que Regina fuera a ver a Jettel al hospital, y eso que la doctora llamó expresamente para pedirlo. Ese colegio es una cárcel. Regina no habla de ello, pero hace tiempo que lo sabemos.
–Habrá que ver si se atreven a negarles algo a sus valientes soldados. El jueves me plantaré ante ese maldito colegio y no pararé de cantar Rule Britannia hasta que me entreguen a la niña.
XI
E1 señor Brindley hizo crujir el papel en su mano y preguntó: «¿Quién es el sargento Martin Barret?»
Regina iba a contestar cuando se dio cuenta de que ni siquiera tenía una respuesta en la cabeza. Le dio vueltas y más vueltas, aún más desconcertada que de costumbre, a la turbación que seguía asaltándola como el perro guardián al ladrón siempre que se hallaba en el despacho del director. Haciendo un esfuerzo que por lo general no habría necesitado, obligó a su memoria a repasar todos los libros que el señor Brindley le había dado en las últimas semanas para que leyera, pero el nombre que acababa de mencionar no le decía nada.
Hacía ya tiempo que la sensación de estar a merced de las palabras no le era familiar a Regina. Era como si, por un descuido que no podía explicarse, hubiera arruinado la mejor magia de su vida al demostrar no estar a la altura de sus expectativas. Asustada, extendió la mano para tratar de retener el único poder capaz de hacer de aquel colegio que odiaba una diminuta isla en la que, desde hacía ya mucho tiempo, sólo podían habitar Charles Dickens, el señor Brindley y ella misma.
Regina lo sabía mejor que cualquiera de sus compañeras. Ni siquiera Inge sospechaba nada del mayor secreto del mundo. Un hada, que durante los tres terribles meses de colegio vivía entre los pimenteros de Nakuru y en las vacaciones habitaba una flor de hibisco en la linde del mayor de los linares de Ol’ Joro Orok, había dividido al señor Brindley en dos mitades. A la parte temida de él, por todos conocida, no le gustaban los niños, era malvada e injusta y constaba únicamente de reglamento escolar, severidad, castigos y palmeta.
La mitad encantada del señor Brindley era suave como la lluvia que en una sola noche infundía nueva vida en las sedientas rosas de las semillas de su abuelo. Ese hombre extraño, que curiosamente también se llamaba Arthur Brindley, adoraba a David Copperfield y a Nicholas Nickleby, a Oliver Twist, al pobre Bob Cratchitt y a su diminuto Tim. Y, claro está, el señor Brindley adoraba en particular a la pequeña Nell. Regina incluso sospechaba que también le gustaba la bloody refugee de Ol’ Joro Orok, pero rara vez se permitía pensar en ello, pues sabía que a las hadas no les agradan las personas vanidosas.
Había pasado mucho tiempo desde que Brindley llamara a Regina Little Nell por vez primera. Sin embargo, aún recordaba con absoluta nitidez el día en que comenzó la magia, pues al fin y al cabo era algo muy especial que a una niña judía le confiriesen un nombre inglés. Con los años, aquel tiempo siempre recurrente, y por desgracia demasiado breve, en que Regina podía llevar ese nombre dulce y de fácil pronunciación se tornó un juego con las mismas hermosas e inamovibles reglas que exigían en casa Owuor y Kimani.
Con frecuencia, en la única hora libre del día, entre el estudio y la cena, el director mandaba llamar a Regina. En un primer momento, terrible, su boca era muy pequeña y de sus ojos saltaban chispas como de los del avaro señor Scrooge del Cuento de Navidad. Cuando Regina, conteniendo la respiración, recorría los escasos pasos que separaban la puerta del escritorio, daba la impresión de que Brindley sólo la había hecho llamar para imponerle un castigo.
Pero al cabo de un rato, que a Regina siempre se le antojaba demasiado largo, él se ponía en pie, suspiraba, apagaba el fuego de sus ojos, sonreía y sacaba un libro del armario de la llave dorada. Los días especialmente buenos, la pequeña llave se transformaba en la flauta que Pan, el dios de los azules linares y las verdes colinas, tocaba en la hora de las sombras alargadas. El libro era siempre de Dickens y tenía unas suaves tapas de piel morada; mientras Regina lo tomaba con la misma ansiedad que si la hubieran sorprendido infringiendo las normas del colegio, el director dividido en dos siempre decía: «Dentro de tres semanas me lo devuelves y me cuentas lo que has leído.»
Eran muy pocas las ocasiones en que Regina no podía responder a las preguntas de Brindley cuando le devolvía el libro. En las cuatro semanas previas a las vacaciones, a menudo ambos habían estado tanto tiempo conversando sobre las maravillosas historias que Dickens les contaba sólo a ellos dos que Regina había llegado a cenar demasiado tarde, pero los castigos de la profesora que vigilaba el comedor, que siempre simulaba no saber dónde había estado, poco importaban en comparación con la alegría que le proporcionaba la magia eterna.
En las vacaciones siguientes a la muerte del niño, Regina había intentado por vez primera hablarle de ello a su padre, pero éste opinaba que las hadas eran «bobadas inglesas» y, aparte de Oliver Twist, que no le gustaba, no se había topado con nadie que Dickens, el señor Brindley y ella conocieran. Como Regina no quería alterar a su padre, sólo le hablaba de Dickens cuando su boca era más rápida que su cabeza.
–Te he preguntado -repitió el director impaciente- que quién es el sargento Martin Barret.
–No lo sé, señor.
–¿Qué significa que no lo sabes?
–No -repuso Regina perpleja-. En ninguno de los libros que me ha dado aparece un sargento. Me habría dado cuenta, señor. Seguro que no se me habría pasado.
–Maldita sea, Little Nell, no estoy hablando de Dickens.
–Oh, perdón, señor. No lo sabía. Quiero decir, cómo iba a suponerlo.
–Estoy hablando de este señor Barret. El que te envía un telegrama.
–¿A mí, señor? ¿Me envía un telegrama? Nunca he visto un telegrama.
–Toma -dijo el director, tendiéndole el papel-. Léelo en alto.
–Te recojo jueves. Informa director -leyó Regina, y se dio cuenta un poco tarde de que su voz era demasiado alta para los delicados oídos del señor Brindley-. Voy al frente en una semana -musitó.
–¿Acaso tienes un tío que se llame así? – quiso saber Brindley, transformándose por un horrible instante en Scrooge la víspera de Navidad.
–No, señor. Sólo tengo dos tías. Y han tenido que quedarse en Alemania. Tengo que rezar por ellas todas las noches, pero nunca lo hago en voz alta porque he de decirlo en alemán.
Brindley se percató, enojado, de que estaba a punto de ser injusto, impaciente y muy brusco. Se avergonzó un tanto, pero es que no le gustaba cuando la pequeña Nell se convertía en aquella maldita extranjera con esos problemas realmente irresolubles sobre los que él leía de vez en cuando en los periódicos londinenses intentando reunir la energía necesaria para estudiar a fondo los artículos de las páginas centrales. Por fortuna, en el East African Stardard, que leía con más regularidad y mayor placer desde que estallara la guerra, eran pocas las cosas que aparecían allende su mundo imaginario.
–Si te manda un telegrama, tienes que conocer al señor Barret -insistió Brindley. Ya no se esforzaba por ocultar su mal humor-. Sea como fuere, que no se crea que puedes irte a casa cinco días antes de las vacaciones. Sabes que va totalmente en contra de las normas del colegio.
–Oh, señor, pero si no quiero. Me basta con recibir un telegrama. Es igualito que en Dickens, señor. Hasta la gente pobre de pronto tiene suerte un día. Al menos a veces.
–Puedes irte -replicó Brindley, y sonó como si hubiera tenido que buscar la voz.
–¿Puedo quedarme con el telegrama, señor? – preguntó Regina tímidamente.
–Por qué no.
Arthur Brindley suspiró cuando Regina cerró la puerta. Cuando sus ojos empezaron a lagrimar, se dio cuenta de que había vuelto a resfriarse. Parecía un mentecato sentimental y senil que cargaba con problemas absolutamente impropios porque no mantenía su entendimiento lo bastante alerta y permitía que su corazón quedara indefenso. No estaba bien ocuparse de un niño más de lo necesario y nunca antes lo había hecho, pero el talento de Regina, sus ávidas ganas de leer y su amor por la literatura, que tan pocas veces había visto en los monótonos años de profesión, habían creado un vínculo que había hecho de él un prisionero adicto a una pasión francamente absurda.
En momentos cavilosos, se preguntaba qué pensaría Regina cuando él la atiborraba de libros que aún no podía entender. Después de cada conversación, se proponía no volver a llamar a la niña. El hecho de que nunca mantuviera su decisión le resultaba tan embarazoso como indigno de un hombre que siempre había despreciado las debilidades, pero la soledad que no había conocido ni en su juventud ni en la madurez, en la vejez se había tornado más dominante que su fuerza de voluntad y él mismo, tan susceptible a los sentimientos como sensibles sus huesos al húmedo aire del lago salado.
Regina dobló el telegrama, tanto que podría servirle a su hada de colchón, y se lo metió en el bolsillo del uniforme. Se esforzó por no pensar en él, al menos durante el día, pero no lo logró. El papel crujía a cada movimiento y a veces con tal sonoridad que creía que todo el mundo oiría los traicioneros sonidos y se quedaría mirándola. El telegrama del gran sello negro le parecía un mensaje de un rey desconocido que estaba segura se daría a conocer con sólo creer firmemente en él.
Tan pronto llegó el momento de echar el cerrojo al castillo de su fantasía, fustigó a su memoria con la crueldad de un tirano con sus esclavos para descubrir si había oído ese nombre antes. No obstante, muy pronto Regina comprendió que no tenía sentido buscar al sargento Martin Barret en las historias que le contaban sus padres. Sin duda el rey del extranjero tenía un nombre inglés, y aparte del señor Gibson, el jefe actual de papá, y el señor Morrison, el de Rongai, sus padres no conocían a ningún inglés. Como es natural, también estaba el doctor Charters, el culpable de la muerte del niño al no querer atender a judíos, pero Regina pensó que él quedaba descartado si le pasaba algo bueno precisamente a ella.
Esperaba y temía al mismo tiempo que el director volviera a hablarle del sargento, mas no vio al señor Brindley, aunque se pasó cada minuto libre del miércoles revoloteando por el pasillo que llevaba a su despacho. El jueves era el día preferido de Regina, puesto que recibía el correo de Ol’ Joro Orok, y sus padres eran de los pocos que seguían escribiendo incluso la última semana antes de las vacaciones. Las cartas se repartían después del almuerzo. Llamaron a Regina, pero en lugar de entregarle un sobre, la profesora encargada de la vigilancia del almuerzo le ordenó: «Ve inmediatamente a ver al señor Brindley.»
Ya tras la rosaleda, y más aún cuando se hallaba entre las dos columnas redondas, el hada le decía a Regina que había llegado su gran momento. En el despacho del director se encontraba el rey que enviaba telegramas a princesas desconocidas. Era muy alto, llevaba un uniforme caqui arrugado, sus cabellos eran como el trigo al que le ha dado mucho el sol y sus ojos, de un azul poderoso que de pronto se volvía tan claro como el pelaje de los dik-diks al calor del mediodía.
Los ojos de Regina hallaron tiempo para vagar con tranquilidad por las relucientes botas negras y seguir subiendo hasta la gorra, un tanto ladeada en la cabeza. Cuando por fin terminó el repaso, convino con el latir de su pecho en que nunca había visto a un hombre tan guapo. Miraba al señor Brindley con impavidez, como si el director fuera un hombre como los demás, no dividido en dos, y como si fuera tan fácil hacer reír a sus dos mitades como a Owuor cuando cantaba Perdí mi corazón en Heidelberg.
No había ninguna duda de que el señor Brindley mostraba tres de sus dientes: en él, eso significaba risa.
–Éste es el sargento Barret -anunció- y, según rae dice, es un viejo amigo de tu padre.
Regina sabía que debía decir algo, pero de su garganta no brotó palabra alguna. De modo que se limitó a asentir y se alegró de que el señor Brindley continuara hablando.
–El sargento Barret -prosiguió- es de Sudáfrica y estará en el frente dentro de dos semanas. Quería volver a ver a tus padres y llevarte hoy mismo a casa para las vacaciones. Eso me pone en una situación del todo inusual. En este colegio nunca se han hecho excepciones y así seguirá siendo en el futuro, pero al fin y al cabo estamos en guerra y todos hemos de aprender a hacer nuestros sacrificios personales.
Mientras pronunciaba esa frase, fue sencillo mirar con valentía al señor Brindley y al mismo tiempo mantener la barbilla pegada al pecho. Siempre que se hablaba de sacrificios, los niños tenían que comportarse así para manifestar su entusiasmo patriótico. Pese a todo, Regina se sentía tan confundida como si estuviera corriendo por el bosque justo al caer la noche. En primer lugar, nunca había oído hablar tanto al señor Brindley; y en segundo lugar, los sacrificios que exigía la guerra eran casi siempre la explicación de por qué no había cuadernos, lapiceros, mermelada para desayunar o pudín para cenar tan pronto llegaba la triste noticia de que se había hundido un barco inglés. Regina se paró a pensar por qué un soldado de Sudáfrica que quería recogerla cuatro días antes de las vacaciones era un sacrificio, pero sólo se le ocurrió que su barbilla debía seguir contra el pecho.
–No puedo negarle a uno de nuestros soldados el deseo de llevarte consigo hoy mismo a Ol’ Joro Orok -decidió el señor Brindley.
–Regina, ¿no quieres darle las gracias a tu director?
Regina comprendió al instante lo cuidadosa que debía ser y envaró la cara, aunque estaba casi segura de que en su cuello se ocultaba una pluma de polluelo de flamenco. En el último momento, logró tragarse la traicionera risita que habría destruido la magia. El Rey Sargento de Sudáfrica sudaba la gota gorda con los sonidos ingleses igual que Oha y en toda la frase no había pronunciado bien más que una sola palabra, y ésa era precisamente su propio nombre.
–Gracias. Señor, muchas gracias, señor.
–Ve a decirle a la señorita Chart que te ayude a hacer la maleta, Little Nell. No debemos hacer esperar demasiado al sargento Barret. En la guerra el tiempo es muy valioso. Todos lo sabemos.
Una hora después, Regina soltaba el aire de sus pulmones, aspiraba de nuevo y liberaba su nariz del odiado olor acre a jabón, puerro, carne de carnero y sudor que, para ella, formaba parte de las amenazas del colegio tanto como las lágrimas que un niño debía tragarse antes de que se convirtieran en duros granos de sal en los ojos. Mientras se deshacía el nudo de la corbata y se subía tanto la estrecha falda del uniforme que sus rodillas veían el sol, al viento se le ocurrían nuevos juegos con sus cabellos. Cada vez que miraba a través de la fina red negra, el blanco colegio sobre la montaña se volvía un poco más oscuro. Cuando las numerosas y pequeñas construcciones se disolvieron por fin en lejanas sombras sin contornos, el cuerpo cobró la ligereza del ave joven que utiliza sus alas por vez primera.
Regina aún no se atrevía a decir palabra y, por miedo a que el rey de Sudáfrica pudiera transformarse de nuevo en un deseo con el que embaucar únicamente a corazón y cabeza, se prohibió mirar a Martin. Sólo podía contemplar sus manos, que rodeaban el volante con tanta firmeza que los nudillos se tornaron blancas piedras preciosas.
–¿Por qué te llama Little Nell ese viejo pájaro? – preguntó Martin al dejar Nakuru y tomar la polvorienta carretera que conducía a Gilgil.
Regina se echó a reír al oír al rey hablar en alemán y en el mismo tono que su padre.
–Es una larga historia -repuso-. ¿Sabes algo de hadas?
–Claro. Cuando tú naciste, había una en tu cuna.
–¿Qué es una cuna?
–A ver, tú me cuentas todo lo que sabes de las hadas y yo te explico qué es una cuna.
–¿Y también me dirás por qué has mentido al decir que eras amigo de papá?
–No es mentira. Tu papá y yo somos viejos amigos. Fuimos jóvenes juntos. Y tu madre no era mucho mayor que tú cuando la vi por primera vez.
–Pensé que querías raptarme.
–Y llevarte adonde.
–Donde no haya colegios ni jefes. Ni gente rica que no quiera a la gente pobre. Ni cartas de Alemania -enumeró Regina.
–Siento haberte decepcionado. Pero sí que he mentido; a tu director. La verdad es que vengo de la granja. Hemos pasado unos días fantásticos, tus padres, yo, Kimani y Owuor. Y Rummler, por supuesto. Y no quería marcharme sin verte.
–¿Por qué?
–Es verdad que tengo que marcharme dentro de tres días. A la guerra. Sabes, te conocí cuando aún eras muy pequeña.
–Eso fue en mi otra vida y no me acuerdo.
–También en la mía. Por desgracia, yo sí me acuerdo.
–Hablas igual que papá.
Martin estaba asombrado de lo fácil que era hablar con Regina. Había preparado las típicas preguntas que plantea un adulto que no tiene experiencia con niños. Pero ella le hablaba del colegio de un modo que le fascinaba, pues reconocía en él el humor de juventud de Walter y, al mismo tiempo, lo confrontaba con un sentido de la ironía desconcertante para una niña de once años. No tardó en comprobar que se desenvolvía tan bien en el turbador y veloz cambio de la fantasía a la realidad que podía seguirla sin esfuerzo de un mundo al otro. Entre historia e historia Regina hacía largas pausas y, al percatarse de la impaciencia de Martin, le explicó la razón como si él fuera un niño y ella, la profesora.
–Eso me lo enseñó Kimani -aclaró-, que no es bueno para la cabeza mantener la boca abierta demasiado tiempo.
Entre Thompson's Falls y Ol’ Joro Orok, cuando la carretera se hacía más y más angosta, empinada y pedregosa, Regina pidió:
–Esperemos aquí hasta que el sol se ponga rojo. Éste es mi árbol. Cuando lo veo, sé que pronto estaré en casa. Quizá vengan los monos. Entonces podremos pedir un deseo.
–¿Para ti un mono es como un hada?
–Las hadas no existen. Sólo hago como si existieran. Me ayuda, aunque papá dice que sólo los ingleses pueden soñar.
–Pues hoy soñaremos los dos. Tu papá es un tonto.
–No -negó Regina, cruzando los dedos-. Es un refugiado. – Había bajado la voz.
–Lo quieres mucho, ¿no es cierto?
–Mucho -asintió Regina-. Y a mamá también -se apresuró a añadir. Vio que Martin, que estaba apoyado en el grueso tronco de su árbol, cerraba los ojos y también ella cerró los suyos. Los oídos atraparon las primeras schauris de los tambores y la piel hizo lo propio con el viento que se levantaba, aunque la hierba aún no se movía. La dicha por el regreso a casa calentaba su cuerpo. Se abrió la blusa para dejar escapar pequeños suspiros y se deleitó con los sonidos de la felicidad que tanto había echado en falta.
Los silbidos despertaron a Martin. Contempló a Regina largo tiempo y se percató demasiado tarde de su desasosiego. Por un instante se engañó a sí mismo pensando que la fuerza de la soledad, nunca antes vivida con tanta intensidad, los sonidos que no podía interpretar y el bosque de los sombríos gigantes lo desconcertaban, pero luego comprendió que lo que lo atormentaba eran los recuerdos que creía olvidados hacía tiempo.
Cuando los números de su reloj formaron un círculo negro que importunó a sus ojos con chispas violetas, cedió por fin al embriagador placer y volvió la vista atrás. Primero su nuevo nombre inglés se deshizo en sílabas que no podía recomponer, e inmediatamente después estaba de nuevo en Breslau y veía a Jettel por primera vez. Martin se sorprendió un tanto al verla desnuda, pero le agradó que sus negros rizos danzaran en rueda. Mas su sentido común aún era más fuerte que su memoria. Antes de que las imágenes le aclararan definitivamente la gran guerra, recordó las singulares historias que contaban los europeos de África. Todos ellos temían el momento en que el pasado los paralizara y los despojara de la noción del tiempo.
–¡Malditos trópicos! – exclamó Martin. Se asustó cuando su voz rasgó el silencio, pero como sólo un pájaro le respondió, comprendió que no había hablado tan alto; durante un lapso de tiempo que no pudo medir, le bastó con saborear ese dulce alivio para considerarse salvado de la miseria.
Regina no se parecía a su madre y estaba lejos de ser tan hermosa como Jettel cuando era joven, pero no era una niña. El presentimiento de que algunas historias comienzan una y otra vez desde el principio hizo que Martin sintiera los latidos de su corazón. Hubo un día en que Jettel le hizo caer en la cuenta de que era un hombre. Regina despertaba en él el deseo de futuro, en lugar de pasado.
–Venga -dijo-. Nos vamos. Querrás estar pronto en casa.
–Ya estoy en casa.
–Te encanta la granja, ¿no es así?
–Sí, pero ése es mi secreto. Mis padres no deben saberlo. Ellos adoran Alemania.
–Prométeme una cosa: que cuando tengas que dejar la granja no te pondrás triste.
–¿Por qué iba a tener que dejarla?
–Tal vez tu padre también quiera hacerse soldado.
–Sería bonito que tuviera un uniforme como el tuyo -fantaseó Regina-. Y el señor Brindley dice que a los soldados no hay que hacerles esperar. Entonces los demás me envidiarían. Como hoy.
–Has olvidado la promesa de que nunca te pondrás triste -sonrió Martin.
De nuevo Regina vio que Martin no era una persona corriente. Sabía lo bueno que era decir más de una vez las palabras importantes. Se tomó su tiempo antes de preguntar:
–¿Y por qué quieres que no esté triste?
–Porque volveré a tu lado después de la guerra. Entonces serás una mujer. Pero antes he de ir al frente. Y allí el mundo no es tan hermoso como aquí. Allí al menos querría imaginarme que eres tan feliz como ahora. ¿Sería muy difícil?
–No -aseguró Regina-. Sólo tendré que imaginarme que eres un rey. El mío. No te importa, ¿verdad?
–En absoluto -sonrió Martin-. En este rincón dejado de la mano de Dios uno aprende a soñar. – Se inclinó, subió a Regina a hombros y al rozar su piel el tiempo volvió a confundirse. Primero volvió a ser joven, despreocupado; y luego, al oír su resuello, viejo y necio. Tomó impulso para aplastar la melancolía, pero la voz de Regina se anticipó a su control:
–¿Qué haces? – dijo entre risitas-. Me haces cosquillas.
XII
A principios de diciembre de 1943, el coronel Whidett recibió una orden que arruinó por completo la alegría que sentía ante la perspectiva de pasar unas vacaciones de Navidad cuidadosamente planeadas en una exclusiva casa del Mount Kenya Safan Club y que además resultó el desafío más delicado a que se había enfrentado en toda su carrera militar. El Ministerio de la Guerra de Londres le confió la responsabilidad de la operación J, que a la larga habría de suponer la reestructuración de las fuerzas armadas destacadas en Kenia.
La colonia debía seguir sin demora el ejemplo de la madre patria y de los demás países de la Commonwealth y admitir también en el Ejército de Su Majestad a aquellos voluntarios que no estuvieran en posesión de la nacionalidad británica «siempre y cuando simpatizaran con la causa aliada y no constituyeran un peligro para la seguridad interna». Para el coronel Whidett, la formulación «en el círculo de los refugiados en cuestión deberá constatarse previamente una actitud antialemana irreprochable» vino a corroborar la experiencia adquirida a lo largo de dos Guerras Mundiales de que el sentido común británico no era un requisito indispensable para obtener un empleo en el Ministerio de la Guerra inglés.
Además, en una segunda parte extraordinariamente ampulosa, se señalaba que también debía considerarse sin falta el círculo de los emigrantes alemanes. Precisamente esa parte de la orden le resultó al coronel tan desconcertante y gratuita como esquizofrénica. Aún tenía demasiado presentes las directrices vigentes al estallar la guerra. Entonces sólo los refugiados procedentes de Austria, anexionada por Alemania contra su voluntad, de Checoslovaquia, brutalmente invadida, y de Polonia, digna de lástima, se consideraban amigos; los de Alemania, enemy aliens sin excepción. Desde entonces, al menos ésa era la unánime opinión de los altos mandos militares de Kenia, no había ocurrido absolutamente nada que pusiera en cuestión los principios establecidos.
De momento, el coronel Whidett envió a su familia de vacaciones a Malindi, canceló decepcionado su propio permiso de Navidad y se preparó con cierta amargura, mas también con aquella disciplina que pese a todas las tentaciones circundantes nunca había sacrificado al indolente estilo colonial, para el proceso de cambio de mentalidad que a todas luces se le exigía. Con una clarividencia que no le era dada en asuntos situados fuera de su esfera de influencia, comprendió tan rápidamente como al comienzo de la guerra que el círculo de los refugiados, que le seguía pareciendo igual de sospechoso que antes, creaba problemas que no podían resolverse mediante la práctica militar habitual.
Whidett percibió la orden de Londres como una modificación casi inaceptable de una situación que hasta el momento había sido de todo punto satisfactoria. Al fin y al cabo, a ella había de agradecerle la colonia que la mayor parte de las gentes del continente estuviera a buen recaudo en las granjas de las tierras altas. Allí no constituían ningún riesgo para la seguridad y además eran de gran ayuda para los granjeros británicos que servían en el ejército, sin que oficiales como Whidett tuvieran que ocuparse previamente de su ideología y su pasado.
Llamar al servicio de Su Majestad a aquel grupo de personas en un país tan extenso e insuficientemente comunicado era, sin duda, para los afectados mucho más engorroso de lo que pudieran pensar los burócratas de la madre patria. En el pabellón de oficiales de Nairobi, donde Whidett, contrariamente a su costumbre de no discutir asuntos del servicio, habló de su preocupación, pronto se propagó la ingeniosa máxima germans to the front. El coronel consideró la enojosa salida no sólo un desafío a su sentido del humor arraigadamente británico, sino también una traición que ponía al descubierto con descaro su desconcierto. No sabía cómo llegar a los Jicking Jerries; no tenía ni la menor idea de cómo averiguar sus convicciones.
Su memoria, que por desgracia en este caso funcionaba demasiado bien, le recordó con claridad meridiana que la mayor parte de las veces se trataba de gentes con vidas tremendamente intrincadas que ya le habían acibarado la suya cuando estalló la guerra. En su círculo más íntimo reconoció sin tapujos que el comienzo de la guerra, al menos a este respecto, había sido un «mero ensayo» en comparación con aquel dilema que ni siquiera en febrero de 1944, es decir, dos meses después de recibir instrucciones de Londres, había logrado resolver.
«En 1939 -opinaba Whidett con su admirable sentido del sarcasmo- nos llegaban los muchachos en camiones y podíamos meterlos en el campo. Ahora, por lo visto el señor Churchill espera que vayamos hasta sus granjas y comprobemos personalmente si siguen comiendo chucrú y diciendo "heil Hitler".»
Por extraño que parezca, fueron precisamente los nostálgicos recuerdos del comienzo de la guerra los que llevaron al coronel a dar con la solución que había de salvarlo. Justo en el momento adecuado le vino a la memoria la familia Rubens y, con ella, las personas destacadas que en 1939 intercedieron con tamaña grandilocuencia por la liberación de los refugiados internados. Mediante un meticuloso estudio de la documentación, el coronel dio con los nombres que por desgracia volvían a ser necesarios.
En una carta que escribió no sin cierta desazón, pues estaba acostumbrado a mandar y no a pedir, Whidett se puso en contacto con la casa de los Rubens; tan sólo dos semanas más tarde tuvo lugar en su despacho una entrevista decisiva. El coronel averiguó, perplejo, que cuatro de los vástagos de la familia Rubens, a su juicio aún demasiado expresiva, pero de nuevo extremadamente útil, estaban en el ejército. Uno de ellos se encontraba en Birmania, que ciertamente no se podía considerar el paraíso de los holgazanes, y otro, en las fuerzas áreas, en Inglaterra. Por el momento, Archie y Benjamín estaban acantonados en Nairobi. David vivía en casa de su padre, lo cual significaba para Whidett dos consejeros adicionales.
–Creo que en Londres no se han pensado las cosas como es debido -les dijo Whidett a los cuatro hombres, de los que pensaba, al igual que lo hiciera en su primer encuentro, que le daban a su sala de reuniones un aire demasiado extraño-. Quiero decir -empezó de nuevo, no sin cierta turbación, ya que no sabía a ciencia cierta cómo expresar sus reservas con las palabras adecuadas-, ¿por qué iba a alistarse nadie voluntariamente en el maldito ejército si no tiene que hacerlo? La guerra está muy lejos.
–No para quienes han sufrido con los alemanes.
–¿Acaso ha sido así? – preguntó Whidett con interés-. Si mal no recuerdo, la mayor parte ya estaba aquí cuando estalló la guerra.
–En Alemania no hizo falta esperar a la guerra para sufrir con los alemanes -replicó el anciano Rubens.
–No me cabe la menor duda -se apresuró a asegurar Whidett mientras reflexionaba sobre si la frase podría tener algún sentido más allá del que había captado.
–¿Por qué cree usted que están mis hijos en el ejército?
–Rara vez me caliento esta vieja cabeza pensando por qué alguien está en el ejército. Tampoco yo me pregunto por qué llevo puesto este miserable uniforme.
–Pues debería, coronel. Nosotros lo hacemos. Para los judíos, la lucha contra Hitler no es una guerra normal y corriente. Entre nosotros, pocos han tenido la posibilidad de elegir si querían luchar o no. La mayoría son asesinados sin que puedan defenderse.
El coronel Whidett se tomó la libertad de proferir un pequeño suspiro reprobatorio. Recordó, aunque no dejó que se le notara, que el fornido hombre que estaba sentado ante su escritorio ya se había mostrado propenso a emplear expresiones repugnantes en su primer encuentro. Sin embargo, la experiencia y la lógica le decían que los judíos probablemente fueran capaces de resolver mejor sus problemas ellos solos de lo que podrían hacerlo espectadores profanos y no del todo imparciales.
–¿Y cómo podría llegar a su gente en este maldito país y hacerle saber que de repente el ejército se interesa por ella?
–Déjelo de nuestra cuenta -contestaron Archie y Benjamín. Y rieron al darse cuenta de que habían hablado a la vez. Luego propusieron, también al unísono, como si no pudiera hablar uno solo de ellos-: Si le parece bien, iremos a las granjas e informaremos a los hombres en cuestión.
El coronel Whidett asintió con cierta benevolencia. Tampoco se esforzó demasiado por ocultar su alivio. A decir verdad, era comedido en su aprecio de las soluciones poco convencionales, pero nunca había sido el tipo de hombre que se opone a la espontaneidad si ésta le parece ventajosa. Al cabo de un mes recibió de Londres la autorización oficial para dispensar a Archie y Benjamin del servicio regular y encomendarles las misiones especiales que fuera necesario. A su padre le escribió una amable carta en la que le pedía su permanente colaboración. Así se ahorraba un nuevo encuentro que, en opinión de Whidett, habría sido demasiado personal para ambas partes.
La noche del viernes, tras el oficio religioso, el anciano Rubens pronunció un breve discurso en el que habló de la obligación de los jóvenes judíos de mostrar su agradecimiento al país de acogida y, a continuación, se ocupó sin pérdida de tiempo de organizar todo lo necesario. David se encargaría de entrar en contacto con los refugiados que vivían entre Eldoret y Kisumu, Benjamin debía recorrer la costa y Archie tenía que hacer lo propio con las tierras altas.
–Empezaré por el hombre de Sabbatia. No me pondré en camino sin intérprete -decidió.
–¿Quieres decir que nuestros correligionarios aún no hablan inglés? – le preguntó su hermano.
–Allí se ven historias realmente descabelladas. Desde hace dos años tenemos a un polaco muy curioso en el regimiento que apenas dice una palabra -contó Archie.
–Naturalmente eso nunca les habría pasado a mis inteligentes hijos si hubiesen tenido que emigrar. Todos ellos habrían aprendido el mejor inglés de Oxford en las granjas de los kikuyus -sentenció el padre.
Como aún no había empezado la pequeña estación de las lluvias en Ol’ Joro Orok, la granja Gibson fue una de las primeras del itinerario de Archie. Así pues, en marzo de 1944, Walter -al igual que el coronel Whidett- recordó los comienzos de la guerra. De nuevo fue Süskind quien le anunció el decisivo giro que habría de dar su vida.
Apareció en la granja con Archie -que lucía el uniforme de brigada- a media tarde y apenas se hubo bajado del jeep gritó:
–Ha llegado la hora. Si quieres, a partir de este momento tus días en esta granja están contados. Por fin nos quieren. – Y corrió al encuentro de Jettel, danzando a su alrededor y riendo-: Y tú serás la novia más hermosa del ejército. Me apuesto la cabeza.
–Y eso, ¿qué significa? – preguntó Jettel.
–Está clarísimo -repuso Walter.
La granja estaba a punto de despedirse del día. Kimani golpeó el depósito de agua con su barra de hierro más fuerte que de costumbre debido al intenso viento. El eco tenía un tono grave cuando regresó de la montaña. Los buitres salieron volando de los árboles entre chillidos, pero al instante regresaron a las temblorosas ramas.
Rummler se subió pesadamente al jeep de Archie, resoplando, y se dispuso entre jadeos a calentar su húmedo pelaje en los asientos. Kamau, con una camisa que parecía un pedazo de hierba fresca, llevó a la cocina la madera para encender el horno. En el bosque resonaba nítidamente el sordo golpeteo de los tambores vespertinos. El aire aún seguía cálido y suave por el sol que se ocultaba, pero húmedo ya por las primeras perlas del rocío de la noche. Ante las chozas ardían los fuegos, y los perros de los chicos de las schambas olisqueaban con sonoros ladridos el viento de las hienas, que empezaban a aullar.
Walter se percató de que tenía los dedos entumecidos y la garganta seca. Los ojos le ardían. Era como si viera aquellas imágenes por vez primera y nunca antes hubiera oído sonidos tan familiares. La premura de su corazón le provocaba cierta inseguridad. Aunque trató de defenderse, sintió el odioso, agudo e inexplicable dolor de la despedida que quizá se avecinara.
–Como Fausto -dijo, demasiado alto y demasiado repentinamente-, dos almas en el pecho.
–¿Como quién? – preguntó Süskind.
–Bah, nada. No lo conoces, no es un refugiado.
–¿Es que no vas a explicárselo? – intervino Archie. Su voz reflejaba la impaciencia de la gente de la ciudad. Él mismo se dio cuenta y le sonrió al perro, que seguía en el coche, pero Rummler se bajó de un salto y le mostró su rechazo gruñendo y enseñando los dientes.
–No es necesario -lo tranquilizó Süskind-, ya lo saben. Aquí fuera no pensamos en otra cosa desde hace meses.
–¿Tanta prisa tenéis por escapar de las granjas? ¿O acaso tenéis miedo de que termine la guerra antes de que podáis haceros héroes?
–Tenemos familia en Alemania.
-Sony -balbuceó Archie mientras seguía a Süskind al interior de la casa, con la misma sensación desagradable en las rodillas que cuando de joven su padre lo reprendía por un comentario impertinente, y sintió la necesidad de sentarse. Sin embargo, antes de alcanzar una de las sillas, alzó la cabeza y miró alrededor. Contempló, primero por casualidad y luego con un detenimiento que lo divirtió, un dibujo del ayuntamiento de Breslau. El amarillento papel estaba enmarcado en negro.
Archie no estaba acostumbrado a ver más cuadros que el retrato de su abuelo en el comedor y las fotografías de su infancia y de los safaris con sus primos de Londres, pero aquel edificio, con sus innumerables ventanas, su imponente entrada, ante la cual se hallaban algunos hombres con altos sombreros, y su tejado, que se le antojó muy hermoso, lo cautivó y desconcertó. La imagen parecía formar parte de un mundo de cuya existencia no sabía más de lo que los chicos de su padre sabían de las festividades judías.
Encontró grotesca la comparación. Mientras tiraba de la manga del uniforme con la corona sobre las tres franjas de tela blanca, se puso a pensar en si la fuerza aérea ya habría arrojado sus bombas sobre la ciudad del impresionante edificio y si su hermano Dan habría tomado parte. Le sorprendió un tanto que la idea le desagradara; la sensación de desagrado lo enojaba. Ya era demasiado tarde para continuar hasta la siguiente granja.
Jettel le dijo a Owuor que preparase café, y Archie se quedó asombrado al oírla hablar suajili con fluidez. Se preguntó por qué no se lo había esperado y se sintió un necio al no hallar respuesta. Mientras le sonreía, cayó en la cuenta de que era hermosa y muy distinta de las mujeres que conocía en Nairobi. Al igual que el cuadro del marco negro, parecía provenir de un mundo extraño.
Dorothy, su propia esposa, jamás se habría puesto un vestido en una granja, sino unos pantalones, probablemente de él. Los cuadros rojos de la tela negra del escotadísimo vestido de Jettel empezaron a desvanecerse ante sus ojos, y al volver la vista y contemplar de nuevo el ayuntamiento, le pareció que las innumerables ventanitas eran ahora más grandes. Se percató de que estaba a punto de sufrir uno de sus ataques de jaqueca y preguntó si podía tomar un whisky.
–Aquí no hay dinero para esas cosas -replicó Süskind.
–¿Qué ha dicho? – quiso saber Walter.
–Que le gusta vuestro cuadro -explicó Süskind.
–El ayuntamiento de Breslau -apuntó Jettel. Le llamó la atención que Archie volviera a decir sorry y esta vez fue ella quien le sonrió, pero las lámparas aún no estaban encendidas y no pudo ver si él le devolvía la mirada. Jettel se dio cuenta de que, en su juventud, semejante intercambio de pequeñas ingenuidades tal vez habría sido el inicio de un flirteo, pero antes de sentir el estímulo advirtió que había perdido la costumbre de ser coqueta.
Para cenar había arroz con cebollas muy fritas y plátanos desecados.
–Por favor, explícale a nuestro invitado que no esperábamos visita -se disculpó Jettel.
–Además, vivimos sin carne desde que Regina fue tan desconsiderada como para que se le quedaran pequeños los zapatos -añadió Walter, intentando alegrar su ironía con una sonrisa.
–Es un viejo plato nacional alemán -tradujo Süskind, y se propuso buscar en el diccionario la palabra inglesa para «silesia» en cuanto pudiera.
A Archie le supuso casi un esfuerzo físico no quedarse escarbando en la comida. Le vino a la memoria que estando en tercero en el internado una vez llegó tarde a comer y, como castigo, tuvo que aprenderse de memoria un estúpido poema sobre una niña tonta a la que no le gustaba el arroz con leche, pero sólo recordaba el primer verso. La infructuosa búsqueda del segundo no lo entretuvo demasiado.
Decidió tragarse el arroz y, sobre todo, los salados plátanos sin masticar para saborearlos lo menos posible. Eso le resultó más sencillo que enfrentarse a la vergüenza que lo atenazaba. Primero pensó que su aversión a la inusual comida y el chocante ambiente lo habían vuelto sensible, pero con desagradable rapidez comenzó a importunarle la idea de que su familia y los demás judíos que llevaban tiempo en Nairobi siempre se habían mostrado muy serviciales a la hora de ayudar a los emigrantes con dinero y buenos consejos, pero nunca se habían preocupado por su pasado, su vida, sus problemas y sus sentimientos.
A ello había que añadir que a Archie le resultaba cada vez más embarazoso tener que dirigir primero a Süskind para que las tradujera todas y cada una de las palabras que deseaba transmitir a sus anfitriones. Sentía unas ganas totalmente absurdas de tomarse un whisky y al mismo tiempo tenía la sensación de haberse echado al coleto tres dobles con el estómago vacío. Era como si volviera a ser un niño pillado escuchando tras la puerta; pasó mucho tiempo antes de que se le quitara esa costumbre. Al final dio por perdida su lucha y dijo que estaba cansado. Aliviado, aceptó la propuesta de retirarse a la habitación de Regina.
Süskind contemplaba el fuego absorto, Jettel rascaba los últimos restos de arroz de la fuente y le daba un poquito a Rummler, Walter hacía girar un cuchillo sobre su propio eje. Era como si los tres estuviesen esperando una señal para abandonarse a la alegre naturalidad de las habituales visitas de Süskind, pero el silencio era excesivo; la liberación no llegaba. Todos lo sentían, incluido Süskind, sorprendido de que ya no supieran sobrellevar los cambios. La mera posibilidad de que la vida pudiera discurrir por nuevos derroteros los asustaba. Se había vuelto más fácil soportar las ataduras que romperlas. Lágrimas que ni siquiera sabía que albergara brotaron de los ojos de Jettel.
–¿Cómo puedes hacernos esto? – exclamó-. Ir a la guerra después de todo lo que hemos pasado. ¿Qué va a ser de mí y de Regina?
–Jettel, no montes una de tus escenas. El ejército ni siquiera me ha admitido aún.
–Pero lo hará. ¿Por qué iba a tener suerte precisamente yo?
–Tengo cuarenta años -replicó Walter-. ¿Por qué iba a tener suerte precisamente yo? No puedo creer que los ingleses hayan estado esperando por mí para ganar la guerra.
Se puso en pie, quería acariciar a Jettel, pero no sentía calor en sus manos, de modo que bajó los brazos y se dirigió a la ventana. El familiar olor que emanaba de los húmedos tabiques de madera le pareció de pronto dulce y suave. Sus ojos no veían más que oscuridad y, sin embargo, barruntó la belleza que antaño sólo alegrara la vista de Regina. ¿Cómo iba a decírselo? Se dio cuenta demasiado tarde de que había hablado en voz alta.
–Por Regina no hace falta que te preocupes -repuso Jettel entre sollozos-, reza todas las noches para que puedas entrar en el ejército.
–¿Desde cuándo?
–Desde que Martin estuvo aquí.
–No lo sabía.
–Probablemente tampoco sepas que está enamorada de él.
–Tonterías.
–No ha olvidado nada de lo que Martin le dijo. Se aferra a cada palabra. Debiste pedirle a Martin que la preparara para la despedida de la granja. Vosotros siempre os habéis liado la manta a la cabeza.
–Si mal no recuerdo, fuiste tú la que estuvo con Martin bajo la misma manta. Una manta morada. Y Martin también iba morado, dicho sea de paso. ¿De verdad crees que no sé lo que pasó aquella vez en Breslau?
–Aquella vez no pasó nada. Sólo que tú estabas otra vez celoso sin motivo. Como siempre.
–Niños, no os peleéis. Al fin y al cabo aquí ha ocurrido algo bueno -intervino Süskind-. Archie me ha contado cómo será todo. Comparecerás ante una comisión y deberás decir por qué quieres ingresar en el ejército. Y no seas tonto. Seguro que los ingleses no quieren oír que esta granja os está matando.
–Yo no quiero irme de la granja -sollozó Jettel-. Esta granja es mi hogar. – Se sintió muy satisfecha de haber logrado reunir en su voz y en su rostro la mentira, la inocencia y la obstinación, pero entonces se dio cuenta de que Walter había descubierto su hermoso y viejo truco.
–Desde que emigramos, Jettel se ha pasado todo el tiempo recordando las ollas de Egipto -dijo Walter. Sólo miraba a Süj3kind-. Claro que quiero irme de la granja, pero no es sólo eso. Por primera vez en años tengo la sensación de que me preguntan si quiero hacer algo o no y de que puedo hacer algo por mis convicciones. Mi padre habría querido que fuera al ejército. Él también cumplió con su deber de soldado.
–Creo que no te gustan los ingleses -le reprochó Jettel-. ¿Por qué quieres morir por ellos?
–Dios, Jettel, aún no estoy muerto. Además, es a los ingleses a los que no les gusto yo. Pero si me quieren, allí estaré. Así tal vez pueda volver a mirarme algún día en el espejo sin ver a un pobre desgraciado. Por si te interesa, siempre deseé ser soldado. Desde el día en que empezó la guerra. Owuor, ¿qué estás haciendo? ¿Por qué echas al fuego un trozo de madera tan grande? Pero si estamos a punto de irnos a la cama.
Owuor se había puesto su toga de abogado. Silbando bajito, arrojó unas ramas más a la chimenea, llenó su boca del cálido aire de sus pulmones y avivó las llamas con mucho cariño. Luego se levantó muy lentamente, como si tuviera que devolver primero a la vida cada uno de sus miembros. Aguardó paciente hasta que llegó el momento de hablar.
-Bwana -empezó, saboreando de antemano el gran asombro que había estado esperando desde que llegara el bwana áscari-. Bwana -repitió, y rió como una hiena que ha encontrado una presa-, si tú te vas de la granja, yo voy contigo. No quiero volver a buscarte como el día en que te fuiste de safari en Rongai. La memsahib necesitará a su cocinero si te vas con los áscaris.
–¿Qué dices? ¿Cómo lo sabes?
-Bwana, puedo oler las palabras. Y los días que están por venir. ¿Lo has olvidado?
XIII
La mañana del 6 de junio de 1944, antes de que tocaran diana, Walter permaneció dos horas sentado en la vacía cantina de la tropa. Por las angostas ventanas abiertas se colaba la vivificante brisa de una noche de luna amarilla y vaheaba al chocar contra las paredes de madera, que durante unos breves e inesperadamente gratos instantes olían tan bien como los cedros de Ol’ Joro Orok. Para Walter, el tiempo que transcurría entre la oscuridad y el alba era un agradable regalo de su insomnio, ideal para aclarar ideas e imágenes, escribir cartas y buscar noticias en alemán sin que lo molestaran las recelosas miradas de aquellos soldados que tenían la suerte de haber nacido en el país adecuado y muy poca fantasía para apreciarlo. Se metió la burda camisa caqui -más indicada para la guerra en el invierno europeo que para los calurosos días en la orilla meridional del lago salado de Nakuru- por dentro del pantalón y saboreó su sosiego como el acontecimiento más emocionante de su recién adquirida estabilidad.
Al cabo de cuatro semanas en el ejército, aún no se había acostumbrado lo suficiente al agua corriente, la luz eléctrica y la plenitud de los días como para no disfrutarlas a fondo como comodidades largamente anheladas. Experimentaba un placer infantil yendo a la oficina en su tiempo libre y contemplando el teléfono. A veces incluso levantaba el auricular para deleitarse con el sonido de la señal.
Cada día disfrutaba como el primero escuchando la radio sin tener que preocuparse por las pilas. Cuando el dentista de la compañía le sacó de forma burda y desmañada las dos muelas que lo atormentaban desde los primeros días en Ol’ Joro Orok, incluso consideró aquel dolor como una prueba de que había llegado lejos: no tenía que preocuparse por la factura. Cuando su agotamiento físico se lo permitía, y desde hacía unos días los intensos sudores, se daba el gustazo de hacer meticuloso balance de su vida, una vez más objeto de un abrupto cambio.
En un mes, Walter había oído, hablado e incluso reído más que en los cinco años en las granjas de Rongai y Ol’ Joro Orok. Comía cuatro veces al día, dos de ellas carne, lo cual no le costaban nada, tenía mudas, calzado y más pantalones de los que necesitaba, podía comprar cigarrillos a precio reducido para soldados y tenía derecho a una ración semanal de alcohol que un escocés con bigote ya le había cambiado dos veces por tres amistosas palmaditas en la espalda. Con su paga de soldado raso del ejército británico podía pagar el colegio de Regina y aun enviarle una libra a Jettel a Nairobi. Además, ella recibía una ayuda mensual del ejército. Y por encima de todo, Walter vivía sin el temor de que cada carta pudiera significar el despido de su desagradable empleo, su destrucción.
En un estrecho armario había papel y sobres; entre botellas vacías y ceniceros llenos se hallaba un tintero; a su lado, un portaplumas. Sólo pensar en que no tenía más que servirse y el ejército también franquearía y enviaría su correo le hacía sentirse tan satisfecho como el mendigo hambriento ante la montaña de dulces gachas en el país de la abundancia. En la pared colgaba una foto descolorida de Jorge VI. Walter le sonrió al rey de mirada grave. Antes de diluir la tinta seca con agua, contó las gotas que cayeron del grifo en la herrumbrosa pila y silbó la melodía de God save the king.
«Querida Jettel», escribió, y dejó la pluma en la mesa un tanto asustado como si hubiera desafiado al destino y tuviera que enfrentarse ahora a la envidia de los dioses. Se dio cuenta de que hacía años que no le decía nada parecido a su esposa y que tampoco lo sentía. Se paró a pensar un momento si la ternura que le sobrevenía con tanta naturalidad debía alegrarlo o si por el contrario tenía que avergonzarlo, mas no dio con la respuesta.
Pese a todo, no estaba descontento consigo mismo cuando continuó escribiendo. «Tienes toda la razón -garabateó en el amarillento papel-, volvemos a escribirnos cartas como antaño, cuando esperabas en Breslau a que llegara el momento de emigrar. Sólo que ahora los tres estamos a salvo y podemos aguardar tranquilamente lo que la vida nos depare. Y creo, al contrario que tú, que debemos estar especialmente agradecidos y que no podemos quejarnos sólo porque tengamos que cambiar nuestras costumbres. Al fin y al cabo, ya tenemos cierta práctica.
»Y ahora hablemos de mí. Estoy todo el día al trote y no concibo cómo los ingleses han podido pasarse tanto tiempo sin mí. Nos instruyen a fondo, como si hubieran estado esperando a los "malditos refugiados" para poder por fin lanzarse al ataque. Creo que quieren hacer de mí una mezcla de luchador cuerpo a cuerpo y topo. Por la noche es como si volviera a tener malaria, pero espero que las cosas mejoren pronto. Sea como fuere, me paso el día cuerpo a tierra, arrastrándome por cieno y barro, y por la noche a veces no sé si aún sigo vivo. Pero no te preocupes, tu marido aguanta bien, y ayer rae pareció que el sargento me guiñaba un ojo. Aunque es bizco, como el viejo Wanja de Sohrau. Tal vez incluso quiera condecorarme por tener que soportar todo esto con ampollas en los pies. Pero claro, como no sabe pronunciar mi nombre aún no ha dicho nada al respecto.
»En caso de que te sorprenda lo de las ampollas, es que me han endilgado unas botas demasiado estrechas y no sé suficiente inglés para decírselo. No obstante, me he propuesto no pedirle a ninguno de los otros refugiados de mi unit (quiere decir unidad) que me haga de intérprete. Después de todo, quizá acabe aprendiendo inglés. Además, a los instructores no les gusta que hablemos alemán. Al menos se han dado cuenta de que la gorra era demasiado grande y no dejaba de caérseme de la cabeza. Así que desde hace dos días puedo ver cuando voy de uniforme. Como verás, un soldado también tiene sus preocupaciones. Sólo que son distintas de las de antes.
»A propósito, no debemos olvidar advertir a Regina del cambio más importante en su vida. Ahora ya no es preciso que rece todas las noches para que yo no pierda mi empleo y puede concentrarse plenamente en pedirle a Dios la victoria de la causa aliada. Naturalmente no tiene ni idea de que estoy en Nakuru. Ya te habrás percatado de que el correo militar se envía sin remitente. Pero tampoco me gustaría ponerla en la misma situación que cuando tu embarazo.
»En todo caso, estoy seguro de que hemos tomado la decisión adecuada. Algún día me darás la razón. Igual que has acabo comprendiendo lo bueno que fue que emigráramos a Kenia y no a Holanda. Por cierto, que he conocido aquí a un tipo muy simpático que tenía una tienda de radios en Görlitz. Como es lógico, sabe manejar una radio mucho mejor que yo y está muy bien informado. Me ha contado que tampoco hay esperanza ya para los judíos holandeses. Pero no se lo comentes a tus anfitriones. Si no recuerdo mal, Bruno Gordon tenía un hermano que se fue a Amsterdam en 1933.
«Espero que pronto encuentres alojamiento en Nairobi y quizá incluso un trabajo que sea de tu agrado y nos sirva de ayuda a todos. Quién sabe si algún día podremos ahorrar algo de dinero para después de la guerra (entonces ya no necesitarán soldados y, en cambio, nosotros sí necesitaremos un nuevo futuro). Cuando ya no tengas que quedarte con los Gordon y puedas volver a vivir como quieras, seguro que acabas cogiéndole el gusto a Nairobi. Siempre deseaste volver a estar con gente. Yo disfruto de veras ese aspecto pese a todas las vejaciones.
»Los ingleses de nuestra unidad son muchachos muy jóvenes y realmente simpáticos. Lo cierto es que no comprenden por qué un hombre del mismo color de piel que ellos no habla también su idioma, pero algunos me dan amables palmaditas en la espalda, probablemente porque a sus ojos soy más viejo que Matusalén. En cualquier caso, es la primera vez desde que dejé Leobschütz que no me siento en absoluto como una persona de segunda clase, aunque sospecho que el sargento no es precisamente un filosemita. A veces incluso es estupendo no hablar el idioma del país.
»Echo mucho de menos a Kimani. Sé que suena absurdo, pero sencillamente no puedo perdonarme no haber dado con él cuando nos despedimos de la granja y no haber podido decirle lo buen amigo que era para mí. Da gracias por tener contigo a Owuor y a Rummler, aunque Owuor se pelee con los chicos de los Gordon. En Ol’ Joro Orok no se llevaba bien con nadie salvo con nosotros. Para nosotros, él es parte de nuestro hogar. Así lo verá Regina cuando pase sus primeras vacaciones en Nairobi. Como ves, con los años me vuelvo sentimental. Pero últimamente el ejército inglés ha tenido tales éxitos que hasta puede permitirse tener un soldado sentimental. Un soldado que también ha aprendido algunas palabrotas en inglés y que, dicho sea de paso, espera tus cartas ansioso. Escríbele pronto a tu viejo Walter.»
La recién adquirida autoestima de Walter sólo se resquebrajaba como antaño cuando pensaba en Regina. Entonces el miedo de haber fracasado lo torturaba con igual crueldad que en los días de mayor desesperación. Era incapaz de imaginarse a su hija, para quien Ol’ Joro Orok era su hogar, en Nairobi. Le resultaba insoportable saber que la había arrancado de sus raíces y que le exigía un sacrificio extremo.
La imposibilidad de hallar una solución y la desesperanza no lo habían herido tanto en su orgullo como el hecho de que su llamamiento a filas lo hubiese degradado al rango de cobarde a los ojos de su hija. Se vio obligado a comunicarle la despedida de la granja por escrito. Fue la primera vez que le hizo daño a sabiendas. En la carta que le mandó al colegio trató de pintarle la vida en Nairobi como una sucesión de días alegres y despreocupados llenos de diversión y nuevos amigos, pero al hacerlo sólo pudo pensar en su despedida de Sohrau, Leobschütz y Breslau y no encontró las palabras adecuadas. Regina le respondió de inmediato, pero no mencionó en ningún momento la granja que jamás volvería a ver. «England -escribió en caracteres de imprenta subrayados en rojo-expects every man to do his duty. Admiral Nelson.»
Cuando Walter logró por fin traducir la frase con ayuda del pequeño diccionario que constituía su única lectura desde el día en que ingresó en el ejército y constató que ya se había topado con ella en el penúltimo curso del instituto, no fue capaz de decidir si quien se burlaba de él era el destino o su hija. Ambas posibilidades le desagradaban.
Lo atormentaba no saber si Regina era realmente tan adulta, patriota y, sobre todo, tan inglesa como para no mostrar sus sentimientos o si sólo era una niña herida que estaba enojada con su padre. De tales cavilaciones sólo sacó una cosa en claro: sabía demasiado poco de su hija para interpretar su reacción. Si bien no dudaba de su amor, tampoco se hacía muchas ilusiones. Su hija y él ya no tenían en común la lengua materna.
Por un instante, cuando todavía hacía oídos sordos a los sonidos del día que despuntaba, Walter pensó que una vez que hubiera aprendido inglés nunca más volvería a hablar con Regina en alemán. Había oído que muchos emigrantes lo hacían para proporcionarles a sus hijos la seguridad de que se hallaban firmemente arraigados en su nuevo medio. La imagen de él mismo balbuceando avergonzado y confuso palabras que no sabía pronunciar y obligado a expresarse con las manos para hacerse entender se perfiló con grotesca nitidez en el incipiente crepúsculo matutino.
Walter oyó a Regina reír, primero bajito, luego en voz alta, desafiante. Su risa sonaba como el odioso aullido de las hienas. La idea de que se burlara de él y él no pudiera defenderse lo aterrorizó. ¿Cómo iba a explicarle a su hija en un idioma extranjero lo que había hecho de todos ellos para siempre unos marginados? ¿Cómo hablar en inglés de una patria que le destrozaba el corazón?
Sólo haciendo un gran esfuerzo logró recobrar la calma que necesitaría para afrontar el día. Hizo girar con avidez el dial de la radio para librarse de los fantasmas que él mismo había conjurado. Al darse cuenta de que un sudor frío le bajaba por la espalda, comprendió horrorizado que el pasado le había dado caza. Era la primera vez desde que estaba en el ejército que le asaltaba ese pensamiento reprimido. Llevaba en la frente el estigma del apátrida y seguiría siendo un extraño entre extraños mientras viviera.
A los oídos de Walter llegaron algunas palabras sueltas. Aunque la radio no estaba alta, sonaban fuertes, exaltadas, aveces casi histéricas, y sin embargo apaciguaron por unos instantes sus confusos sentimientos. Pronto se percató de que la voz del locutor no sonaba como de costumbre. Walter trató de formar palabras con las sílabas aisladas, mas no lo consiguió. Sacó otra hoja de papel del armario y se esforzó por traducir en letras los sonidos que atrapaba. No tenían ningún sentido, pero advirtió que dos palabras se habían repetido varias veces en un breve espacio de tiempo y que probablemente fueran «áyax» y «argonauta». Le sorprendió haber reconocido aquellos dos nombres tan familiares pese a la nasal pronunciación inglesa. Ante sus ojos vio la imagen del profesor Gladisch en el elitista internado de Pless repartiendo con rostro impasible los cuadernos tras un examen de griego, pero ya no tuvo tiempo de atrapar ese recuerdo. El sensible suelo de madera dejó oír nuevos sonidos en la habitación.
El sargento Pierce apareció con el sol naciente. Sus pasos tenían ya la fuerza que envolvía su figura en un halo de arrogancia, pero el resto de su cuerpo luchaba aún contra la noche que tan indiferente era a su talento para obligar a sus subordinados a sumergirse en el mundo previsible y seguro de sus blasfemias y su intransigencia. El sargento se mesó su abundante cabello sin energía ni concentración, bostezó un par de veces como un perro que llevara horas tumbado al sol, se ciñó lentamente el cinturón y miró alrededor con expresión escrutadora. Era como si esperara una señal determinada para empezar el día.
Mirando a Walter fijamente, en silencio, con los ojos aún entrecerrados, parecía una estatua superada hacía tiempo por el curso de la historia, mas entonces la vida afluyó a sus miembros con inopinada brusquedad. Dio unos grotescos saltos y echó a correr hacia la radio apenas sus pesadas botas tocaron el suelo. Su respiración traqueteaba con sacudidas breves y vehementes mientras ponía el aparato a todo volumen. Un arrebol en extremo inusitado para su pálida tez puso de manifiesto un estupor igualmente inusitado en él. El sargento Pierce se enderezó ceremoniosamente cuan alto era, se llevó ambas manos a las costuras del pantalón, vació sus pulmones y pegó un chillido:
-They've landed!
Walter supo al instante que tenía que haber ocurrido algo extraordinario y que el sargento esperaba una reacción por su parte, pero ni siquiera se atrevía a mirarlo a la cara, así que, cohibido, clavó la vista en el papel en que había estado escribiendo.
-Áyax -dijo finalmente, aunque estaba seguro de que Pierce debía de tomarlo por un imbécil.
-They've landed! -gritó de nuevo el sargento-, you bloody fool, they've landed. -Le propinó a Walter una enérgica palmada en el hombro que, pese a su impaciencia, no estaba exenta de amabilidad, lo levantó de la silla y lo llevó ante el precario mapa que colgaba entre la foto del rey y la orden de no divulgar a los cuatro vientos secretos militares.– Here -bramó.
–Aquí -repitió Walter, satisfecho por haber pillado al menos una palabra. Contempló perplejo el carnoso dedo índice del sargento desplazándose por el mapa y deteniéndose finalmente en Noruega.
-Norway -leyó Walter en alto, con esmero, y se paró a pensar si en inglés Noruega realmente rimaba con «ay» y qué demonios podría haber sucedido precisamente allí.
-Normandy, you damn'd fool -corrigió Pierce irritado. Primero deslizó el dedo hacia el este, hasta Finlandia, y luego hacia el sur, a Sicilia, y después, ante el silencio de Walter, se puso a tamborilear sobre el mapa de Europa con su tatuada mano. Finalmente se le ocurrió la improbable idea para un hombre con su potencia de voz de coger la pluma. Con movimientos torpes, escribió la palabra Normandy. Observó a Walter lleno de agitación y le tendió la mano como un niño asustado.
Walter la agarró en silencio y posó suavemente el tembloroso dedo índice del sargento Pierce sobre la costa de Normandía. No obstante, él mismo no se enteró de que los aliados habían desembarcado allí hasta el desayuno, y eso gracias al comerciante de radios de Görlitz. En lugar de la marcha a campo traviesa con todo el equipo a cuestas prevista para los reclutas, el sargento Pierce ordenó a Walter que prestara sus servicios en la oficina y, aunque su rostro parecía el mismo de siempre, Walter supuso que con ello había querido hacerle un favor.