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Cada día de viaje se iba cargando de una creciente ansiedad. Rastros de caballos indios, vestigios de campamentos en las cuencas de los arroyos, señales de humo en las crestas de las colinas, y flacos mesteños montaraces montados por jinetes medio desnudos que se desvanecían como espectros a lo lejos; esto mantuvo vigilante y preocupado al contingente de Brite durante todo el camino hasta llegar al Pequeño Wichita.

Ordinariamente era un río pequeño, fácil de vadear para el ganado. Pero ahora era un violento torrente, imposible de pasar hasta que terminara la crecida. Esto podía tardar un día o más. Una breve consulta determinó la decisión de buscar un terreno bajo y protegido donde hubiese pasto para el ganado y árboles que defendieran a los conductores en caso de ataque.

Los conductores de la manada que les precedía ―probablemente la que había sido robada por Ross Hite ―no podían haber cruzado y sin duda habían ido río arriba con el mismo propósito. Texas Joe había tomado su decisión. Los búfalos, aunque en grupos dispersos, aparecían por todas partes en la cuenca del río y a lo largo de los recuestos herbosos. Arriba, en la llanura, probablemente cubrirían la tierra.

Texas envió a San Sabe río abajo a hacer un reconocimiento, y él procedió en sentido opuesto con el mismo propósito, dejando a los demás el encargo de atender al ganado.

Era hacia mediodía y en el valle reinaba una temperatura húmeda y calurosa. El ganado descansó, después de varios días de penosa marcha. Los jinetes no tenían más que permanecer en sus caballos vigilando agudamente. Casi toda la atención era dirigida a los bordes cubiertos de matojos de las pendientes. Texas se había apartado cosa de media milla del sendero cuando hizo alto en un lugar de lo más placentero, bueno para el ganado, aunque no tanto para sus conductores, ya que estarían al alcance de las balas de rifle disparadas desde las colinas. Los tres vehículos fueron arrastrados al interior del más apretado grupo de árboles. Parecía un punto de refugio, hasta que pasara la riada. Smiling Pete y Hash Williams, los cazadores de cueros, treparon, al abrigo del arbolado, a la cima de las colinas para desde allí explorar el terreno a la redonda. Los conductores de manadas permanecieron con sus rifles atravesados en las sillas. Brite tenía dos, el más ligero de los cuales prestó a Reddie. Armados hasta los dientes, decididos y vigilantes, los jinetes aguardaban los acontecimientos.

Reddie comunicó a Brite que había sentido el galope de un caballo. Brite hizo seña al jinete más próximo, y escuchó con atención. En efecto, el joven oído de Reddie estaba en lo cierto. A poco, Brite oyó el rítmico golpeteo de cascos sobre un camino endurecido. Procedía de río abajo, y por tanto debía de ser San Sabe. Brite oyó también gritos procedentes de la cuesta. Éstos resultaron ser de los cazadores de cueros. Evidentemente, Pan Handle y Ackerman habían oído, pues se pusieron en movimiento para acercarse a otros jinetes. Luego galoparon en grupo hacia un punto fuera del arbolado, donde estaban estacionados Brite y Reddie.

―Es San Sabe ―gritó Reddie señalando con la mano―. ¡Ved cómo corre!

―Apuesto a que los indios vienen detrás de él añadió Brite―. Tenemos que ponernos a cubierto.

Pronto les rodearon Pan Handle y los otros. San Sabe llegó un momento después.

―¡Indios! ―gritó, con voz ronca, frenando su caballo. ―Pero no vienen detrás de mí. No me han visto. ¿No habéis oído los tiros?

Ninguno de los que estaban con Brite los había oído.

―Es allá abajo, cerca del recodo del río, más lejos de lo que yo calculaba… Yo iba río abajo cuando sentí gritos y luego disparos. Así, que escondí mi caballo en el bosque y me adelanté sigilosamente a pie. Llegué a un lugar por donde acababan de pasar caballos, orilla arriba, procedentes del río. La arena, mojada. Eran las huellas de potros indios. Seguí las huellas hasta que les vi en un espacio abierto. Oí más tiros y voces salvajes. El arbolado se hacía bastante espeso. Doblando hacia la ladera del monte, seguí a cubierto hasta que descubrí de qué se trataba. Unos colonos habían acampado en un lugar umbroso, esperando sin duda para cruzar el río. Lo menos he visto tres vehículos, y algunos hombres detrás de ellos, disparando desde abajo. Y he visto flechas de indios, que volaban como golondrinas y se clavaban en las galeras. Entonces volví en busca de mi caballo y torné a galope.

―Brite, tendremos que ir a prestarles ayuda ―intervino Pan Handle en tono sombrío.

―Seguramente. Aquí vienen los cazadores. Veamos su opinión acerca de lo que más conviene hacer, mientras esperamos a Tex.

Los cazadores llegaron corriendo bajo los árboles, y al llegar junto a los conductores confirmaron la historia de San Sabe con unas cuantas palabras bruscas. Después de lo cual Brite repitió brevemente lo que había dicho San Sabe.

―¿Cuántos caballos de pieles rojas? ―preguntó Hash Williams, en un tono de hombre práctico.

―No más de veinte. Acaso menos.

―¿Muy lejos?

―A una media milla por debajo del recodo.

―Apéate, vaquero, y trázanos un mapa aquí, en la arena.

San Sabe comprendió con presteza, y arrodillándose cogió una astilla y comenzó a trazar líneas. En un instante todos los jinetes se habían bajado y se inclinaban a mirar con un intenso interés. Brite sintió venir un caballo sendero abajo.

―Debe de ser Tex, que regresa.

―Aquí está el recodo del río ―dijo San Sabe―. Las huellas de los caballos indios están por aquí, a media milla, aproximadamente, más abajo. De todos modos, para asegurarnos, hay un gran árbol seco y blanqueado. Podemos arriesgarnos hasta allí a caballo… Aquí está el punto raso donde los pieles rojas se internaron en el bosque. Está casi a nivel de un gran risco semejante a una cabeza de águila en el borde. Las galeras no están a más de un cuarto de milla más abajo. Es un espacio llano, rodeado de un precioso arbolado, con recuestos densamente poblados por tres lados. Los indios están a cubierto, más abajo.

―Muchachos, dadnos un par de caballos a Pete y a mí. No os ocupéis de poner monturas.

―¿Sobre qué es esta confabulación? ―preguntó una voz fría.

Texas Joe acababa de desmontar detrás de ellos, con la brida en una mano y el rifle en la otra. San Sabe le expuso los hechos en pocas palabras. Luego habló Hash Williams:

―Shipman, supongo que pensarás ir pronto en su ayuda.

―¡Claro…! ¿Tenéis algún plan? Vosotros estáis habituados a los pieles rojas.

―Nos dividiremos tan pronto como dejemos los caballos. Vamos. Pudiéramos llegar demasiado tarde.

San Sabe marchó a la cabeza, a medio galope, río abajo, seguido de todos los conductores, excepto Texas, que esperó un momento a que los cazadores montaran a pelo. Uno de los mesteños tendía a tirar el jinete por sobre la cabeza, pero un rápido latigazo que le dio Texas corrigió su actitud. El trío alcanzó pronto a los otros, y entonces San Sabe espoleó su caballo lanzándolo a galope. Brite no olvidó a Reddie en medio de tal agitación. Ella estaba pálida, pero era presa de la emoción de la aventura más bien que del peligro. Brite no hubiera pensado en dejarla con Moze en el campamento. La cabalgata dobló el recodo del río avanzando en forma de sarta, con Brite y Bender al final. Pronto se detuvo San Sabe, el cual, saltando de su caballo, se adentró en el arbolado de la derecha. Brite y Bender llegaron en el momento en que Reddie seguía a Texas, a pie, bosque adentro. Ataron sus caballos en la espesura, al pie del declive. Pronto oyeron cerca los resonantes disparos de los fusiles de aguja y los extraños y salvajes gritos de los indios.

Comanches ―dijo Williams ceñudamente.

A continuación, San Sabe abrió las ramas.

―He aquí sus caballos.

―Menos de veinte. Bueno, muchachos, ésos son nuestros ―repuso Hash Williams mirando con sus ojos oscuros hacia los inquietos y trabajosos mesteños, la cuenca del río más allá, el declive densamente arbolado y finalmente el rugoso borde de la colina con su prominente risco que se erguía como un centinela. El lugar era restringido. A Brite le pareció que la pendiente se curvaba más abajo para formar un escarpado que descendía a plomo hasta el río.

―Shipman, quédate aquí con Pete, y elige cinco hombres para que me acompañen ―dijo Williams rápidamente.

―¿Cuál es tu plan? ―preguntó Texas volviendo sus ojos de halcón en derredor, y mirando de nuevo al cazador.

―Si puedo tomar posición por encima de esos diablos rojos, son nuestros ―repuso Williams―. La mayoría sólo tendrá arcos y flechas. Se arrastrarán bajo el arbolado, y a poca altura a lo largo del declive… Me sorprende que no haya más tirando. Ojalá no lleguemos demasiado tarde… Cuando nosotros los hayamos localizado y empecemos la descarga, seguramente correrán a buscar sus caballos. Vosotros estaréis aquí escondidos.

―Ah, ya. Me parece bien. Ya veo por donde podemos arrastrarnos, a cincuenta pies de los mesteños indios, y estar bien escondidos… Andando. Llévate a San Sabe, Ackerman, Whittaker y Little.

―Muchachos, arrojad las espuelas y las chaparreras y seguidme.

Al cabo de un momento los cinco hombres habían desaparecido, sin que se oyera ya más que las suaves pisadas y el rumor de la marcha. Texas volvió agudamente la vista en derredor, sobre el paso donde habían sido dejados los mesteños.

―Venid y no hagáis ruido ―murmuró; y se deslizó bajo el matorral. Le siguió Holden, y luego Smiling Pete, Bender y Pan Handle; al fin, iba Brite, con Reddie sobre sus talones. Ocasionales gritos agudos y la respuesta de un fusil de aguja aumentaban la excitación. Texas guió a sus compañeros a un terreno algo más alto, al pie del declive y al borde del raso, donde los trozos de roca y la espesura ofrecían un refugio ideal.

―Henos aquí ―susurró Texas a sus agitados compañeros―. No podríamos estar mejor. Vamos a darles una bonita batida. Desplegad a lo largo de este borde, y situaos de modo que lo veáis todo de frente. Cuando los veáis, aguardad la señal. Eso es todo. Cuidado con hacer el menor ruido.

En el crujiente silencio que siguió, Brite se ocupó de buscar un lugar donde apenas sería posible que los disparos alcanzaran a Reddie. La colocó entre Texas y él, detrás de una larga roca baja sobre la cual las ramas formaban una trinchera. Pan Handle se arrodilló más allá de Texas, con un revólver en cada mano. Era el único de la partida que no llevaba rifle. Smiling Pete hacía retroceder a Bender, el cual daba muestras de gran perturbación. Holden se arrastró hacia una posición todavía más ventajosa.

―Todos situados. Ahora dejadles que vengan ―susurró Texas―. Dios quiera que los otros lleguen a tiempo. Se oyen muy pocos disparos.

―No ha empezado todavía, o está a punto de terminar ―repuso Pan Handle―. Pero no hubiéramos podido hacer más. Tex, aquí está Reddie; hay que pensar en ella.

―El diablo me lleve si no me había olvidado de nuestra Reddie… Ea, chiquilla, ¿estás bien?

―¿Yo? Claro que sí.

―¿Miedo?

―Tal vez. Siento algo raro. Pero puedes tener la seguridad de que estaré aquí cuando concluya.

―¿Crees que podrás hacer lo que te manden, por una vez en la vida?

―Sí. Obedeceré.

―Bien… Ahora, todo el mundo agachado, y atención.

Brite había pasado por varias escaramuzas contra los indios, pero en ninguna de ellas había estado en juego la vida de una mujer. Tuvo que persuadirse de que Reddie Bayne corría escaso peligro. Acaso hubiese alguna mujer con aquellos colonos, y seguramente se hallaban en el riesgo más terrible.

Los mesteños indios triscaban los renuevos al borde del raso. ¡Qué zarrapastroso y salvaje este puñado de animales! No tenían sino cabestros, que estiraban, al espantarse, cada vez que sonaba un disparo. La mayoría de ellos estaban de frente a la espesura donde los conductores aguardaban emboscados. Habían olido la presencia de los blancos. Alargaban los hocicos, levantaban las orejas y se quedaban venteando.

―Compañeros, siento olor a humo, y no de pólvora, precisamente ―dijo de pronto Texas en voz baja―. Pete, ¿qué supones tú de eso?

―Fuego de campamento, tal vez.

De súbito, varias descargas de fusil rompieron el silencio de mediodía. Los disparos se sucedieron rápidamente y en proporciones cada vez más nutridas; luego decayeron sonando inconstantemente. Brite vio que Texas sacudía la cabeza. A continuación vino una serie de gritos espeluznantes, el horrendo grito de guerra de los comanches. Brite había oído hablar de esto ―uno de los hechos famosos de la frontera ―, pero nunca oyó hasta ahora el grito de los comanches.

―¡Diablos! Han atacado a las galeras ―prorrumpió Pete roncamente―. Williams no debe de haberlos localizado.

―Ahora puede hacerlo ―repuso Texas.

Reddie seguía echada, con la cabeza y los hombros, levantados, descansando sobre los codos. Entre los codos descansaba la caja de su rifle. Estaba ahora blanca como el papel, y sus ojos abiertos, oscuros, acechaban con gran atención.

―Parece que va mal para ellos, Reddie ―susurró Brite.

―¿Quiere decir nuestros hombres?

―No. Para los que han sido acorralados allí, quienesquiera que sean.

―¡Oh! ¡Qué gritos más horrendos!

―¡No suenan más tiros de fusil! ―dijo Pete―. Supongo que hemos llegado sólo al final de la matanza. ¡Otro punto que se anotan los comanches! Pero ya llegará nuestra hora. Williams y su gente estarán pronto sobre ese grupo.

―¡Ja, ja! ¡Oíd eso!… ¡Dios! Ojalá que hayan llegado a tiempo… Ahora, compañeros, atención. No puede tardar mucho. Los comanches vendrán al instante, trayendo a rastras sus heridos. No se detendrán a recoger sus muertos, en vista de la ráfaga.

Los disparos cesaron tan súbitamente como habían comenzado. Roncas voces de hombres blancos ocuparon el lugar de los gritos de guerra de los comanches. Un débil crujir de ramas secas llegó a oídos de Brite.

―¡Oh… papá! Los siento correr ―susurró Reddie.

―Ahí vienen, compañeros ―dijo el cazador en voz baja y dura―. Esperad ahora; cuidado, esperad a que aparezcan a descubierto.

Rápido resonar de pasos, rumor de hojas, estallidos de ramas: todo confirmaba la impresión de Reddie y del cazador. Brite amartilló su rifle y dijo por lo bajo a Reddie:

―Apunta bien, Reddie. Aquí nos hace falta tu ayuda.

―¡Voy a… matar uno! ―dijo la joven con voz cortada, los ojos encendidos, amartillando el rifle, poniéndose rodilla en tierra, y empujando el cañón por sobre la roca.

―Reddie, después de disparar agáchate ―advirtió Texas, que parecía ver con la nuca―. ¡Pan, mira! Ahí vienen como endemoniados.

―Ya veo. Allá en el arbolado. Traen heridos. No disparéis hasta que estén todos fuera.

Brite apretó el rifle en la mano y dirigió su atención hacia la distante ladera del raso y las formas oscuras bajo los árboles. Los delanteros saltaban de un árbol a otro, escondiéndose, mirando hacia atrás. Demonios entecos y bronceados: ¡qué aspecto más salvaje tenían! Cuatro o cinco salieron de golpe a campo raso; luego desaparecieron nuevamente. Muy cerca de los emboscados sonaron entonces pasos rápidos, suaves como los de las panteras. Brite percibió a un salvaje desnudo que se adelantaba volviendo la cabeza por encima del hombro, agitando su largo cabello negro al compás de sus rápidos movimientos. Reddie contuvo el aliento, prueba de que también lo había visto. Luego, más abajo del borde del arbolado, surgieron hacia los mesteños, volviendo la mirada hacia atrás. Se dirigieron al sol otros indios. Dos llevaban rifles; los más empuñaban arcos, pero Brite no vio ninguna flecha, haciendo señas a otros para que les siguieran, emitiendo sonidos bajos, guturales. Un momento después, cuando varios indios habían montado en sus caballos, cuatro o cinco parejas brotaron de la espesura arrastrando y sosteniendo a sus camaradas heridos.

Un guerrero dejó escapar un grito estridente. Sin duda había visto o sentido algo de los emboscados. Un segundo después, Reddie había hecho fuego contra el comanche más próximo que venía a medio camino a través del campo raso, volviendo el rostro hacia atrás. El indio dio un grito mortal de agonía y retrocedió vacilando, paso a paso, su oscuro rostro como una espantosa máscara de muerte, hasta desplomarse. Los emboscados comenzaron entonces a disparar simultáneamente, emitiendo gritos feroces. Los disparos se fundieron en un rugido. Brite abatió al comanche a que había apuntado; luego se apresuró buscando entre los indios que caían, se levantaban, saltaban y se zambullían, otro a quien disparar. Con el rabillo del ojo vio a Pan Handle levantar un revólver, disparar, repetir lo mismo con el otro y así alternativamente. Era rápido, pero certero. Cada una de sus balas daba, sin duda, en el blanco. Los heridos y aterrorizados mesteños rompieron los cabestros y se dispersaron en todas direcciones. El fuego se fue haciendo menos nutrido; luego cesó, siguiendo a continuación un temeroso silencio.

―Creo que todo se ha acabado ―dijo Texas Joe con una risita fría―. Nos los hemos cargado pronto. Están todos en el suelo, y la mayoría muertos.

―El primer indio que gritó se nos escapó ―repuso Pete―. Yo fallé el tiro, y no le he vuelto a ver. Verdaderamente, los hemos acabado en poco tiempo. Yo sé que sólo le di a uno. En este equipo debe de haber algunas punterías mortales.

―Yo conozco por lo menos una.

―Vamos allá, señores; hay que rematar a los heridos ―dijo el cazador, y se levantó para salir de la emboscada. Texas y Pan Handle marcharon detrás, como sin duda habían hecho Holden y Bender. Brite contuvo con la mano a la chica, que parecía pronta a lanzarse detrás de los otros.

―Quédate aquí, muchacha ―dijo él―. Para nosotros ha terminado. Habrá un revoltijo desagradable allá abajo.

―¡Oh! ―exclamó Reddie respirando con dificultad. Echó el rifle hacia delante y se dejó caer de bruces sobre la roca, agitándose como una hoja al viento.

―Reddie, te has portado tan bien que me has hecho sentirme orgulloso de ti ―dijo Brite dándole un golpecito en el hombro―. No desmayes ahora.

―¡Escuche!… ¡Oh, es terrible!

Los conductores machacaban los cráneos de los comanches heridos, acompañando cada golpe de culata con un grito infernal. Brite no miró en aquella dirección. Oyó voces de saludo, que partían de los alrededores de los vehículos, y eran contestados por los hombres que iban con Texas.

―Vamos, Reddie; salgamos al aire libre ―sugirió Brite tirando de ella―. Pero no nos acerquemos a ese matadero.

Ella cogió su rifle y le siguió al campo raso. Una cortina de humo derivaba a lo lejos, descubriendo a la primera víctima de la emboscada, el romanche que había salido, hacia atrás, de la espesura, para ser derribado por el disparo de Reddie.

Texas Joe volvió a paso largo hacia ellos, destocado, el pelo desgreñado, y se detuvo junto al postrado comanche.

―Jefe, usted no ha matado a este indio ―aseguró.

―Te aseguro que sí.

―Miente. Usted tenía un fusil de aguja. Fue Reddie quien lo hizo… ¡Diablo! ¡Le atravesó por la mitad!―. Ascendió hasta donde estaban ellos, con dura y violenta expresión en el rostro y sus ambarinos ojos fijos en Reddie.

―Vaya, no te descuidaste en abrir fuego.

―Texas… No… no podía esperar más. Tenía que matar a aquel indio ―dijo ella con voz cortada.

―Bien, miss Bayne; permítame felicitarla por haber demostrado ser digna de tener por padre un verdadero pionero de Texas.

―Me… me siento como asesina. Pero no me arrepiento. ¡Qué expresiones más crueles tenían! Como lobos famélicos.

―Jefe, si yo me meto a ranchero algún día, me gustaría tener una esposa de la raza de Reddie ―concluyó Texas, con un tonillo satírico en la alabanza.

―Tex, ahí viene Williams con nuestros compañeros ―gritó uno.

―Hash, sólo se nos ha escapado uno ―voceó Smiling Pete―. Les abatimos pronto y de una vez.

―¡Muy bien! Pero nosotros llegamos demasiado tarde… ¡Qué horror! ―exclamó el cazador con voz aguda―. Venid acá con nosotros.

Texas Joe y los otros marcharon en tropel detrás de Williams, que se había vuelto para seguir a los conductores que iban con él. Brite y Reddie se quedaron atrás. La franja de arbolado se fue rarificando hasta dejar pasar el sol al interior de un parquecillo donde se había establecido un campamento. Tres galeras habían sido alineadas para cerrar un espacio triangular. Las ruedas habían sido fortificadas, en forma de barricada, con fardos y lechos de campaña. De ellas asomaban, con una significación ominosa, flechas indias. En primer término yacía, de bruces, un hombre blanco. Una punta de flecha salía de su espalda. Su pericráneo había sido a medias arrancado.

―Pete, nosotros nos deslizamos hacia arriba tan rápidamente como nos fue posible ―explicó Williams―. Pero era demasiado tarde. Creo que llegamos sólo en el último momento.

Brite ordenó a Reddie que se quedara atrás, mientras él seguía a los cazadores. Había visto escenas espeluznantes otras veces, pero no dejaba de producirle una sacudida el renovar aquellas experiencias. Williams sacó dos muertos de debajo de las galeras, y un tercero que todavía tenía vida. Evidentemente, había sido herido de bala, pues no se le veía ninguna flecha en el cuerpo. Abrieron su camisa y descubrieron una herida grave hacia el hombro, lo suficientemente alta como para no interesar el pulmón. La bala le había pasado de parte a parte.

―Me figuro que este hombre vivirá ―dijo Williams prácticamente―. Que uno de vosotros ate un pañuelo sobre esta herida, dándole la vuelta por debajo del brazo… Buscad por todas partes, compañeros. Ésta ha sido una larga refriega. Ved como la sangre se ha secado ya en ese hombre.

―Yo he visto una mujer, justamente cuando nos soltamos contra ellos ―dijo Ackerman, sudoroso y mugriento, moviendo los músculos de la cara―. Dos pieles rojas le estaban dando caza. Yo herí a uno de ellos. Le he visto caer y arrastrarse. El otro le llevó entonces a la espesura.

―Aquí hay una mujer muerta ―gritó Texas detrás del tercer vagón. Sus compañeros corrieron a verificar el hecho. Brite se estremeció al ver una mujer con las ropas medio desgarradas, el pericráneo cortado, colgando, ensangrentada, con medio cuerpo fuera del vehículo.

―Ésa no es la que he visto yo ―gritó Ackerman―. Os lo juro. Aquélla iba corriendo. Tenía el pelo claro. Llevaba una saya listada a cuadros.

―Desplegaos algunos por ahí y buscad ―ordenó Texas Joe.

―Tres hombres y una mujer muertos; este otro que vive todavía ―dijo Williams haciendo el recuento―. Hacen cinco. Con la mujer que vuestro vaquero dice que ha visto suman seis. Debe de haber más. Porque cuando nosotros nos lanzamos contra los diablos rojos, era natural que si alguno de los blancos podía hacerlo echase a correr.

Deuce Ackerman comenzó a correr por el monte, en un estado frenético, gritando: «Salga usted, mujer, dondequiera que esté. Venimos a salvarla».

Pero ni en las galeras, ni en la maleza ni en el arbolado hallaron recompensa alguna de su búsqueda. Deuce partió hacia la orilla del río, que no estaba lejos, y la cubría un bosque de sauces. Allí llamó de nuevo. De repente, dio un grito salvaje y saltó a la orilla, perdiéndose de vista. Texas Joe y otros vaqueros corrieron en aquella dirección. Antes de que llegaran a la orilla apareció Deuce sosteniendo a medias a una chica de pelo claro. Todos volaron entonces al encuentro de Deuce, y Reddie detrás de ellos.

―Vaya, señorita, no tenga miedo ―dijo Ackerman, al detenerse con la joven―. Somos amigos. Hemos matado a los indios. No le pasará nada.

La llevó hasta un tronco, donde la joven se dejó caer, reclinando la cabeza contra su hombro. Parecía tener unos dieciséis años. Sus grandes ojos azules sobrecogidos de horror miraban fijamente a los hombres. Algunas pecas brillaban en su rostro, que cubría una palidez mortal.

―¿Está usted herida, jovencita? ―preguntó Williams con ansiedad.

―No… no sé… Creo… que no ―contestó ella con voz desmayada.

―¿Cuántos había en su compañía?

―Seis ―susurró ella.

―Hay un hombre vivo. Tiene una barba negra. Creo que vivirá.

―¡Mi padre! ¡Oh, gracias a Dios!

―¿Cómo se llama usted?

―Ann Hardy. Mi padre es… John Hardy, íbamos de paso para Fort Still, para incorporarnos allí a una caravana de galeras… Los indios nos habían atacado… durante varios días… Luego nos dejaron… Tuvimos que detenernos, a causa de la riada… Y hoy volvieron los indios.

―¿Es su madre la mujer?

―No, señor.

―Bueno, por ahora basta ―concluyó Williams―. Será mejor que no perdamos más tiempo; hay que llevar a la chica y al padre al campamento. Id algunos en seguida. Llevad a la chica. Yo me quedaré con Pete y unos tres más. Haremos lo que podamos por Hardy y lo llevaremos después. Luego, si todo marcha bien, podemos regresar aquí, enterrar a los muertos y ver lo que hacemos con este equipo.

―Yo la pondré en mi caballo ―dijo Ackerman Venga, miss Hardy… Apóyese en mí.

―Usted me ha salvado la vida ―repuso ella fijando intensamente sus ojos en él―. Estaba a punto de… tirarme al río.

―Bueno es lo que bien acaba ―continuó Deuce con una risita nerviosa―. Usted y su padre han tenido suerte, a pesar de todo… Vamos, tenemos una chica en nuestro equipo… Aquí está… Reddie Bayne.

―¡Oh, pobrecita! ―exclamó Reddie rodeando a la chica con el brazo―. Pero ahora está usted a salvo con nosotros. Éste es el equipo de Brite. Y hay buenos peleadores en él. Texas Jack, Pan Handle y aquí Deuce Ackerman. Malos hombres los tres, querida, pero es bueno tenerlos de nuestra parte cuando hay que vérselas con ladrones de ganado o con pieles rojas.

Deuce y Reddie llevaron a la chica sendero arriba, seguidos por Brite, Texas Joe y los otros vaqueros que no se quedaban con Williams. El sendero se extendía entre el río y el lugar donde los comanches habían encontrado la muerte. Texas y Holden marcharon de frente, a buscar los caballos. Deuce puso a la chica en su silla, y montó detrás de ella. Minutos después llegaban a un grupo de árboles que les era familiar. Pero Brite no lo reconoció.

―¡Oh, que el demonio me…! ―vociferó Texas Joe de súbito, deteniéndose. Tan formidable reniego en estas circunstancias no podía indicar sino algún desastre.

―¿Qué te pasa, Tex?

―Abra los ojos, jefe. Aquí está el campamento y nuestra galera. Pero ¿dónde está Moze y adónde han ido nuestro ganado y nuestros caballos?

―¡Perdidos! ―exclamó Reddie.