V

Texas Joe parecía irse comprimiendo. Soltó tan súbitamente a Reddie, que ella se dobló y estuvo a punto de caer, con la mano en el cuello de su blusa.

―¡Mala peste te dé! ―jadeó Texas, mientras su pálido rostro se tornaba rojo―. Haciéndote pasar por un chico… ante todos… y dejando que yo te pegara, y…

―¡Dejar que usted me pegara! ―le cortó Reddie con el rostro más encendido que el suyo―. Bruto de los diablos. ¿Qué iba a hacer si no pude evitarlo?

―¡Y todos estos reniegos en el campamento, y este lenguaje indecente ante una mujer…! ¡Santo Dios! ¡Ha hecho usted algo terrible, miss Reddie Bayne!

―Me lo figuro; pero han sido esos malditos hombres como él los que me han impulsado a hacerlo ― declaró Reddie, con pasión, señalando con mano temblorosa el cadáver de Wallen.

Con esto, Texas Joe pareció darse cuenta del lado trágico de lo que había ocurrido. Separándose bruscamente de la chica, enfundó su revólver y echó una sombría y extraña mirada al muerto.

―Que lo registre uno de vosotros ―dijo con voz fría y cortante―. Luego, arrastradlo hacia allá y echadlo al río… Vamos ahora a ver qué hay por ahí. Salgamos de esto.

―¿Adónde vas, Texas? ―dijo Brite, al tiempo que partía el otro.

―Coja mi caballo ―gritó Reddie, al mayoral.

Pero Texas Joe no prestó atención a ninguno de ellos. A poco, había desaparecido entre la maleza. Se aflojó entonces la tensión en que estaban los que rodeaban el fuego del campamento Reddie se dejó caer, sentada, como si le fallaran las piernas.

―He visto matar a otros hombres, pero… nunca por mí ―murmuró―. Me siento como… una asesina.

―Tonterías, Reddie ―dijo Brite bruscamente―. Yo mismo le hubiera tirado, de no haberlo hecho Texas… Pan Handle, ¿has visto que uno de los jinetes de Wallen montaba un caballo mío?

―No, jefe, no. Pero yo no tenía ojos sino para Ross Hite.

―Pues es la verdad. Cuando compré aquel hato de ganado, me fijé en un pequeño bayo de cara blanca. No se me despintan los caballos cuando los he mirado una vez. El equipo de Wallen nos robó parte de la remuda de esta mañana.

―Jefe, yo no conozco a Wallen; pero puedo decir que venía en mala compañía ―dijo Pan Handle.

―Ah, ¿conoces a Ross Hite? ―continuó Brite.

―Un tanto. Era un comprador de ganado en Abilene. Pero efectuó algunos negocios turbios, y tuvo que poner los pies en polvorosa. Me sorprende, sin embargo, hallarle robando unos cuantos caballos. Supongo que eso lo harían de paso. Acaso prepare algo gordo en este sendero de Chisholm.

―¡Hum! Puede que Hite se halle a la cabeza de este nuevo juego ―declaró el jefe seriamente―. Los conductores de ganado pierden a veces la mitad de sus manadas a manos de los salteadores. He oído que uno perdió hasta la última res.

―Texas Joe debió de hacerle a Hite lo mismo que a Wallen. Bite nos va a dar quehacer en el camino ― dijo Smith en tono sombrío.

En el entretanto, Ackerman, Whittaker y San Sabe habían sacado el cadáver del campamento.

Regresaron entonces con su revólver, cinto, espuelas, un enorme reloj de plata y una pesada cartera.

―Jefe, abra eso ―dijo Ackerman entregándole la cartera―. Iba bien equipado el tío.

Brite halló la grasienta cartera llena de billetes.

―Ah, debe de haber robado un Banco ―declaró el jefe, asombrado―. Aquí hay cientos de dólares. ¿Qué vamos a hacer con ellos?

―¿Qué cree usted? ―preguntó Deuce Ackerman con sarcasmo―. ¿Quiere usted que vaya a buscar el equipo de Wallen y entregue el dinero a sus compañeros?

―No. Sólo estaba pensando… Lo guardaré, y lo repartiré entre vosotros al fin del viaje. Será una buena propina.

Los conductores acogieron entusiásticamente esta decisión. Brite guardó el dinero en el saco de su montura y, puso los otros artículos de Wallen en la galera.

―¿Habéis visto dónde hirió Texas Joe a Wallen? ― preguntó Pan Handle Smith con curiosidad.

―Desde luego. Justamente en el centro del bolsillo izquierdo del chaleco. La bala atravesó su bolsa de tabaco.

―Tiro bastante certero, para haber sido dado tan rápidamente ―continuó Smith, pensativo―. Ese Texas Joe tiene una puntería que da gusto.

Brite conocía este peculiar interés del proscrito hacia la pericia de los demás. Repuso que el ganadero que le había recomendado a Shipman había mencionado aquella cualidad.

―A comer pronto, muchachos ―continuó Brite―. Tenemos que estar preparados.

Todos, menos Reddie Bayne, respondieron a esta sugerencia con presteza. Reddie estaba sentada con la cara oculta entre las manos, sus bucles rojos al aire. Hacía una hermosa y patética figurita, que Brite observó no pasaba inadvertida para los cautelosos vaqueros. Deuce Ackerman la miró varias veces, hasta que por fin se sobrepuso a su perplejidad.

―Vamos, Reddie, no lo tomes tan a pecho ―dijo obsequiosamente―. Si nosotros podemos soportarlo, también tú. Ahora sabemos que eres una chica, y si puedes pasar por alto nuestro… nuestro…

Deuce se interrumpió aquí, manifiestamente incapaz de hallar frases con que expresar su vergüenza por las palabras y el comportamiento que había empleado ante una mujer. Reddie respondió a esto instantáneamente, levantándose y yendo hacia la galera, su pálida mejilla teñida por el rubor.

―Gracias, Deuce ―repuso ella sobreponiéndose valientemente a su confesión―. Pero no tenéis que apenaros por eso… Texas fue el único que lastimó mis sentimientos… Me alegro de no tener que montar bajo falsa bandera en lo sucesivo.

Whittaker le sonrió:

―A mí no me duele decirte ahora que yo estaba enterado de todo, desde el principio ―dijo despacio.

―¿Quéee? ―repuso Reddie, alarmada.

―Reddie, no hagas caso, es un maldito embustero ―intervino Deuce, violentamente―. Whit, tú no puedes hacer eso con ella. ¿Verdad, Sabe?

Pero San Sabe no salió por ninguno de los dos; prefirió seguir callado. Moze volvió sus grandes ojos de buey hacia Reddie.

―Usted nos ha engañado a todos, miss Reddie; de eso no hay duda ―dijo meneando la cabeza―. ¡Así, que es usted una chica! Vaya, yo me alegro de que vaya una dama en nuestro equipo.

―¿Se da por supuesto que nosotros vamos a seguir tuteándote, Reddie? ―preguntó secamente Pan Handle, fijando en ella sus penetrantes ojos.

―Claro…, desde luego.

Pronto habían terminado su rápido almuerzo, ensillaron, y partieron a ejecutar su faena diurna. Yendo hacia el río, Brite descubrió el sitio donde los vaqueros habían arrojado el cuerpo de Wallen. No se habían tomado siquiera el trabajo de echarle un puñado de la suave tierra de la orilla encima. Acaso creyesen que la banda de Wallen regresaría, y al propio Brite le pareció probable. Éste era el primer suceso trágico ocurrido en su equipo desde que el viejo conducía manadas. Parecía un mal augurio para este viaje. Pero él no podía esperar que la suerte le favoreciera siempre excepcionalmente. En sus oídos zumbaban las historias de malos tropiezos ocurridos a conductores de manadas. Brite fortificó su ánimo. Esa mañana se sentía un cambio sutil en la emoción y el sabor de la conducción de ganado. Tendió la vista por sobre la extensión rosada y purpúrea de la llanura con una expresión de dureza, sensible a algo más que al encanto de la Naturaleza.

La manada iba bien dirigida, se movía, visiblemente, a varias millas de distancia. Reddie y Pan Handle habían partido hacia el Este tras la remuda, alcanzándola. Brite montó hacia la cima de la loma más alta que había a su alcance, e hizo su reconocimiento matinal. La atmósfera era clara. Lejos, hacia el Sur, a unas veinte millas, una línea negra y baja rayaba la llanura gris. Búfalos o ganado: Brite no pudo decidir. Pensó que ojalá fueran búfalos. Más allá, la extensión purpúrea se hinchaba en olas, y al Oeste, las sombras esqueléticas de las colinas penetraban la bruma. Los ciervos, las liebres y los coyotes parecían multiplicarse aquella mañana.

Finalmente, Brite partió al trote detrás de los jinetes que habían dado alcance a la manada. Uno de ellos guiaba un caballo ensillado, pero sin jinete, destinado sin duda a Texas Joe, que iba a pie. Hacía varias horas que Brite no veía el pelo a su mayoral; pero cuando al fin le vio, iba de nuevo a caballo.

Las millas fueron pasando lentamente hacia atrás, y cuando Shipman hizo alto para acampar, el sol hundía ya su disco, teñido de un rojo oscuro, sobre el horizonte occidental. El recorrido de aquel día sumaba unas quince millas, tirada bastante larga para una manada que iba paciendo sobre la marcha. A media tarde habían cruzado un arroyo, lo cual resultaba bueno para el ganado, pues éste era un campamento árido. La hierba, lozana, y los restos de búfalos abundantes. Moze detuvo la galera al abrigo de un macizo de roca, que era el único relieve de la llanura. Brite terminó sus tareas, y luego recogió restos de búfalos para el fuego. Hasta que el manto del crepúsculo hubo cubierto la sabana, sus ojos no dejaron de mirar hacia el Sur.

Texas Joe no entró en el campamento hasta que el equipo nocturno se había ido a montar la guardia. Se mostró silencioso y taciturno, con aquel aire de lejanía que Brite había advertido en otros hombres que habían quitado recientemente una vida humana. Texas comió solo, arrodillado junto al fuego. Brite le observó varias veces así arrodillado, con la taza en la mano, inmóvil, el pensamiento lejos de allí. Rolly Little, Ben Chandler y Roy Hallett dieron muestra de conocer el hecho maravilloso de que el equipo de Brite incluyese ahora una jovencita, que no sólo era muy guapa, sino romántica y sugestiva. Eran ya un trío distinto. Excitados, alegres, decididamente ajustados a los buenos modales, a Brite le divertía contemplarlos. Ni una sola vez les oyó Brite mencionar la muerte de Wallen. Aquello parecía olvidado. Rolly fue el único de los tres que tuvo el valor de hablar directamente a Reddie. Ben la miraba furtivamente, mientras Roy hablaba en voz alta, casi jactanciosamente, singular transformación en este muchacho.

El cambio más señalado y agradable pareció operarse, sin embargo, en Reddie Bayne. Por primera vez se portaba con naturalidad; ya no salía ni entraba como a hurtadillas y apresuradamente en el campamento, con su viejo sombrero calado hasta los ojos. Ni siquiera lo llevaba puesto, y bastaba una mirada a su linda cabeza para cerciorarse de que había alisado sus rizos dorados. ¿Dónde había hecho aquello?, se preguntó Brite. Después de la cena; ayudó a Moze en sus labores, aparentemente sin prestar atención al ruidoso trío que rodeaba el fuego, bien que un fino observador hubiera descubierto que no perdía una palabra. Más de una vez dejó escapar una mirada furtiva en dirección al lugar por donde Texas Joe había desaparecido. A continuación, sacó su rollo de lona de dormir de la galera, y estaba a punto de echársela al hombro cuando los tres vaqueros se agolparon a la vez hacia ella. Rolly fue el más rápido.

―¿Dónde quieres que te la tienda, Re… miss Reddie? ―preguntó.

―Gracias. Pero déjamela a mí ―repuso Reddie llanamente―. Escucha, yo he venido tendiendo mi lona todas las noches hasta ahora, ¿verdad? ¿Por qué no he de hacerlo también hoy?

―Bueno, usted sabe, miss Reddie, usted…, nosotros… Ahora no es lo mismo.

―¿Ah, no? ¿Y por qué no?

―¿Usted sabe? La situación aquí… Nosotros lo hemos estado hablando. A usted le basta con guiar la remuda. Nada de seguir ensillando, desenrollando lonas, recogiendo leña, acarreando agua ni otras cosas por el estilo. Nosotros haremos eso por usted.

―Eres muy bueno, Rolly. Pero aguarda hasta que yo me canse, por favor. ¿Lo harás?

Con lo cual, levantó su rollo de lona y marchó significativamente con él hacia el lugar donde Brite habían desenrollado el suyo. Cuando ella hubo hecho lo mismo, fue a sentarse junto al jefe.

―Tengo dolor de estómago ―le dijo confidencialmente―. Y este extraño malestar me llega aquí ―añadió poniendo la mano en el seno y oprimiendo la parte superior.

―Comprendo, Reddie. Lo que ocurrió esta mañana… Bueno, yo lo estoy echando en olvido. ¡No hay por qué pensar más en eso!

―¡Ah! He pensado tanto que me arde la cabeza ―declaró Reddie―. Mr. Brite, estos vaqueros están ahora un poco raros. ¿Ha notado que desde que se descubrió…?

―Creo que sí. Desde luego que tiene que parecerles raro ―repuso Brite―. No es corriente que vaya una chica con los conductores de manadas. Y seguramente que va a ocurrir algo más que esta extrañeza.

―Mucho me lo temo. ¿Qué piensa usted?

―Pienso que eres una chica muy linda, y que eso va a traer complicaciones.

―¡Santo Dios!… Así lo creo. Pero, Mr. Brite, ellos son buenos chicos. Yo… les tengo simpatía. No tengo miedo. Lograré dormir. Éste es el equipo de hombres más agradables con que he trabajado hasta ahora.

―Vaya, Reddie; ése es un cumplimiento hacia todos nosotros. Gracias por ello. Apuesto a que a los muchachos les gustaría oírlo. Se lo diré.

―No puedo borrarme de la cabeza lo que pasó esta mañana ―susurró ella―. ¿No fue terrible lo que hizo?

―¿Quién? ¿Wallen?

―¡Wallen! No…, ése no hizo más que… Me refiero a Texas Joe… Parecía una fiera. Apenas me había recobrado de la sorpresa cuando le hizo fuego. En un abrir y cerrar ojos. En el momento que confesé que era una chica… y que Wallen me perseguía… ¡Oh! ¡Le mató! He rogado a Dios que algún jinete hiciese eso mismo. Pero cuando estuvo hecho, me sentí enferma. Se me coaguló la sangre… Y sin embargo, fue peor aún cuando Texas me cogió por el cuello y casi me levantó en peso… «¡Así que tú eras una chica todo este tiempo, todo este tiempo!», me gritó. No lo olvidaré jamás.

―Sí, Reddie, sí; lo olvidarás ―repuso Brite con voz suavizante―. Tex me dejó frío también a mí. ¡Caramba! ¡Con qué rapidez derribó a esa mala hierba…! Hasta a Pan Handle le llamó la atención… Olvídalo, Reddie. Me figuro que tendremos muchos otros tropiezos en este viaje.

―Pero Mr. Brite ―balbució ella ―, yo tengo la idea de que Texas Joe pensó que Wallen había…, que yo era una… una… una tunanta.

―¡Reddie! Estoy seguro de que no ha pensado nada de eso ―repuso Brite prontamente.

―Sí, lo ha pensado. ¡Lo noté en su mirada! Estuve a punto de caer al suelo… Mr. Brite, yo… yo no podría seguir en su equipo si él creyera que yo soy una mala chica.

―Lo que le ocurrió a Tex fue que se sobrecogió por la sorpresa. Lo mismo que yo y que todos nosotros. Reddie, esto no ocurre todos los días…, que una preciosa muchacha caiga en nuestro equipo como venida del cielo. Ya ves, Tex te ha echado juramentos, y te azotó aquella vez, tocándote familiarmente con sus manos, sin tener la menor idea de que fueses sino lo que aparentabas. Está tan avergonzado que no se atreve a mirarte.

―Es usted muy amable en decir esto, míster Brite ―continuó Reddie―. Quisiera poder creerle. Pero no puedo. Y no puedo tampoco preguntarle a él. Eso es lo peor.

―¿Preguntarle qué?

―Si cree que yo soy mala.

―Me figuro que Tex se sentiría herido al descubrir que tú crees que él sea capaz de tener malos pensamientos acerca de ti. Pero pregúntale. Así se acabarán las dudas.

―Pero si no puedo, míster Brite. No puedo indignarme contra él, no importa lo que piense de mí. ¡Porque él ha matado a un hombre por mí! Porque él me ha salvado de algo peor que un infierno… y de verter mi propia sangre.

―Reddie, tú estás muy nerviosa ―replicó Brite, emocionado, al ver su rostro convulso y pálido y sus ojos ardorosos―. Vete a dormir. Por la mañana te sentirás mejor.

―¡A dormir! ¿Y quién asegura que ese Hite no se colará en el campamento, acuchillándolos a todos ustedes y huyendo conmigo?

Esta pregunta sorprendente forzó a Brite a reconocer el hecho de que no había mucho con que oponerse a tal catástrofe. Se necesitaban demasiados hombres en la guardia. Esto dejaba reducida casi a la impotencia la fuerza del campamento.

―Reddie, eso es exagerar un poco las cosas ―dijo Brite.

―Se ha hecho algo semejante cerca de Braseda. Lo he oído contar.

―Yo tengo el sueño ligero, Reddie. Ni aun los comanches lograrían sorprenderme.

Reddie sacudió su rizada cabeza como si no quedara convencida.

―Es bastante doloroso el ser una chica en la ciudad ―dijo―. Aquí en el sendero es un infierno.

―No lo sabe nadie más que el equipo de Wallen. Y éstos no volverán a medirse con nosotros. Ve a acostarte, Reddie, y duerme.

Brite se acostó, y se quedó despierto, pensando. Esta joven extraviada de las sabanas había destemplado cierta cuerda en la vida de los conductores de manadas. Era un inconveniente, un riesgo, llevarla con ellos. Pero Brite no podía admitir la idea de abandonarla. El hecho de que Reddie fuera un jinete fuerte, experto y resistente, tan capaz de conducir caballos como si fuera un hombre, no alteraba los factores. Era una mujer, y una mujer cada vez más atractiva. Era imposible evitar que los jinetes no se dieran cuenta de este hecho seductor; de un modo característico los jóvenes tejanos en particular y todos los jóvenes en general. Se enamorarían de ella. Se pelearían por ella. Sin embargo, supongamos que lo hicieran: Brite no se rendiría al desaliento. Se negaba a admitir que la juventud, la belleza, el romanticismo pudieran privarle de la eficacia de un grupo de conductores de manadas. Por otro lado, ellos se pondrían a la altura de las circunstancias. Aquel espíritu indomable y atrevido ardería en ellos con más calor y los haría tanto más invencibles. No; Reddie Bayne no era un inconveniente, sino una fuerza en esta empresa. Brite se sintió satisfecho de esta premisa, y cuando llegó a la conclusión, comprendió que la huerfanita había ocupado en su corazón un lugar que hasta entonces estuviera vacío.

Los acontecimientos del día no habían sido favorables a un sueño reposado. Brite permaneció despierto hasta que cambió la guardia a medianoche. Reddie Bayne estaba también despierta.

―Jefe ―dijo ella―. Voy a echar un vistazo a mi remuda.

―Vamos. Yo iré contigo.

Ackerman trajo los caballos de relevo e informó que no había novedad y que la manada se había sosegado. La luna, en su último cuarto, estaba a poca altura sobre el horizonte. Unos relámpagos que cruzaron detrás de las sombras y unas nubes alargadas al oeste anunciaban calor y tormenta.

De camino, se toparon con Texas Joe; pasó a su lado a galope, saludándoles ásperamente.

―¡No se separen uno del otro, cuidado!

Brite oyó que Reddie murmuraba algo para sí. ¡Con qué ojos miraba a aquel jinete oscuro que galopaba a través del llano iluminado por la luna! Hallaron los caballos en sosiego; sólo unos cuantos triscaban la hierba. Ésta se levantaba a la altura de la rodilla. A lo lejos, un gran parche cuadrado y negro interrumpía la superficie plateada de la sabana; era la manada de cornilargos. La voz de San Sabe cantaba un triste estribillo vaquero. Los demás guardas permanecían en silencio. Brite y Reddie trotaron dos veces en torno a la manada; finalmente, paseando sus caballos, tornaron hacia el campamento. Reddie parecía inclinada a guardar silencio. Varias veces intentó Brite trabar conversación, sin lograr extraer más que monosílabos a la joven. Se fueron a dormir, y Brite durmió hasta la salida del sol.

Aquel día no ofreció ningún acontecimiento. Shipman recorrió por lo menos doce millas. Brite observó que su mayoral se volvía con frecuencia hacia el Sur, mirando larga y atentamente. Pero no ocurrió nada, y la noche fue también tranquila.

Al día siguiente vio una disminuida ansiedad en el equipo. Ross Hite no les había pasado durante el día; de esto estaban seguros. Una benigna tronada les alcanzó al siguiente, y los cuernos húmedos y brillantes del ganado y el olor húmedo de la tierra sedienta eran agradables.

El río Coon, la ciénaga de Búfalo, la planicie de Hackberry, las praderas y, noche tras noche, pasadas en campamentos anónimos, llevaron a los conductores a mediados de junio. Los búfalos empezaron a surgir en líneas irregulares al comienzo de las praderas, al Oeste. Algunos jinetes hostiles pasaron a distancia. Brite comenzó a pensar que la buena suerte protegía a su manada, y se olvidó de lo pasado.

Entre tanto, con excepción del lejano Texas Joe y de Pan Handle, el equipo había venido a ser una familia feliz. Reddie Bayne había ejercido hasta entonces una influencia favorable. La rivalidad que se despertaba en su favor, con ánimo de servirla en cuanto ella permitiera, no carecía de espíritu amistoso, a pesar de su intensidad. La sonrisa brotaba con frecuencia de su bello rostro. Mejoraba visiblemente con tan agradables relaciones. Y llegó un día en que Brite decidió que la adoptaría por hija, si uno de estos vaqueros no lograba hacerla su esposa. A pesar de la estrecha vigilancia que Brite mantenía sobre ella, no descubrió que ninguno le hiciera seriamente la corte. Ninguno de ellos tenía jamás ocasión de hallarla sola. ¿Ocurría así por accidente, o bien era que Reddie tenía la habilidad de preparar las cosas de aquel modo?

No obstante, en lo que tocaba a Texas Joe, parecía haber fuego en rescoldo. Él la miraba de lejos con ojos muy atentos. Y Reddie, cuando se figuraba que no la observaban, dejaba escapar su mirada soñadora en dirección a Texas Joe. Como mayoral, él tenía la responsabilidad de la manada, y ésta, noche y día, era su obsesión. Pero de todos modos, seguía perceptiblemente los pasos de sus jinetes. Joe rara vez se dirigía a Reddie; jamás volvió a darle una orden. A veces le decía a Brite que le mandara hacer esto o lo otro con la remuda. En el campamento, evitaba en lo posible encontrarse con ella. Parecía un jinete cansado, melancólico y reconcentrado.

Brite observó el efecto de esta esquivez sobre Reddie. Ella había recobrado su naturalidad, y la indiferencia del mayoral picaba su amor propio. Reddie no perdía nunca ocasión de demostrar su impaciencia acerca del mayoral cuando hablaba con Brite. El orgullo y la vanidad habían despertado con la rivalidad de los vaqueros. A pesar de su astroso traje masculino, ya no podía ser tomada sino por lo que era. Parecía inminente algún acto culminante. Brite tenía su elegido, como pretendiente de Reddie; pero les tenía afecto a todos. Habían respondido calurosamente a su influjo. Si ella mostrara alguna preferencia, acaso se desataran los celos. Pero hasta ahora, todos eran sus hermanos, y ella se sentía feliz, salvo cuando Texas Joe proyectaba su poderosa personalidad y su inquietante presencia sobre el escenario.

Un día, al caer de la noche, todos los jinetes, salvo tres, se hallaban en el campamento establecido junto al río Blanco, y Texas Joe era de los presentes. Había sido un día fácil hasta la hora de cruzar el ancho río, cuando ciertos errores, cometidos particularmente con la remuda, habían enojado al mayoral. Transmitió a Reddie una de sus órdenes circulares por medio de Ackerman. Habían terminado de cenar, y Joe estaba a punto de llamar la guardia nocturna. De súbito, Reddie se volvió resentidamente hacia Joe.

―Deuce, no oigo lo que dices ―dijo ella con voz penetrante―. Si Mr. Shipman tiene alguna orden que darme, que me la dé a mí.

Ackerman no tardó en traducir esto a sus propias palabras, en bien de Joe y de todos. Pero, en verdad, no hubiera sido necesario.

―Yo doy las órdenes como a mí me parece, miss Bayne ―dijo Texas.

―Desde luego. Pero si usted tiene algo que mandarme a mí, dígalo directamente, y no por medio de otra persona.

―Bueno, pues la despediré a usted cuando lleguemos a Fort Worth ―continuó Joe fríamente.

―¡Despedirme! ―exclamó Reddie, asombrada y furiosa.

―Como usted lo oye, señorita.

―Entonces tendrá que despedir a todo su maldito equipo ―declaró Reddie, acalorada―. ¡Habría que ver! Sin haber cometido una sola falta… Decídselo vosotros, muchachos. Deuce, Roy, Whit, Rolly…, decídselo.

Se hicieron observaciones amables e indiferentes, tendentes a avalar la veracidad de la declaración de Reddie.

―¡Vaya! ¡Qué pandilla más indecente! ―exclamó Joe con disgusto―. Less Holden, mi compañero, ¿también tú estás de acuerdo con ella?

―Desde luego, Tex ―repuso Lester con una carcajada―. Sin Reddie no hubiéramos podido conducir el ganado.

―¡También tú! ―exclamó Texas, profundamente mortificado y confundido.

―Oiga, ¿qué clase de mayoral es usted que da órdenes a su conductor de caballos por medio de una tercera persona? ―saltó Reddie despectivamente―. Yo estoy en este equipo. Gano sueldo. No puede usted pasarme por alto.

―¿No, eh? ―gritó Texas, con rabia incontenible. Era evidente que no. Y más evidente todavía que algo inexplicable y furioso se operaba en él.

―No. No puede usted… de aquí en adelante ―continuó Reddie rompiendo su reserva―. Al menos sin insultarme, Texas Jack Shipman.

―Deje de llamarme Texas Jack ―gritó el conductor.

―Pronto le llamaré algo peor. Y le diré ahora mismo que de todos los vaqueros engreídos y tiesos que he conocido usted es el más endiablado. Es usted demasiado orgulloso para hablar con un pobre ser inferior como yo. Así, que me da órdenes por medio del jefe, o de uno de los vaqueros, o aun del propio Moze. Y yo quiero que se pongan las cosas en su lugar, Tex Shipman.

―Jefe, ¿tengo que aguantar todo esto? ―apeló Joe volviéndose, avergonzado, hacia Brite.

―Bueno, Tex, me figuro que no; pero yo, en tu lugar, lo aguantaría y listo ―aconsejó Brite en tono conciliador.

Apoyada así por su jefe, Reddie dio rienda suelta a las complicadas emociones que le oprimían. Saltando como un gato, se acercó a Texas Joe y alzó la vista hacia él, los ojos llameantes, agitado el seno por la respiración.

―Puede usted decirme ahora aquí, a la vista de todos, por qué motivo me trata usted como si fuera un trapo ―demandó ella secamente.

―Se equivoca usted de nuevo, miss Bayne ―dijo Texas lentamente―. Se halaga usted a sí misma. No he pensado en usted en absoluto; eso es todo.

Esto les pareció a todos una solemne mentira. A todos salvo a la joven pálida a quien iba dirigida.

―Tex, Shipman, usted ha matado un hombre por mí, pero acaso no haya sido por mí en particular. ¿Hubiera hecho usted aquello por cualquier mujer…, buena o mala?

―¡Cómo! Seguramente que sí.

―Y usted tenía sus dudas acerca de mí en aquella ocasión, ¿no es cierto, vaquero?

―Sí, tal vez sí… Y todavía las tengo ―continuó Texas vacilando. Tenía dudas acerca de sí mismo, y la situación debía de ser amarga para él.

―¡Ya me lo suponía! ―dijo Reddie rápidamente, enrojeciendo intensamente―. Vengan, pues, esas dudas, si no es un cobarde… En primer lugar, usted cree que yo soy una mala chica, ¿no es así?

―Bueno, si tiene tanto interés, le diré que no creo que sea usted precisamente muy buena.

―¡Oh! ―exclamó ella con voz punzante. Luego soltó la mano derecha y le dio en la cara, repitiendo la bofetada con la izquierda.

―¡Escuche! Usted ha comprendido mal ―gritó Texas, súbitamente horrorizado de la interpretación que ella había dado a su maligna respuesta; y retrocedió ante la llameante acometida de la joven. Pero era demasiado tarde. Reddie se sentía excesivamente violenta y ofendida para comprender lo que era claro para Brite, y sin duda para los vaqueros, que escuchaban con la boca abierta.

―Debería matarle por eso ―murmuró Reddie ―, y por Dios que lo haría si no fuera por Mr. Brite. ¡Oh, ya sabía yo que me tenía usted por una tunanta!… Aquel Wallen había… El diablo le lleve a usted, Shipman. ¡No sabe usted reconocer una chica decente cuando se encuentra con ella! Hacía falta decírselo. Y yo se lo digo… Wallen era un canalla. Y no fue el único que me obligó a abandonar un empleo. Todo porque yo quería ser decente… ¡Y yo soy decente, y tan buena como su propia hermana, o la hermana de cualquiera, Tex Shipman! ¡Pensar que tenga que decírselo a usted! Debería hacerlo con un revólver o con un látigo.

De pronto, se interrumpió y comenzó a sollozar.

―Y ahora, puede usted irse al infierno, Tex Shipman, con sus órdenes y con… lo que piense de mí. No tiene ya más valor para mí que un trapo.