XIII

Desde lo alto de una interminable cuesta, Brite y Reddie miraron a lo lejos hacia el lugar de donde partían gritos de alegría. Varias millas hacia abajo, en el verde valle, un inmenso parche de colores se movía sobre la pradería. Era la gran manada nuevamente reunida, la punta afilada hacia el norte y el ancho extremo posterior tendido de oriente a occidente.

―¡Oh, ese vaquero! ―exclamó Reddie, maravillosamente agitada. No necesitaba decir más.

Brite halló que el silencio era su mejor tributo. Los vehículos y la remuda aceleraron la marcha por la pendiente. Pronto hubo cedido el frescor de la mañana al calor del mediodía, y cuando llegaron al ondulado piso del valle, para encontrarse con los reflejos de la arena movediza, caballos y jinetes sufrieron severamente.

Pasado aquel árido lugar, una suave y regular eminencia se extendía en forma de ola hacia el horizonte, donde asomaban colinas borrosas. La hierba se hizo de nuevo abundante, y hacia el final de la tarde la manada pareció haberse detenido a la entrada de un terreno de pasto donde un fleco de sauces significaba la presencia del agua.

La caravana de Brite fue llegando a su debido tiempo. El ganado se había aglomerado en una pradera que seguramente podría darles alimento para toda la noche, pero a esta hora los animales estaban cansados, y sólo unos pocos se ocupaban de pacer.

Reddie apartó la remuda hacia un recodo del arroyo. Brite continuó de frente hasta la entrada de los pastos, donde Moze había hecho alto. Sólo dos conductores permanecían con la manada, uno a cada lado, solitarios y doblegados sobre sus sillas. Una multitud de árboles bajos y dispersos ofrecían bastantes buenas condiciones para un campamento. Todos los demás conductores habían desmontado. Brite se apeó y empezó a rondar por el arbolado con las piernas entumecidas hasta que vio a Pan Handle y Texas Joe a un lado bajo un árbol.

El corazón de Brite se contrajo cuando vio a Joe acostado con una venda ensangrentada en la cabeza.

Oyó que Pan Handle decía:

―Tex, parece que lo que haces es una villanía. No es lícito…

―En el amor y en la guerra, todo es lícito. Estoy loco por ella y me figuro que no le importo un…

―Aquí viene el jefe ―interrumpió Pan Handle, en tono de advertencia. Brite había oído bastante, sin embargo, para darse cuenta del juego del astuto vaquero. Resolvió ocultar su sospecha.

―Tex, hijo mío, espero que no estarás herido de cuidado ―prorrumpió, con alarma, acercándose a toda prisa.

―A punto de irme al otro lado, jefe.

―¡Santo Dios! Hombre, esto es terrible. Dejadme ver.

―Que venga Reddie pronto ―repuso Texas, con voz pavorosa.

Reddie estaba desensillando su negro al otro lado del campamento. Ella oyó la llamada de Brite, pero no parecía inclinada a darse mucha prisa. Su rostro se volvió hacia ellos.

―Convendría que yo vaya a prepararla, Tex ―dijo, Brite, concibiendo una idea leal en favor de la chica.

―Tráigala pronto ―gritó Texas cuando Brite hubo dado la vuelta.

Brite no tardó en llegar adonde estaba Reddie, y cuando ésta se volvió le causó asombro hallarla pálida y temblando.

―¡Papá, ya lo he visto!… ¡Tex ha sido herido! ―susurró sollozando―. Por el amor de Dios…, no me diga que…

―Reddie, ese maldito vaquero no tiene la menor cosa ―replicó Brite―. Aparece ensangrentado. Pero tengo sospechas de que lo que intenta es atemorizarte a ti.

El rostro de Reddie cobró color, y al irse dando cuenta, el terror desapareció de sus ojos señeros.

―¿Verdaderamente, papá? ―preguntó ella con voz tomada.

―Lo juraría.

Ella reflexionó un momento; luego se irguió de pronto, animosa.

―Gracias, papá. Su sospecha me ha librado de una terrible angustia.

―Niña, anda y mírale las cartas a ese tramposo vaquero.

―¡Fíjese en mí! Venga corriendo ―repuso ella, y voló hacia donde yacía el mayoral. Brite marchó tras ella lo mejor que pudo, y llegó justamente a tiempo de ver a Reddie caer de rodillas con un grito de dolor.

―¡Oh, Pan…, ha sido herido! ―exclamó ella en tono horrorizado.

Pan Handle confirmó esto con una sombría inclinación de cabeza. Texas yacía con la venda amarilla y ensangrentada que le cubría la frente, y llegaba justamente a taparle los ojos. A pesar del diablo que había en él, acaso no pudiera permitirse exponerlos a la mirada de Reddie.

―Sí, Reddie, estoy herido ―dijo él arrastrando las palabras, en un ronco susurro―. Pero no importa. Pan y yo hemos librado la manada.

―¡Pero, Jack!… ¡Jack!… Tú no…, no… ―sollozó ella con un acento tan bien fingido que debió de embelesar al amante.

―Creo que… todo… ha… terminado para mí.

―¡No, morir no!… ¡Jack! ¡Oh, Dios mío!

―Sí, muchacha. Voy a morir… Aquí en esta estepa solitaria.

―¡Jack querido! ―exclamó ella, en tono plañidero, cubriéndose el rostro con las manos y balanceándose sobre él.

―¡Ah!… ¿Lo sentirás mucho? ―preguntó Texas con voz tierna.

―Se me romperá el corazón… ¡Me moriré de dolor!

Texas Joe dejó ver una reacción peculiar para un hombre que está a punto de partir de este mundo en un momento tan horripilante. Reddie pareció también presa de convulsiones.

―Dame un beso de… despedida ―susurró el taimado, dispuesto a llevar el subterfugio lo más lejos posible.

De súbito, Reddie descubrió su rostro, que estaba rosado, y también convulso, pero sonriente. Arrancó la venda de la frente de Texas, dejando al descubierto una herida superficial sobre su sien en el cuero cabelludo.

―¡Ah, el tramposo! ¡Mira el tío embustero éste! ―prorrumpió ella―. Tú podrás haber engañado a una porción de chicas infelices en tu vida. Pero a ésta no la engañas tú.

―¡Demontre! ―exclamó Texas, con los ojos desorbitados―. ¡Eres más lista que…!

―Tan pronto te he visto me di cuenta de todo ―repuso ella, burlonamente, al levantarse.

―¿Sí, eh?… Está bien, miss Reddie ―repuso él, ceñudo, en tono de derrotado―. Pan dijo que era una villanía. Y acaso tuviese razón, pero la próxima vez no habrá engaño.

A última hora, Texas Joe era siempre no sólo un digno rival de Reddie, sino también un maestro en la estratagema. Los ojos de la chica cambiaron con espanto. Era, en efecto, fácil de advertir cuando este complejo jinete de los llanos hablaba en serio. Reddie se moderó instantáneamente, y bajando la cabeza se alejó con rapidez.

―Jefe, ¿me ha descubierto usted? ―preguntó Texas volviendo sus ojos penetrantes hacia Brite.

―¡Yo! ¿Pero cómo iba a poder hacerlo? ―exclamó el jefe.

―Usted es un viejo bastante listo para eso ―gruñó Texas. Luego se reanimó―. ¡Rayos! Me tenía casi fuera de mí. Pan, ¿no crees tú que Reddie es la chica más maravillosa que ha existido nunca?

―No las he visto todas ―dijo Pan Handle―. Pero estoy seguro de que sería difícil superar… Tex, yo creo que no le importas poco ni mucho.

―¡Oh!

―Ninguna chica haría eso viéndote ahí todo ensangrentado. Y tú eres un actor y un embustero por naturaleza. Mi impresión es que has descubierto lo que tanto deseabas descubrir.

―Bueno, algo es algo ―continuó Texas incorporándose con un cambio de actitud―. Jefe, ¿ha visto usted algo por allá?

Señaló con su largo brazo, y su gesto era impresionante.

―Los ojos me duelen de ver, muchacho ―respondió Brite―. No sé cómo daros las gracias a ti y a Pan. Ni qué decir. Esperaré a que me digáis cómo ha sido.

―Vaya, Pan, ¿qué dices a eso? Él es también un viejo ganadero de Tejas.

―Míster Brite, si usted hubiera observado cuidadosamente la manada, vería que llevamos mil quinientas cabezas de ganado más que cuando partimos.

―¡Qué! ―exclamó Brite, asombrado.

―Como usted lo oye, jefe ―añadió Texas―. Nuestra buena suerte se está igualando con la mala. El equipo de Hite llevaba una manada propia, robada, supongo, a otros conductores. Deben de habérsela procurado del lado de acá del pequeño Wichita.

―Me dejáis pasmado. ¿Qué marca lleva?

―He visto muchas X Dos Barras y algunos Círculos H. ¿Conoce usted esas marcas?

―Creo que no.

―Debe de ser una nueva marca impresa sobre otra anterior. Las reses son jíbaras como demonios. Como si no tuviéramos ya bastante trabajo… Que le diga cómo fue lo de anoche.

Texas se marchó a paso largo, murmurando solo, y se dirigió al arroyo, sin duda a lavar su venda ensangrentada, que llevaba en la mano. Brite esperó a que hablara el sombrío gunman, pero quedó decepcionado. Por consiguiente, Brite fingió tener cosas que hacer y se dirigió hacia el fuego del campamento, donde los vaqueros se habían congregado y hablaban en voz baja. La llegada de Reddie y Ann los silenció por completo. Si Brite esperaba que estos muchachos aparecieran gozosos, se había equivocado. Tal vez les ocultarían algo a él y a las chicas. Mr. Hardy se sostenía bastante bien, teniendo en cuenta la gravedad de su herida; pero se le había declarado una fiebre que, por otro lado, acentuaba su enfermedad. Williams dijo que si podían llevarle hasta el puesto de Doan, junto al río Rojo, tenía probabilidad de sobreponerse a la muerte. Moze llamó entonces a cenar, y la comida transcurrió más silenciosa que de costumbre.

San Sabe y Little entraron luego, después de haber sido relevados, e informaron que varias millas al este había indios con búfalos.

―Ese grupo ha marchado a nuestro paso durante todo el día ―dijo Hash Williams―. Pero no es muy grande; así, que me figuro que no necesitaremos seguir en vela toda la noche. No obstante, habrá que tener el fuego apagado.

―Tengo que dormir un poco ―dijo Texas Joe en son de queja―. Pan Handle es un búho. Pero yo, si no duermo, soy hombre al agua.

Justamente antes de oscurecer, Texas llamó a Brite fuera del alcance de los oídos del campamento.

―Déme un poco de tabaco, jefe. Es raro; me siento nervioso… ¿Le ha contado Pan Handle lo de anoche?

―Ni una palabra.

―¡Hum! Esos malditos. ―gruñó Texas―. No hay modo de hacerlos hablar. Sin embargo, hay que admitir que Pan habló anoche, con su revólver… Jefe, fue la acción más extraña en que me he visto jamás. Si hubiéramos sabido que había diez u once hombres en vez de seis, acaso lo habríamos pensado mejor antes de partir contra ellos.

―Dime lo que quieras, Texas ―repuso Brite, tranquilamente―. Me basta saber que estáis sin novedad y que habéis recuperado la manada.

―Ah, ya… Bueno, Hite no estaba de guardia según vinimos a darnos cuenta cuando todo había terminado… La suerte nos acompañó, jefe. Nos pusimos en marcha y tomamos la situación antes de que estallara la tormenta. Así, que cuando comenzó a relampaguear no tuvimos que ir muy lejos. Conforme nos íbamos acercando a la manada, vimos partir un jinete como si el diablo le fuera dando mecha. Seguramente nos había visto. Justamente después de esto, la lluvia empezó a arremeter contra nosotros. Nos separamos, conforme al plan, y partimos en torno a la manada. El ganado se arremolinaba en un grupo, bajando las cabezas, entrechocando las astas, con creciente impaciencia. El viento, la lluvia y los relámpagos me daban por la espalda. Y esto fue una suerte. No había avanzado mucho cuando oí un disparo. El viento pasaba en rachas, así que, cuando amainaba un poco, yo podía oír. Así fue como oí gritar a uno de los guardas de Hite.

«¿Eres tú, Bill? ¿Has oído un disparo?». Le contesté que sí y seguí adelante. La noche era oscura como el carbón, excepto cuando venían los relámpagos. Yo me había acercado a este jinete cuando todo el cielo parecía en llamas. Él gritó: «¡Rayos! ¡Quién…!». Pero no tuvo tiempo de decir más. Yo seguí adelante, como al tanteo, tropezando con el ganado. Si se espantaban, me arrollarían. No llovía. El agua caía simplemente a chorros. Yo no veía a más de veinte pasos, y no oía más que viento, lluvia y truenos. Luego vi otro guarda. Lo vi claramente. Pero el próximo relámpago fue corto, y cuando disparé lo hice a oscuras. Cuando relampagueó de nuevo, vi un caballo tumbado y el jinete poniéndose en pie. De nuevo volvió la oscuridad con la misma rapidez con que hice fuego. Y él contestó al disparo, pues vi el fogonazo y oí la detonación. Pero no dio en el blanco. Y yo tampoco. La próxima vez no pude verle, de modo que seguí adelante… Después de esto, se hacía claro como el día durante varios segundos cada vez. Pero no encontré más guardas. Mucho tiempo después de lo que esperaba, vi ondear la bandera blanca en el sombrero de Pan, y no puedo decirle lo que me alegré. Nos encontramos y cambiamos gritos; entonces, a los cornilargos les dio por correr. ¡Justamente contra nosotros! Tuvimos que apretar las espuelas para apartarnos del camino. Pero los relámpagos continuaban, y la lluvia disminuía, así que nos fue fácil dar cuenta de nosotros. Deben de haber corrido diez millas. La tormenta pasó, y ellos se detuvieron y sosegaron.

―¿Cómo recibiste ese rasguño de bala en la cabeza? ―inquirió Brite.

―Fue esta mañana, un poco después del amanecer ―concluyó Texas―. Nos mantuvimos en torno a la manada, vigilando y escuchando. Pero no vino nadie. Sin embargo, por la mañana, nos atacaron cuatro jinetes. Tenían solamente un rifle. Y nosotros teníamos nuestros fusiles de aguja. Así, que los contuvimos y pusimos en fuga. Antes que nada, yo recibí este raspón. Que supiésemos, nosotros no habíamos dado a ninguno. Finalmente, los vi por sobre el cerro. Pan y yo reconocimos a Ross Hite. Llevaba el rifle, y era el que me había herido. ¡Ojalá me vuelva a encontrar con él!

―¡Ojalá que no! ―repuso Brite sordamente.

―Lo mismo dice Pan Handle ―añadió Texas lentamente―. ¿Sabe usted, jefe, que yo creo que Pan y Ross Hite se han cruzado ya antes de ahora? Porque Pan dijo que era preferible que yo no me encontrara con Hite antes que él. Y que después de esto no tendría nada que temer de él nunca más. ¿Qué dice usted a eso?

―¡Hum! ―fue la única respuesta de Brite. Su brevedad obedeció en parte a la aproximación de Reddie y Ann.

―Mejor que os vayáis a dormir, muchachas ―aconsejó Texas―. Es lo mismo que voy a hacer yo.

―¿No quiere que le vendemos la cabeza? ―preguntó Ann solícitamente―. Reddie dice que ha recibido usted una herida.

―En efecto. Pero ésa no ha sido en la cabeza, Ann ―dijo. Texas―. Tengo aquí un arañazo. Ya no sangra.

―Texas, ¿no vas a contarnos lo de anoche? ―preguntó Reddie con curiosidad―. Pan Handle parece muy extraño y helado. Le hemos dejado en seguida.

―No ha ocurrido gran cosa, Reddie ―contestó Texas―. Ahuyentamos a la gente de Hite, le quitamos el ganado, y aquí estamos.

―¡Que los ahuyentasteis! ―dijo Reddie con incredulidad―. ¿Crees tú que a Ann y a mí se nos engaña como a dos chiquillas?

―Bueno, si el engaño es caritativo…

―Vosotros habéis matado a algunos de los hombres de Hite ―declaró Reddie con fuerza―. Yo vi algunos muertos…

―Ah, querrás decir los guardas que fueron alcanzados por los rayos anoche ―continuó Texas fríamente―. ¡Una justa retribución! Sí, muchachas, el Señor estuvo anoche de nuestra parte. Es un hecho muy corriente el que un rayo mate a un conductor de manadas o a un vaquero de vez en cuando. Pero el que mate a tres o cuatro en una tormenta, y todos uno cerca del otro… eso es algo sobrenatural.

A la luz del crepúsculo, las chicas miraban al impasible vaquero con miradas diferentes: Ann, asombrada, con los ojos muy abiertos; Reddie, con un oscuro desdén.

―La verdad es, Texas Jack, que hay en ti mucho de sobrenatural ―dijo ella lentamente.

Brite durmió con un ojo abierto y otro cerrado. La noche pasó al fin sin ninguna novedad en el tranquilo campamento. Los conductores de manadas partieron lentamente, y no antes de que el sol rojo asomase sobre los cerros.

Los vehículos y la remuda recibieron órdenes de marchar a corta distancia de la manada. Ojos avizores circularon aquel día por sobre el horizonte. A lo lejos, por cada lado del sendero asomaban negras franjas de búfalos contra el cielo gris. Su movimiento era imperceptible. Brite dirigió con frecuencia su anteojo hacia ellos, pero más a menudo se fijó en las lomas y cumbres lejanas buscando señales de indios.

Ocho o diez millas al día era cuanto los conductores se arriesgaban a hacer con sus manadas. Y aun esto, no siempre era posible de lograr con los obstáculos de las crecientes de los ríos que había que atravesar, los búfalos que les rodeaban y la amenaza de los salvajes que, aunque ocultos, siempre estaba presente. Brite había comenzado a sentir la tirantez de la incertidumbre, pero no la había advertido en ninguno de sus hombres.

Al fin, hacia media tarde, fue casi un alivio el dar vista de hecho a una banda de indios montados en lo alto de una colina que quedaba hacia el Sur, desde el sendero. La incertidumbre cesó, al menos para Brite. Al intentarlo, se cercioró de que no podía percibir esta banda sin anteojo. Acaso las borrosas figuras aparecieran más claras para sus vigías de larga vista. Sin embargo, con el anteojo los veía bastante claramente para identificar a los indios comanches, y advertir que constituían una fuerza más que suficiente para causar temor.

A continuación siguió adelante apresurándose a participar a Hash Williams su descubrimiento. El cazador detuvo su vehículo, y tomando los anteojos sin decir palabra escrutó la línea del horizonte.

―Ah, ya los veo. Unos cuarenta, más o menos ―dijo él renegando por lo bajo―. Me parece que son comanches. Si éste es Caballo Negro, estamos verdaderamente jugando con la fiera. Siga adelante y dígale a Shipman que apure la marcha hasta que lleguemos a algún lugar donde tengamos alguna ventaja si nos atacan.

Brite descubrió que Texas había visto ya a los indios.

―Me figuro que vienen con mala entraña ―dijo―. Estaba pensando en lo mismo que Williams aconseja. No se lo diga a las chicas, jefe.

Cuando Brite hubo quedado nuevamente detrás de la remuda se le acercó Reddie, que sospechó que algo ocurría. Brite se lo dijo, pero advirtiéndole que no se lo participara a Ann.

―¡Diablos! ¡No sé de qué me serviría ser una heredera si los indios me cortaran el cabello con piel y todo! ―exclamó intentando sonreír.

―Chiquilla, si tú murieras seguirías siendo una buena chica en el recuerdo de los que quedaran ―repuso Brite.

Al fin, casi al anochecer, la manada se detuvo en un terreno llano cerca del cual pasaba un hilo de agua que descendía por una barranca. El campamento fue establecido en la orilla norte del abrigo de unas rocas. Moze recibió órdenes de encender el fuego en un nicho donde no podía ser visto. Los jinetes iban y venían silenciosos, alerta, sombríos. Cerró la noche. Los lobos aullaban. El cálido aire de verano parecía sosegarse sobre el campamento como si no presagiara ningún mal. Pero las sombras en las aberturas de las rocas y cavernas abrigaban amenaza.

Tres guardas vigilaron toda la noche en torno al campamento, mientras seis permanecían con la manada. Se permitió que durmieran por turnos de dos en dos. Así pasó la noche y el gris amanecer ―siempre la hora del peligro, por ser cuando atacaban los indios ―y la mañana vino sin incidentes.

Pero aquel día estuvo cargado de duras pruebas para los vaqueros: terreno yermo para el ganado, camino áspero para los caballos, incesante temor por parte de los conductores acerca de las dos chicas y el hombre herido de la partida. Varias veces durante el día vieron asomar a los indios, que les vigilaban, cabalgando a nivel de su posición, al lento paso de la manada. ¡Qué siniestro le parecía esto a Brite! Los diablos rojos conocían el camino; aguardaban llegar a cierto lugar, o a que ocurriese algo, para atacar.

Los búfalos aumentaban en número a ambas partes, todavía distantes, pero cerrando gradualmente las aberturas grises en su dirección. La línea negra se extendía hacia el Norte hasta donde alcanzaba la mirada. Se hizo evidente que el equipo de Brite se adentraba más y más en la vasta manada, que se movía con soltura, paciendo de paso. La situación se hacía cada vez más desesperante. Torcer a cualquiera de los lados era imposible; detenerse o volver hacia atrás significaba el fracaso, la derrota, la pérdida. Los conductores tenían por fuerza que seguir en el sendero forzando la marcha.

El sendero de Chisholm había tomado de nuevo un sesgo radical hacia el Noroeste. Y probablemente más adelante, acaso pasado el río Rojo, atravesaría la vasta manada de búfalos. Se hizo entonces el alarmante descubrimiento de que la siguiente manada de cornilargos había surgido a la vista, y diez millas detrás de ella venía otra que trazaba una larga línea irregular contra el cielo gris. Brite preguntó a su gente por qué aquellos conductores de manadas vendrían apremiándole tan duramente. Y la respuesta fue: indios, búfalos y las doscientas mil cabezas de ganado que se habían puesto en camino, y necesitaban seguir adelante. Volverse o aminorar la marcha significaba caer en la cuneta.

Texas Joe no se detuvo hasta bien tarde, y acampó en terreno árido. Durante toda la noche, los guardas estuvieron en movimiento, cantando para mantener a las reses sosegadas. La mañana descubrió más cerca la interminable riada de búfalos. Pero los indios no aparecían a la vista. Sin embargo, de dos colinas distantes, una a cada lado del sendero, se levantaban señales de humo.

La pérdida de sueño, la incesante vigilia durante la noche y la lenta marcha durante el día agotaban a los conductores. Brite había cesado de contar los campamentos. Cada hora aparecía cargada de terribles temores. Sin embargo, al fin llegaron al río Rojo. Los búfalos cruzaban a algunas millas sobre el sendero. Pero una excitación de la prodigiosa manada la hizo quedarse atrás. Texas Joe aguzó su manada, dirigiéndola a través del río y pasando él a la cabeza, magnífico en su intrepidez.

El Rojo se hallaba a medio camino entre el plano superior y el inferior de las aguas: su más traicionera condición. Cuatro horas hicieron falta para pasar a la orilla opuesta, y más de cien cornilargos se perdieron. Hicieron falta todos los conductores para pasar los vehículos, tarea desesperada que sólo un grupo de jóvenes temerarios como aquél hubiera emprendido.

La noche les halló en el campamento, algunos exhaustos, todos fatigados, y no obstante, animados por el hecho de que el puesto de Doan estaría, como si dijéramos, al alcance de la mano a la mañana siguiente. Texas Joe cubrió las restantes diez millas hasta Doan antes del mediodía. Todos los conductores deseaban tener unas cuantas horas de asueto, libres de la manada, beber, hablar y ahogar un peligro oyendo el relato de otro. Pero cuando Brite pidió voluntarios para guardar el ganado durante unas horas, todos vocearon su deseo de quedarse.

―Bueno, yo tendré que arreglar esto ―dijo Brite―. Ackerman, tú lleva a los Hardy al puesto. Tex, tú y Pan Handle vendréis conmigo… Muchachos, volveremos pronto para que podáis ir al pueblo.

El puesto de Doan daba muestras de tener más habitantes y pasajeros de lo ordinario. En torno al puesto, en el llano terreno de pastos, había multitud de caballos. Media docena de galeras aguardaban ante las casas grises, chatas y batidas por el viento y la lluvia. Una muestra, «Almacén de Doan», resaltaba con letras negras en el lado sur de la casa mayor. Este lugar, dirigido por Tom Doan, era una factoría comercial para indios y ganaderos, y se hallaba en el apogeo de su útil y peligrosa existencia.

Hombres montados, jinetes con caballos sin silla, indios ociosos y acuclillados a las puertas, observaban a los recién llegados con interés. Los viajeros eran la vida del puesto de Doan. Pero el modo con que Pan Handle y Texas Joe desmontaron a cierta distancia de estos barbudos espectadores, y el cómo se adelantaron a pie, era sin duda tan significativo para ellos como para Brite. El grupo de doce o más personas que había a la puerta se abrió para dejar paso a los dos visitantes que se acercaban lentamente. Luego entró Brite junto con la galera de Hardy. Reddie, desobediente como siempre, se había unido a ellos.

―Buenos días, Tom ―dijo Brite al hombre fornido que se hallaba a la puerta.

―Buenos los tenga usted ―fue la cordial respuesta―. Ah, pero si es Adam Brite. Apéese y entre.

―Tom, tú debes de acordarte de mi mayoral, Texas Joe. Y éste es Pan Handle Smith. Traemos aquí un hombre enfermo en la galera. Hardy de nombre. Ésa que viene en el pescante es su hija. Es cuanto queda de una caravana que se dirigía a California. ¿Puedes cuidar de ellos por algún tiempo, hasta que Hardy se halle en condiciones de unirse a otra caravana?

―Por supuesto que sí ―contestó el afable Doan. Manos solícitas sacaran a Hardy de la galera y le llevaron al interior. Ann estaba en el pescante, su hermoso rostro delgado y macilento, sus ojos llenos de lágrimas, tal vez de alivio, tal vez de algo distinto, cuando bajó la vista hacia el descubierto vaquero.

―Hemos llegado a la hora de la separación, miss Ann ―dijo Deuce, con voz fuerte y vibrante―. A Dios gracias, usted estará segura en este lugar. Y su padre vendrá más tarde por el mismo camino. Tengo la certeza y la esperanza de que hemos de abrirnos paso hasta Dodge. Y déjeme hacerle una pregunta: ¿le parece bien que yo espere allá hasta que usted llegue?

―¡Oh, sí! Me… me alegraría en el alma ―murmuró ella tímidamente.

―¿Y que luego siga hasta California con usted? ―concluyó él atrevidamente.

―Si usted quiere ―repuso ella; y por un momento el tiempo y el espacio desaparecieron de la conciencia de ambos.

―¡Ah, qué buena es usted! ―exclamó él finalmente.

―Ha sido simplemente maravilloso… el haberla conocido… Adiós… Tengo que volver junto a los otros.

―Adiós ―balbució ella dándole la mano. Deuce se la besó con galantería y desapareció luego a escape a través de la pradería, hacia la manada.