6. Regreso a Mayne Manor
Nos acercábamos a la mansión. Evoqué cómo había recorrido ese mismo camino unos tres meses antes, completamente ajeno al cambio radical que mi vida iba a experimentar. La carretera seguía siendo igual de solitaria como la recordaba. Lo cierto es que confiábamos en eso, para que nadie pudiese relacionarnos de nuevo con el lugar.
—Tom, ¡hay un coche aparcado al borde de la carretera!
Tom miró hacia el lugar que yo le indicaba. Fijó su atención un segundo y, como si nada, siguió conduciendo.
—Ya han llegado —comentó distraídamente—. Bien, no se preocupe, Stephen. Todo marcha según lo previsto.
Pasamos a la altura del coche. En cuanto los hubimos rebasado, sus luces se encendieron y arrancó tras nosotros.
—Tom —intenté avisar—. Nos siguen.
—Sí, sí —dijo él, sin más explicación—. No se preocupe. No hay problema.
Tuve que seguir confiando en su criterio. Benson hacía las cosas a su manera. En pocos minutos llegamos a la verja de la mansión.
—Espere aquí —me dijo.
Tom bajó del coche y se dirigió a una caja metálica que había en uno de los extremos. Le vi manejar un pequeño destornillador y otros instrumentos que no reconocí. Miré hacia atrás y pude observar que el coche que nos seguía se había detenido justo detrás de nosotros. Intenté distinguir a sus ocupantes en su interior, pero las luces me cegaban y no pude divisar nada. Compton continuaba durmiendo en el asiento trasero, con las manos sujetas por las esposas. Tom tocó algo en la cajita, y las puertas empezaron a abrirse.
Subió al coche. Recorrimos de nuevo los apenas cincuenta metros de paseo que recorrí solo la primera vez que había estado en ese lugar y aparcamos. El otro coche vino detrás de nosotros y también aparcó.
—Acompáñeme, Stephen. —Tom bajó del coche mientras hablaba—. Tenemos que entrar.
Lo seguí camino del edificio. Yo no podía apartar la mirada del otro vehículo, que seguía con las puertas cerradas.
—¿No vienen con nosotros? —pregunté.
—Luego vendrán —dijo Tom, quitándole importancia—. No se preocupe.
Nos acercamos a la casa. Tom se encaramó a una de las ventanas.
—Conseguí los planos del edificio y creo que el mejor acceso lo tenemos desde esta ventana —la ventana a la que Tom se refería estaba algo por encima de nuestras cabezas. Sacó de una bolsa uno de esos corta cristales con punta de diamante que yo solo había visto anteriormente en películas de espías—. Nunca he hecho esto. Veremos cómo sale. Necesito que me levante un poco, por favor.
Benson se subió sobre mis hombros y empezó a trajinar en la ventana. Estuvo un momento operando con el cristal, hasta que oí como si dejase una pieza sobre el marco. Luego vi que sacaba una pequeña navaja y la iba introduciendo por el marco de la ventana. Benson pesaba cada vez más en mis hombros.
—¡Dese prisa! —Intenté apremiar—. ¡No puedo aguantar más!
—¡Ya casi está! No tengo mucha práctica en esto…
Yo estaba a punto de caer. Noté que mis piernas temblaban por el esfuerzo. De repente, un sonoro «click» me dio a entender que algo había pasado en la ventana. Con la dificultad propia de mi postura intenté mirar hacia arriba. Tom se empezó a mover.
—Esto ya está. Tiene que darme un último empujón. Voy a entrar.
Intenté sacar mis últimas reservas de fuerza antes de desplomarme. Empujé fuerte y Benson consiguió introducir su cuerpo a través de la ventana. Una vez allí, asomó la cabeza.
—Perfecto. Voy a abrir la puerta principal. Espere un segundo.
Me dirigí a la entrada, frotándome los hombros doloridos tras haber soportado el peso de mi compañero. Al momento escuché el sonido de unos goznes moviéndose y, al fin, la puerta descubrió el enorme vestíbulo que tan bien recordaba. Tom salió de la casa.
—Ayúdeme con Compton. Hay que llevarlo al piso de arriba.
El esfuerzo estaba haciendo que mi camisa se empapase por momentos. Entre los dos transportamos el cuerpo de Compton como si de un fardo pesado se tratase. Lo introdujimos en la casa y, no sin dificultad, lo subimos escaleras arriba.
—¿Dónde lo llevamos?
—¿No es obvio? —Entre jadeos, Tom intentaba que el pesado cuerpo de Compton no se le escurriese de las manos—. A la sala de juegos.
Dejando el fardo en el suelo, Tom abrió la puerta de la sala y encendió la luz. La sensación que se había apoderado de mí desde el momento en que entré en la casa se hizo más intensa. Volvía a la sala que cada noche ambientaba mis pesadillas. El tan temido regreso al lugar donde fuimos atormentados se producía, al fin, pero de una forma completamente distinta. Podía recordar cada rincón de esa sala, cada movimiento de sus ocupantes aquella fatídica mañana de febrero que nunca iba a olvidar.
A nuestros pies, el cuerpo de Compton se agitaba, como sacudido por un sueño intranquilo. Probablemente el traslado había conseguido despejarlo un poco. Murmuraba palabras inconexas, rozando el delirio. Supusimos que estaría a punto de despertarse.
—Ayúdeme, Stephen. Antes de que despierte.
Tom corrió las cortinas y colocó los sillones tal cual se encontraban el día aquel, y entre los dos lo sentamos en el sillón más grande, el mismo que entonces había ocupado Westbury. Tom registró el traje de Compton para asegurarse de que estuviera completamente desarmado.
—Vale, no tiene nada. —Tom extrajo la llave que Walter le había dado y se dispuso a quitarle las esposas.
—¡Tom! —pregunté, atónito ante los movimientos de mi compañero. Tom acabó de liberar a Compton—. ¿Qué demonios está haciendo?
—Déjeme a mí —guardó las esposas en su bolsa. Entonces sacó de ella una pistola y me la tendió—. Tome. Quiero que se siente ahí detrás, justo donde estaba sentado aquel día, y que desde el momento en que despierte le apunte a la cabeza, sin perderlo de vista ni un instante. ¿Me ha entendido?
Apenas me atrevía a coger el revólver.
—Pero es que yo no…
—¿Me ha entendido? —La voz de Benson estaba cargada de decisión. Era imposible negarse.
—Sí —tuve que obedecer—, sí.
—Yo estaré sentado a su lado, y le haré las preguntas. No deje de apuntar a su cabeza en ningún momento, ¿está claro? Ante cualquier indicio de movimiento violento, dispare. ¿Ha entendido?
Titubeé, sin saber realmente si tendría estómago para disparar. Tom parecía completamente convencido de lo que hacía. Se dirigió a Compton.
—No pierda de vista su cabeza.
Empezó a dar palmadas en las mejillas de Compton. Ligeras, en un principio, pero luego fueron creciendo en intensidad hasta convertirse en verdaderas bofetadas. La cabeza del tipo aquel se movía a un lado y a otro, y poco a poco noté que cada vez ofrecía más resistencia al movimiento, al tiempo que sus facciones empezaban a moverse. Al fin consiguió abrir los ojos. Miró perplejo a su alrededor, como sin saber en qué lugar estaba, para encontrarse con la figura de Thomas Benson inclinada sobre él.
—Señor Compton, buenas noches —un destello de risa tenebrosa brilló en la mirada de mi compañero—. Bienvenido de nuevo a Mayne Manor.
Compton nos miraba nervioso, intentando comprender qué hacia y cómo había llegado allí.
—Imagino que no esperaba volver a este lugar —le habló Tom—. Seguro que ni siquiera esperaba volver a vernos a nosotros. ¿Me equivoco?
Compton se llevó la mano a la cara y se frotó los ojos. Se detuvo unos instantes, como intentando dar una imagen de tranquilidad, y solo cuando lo hubo conseguido se dignó a contestar.
—He de admitir que me sorprenden ustedes —la voz de Compton pugnaba por sobreponerse al lógico estado de aturdimiento en el que se encontraba. Sus palabras sonaron débiles, pero meditadas—. ¿Debo felicitarles?
—Haga lo que le plazca.
Tom se levantó, y empezó a dar vueltas por la habitación, tal y como había hecho Westbury tiempo atrás.
—Deje que le refresque la memoria. Hace tres meses desde la última vez que estuvimos juntos, precisamente en esta sala. Aunque, claro, entonces nosotros le conocíamos a usted por el nombre de Philip Duncan. Y, por cierto, le creímos muerto.
—Recuerdo perfectamente nuestro último encuentro —las palabras sonaban torpes por el efecto del somnífero. Pese a eso, Compton intentaba mantener una cierta arrogancia—. No hace falta toda esta comedia. ¿Qué es lo que quieren de mí?
Tom se inclinó sobre él.
—Respuestas —el tono en que había hablado era más bien susurrante, pero tan cargado de determinación que helaba la sangre. Compton aguantó el tipo—. Veo que no le gusta que jueguen con usted. Pero recuerde los momentos por los que nos hizo pasar. En aquella ocasión no escatimó usted recursos, ¿no es así? Ahora va a darme lo que deseo.
Tom se apartó un poco. Compton, a medida que salía de su aturdimiento, adoptaba una postura curiosamente relajada.
—Hábleme de Asses —dijo Tom.
—¿Qué es lo que pretende, señor Benson? ¿Denunciarnos? ¿Hundir a mi empresa? Si ese es su objetivo, lamento informarle de que yo soy simplemente un peón. Un eslabón de una cadena muy larga y muy fuerte. Si intenta algo contra Asses podemos hacer de su vida un verdadero infierno. Tanto que, cuando acabemos con usted, su recuerdo de lo que pasó en Mayne Manor le parecerá una anécdota sin importancia y deseará mil veces no haberse puesto nunca en nuestro camino. Créame. No le conviene jugar con fuego.
Tom tomó asiento. Su postura era tranquila. El revólver me pesaba en la mano, y yo intenté dominarme para que no temblase.
—Señor Compton, no asuma cosas que yo no he dicho. Yo no quiero nada de su empresa. Solo quiero respuestas. Y las quiero ahora.
Compton se detuvo unos instantes. Se pasó la mano por la cara.
—¿Y si no?
—Si no, será usted, aquí y ahora, quien desee no haberse puesto nunca en mi camino.
Hubo otro momento de silencio. Compton parecía sopesar sus posibilidades. Al fin, mostró una pequeña sonrisa y habló.
—Está bien. —Compton hablaba de una forma tranquila y sosegada—. Está bien. Reconozco que goza de mi admiración por haber conseguido descubrir nuestro engaño. Y por otra parte sé que, por mucho que les cuente, nada pueden hacer contra Asses. Así que les daré las respuestas que desean. ¿Por dónde quieren que empiece?
Compton adoptó una postura cómoda en su sillón, como si estuviese participando en una charla informal cualquiera. Incluso cruzó una pierna encima de la otra.
—Empiece por donde quiera.
Compton tomó aire.
—Bueno. Es posible que cuente alguna cosa que ya saben. Si quieren que pase algo por alto, solo tienen que decirlo. —Me sorprendió la sangre fría de la que hacía alarde el tipo que nos hablaba—. Les supongo enterados del hecho de que Sir Andrew Baker había sido la causa de ciertas, digamos, pérdidas importantes para mi empresa. Su intervención en muchos asuntos había conseguido evitar una serie de conflictos que, para ser sinceros, nos habrían venido muy bien monetariamente hablando. Así que Baker se había ganado un lugar en la lista de personas non gratas.
—El caso es que, a finales del año pasado, nuestra empresa empezó a ilusionarse con las posibilidades implícitas en el conflicto iraquí. Rápidamente desplegamos todo nuestro potencial de venta, decididos a no dejar pasar la oportunidad. Pero allí intervinieron ellos. El partido pacifista de Sir Andrew y él mismo, con su estúpida «otra opción», amenazaban con volver a echar por tierra todas las expectativas económicas del momento. Ya había pasado anteriormente, y decidimos no arriesgarnos.
—¿Por qué no matarlo directamente? —Intenté que me aclarase.
—¿Y crear un nuevo héroe popular? Ni de lejos. Si lo hubiésemos matado, y fíjese que era lo más sencillo, se hubiese convertido en un mártir de la paz. Una persona que llevó sus principios hasta el extremo de morir por ellos. Un moderno Jesucristo. ¿Imagina lo que podría suponer? Cualquier oportunista tendría fácil continuar su labor. Imaginen el poder que tendría sobre la opinión pública el recuerdo del pacifista asesinado. Eso era precisamente lo que queríamos evitar. Era preciso, no solo acabar con Baker, sino destrozar todo lo que él suponía. Mostrarle al mundo que los principios que Baker defendía eran una mentira, incluso para él, cuando se trata de situaciones límite. El máximo defensor de la no violencia obligado a acribillar a alguien. Teníamos que matar la idea, el espíritu, además de acabar con el personaje.
—Y entonces idearon todo esto —prosiguió Tom.
—Sí. La cosa era de mucha envergadura, así que recurrieron a mí. No fue fácil, y los preparativos fueron muy costosos. Además, no podíamos arriesgarnos a emplear gente a sueldo, ni de la empresa. Todo tenía que ser forzosamente real. Primero decidimos el objetivo. Sabrán que Asses y las empresas de Westbury habían tenido negocios en el pasado. Pero Westbury era un viejo loco, que lamentaba no haber tenido nunca la oportunidad de dedicarse a su verdadera vocación: el teatro.
—¿Y decidieron eliminarle?
—Era un gasto permisible. Para ser sinceros, Westbury hacía poco favor a mi empresa. Su utilidad práctica era mínima, y nuestras relaciones obedecían a asuntos de tradición. Además, muchas empresas jóvenes y agresivas peleaban por asumir el papel que Westbury tenía en nuestros negocios, así que la pérdida real era mínima. Por otra parte, el tipo era bastante querido en su comunidad. Un buen tipo, como suelen decir. No fue difícil convencerle de que todo era una inmensa broma para nuestro apreciado señor Baker. Una broma amistosa, organizada por gente que lo estimaba de verdad. Westbury preguntó, pero cuando le dijimos que habíamos pensado en él por sus evidentes dotes teatrales, el viejo abandonó toda duda y se metió de lleno en organizar lo que él pensaba iba a ser el papel de su vida. El pobre idiota creyó en todo momento que estaba montando una monumental farsa. Me parece que no se dio cuenta de su error hasta el mismo momento en que Baker lo cosía a balazos. Si es que se dio cuenta de algo, claro.
Compton hablaba con una frialdad que me provocaba escalofríos. Parecía distanciarse tanto de la crueldad de sus palabras que no le afectaban en absoluto. Era como si estuviese contando un cuento a un niño.
—¿Y los demás?
—Ahí voy. Necesitábamos gente ajena, para que todo fuese creíble. Para que casase con la paranoia de un viejo chiflado. Así que ustedes fueron elegidos casi al azar. Buscamos unos perfiles básicos, alguien conocido por el público, la señorita Stark, alguien con una vida corriente, señor Benson, alguien peleado con la buena suerte, el escritor fracasado —miró hacia mí y el hecho de que mi mala fortuna fuese reconocida de ese modo me revolvió las tripas—. Aparte de esos parámetros, el que hayan sido ustedes y no otros es cosa casual. Su elección fue completamente aleatoria.
—Salvo la de los señores Duncan —apuntó Tom.
—Salvo la de los señores Duncan, por supuesto. Eso fue más complicado. El hecho de que confiásemos por entero en gente completamente ajena nos obligó a introducirnos entre ustedes. A introducirme, mejor dicho, porque como supremo responsable de la operación solo yo estaba al tanto de todo. En realidad, todo dependía de mí, y solo yo podía improvisar correctamente en caso de que algo saliera mal. Nadie más conocía todos los pormenores de la operación, porque eso hubiese supuesto incrementar las probabilidades de error.
—¿Y por qué eligió ser uno de nosotros? ¿Por qué no un criado, o un mayordomo?
Compton sonrió divertido.
—No, no. Ni criado ni mayordomo. Yo tenía que estar presente en todo minuto. No podía arriesgarme a estar fuera de la sala de juegos en el momento clave. Desde luego, puedo disfrazarme de anciano con unos pocos retoques, pero coincidirían conmigo en que destacaría bastante entre los mayordomos que estuvieron con ustedes —dijo, en clara referencia al tamaño de los criados-guardaespaldas—. También existía la posibilidad de adoptar el papel de otro criado como Alfred. Pero es obvio que ustedes habrían reparado en mí como lo hicieron en él, e incluso podrían haber dado mi descripción en los interrogatorios. La policía tendría otra cara que buscar y, desde luego, era un riesgo innecesario. Cuanto menos me habría obligado a ser más cauteloso en adelante. —Compton de aclaró la garganta—. No. Era preciso complicar la trama con el fin de reducir riesgos. Así que tuvimos que buscar a alguien lo más parecido posible a mí. No es que fuera demasiado difícil, pero tuvo su proceso. Finalmente encontramos al señor Duncan. Tras invitarle a él y a su señora, nos dedicamos a buscarles al resto de ustedes.
—¿Por qué lo del bigote? —Intenté que se me aclarara el detalle.
Tom me dedicó una mirada que decía que él ya intuía la respuesta.
—Porque es más fácil suplantar a una persona con bigote que sin él —postuló Tom—. ¿Me equivoco?
—Supone usted bien. Señor Benson, demuestra ser usted más inteligente de lo que pensamos —suspiré por la parte que a mí me correspondía—. Está en lo cierto. Afeitados, nuestras diferencias saltan más a la vista. Pero el bigote permite camuflarse mejor. Pese a eso, he de admitir que temí que Baker me reconociera. Incluso una vez mencionó que mi cara le era familiar. Yo solo lo había visto una o dos veces, en conferencias a las que asistía junto con mi empresa. Pero cuando me dijo eso temí que todo se echase a perder.
—Lo que no me acaba de quedar claro, señor Compton —continuó Benson—, es lo que hicieron con la señora Duncan.
Compton se sintió complacido.
—Ese era uno de los puntos débiles del asunto. Al final, tuvimos que recurrir a una actriz. Buscamos una mujer lo más parecida posible a Martha Duncan. Pero si les he dicho que encontrar mi doble tuvo su complicación, imagínense ustedes encontrar un doble para de ella, y que, además, pudiese representar su papel. Prácticamente imposible. La que ustedes vieron fue la mejor de las candidatas, a la que hubo que darle una ligera ayuda quirúrgica adicional. Como Westbury, ella también participó en nuestro engaño sin saberlo, creyendo que todo era una comedia, por la cual sería más que justamente recompensada. Su parecido era notable, aunque no suficiente. Por eso tuvimos que recurrir al maquillaje.
—Ahí se colaron. —Benson se mostraba complacido—. Martha Duncan nunca lo usaba.
Compton hizo un gesto de resignación.
—Nadie es perfecto.
—Pero ¿por qué correr el riesgo con ella? —Intenté puntualizar yo—. ¿No podían limitarse a invitar solo al marido?
Compton me miró como quien explica algo trivial a un niño pequeño que nada entiende.
—Claro, pero entonces es muy probable que no hubiese venido. Hágame el favor y piense un poco, Bates —la forma en que me trataba aquel tipo empezaba a ser ofensiva—. Dos ancianos que han pasado toda su vida juntos, que no se han apartado el uno del otro a lo largo de sus cuarenta años de matrimonio, ¿cómo se le pide a alguien así que venga a un sitio que no conoce sin su esposa? No podíamos arriesgarnos a perderlo. No a él.
—¿Y qué es ahora de la actriz que interpretó a la señora Duncan? —interpeló Tom.
—Adivine —una risita aterradora se posó en los labios de Compton—. Sabe que no me gusta dejar cabos sueltos.
—Es usted un cabrón. —Tom fue incapaz de reprimirse.
—Son puntos de vista. En fin. A los señores Duncan se les convocó dos horas antes que a ustedes. A los auténticos, me refiero. Cuando llegaron fueron recibidos por tres de mis chicos, que los dejaron inconscientes y les llevaron a la casita de jardinero que hay a unos cien metros de la casa. Allí estaban, sin sentido, cuando ustedes llegaron. Los mantuvimos vivos durante toda la noche y, a la mañana siguiente, los matamos haciendo coincidir los disparos con los de Westbury. Primero a la señora Duncan. Después al marido.
—¿Hicieron coincidir los disparos? —Tom se extrañó de esta última revelación—. ¿Por qué no matarlos la noche anterior, nada más llegar?
—Esa pregunta está fuera de lugar, señor Benson. Teníamos que cambiar unos cuerpos por otros. Si los señores Duncan hubiesen muerto, sus cuerpos se habrían enfriado. Hay toda una serie de síntomas que informan con bastante exactitud del tiempo que lleva muerto un cadáver. Cualquier detective conoce varios de ellos, y son práctica común para la mayoría de forenses. Teníamos que hacer coincidir el resultado de la autopsia con su narración de los hechos dentro de la medida de nuestras posibilidades. Es obvio. Los disparos se efectuaron al mismo tiempo.
—¿Por eso lo de hacerlos coincidir con las horas? —Dedujo Tom.
—No, en realidad no. Realmente, los disparos que se hicieron aquí se oían perfectamente desde la casita. Con eso bastaba. Ni que decir tiene que ellos disparaban con silenciador, para evitar que nosotros los oyésemos. Lo de hacer coincidir los disparos con las horas fue una improvisación del viejo. Quería meterse en su papel. De todos modos, era una improvisación permisible.
—¿Y cómo es que a Duncan se le disparó dos veces?
—Ese fue el mayor error que se cometió en toda la operación. Mis ayudantes desconocían algunos detalles y todo obedeció a una decisión apresurada en un momento dado. Al parecer, tras el primer disparo Philip aún estaba vivo. Si todo no hubiese sido tan rápido, podíamos esperar a que muriese desangrado, pero fue entonces cuando Sir Andrew disparó. Les llamé rápidamente, apremiándoles para que vinieran a la casa, pero Duncan aún gemía agonizante. Así que decidieron rematarlo. Fue una decisión rápida, aunque equivocada, que no nos pasó desapercibida. Supongo que no hace falta que les diga que el responsable de tomar tal decisión tuvo su justo castigo.
El brillo en sus ojos no dejaba lugar a dudas acerca de la naturaleza de tal castigo. Compton seguía tranquilamente reclinado en su sillón.
—Siga, Compton —dijo Tom.
—Hay poco más que decir. Además —sonrió—, ustedes estuvieron presentes.
El comentario hizo que una ola de calor me recorriese la espalda.
—Westbury pensaba que las pistolas llevaban balas de fogueo, pero eso solo era cierto para la suya. Tanto la actriz que encarnó a la señora Duncan como yo fingimos nuestra muerte. Por supuesto, Westbury creía que todos los presentes estábamos implicados en lo que él suponía una inmensa broma. Primero le disparó a ella, y yo evité que ustedes se acercasen a su cuerpo para no descubrir el engaño. Luego vino mi turno.
—¿Por qué? ¿Por qué se arriesgó a quedar con vida? ¿Por qué no murió usted primero?
—No podíamos arriesgarnos a que ninguno de los dos quedase con vida. Era obvio que la señora Duncan iba a morir, por descontado. No imagino a Baker disparando sin estar del todo convencido de que la amenaza era algo real. Lo que ya no estaba tan seguro era si decidiría disparar antes o después de mi muerte. Yo hubiera apostado que después, confiando en la dificultad de corromper al eterno pacifista. De hecho, y que esto quede entre nosotros, yo pensaba que pasaría mucho más tiempo antes de que decidiese disparar. Pero sus ideales se esfumaron mucho antes de lo que yo había imaginado. Aún así, tenía previsto improvisar un suicidio en caso de necesidad. Hubiese conseguido hacerme con la pistola de Westbury y me habría disparado a mí mismo. Los criados tenían órdenes específicas de permitírmelo.
—¿Y si Baker no hubiese disparado?
—Entonces… —dijo sin ninguna emoción en la voz—… Westbury habría continuado con alguno de ustedes.
—¿Con las balas de fogueo? —intervine yo.
—¿Usted que cree? —Compton me dedicó una mirada de desprecio que me hizo considerar firmemente la posibilidad de apretar el gatillo en ese mismo instante—. Alfred podía cambiar el revólver de su señor cuando quisiese.
—¿Y cómo es que Alfred, el fiel mayordomo… —Benson intentaba resolver los últimos interrogantes que quedaban—… accedió a participar pese a que eso supondría la muerte de Westbury?
—Muy sencillo. Por dinero. Y porque estaba harto de aguantar las excentricidades del viejo.
Compton hizo un alto, como haciendo memoria para ver si se olvidaba algo.
—El resto ya lo saben. Les hicimos salir de la sala, transportamos los cuerpos de los auténticos señores Duncan y llamamos a la policía, dándonos el tiempo justo para desaparecer. Los camareros que participaron en el fin de semana han sido llevados a lugares donde no se les pueda encontrar con identidades creadas especialmente para la ocasión. De hecho, algunos de ellos tienen incluso caras nuevas, gracias a una clínica plástica en la que mi empresa tiene cierto capital invertido. Llegó la policía y eso es todo. Durante el fin de semana intentamos destruir toda la información que relaciona a Asses con James Westbury.
Compton emitió un ligero suspiro, recostándose un poco más en su silla. Parecía que acababa de dar por finalizada su historia.
—No sé si se me escapa algún detalle. ¿Quieren que les aclare algo más?
Benson parecía meditativo. Con un gesto de cabeza, respondió.
—Creo que ya es suficiente. Muchas gracias, Compton. Ha sido de gran ayuda.
Compton volvió a mostrar su sonrisa maliciosa.
—Ya ven que he colaborado. Por cierto, ¿puedo preguntarles yo algo? ¿Qué es lo que piensan hacer ahora? ¿Van a arriesgar la poca felicidad que les queda emprendiendo una campaña contra Asses?
—No. —Tom se acarició la mandíbula, reflexivo—. Le tengo preparada otra sorpresa.
Tom se levantó de su asiento y volvió a coger las esposas que antes había guardado.
—Si es tan amable… —Se acercó a Compton y le inmovilizó los brazos. Compton apenas opuso resistencia, aunque yo vi un ligero cambio en la expresión de tranquilidad de su cara. Tom seguía hablando—. Lo que el señor Bates y yo nos proponemos es dar un pequeño escarmiento, un toque de advertencia, a su empresa. No la vamos a desestabilizar, por supuesto. Pero sí tendremos nuestra pequeña satisfacción personal, con usted como invitado de honor. Y todo, claro está, desde el más absoluto anonimato.
Compton clavó su mirada en Tom. De repente, se echó a reír.
—Cielos, ahora me decepciona. ¿Desde el anonimato, dice? Ilusos… Miren, señores. Pueden hacer conmigo lo que quieran, pero quítense la idea de estar trabajando en las sombras. Como le he dicho antes, solo soy un peón, aunque un peón con mucho peso en esta partida. ¿Creen ustedes que no estamos al tanto de que alguien ha conseguido acceder a nuestro sistema informático durante las últimas semanas? —Tom dio un ligero respingo—. Sí, Benson. Hace ya tiempo que estamos detrás de desenmascarar al pirata informático. Incluso le puedo decir que hemos contratado un par de expertos que nos han asegurado que ya tienen información fiable acerca de la identidad de nuestro curioso merodeador. ¿Creen que mi empresa no averiguará que alguien ha estado aquí, en esta casa, hoy? ¿Creen que es muy difícil relacionar ambos hechos, si de por medio figura mi desaparición? ¿Creen que no sabemos sumar dos más dos? —Compton iba subiendo el tono poco a poco—. Recen para que Asses tenga otros asuntos de qué ocuparse, porque si alguien decide empezar a indagar lo van a pasar muy mal —y añadió, como si fuese parte de la conversación—. ¿Qué tal están los gemelos, señor Benson? ¿Le gustaría encontrárselos flotando en el río tras algún desgraciado accidente?
Los ojos de Tom relampagueaban.
—¿Y Julia? —El jefe de seguridad de Asses continuaba—. ¿Cómo sentiría usted si alguien la secuestrara y la torturara lentamente, sometiéndola a todo tipo de vejaciones, por supuesto, antes de morir? —Pude apreciar en Tom unos esfuerzos sobrehumanos por contenerse y no empezar a golpear la cara de aquel bastardo, que continuaba hablando como si nada de eso fuese con él—. En cuanto a usted, señor Bates, para las expectativas que tiene, casi sería mejor que Asses acabase pronto con su vida. Se ahorraría nuevos fracasos.
—¡Hijo de perra! —grité. El tipo aquel había conseguido sacarme de mis casillas. Avancé hacia él decidido a cerrarle la boca de un puñetazo. Benson me sujetó.
—Bates —me miró desde sus ojos profundos—. No merece la pena ensuciarse las manos.
Compton reía como un maldito.
—¡Eso! ¡Eso! ¡Vamos, pégueme! ¡Dé rienda suelta a su rabia! ¡Aproveche ahora, porque dentro de poco será la vida la que le golpee a usted!
Una risa exagerada inundaba la habitación. Tom me miró con calma y extrajo un último objeto de su bolsa.
—Ya veremos qué sucede —dijo, haciendo acopio de tranquilidad—. De momento le conviene preocuparse por lo que le va a pasar a usted —avanzó hacia nuestro prisionero, llevando un bigote postizo en sus manos—. Verá, señor Compton. Hay algo que no le he dicho. Hay un cuarto personaje en el último acto de esta representación. —Tom colocó el bigote en la cara de Compton—. Alguien que, seguramente, tendrá mucho interés en volver a verlo.
Tom se acercó a la puerta de la sala.
—Puede hacerlo pasar —dijo.
En ese preciso momento, la puerta se abrió. Con pasos inseguros, casi arrastrando los pies, con una mirada perdida que nunca seré capaz de olvidar, ante nosotros avanzaba lentamente Sir Andrew Baker, o el grotesco despojo en que se había convertido quien un día fuera uno de los más influyentes políticos de Inglaterra.
—Bienvenido, Sir Andrew —dijo Tom—. Compton, debo decirle que Sir Andrew ha estado ahí fuera escuchando toda nuestra conversación.
La expresión confiada de Compton se tornó en un brillo de terror. Baker avanzaba hacia él, entre susurros.
—Maldito bastardo… —murmuraba entre dientes.
Compton empezaba a sudar.
—¿Qué va a hacer?
—Bastardo…
Tom me cogió por el brazo, invitándome a salir de la habitación.
—Nosotros los dejamos solos. Seguro que tienen muchas cosas que discutir.
—Bastardo… —continuaba susurrando Baker.
—¡Benson! —gritó Compton—. ¡No me dejen solo! ¡Maldita sea! ¡Se arrepentirá de esto! ¡Benson!
Baker se abalanzó sobre el inmovilizado jefe de seguridad. Nosotros salimos de la habitación, mientras oíamos a Compton gritar de miedo y dolor. Justo en la puerta, una mujer mayor de mirada triste nos esperaba. Tom se dirigió a ella.
—Le aconsejo que espere fuera, señora Baker. No va a ser algo agradable.
La mujer bajó la mirada y asintió. Pude ver el dolor de la situación por la que estaba pasando. Tom se mostraba exhausto. Exhausto y preocupado. Se dejó caer, apoyando la espalda en la barandilla de la escalera, y se llevó la mano a la frente, intentando recuperar fuerzas.
—Es la esposa de Sir Andrew —dijo, concediéndome una explicación que yo necesitaba—. Fui a verla y le conté toda la situación. Ella está tan destrozada como lo estamos nosotros, visto el estado de su marido. Así que la convencí de que participase en esto.
Compton seguía gritando. Me senté al lado de Tom. Tenía un cierto aire preocupado.
—Tom, —acerté a decir— ¿cree que decía la verdad? ¿Cree que pueden descubrirnos?
Tom suspiró.
—No lo sé —dijo finamente—. Ya veremos.
Tom se quedó callado. A mí no se me ocurría nada que decir. Nos quedamos los dos sentados, en silencio, a esperar que se apagaran los gritos.