2. Mayne Manor

Permitan que me presente. Me llamo Stephen Bates, y soy escritor. Bueno, al menos eso es lo que he intentado a lo largo de toda mi vida, aunque soy lo suficientemente realista como para pensar que ninguno de ustedes haya oído jamás hablar de mí. Lo cierto es que no confío demasiado en ello. Solo en una ocasión mi nombre estuvo a punto de recibir el reconocimiento público, y fue debido a los caprichosos giros del destino que tengo la intención de relatar. Después de aquello, la ilusión de fama y fortuna se fue esfumando de mi vida, dejándome de nuevo con la sangrante sensación de ser uno de tantos escritores de poca monta condenados al olvido prácticamente instantáneo.

Me embarqué en esto de la literatura por vocación, con el sueño de alcanzar las altas cotas de los clásicos. Con el tiempo fui rebajando mis metas, esperando al menos obtener algo de reconocimiento y colar algún best seller en las librerías, pero después de tres o cuatro estrepitosos fracasos editoriales me conformé con subsistir a base de folletines ocasionales y de asquerosas novelas de misterio que me proporcionaban lo justo para no pasar hambre. Así conocí el desencanto, y acepté el hecho de que mi paso por el mundo de la lírica nunca iba a ocupar un lugar destacado en las enciclopedias de literatura.

Hace poco más de un año tuve la ocasión de participar en los extraños sucesos que tuvieron lugar al amparo de Mayne Manor. Fue entonces cuando conocí a Thomas Benson, el ingeniero, y a las demás personas que allí habían sido convocadas. Por cierto, no tengo ningún reparo en admitir que, a diferencia de Tom, mi contribución personal en este asunto fue casi nula, y nada decisiva para el desenlace final de los hechos que aquí expongo. Fue Tom quien, de algún modo, cargó sobre sus hombros la mayor parte del peso derivado de nuestra participación en el oscuro entramado que empezó aquel fin de semana, que ahora se me antoja tan lejano. Y fue Tom quien, incapaz de dejar las cosas como estaban, llegó hasta el fondo de la cuestión y descubrió la verdad. Una verdad que, por más que haya pasado arrasando mi vida, aún me sigue pareciendo completamente increíble.

Pero bueno. Nada de esto sabíamos, ni siquiera podíamos intuir, ninguna de las personas que llegamos aquella noche de viernes a Mayne Manor. Oscurecía cuando el coche en el que yo viajaba recorrió las últimas revueltas de la solitaria carretera que conducía a la mansión. En realidad, bastaba el aspecto que desde lejos ofrecía la gigantesca construcción para compensar las horas que había tenido que conducir para llegar. Había oído hablar muchísimo de las casas señoriales, las famosas manors, pero el pobre estado de mis finanzas me había impedido conocer ninguna de ellas salvo por fotografía. Apenas atisbé Mayne Manor, supe que estaba en un escenario único. La casa ofrecía la típica disposición recargada y puntiaguda de las residencias victorianas. Los inclinados tejados se recortaban contra el cielo gris del sur de Inglaterra y la luna, con su halo difuso, contribuía a darle un cierto toque de misterio. Recuerdo que, por aquellos días, yo acababa de escribir una serie de seis cuentos cortos de intriga para una revista local. Quizá por eso, mi primer pensamiento al ver la casa fue que estaba entrando en el escenario ideal para un crimen. Y pensé, estúpido de mí, que aquel sería un lugar magnífico en el que ambientar una futura novela.

Hoy ese pensamiento me resulta paradójico.

Apenas cuatro días antes me encontraba visitando a mi editor cuando me sorprendió con la noticia de que la asociación cultural Gregor Hampstead de Farnham buscaban escritores para impartir unas charlas sobre los estilos literarios de la narrativa de misterio. Como digo, precisamente hacía poco que acababa de recoger información abundante sobre el asunto. Debo decir que la asociación tenía destinada una compensación económica más que interesante para el escritor que finalmente accediese a participar en los talleres, lo que, unido a la parca situación económica por la que atravesaba, terminó de convencerme para que aceptase la oferta.

La propuesta era realmente atractiva: se habían organizado unas jornadas de literatura de misterio en una casa señorial del condado de Surrey llamada Mayne Manor. Las jornadas incluían todo un fin de semana en el que participarían los socios y algunos escritores invitados. Mi trabajo allí consistía en estar presente durante una charla —mesa redonda— coloquio en la que intentaría contestar a las dudas sobre el género que pudiesen tener los socios. Eso era todo. No era necesario preparar ningún dossier, ni documentación, ni discurso. Escuchar y contestar. Ni qué decir tiene que, para mi, el trabajo sonaba más a bendición celestial que a obligación: un fin de semana con los gastos pagados en una mansión señorial en las afueras, con todo lujo, prodigando a los adinerados socios de una asociación cultural las excelencias de mi trabajo literario y la gran experiencia que suponía mi bagaje. Y además, mi bolsillo se llenaba lo suficiente para ir tirando, al menos una temporada más.

Así que cuando vi la casa pensé que no podía haberse elegido un lugar mejor para celebrar estas jornadas. La luna se reflejaba, gélida, en sus numerosas ventanas, y las chimeneas se alzaban despuntando contra el cielo. Alrededor de la casa podía verse una extensa verja de barrotes altos, delimitando la propiedad. En el interior, un jardín enorme, cuidado hasta el último de sus detalles, y frondosas hileras de árboles remataban el recargado ambiente de la mansión.

Cuando llegué a la verja principal la encontré abierta. Un mayordomo, impecablemente vestido para la ocasión, se acercó al coche.

—Buenas noches. ¿Me permite su invitación?

—Claro. —Saqué mis credenciales de la guantera y se las di—. Soy Stephen Bates. —Supuse que con eso no bastaría, y añadí—: El escritor.

—Muy bien, Señor Bates. —El empleado me devolvió la invitación sin ningún gesto externo—. Le estábamos esperando. Pase. Es un honor tenerle entre nosotros. Puede aparcar el coche al final del paseo, frente a la casa.

—Gracias.

Conduje los apenas cincuenta metros que me separaban de la zona de aparcamiento. Justo en ese momento una pareja acababa de dejar su coche y eran acompañados por otro mayordomo al interior de la casa. Alguno de los socios, imaginé. Aparqué mi vehículo en el primer sitio que vi libre y esperé a que el mayordomo viniese a por mí. Mientras tanto me entretuve mirando los alrededores; la casa, el paseo, el enorme espacio del jardín, la casita del jardinero a unos cien metros del edificio principal… Reparé en que en la zona de aparcamiento solo había ocho o nueve coches en total, lo cual me pareció muy curioso. Si he de ser sincero, yo ya esperaba una reunión no demasiado numerosa. Cuarenta, cincuenta personas a lo sumo. Pero con aquellos coches difícilmente llegaríamos a la treintena. ¿Iba a ser una reunión íntima? ¿O es que me había adelantado? Por mi cabeza asomó la idea de que quizá los socios habían sido convocados más tarde. Tanto daba. La aparición del mayordomo me sacó de mis reflexiones.

—¿Señor?

—Hola —dije, intentando adquirir un tono sofisticado que a mí me sonó especialmente falso—. Soy Stephen Bates.

—Muy bien, señor. Le estábamos esperando. Mi compañero se encargará de su equipaje. Tenga la amabilidad de acompañarme, por favor.

Le seguí. El mayordomo me condujo a la entrada de la casa, mientras otro mozo se acercaba a mi coche para cargar con mi maleta. En el umbral de la puerta, el primer mayordomo se detuvo y me dejó pasar.

—Bienvenido a Mayne Manor.

El espectáculo que se presentó ante mis ojos era impresionante. El vestíbulo de la casa estaba dispuesto, todo cuidado a la perfección, para recibir a los invitados que fueran llegando. La entrada tenía unas dimensiones descomunales. Me encontraba en una estancia que tendría más de cien metros cuadrados, y eso era solo el recibidor. Por unos segundos, me vino a la cabeza la imagen de mi estudio de una habitación y la comparación se me antojó ridícula. Todo mi apartamento cabía varias veces dentro de aquella sala. Al fondo, unas puertas de doble hoja guardaban lo que supuse que sería el salón principal, mientras que a ambos lados de las puertas unas escaleras conducían a un rellano en el piso superior.

Un breve vistazo me hizo reparar en lo generoso de la decoración. A un lado y otro podían verse ricas pinturas y esculturas. No es que yo entienda demasiado de arte, si he de ser sincero. Pero el ambiente, perfilado hasta el más ínfimo de los detalles, me hizo suponer que ahí había invertido mucho capital.

—Haga el favor de esperar un momento, señor Bates, hasta que llegue el resto de invitados.

El mayordomo salió por la puerta principal, cerrándola tras de sí. Entonces fue cuando reparé en el resto de personas que había en la sala. La pareja que había visto antes se entretenía mirando los cuadros. Eran jóvenes. Treinta y pocos, a juzgar por sus caras. Ella tenía un encantador aire juvenil, con el rubio pelo lacio cortado a la altura de los hombros. Él tenía un aspecto inteligente, despierto, pero miraba a su alrededor como si se encontrase tan perdido como yo mismo. Ella le dio un toquecillo en el brazo, como invitándole a mirar en mi dirección.

En otro extremo de la sala había una pareja de ancianos. Más de setenta, calculé. Él, de cara hinchada y rebosante papada, lucía un mostacho exagerado bajo unos lentes gruesos. Ella llevaba el pelo recogido en una especie de topo adornado con florecitas, e iba torpe y exageradamente maquillada. Los trajes de ambos demostraban que no estaban demasiado acostumbrados a ambientes como el que se respiraba en esta casa. Más bien parecían sacados de un autocar de viaje de jubilados, y no socios de una asociación cultural.

—Esto es impresionante, ¿verdad? —Una voz femenina interrumpió mi proceso de reconocimiento del terreno. La mujer joven se había acercado a mí, y a pocos metros la seguía su acompañante—. Me llamo Julia, y este es mi marido. Thomas Benson.

—Encantado, señora. Yo soy Stephen Bates.

Thomas me tendió la mano. Yo esperaba que, tratándose de gente de la asociación, enseguida me reconocieran por mi nombre, pero la verdad es que la impresión que me dio es que los dejaba más bien indiferentes.

—Es la primera vez que venimos a uno de estos encuentros —la mujer daba muestras de ser mucho más extrovertida que su marido— y no conocemos a nadie.

Primerizos. Ese podía ser el motivo por el cual aún no me conocían, y también de que se encontraran tan perdidos en este lugar. Casi instintivamente aventuré unas palabras de confianza.

—No se preocupen. Imagino que para eso se celebran estas jornadas. Para conocerse mejor, ¿no les parece?

La pareja de ancianos nos estaba escuchando y parecían dispuestos a sumarse a nuestra conversación. Ella dio un paso hacia nosotros. El tal Thomas tomó la palabra, dirigiéndose a mí.

—Yo soy de Conectividad y Gestión de Protocolos, división de Norwood.

—¿Perdón? —Aquella era la forma más extraña que jamás había escuchado para iniciar una conversación. ¿Qué se supone que debía de contestar a eso? ¿Que me alegraba? ¿De qué estaba hablando?

—De protocolos. Desarrollo —dijo, como si eso lo aclarara todo—. ¿Y usted?

Los ancianos intervinieron justo en el momento adecuado para salvarme de un embarazoso no le entiendo. Se habían ido acercando a nosotros siguiendo los cuadros de las paredes, y el hombre mayor interrumpió nuestra conversación.

—Mira, Martha. Parece que vamos a tener compañía joven este fin de semana.

—A ver si hay suerte y nos contagian algo. Hola. Somos Philip y Martha Duncan.

La señora tendió una mano amistosa hacia nosotros.

—Parece que todos nosotros somos gente afortunada. —La señora sonrió.

Afortunado. Pues no diría exactamente eso. No sabía en realidad a qué se refería la mujer, pero opté por seguirle el juego. A mi lado, Thomas esperaba continuar con la conversación que había quedado interrumpida. Intenté desviar el tema, para no tener que verme en un aprieto.

—¿Hace mucho que pertenecen ustedes a la asociación?

Thomas frunció el ceño. Ahora parecía que el sorprendido era él.

—¿A qué se refiere?

—A la asociación. En realidad, yo no la conozco mucho, solo contactaron conmigo para la charla. Literatura de misterio, ya sabe.

Thomas seguía desorientado. La mirada de sorpresa se acentuó en su rostro.

—Perdone, pero sigo sin entender a qué se refiere.

Nuestra mutua extrañeza estaba llevándonos a una situación embarazosa. Parecía que ambos hablábamos de cosas completamente distintas. Casi di gracias al cielo cuando se abrió de nuevo la puerta principal, interrumpiendo de nuevo aquel diálogo absurdo. Una nueva pareja entraba en la casa.

—Parece que va llegando más gente —comentó la anciana señora Duncan.

Había entrado una pareja joven. Más jóvenes que Thomas y Julia. Ella iba embozada en un escandaloso abrigo de piel, y todo a su alrededor daba sensación de recargado: el largo pelo, de un rubio platino escandalosamente artificial, que llegaba hasta media espalda, los ricos collares y pendientes. Aquella muchacha no debía tener más de veinticinco años, pero venía sepultada bajo una capa de maquillaje que tapaba casi por completo sus rasgos. Hasta el perfume que la envolvía parecía exagerado. Tuve la sensación de que había visto antes esa cara.

Su acompañante, algo mayor que ella, se movía a su lado con evidente aire de superioridad. Alto, moreno, de mandíbula cuadrada, llevaba impresa en la cara esa expresión como de estar siempre plantándole cara al mundo. Se quedaron al lado de la puerta, y él miró en nuestra dirección, moviendo la mandíbula de arriba a abajo, como masticando un chicle.

—Bueno, ya estamos aquí —dijo él, sin hacer ningún esfuerzo por pasar desapercibido—. Dejen paso a la estrella.

La última frase la dijo mientras le ayudaba a quitarse el abrigo. Y entonces fue cuando nos fijamos realmente en ella. Debajo de las aparatosas pieles, aquella muchacha iba prácticamente desnuda. Lucía un minúsculo top compuesto de brillantitos dorados que apenas daba para cubrirle los abultados senos (cuya forma y tamaño delataba como completamente artificiales). Una ridícula falda negra dejaba más piel a la vista que cubierta, descubriendo un llamativo piercing que emitía destellos intermitentes desde su ombligo. Remataban la escena unas botas de caña alta que ascendían hasta las rodillas. Los tacones debían medir más de quince centímetros. Y todo el conjunto, por supuesto, adornado con pulseras, collares y demás pedrería.

Julia se acercó a Thomas y le dijo despacio:

—No estoy segura. ¿Esa no es…?

Tampoco tuvo tiempo de terminar la frase. La pareja se acercaba a nosotros.

—Ya pueden estar tranquilos —el tipo moreno seguía moviendo la mandíbula arriba y abajo, arriba y abajo—. Su cantante acaba de llegar.

Miré a Thomas, y este se encogió de hombros como compartiendo mi desconcierto respecto a lo que teníamos delante. Al llegar junto a nosotros, Julia se acercó a la joven.

—¿Me equivoco o es usted Jennifer Stark?

La mujer esbozó una media sonrisa que se me antojó muy bien ensayada. Sin embargo, no llegó a abrir la boca. El altavoz que lucía como acompañante lo hizo en su lugar.

—Pues claro, nena. ¿Quién si no?

La frecuencia con la que la mandíbula subía y bajaba aumentó un poco, lo justo para dejar entrever una sonrisa de orgullo entre oscilación y oscilación. Jennifer Stark. Así que era ella. No es que yo estuviese demasiado al tanto de la actualidad musical, pero incluso con unos conocimientos tan limitados como los míos era difícil no haber oído hablar de Jennifer Stark. Había dado el salto a los medios cerca de dos años antes. Se suponía que iba a ser la reacción europea al nuevo modelo de ídolo juvenil importado de Estados Unidos, cuyo máximo exponente era Britney Spears. Chica joven, con impreciso talento musical pero firme afición a los escándalos públicos. De Jennifer se conocían bien estos últimos. Una boda apresurada con un antiguo profesor de instituto que le doblaba la edad, un todavía más apresurado divorcio (con las consiguientes voces clamando que todo había sido un montaje), unas fotografías más que comprometidas con un importante cargo público en el asiento trasero de un Ferrari, unos rumores acerca de una relación tempestuosa con Madonna… En realidad, lo que menos importaba en Jennifer Stark era la música, relegada a un discreto segundo plano entre tanta exclusiva y desenfreno. Y, sorprendentemente, ese fin de semana iba a asistir con nosotros a unas jornadas sobre literatura de misterio. Todo esto estaba empezando a convertirse en ridículo.

Jennifer tendió su mano hacia Julia.

—Yo soy Jennifer, y este es mi novio, Bobby Drake.

—Y su manager —el tipo se apartó de la cara la oscura greña de cabello engominado de le caía sobre los ojos. La mandíbula seguía su trayectoria. Arriba y abajo, arriba y abajo.

—Será un placer cantar para vosotros.

Martha soltó una exclamación de alegría.

—¿Cantar? ¡Oh, Philip! ¡Mira qué estupendo detalle! Han invitado a una cantante para el fin de semana. ¿Verdad que es maravilloso?

Todo estaba yendo muy rápido. ¿Una cantante en unas jornadas de literatura de misterio? No podía pensar en algo menos adecuado. Esto se estaba convirtiendo en algo grotesco antes que en una reunión de una asociación cultural.

—Disculpen. —Thomas ponía la misma cara de estupefacción que yo—. Pero no sabía que la empresa contratase cantantes para estos encuentros. Me llamo Thomas Benson.

—Vale, tío —el tal Bobby hacía gala de sus exquisitos modales—. ¿Están por ahí los mandamases? Tenemos que hablar de comercio.

En esos momentos me di cuenta de que llevaba un buen rato sin despegar los labios. Por muy extrañado que estuviese, supuse que debía presentarme.

—Yo soy Stephen Bates, el escritor.

Thomas me miró, con la expresión de perplejidad aún más acentuada en su cara.

—¿Escritor? Disculpe, yo pensé que usted también pertenecía a Desarrollo. ¿Usted no trabaja para la empresa?

—Perdone —al fin tuve que enfrentarme a la confusión—, pero es que no sé de qué empresa está usted hablando.

DST. La empresa que ha organizado el encuentro de ingenieros. La que nos ha traído aquí.

Las palabras de Thomas terminaron de desubicarme por completo. Decididamente, no entendía nada de lo que estaba sucediendo allí.

—Lo siento, pero a mí me ha contratado la asociación Gregor Hampstead para dar unas charlas acerca de novelas de misterio. No sé a qué se refiere.

Thomas me dedicó una mirada pesada.

—Pues parece que nos han traído aquí por distintos motivos. Mi mujer y yo estamos aquí para asistir a un encuentro de ingenieros de mi empresa.

—Un momento, un momento… eso es imposible —todo aquello empezaba a rayar el absurdo, pero pese a todo intenté dominarme, para no mostrarme nervioso—. Este fin de semana se celebran en esta casa unas jornadas sobre literatura de misterio.

El tipo del chicle nos interrumpió.

—Oigan, no sé qué tonterías de misterios ni de ingenieros están contando, pero aquí este fin de semana va a firmarse un contrato millonario. ¿Qué pintan ustedes aquí?

La situación era ridícula. Pensé en una posible confusión, pero el hecho de juntarnos tantas personas confundidas echaba por tierra todo intento de justificación. Además, los mayordomos habían comprobado nuestras invitaciones. Mientras el resto de nosotros intentábamos encontrar un sentido a esta situación, Julia se dirigió a los ancianos.

—Perdonen, señores Duncan —preguntó dulcemente—. ¿A ustedes quién los invitó a pasar aquí el fin de semana?

La mujer miró extrañada.

—¿A nosotros? La agencia, claro.

—¿Agencia?

—La agencia de viajes Clayton —explicó Philip—. La del sorteo.

Thomas se acercó al viejo.

—¿Puede explicarme eso, señor Duncan?

El hombre arqueó las cejas.

—Claro. Verá. La agencia llamó a casa hace un mes diciendo que nos había correspondido el primer premio en un sorteo, gracias al cual teníamos derecho a pasar un fin de semana en esta mansión. A los dos días llegó un mensajero con las invitaciones y unos folletos sobre la agencia y los viajes de recreo que organizan.

—Pero ¿usted conocía antes la agencia?

—¿Nosotros? No. Qué va.

—¿Y cómo es que ganaron el premio? —Thomas estiraba el hilo de sus pensamientos.

La señora Duncan tomó la palabra.

—Es que cuando llamaron dijeron que eran una empresa nueva y que estaban haciendo eso para promocionar sus viajes.

Thomas asintió, mostrándose comprensivo. Bobby se movía inquieto.

—Bueno, muy bonito —empezó a decir, visiblemente nervioso—. Cojonudos los cuentos de la abuelita, pero nosotros no hemos venido aquí para perder el tiempo. ¿Alguien me dice dónde están los jefes o empiezo a ponerme serio?

Thomas intentó lo frenarlo.

—Cálmese, señor Drake. No gana usted nada poniéndose nervioso.

—¿Pero qué coño me estás contando, tío? —Con los nervios, incluso olvidó masticar su chicle.

—Párese un momento, Bobby. Yo me encuentro tan sorprendido como ustedes, pero lo cierto es que cada uno de nosotros se encuentra aquí por un motivo distinto. ¿No?

Las palabras cayeron como un cubo de agua fría sobre los que nos encontrábamos allí. En ese preciso instante la puerta principal se abrió, mientras Drake balbuceaba algo sin sentido. Un hombre mayor, de entre cincuenta y sesenta años, de estampa alargada y porte elegante entró acompañado por el mayordomo.

—Aguarde aquí —dijo el mayordomo.

Con la rapidez con la que estaba sucediendo todo, solo Thomas fue capaz de reaccionar. Intentó acercarse rápidamente a la puerta, con el fin de hacer algunas preguntas al sirviente.

—¡Espere un momento! —gritó—. Quiero hablar con usted.

El mayordomo se apresuró a salir y cerrar la puerta tras de sí. Thomas casi empujó al recién llegado y de un salto se aferró al picaporte de la puerta, pero este se resistió a su forcejeo.

—Maldita sea —dijo contrariado—. Estamos encerrados.

Estupefactos, asistíamos a una situación que desbordaba toda nuestra capacidad de respuesta. El primero en reaccionar fue Drake.

—¿Qué demonios está pasando aquí? —Airosamente llegó junto a Thomas y le apartó con violencia de la puerta—. A mí no me van estos jueguecitos. Aparta.

Bobby dio tres o cuatro empujones violentos antes de decidirse a cargar con el hombro. El pobre idiota, sumergido en su propio nerviosismo, ni siquiera se había dado cuenta de que la puerta se abría hacia dentro.

—¡Joder! —bramó.

Thomas posó su mano en el hombro todavía útil de Bobby. El tipo paró de forcejear y lo miró.

—Creo que es inútil. Estamos encerrados.

Fuera por cansancio o por un raro destello de lucidez, por una vez, Drake se mostró sensato y se apartó de la puerta, frotándose el hombro dolorido. Para recuperar algo de su orgullo se sacudió de encima la mano conciliadora del ingeniero y agitó una o dos veces la mandíbula; arriba y abajo. Marca de la casa.

En ese momento, cuando pudimos distraer nuestra atención de lo que pasaba en el marco de la puerta, reparamos en el hombre que acababa de entrar. Su expresión de aturdimiento casaba muy bien con la que llevábamos los que ya nos encontrábamos dentro.

—Vaya bienvenida más extraña —acertó a decir. Y entonces, solo entonces, lo reconocí.

Quizá el lector no se encuentre demasiado familiarizado con asuntos de política, pero supongo que todos ustedes reconocerán el nombre de Sir Andrew Baker como uno de los políticos más importantes del Reino Unido. Lideraba un partido pacifista que, si bien hasta el momento nunca había alcanzado un peso específico en sufragio público, sí que contaba con un abultado número de seguidores que posibilitaba el que cualquier otra opción política buscase su respaldo en decisiones importantes. Esta importante posición se había reforzado a la luz de los recientes acontecimientos internacionales.

El decisivo papel que el gobierno británico había jugado en la reciente crisis de Irak lo habían puesto en el punto de mira de la opinión pública, que no veían con buenos ojos la decisión de llevar al país a una guerra cuya justificación aparente sonaba falsa, y numerosas voces se habían alzado contra la política seguida por el primer ministro Tony Blair y todo su equipo de gobierno. Esto se había acentuado desde el momento en que David Nelly, el científico experto en armamento del gobierno británico, apareció muerto en extrañas circunstancias. Las investigaciones siguientes apuntaban a un suicidio motivado por las presiones recibidas para falsear sus informes, lo que desencadenó toda una serie de acontecimientos que implicaban al primer ministro, otros ministros del gobierno, el personal del número 10 de Downing Street, los burócratas del Ministerio de Defensa y los maestros espías del Comité Conjunto de Inteligencia. De nada había servido el informe de lord Hutton sobre las circunstancias que rodearon la extraña muerte, que exoneraba de un plumazo cualquier tipo de conducta cuestionable por parte de los principales cuestionados. El sentir general era que el informe estaba maquillado, y un clima de descontento general se había adueñado de la opinión pública. Andrew Gilligan, el periodista de Today que había dicho en su programa matutino que el gobierno había engañado deliberadamente, había puesto a la BBC al borde de una de las crisis más importantes de su historia. Tanto que Gavyn Davies y Grez Dyke, el presidente y el jefe ejecutivo, se habían visto obligados a dimitir.

Así, inmersos en todo ese clima de descontento e irritación, el partido de Baker había destacado por adoptar desde el primer momento una postura terriblemente crítica con la represalia bélica y la ocupación de los territorios, postura que les hizo ganar en prestigio a los ojos de todos aquellos que no comulgaban con los métodos empleados por el personal de Downing Street. Poco a poco, el partido fue ganando en adeptos y en repercusión pública. Y parte de este notable éxito era debido a la carismática figura de Sir Andrew Baker.

De un pacifismo convencido, Sir Andrew se había destacado por lo coherente de su mensaje y su vida, y a la luz de los últimos acontecimientos internacionales había popularizado un sencillo aunque extendido eslogan que abogaba por la no violencia: «Hay otra opción». Baker rechazaba cualquier manifestación bélica o de fuerza, de tal modo que continuamente alzaba la voz para protestar por el papel de su país en el conflicto. Para ser coherente con su mensaje, incluso había renunciado a la protección de guardaespaldas acostumbrada para los dirigentes de partidos políticos. Su reputación iba creciendo a pasos agigantados y su nombre empezaba a pronunciarse en las mesas de negociación sobre conflictos armados y asuntos de desarme como parte neutral.

Thomas se acercó al nuevo invitado disculpándose por el recibimiento que se le había reservado.

—Disculpe nuestro trato. —Thomas tendió la mano—. Pero parece que nos encontramos en una situación un tanto extraña.

—Ya veo. —El recién llegado esbozó una sonrisa cordial en sus labios, mientras correspondía al saludo—. Encantado. Andrew Baker.

Las cejas de Thomas subieron al menos tres centímetros de su posición normal.

—¿Sir Andrew Baker? ¿El político?

—Así es. —Baker mantuvo su cálida sonrisa. Así, en persona, Sir Andrew guardaba mucho del magnetismo que transmitía en sus apariciones públicas. Su cabello gris, sus ojos claros y sinceros, su gesto afable, de persona accesible y a la vez enérgica, hacían de él alguien en quien era fácil confiar. El hombre que estaba frente a nosotros tenía el carisma de un verdadero líder.

Tras la agitada entrada, la presentación sirvió para que los presentes nos tranquilizásemos un poco. Entre todos intentamos poner en antecedentes a nuestro nuevo compañero.

—¿Y dicen ustedes que cada uno ha venido aquí por un motivo distinto?

—Así es —confirmé yo, intentando tomar un papel en la conversación—. Mi editor me envió aquí para dar una charla sobre literatura de misterio.

—Y el director de mi empresa me dijo que era una reunión de ingenieros.

Jennifer acariciaba el hombro dolorido de Bobby.

—Nosotros veníamos a firmar un contrato —dijo ella—. Unos conciertos para esta temporada. Y los señores Duncan venían a pasar un fin de semana de relax.

—Pues parece que tenemos problemas, caballeros —dijo Baker en un tono pausado—, porque yo venía a impartir un seminario sobre educación en valores. Da la impresión de lo más cercano a la realidad sean sus curiosas jornadas de misterio, señor Bates.

El comentario me resultó gracioso.

—Sí —contesté yo—. Esta reunión parece salida de la pluma de Christie. ¿Han leído ustedes «Diez Negritos»?

Jessica dio un respingo.

—¡Yo vi la película! Bueno, pero ya hace tiempo —la cantante hizo un esfuerzo por recordar—. Era de asesinatos. Y salía Sherlock Holmes, ¿no?

Baker esbozó una sonrisa comprensiva.

—No, pero casi —acerté a decir—. Diez personas que no se conocen entre ellas, con una única cosa en común, todos han sido cómplices o culpables, directa o indirectamente, de la muerte de alguien. Y ninguno ha cumplido condena.

—¡Ah! ¡Sí, sí! Ya recuerdo. Y luego los van matando uno a uno, ¿verdad?

—Así es.

El comentario de Jennifer hizo que un silencio nervioso se extendiera entre nosotros. Me arrepentí de haber sacado el tema y mucho más de recurrir a la perversa imaginación de la vieja escritora británica para comparar nuestra situación.

—Parece que mis invitados no han tardado demasiado en descubrir mi pequeña broma.

La voz había retumbado por todo el hall en el que nos encontrábamos, procedente del piso superior. Al levantar la vista vimos dos figuras que avanzaban hacia nosotros descendiendo por las escaleras.

—Bien hecho, bien hecho. No esperaba menos de ustedes. Haber tardado más no habría hablado demasiado bien de su probada inteligencia.

La voz pertenecía al primero de los hombres que se nos acercaba. Enfundado en un traje completamente negro, una figura rechoncha y morena descendía lentamente los escalones. Debía estar rayando los setenta. Un ligero mostacho negro destacaba en una oronda cara en la que el resto de cabello brillaba por su ausencia. El hombre, que se daba los aires de ser nuestro anfitrión, era seguido de cerca por un mayordomo alto y delgado, un tanto más joven que él, de mirada ausente. Lucía un bigote negro muy similar al del hombre al que servía.

—Ustedes perdonarán la pequeña argucia a la que he tenido que recurrir para traerles a mi humilde morada —el tipo rechoncho seguía hablando mientras bajaba. Sus palabras tenían un tono solemne, como cuando alguien recita algo de memoria—, pero son pocos los placeres de los que puedo disfrutar, y me gusta darle a mis asuntos mi toque personal.

Con el parlamento había alcanzado el final de la escalera y se acercaba a nosotros.

—Bienvenidos a Mayne Manor. Mi nombre es Westbury, James Westbury. Soy su anfitrión.

Drake se revolvió, incapaz de contenerse.

—¿Qué demonios hacemos aquí?

Nuestro anfitrión respondió con toda tranquilidad.

—Calma, señor Drake. No se deje dominar por los nervios. Admito que mis métodos para conseguir su compañía han sido, cuanto menos, algo retorcidos. Pero, créame, esto ha sido absolutamente necesario. Lo entenderán todo a su debido tiempo. Sin embargo, creo que no es este el lugar para hablar. Si son tan amables de acompañarme…

—Un momento, señor Westbury. —Benson interpeló a nuestro anfitrión—. Hemos venido aquí engañados y parece ser que estamos siendo retenidos contra nuestra voluntad. Me parece que merecemos una explicación.

—¡Querido señor Benson! —La actitud desenfadada del tal Westbury contrastaba con lo extraño de nuestra situación—. Thomas. Le doy a usted toda la razón. Y es más, le voy a dar la explicación que tan justamente me pide, ahora mismo. Pero coincidirá conmigo en que determinados asuntos se discuten mejor sentados tranquilamente a una mesa. Además, les tengo preparada una cena deliciosa que no debe demorarse más. Pasemos al comedor y tendrán todas las respuestas que deseen.

El tipo se movía y hablaba como un personaje de opereta. Para hacerlo todo todavía más teatral, nuestro anfitrión dio dos palmadas y, como contestando a su llamada, las puertas del fondo del hall se abrieron, dejando ver un majestuoso comedor. Una larga mesa perfectamente preparada para la ocasión esperaba a que nos sentásemos a su alrededor. Dos mayordomos ataviados con el típico chaleco granate y pantalones negros nos esperaban. Me fijé en que eran extremadamente corpulentos. Realmente daban la impresión de ser más guardaespaldas que camareros.

Westbury se dirigió solemnemente al extremo de la mesa.

—Hagan el favor de sentarse y daré orden de que nos sirvan.

—¡Está loco si cree que le vamos a seguir el juego! —Bobby seguía lejos de adoptar una actitud calmada.

—Bien, pues permanezca de pie, si eso le hace sentir mejor.

Westbury se sentó lentamente, como saboreando cada segundo de nuestra estupefacción. Nosotros cruzamos una mirada de interrogación, indecisos. Al fin, Sir Andrew rompió el silencio.

—Bueno —dijo mientras se sentaba—, usted es el anfitrión. Si prefiere explicarnos el asunto mientras cenamos, que así sea.

En esos momentos reconocí en Sir Andrew la famosa virtud de guardar la calma en las situaciones más críticas. Pensé que ese hombre parecería tranquilo en presencia del propio diablo. Todos sus movimientos irradiaban una naturalidad y una tranquilidad por encima de lo normal. Alentados por su gesto, seguimos su ejemplo, sentándonos a la mesa. Bobby permaneció de pie, contrariado. En ese momento dos criados más, igual de fornidos que los anteriores, entraron en la sala portando unas fuentes de sopa.

—Veo que los comentarios que he escuchado sobre usted son ciertos, señor Baker. Es usted el gran hombre que todos dicen —y, dirigiéndose al servicio, añadió—. Pueden servir el primer plato, gracias.

Los mayordomos empezaron a servirnos y a poner bebida en nuestros vasos. Bobby se rindió y se sentó en la mesa. Pude percibir de nuevo la oscilación de su mandíbula.

—Bien, señores Duncan —nuestro anfitrión alzó su copa, mientras nos iba señalando uno por uno—, señores Benson, Sir Andrew, señor Bates, Jennifer y Bobby. Brindo por su presencia en esta mansión.

Westbury vació su copa con toda parsimonia y se dispuso a probar la sopa. Con su aplomo natural, Baker hizo lo propio.

—Deliciosa —comentó tras la primera cucharada—. Coman, coman sin miedo. Me consta que el servicio se ha esmerado en su preparación.

Thomas volvió a preguntar.

—Señor Westbury…

—Sí, sí, ya lo sé, Thomas. Quiere su explicación. La curiosidad de un ingeniero no tiene límites. Está bien —dijo, como una concesión—, no lo alargaré más. Voy a explicarles por qué están ustedes aquí.

Nuestro anfitrión se aclaró la garganta y continuó.

—Hay un pequeño detalle que deben conocer y que, en última instancia, ha sido el desencadenante de toda esta situación. Verán, señores. Soy un hombre mayor, y la vida no me ha tratado del todo mal. Sin embargo, desde hace poco sé, a ciencia cierta, que mi paso por este mundo está cerca terminar. —Westbury hizo una pausa que a mí se me antojó eterna. Un silencio pesado se adueñó de la sala—. Sí, señores. Mis días están contados. Estoy a punto de morir.

Las cucharas se habían detenido en seco. Baker permanecía con la mirada fija en Westbury. Lejos de mostrarse afectado, el hombre prosiguió hablando.

—No crean que ello me hace infeliz. Soy un hombre rico y he disfrutado de cuantas cosas he necesitado a lo largo de mi vida. Incluso me he podido permitir algunos caros caprichos. En fin. Mi camino por este mundo llega a su término, y me resisto a despedirme de él sin darme unos últimos toques de originalidad.

El mayordomo se dio una vuelta alrededor de la mesa para comprobar el estado de nuestros platos.

—Perdón, señor. ¿Hago que entren ya el segundo plato?

—Sí. Gracias, Alfred.

El tal Alfred abandonó el comedor.

—En cierto modo, les envidio a todos ustedes. Poseen características y talentos valiosísimos, y hay veces que siento no haber podido ver la vida desde unos ojos parecidos a los suyos. Ser ingeniero, cantante, político, o incluso llegar a la vejez junto a una esposa amante en un hogar armonioso. Muchas noches soñé con una vida similar a la que ustedes disfrutan. Pero mi camino fue marcado muy tempranamente y, créanme, yo no fui el único responsable. Así que, sintiendo la proximidad de mi destino, decidí invitarles aquí, a que me hiciesen conocer cómo es su vida. La vida de los demás. La vida que he ansiado, y que nunca he tenido.

Alfred y los criados aparecieron por la puerta de la cocina, portando el segundo plato.

—Pero usted ha recurrido al engaño para traernos aquí —hice ver.

—Así es, y por ello les pido mil disculpas. Pero ¿acaso hubieran accedido a venir si les hubiese expuesto mi verdadera intención desde un primer momento? ¿O me hubiesen creído un chiflado?

—Está chiflado. —Bobby había parado de masticar de nuevo. Me pregunté si realmente existiría chicle en aquella boca. Los camareros empezaron a servir.

—Al menos habríamos tenido la posibilidad de decidir —apuntó Thomas.

—¿Y por qué nosotros? —La anciana señora Duncan arqueó las cejas.

—¿Y por qué no? Son gente sencilla, gente normal. Podían haber sido ustedes o cualquier otro. Cuestión de azar. Nada más.

Thomas movía el tenedor con expresión pensativa.

—Sin embargo, señor Westbury, hay algo en todo esto que se me escapa. ¿Cómo consiguió engañar a mi director, al editor de Bates y al resto de la gente para que participasen en su juego?

—Señor Benson. Por favor, no sea ingenuo. —Westbury sonreía, como si estuviera a punto de desvelar algo tremendamente evidente. Hizo una pausa teatral y se aclaró la voz para proseguir—. Usted debe de saber que el dinero es un magnífico aliado cuando se trata de abrir puertas, y yo poseo una aceptable cantidad. Contacté con su director confesándole mi proyecto e informándole de mi intención de, digamos, contribuir al desarrollo económico de su empresa (de forma anónima, por supuesto) con una cantidad más que razonable. Por descontado que el señor Sanderford se mostró francamente entusiasmado, y no planteó ningún problema. De hecho fue él quien sugirió la idea de utilizar como excusa su participación en los encuentros de su sección de Desarrollos. Y algo similar sucedió con el editor de Bates. Ya ven. Un poco de inventiva por mi parte, una serie de llamadas de teléfono, algún que otro oportuno folleto impreso… Sencillo, si se dispone del dinero necesario para llevarlo a cabo.

Westbury empezó a degustar el asado que acababa de ser servido, como dando por finalizada su explicación del montaje. La sola idea del increíble despliegue de recursos que ese hombre había realizado para tenernos con él ese fin de semana me fascinó. Esto era digno de la mente más retorcida que pudiese imaginarse.

—Una cosa más, señor Westbury. —Julia intentó satisfacer su curiosidad—. ¿Qué se supone que debemos hacer aquí?

Nuestro anfitrión sonrió.

—Muy sencillo, querida Julia. Pásenlo bien. Únicamente les pido eso. Háblenme de su vida, de sus dificultades. De lo que cuesta llevar adelante un hogar. Ustedes, señores Benson, háblenme de sus hijos. Tienen gemelos, ¿verdad? Hábleme de su carrera profesional, Thomas. De lo que cuesta hoy en día encontrar trabajo pese a ser un ingeniero más que cualificado. Y ustedes, señores Duncan, háblenme de lo que es envejecer juntos. De lo que es luchar por mantener un matrimonio a través de cuarenta años. Y todo eso lo podemos hacer mientras la señorita Jennifer nos deleita con su maravillosa voz.

Westbury miró hacia mí.

—El escritor puede contarnos historias de misterio, una de mis secretas debilidades. Incluso es posible que cuando salga de aquí quiera escribir algo sobre mi propia vida, si cree que merece la pena. Yo le aseguro que dispondrá de fondos suficientes si pretende emprender el trabajo. Quizá así, entre todos, hagan los últimos momentos de mi vida un poco más agradables y, de esta forma, me sienta con más fuerzas para afrontar mi inminente muerte.

Pinchó otro trozo de asado con su tenedor y se lo introdujo en el gaznate. La frialdad con que se comportaba contrastaba tremendamente con el trágico contenido de sus palabras. Quizá, después de todo, aquellas extravagancias eran inofensivas. Un sentimiento confuso, entre la compasión y la incredulidad, empezaba a adueñarse de los que estábamos sentados a aquella mesa. Baker tomó la palabra.

—¿Y cuál es mi papel en esto?

Westbury dibujó una sonrisa maliciosa en su boca.

—A usted, Sir Andrew, le he reservado un papel protagonista en mi pequeña comedia. —Westbury dio otro largo trago a su copa de vino y la mantuvo unos segundos en el aire, como eligiendo cuidadosamente las palabras. Un brillo agudo se había instalado en su mirada—. Usted, querido amigo, tiene que asesinarme.