Un par de apuntes y varios agradecimientos

Es curioso.

Llevo ya un buen rato frente al teclado de mi ordenador, tratando de organizar mis ideas lo suficiente como para que esta sección no parezca un batiburrillo caótico y desordenado, y no consigo sacarme de encima la sensación de que hablar de Mayne Manor es hablar de mi propia vida.

¿Escucho risas por el fondo? Vale, de acuerdo. Lo que acabo de decir suena tan tópico que echa de espaldas y deja tumbado, lo reconozco. Si me dieran un euro por cada vez que he oído o leído algo parecido tendría… pues eso, un montón de euros. Admito, pues, que esta no es la forma más original de empezar a destripar el proceso por el que esta breve novela ha llegado a vuestras manos.

Pero es que, en este caso, es rigurosamente cierto.

La primera simiente de esta historia, la idea a partir de la cual empezó a construirse, vino a mí hace mucho, pero que mucho tiempo; allá por el 98, cuando yo era un jovenzuelo y entusiasta estudiante universitario en último curso de carrera. Por aquel entonces, compartía con mi hermano una pequeña y calurosa habitación en una residencia de estudiantes que hoy, lamentablemente, ya ha cerrado sus puertas, y regresaba a casa los fines de semana cual periódico hijo pródigo con la mochila a rebosar de ropa sucia en un riguroso ciclo de deterioro y renacimiento. Recuerdo aquella época con una gran intensidad: la proximidad al final de mis estudios estaba provocando en mí, más que un afán, casi diría que una cierta ansia por hacer cosas; diversificarme. Y, cuanto más, mejor. Aquellos días se convirtieron en un continuo alud de actividades superpuestas las unas a las otras, sin ningún tipo de orden, ni concierto. Teatro, conciertos, lecturas de poemas en bares de amigos… incluso un frustrado intento de desarrollar un videojuego. Todo valía.

En cierto sentido, era lógico. A medida que iba agotando créditos del plan de estudios, también se acercaba, paso a paso, un futuro laboral que por aquel entonces se me antojaba, cuanto menos, incierto. Y, si juzgaba por lo que decían compañeros que me precedieron en la lid, presumiblemente absorbente. «Aprovecha ahora, aprovecha, porque cuando empiezas a trabajar, se acabó el tiempo para tus aficiones», parecía ser la consigna. Y aproveché.

Vaya si aproveché.

Entre las espinas clavadas que nunca llegué del todo a sacar estaba la que, con la perspectiva del tiempo, se ha revelado como la más constante y duradera de todas ellas: la literatura. En aquellos días, escribía mucho. Y, lo que más me llama la atención, visto todo esto con el alejamiento que confieren los años, escribía muy deprisa. Sinceramente, mucho más deprisa de lo que escribo hoy en día.

Guardo en el disco duro de mi ordenador mucho del fruto de aquella fértil etapa creadora: una decena de cuentos cortos, medio centenar de poemas de —lo admito— cuestionable calidad (algunos de ellos garabateados en servilletas de papel o billetes de tren de cercanías), una trilogía de cuatro obras de teatro de humor absurdo, un par de novelas empezadas y nunca terminadas (a veces, la efusividad creadora está irremediablemente reñida con la perseverancia), y cosas por el estilo. La mayor parte de este material nunca ha visto la luz. Y nunca la verá, espero, si quiero mantener alguna rudimentaria imagen de creador serio. Pero hay una cuantas honrosas excepciones a esta necesidad de ocultación. Mayne Manor, por ejemplo.

Hacía poco que había sido galardonado con el Premio Francesc Bru de relato por una narración breve, «La elaborada revancha del señor Casaurán», la que podríamos calificar como mi primera publicación y premio literario «serios», si el calificativo tiene algún sentido en un ámbito como este, y si corremos un tupido velo sobre todas las publicaciones aficionadas y todos los premios literarios escolares a los que, quizá, es más conveniente conceder un justo y merecido olvido. El premio supuso una remarcable inyección de moral: había empezado a publicar. Ya nada podía detenerme. Apártate, Pérez-Reverte. Échate a un lado, Stephen King. Tolkien, mucho cuidadito conmigo, que he pillado carrerilla y atropello. Era el momento. Tenía que empezar una novela.

Y apareció Mayne Manor.

Fijaos que he dicho «apareció», y no «escribí». La elección del verbo no es, en absoluto, arbitraria, pues esa es la sensación que tengo hoy, quince años después. La redacción de Mayne Manor me llevó solo dos noches de insomnio. Sí, sí, no hay errata en la línea que acabáis de leer. Dos noches. Y además, con Mayne Manor hice algo que nunca he vuelto a hacer: escribir a ciegas, sin planes, sin esquemas previos, imaginando escenas en el propio momento de plasmarlas en palabras.

Para ser del todo sinceros, mi concepción original de la novela incluía solo lo que ahora son los tres primeros capítulos, hasta la escena crucial de Westbury en la sala de juegos. A partir de ahí, no había nada preconcebido. Y, sin embargo, la segunda parte, la que explica la conspiración y la trama que la sustenta, se fue tejiendo poco a poco, a medida que mis dedos iban pulsando tecla tras tecla y mi imaginación iba entrando en un estado de actividad febril, quizá debido al sueño acumulado. Cuando acabé el capítulo sexto y di por terminada la historia, no tenía la sensación de haber inventado nada, sino de haber estado transcribiendo lo que otros me iban susurrando al oído. De hecho, recuerdo haber releído algunos capítulos dos días después y haber pensado: «¿esto lo he escrito yo?». O haber comentado con los amigos a los que había suplicado que leyeran mi original las escenas que más nos habían gustado y las que menos, como si yo no fuera más que otro lector más. Como si todos estuviéramos en igualdad de condiciones ante el argumento.

Quizá precisamente por eso, por el proceso creativo en sí, el primer borrador de Mayne Manor estaba repleto de pequeños errores e inexactitudes que luego fui puliendo sobre la marcha. Frases puestas en boca de personajes ausentes, personajes que misteriosamente desaparecían de una escena y luego volvía a aparecer, o que entraban dos veces en la misma sala… cosas así. En el proceso de lavado de cara posterior fueron de inestimable ayuda los atentos ojos de los muchos amigos a los que atormenté y amenacé para que ojearan y valoraran mi manuscrito.

Luego venía la peor parte. Porque una cosa era escribir, que es algo sencillo. A fin de cuentas, lo haces solo, en tu casa, tranquilito frente a tu ordenador, con tu café, coca cola o similares… Pero, ah, ¿y publicar? Eso estaba claro que iba a ser un asunto muy distinto.

Opté entonces por la que parecía ser la única opción a mi alcance en aquellos momentos. O la única en la que ya gozaba de una muy modesta experiencia: los premios literarios. Pero, a diferencia de lo que hoy en día suelo recomendar a autores nóveles e inéditos que intentan iniciar su trayectoria editorial, no hice ninguna búsqueda, ni selección del premio que más se pudiera adaptar a mi novela. No. Yo fui a las bravas: la primera convocatoria de premio que cayó entre mis manos y en la que, por extensión, cabía Mayne Manor, esa fue la elegida.

Nada menos que el Gabriel Sijé de novela corta.

También hay que pensar que en el año 98 las cosas eran muy distintas de como lo son ahora. Aunque nos parezca extraño, entonces todavía utilizábamos la peseta, el teléfono móvil era un artículo de lujo e internet era esa cosa pseudomística que yo consultaba muy de vez en cuando en los laboratorios de la facultad. El acceso a la información era mucho más difícil de lo que lo es ahora, de manera que los criterios eran mucho más simples. ¿Mi novela está entre las extensiones máxima y mínima? Sí. Pues hale, la presento.

Y allí estaba yo, con mi querida Mayne Manor debajo del brazo, el fruto de un par de noches de lujuria creativa, presentándome a uno los concursos con más solera del panorama literario nacional, y que por aquel entonces ya estaba en su vigésimo tercera edición.

Efectivamente, Mayne Manor no ganó el Gabriel Sijé. Pero, de una manera sorprendente, esto no supuso ningún revés para mi ego de escritorzuelo aficionado. ¿Por qué no? Pues gracias a una breve reseña publicada en el diario Levante y que leí por pura casualidad. La noticia se titulaba «Veintiuna obras se disputan el premio de novela Gabriel Sijé», y el cuerpo de la misma refería con bastante detalle la gran avalancha de trabajos admitidos a concurso. Ni más ni menos que trescientas cincuenta y seis obras, de las cuales el jurado había preseleccionado veintiuna. También aparecían los títulos de estas veintiuna afortunadas obras. ¿Y qué título aparecía modestamente entre ellas? ¿Lo adivináis?

Exacto. Esa que todos estáis pensando.

Guardo el recorte de aquella noticia como oro en paño, pues para mí constituyó una suerte de trofeo. Además, mi cabeza de ingeniero hacía sus propias cuentas. Si de trescientas cincuenta y seis obras el jurado había preseleccionado veintiuna, eso quería decir que mi novela era, como mínimo, la mejor de un grupo de casi veinte. Y en el mejor de los casos, había trescientas treinta y cinco novelas peores que la mía. Ya veis, y eso solo con mi primer trabajo. En definitiva, que está claro que el que no se conforma, es porque no quiere.

Tras ese «glorioso» primer triunfo se abrió una etapa de mi vida de relativo silencio creativo. Muchos factores influyeron en esto, pero supongo que el más decisivo fue la tan vaticinada incorporación al mundo laboral. En el año 99, poco después de leer mi proyecto fin de carrera en ingeniería de telecomunicaciones, entré como becario en el Departamento de Electrónica de la Universidad Politécnica de Valencia y, un año después, me incorporaba al mismo en calidad de Profesor Titular de Escuela Universitaria Interino. También en esos días empecé mis estudios de doctorado. Fueron momentos de trabajo intensivo, jornadas aparentemente interminables y sacrificios continuos. Y, tal como habían anticipado las peores advertencias, me vi obligado a reducir drásticamente mi actividad literaria. Digo «reducir drásticamente» aunque, afortunadamente para mi salud mental, no llegué a eliminar por completo, tal como atestiguan un par de premios literarios en los que conseguí colarme. Pero habría que esperar cinco años hasta ver resurgir mis esfuerzos por dar a conocer mis escritos.

Mucho había cambiado en esos cinco años. Me había casado, mi plaza de interino en la universidad se había consolidado y, en el año 2004, había conseguido entregar y defender mi tesis doctoral, con lo que gozaba de una situación que yo percibía como mucho más estable. Además, el esfuerzo invertido en mi tesis doctoral se había cobrado su precio, y necesitaba desesperadamente vaciar mi cabeza de autómatas celulares, modelos matemáticos y demás ataques a mi ya debilitada cordura. Eso hice, y vine a caer, de nuevo, en las redes de esa amante ocasional de cuya tentadora presencia nunca he sido capaz de librarme: la literatura. O algo así.

De este modo, abruptamente di por terminado aquel período de sequía, y me concedí a mí mismo permiso para volver a intentar mi aventura editorial. Sin embargo, el tiempo no había pasado en balde. Yo ya no era el mismo que cinco años atrás. Algunas interesantes experiencias previas (entre las que destacaba un accésit en el Premio de relato Ciudad de Peñíscola al que habían concurrido más de mil trabajos), incitaron a mi pragmatismo a buscar formas de aumentar mis posibilidades en convocatorias tan masivamente saturadas, básicamente buscando certámenes menos poblados. Internet se había vuelto para mí algo tan habitual como lavarme las manos antes de comer, quizá incluso un poco más, y ahora me resultaba enormemente sencillo acceder a toda esa información. Adicionalmente, y por una serie de circunstancias que, supongo, no vienen mucho al caso, le había cogido el gusto a eso de escribir en valenciano / catalán, mi lengua materna.

Fue entonces cuando me topé con la convocatoria del Premio Joan Arús de Prosa. Nada más leer el texto de la convocatoria pensé que quizá sería una buena idea darle una nueva oportunidad a Mayne Manor, aquella novela breve que años antes se había quedado a las puertas de la gloria (o esa sensación tenía yo, vaya) y que ahora languidecía como tristes bits olvidados en un abandonado recodo del disco duro de mi ordenador.

Rescaté el texto, sí, pero enseguida me di cuenta de que el simple reuso no iba a satisfacer los requisitos del concurso. El factor más evidente era que la versión original de Mayne Manor estaba escrita en castellano. Como mínimo, me veía obligado a traducirla al catalán. De acuerdo, vale, París bien vale una misa. Pero al emprender el costoso proceso de la traducción, también me di cuenta de otra cosa; sin ser consciente de ello, mi propio estilo había cambiado con el tiempo. Ya no usaba las mismas expresiones, ni las mismas palabras. Ya no contaba las escenas de la misma forma.

Así pues, el Mayne Manor que presenté al Joan Arús en 2005 era muy distinto de Mayne Manor que concurrió al Gabriel Sijé en el 98. Muy distinto.

Hay un factor maravillosamente delatador en esta reescritura: en 1998 Estados Unidos todavía no había invadido Irak. La trama política que sustenta la historia, en aquel primer borrador, era muchísimo más vaga y abstracta. El Mayne Manor del año 2005 se había empapado de una situación social que yo había seguido con enorme interés y en la que me había implicado en gran medida.

Mayne Manor tampoco ganó el Joan Arús. O, para ser precisos, no ganó el premio, pero si ganó el accésit, lo que me llenó de satisfecha confianza y me dio al ánimo suficiente para emprender los dos proyectos que, con el tiempo, supondrían el inicio oficial de mi trayectoria como escritor: «L’incomparable Bredford Bannings» y «La mano de Dios». Lamentablemente, el accésit del Joan Arús conllevaba dotación económica pero no así publicación, de modo que mi flamante primera-novela-rescrita volvió a quedar inédita. No obstante, puedo asegurar que en aquel momento tenía la sensación de que la historia alrededor de la novela todavía no había terminado del todo.

Los años que vinieron a continuación fueron una especie de ejercicio de equilibrio entre mis tareas en la universidad y mis incursiones en el terreno literario, un terreno que es complejo, delicado y absorbente, y en el que el tiempo hace orgullosa gala de su auténtico carácter relativo, alternando momentos de vertiginosa rapidez con intervalos de lánguida monotonía que, no obstante, nunca permiten bajar la guardia. En estos años, he ido enganchando un proyecto tras otro, sin apenas tiempo de descanso entre ellos. Lo que me ha reportado una enorme satisfacción, justo es decirlo.

La siguiente parada en esta (ya veis que, efectivamente, extensa) historia nos lleva ya al momento presente. Concretamente a la aprobación de la Ley Sinde-Wert.

No estoy en absoluto de acuerdo con la Ley Sinde-Wert. Quizá muchos piensen que, siendo escritor y dependiendo parte de mis ingresos de lo que se venda o no una de mis obras, debería ponerme a tocar las castañuelas al escuchar cosas tales como «canon», «cierre de webs» o «ilegalización de descargas». Pero nada más lejos de la realidad.

No voy a extenderme demasiado en los motivos tras mi desacuerdo, que luego me tiran de la lengua y empiezo a echar páginas y más páginas, y creo que esta sección está alargándose más de lo que había imaginado en un principio. Baste decir como breve apunte, que no creo que las descargas gratuitas vayan a terminar con el arte, ni siquiera que vayan a restar clientes «de pago». De hecho, desde un punto de vista estrictamente matemático, es irrisorio hacer recuento de pérdidas simplemente multiplicando el número de veces que se descarga gratuitamente algún material con derechos de copia por su precio, pues la inmensa mayoría de los que han descargado el material gratuitamente, simplemente no lo habría adquirido de tener que pagar por él. Sí que creo que el artista tiene derecho a vivir de su trabajo, pero no a vivir del cuento, y me parece un atentado contra la libertad de expresión y los derechos individuales el mecanismo establecido para el cierre de webs. En definitiva, creo que una ley como la Sinde-Wert no benéfica a los creadores. Beneficia a las grandes multinacionales.

El día de la aprobación de la ley me sentí terriblemente triste. Triste y decepcionado. Mi percepción de la situación era que los poderosos habían conseguido afianzar un modelo por el cual podrían aprovecharse de la creatividad de otros para hacer todavía más dinero. Y en ese momento, el quinceañero idealista, rebelde y peleón que todavía llevo dentro y toma el control general de vez en cuando (a intervalos cada vez más espaciados, eso tengo que reconocerlo) saltó al primer plano y me convenció de que era necesario hacer algo, explorar nuevas vías, abrir caminos, demostrar que hay modelos creativos no mediatizados por una industria ciclópea y voraz.

Así pues, ideé mi respuesta a la Ley Sinde-Wert: liberar una novela de forma gratuita. O quizá, para hablar con propiedad, debería decir que fue mi primera respuesta a la Ley. Tengo muchas más en la cabeza, que iré poniendo en práctica a medida que el tiempo me lo vaya permitiendo. Pero el distribuir gratuitamente uno de mis trabajos me pareció un gesto cargado de simbolismo.

¿Y qué novela iba a liberar? Bueno, mi directorio de inéditos está bastante atestado de cosas, la mayoría todavía por adquirir su forma final definitiva, pero la primera cosa que me vino a la cabeza fue, precisamente, Mayne Manor. A fin de cuentas, esta obra supuso un punto de ruptura, casi un pistoletazo de salida. Me pareció una buena idea el abrir una nueva etapa de publicación con la novela que, en su momento, abrió otra nueva etapa: la de ponerme a escribir en serio (sea lo que sea lo que eso signifique).

La única puntualización que me queda por hacer es que yo ya no escribo así. Cuando me planteé el embarcarme en esta aventura de publicación gratuita releí el texto y lo primero que pensé era que ese narrador ya no era yo. En realidad, y a pesar de la reescritura de 2005, el escritor de Mayne Manor era más parecido al Ximo Cerdà de 1998 que al Ximo Cerdà de hoy en día. En Mayne Manor hay cosas que ahora me cuido mucho de hacer. Los personajes tienen nombres como Stephen, Thomas o Jennifer, y no solo no he estado jamás en Surrey, sino que lo conozco solo por las referencias que me dio mi hermano cuando estuvo allí en un viaje de estudios. Aun así, hay aspectos que han pervivido obstinadamente en mi obra posterior, como volcarme a mí mismo en el texto (¿Cómo dices? ¿Que los protagonistas son un prometedor ingeniero y un escritor fracasado? Por Dios, que alguien despierte a Freud y le pregunte si puede haber algo más obvio).

Para ser del todo sincero, tras esa relectura estuve considerando seriamente olvidarme de todo este asunto. Mayne Manor es una obra ingenua. Muy ingenua. Demuestra bastante inexperiencia, tanto en el fondo como en la forma y, bueno, odio admitirlo, pero sentí cierto reparo a que viera la luz. Como un cubre-faltas, me planteé una segunda reescritura de la obra, pero la idea murió pronto, pues me di cuenta que eso haría de Mayne Manor un collage inarmónico construido a partir de retales, con ideas de hace quince años, problemas de hace ocho y palabras de hoy en día. Desde luego, no quería eso. Pero el tiempo fue convenciéndome de que también es hermoso mostrar los distintos pasos evolutivos en mi desarrollo como narrador. Lo quiera o no, Mayne Manor es parte de mi historia personal, los pasos que me han ido llevando a hacer cosas mejores (o eso espero).

Poco más me queda por añadir, para alivio de los que han tenido la paciencia de llegar hasta aquí. Solo, eso sí, e ineludiblemente, agradecer a todas las personas que, a lo largo de todo este tiempo, han tenido parte de responsabilidad en que mis palabras puedan llegar a ser leídas. Han sido muchos los amigos que, de un modo u otro, me han animado a seguir escribiendo. Y desde luego, nunca me cansaré de decir que mi apoyo fundamental a la hora de enfrascarme en empresas locas como esta es el de contar con una familia maravillosa que está a mi lado siempre, incondicionalmente, y con una esposa, Marta, que se ilusiona por todos estos proyectos tanto o más que yo mismo. Lamentablemente, hace muy poco que perdí a mi primer —y, probablemente, más crítico— lector: mi padre. Pero sé que, allá donde esté, estará entusiasmado con esta publicación. Estoy seguro.

Y a vosotros, lectores, gracias por acompañarme hasta aquí. Ha sido un placer contar con vuestra presencia. Espero volver a teneros por aquí muy pronto, para continuar compartiendo con vosotros historias, dilemas morales, conspiraciones, y algún que otro esporádico viaje al pasado.

Os espero a todos. Buenas noches. Dulces sueños.

Valencia, abril de 2012