VIII

Volvió a entregarse a la bebida, durante el segundo mes de su confinamiento, sin saber exactamente por qué. No era a causa de la soledad, dado que después de haberse confesado a Bryce experimentaba pocos deseos de compañía. Y no estaba sometido a las tensiones que le habían acompañado durante años enteros, ahora que las perspectivas eran más simples y las responsabilidades casi inexistentes. Tenía un solo problema importante que podría haberle servido como un pretexto para beber: el problema de continuar o no con el plan, suponiendo que el gobierno le permitiera hacerlo. Pero ese problema no le preocupaba con frecuencia —ya estuviera borracho o sobrio—, dado que la posibilidad de que pudiera elegir en la cuestión parecía remota.

Seguía leyendo mucho, y había adquirido un nuevo interés por la literatura de avant-garde, y en especial por la poesía rígidamente formal de las pequeñas revistas: sextinas, villancejos, baladas, que a pesar de su flojedad en ideas y en penetración eran a menudo fascinantes desde el punto de vista lingüístico. Incluso había intentado componer un poema, un soneto italiano en alejandrinos, pero descubrió que no estaba dotado para aquel tipo de tarea literaria. Pensó que algún día podría intentarlo en antheano.

Leía también muchos libros de ciencias y de historia. Sus carceleros se mostraban tan liberales en el suministro de libros como en el de ginebra; nunca recibía un mal gesto ni el retraso de un día cuando le pedía algo al hombre encargado de servirle la comida y limpiar su apartamento. Parecían admirablemente predispuestos para atenderle. Un día, para ver qué pasaría, pidió la traducción al árabe de Lo que el viento se llevó, y el hombre, sin dar la menor muestra de extrañeza, se la trajo al cabo de cinco horas. Dado que no sabía leer árabe, y no le interesaban las novelas, la utilizó como sujetalibros en una de sus estanterías; era monumentalmente pesada.

Su única seria objeción al confinamiento era que a veces echaba de menos pasear al aire libre, y en ocasiones le hubiera gustado ver a Betty Jo, o a Nathan Bryce, las dos únicas personas del planeta que podía reconocer como amigas. Pensaba también en Anthea —tenía una esposa en Anthea, e hijos—, pero el recuerdo era vago. Cada vez se acordaba menos de su hogar.

Transcurridos dos meses pareció que habían terminado con sus tests físicos, dejándole con unos cuantos recuerdos desagradables y un leve y recurrente dolor de espalda. Por entonces, sus interrogatorios se habían hecho aburridamente repetitivos, como si hubieran agotado su cupo de preguntas. Y, sin embargo, nadie le había formulado la más obvia de las preguntas: si era de otro planeta. Por entonces él estaba convencido de que lo sospechaban, pero nunca se lo preguntaron directamente. ¿Temían que se riera de ellos, o era algo que formaba parte de una elaborada técnica psicológica? A veces casi decidía contarles toda la verdad, la cual probablemente no creerían. O podía pretender ser de Marte o de Venus, e insistir en ello hasta que quedaran convencidos de que estaba chiflado. Pero no era posible que fueran tan estúpidos.

Y luego, una tarde, cambiaron bruscamente de táctica con él. Llegó como una considerable sorpresa y, finalmente, como un alivio.

La entrevista empezó del modo habitual; su interlocutor, un tal señor Bowen, le había interrogado al menos una vez a la semana desde el principio. Aunque ninguno de los diversos funcionarios se había identificado ante él, Newton había tenido siempre la impresión de que Bowen era un personaje más importante que los otros. Su secretario parecía un poco más eficiente, sus ropas un poco más caras, los círculos debajo de sus ojos un poco más obscuros. Quizás era un subsecretario, o un pez gordo de la CIA. Era también, obviamente, un hombre de considerable inteligencia.

Cuando entró saludó a Newton cordialmente, se sentó en una butaca, y encendió un cigarrillo. A Newton no le gustaba el olor de los cigarrillos, pero hacía mucho tiempo que había renunciado a protestar contra ellos. Además, la habitación tenía aire acondicionado. El secretario, por su parte, se sentó en el escritorio de Newton. Afortunadamente, el secretario no fumaba. Newton saludó a los dos hombres amablemente, pero no se levantó del sofá cuando entraron en la habitación. Reconocía que en todo aquello había una especie de juego del gato y el ratón, pero Newton no era reacio al juego.

Bowen solía ir directamente al grano.

—Tengo que confesar, señor Newton —dijo—, que en lo que a usted respecta estamos tan desorientados como el primer día. Todavía no sabemos quién es ni de dónde procede.

Newton le miró directamente a los ojos.

—Soy Thomas Jerome Newton, de Idle Creek, Kentucky. Soy un fenómeno físico. Ustedes han visto mi partida de nacimiento en el registro civil del Condado de Basset. Nací allí en 1903.

—Eso significaría que tiene usted 70 años. Y aparenta cuarenta.

Newton se encogió de hombros.

—Ya he dicho que soy un fenómeno. Un mutante. Posiblemente una especie nueva. No creo que eso sea ilegal.

Todo esto había sido dicho antes; pero a él no le importaba repetirlo.

—No es ilegal. Pero nosotros creemos que su partida de nacimiento está falsificada. Y eso es ilegal.

—¿Pueden probarlo?

—Probablemente no. Lo que usted hace lo hace muy bien, señor Newton. Si fue capaz de inventar las películas Worldcolor, imagino que podría falsificar fácilmente una partida de nacimiento. Como es lógico, una partida de 1903 resultaría difícil de comprobar. Testigos fallecidos, etcétera. Pero lo que sigue en pie es que no hemos podido localizar a nadie que le conociera a usted en sus años infantiles. Y lo que resulta todavía más raro es que no hemos podido encontrar a nadie que le conociera a usted antes de los últimos cinco años. —Bowen apagó su cigarrillo, y luego se rascó la oreja, como si su mente estuviera en alguna otra parte—. ¿Le importaría contarme otra vez los motivos de esas aparentes anomalías?

Newton se preguntó ociosamente si los interrogadores asistían a escuelas especiales para aprender sus técnicas, tales como rascarse la oreja, o si las copiaban de las películas.

Dio la misma respuesta que había dado siempre:

—Los motivos hay que buscarlos en el hecho de que yo era un fenómeno, señor Bowen. Mi madre no dejaba que me viera nadie. Como ya habrá observado, no soy el tipo que se desespera estando encerrado. Y en aquella época no resultaba demasiado difícil confinar a un niño. Especialmente en aquella parte de Kentucky.

—¿Nunca fue a la escuela?

—Nunca.

—Sin embargo, es usted una de las personas mejor educadas que he conocido. —Y luego, antes de que Newton pudiera contestar—: Sí, lo sé, es usted también un fenómeno mental —Bowen ahogó un bostezo. Parecía insoportablemente aburrido.

—Es cierto.

—Y se ocultó usted en alguna desconocida torre de marfil de Kentucky hasta que cumplió los 68 años, y nadie le vio ni oyó hablar de usted —dijo Bowen, sonriendo irónicamente.

Aquello era absurdo, desde luego, pero Newton no podía remediarlo. Obviamente, sólo un tonto lo creería, pero él tenía que disponer de algún tipo de historia. Podía haberse tomado más molestias en crear algunos documentos y sobornar a algunos funcionarios para elaborarse un pasado más convincente; pero esa idea había sido desechada mucho antes de que él saliera de Anthea, después de sopesar cuidadosamente sus ventajas y sus inconvenientes. Incluso el conseguir un experto para que falsificara la partida de nacimiento había sido un asunto difícil y peligroso.

—Es cierto —sonrió—. Nadie oyó hablar de mí, salvo unos cuantos parientes fallecidos hace mucho tiempo, hasta que cumplí los 68 años.

Bruscamente, Bowen dijo algo que era nuevo.

—Y entonces decidió usted empezar a vender anillos, de pueblo en pueblo. —Su tono se había hecho más duro—. Fabricó usted, con materiales locales, supongo, alrededor de un centenar de anillos de oro, exactamente iguales. Y decidió súbitamente, a la edad de 68 años, convertirse en buhonero.

Aquello llegó como una sorpresa: nunca habían mencionado los anillos, aunque Newton suponía que estaban enterados de su existencia. Sonrió al pensar en la absurda explicación que iba a tener que dar.

—Eso es cierto —dijo.

—Y supongo que encontró usted el oro excavando en el patio trasero de su casa, y luego fabricó las piedras preciosas con su aparato “El Pequeño Químico Aficionado”, y grabó el metal usted mismo con la punta de un imperdible... Todo esto para poder vender los anillos por menos de lo que valían las piedras preciosas, a modestos joyeros.

Newton no pudo evitar una sonrisa.

—Soy también un excéntrico, señor Bowen.

—Usted no es excéntrico hasta ese extremo —dijo Bowen—. Nadie es excéntrico hasta ese extremo.

—Bueno, ¿cómo lo explicaría usted, entonces?

Bowen hizo una pausa para encender otro cigarrillo. A pesar de sus alardes de irritación, su mano no temblaba en lo más mínimo. Luego dijo:

—Creo que se trajo usted los anillos en una nave espacial. —Enarcó ligeramente sus cejas—. ¿Qué le parece como suposición?

Newton quedó impresionado, pero logró disimularlo.

—Interesante —dijo.

—Sí, lo es. Más interesante aún si se tiene en cuenta que encontramos los restos de una extraña nave a unos diez kilómetros del pueblo donde vendió usted su primer anillo. Es posible que usted lo ignore, señor Newton, pero aquel casco que dejó allí era todavía radioactivo en las frecuencias adecuadas. Había cruzado los cinturones de Van Allen.

—No sé de qué me está usted hablando —dijo Newton.

Era una débil respuesta, pero no podía decir otra cosa. El FBI había resultado ser más minucioso de lo que él había esperado. Siguió una larga pausa. Luego, Newton dijo:

—Si hubiera llegado en una nave espacial, ¿cree que hubiese necesitado vender anillos para obtener dinero?

Aunque durante algún tiempo había creído que no le importaba particularmente que descubrieran o no la verdad acerca de él, Newton quedó sorprendido al descubrir que se sentía intranquilo ante aquellas nuevas preguntas, formuladas de un modo tan directo.

—¿Qué haría usted —dijo Bowen— si llegara de Venus, por ejemplo, y necesitara dinero?

Fue una de las pocas ocasiones en toda su vida en la que a Newton le resultó difícil hablar con voz firme.

—Si los venusianos fueran capaces de construir naves espaciales, supongo que podrían falsificar dinero.

—¿Y dónde encontraría usted, en Venus, un billete de diez dólares para copiarlo?

Newton no contestó, y Bowen se llevó una mano al bolsillo de su chaqueta, sacó un pequeño objeto, y lo depositó sobre la mesa a su lado. El secretario alzó la mirada momentáneamente, esperando que alguien dijera algo al parecer a fin de poder anotarlo. Newton parpadeó. Lo que había sobre la mesa era un tubo de aspirina.

—La falsificación de dinero nos lleva a otra cosa, señor Newton.

Newton sabía ahora lo que Bowen iba a decir, y se sintió en situación de inferioridad.

—¿Dónde consiguieron eso? —dijo.

—Uno de nuestros hombres lo encontró mientras registraba la habitación de su hotel en Louisville. Eso fue hace dos años... inmediatamente después de que usted se rompiera la pierna en el ascensor.

—¿Desde cuándo han estado registrando mis habitaciones?

—Desde hace mucho tiempo, señor Newton.

—Entonces, han tenido ustedes motivos para detenerme mucho antes. ¿Por qué no lo hicieron?

—Bueno —dijo Bowen—, como es lógico, queríamos descubrir primero lo que usted se proponía hacer. Como esa nave que está construyendo en Kentucky. Y, como ya se habrá dando cuenta, el asunto está muy complicado. Se ha convertido usted en un hombre muy rico, señor Newton, y nosotros no podemos ir por ahí deteniendo a hombres muy ricos impunemente... sobre todo si pertenecemos a un gobierno que se considera cuerdo y nuestra única acusación contra el hombre rico es que procede de algún lugar como Venus. —Se inclinó hacia adelante, y su voz se hizo más suave—. ¿Se trata de Venus, señor Newton?

Newton devolvió la sonrisa. De hecho, la nueva información no había cambiado mucho las cosas.

—Nunca he dicho que fuera un lugar distinto a Idle Creek, Kentucky.

Bowen contempló pensativamente el tubo de aspirina. Lo tomó, lo sopesó en la palma de su mano. Luego dijo:

—Como estoy seguro de que usted ya sabrá, este tubo está hecho de platino, lo cual debe admitir que resulta sorprendente. También resulta sorprendente que, teniendo en cuenta la... la calidad del material y de la artesanía, sea una imitación muy defectuosa de un tubo de Aspirina Bayer. Por ejemplo, tiene cinco milímetros más de diámetro, y los colores son más desvaídos. No es un tubo como los que fabrica la casa Bayer. —Alzó la mirada hacia Newton—. No digo que sea mejor ni peor: es distinto. —Sonrió de nuevo—. Pero lo más asombroso de todo, probablemente, es que no hay ninguna letra impresa en el tubo, señor Newton: sólo unas vagas líneas que parecen letra impresa.

Newton se sentía incómodo, y furioso consigo mismo por no haberse acordado de destruir el tubo.

—¿Y qué conclusiones han sacado ustedes de todo eso? —dijo, sabiendo muy bien la conclusión que habían sacado.

—Hemos sacado la conclusión de que alguien falsificó el tubo lo mejor que supo, copiándolo de un anuncio de la televisión. —Bowen rió brevemente—. De la televisión en una zona muy periférica.

—Idle Creek —dijo Newton— es una zona muy periférica.

—Lo mismo que Venus. Y en la farmacia de Idle Creek venden tubos de Aspirina Bayer, llenos de aspirinas, por diecinueve centavos. En Idle Creek no hay necesidad de falsificar un tubo.

—¿Ni siquiera tratándose de un individuo excéntrico, con obsesiones muy raras?

Bowen se encogió de hombros. Al parecer, se estaba divirtiendo mucho.

—No es probable —dijo—. En realidad, podría terminar ahora mismo con todos estos escarceos. —Miró fijamente a Newton—. Una de las cosas fascinantes en este asunto es el hecho de que una... una persona tan inteligente como usted, pudiera cometer tantos errores. ¿Por qué supone que decidimos detenerle cuando estaba en Chicago? Ha tenido dos meses para pensarlo.

—No lo sé —dijo Newton.

—A eso me refería. Al parecer, ustedes... los antheanos, ¿no es cierto?, no están acostumbrados a pensar como nosotros. Creo que cualquier humano corriente, lector de revistas policíacas, se habría dado cuenta de que lo más probable era que tuviéramos un micrófono en su habitación en Chicago, cuando usted se estaba confesando con el doctor Bryce.

Newton permaneció en silencio largo rato, aturdido. Luego, finalmente, dijo:

—No, señor Bowen, al parecer los antheanos no pensamos como ustedes. Pero nosotros no encerraríamos a una persona dos meses a fin de poder formularle preguntas, conociendo ya las respuestas.

De nuevo, Bowen se encogió de hombros.

—Los gobiernos modernos actúan movidos por razones que nadie puede entender. Sin embargo, no fue idea mía el detenerle a usted; fue idea del FBI. Alguien en las altas esferas se asustó. Temían que destruyera usted el mundo con ese transbordador suyo. De hecho, esa ha sido su teoría acerca de usted desde el primer momento. Sus agentes redactaban informes acerca del proyecto, y los directores adjuntos trataban de decidir cuándo atacaría usted Washington o Nueva York. —Agitó la cabeza con burlona tristeza—. Desde la época de Edgar Hoover no había existido un equipo tan apocalíptico.

Newton se puso en pie bruscamente y fue a servirse un trago. Bowen le pidió que sirviera tres. Luego se levantó a su vez y, con las manos en los bolsillos, contempló fijamente sus zapatos mientras Newton llenaba los vasos.

Mientras los entregaba a Bowen y al secretario —el secretario evitó sus ojos al tomar el suyo—, a Newton se le ocurrió algo.

—Pero, después de haber oído la grabación, porque supongo que grabarían ustedes nuestra conversación, el FBI habrá cambiado de opinión en lo que respecta a mis propósitos.

Bowen sorbió su ginebra.

—En realidad, señor Newton, no hemos informado al FBI sobre aquella grabación. Nos limitamos a ordenarles que efectuaran la detención por nosotros. La cinta no ha salido nunca de mi despacho.

Aquello fue otra sorpresa. Pero las sorpresas se habían producido con tanta rapidez, que Newton se estaba acostumbrando a ellas.

—¿Cómo puede usted evitar que le exijan la cinta?

—Bueno —dijo Bowen—, no hay inconveniente en que usted sepa que tengo la suerte de ser el director de la CIA. En cierto sentido, estoy por encima del FBI.

—Entonces, usted debe ser... ¿cuál es el nombre?... Van Brugh. He oído hablar de usted.

—Los de la CIA somos muy escurridizos —dijo Bowen... o Van Brugh—. De todos modos, una vez en nuestro poder aquella grabación, supimos lo que queríamos saber acerca de usted. Y por el hecho mismo de su confesión, decidimos que si el FBI le detenía a usted por su cuenta, cosa que ya estuvieron a punto de hacer, tal como le he dicho, usted podría contarles toda la historia. Nosotros no queríamos que ocurriese eso, porque no confiamos en el FBI. Vivimos tiempos peligrosos, señor Newton; ellos podrían haber resuelto el problema matándole a usted.

—¿Y ustedes no piensan matarme?

—Se nos ocurrió la idea, desde luego. Pero yo no he sido nunca partidario de ella, principalmente porque, por muy peligroso que usted pueda ser, eliminarle podría equivaler a matar la gallina de los huevos de oro.

Newton apuró el contenido de su vaso y volvió a llenarlo.

—¿Qué quiere usted decir con eso? —inquirió.

—Ahora mismo tenemos, en nuestro Departamento de Defensa, numerosos proyectos de armas basadas en datos que hurtamos de su archivo privado hace más de tres años. Los actuales son, como ya he dicho, tiempos peligrosos; podríamos utilizarle a usted de muchas maneras. Imagino que los antheanos son verdaderos expertos en lo que a armas respecta.

Newton hizo una breve pausa, contemplando su vaso. Luego dijo, tranquilamente:

—Si me oyó hablar con Bryce, ya sabe lo que los antheanos nos hicimos a nosotros mismos con nuestras armas. No tengo la menor intención de intentar convertir a los Estados Unidos en una nación omnipotente. De hecho, no podría hacerlo aunque lo deseara. No soy un científico. Fui elegido para este viaje por mi resistencia física, no por mis conocimientos. Sé muy poco acerca de armas... menos que usted, sospecho.

—Tiene que haber visto u oído hablar de armas en Anthea.

Newton estaba recobrando su compostura ahora, posiblemente a causa de la bebida. No permanecía ya a la defensiva.

—Usted ha visto automóviles, señor Van Brugh. ¿Podría usted explicarle, improvisadamente, a un salvaje africano cómo construir uno? ¿Con materiales locales, únicamente?

—No. Pero podría explicarle la combustión interna a un salvaje, suponiendo que pudiera encontrar un salvaje en el África moderna. Y, si fuera un salvaje listo, podría hacer algo con eso.

—Probablemente matarse a sí mismo —dijo Newton—. En cualquier caso, no pienso decirles nada en ese terreno, por valioso que pudiera ser para ustedes... —Apuró el contenido de su vaso—. Supongo que podrían someterme a tortura.

—Temo que sería una pérdida de tiempo —dijo Van Brugh—. El motivo de que hayamos pasado dos meses formulándole preguntas absurdas ha sido el de llevar a cabo una especie de psicoanálisis. Teníamos cámaras aquí, grabando el ritmo de los parpadeos de sus ojos y cosas por el estilo. Hemos llegado ya a la conclusión de que la tortura no daría resultado en usted. Enloquecería usted con demasiada facilidad bajo el dolor; y conocemos suficientemente su psicología: culpabilidad, y ansiedades, y cosas por el estilo, como para someterle a algún tipo de lavado de cerebro. Le hemos cargado a usted de drogas: hipnóticos, narcóticos y no han dado resultado.

—Entonces, ¿qué van a hacer conmigo? ¿Fusilarme?

—No. Temo que ni siquiera podemos hacer eso. No sin permiso del Presidente, y él no lo dará. —Van Brugh sonrió tristemente—. ¿Se da cuenta, señor Newton? Después de todos los factores cósmicos a considerar, al final resulta ser una cuestión de política práctica, humana.

—¿Política?

—Da la casualidad de que estamos en 1976. Y es un año de elecciones. El presidente ha iniciado ya su campaña para un segundo mandato, y sabe de buena tinta... ¿estaba enterado usted de que el presidente utiliza a la CIA para espiar al otro partido?... que los Republicanos van a convertir este asunto en otro caso Dreyfus si no presentamos acusaciones concretas contra usted, o, de no ser así, le dejamos en libertad ofreciéndole toda clase de disculpas.

Bruscamente, Newton se echó a reír.

—Y, si ustedes me fusilan, ¿el presidente puede perder las elecciones?

—Los republicanos han puesto ya en marcha a sus hermanos industriales. Y esos caballeros, como usted probablemente sabe, tienen mucha influencia. Ellos también protegen a los suyos.

Newton estaba empezando a reír con más fuerza. Era la primera vez en su vida que se reía a carcajadas. Finalmente, dijo:

—Entonces, ¿tienen que soltarme?

Van Brugh sonrió amargamente.

—Mañana. Vamos a soltarle mañana.